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ENTRISTECER Y RESISTIR AL ESPÍRITU

Lección 11 – Primer trimestre 2017


La lección de esta semana puede parecernos no muy grata, pero es necesaria,
para que estemos precavidos contra el peligro de jugar con la gracia de Dios, de
jugar con el Espíritu Santo y su obra en nuestros corazones. Y, en este sentido,
todos corremos este peligro porque, por ser pecadores por naturaleza, es muy fácil
que juguemos con nuestra conciencia moral, para adecuarla a nuestros gustos,
deseos, inclinaciones y pasiones.

Porque de eso se trata, en definitiva, uno de los aspectos más importantes de


la obra del Espíritu de Dios en nosotros: lo que llamamos conciencia moral, es
decir, la capacidad de discernir entre el bien y el mal. Y la voluntad de elegir lo
uno o lo otro no es otra cosa que aquella facultad humana por medio de la cual
obra el Espíritu Santo para guiarnos en el camino del bien y apartarnos del
camino del mal. Cuando jugamos demasiado con nuestra conciencia,
minimizando su voz, o desoyéndola, o resistiéndola abiertamente, se va
produciendo en nosotros un proceso de endurecimiento del corazón, de
encallecimiento de la sensibilidad moral y, finalmente, de cauterización de la
conciencia (1 Tim. 4:2).

El Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española vierte la siguiente


acepción del término cauterizar:

“Quemar una herida o destruir un tejido con una sustancia cáustica, un objeto
candente o aplicando corriente eléctrica”.

Es decir, y aplicado a la obra del Espíritu Santo a través de nuestra conciencia:


cuando hacemos algo malo, el Espíritu abre una herida en el alma. Nos
aguijonea, nos molesta emocionalmente y moralmente para que no nos
adormezcamos en el camino del mal. Y esa herida solo puede ser sanada
legítimamente mediante el arrepentimiento y la fe en el perdón de Dios
obtenido gracias a la Expiación realizada por Jesús en la Cruz. Pero nosotros
podemos optar, equivocadamente, por calmar esa herida abierta recurriendo a
mecanismos psicológicos de defensa cauterizando nuestra conciencia; es
decir, impidiéndole que nos hable, porque no podemos soportar el dolor de la
culpa. Entonces, poco a poco nos vamos convirtiendo en una especie de
psicópatas: personas que no tienen conciencia moral, que pueden hacer el mal
(ya sea el más grave o el que no lo parece tanto) sin sentir ningún dolor o
molestia por ello; que no tenemos registro del otro, de nuestro prójimo y sus
necesidades, y que por lo tanto no tenemos problema en mentir, ofender,
dañar, manipular, perjudicar a nuestro prójimo.

Es cierto que algunos de nosotros podríamos tener una conciencia


hiperescrupulosa, neuróticamente culpógena, de orden “psicogénico” (como diría
Viktor Frankl); es decir, originada en una mala formación psicológica que dio lugar
a una estructura psíquica neurótica, de tal forma que hagamos lo que hagamos
siempre nos sentimos culpables, descalificados, condenados por Dios, por la
gente, por nuestra propia conciencia, aun cuando no seamos realmente
responsables de conductas erróneas. Esto merece un abordaje de tipo psicológico,
para ver qué resortes inconscientes nos pueden estar quitando nuestra paz de
manera sistemática. Es una culpa crónica, o neurótica, como la calificaría el pastor
y psiquiatra evangélico Jorge León (recomendamos su libro Psicología pastoral
para todos los cristianos). Es lo que Pablo llama la “tristeza según el mundo” (2
Cor. 7:10), que produce muerte (depresión, angustia, trastorno de ansiedad
generalizada, etc.).

Sin embargo, existe una culpa real, o existencial (León), que sobreviene cuando
somos realmente responsables de actos malos. Es lo que Pablo denomina “la
tristeza según Dios”:

“Porque aunque os contristé con la carta, no me pesa, aunque entonces lo


lamenté; porque veo que aquella carta, aunque por algún tiempo, os contristó.
Ahora me gozo, no porque hayáis sido contristados, sino porque
fuisteis contristados para arrepentimiento; porque habéis sido contristados
según Dios, para que ninguna pérdida padecieseis por nuestra parte. Porque la
tristeza que es según Dios produce arrepentimiento para salvación, de que no
hay que arrepentirse; pero la tristeza del mundo produce muerte” (2 Cor. 7:8-10;
énfasis añadido).

En otras palabras, el Espíritu Santo obra en nuestra conciencia, molestándola,


contristándola, pero no como un fin en sí mismo (como si sádicamente se
deleitara en que nos sintamos mal), sino para lograr guiarnos al
arrepentimiento, a un cambio de mente y de conducta, para apartarnos de
aquello que nos daña moralmente y en definitiva nos provoca sufrimiento.

Y, notemos la fuerza para cambiar la conducta que tiene este arrepentimiento


producido por el Espíritu de Dios:

“Porque he aquí, esto mismo de que hayáis sido contristados según Dios, ¡qué
solicitud produjo en vosotros, qué defensa, qué indignación, qué temor, qué
ardiente afecto, qué celo, y qué vindicación! En todo os habéis mostrado limpios en
el asunto” (2 Cor. 7:11).

De allí que sea tan importante escuchar la voz moral del Espíritu Santo a través de
nuestra conciencia y que sea tan peligroso desechar esta voz. Por eso, las
amonestaciones que aparecen en algunos de los textos principales que
aparecieron en la lección de esta semana:

“Y no contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día
de la redención” (Efe. 4:30).

“¡Duros de cerviz, e incircuncisos de corazón y de oídos! Vosotros resistís siempre


al Espíritu Santo; como vuestros padres, así también vosotros” (Hech. 7:51).

“No apaguéis al Espíritu” (Efe. 5:19).

Y quizás el texto más duro y a la vez hasta cierto punto enigmático sea el
relacionado con la blasfemia contra el Espíritu Santo, presentado por Jesús:

“Por tanto os digo: Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres; mas la
blasfemia contra el Espíritu no les será perdonada. A cualquiera que dijere alguna
palabra contra el Hijo del Hombre, le será perdonado; pero al que hable contra el
Espíritu Santo, no le será perdonado, ni en este siglo ni en el venidero” (Mat.
12:31, 32).

El contexto de esta declaración de Jesús tiene que ver con el hecho de que los
enemigos de Jesús, en su afán de no creer en Jesús como enviado de Dios
(porque no podían resistir el desafío del cambio de paradigma espiritual, de la
revolución espiritual que Jesús traía con su vida y sus enseñanzas, y también por
la envidia que le tenían por causa de la simpatía del pueblo hacia él), atribuían al
mismo Satanás las obras que Jesús realizaba por el Espíritu Santo.

No es meramente un tema de ignorancia espiritual o de confusión conceptual.


Es un tema de la voluntad. Es, en el fondo, un NO QUERER creer, PREFERIR
las tinieblas a la luz, por no estar dispuestos al cambio. En palabras del propio
Jesús:

“Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más
las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo aquel que hace
lo malo, aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean
reprendidas” (Juan 3:19, 20).

La blasfemia contra el Espíritu Santo, el pecado imperdonable, seguramente tiene


que ver con esto, con amar más las tinieblas que la luz, porque no deseamos que
nuestras obras malas sean reprendidas, porque la luz (del Espíritu Santo) molesta
nuestra conciencia.

Este cuadro de los fariseos que rechazaban a Cristo y resistían al Espíritu Santo
es muy similar al del rey Saúl. Es decir, la envidia fue un común denominador entre
ambos grupos, una envidia que los llevó a endurecer su corazón y rechazar la obra
moralmente subyugadora del Espíritu Santo. El rey Saúl no podía soportar que el
pueblo admirara más a David –apenas un súbdito del Rey– que a él mismo. Él
quería la gloria, el aplauso, la admiración del pueblo, y enfermó literalmente de
celos y envidia. Ya había empezado a cauterizar su conciencia cuando fue
reprendido por Samuel en ocasión de la batalla contra los filisteos (1 Sam. 13), y
luego en la batalla contra los amalecitas (1 Sam. 15). En ambos casos, en vez de
“agachar la cabeza”, y reconocer sus errores y sus culpas, Saúl racionaliza (buscar
justificaciones aparentemente lógicas y racionales para legitimar conductas
erróneas) y finalmente niega cualquier responsabilidad en sus hechos erróneos.

El triste resultado final de ese proceso psicológico y moral en Saúl es descrito con
estas duras palabras:

“El Espíritu de Jehová se apartó de Saúl, y le atormentaba un espíritu malo de


parte de Jehová” (1 Sam. 16:14).

Y, por supuesto, no es que el Espíritu de Dios se apartó de Saúl por una decisión
propia, voluntaria, arbitraria, de dejarlo abandonado a Saúl, sino que el Rey había
llegado a un estado tal de endurecimiento de su corazón, de cauterización de su
conciencia, que el Espíritu ya no podía hacer nada más por él. El resultado es que
quedó bajo el dominio de la jurisdicción satánica, un “espíritu malo”, que en el
lenguaje semítico de la época es representado como “de parte de Jehová”, pero
que en realidad significa que Dios no tuvo otro remedio que dejarlo librado al
resultado de sus propias elecciones (en la forma semítica de expresión bíblica, que
tiene muy presente la soberanía de Dios, se representa a Dios como haciendo
proactivamente lo que en realidad solo está permitiendo).

De igual modo se expresa Pablo acerca del pecado de aquellos que resisten a la
voz del Espíritu Santo a través de su conciencia:

“Pues habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron


gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue
entenebrecido. Profesando ser sabios, se hicieron necios […]. Por lo cual
también Dios los entregó a la inmundicia, en las concupiscencias de sus
corazones, de modo que deshonraron entre sí sus propios cuerpos […] Por
esto Dios los entregó a pasiones vergonzosas […]. Y como ellos no
aprobaron tener en cuenta a Dios, Dios los entregó a una mente
reprobada, para hacer cosas que no convienen” (Rom. 1:21-28).

Notemos que no es que Dios provocó en ellos ni la inmundicia, ni pasiones


vergonzosas ni una mente reprobada. Sino que, cuando “no aprobaron tener en
cuenta a Dios”, no queda otro remedio, para Dios, que respetar nuestra libertad y
dejarnos librados a nuestras propias elecciones.

Quizá este sea el núcleo del pecado contra el Espíritu Santo: no aprobar, en
nuestra vida, “tener en cuenta a Dios”.

No se trata de las luchas que todos tenemos contra el pecado, contra nuestra
naturaleza pecaminosa, contra nuestros hábitos. Se trata de una decisión de dar la
espalda a Dios, de rechazarlo, de no tenerlo en cuenta, de tomar voluntariamente
el timón de nuestra propia vida, cosa totalmente engañosa, porque cuando así lo
hacemos, quien toma el timón no somos nosotros mismos sino el enemigo de
Dios, y nos termina atormentando un “espíritu malo”, como en el caso de Saúl.

Pero, este no tiene por qué ser el cuadro de ninguno de nosotros. Gracias a
Dios, si todavía sentimos nuestras culpas, si todavía sentimos necesidad del
perdón de Dios y de ser salvos de nuestros pecados y de nuestra
pecaminosidad, es evidencia de que todavía somos sensibles a la voz del
Espíritu Santo. Es la total apatía, o el total desprecio de Dios y de su obra en
nosotros, lo que debería preocuparnos. Pero lo que si deberíamos tener
cuidado es de autoexaminarnos honesta y frecuentemente, no sea que
estemos jugando con nuestra conciencia y con el Espíritu de Dios:

“Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis


pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino
eterno” (Sal. 139:23, 24).

No dejemos ni un momento más de hacer esta entrega al Espíritu de Dios, porque


hoy, ahora, es el momento en el que podemos optar por la salvación:

“Por lo cual, como dice el Espíritu Santo: Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis
vuestros corazones” (Heb. 3:7, 8).

“Porque dice: En tiempo aceptable te he oído, y en día de salvación te he


socorrido. He aquí ahora el tiempo aceptable; he aquí ahora el día de salvación” (2
Cor. 6:2).
Porque, recordemos que Jesús afirmó cuál es la verdadera voluntad de Dios para
nosotros:

“Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que
el mundo sea salvo por él” (Juan 3:17).

Dios solo tiene un deseo: su salvación y la mía. Rindámonos, entonces, a la


obra dulce y bondadosa del Espíritu de Dios en nuestra conciencia, para que él
pueda realizar los cambios necesarios para apartarnos del pecado y llevarnos
a una plataforma de bondad y salvación.

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