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“Quemar una herida o destruir un tejido con una sustancia cáustica, un objeto
candente o aplicando corriente eléctrica”.
Sin embargo, existe una culpa real, o existencial (León), que sobreviene cuando
somos realmente responsables de actos malos. Es lo que Pablo denomina “la
tristeza según Dios”:
“Porque he aquí, esto mismo de que hayáis sido contristados según Dios, ¡qué
solicitud produjo en vosotros, qué defensa, qué indignación, qué temor, qué
ardiente afecto, qué celo, y qué vindicación! En todo os habéis mostrado limpios en
el asunto” (2 Cor. 7:11).
De allí que sea tan importante escuchar la voz moral del Espíritu Santo a través de
nuestra conciencia y que sea tan peligroso desechar esta voz. Por eso, las
amonestaciones que aparecen en algunos de los textos principales que
aparecieron en la lección de esta semana:
“Y no contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día
de la redención” (Efe. 4:30).
Y quizás el texto más duro y a la vez hasta cierto punto enigmático sea el
relacionado con la blasfemia contra el Espíritu Santo, presentado por Jesús:
“Por tanto os digo: Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres; mas la
blasfemia contra el Espíritu no les será perdonada. A cualquiera que dijere alguna
palabra contra el Hijo del Hombre, le será perdonado; pero al que hable contra el
Espíritu Santo, no le será perdonado, ni en este siglo ni en el venidero” (Mat.
12:31, 32).
El contexto de esta declaración de Jesús tiene que ver con el hecho de que los
enemigos de Jesús, en su afán de no creer en Jesús como enviado de Dios
(porque no podían resistir el desafío del cambio de paradigma espiritual, de la
revolución espiritual que Jesús traía con su vida y sus enseñanzas, y también por
la envidia que le tenían por causa de la simpatía del pueblo hacia él), atribuían al
mismo Satanás las obras que Jesús realizaba por el Espíritu Santo.
“Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más
las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo aquel que hace
lo malo, aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean
reprendidas” (Juan 3:19, 20).
Este cuadro de los fariseos que rechazaban a Cristo y resistían al Espíritu Santo
es muy similar al del rey Saúl. Es decir, la envidia fue un común denominador entre
ambos grupos, una envidia que los llevó a endurecer su corazón y rechazar la obra
moralmente subyugadora del Espíritu Santo. El rey Saúl no podía soportar que el
pueblo admirara más a David –apenas un súbdito del Rey– que a él mismo. Él
quería la gloria, el aplauso, la admiración del pueblo, y enfermó literalmente de
celos y envidia. Ya había empezado a cauterizar su conciencia cuando fue
reprendido por Samuel en ocasión de la batalla contra los filisteos (1 Sam. 13), y
luego en la batalla contra los amalecitas (1 Sam. 15). En ambos casos, en vez de
“agachar la cabeza”, y reconocer sus errores y sus culpas, Saúl racionaliza (buscar
justificaciones aparentemente lógicas y racionales para legitimar conductas
erróneas) y finalmente niega cualquier responsabilidad en sus hechos erróneos.
El triste resultado final de ese proceso psicológico y moral en Saúl es descrito con
estas duras palabras:
Y, por supuesto, no es que el Espíritu de Dios se apartó de Saúl por una decisión
propia, voluntaria, arbitraria, de dejarlo abandonado a Saúl, sino que el Rey había
llegado a un estado tal de endurecimiento de su corazón, de cauterización de su
conciencia, que el Espíritu ya no podía hacer nada más por él. El resultado es que
quedó bajo el dominio de la jurisdicción satánica, un “espíritu malo”, que en el
lenguaje semítico de la época es representado como “de parte de Jehová”, pero
que en realidad significa que Dios no tuvo otro remedio que dejarlo librado al
resultado de sus propias elecciones (en la forma semítica de expresión bíblica, que
tiene muy presente la soberanía de Dios, se representa a Dios como haciendo
proactivamente lo que en realidad solo está permitiendo).
De igual modo se expresa Pablo acerca del pecado de aquellos que resisten a la
voz del Espíritu Santo a través de su conciencia:
Quizá este sea el núcleo del pecado contra el Espíritu Santo: no aprobar, en
nuestra vida, “tener en cuenta a Dios”.
No se trata de las luchas que todos tenemos contra el pecado, contra nuestra
naturaleza pecaminosa, contra nuestros hábitos. Se trata de una decisión de dar la
espalda a Dios, de rechazarlo, de no tenerlo en cuenta, de tomar voluntariamente
el timón de nuestra propia vida, cosa totalmente engañosa, porque cuando así lo
hacemos, quien toma el timón no somos nosotros mismos sino el enemigo de
Dios, y nos termina atormentando un “espíritu malo”, como en el caso de Saúl.
Pero, este no tiene por qué ser el cuadro de ninguno de nosotros. Gracias a
Dios, si todavía sentimos nuestras culpas, si todavía sentimos necesidad del
perdón de Dios y de ser salvos de nuestros pecados y de nuestra
pecaminosidad, es evidencia de que todavía somos sensibles a la voz del
Espíritu Santo. Es la total apatía, o el total desprecio de Dios y de su obra en
nosotros, lo que debería preocuparnos. Pero lo que si deberíamos tener
cuidado es de autoexaminarnos honesta y frecuentemente, no sea que
estemos jugando con nuestra conciencia y con el Espíritu de Dios:
“Por lo cual, como dice el Espíritu Santo: Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis
vuestros corazones” (Heb. 3:7, 8).
“Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que
el mundo sea salvo por él” (Juan 3:17).