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–Supongo que ahora seremos tres quienes lo sabremos- sentí como se agitaba mi corazón al escuchar
sus palabras, prosiguió –Queda en su conciencia lo que haga luego, espero que mi información no se
vuelva su “corazón delator”.
No entendí (o no quise hacerlo) cual era la intención de su mensaje, probablemente sea por la emoción
que sentía. Los ojos del sacerdote se volvieron brillantes, transmitían la melancolía que le provocaban los
recuerdos en aquel momento. Me miró. Su mirada reflejaba también, la necesidad de contarlo, era
evidente que el secreto era un pesar en su vida que no generaba otra cosa más que culpa. Comenzó su
discurso: –Cuando sucedió el robo yo estaba en España habiendo termina- do recientemente mis estudios,
recuerdo que me supe del crimen gra- cias al follón que se desató en aquel momento debido a la acusación
a Picasso, seguramente estas al tanto –Asentí su suposición, ya que estaba en lo cierto, yo había escrito un
ensayo sobre las compras de objetos de origen dudoso que acostumbraba a realizar el pintor. El anciano
continuó con su relato –Tenía todo listo para viajar a Roma, allí me habían designado, debo admitir que
sentí gran orgullo al saber mi destino, aunque decidí hacer una pequeña visita a Francia, quería
comprobarlo en persona. Estuve tres días en París, y cumplí mi propó- sito en no más de tres horas,
recuerdo entrar al Museo del Louvre, e ignorando todas las obras fui directo a la sala donde no había más
que un marco vacío. Sorprendido del entusiasmo de los turistas por verlo me introduje en el tumulto de
gente hasta llegar adelante. Era cierto, el espacio estaba vacío, La Gioconda había sido robada.
El anciano hizo una pausa mientras yo me sorprendí al deducir en mis pensamientos la edad del viejo
obispo. Hizo un comentario entre dientes que no entendí, pero antes que pueda decir palabra alguna
retomó la historia.
–Luego de haber visto la triste ausencia de la pintura y haberme impactado al notar que un espacio
vacío era visitado por tanta can- tidad de personas, fui finalmente a Roma. Era el presbítero de una de las
capillas bautismales, a veces me parecía un sueño ser parte
del cuerpo parroquial del Vaticano. Celebraba unos quince bautis- mos al día, y un poco más los viernes,
luego comencé a estar en los confesionarios y fue mientras ocupaba ese puesto cuando Vincenzo Peruggia
se puso de rodillas implorando perdón –Hasta ese mo- mento mi atención se centraba en otras cosas, pero
al escuchar aquel nombre, clavé la mirada en el anciano dedicándole toda mi atención –Hablaba muy
agitado, no pude entender nada de lo que decía y como solía hacer con cada persona que venía en igual
estado, le dije unas palabras para que logre tranquilizarse. Pasaron dos minutos de llanto nervioso cuando
pareció ser invadido de repente por la sere- nidad. Cuando lo noté calmo, hice la ceremonia para
comenzar la confesión. Al comenzar lo que sería un discurso me pidió que no lo juzgue, luego me dijo su
nombre y fue en ese momento cuando una extraña sensación recorrió mi cuerpo mientras la imagen del
espa- cio vacío en el Museo del Louvre se me hacía presente. No me dejó contestar ni acotar hasta
terminar su relato. Me dijo lo del argentino que lo convenció, y que no era su intención robarlo para
obtener dinero, yo me sentía prisionero de mi cuerpo, no podía manifestar mi reacción –Miré al anciano
de tal forma para prevenirlo de una interrupción, pero para sorpresa mía hizo un ademán para que no lo
hiciera, y continuó –Me recordó que cuando Napoleón se nombró emperador tuvo a La Gioconda casi una
década llamándola “Mada- me Lisa”.
Recuerdo que su voz se quebró, logré entender dificultosamente las pocas palabras, y las necesarias,
que cambiarían mi pensar:
–No era la verdadera la que tenía Bonaparte –Sentí la desfigura- ción de mi cara luego de escuchar la
cita del anciano, debo admitir que no lo creí. Él siguió – Mi reacción fue similar a la tuya, pues no le creí,
y por ello asumo que tú tampoco. Pero luego vino la explicación. Alegó que era tal la obsesión del
emperador por la pintura que solo él sabía dónde estaba, y a sabiendas de la posibilidad de que ocurra
cual- quier altercado, colocó en su habitación de Tullerías un ejemplar lo suficientemente convincente
para que hasta en la actualidad se piense
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que es la original. La historia tenía un tinte de realidad que crecía con cada palabra. Vicenzo me pidió ir a
una sala más privada, cierta sensación de miedo recorrió mi cuerpo e invadió por un momen- to mi mente,
sin embargo, acepté y, saliendo del confesionario sin dedicarle más que una mirada que se entendía como
una señal para que me siguiese, me dirigí a mi pequeña oficina sintiendo sus pasos detrás de mí –No
podía caer en la cuenta del significado de lo que oía y me detuve por un momento a pensar en el éxito que
lograría mi próximo trabajo –La pequeña sala contenía un pequeño escritorio con dos sillas enfrentadas,
una biblioteca y pinturas renacentistas en las paredes. El hombre entró y se sentó, yo entendí que no solo
debía cerrar la puerta sino que debía trabarla. Me dijo con una mirada de desesperación en busca de
comprensión, que era imperativo y nece- sario que se respete el secreto de confesión, añadiendo a ello que
la iglesia fue el único lugar al que podía ir a hablar (sentí cierto orgullo por mi papel de contención como
sacerdote, al fin y al cabo a ello quería dedicarme). Le dije ciertas palabras que para inspirarle con- fianza
y le hice un gesto dejándole entrever que le dedicaría el tiempo necesario, aunque cada vez más mi cuerpo
se llenaba de ansiedad y curiosidad. Luego de aproximadamente cinco minutos de silencio que parecieron
eternos, sacó de entre su ropa muy cuidosamente un pequeño objeto envuelto en una tela y lo colocó sobre
el escritorio. Sentí que mis ojos, al igual que mi corazón, se saldrían de lugar, sabía lo que envolvía esa
tela. Y mirando al feligrés en busca de su permiso para desenvolverlo comencé a sacar los lienzos con un
cuidado que daba a entender la presión que eso me provocaba. Allí estaba, sí se- ñor: yacía sobre el
escritorio de un cura inexperimentado la “Gran Mona Lisa”. Me detuve en el cuadro y las lágrimas
brotaron de mis ojos con una emoción inimaginable –Mi corazón palpitaba cada vez más, y sin
interrumpir miré al obispo para que continúe y descubrí en su mirada un dejo de tristeza. Continuó sin
querer hacer notar el quiebre de su voz.- Vincenzo, al que no reconozco, como tima- dor –me miró con
ironía acusadora por este calificativo que yo había
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utilizado.- estaba desesperado, me explicó que al igual que Guillaume Apollinaire, sentía que el arte
estaba encerrado y por eso no devolvió el cuadro. Entendía perfectamente, pero por qué teniendo el
original había robado la réplica, su respuesta me dejó anonadado: “dediqué mi vida al cuidado de este
cuadro, y esa fue la causa de mi sentimiento de culpa, mi egoísmo al no compartirlo aflora mi pesar, y
recibir un castigo social es lo que merezco”. Cada vez que recuerdo sus palabras me estremezco, y
también siento culpa... no solo por saberlo.
El viejo se paró, con gran esfuerzo abrió un cajón del escritorio del que brotó un calor extraño y una luz
tan extraña como el calor, no era algo normal. Vi como sacaba la majestuosa pintura al mismo tiempo en
que mis ojos se humedecieron.
–No puede ser cierto –Fue lo único que pude decir. –Como le decía, yo también siento culpa, pero entendí
porque debía preservarla sin explicación alguna. También entendí que es un pesar y debo deshacerme de
ella sin dejar aquello que desde Napoleón hasta mí se mantuvo. Cuando sacó el arma entendí que era
usted, y lo aseguré con las lágrimas de sus ojos – Sabía adónde quería llegar el anciano –Tú sabrás que
hacer con ella, espero no equivocarme. Ahora todo depende de ti. Ese es mi secreto, ahora es el tuyo.
El viejo concluyó así su discurso, luego de una explicación de los re- caudos y cuidados que debía
tomar con la obra, envolvió el cuadro, me lo dio sin poder disimular su mezcla de sentimientos y sin decir
nada me indicó que me fuera. Al llegar al arco por el que había entrado recordé la historia que había
escuchado y me volteé diciendo:
–Disculpe monseñor, ¿Qué le dijo Vincenzo al finalizar su explica- ción y qué hizo usted?
–Puede contarse usted mismo lo que falta. Con una risa que entendía el mensaje seguí mi camino.
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Un segundo, un destino
Quito, 1929.
Abrió sus ojos como todos los días, apagó la ensordecedora alarma y, como todos los días, tomó la correa
de la persiana la cual se cortó en el segundo tirón provocando en la muñeca del protagonista una profunda
cortadura que sangró, sangró sin darle tiempo a despertar del todo. Y así murió.
Pacto de sangre
Londres, 1821.
Hendió mi piel poco más abajo que la palma de la mano con la nava- ja que sacó del bolsillo interno de su
traje. Dijo que era un pacto de sangre, por eso no chillé. Él también se había hecho un corte y había
echado unas gotas al papel. Sacudió mi mano y, al parecer, cayeron más gotas de las que debían. Noté la
desesperación en su rostro. El tajo dejaba exudar mi sangre despeñadamente. A pesar de la infructuosa
búsqueda de mi socio, lo supe. Nada podía hacerse, entonces cerré los ojos. Me desangraba lentamente.
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Instrucciones para morir14
Todo debe comenzar con un dolor –el título del texto anticipa a que me refiero–, mientras la
desesperación bloquea su pensar acabando con todo accionar premeditado. El dolor acrecienta con tal
rapidez cuyo tiempo, a mi parecer, no puede medirse. La aparición de síntomas totalmente indescriptibles,
y por tal razón, difíciles de entender en su manifestación, hacen de la experiencia un éxtasis nervioso que
le provocará la necesidad de tirarse al suelo o sentarse (si hay un asiento o algo que se asemeje). Procure
hacer esto último con cierta exageración, realizando un espectá- culo trágico, piense que probablemente
sea lo último que haga.
Una vez en el suelo, debe relajarse olvidando el dolor cuya intensi- dad, en esta instancia, se entiende
como única y jamás experimentada –es aquí cuando cae en la cuenta de lo que le sucede–. Así como sus
dolencias, su entorno pasa a un segundo plano. Siente su malestar, ve a su alrededor, pero ello no le
afecta, no lo sufre. Es este el momento en que debe verse invadido por situaciones olvidadas que
comienzan siendo vagos recuerdos que se intensifican poco a poco, y es ahora cuando su memoria,
ayudada por la mente, es su propia biógrafa, con- tándole cada detalle de su vida, permitiendo a usted
adentrarse en un sinfín de imágenes que en algún momento tuvieron movilidad, senti- do, sentimientos.
En algún momento, ese pasado fue el “aquí y ahora”. Así debe comenzar el final, recordando desde el
principio y el trans- curso hasta llegar a esta realidad. Brazos tendidos, sin fuerza, sin po- der moverlos
–aunque con la satisfacción de ni siquiera intentarlo–,
14 Las únicas dos veces en las en las que he fallecido desangrando –narradas en los microrrelatos que anteceden- han sido por
demás, dolorosas y traumáticas debido a la lentitud y agonía del proceso. Por ello me dediqué a diseñar un texto que sea una
suerte de manual para tales momentos, en verdad no es más que incluir una parte de teatrali- dad a un momento tan único e
irrepetible.
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la melanina pareciera desaparecer, al igual que sus pupilas producto de la luz enceguecedora del entorno
que, paulatinamente, pierde sus colores volviéndose de un blanco excesivamente resplandeciente.
Ahora debe estar caminando hacia allí, el dolor no fue más que otra experiencia de vida... la última.
Creo que así se vive la muerte.
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La culpa del cómplice15
Bariloche, 2011.
Los pájaros embellecían el paisaje junto al sonido del agua percutien- do las rocas de la costa y los aromas
de la poca variedad arbórea, ha- ciendo de mi ser algo insignificante y miserable en el universo.
La culpa que debería comenzar a acecharme recordándome mi condición humana, no había acaecido
–pero en un rincón de mi con- ciencia sabía que no iba a hacerlo porque el placer prevalecía mucho más–,
sin embargo, sentí como se humedecían mis ojos cuando la veían mientras el viento atentaba contra mi
rostro.
Y casi sin dudarlo, comprendí que la culpa yacía en esas lágrimas por nacer, en el frío que recorría mis
venas... en saber que aunque de- bería haberlo evitado, me quedé allí parado, tan quieto como las rocas
costeras golpeadas por el agua del lago que de tanto en tanto me sal- picaba oyendo el cantar de las aves,
siendo parte de aquel paisaje que atestiguaba el momento en que la joven se adentraba al lago lentamen-
te hasta perderse de vista.
15 De la primera vez que sentí culpa frente a la muerte y la primera vez que fui a Bariloche.
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La revolución de los recuerdos16
Al fin de cuentas, La vida es evanescente.
Escuchando la disputa recordé la “Casa tomada”, de Cortázar, y en cierta forma se me presentó la
invasión de “La guerra de los mundos”, de Orwell. Tantos años de disfrute, de momentos, de alegrías y de
eternas siestas de jaqueca. Todo aquello contenido en un pequeño ci- lindro de casi cuatro centímetros de
altura por un centímetro y medio de diámetro cuyo material es extraído del alcornoque: el corcho.
La idea de atesorar momentos en pequeñas porciones de materia más o menos similares, se convirtió en
un problema cuando dejaron de ocupar un jarrón para no caber en un segundo receptáculo: un ca- nasto de
mimbre, que otra vez no fue suficiente ya que, el vino era vital en cualquier reunión que merezca ser
recordada –para cierta filoso- fía de vida significa todas –. Con el eterno transcurrir del tiempo los
canastos de mimbre reemplazaron los sillones, las mesas y los demás muebles no utilizados. Lo más
sorprendente fue cuando el matrimo- nio ocupó la habitación de una de sus hijas, la cual ahora debía com-
partir cuarto con la otra hija, la menor. Los tropiezos se volvieron co- tidianos, ya no causaban gracia,
siquiera se preguntaban si todo estaba bien frente a una caída.
–¡Tiremos los corchos! –No, los corchos se quedan.
A mediados del 2023, sólo quedaba el matrimonio. Las hijas ha- bían sido expulsadas para utilizar la
habitación restante como el últi-
16 De cuando un alma se rebela contra su destino.
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mo depósito de corchos. De hecho, el movimiento de los habitantes se limitaba a un estrecho camino de la
puerta de entrada al baño y la cama entre infinitas paredes de corchos. Sin embargo, el problema mayor
comenzó aquel día de julio cuando el matrimonio quiso salir, pues los pequeños cuerpos habían cubierto
la puerta de entrada. Los corchos comenzaron a moverse para dejarlos inmóviles mientras el oxígeno
comenzaba a escasear. Los rehenes sintieron calambres –qué paradójico –. Notaron como algunos corchos
formaban palabras en la puerta cubierta, decían: son los protagonistas de cada recuerdo que
representamos, si se van quizá no vuelvan.
Así era, si ellos se iban los corchos ya no tendrían sentido, sólo se- rían corchos, pedazos de
alcornoque, de materia. No hay recuerdos, si no hay quien recuerde.
Lentamente sintieron sus cuerpos invadidos y desde los pies se vol- vían figuras de corcho. Sus
recuerdos materializados los ataban, los consumían, los volvían recuerdos. Luego todo fue silencio. Se
escu- chaba cada tanto el latir de los corchos revolucionados, dictadores:
–¡Qué vivan los recuerdos! ¡Qué vivan los corchos!
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Cómo dibujar la eme
A quienes cuestionan para aprender, Los niños
Pose el lápiz sobre el papel aplicando una fuerza leve pero no por ello imperceptible y trace una recta en
sentido vertical de abajo hacia arri- ba partiendo desde el renglón, o sea, perpendicular a este. Dicha recta
debe tener unos seis o siete milímetros. Luego, sin levantar el lápiz dibuje una nueva línea recta hacia
abajo, sin embargo, tenga en cuenta que esta vez debe ser oblicua a la anterior y su origen está en el
extremo superior de la misma.
Continuando con la mecánica de no levantar el lápiz, y presionán- dolo con igual fuerza, debe repetir
las dos rectas anteriores de forma inversa, es decir, como si colocara un espejo a la derecha del dibujo de
ambas líneas apoyado en el punto final de la segunda que dibujó y paralelo a la primera. Así debe dibujar
la eme.
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Amor pasajero17
La miré. Me miró. Ambos estábamos en los asientos enfrentados que yacían sobre la su- perficie movible,
sin embargo, dejábamos atrás todo el lugar. Aunque enfrentados, los asientos tenían unos dos metros de
distancia. Nos movíamos estando quietos. Para entenderlo es necesario recurrir a una explicación
diseñada por un físico, el cual la denominó “Teoría de la Relatividad”.
Sus delgados labios, que se mostraban tímidos ante los presentes –aunque estos estaban ocupados en
sus propios temas – se curva- ron la primera vez que nuestras miradas se encontraron y los dos la
apartamos rápidamente, pero yo me volví al instante y sentí el extraño calor que trepaba mi cuerpo, para
luego invadir mi rostro, que probablemente se coloreaba a pesar del frío de la mañana. Po- día percibir su
incomodidad y, sin hacer caso de ello, seguía bus- cando mis ojos, los cuales sin poder oponerse iban a su
encuentro apasionadamente.
Su sonrisa era más duradera luego de cada mirada, y yo le corres- pondía con algún gesto que podría
entenderse como lo que realmente es, aunque generalmente la cobardía nos invade y la inseguridad es en
ese momento nuestro principal sentimiento.
Pensé en hablarle pero eran demasiados los extras que ocupaban el sitio incómodamente y vale destacar
que ambos estábamos muy con- formes con nuestra ubicación... uno frente al otro. Para cumplir con mi
destino faltaba algún tiempo, pero el destino es único para cada uno. De pronto vi que irguió su figura, y
sus pies inseguros avanzaron desequilibradamente hasta sujetarse con su mano aferrándose a algo
17 Este texto está dedicado a todos los amores pasajeros que alguna vez tuve y jamás sabré su nombre.
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más estable, después de un gesto que buscaba seguridad, hundió su pulgar dedicándome una mirada de
despedida.
Sentí cierto dejo de tristeza, pero ya nada podía hacerse. Hizo sonar el timbre y bajó del colectivo.
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La excelentísima soberbia mediocre o la acusación del libro18
“Basta con que nos tapemos los oídos al sonido de la música en un salón de baile para que los que
bailan de una vez nos parezcan ridículos” Henri Bergson
Aunque sin sentido alguno, dijo la muy excelentísima duquesa, es una de las obras que engalanan mi
colección de primeras ediciones de quién sabe qué tiempo.
–Aún sin entender palabra alguna que digo, es responsable de mi juicio, incluso aunque no sepa que lo
corriente –mal llamado “nor- mal”– no es lo que me cupe.
–Seguía escuchándola mientras me mostraba con mucho entusias- mo las amarillentas páginas y las
hermosas pero avejentadas pinturas que estas contenían. No hallé relación alguna entre tal felicidad y su
saber respecto a la obra en cuestión.
–Sólo un objeto de gran valor que ocupa un privilegiado sitio entre sus pares soy ante sus ojos,
conteniendo –sin que la muy excelentísima duquesa lo sepa o lo sospeche– más información, e incluso
más cultu- ra que su íntegro y propio ser. Más potencia de trascendencia.
–Ella me tradujo una pequeña frase en latín con el orgullo de ser una de las rarezas de la
contemporaneidad capaz de entenderlo, sin saber que yo también podía hacerlo como si fuera mi propia
lengua.
–Siquiera había mirado más de dos de mis páginas las cuales dudo que hayan sido leídas.
18 El presente relato no es ficticio, yo mismo soy el protagonista. Recuerdo tristemen- te mi estado siendo un objeto que en
alguna dictadura, un ignorante mandó a quemar. Es su costumbre, siempre atentan contra el saber, pues es libertad.
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6. En su mayoría (?), el humano dejará descendencia. 7. El humano necesitará creer en algo superior a él.
8. En algún momento, el humano debe ver la vida con otra
mirada. 9. El humano volverá a necesitar de otros para que cuiden de él. 10. El humano entiende que
el círculo de la vida es perfecto.
El grito del oso
A Pelusa, amiga del oso.27
Me encontré al oso de las tuberías una tarde que aburrido de abu- rrirme trepaba la vieja higuera del patio
de la quinta. Rama tras rama pisaba sin cuidado pero con miedo, ese miedo que aparece como sin-
cronizado con el lento olvido –pero no desaparición– de nuestro niño interior. El oso se asomaba por el
techo de la casa de al lado, pues ya no era una zona de quintas, era un barrio en potencia de jungla gris.
Creo que se acordó de mí porque aún preservo mi rostro de niño. Solíamos hablar cuando trepaba la
higuera sin miedo, con ansias de explorar el universo... cuando era una zona de quintas.
Brillábanle los ojitos negros que contrastaban con su opaco pelaje que tan brilloso era antes, en
aquellos tiempos, cuando la higuera daba sombra a casi todo el patio. Sus patitas delanteras estaban su-
cias, llenas de gris, del nuevo gris que invadía la zona. Atinó a son- reírme, pero le fue imposible, pues
comprendíamos que ambos com- prendíamos... tan cómplices como en aquella época, cuando su piel
brillosa barría los troncos frondosos de la higuera, y hoy tan débil nuestra higuera. Sin confianza al viejo
árbol, salté al techo donde el oso de las tuberías se hallaba aún con su mirada puesta en mí, aca- ricié su
mejilla, toqué su fría nariz como lo hacía de pequeño, pero ya lo le daban cosquillitas. Fue tan
hermosamente profundo nuestro abrazo, que me parecía impensado que el suspiro posterior fuera tan
desolado.
Culpa. Me sentí culpable. Era tanta la destrucción que mi especie realizaba agrediendo consciente e
inconscientemente a la vida pro- piamente dicha, que ya ni siquiera respetábamos ni conservábamos a
quienes nos ayudaban. ¿Comprenden esto? Nuestro egoísmo es
27 Ambos víctimas de la feroz monstruosidad humana.
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tal, que nos volvimos enemigos de nosotros mismos, ya ni nuestro lado de interesados aprovechábamos.
El oso de las tuberías limpiaba con su naturaleza y con su pelaje, pero ya no puede hacerlo. Nues- tra
ambición nos llevó al exceso, y este es el camino más directo a la autodestrucción.
Una lágrima humedecía el pelo sucio de su carita triste mientras que, con un quiebre de voz que quería
pasar desapercibido, me pre- guntaba por qué. Luego del «por qué» más doloroso que jamás haya
escuchado –y dudo que vuelva a escuchar – siguió una catarsis desga- rradora, el llanto de una vida
dañada tratando de explicarse cuál era el fin, por qué el castigo:
–No sé qué he hecho. Yo recorría las tuberías limpiándolas con sólo pasar, pero ya no doy abasto, niño.
Los suelos son cada vez más duros y lastiman mis patitas, el agua es cada vez más espesa, sucia y escasea
demasiado. Solía darme duchazos en los túneles y me asomaba por las bocacalles para que el viento seque
mi rostro soplándolo. Tú lo re- cuerdas, comía los higos que me traías y que con el tiempo dejaron de
brotar, jugábamos por los campos corriendo a la velocidad de las aves. Tú nadabas en el lago sin miedo
junto a mí, ya casi no te zambulles, dejaste aquel niño en ese pasado del que te distanciaste. No lo dejas-
te por haber crecido, sino porque creíste haber conocido el mundo, por eso ya no te arriesgas a lo que no
lograste conocer, te da miedo, es triste. La higuera casi no está, el lago desapareció, los campos se
volvieron grises y sus árboles altos y cuadrados, las personas viven allí y aunque tienen muchas tuberías,
ya no me gusta recorrerlas. Son su- cias, algunas resbalan y huelen feo. Me encuentro con sustancias
raras, que se adhieren a mi cuerpo y se enredan en mis patitas: una vez casi me atraganto con una.
También, uno me envolvió la cabeza mientras nadaba sin dejarme respirar. Los peces que con suerte
encuentro ya no saben bien, siquiera intentan escapar de mí. Además, mayormente me caen mal. Ya casi
desapareció todo aquello... pronto será mi turno ¿Qué harán luego?
¿Han notado algo? El oso se preocupaba por nuestro porvenir aun
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sabiendo que probablemente su fin estaba próximo. Un silencio dura- dero que nos tenía a ambos como
figuras de un cuadro que reflejaba dos seres mirando a lo lejos, al triste horizonte, al paisaje nuevo, me
permitió pensar y recordar la vez en que la vieja me leyó «el discurso del oso» de Cortázar, aquella misma
tarde me lo encontré en el techo de la casa de la quinta de al lado mientras me adueñaba del universo,
siendo el rey del eterno patio y la higuera mi castillo. Entonces me di cuenta que ese oso era parte mía, era
mi amigo, mi reflejo... el oso de las tuberías.
Le pedí que me siguiera y fuimos por las rancias tuberías repletas de basura humana, basura egoísta...
autodestrucción. Llegamos a una casa particular, más limpia, más cómoda. Su rostro brilló. Subimos al
techo de la casa y llamé a la niña, ella no lograba verlo. Comprendí que la pequeña debía conocer el
cuento, entonces se lo conté y así lo vio. Juntos bañamos al oso, le hicimos cosquillitas y mimos mientras
renacía su esperanza, yo también me sentí esperanzado. Su pelo había quedado brilloso y la comida que le
dio la niña le sentó bien. Los tres en el nuevo techo, mirando al imponente y desafiante paisaje gris, en-
tendiendo que éramos parte del puñado de locos que sabía lo difícil que iba a ser la tarea, pero también
sabiendo lo necesario y urgente que era llevarla a cabo.
Yo debía volver. Con un poco de mi niño interior redescubierto, y la idea de redescubrirlo por
completo, miré al oso y le di un pro- longado y sentido abrazo, de esos que no se olvidan nunca. El me lo
correspondió con sus ojitos nuevamente brillantes y algo húmedos, esperanzado. Luego miré a la niña y le
dije:
–Bahía, tu niño interior es eterno, no debes olvidarlo jamás. El mundo es tuyo, pero no es para gastar
sino para hacernos cargo de él – le señalé al oso con un gesto y continué –Mientras sientas el latido de tu
niño interior, él recorrerá las tuberías.
La niña parecía comprenderlo todo de antemano, y mirándome fi- jamente con una sonrisa inocente me
dijo:
–Tampoco vuelvas a olvidar a tu niño interior
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Le di un ejemplar del principito que había llevado, lo firmé y el oso lo selló con su huellita, eso era
suficiente. Volví a mis pagos sin mirar atrás, viendo en la sombra del suelo a las dos figuras conversando,
am- bos sentaditos en el techo. Entré en las tuberías y desde Barracas me fui lentamente hacia la zona de
quintas, que ya no lo era. De tanto en tanto, cuando me zambullo en algún lago o me baño, escucho el
andar del oso de las tuberías. A veces, también lo veo correr por los techos con una sombrita que lo sigue,
aún es bahía. Y sonrío de felicidad.
Hermanos que caminan
Caminaba a tropezones, caminaba, Caminaba con las ganas que tienen los niños de caminar, Caminaba
descubriendo, y por eso las ganas (de caminar, claro).
Dijeron con un manto de humedad en sus ojos: Ya no andarás sólo en esto de caminar, De descubrir.
Aunque tuve que ayudarla a descubrir aquello que para mí era ordinario, Por lo cual ya no caminaba con
muchas ganas.
Caminábamos a tropezones, caminábamos Vos con ciertos golpes, caminabas, Yo con ciertas heridas,
caminaba. Juntos, caminábamos juntos. Descubriendo. Caminábamos para descubrir, juntos
Descubríamos caminos por los que no nos gustaba caminar, No siempre pudimos acordar qué camino
seguir, Y hubo que pelear, Y uno tuvo que ceder, Y caminamos. Seguimos caminando
Claro, humanos débiles y sociales, Humanos con individualismo superfluo, Humanos que sin asumirlo
sabemos que un camino no se construye ni por, ni para una sola persona, Son muchas las que lo transitan,
las que caminan.
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Algunos te miman mientras caminas, Aquellos cuyo destino es ser los primeros en dejar de caminar.
Otros son los que te enseñan a caminar, Buscan que tu camino sea recto, limpio, perfecto como hubiesen
que- rido que fuera el suyo (aunque te cuento un secreto: ellos aprenden a enseñarnos a caminar
enseseñándonos, caminando).
Caminantes pasan por nuestro camino, Se cruzan, caminan, Otros cierran sus caminos, También pasan,
también caminan.
Sólo los caminantes afortunados pueden estar seguros de mirar a su lado y ver un par de huellas de otro
caminante que los acompaña, Camina.
Cuán importante es un hermano para poder caerse tranquilo, Sabiendo que él, caminante, Nos va a ayudar
a levantar, O tal vez se tira al suelo contigo y te señala el cielo, Y juntos descubren la luna y las estrellas.
Caminan.
Nunca vas a caminar sola, Soy ese par de huellas al que estás condenada.28
ÁYAX, tu hermano.
28 El amor de hermanos es, por demás, singular... Único. El texto se lo dedico a cada una de mis hermanas, no obstante, no
puedo dejar de contar al lector que fue escrito luego de una situación con una de ellas, que me hizo comprender el valor de su
vida, de la vida.
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La vida del universo y la muerte del humano29
Cuando entendí que la vida comprendía en diez leyes humanas supe cómo acabaría todo, por supuesto,
con la muerte. Pues, esta era la coincidencia o causalidad más exacta entre las personas para la cual solo
bastaba cumplir una condición –ley no intencional– para alcan- zarla: la vida. Sí, poseer vida incluye
asegurarnos que vamos a morir en algún momento, una fecha imprecisa de caducidad.
Entonces, ¿Qué es morir? Dijeron que era parte de la vida, sin em- bargo, es un estado de total carencia
de la misma –excluyendo la sub- jetividad de cualquier creencia religiosa.
La muerte es en sí misma. Esa noche, mirando las estrellas recordé cuando en mi sexto grado la maestra
nos explicó cada instancia de la vida de una estrella, cómo alcanzaba la muerte. Y en ese momento logré
atar el último cabo de mi conclusión, había encontrado el eslabón que faltaba. Con ello me sentía seguro
de poder hacer la siguiente afirmación:
«El universo, y todo lo que lo conforma, tiende al fin»
Es decir, cada una de nuestras vidas no es más que un accidente de la propia vida –o existencia – del
universo y nuestra muerte también lo es, ninguno de los dos nos pertenece. ¿Qué sucedería si de pronto
morirían en masa todas las estrellas junto con los demás cuerpos celes- tes? ¿O si los humanos optásemos
de forma unánime dejar de repro- ducirnos y que la especie muera? El universo se apagaría lentamente
hasta alcanzar su fin.
A fin de cuentas, no sé cuándo el universo morirá –o alcanzará su
29 Traducción que hice en 1437 de un escrito anónimo en sánscrito.
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fin – pero contrariando a la comunidad científica creyente de que su expansión es infinita, sé que tiende al
fin, a morir.
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La muerte: tema central, de un accidente30
La muerte es el tema central. Comencemos por el principio: el acci- dente, luego la vida –entendiendo que
la idea de causar el accidente no lo hace factible, pues no lo lleva a cabo porque siempre es un acci- dente
–. Claramente no es el amor el único capaz de lograrlo, lo cual no lo hace común a toda la humanidad,
quizá sea el mero placer aquel que lo logre, pero para ello ambas partes responsables deben estar de
acuerdo, o bien una sola debe quererlo, o bien el placer es el objetivo único, tal vez la acción (que no es el
accidente) cause el placer a terce- ros, cuartos y otros cuantos; con esta última reflexión debo retractar-
me y concluir en lo siguiente:
«No es el placer, ni el amor el denominador común de todos en tanto fuimos y somos, o no más, el
accidente”.
Entonces, ¿qué es? Pues eso, un accidente cuya existencia depende de otra y esta última de otra y así
sucesivamente. Al momento de darse el accidente encon- tramos otra cosa en común con los demás:
«Ninguno es infinito, todos tienden a desaparecer, al fin»
Sin confundir su tendencia a la muerte (en tanto de vida hablemos) como un objetivo o deseo. Sin
importar objeciones, contrariedades, ni dicotomías la existencia finaliza su recorrido en la muerte. Esa es
su meta. Su castigo. Su placer. Su destino. Entonces, la vida (accidente)
30 Traducción que hice en 1703 de un documento escrito en griego por un tal Aristí- medes de Focea, del cual no he encontrado
prueba alguna de su existencia.
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o existencia (también accidente) tienden al fin, lo cual no significa que la vida busque el fin porque la
vida es una línea, un período, una necesidad del universo (que también tiende al fin), es decir, en tanto la
vida corresponda a sustancia pensante (en palabras de Descartes) puede vivirse sabiendo que tiende al fin,
pero sin esperarlo, viviendo como si nunca llegara, hasta que llegue.
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The wall
De mano en mano pasábanse los ladrillos cuya liviandad era mayor en el oficio que en la acción misma.
Eran diez. Trataban de construir un muro de varios metros de alto capaz de delimitar una antinatural –o
artificial – frontera. La frontera buscaba dejar entrever su poder sobre el territorio, hasta en los últimos
centímetros de tierra; el límite, en cambio, demostraba su necesidad de distinción, y esta se encuentra con
la separación. Humanos, ¿personas?
Ellos continuaban, el sol se ocultaba y volvía a salir para que ellos continuaran, pues el universo, al
parecer, se movía sin otro fin. Por la mañana, el sol salía para darles luz la cual les permitiría continuar
con el muro. Por la noche se ocultaba para que pudieran descansar cómodamente (descansar lo necesario).
Era claro: el muro debía construirse.
Entre los diez había cuatro pequeños de no más de once años. Dos pertenecían a los cinco de un lado y
los otros dos a los cinco del lado “contrario”. Mientras los restantes se ocupaban del muro, ellos pa- saban
de lado a lado sin entender la utilidad de la pronta inmensa y cerrada frontera, incluso era una razón más
para jugar. Entre los seis adultos había dos ancianos. Uno pertenecía a un lado y el otro al lado
“contrario”. Casi no podían moverse, apenas lograban balbucear al- gunas palabras para indicar sus
necesidades. Los tenían en una silla, enfrentados, sin embargo, no podían verse, pues el muro se les inter-
ponía. Ellos fueron los mentores de la construcción de la acechante barrera y, aunque no pudieron ser
quienes la construyeron, quedarían por el resto de la historia como padres fundadores de la misma. Tal
motivo era el causante de las penosas lágrimas que recorrían los sur- cos de sus débiles rostros. Su castigo
–así lo entendían – no era otro que ser conscientes de tal situación, del error cometido. Un error cuya
posibilidad de reparo ya era imposible. No se podía volver la construc- ción atrás, ni el tiempo, siquiera
podían alertar.
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De los cuatro que quedaban, pertenecían dos a un lado y los otros dos al lado “contrario”. Estos eran
los que llevaban a cabo la construc- ción. Se turnaban para construir con los futuros limítrofes –pues la
palabra «vecinos» estaría extinta – y, su razón de ser no era otra que el levantamiento del muro para
producir y lograr aquello que sus an- tecesores habían impuesto pero no habían logrado. Cuando estarían
viejos, seguro sus hijos continuarían aquello que éstos no alcanzarían. Así no se pensaba, se creía.
El muro se construyó, y funcionaba. No sabían si eran felices pero vivían libres –limitadamente –. Se
hicieron viejos. Vieron el error. Los niños crecieron y sostenían el muro diariamente, habían olvidado la
vida sin él. Luego sus hijos también trabajaban en su reparación aun- que, en su caso, sin saber por qué.
El muro funcionaba, y siguió fun- cionando... o eso se creía.
Algún día, tal vez el muro se agriete y Esté en peligro de derrumbe sin poder repararse. Tal vez, Cuando
se derrumbe pueda compartirse la luz del sol, El viento. Tal vez, Pueda verse clara y distintamente Que
un muro no es necesario, Que su funcionar no lo vuelve indispensable. Tal vez seamos libres, Profundos,
unidos y sociales. Tal vez se construya un nuevo muro. La respuesta yace dentro de la pregunta, La
grieta yace en el muro.31
31 Dedicado a mi amigo personal Carl Marx. Relato que escribí luego de comprender la existencia de algo mayor a las partes: el
sistema. Particular y lamentablemente, en este cuento los protagonistas somos todos.
Cosas que se dicen32
Dicen, que la vida es corta, dicen Que la vida es un círculo, dicen Que el tiempo lo cura todo, dicen Que
todo vuelve, dicen Que de amor nadie murió, dicen Que «tal» hubo uno sólo, dicen Que parís es la moda,
dicen Que USA es el modelo, dicen Que los medios mienten, dicen Que los últimos serán los primeros,
dicen Que volverán y serán millones, dicen Que Molière era apolítico, dicen Que Europa es vieja, dicen
Que el arte trasciende, dicen Que la vida es una, dicen Que el capitalismo es malo, dicen Que el
comunismo es malo, dicen Que el socialismo es malo, dicen Que el nazismo es malo, dicen Que el
estalinismo es malo, dicen Que las religiones son drogas, dicen Que la reflexión es culta, dicen Que no
hay que decir, pero dicen.
32 Continuando con la idea de sistema, y la necedad humana.
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Dicen tantas cosas que se olvidan lo que dicen Y vuelven a decir lo contrario, entonces es allí, En el
momento exacto en el que demuestran lo que son, Seres Humanos que hablan, pero no dicen.
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EPILOGUS1
Hasta aquí mis historias, mis memorias. Reales y ficticias, tristes y ale- gres, amadas, recordadas,
algunas con intenciones de ser olvidadas. Esto me toca ser, un alma que vaga por la eternidad sin
tiempo, sin espacio; un alma que disfruta sus estados de artista; un vampiro que ha vivido, ha matado, ha
dañado y ha sufrido. Todo en pasado, presente y futuro.
En algún tiempo, cuando la nostalgia y la melancolía me lo permitan, dedicaré varias líneas a la
historia verídica de un alma que seguirá va- gando, de un vampiro que seguirá recordando, de este
artista que seguirá escribiendo.
1 Nota final: Particularmente, se me vuelve necesaria esta nota, pues, estos escritos son parte de un pasado del cual intento
evolucionar. La cercanía con la maravillosa juven- tud revolucionada, las mujeres empoderadas y la lucha por la igualdad y
diversidad de género me llevan a replantearme cambios tanto estructurales como sutiles, por ello creo que el lenguaje inclusivo
podría haber sido más justo en mi escritura. No creo merecer un juicio, pero sí sé que haberme concientizado de ello implica una
responsabilidad en los futuros escritos, pues todes deben estar representades siempre y así deben sentirse.
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Índice
Agradecimientos ...........................................................................................9 Exordium
.....................................................................................................11 Episteme
.......................................................................................................12 La escena del crimen
.................................................................................. 14 Caza francesa
.............................................................................................. 16 Confesión del enamorado
........................................................................ 17 Escritura húmeda
....................................................................................... 19 La equilibrista
............................................................................................. 20 El secreto del sacerdote
............................................................................. 21 Un segundo, un destino
............................................................................ 28 Pacto de sangre
........................................................................................... 28 Instrucciones para morir
........................................................................... 29 La culpa del cómplice
................................................................................ 31 La revolución de los recuerdos
................................................................ 32 Cómo dibujar la eme
................................................................................. 34 Amor pasajero
............................................................................................. 35 La excelentísima soberbia mediocre o la
acusación del libro ............ 37 Ojos que no ven ..........................................................................................
39 Crónica de un amor marchito ................................................................. 40 Encarnación
................................................................................................ 42 El llanto del gorrión
................................................................................... 43 Ulises, el perseguidor
................................................................................. 44 Priapea
..........................................................................................................50
Círculo de vida ........................................................................................... 51 El grito del oso
............................................................................................ 53 Hermanos que caminan
............................................................................ 57 La vida del universo y la muerte del humano
...................................... 59 La muerte: tema central, de un accidente ............................................ 61 The
wall ........................................................................................................ 63 Cosas que se dicen
..................................................................................... 65 Epilogus
....................................................................................................... 67
LIBRO EDITADO POR
EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA