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TRANSICIONES DE LA ANTIGÜEDAD
AL FEUDALISMO
por
P e r r y An d e r s o n
Traducción de
S a n t o s J u l iá
ÍNDICE

P r ó lo g o . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1
Agradecimientos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4

PRIMERA PARTE

I. LA ANTIGÜEDAD CLÁSICA
1. El m odo de producción e sc la v ista . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 10
2. Grecia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23
3. El mundo helenístico. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 40
4. Roma. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 48

II. LA TRANSICIÓN
1. El marco g erm á n ic o . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 105
2. Las invasiones. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 110
3. Hacia la síntesis. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 127

SEGUNDA PARTE

I. EUROPA OCCIDENTAL

1. El m odo de producción f e u d a l. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 147


2. Tipología de las formaciones sociales. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 155
3. El lejano n o r t e . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 175
4. La dinámica f e u d a l. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 185
5. La crisis general. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 201

II. EUROPA ORIENTAL


1. Al este del Elba. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 217
2. El freno nómada. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 221
3. El m odelo de desarrollo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 233
4. La crisis en el este. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 251
5. Al sur del D a n u b io . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 271

Índice de nombres. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 302


PRÓLOGO

Son necesarias unas palabras para explicar el alcance y la in-


ten ción de este ensayo, con ceb id o com o prólogo de un estudio
m ás am p lio cuyo tem a se sitú a inm ediatam ente después: El
E s ta d o absolutista. Am bos lib ros están directam ente articula-
dos entre sí y, en ú ltim o térm ino, p lantean una sola línea ar-
gu m ental. La relación entre am bos —A ntigüedad y feudalism o
en uno, absolu tism o en otro— n o es inm ediatam ente percepti-
b le en la habitual persp ectiva de la m ayor parte de los estu -
dios. N orm alm ente, la histo ria antigua está separada de la h is-
toria m edieval p or un abism o profesional que m uy pocas obras
contem poráneas pretenden colm ar: la separación entre am bas
está arraigada in stitu cion alm en te tan to en la enseñanza com o
en la investigación . La d istan cia con vencional entre la historia
m edieval y la h isto ria m oderna e s (¿natural o paradójicam en-
te?) m ucho m enor, aunque en to d o caso ha sid o suficiente para
im p osib ilitar cualquier a n álisis del feu d alism o y el ab solu tis-
m o dentro de una m ism a perspectiva. La b ase argu m ental de
e sto s estu d io s intercon ectad os es que, en determ inados aspec-
to s im portantes, las su cesivas form as p olíticas que constituyen
su o b jeto central d eb en analizarse de e se m odo. E l presente
en sayo explora el m undo social y p olítico de la Antigüedad
clásica, la naturaleza de su transición hacia el m undo m edie-
val y la resultante estru ctu ra y evolución del feudalism o en
Europa; uno de su s tem as cen trales será e l de las divisiones
regionales del M editerráneo y de E uropa. E l libro sigu ien te ana-
lizará el a b so lu tism o en continua referencia al feu d alism o y a
la A ntigüedad, com o leg ítim o heredero p olítico de am bos. Las
razones para iniciar u n estu d io com parado del E stado ab solu tis-
ta con una incursión en la A ntigüedad clásica y el feudalism o
se harán evid entes a lo largo del segu ndo libro y se resum irán
en sus con clu sion es, que intentarán situar la esp ecificid ad del
con ju n to de la experiencia eu rop ea en un m arco internacional
m ás am plio, a la luz de lo s an álisis de am bos volúm enes.
2 Prólogo

Es preciso, sin em bargo, in sistir desde el com ienzo en el ca-


rácter lim itado y provisional de los análisis presentados en cada
uno de estos libros. La erudición y el rigor académ ico del his-
toriador p rofesional están a u sen tes de ellos. En su sentido e s-
pecífico, escribir historia e s inseparable de investigar directa-
m ente los m ateriales originales del pasado, ya sean arqueológi-
cos, epigráficos o de archivos. Los estu d ios que siguen no aspi-
ran a esa dignidad. Más que verdaderos escritos de historia, e s-
tos libros se basan sim plem ente en la lectura de las obras dis-
ponibles de los historiad ores m odernos, lo que es un asunto
m uy diferente. Por consigu ien te, el aparato de referencias que
acom paña al texto es lo contrario de lo que denota una obra
de historiografía académ ica. Quien p osee autoridad no necesita
citarla: las propias fuentes — los m ateriales prim arios del pa-
sado — hablan por él. El tip o y la am plitud de las notas que
apoyan el texto de e sto s dos libros indican sim plem ente el nivel
secundario en el que están situad os. N aturalm ente, los m ism os
historiadores producen a veces obras com parativas o de sín te-
sis sin p oseer siem pre ni n ecesariam en te un conocim iento pro-
fundo de toda la gam a de testim o n io s relativos al tem a de su
trabajo, aunque el ju icio de eso s historiadores estará norm al-
m ente m atizado por el dom inio de su especialidad. En sí m is-
m o, el esfuerzo para describ ir o com prender estructuras o épo-
cas históricas m uy am plias no n ecesita excesivas disculpas ni
justificacion es; sin él, las investigaciones esp ecíficas y locales
reducen su propio alcance potencial. De todas form as, es cierto
tam bién que ninguna interpretación es tan falible com o la que
se basa en conclusiones ob ten idas fuera de sus fuentes básicas,
pues siem pre es su scep tib le de ser invalidada por los nuevos
descubrim ientos o las revisiones de nuevas investigaciones pri-
m arias. Lo que generalm ente acepta una generación de h isto -
riadores puede ser desechado por la investigación de la siguien-
te. Por tanto, cualquier tentativa de form ular afirm aciones ge-
nerales basadas en las op inion es existen tes, por m uy eruditas
que éstas sean, tien e que ser inevitablem ente precaria y condi-
cional. Si esto es así, las lim itacion es de esto s ensayos son es-
p ecialm ente grandes, d eb id o a la am plitud del tiem po que abar-
can. En efecto, cuan to m ás am plio sea el tiem po histórico
analizado, m ás com prim ido tenderá a ser el tratam iento dado
a cada una de su s fases. En e ste sentido, toda la d ifícil com -
plejidad del pasado — que só lo puede aprehenderse en el rico
lienzo p intad o por el h istoriador— perm anece en buena m edi-
da fuera del alcance de e sto s estu d ios. Los análisis que en ellos
Prólogo 3

se encuentran son, por razones de espacio y de com petencia,


diagram as rudim entarios; nada m ás. Al ser breves esbozos para
otra historia, lo que pretenden es proponer algunos elem entos
de d iscu sión m ás que exponer tesis cerradas o com prehensivas.
La discusión a la que están destinados se sitúa principal-
m ente en el cam po del m aterialism o histórico. Los objetivos
del m étodo elegido en la utilización del m arxism o se explican
en el prólogo a El E sta d o absolutista, donde se harán visibles
con m ás claridad en la estructura form al de la obra. Ahora
sólo es necesario exponer los principios que han regido el em -
p leo de las fuentes en am bos estu d ios. Como en toda investiga-
ción esencialm en te com parativa, las autoridades en las que se
basa este estu d io son m uy diversas y m uy variadas, tanto en
su carácter intelectual com o en el político. N o se ha concedi-
do ningún privilegio esp ecial a la historiografía m arxista com o
tal. A pesar de los cam bios experim entados en las décadas re-
cientes, la inm ensa m ayor parte de las obras históricas riguro-
sas del siglo XX han sid o escritas por historiadores ajenos al
m arxism o. El m aterialism o h istórico no es una ciencia acabada
n i todos sus autores han p oseíd o una categoría sim ilar. Algu-
nos cam pos de la historiografía están dom inados por la inves-
tigación m arxista; en otros m uchos, las contribuciones no mar-
xistas son superiores en cantidad y en calidad a las m arxistas,
y hay, quizá, m ás cam pos en los que no existe ninguna inter-
vención m arxista. En un estu d io com parativo que debe tener
en cuenta obras procedentes de tan diversos horizontes, el úni-
co criterio perm isible de discrim inación es su solidez y su cohe-
rencia intrínseca. La m áxim a consideración y respeto hacia la
erudición de los historiadores situados fuera de las fronteras
del m arxism o n o es incom p atib le con la búsqueda rigurosa de
una investigación h istórica m arxista, sino que, por el contrario,
es su condición. Y a la inversa, Marx y Engels nunca pueden
ser tom ados al pie de la letra: los errores de sus escritos his-
tóricos no pueden ser elud id os ni ignorados, sino que es pre-
ciso identificarlos y criticarlos. H acer esto no es alejarse del
m aterialism o histórico, sin o volver a él. En el conocim iento
racional, que e s necesariam ente acum ulativo, no hay ningún
lugar para ningún tipo de fideísm o, y la grandeza de los fun-
dadores de las nuevas ciencias nunca ha con stitu id o una prue-
ba contra las equivocaciones o los m itos, del m ism o m odo que
nunca ha sid o deteriorada por ellos. En este sentido, tom arse
«libertades» con el nom bre de Marx significa sim plem ente en-
trar en la libertad del m arxism o.
AGRADECIMIENTOS

D esearía expresar m i agradecim iento a Anthony Barnet, Ro-


bert Brow ning, Judith Herrin, Victor K iernan, Tom N airn, Brian
Pearce y Gareth Stedm an Jones por sus com entarios críticos
a éste y al siguiente ensayo. Dada la naturaleza de am bos, no
es una m era necesidad convencional absolverlos de cualquier
responsabilidad por los errores de hecho o de interpretación
que esto s ensayos contengan.
PRIMERA PARTE

I. LA ANTIGÜEDAD CLÁSICA
La división de Europa en E ste y O este ha sido, desde
hace tiem po, algo convencional entre los historiadores y se
rem onta, de hecho, al fundador de la m oderna historiografía
positiva, Leopold Ranke. La piedra angular de la prim era obra
im portante de Ranke, escrita en 1824, fue un «Esbozo de la
unidad de las naciones latinas y germ ánicas», en el que trazó
una línea que cortaba el continente y excluía a los eslavos del
E ste del com ún destino de las «grandes naciones» del Oeste,
que serian el tem a de su libro. «No puede afirm arse que esos
pueblos pertenezcan tam bién a la unidad de nuestras naciones;
sus costum bres y su constitu ción los han separado desde siem -
pre de ella. En e sta época no ejercieron ningún influjo inde-
pendiente, sino que aparecen com o m eros subordinados o an-
tagonistas. Ahora y siem pre, esos pueblos están bañados, por
así decir, por las olas refluen tes de los m ovim ientos generales
de la historia»1 . Sólo O ccidente participó en las m igraciones
bárbaras, las cruzadas m edievales y las m odernas conquistas
coloniales que eran, para Ranke, los drei grosse Atemzüge die-
ses unvergleichlichen Vereins: «los tres grandes hálitos surgi-
dos de esta unión incom parable»2. Pocos años después, Hegel
señalaba que «en cierta m edida, los eslavos han sido atraídos
a la esfera de la Razón occidental», pues «en ocasiones, y en
calidad de guardia avanzada —com o nación interm edia— , to-
m aron parte en la lucha entre la Europa cristiana y el Asia
no cristiana». Pero el m eollo de su visión de la historia de la
región oriental del continente era m uy sem ejante al de Ranke.
«Con todo, este conjunto de pueblos queda excluido de nues-
tra consideración, porque hasta ahora no han aparecido com o
un elem en to independiente en la serie de fases que ha asum i-
do la Razón en el m u n d o » 3. Siglo y m edio después, los histo-

1 Leopold von Ranke, Geschichte der romanischen und germanischen


Völker von 1494 bis 1514, Leipzig, 1885, p. XIX.
2 Ranke, op. cit., p. xxx.
3 G. W. F. Hegel, The philosophy of history, Londres, 1878, p. 363. [Fi-
losofía de la historia, Madrid, Gredos, 1972.]
8 La an tigü edad clásica

riadores contem poráneos evitan norm alm ente ese tono. Las
categorías étnicas han dado paso a los térm inos geográficos,
pero la distinción entre E ste y Oeste y su datación a partir de
la Edad Oscura perm anecen prácticam ente idénticas. D icho de
otra form a, su aplicación com ienza con la aparición del feuda-
lism o, en aquella era histórica en que com enzó a invertirse de
form a decisiva la relación clásica de las regiones del Im perio
romano: el E ste avanzado y el O este atrasado. E ste cam bio de
signo puede observarse en casi todos los estu d ios sobre la tran-
sición de la Antigüedad a la Edad Media. Así, las explicaciones
de la caída del Im perio propuestas en el m ás reciente y m o-
num ental estud io sobre la decadencia de la Antigüedad —The
later R om a n E m pire, de Jones— giran continuam ente en to m o
a las diferencias estructurales entre el E ste y el O este en el
seno del Im perio. El E ste, con sus ricas y num erosas ciudades,
su econom ía desarrollada, su pequeño cam pesinado, su relativa
unidad cívica y su lejanía geográfica de los m ás duros ataques
bárbaros, sobrevivió; el O este, con su población m ás dispersa
y sus ciudades m ás débiles, su aristocracia de m agnates y su
cam pesinado oprim ido por las rentas, su anarquía p olítica y su
vulnerabilidad estratégica frente a las invasiones germ ánicas,
su c u m b ió 4. El fin de la Antigüedad quedó sellado en ton ces por
las conquistas árabes que dividieron las dos orillas del M edi-
terráneo. El Im perio oriental se convirtió e n Bizancio, un sis-
tem a p olítico y social diferente a l resto del continente europeo.
En este nuevo espacio geográfico que surgió en la Edad O scu-
ra, la polaridad entre Oriente y Occidente invirtió su connota-
ción. B loch em itió e l autorizado ju icio de que «a partir del
siglo VIII existió un grupo claram ente delim itado de sociedades,
en la Europa occidental y central cuyos elem en tos, por m uy.
diversos que fuesen, estaban sólidam ente cim entados en pro-
fundas sim ilitu d es y en relaciones constantes». E sta región fue
l a qu e dio origen a la Europa m edieval: «La econom ía europea
de la Edad Media —en la m edida en que este adjetivo, tom ado
de la vieja nom enclatura geográfica de las “cinco partes del
m undo”, puede usarse para designar a una verdadera realidad
hum ana— es la del bloque latino y germ ano, bordeado por unos
pocos islo tes celtas y por unas cuantas franjas eslavas, y con -
ducido gradualm ente hacia una cultura com ún [ . . . ] Así com-

4 A. H. M. Jones, The later R om an E m pire, 282-602, Oxford, 1964, vol. II ,


páginas 1026-68.
La an tig ü eda d clásica 9

prendida y así delim itada, Europa es una creación de la Alta


Edad M ed ia»5. B loch excluyó expresam ente de su definición
social del con tin en te a las regiones que h oy form an la Europa
oriental: «La m ayor parte del Oriente eslavo n o pertenece en
m odo alguno a ella [ . . . ] E s im p osib le analizar juntas, en el
m ism o o b jeto de u n estu d io cien tífico, sus condiciones eco -
nóm icas y las de sus vecinos occid entales. Su estructura social
radicalm ente diferente y su esp ecialísim a vía de desarrollo im -
piden en ab so lu to ese tipo de confusión. Caer en ella sería com o
m ezclar a E uropa y los p aíses europeizados con China o Persia
en una h istoria econ óm ica del siglo X IX » 6. Los sucesores de
B loch han respetado sus órdenes. La form ación de Europa y
la germ inación del feu dalism o se han confinado generalm ente
a la h istoria de la m itad occid en tal del continente, excluyendo
de este análisis a la m itad oriental. El autorizado estudio de
Duby sobre la econ om ía feudal tem prana, que com ienza en el
siglo IX, se titu la ya L ’écon om ie rurale e t la vie d es cam pagnes
dans l’O ccid en t m é d ié v a l7. Las form as culturales y políticas
creadas por el feud alism o en el m ism o período — la «secreta
revolución de e sto s siglos»8— constituyen el núcleo principal
del libro de Southern The m a k in g o f th e M iddle Ages. La am -
plitu d del títu lo ocu lta una elip sis por la que se identifica im -
p lícitam en te un tiem p o esp ecífico con un espacio determ inado.
La prim era frase del libro declara: «El tem a de este libro es
la form ación de Europa occid ental desde finales del siglo X
hasta principios del X III» 9. Aquí, el m undo m edieval se con-
vierte en Europa occid ental to u t court. Así pues, la distinción
entre O riente y O ccidente se refleja en la historiografía m o-
derna desde el m ism o com ien zo de la era posclásica. Sus orí-
genes, en efecto, son coetán eos a los del m ism o feudalism o.
Por con siguien te, to d o estu d io m arxista de las diferentes evolu-
ciones h istóricas del con tin en te debe analizar ante todo la m a-
triz general del feud alism o europeo. S ólo cuando se haya hecho
esto será p o sib le considerar h asta qué p unto y en qué direc-
ción e s p osib le trazar una h istoria divergente de sus regiones
occid ental y oriental.
5 Marc Bloch, Mélanges historiques, París, 1963, v o l. I, pp. 123-4.
6 Bloch, op. cit., p. 124.
7 Georges Duby, L’économ ie rurale et la vie des campagnes dans l’Oc-
dent médiéval, París, 1962; traducción inglesa, Londres, 1968. [Economía
rural y vida cam pesina en el O ccidente m edieval, Barcelona, Península,
1973.]
8 R. W. Southern, The m aking of the M iddle Ages, Londres, 1953, p. 13.
9 Southern, op. cit., p. 11.
1. EL MODO DE PRODUCCIÓN ESCLAVISTA

La génesis del capitalism o ha sido ob jeto de m uchos estudios


inspirados en el m aterialism o h istórico desde el m ism o m om en-
to en que Marx le dedicara algunos fam osos capítulos de El
capital. La génesis del feudalism o, p o r el contrario, se ha que-
dado casi sin estudiar dentro de la m ism a tradición y nunca ha
sido integrada en el corpus general de la teoría m arxista com o
específico tipo de transición hacia un nuevo m odo de produc-
ción. Sin em bargo, y com o tendrem os ocasión de ver, su im por-
tancia para el m odelo global de h istoria quizá no sea m enor que la
de la transición al capitalism o. El solem ne juicio de Gibbon sobre
la caída de Rom a y el fin de la Antigüedad aparece hoy, paradó-
jicam ente, quizá por vez prim era en toda su verdad: «Una re-
volución que todavía sienten y que siem pre recordarán todas las
naciones de la T ierra » 1. A diferencia del carácter «acum ulati-
vo» de la aparición del capitalism o, la g én esis del feudalism o
en Europa se derivó de un colap so «catastrófico» y convergen-
te de dos anteriores y d iferentes m od os de producción, cuya
recom binación de elem entos desintegrados liberó la específica
sín tesis feudal, que, en consecuencia, siem pre retuvo un carácter
híbrido. Los dos p redecesores del m odo de producción feudal
fueron, naturalm en te, el m odo de p rod u cción esclavista, ya en
trance de descom posición y sobre cuyos cim ientos se había le-
vantado en otro tiem po todo el enorm e edificio del Im perio
rom ano, y los dilatados y deform ados m odos de producción

1 The history of the decline and fall of the R om an Em pire, vol. I, 1896
(edición Bury), p. 1. Gibbon se retractó de este juicio en una nota ma-
nuscrita destinada a una revisión de su libro en la que limitaba su re-
ferencia sólo a los países de Europa, y no a los del mundo. «¿Tienen
Asia y Africa, desde Japón a Marruecos, algún sentimiento o recuerdo
del Imperio romano?», se preguntaba (op. cit., p. xxxv). Gibbon escribió
demasiado pronto para ver en qué medida habría de «sentir» el resto
del mundo el impacto de Europa y de las consecuencias finales de la
«revolución» que había descrito. Ni el remoto Japón ni el vecino Marrue-
cos quedarían inmunes a la historia que esa revolución había inaugurado.
El m o d o de p ro d u cció n escla vista 11

prim itivos de los invasores germ anos que sobrevivieron en sus


propias t ier ras tr as las conquistas bárbaras. E stos dos mundos
radicalm ente d istintos habían sufrido una lenta desintegración
y una silenciosa interpenetración durante los últim os siglos de
la Antigüedad.

Para ver cóm o se produjo todo esto es necesario volver la m i-


rada hacia la m atriz originaria de toda la civilización del mun-
do clásico. La Antigüedad grecorrom ana siem pre constituyó un
universo cen trado en las ciudades. El esplendor y la seguridad
de la tem prana polis helénica y de la tardía república romana,
que asom braron a tantas épocas p osteriores, representaban el
cenit de un sistem a p olítico y de una cultura urbana que nunca
ha sido igualado por ningún otro m ilenio. La filosofía, la cien-
cia, la poesía, la historia, la arquitectura, la escultura; el dere-
cho, la adm inistración, la m oneda, los im puestos; el sufragio, los
debates, el alistam iento m ilitar: todo eso surgió y se desarrolló
hasta unos niveles de fuerza y de com plejidad inigualados. Al
m ism o tiem po, sin em bargo, este friso de civilización ciudada-
na siem pre tuvo sobre su posteridad cierto efecto de fachada
en tr o m p e l’oeil, porque tras esta cultura y este sistem a polí-
tico urbanos no existía ninguna econom ía urbana que pudiera
m edirse con ellos. Al contrario, la riqueza m aterial que sostenía
su vitalidad intelectual y cívica procedía en su inm ensa mayoría
del cam po. El m undo clásico fue m a v is a e invariablem ente rural
en sus básicas proporciones cuantitativas. La agricultura repre-
sentó durante toda su historia el ám bito absolutam ente dom i-
nante de producción y proporcionó d e form a invariable las
principales fortunas de las ciudades. Las ciudades grecorrom a-
nas nunca fueron predom inantem ente com unidades de m anu-
factureros, com erciantes o artesanos, sino que en su origen y
principio constituyeron agrupaciones urbanas de terratenien-
tes. Todos los órdenes m unicipales, desde la dem ocrática Ate-
nas a la Esparta oligárquica o la Rom a senatorial, estuvieron
dom inados especialm ente por propietarios agrícolas. Sus ingre-
sos provenían de los cereales, el aceite y el vino, los tres pro-
ductos b ásicos del m undo antiguo, cultivados en haciendas y
fincas situadas fuera del perím etro físico de la propia ciudad.
D entro de ésta, las m anufacturas eran escasas y rudim entarias:
la gam a norm al de m ercancías urbanas nunca se extendió mu-
cho m ás allá de los textiles, la cerám ica, los m uebles y los ob-
12 La a n tigü edad clásica

jetos de cristal. La técnica era sencilla, la dem anda lim itada y


el transporte enorm em ente caro. El resultado de ello fue que
en la Antigüedad las m anufacturas se desarrollaron de form a
característica no a causa de una creciente concentración, com o
ocurriría en épocas posteriores, sin o por la descontracción
y la dispersión, ya que la distancia, m ás que la división del tra-
bajo, dictaba los costes relativos de producción. Una idea grá-
fica del peso com parativo de las econom ías rural y urbana en
el mundo clásico la proporcionan los respectivos ingresos fisca-
les producidos por cada una ellas en el Im perio rom ano del
siglo IV d. C., cuando el com ercio urbano quedó definitivam en-
te som etido por vez prim era a un im p u esto im perial con la
collatio lustralis de Constantino: los ingresos procedentes de
este im puesto en las ciudades nunca superaron el 5 por ciento
de los im pu estos sobre la tie r r a 2.
N aturalm ente, la distribución estadística del producto de
am bos sectores no b asta para restar im portancia econ óm ica a
las ciudades de la Antigüedad, porque en un m undo uniform e-
m ente agrícola el beneficio bruto del com ercio urbano tal vez
no sea m uy bajo, pero la superioridad neta que puede propor-
cionar a una econom ía agraria sobre todas las dem ás tal vez
sea decisiva. La condición previa de este rasgo distintivo de la
civilización clásica fue su carácter c o s te r o 3. La A ntigüedad gre-
corrom ana fue quintaesencialm ente m editerránea en su m ás pro-
funda estructura, porque el com ercio interlocal que la unía
só lo podía realizarse por mar. El com ercio m arítim o era el úni-
co m edio viable de intercam bio m ercantil para distancias m e-
dias o largas. La im portancia colosal del m ar para el com ercio
puede apreciarse por el sim ple hecho de que en la época de
D iocleciano era m ás barato enviar trigo por barco desde Siria a
España — de un extrem o a otro del M editerráneo— que transpor-

2 A. H. M. Jones, The later Roman E m pire, v o l. I, p. 465. El im pues-


to era pagado por los negotiatores, es decir, prácticamente por todos los
que se dedicaban a cualquier tipo de producción comercial en las ciu-
dades, ya fuesen mercaderes o artesanos. A pesar de su mínim o rendi-
miento, este im puesto se reveló como algo profundamente opresivo e
impopular para la población urbana; hasta tal punto era frágil la eco-
nomía de las ciudades.
3 Max Weber fue el primer investigador que hizo hincapié en este he-
cho fundamental, en sus dos grandes y olvidados estudios, «Agrarver-
hältnisse im Altertum» y «Die Sozialen Gründe des Untergangs der Antiken
Kultur». Véase G esam m elte Aufsätze zur Sozial- und W irtschaftsgeschichte,
Tubinga, 1924, pp. 4 ss., 292 ss.
E l m o d o d e p ro d u cció n e sc la v ista 13

tarlo 120 kilóm etros en carretas4 . Así, n o es casual que la zona


del E geo —laberinto de islas, puertos y prom ontorios— haya
sido el prim er hogar de la ciudad-Estado; n i que Atenas, su
principal ejem plo, haya basado su fortuna com ercial en el trans-
porte m arítim o; ni que, cuando la colonización griega se exten-
dió hacia el O riente P róxim o en la ép oca h elenística, el puerto
de A lejandría se convirtiera en la m ayor ciudad de E gipto y
fuera la prim era capital m arítim a de su historia; n i que Roma,
fin alm ente, se convirtiera a su vez, aguas arriba del Tíber, en
una m etrópoli costera. El agua era el m ed io in su stitu ib le de
com u nicación y com ercio que hacía p o sib le un crecim ien to de
una con cen tración y com plejid ad m uy superior al m ed io rural
que lo sosten ía. El m ar fue el veh ículo del im previsible esplen-
dor de la A ntigüedad. La esp ecífica com binación de ciudad y
cam po que caracterizó al m undo clá sico fue operativa, en últi-
m o térm ino, d ebido únicam en te al lago situado en su centro.
E l M editerráneo es e l ú n ico gran m ar interior en toda la cir-
cunferencia de la Tierra: só lo él ofrecía a una im portante zona
geográfica la velocid ad del transporte m arítim o ju n to con los
refugios terrestres contra los v ien to s y el oleaje. La p osición
única de la Antigüedad clásica en la h istoria n o puede separar-
se de e ste p rivilegio físico.
E n otras palabras, e l M editerráneo proporcionó el necesa-
rio m arco geográfico a la civilización antigua, pero su conteni-
do y novedad h istóricas radican, s in em bargo, en la base so-
cial de la relación entre ciudad y cam po que se estab leció en
su interior. E l m od o de p roducción esclavista fue la invención
decisiva de l m undo grecorrom ano y lo que proporcionó la base
últim a tanto de sus realizaciones co m o de su eclipse. E s preciso
subrayar la originalidad d e e ste m odo de producción. La escla-
vitud ya había existid o en form as diferentes durante toda l a An-
tigüedad en el O riente Próxim o, co m o habría de existir m ás
adelante e n toda Asia; pero siem pre había sid o una condición
juríd icam en te im pura —-que con frecuencia tom aba la. form a
de servidum bre por de u das o dé t raba jo f o rzado— , en tre otros
tip o s m ixtos de servidum bre, y form ado sólo una categoría m uy
reducida en un continu o am orfo de dependencia y falta de li-
bertad que llegaba h asta m uy arriba en la escala social5. La
esclavitu d nunca fue el tip o p redom in an te de extracción de ex-

4 Jones, The later Roman E m pire, II, pp. 841-2.


5 M. I. Finley, «Between slavery and freedom», C om parative Studies
in Society and H istory, VI, 1963, pp. 237-8.
14 La antigü edad clásica

cedente en e s t a s , m onarquías p rehelén icas, sino un fenóm eno


residual que ex istía al m argen de la principal mano de obra
rural. Los im perios sum erio, babilónico, asirio y egipcio — E s-
tados fluviales, basados en una agricultura intensiva y de re-
gadío que contrasta con el cu ltivo de tierras ligeras y de seca-
no del m undo m editerráneo posterior— no fueron econom ías
esclavistas, y sus sistem as legales carecían de una concepción
estrictam en te definida de la propiedad de bienes m uebles.
Las ciudades -Estado griegas fueron las prim eras en hacer de
la esclavitud algo absoluto en su form a y dom inante en su ex-
tensión, transform ándola así de puro instrum ento secundario
en un sistem ático m odo de producción. N aturalm ente, el mun-
do helén ico clásico no se basó nunca de form a exclusiva en la
utilización del trabajo de esclavos. En las diferentes ciudades-
Estado de Grecia, los cam pesinos libres, los arrendatarios de-
pendientes y los artesanos de las ciudades siem pre coexistieron
en diversas form as con los esclavos. Su propio desarrollo in-
terno o externo podía cam biar n otablem ente la proporción de
am bos de un siglo a otro: cada form ación social concreta es
siem pre una específica com binación de diferentes m odos de
producción, y las de la Antigüedad no constituyeron una ex-
cepción6. Pero el m odo de producción d o m in an te en la Grecia
clásica, el que rigió la articulación com pleja de cada econom ía
local e im prim ió su sello a toda la civilización de la ciudad-
E stado, fue el de la esclavitud. E sto m ism o habría de ocurrir
tam bién en Rom a. El m undo antiguo nunca estu vo m arcado en
su totalidad y de form a continua y om nipresente por el predo-
m inio del trabajo esclavo. Pero las grandes épocas clásicas en
las que floreció la civilización de la Antigüedad —Grecia en los

‘ A lo largo de este libro generalmente se preferirá el término «for-


mación social» al de «sociedad». En el uso marxista, el propósito del con-
cepto de formación social consiste precisamente en subrayar la plura-
lidad y heterogeneidad de los posibles modos de producción dentro de
una totalidad histórica y social dada. Por el contrario, la repetición acrí-
tica del término «sociedad» conlleva con demasiada frecuencia la presun-
ción de una unidad subyacente de lo económico, lo político y lo cultural
dentro de un conjunto histórico, cuando de hecho esta simple unidad
e identidad no existen. A no ser que se especifique lo contrario, las for-
maciones sociales so n , pues, en este libro combinaciones concretas de
diferentes m odos de producción organizados baio el predom inio de uno
de ellos. Para esta distinción, véase Nicos Poulantzas, Pouvoir politique
et classes sociales, París, 1968, pp. 10-12. [Poder político y clases sociales
en el E stado capitalista, Madrid, Siglo XXI, 1972, pp. 4-7] Una vez acla-
rado esto, sería una pedantería evitar por completo el familiar término
de «sociedad» y aquí no realizaremos ningún esfuerzo por evitarlo.
El m odo de p rodu cción escla vista 15

siglos V y IV a. C. y Roma desde el sig lo II a. C. hasta el siglo


II d. C.— fueron aquellas en las que la esclavitud fue masiva y
general entre los otros sistem as de trabajo. El solsticio de la
cultura urbana clásica siem pre presenció tam bién el cenit de la
esclavitud, y la decadencia de la prim era, en la Grecia helenís-
tica o en la R om a cristiana, se caracterizó invariablem ente por
la reducción de la segunda.
A falta de estad ísticas fiables, es im posible calcular con
exactitud la proporción global de población esclava en la tierra
originaria del m odo de producción esclavista, la Grecia posarcai-
ca. Las estim acion es m ás dignas de crédito varían enorm em en-
te, pero una reciente valoración es que la proporción de escla-
vos/ciu d ad an os libres en la Atenas de Pericles era aproxim a-
dam ente de 3 a 27; en épocas diversas, el núm ero relativo de
esclavos en Quíos, Egina o Corinto fue probablem ente mayor,
m ientras que en Esparta la población ilota siem pre superó con
creces a la ciudadana. En el siglo IV a. C., A ristóteles podía
escribir sin darle m ayor im portancia que «los Estados están
obligados a tener un gran núm ero de esclavos», m ientras que
Jenofonte elaboraba un plan para restaurar la riqueza de Ate-
nas en el que «el E stado poseería esclavos públicos hasta que
hubiera tres por cada ciudadano ateniense»8. Así pues, en la
Grecia clásica l os esclavos fueron utilizados por prim era vez
y de form a habitual en la artesanía, la industria y la agricultu-

7 A. Andrewes, Greek society, Londres, 1967, p. 135, quien afirma que


el total de mano de obra esclava era en esta zona de 80 a 100.000 hom-
bres en el siglo V . cuando el número de ciudadanos ascendía quizá a
unos 45.000. Este orden de magnitud exige probablemente un consenso
más amplio que otras estim aciones más bajas o más elevadas. Pero todas
las modernas historias de la Antigüedad se resienten de la falta de una
información digna de crédito sobre el volumen de las poblaciones y de
las clases sociales. Jones pudo calcular la proporción de esclavos y ciu-
dadanos en el siglo IV, cuando ya había disminuido la población de Ate-
nas, en 1: 1 sobre la base de las importaciones de grano en la ciudad:
Athenian democracy, Oxford, 1957, pp. 76-9. Finley, por su parte, ha argu-
mentado que esa proporción pudo llegar a ser de 3 ó 4: 1 en los perío-
dos punta de los siglos V y IV: «Was Greek civilization based on slave
labour?», Historia, VIII, 1959, pp. 58-9. La monografía moderna más ex-
tensa, aunque incompleta, sobre el tema de la esclavitud antigua el li-
bro de W. L. Westermann, The slave systems of Greek and Roman anti-
quity, Filadelfia, 1955, p. 9, llega a un número global sem ejante al acep-
tado por Andrewes y Finley, esto es, entre 60 y 80.000 esclavos a comien-
zos de la guerra del Peloponeso.
8 Aristóteles, Politics, VII, iv , 4 [Política, Madrid, Espasa-Calpe, 1972].
Jenofonte, Ways and means, IV, 17. [La economía y los medios de aumen-
tar las rentas.]
16 La an tigü edad clásica

ra en una escala superior a la dom éstica. Al m ism o tiem po, y


m ientras el u so de la esclavitud s e h acía general, su n atu rale-
za se hizo correlativam ente absoluta: ya no con sistía en una
form a relativa de servidum bre entre otras m uchas, situada a
lo largo de un continuo gradual, sino en una condición extre-
m a de pérdida com pleta de libertad, que se yuxtaponía a una
libertad nueva y sin trabas. La form ación de una subpoblación
esclava nítidam ente delim itada fue, precisam ente, lo que ele-
vó la ciudadanía de las ciudades griegas a cim as h asta en ton -
ces desconocidas de libertad jurídica consciente. La libertad y
la esclavitud helénicas eran indivisibles: cada una de ellas era
la condición estructural de la otra, en un sistem a diádico que
no tuvo precedente ni equivalente en las jerarquías sociales de
los im perios del O riente Próxim o, que no conocieron ni la no-
ción de ciudadanía libre ni la de propiedad s e r v il9. E ste pro-
fundo cam bio jurídico fue en sí m ism o el correlato social e
ideológico del «milagro» económ ico producido por la aparición
del m odo de producción esclavista.
La civilización de la Antigüedad clásica representaba, com o
ya hem os señalado, la suprem acía anóm ala de la ciudad sobre
el cam po en el m arco de una econom ía predom inantem ente ru-
ral: era la a n títesis del prim er m undo feudal que le sucedió.
A falta de una industria m unicipal, la condición de posibilidad
de esta grandeza m etropolitana era la existencia de trabajo e s-
clavo en el cam po, porque sólo los esclavos podían liberar de
sus bases rurales a los m iem bros de una clase terrateniente tan
radicalm ente que llegaran a transm utarse en ciudadanos esen -
cialm ente urbanos, por m ás que siguieran extrayendo de la tie-
rra su riqueza básica. A ristóteles expresó la resultante id eolo-
gía social de la tardía Grecia clásica con esta ocasional pres-
cripción: «En cuanto a los que deben cultivar la tierra, si cabe
elegir, deben preferirse los esclavos, y tener cuidado de que no
sean todos de la m ism a nación, y principalm ente de que no
sean belicosos. Con estas dos condiciones serán excelen tes para
el trabajo y no pensarán en rebelarse. D espués e s conveniente
m ezclar con los esclavos algunos bárbaros que sean siervos y que
tengan las m ism as cualidades que aquéllos»l0. En el cam po rom a-
no fue característico del m odo de producción esclavista com pleta-
m ente desarrollado el hecho de que incluso las funciones de

9 Westermann, The slave system s of Greek and Roman antiquity, pá-


ginas 42-3; Finley, «Between slavery and freedom», pp. 236-9.
10 Politics, IV, ix, 9. [Política, IV, ix .]
E l m o d o d e p ro d u cció n escla vista 17

dirección fueran delegadas en in sp ectores y adm in istradores escla-


vos, que ponían a trabajar en los cam pos a cuadrillas de esclavos11.
A diferencia del señorío feudal, la finca con esclavos perm itía una
perm anente disyunción entre la residencia y la renta; el excedente
con el que se am asaban las fortunas de la clase poseedora po-
día extraerse sin su presen cia en las tierras. El vínculo entre
el produ ctor rural in m ediato y el apropiador urbano de su
producto no era con su etu d in a rio ni estaba condicionado p o r la
localización de la tierra, com o ocurriría m ás tarde con la ser-
vidum bre adscripticia. Al contrario, ese vínculo era el acto co-
m ercial universal de la com pra de m ercancías que se realizaba
en las ciudades, donde el com ercio esclavista tenía sus típicos
m ercados. El trabajo esclavo de la Antigüedad clásica encarna-
ba, pues, dos atributos contrad ictorios en cuya unidad radica
el secreto de la paradójica precocidad urbana del m undo gre-
corrom ano. Por una parte, la esclavitud representaba la m ás
radical degradación rural im aginable del trabajo, esto es, la
conversión de ios hom bres en m e d io s inertes d e producción
m ediante su privación de todos los derechos sociales y s u asi-
m ilación legal a las b estia s de carga. La teoría rom ana definía
al esclavo agrícola com o in s tru m e n tu m vocale, herram ienta que
habla, y lo situaba un grado por encim a del ganado, que cons-
tituía un in s tru m e n tu m sem ivocale, y dos grados por encim a
de los aperos, que eran el in str u m e n tu m m u tu m . Por otra par-
te, la esclavitu d era sim ultán eam ente la m ás drástica com ercia-
lización urbana con ceb ible del trabajo, es decir, la reducción
de toda la persona del trabajador a un o b jeto estandarizado
de com pra y venta en los m ercados m etropolitanos de inter-
c a m b io de m ercancías. El d estin o de la inm ensa m ayoría de los
esclavos en la Antigüedad clásica er a e l trabajo agrícola (aun-
que no fuera así siem pre ni en todas partes, sí lo f u e en don-
junto): su concentración, reparto y en vío se efectuaba norm al-
m ente desde los m ercados de las ciudades, en las que m uchos
de ello s, naturalm ente, tam bién estaban em pleados. La escla-

11 La misma ubicuidad del trabajo esclavo en el cenit de la república


y el principado romanos tuvo el efecto paradójico de promover a deter-
minadas categorías de esclavos a posiciones administrativas o profesio-
nales de responsabilidad, lo que a su vez facilitó la manumisión y la
subsiguiente integración de los hijos de los libertos cualificados en la
clase de los ciudadanos. E ste proceso no fue tanto un paliativo humani-
tario de la esclavitud clásica, cuanto una nueva prueba de la abstención
radical de la clase dirigente romana de cualquier forma de trabajo pro-
ductivo, incluso de tipo ejecutivo.
18 La an tigü edad clásica

vitud era, pues, el gozne econ óm ico que unía a la ciudad y el


cam po, con un desorbitado b eneficio para la polis. M antenía
aquella agricultura cautiva que perm itía la diferenciación radi-
cal de una clase dirigente urbana de sus orígenes rurales y a
la vez prom ovía el com ercio entre las ciudades que era el com -
plem ento de esta agricultura en el M editerráneo. Entre otras
ventajas, io s e sclavos eran un a m ercancía em inentem ente m óvil
en un m undo en que los obstácu los en el transporte tenían
una im portancia capital para la estructura de toda la econo-
m ía12. Los esclavos podían ser en viados por barco de una re-
gión a otra sin ninguna dificultad; podían ser adiestrados en
num erosos y diversos oficios; adem ás, e n las épocas de oferta
abundante, los esclavos intervenían para m antener bajos los
costes allí donde trabajaban obreros asalariados o artesanos in-
dependientes, debido al trabajo a lte r n a tiv o que proporciona-
ban. La riqueza y el b ien estar de la clase urbana propietaria
de la Antigüedad clásica —y, sobre todo, la de Atenas y Roma
en el m om ento de su esplendor— se basaron en el am plio ex-
cedente producido por la om nipresencia de esté sistem a de
trabajo, que no dejó intacto n in g ú n o tro.
El precio pagado por este in strum ento brutal y lucrativo
fue, sin em bargo, m uy alto. En la época clásica, las relaciones
esclavistas de producción fijaron algunos lím ites insuperables
a las fuerzas de producción de la Antigüedad. Sobre todo, esas
relaciones tendieron en ú ltim o térm ino a paralizar la produc-
tividad de la agricultura y de la industria. En la econom ía de
la Antigüedad clásica se produjeron tam bién, por supuesto, al-
gunas m ejoras técnicas. Ningún m odo de producción está des-
provisto de progresos m ateriales en su fase ascendente, y el
m odo de producción esclavista registró, en su m ejor m om ento,
algunos avances im portantes en el equipam iento económ ico
desarrollado en el m arco de su nueva división social del tra-
bajo. Entre ellos se puede señalar la expansión de los cultivos
vinícolas y oleícolas m ás rentables; la introducción de m olinos
giratorios para el grano y la m ejora en la calidad del pan.
Adem ás, se diseñaron nuevas prensas de husillo, se desarrolla-
ron m étodos de soplado de vidrio y se perfeccionaron los sis-
tem as de calefacción. Es probable que avanzaran tam bién la
com binación de cu ltivo s, los con ocim ien tos botánicos y el dre-
naje de los cam pos1 3. En el m undo clásico, por tanto, no se

1
2Weber, «Agrarverhältnisse
13 im Altertum», pp. 5-6.
Véase especialmente F. Kiechle, Sklavenarbeit und technischer Fort
E l m o d o de p ro d u cció n escla vista 19

produjo una sim ple paralización final de la técnica, pero, al m ism o


tiem po, nunca se produjo una im portante gama de invenciones
que em pujaran a la econom ía antigua hacia unas fuerzas de pro-
ducción cualitativam ente nuevas. En una p erspectiva comparada,
no hay nada m á s sorprendente que el global estancam iento tecno-
lógico do la Antigüedad14. Será suficiente com parar el historial de
sus ocho siglos de existencia, desde el ascenso de Atenas hasta la
caída de Rom a, con el equivalente periodo de tiem po del modo de
producción feudal que le sucedió, para percibir la diferencia
entre una econom ía relativam ente estática y otra dinámica. Más
llam ativo todavía fue, por supuesto, el contraste dentro del
propio m undo clásico entre su vitalidad cultural y superestruc-
tural y su em botam iento infraestructural. La tecnología m anual
de la Antigüedad fu e e x ig u a y prim itiva, no sólo si se m ide por
el patrón externo de una historia posterior, sino, sobre todo,
si se com para con su propio firm am ento intelectual, que en
m uchos asp ectos fundam entales siem pre se m antuvo por enci-
m a del de la Edad M edia. Sin duda, la estructura de la econo-
m ía esclavista fue, en lo fundam ental, la responsable de esta
extraordinaria desproporción. A ristóteles, que para las épocas
posteriores fue el pensador m ás im portante y representativo
de la Antigüedad, resum ió lacónicam ente este principio social
con la frase: «El E stado perfecto no adm itirá nunca al traba-
jador m anual entre los ciudadanos, porque la m ayor parte de
ellos son hoy esclavos o extranjeros»15. E se E stado representa-
ba la norm a ideal del m odo de producción esclavista, que nun-
ca se realizó en ninguna form ación social del m undo antiguo.
Pero su lógica siem pre estuvo presente de form a inmanente
en la naturaleza de los sistem as económ icos clásicos.
Una vez que el trabajo m anual quedaba profundam ente aso-
ciado a la falta de libertad, no existía ningún espacio social li-
bre para la invención. Los sofocantes efectos de la esclavitud
sobre la técnica no fueron un sim ple producto de la baja pro-
d u ctividad m edia d el propio trabajo esclavista y ni siquiera del

sch ritt im röm ischen Reich, Wiesbaden, 1969, pp. 12-114; L. A. Moritz,
Grain-miils and flour in classical Antiquity, Oxford, 1958; K. D. White,
Roman farming, Londres, 1970, pp. 123-4, 147-72, 188-91, 260-1, 452.
14 El problema general está planteado enérgicamente, como de cos-
tumbre, por Finley, «Technical innovation and economic progress in the
ancient world», Econom ic H istory R eview , XVIII, num. 1, 1955, pp. 2945.
Para las realizaciones específicas del Imperio romano, véase F. W. Wal-
bank, The awful revolution, Liverpool, 1969, pp. 40-1, 46-7, 108-10.
15 Politics, III, iv, 2. [Política, III, iii, 2.]
20 La an tigü edad clásica

volum en de su utilización, sino que afectaron sutilm en te a to-


das las form as de trabajo. Marx intentó expresar el tip o de ac-
ción que ejercieron en una fr ase fam osa, aunque teóricam ente
críptica: «En todas las form as de sociedad existe una determ i-
nada producción que asigna a todas las otras su correspondien-
te rango e influencia y cuyas relaciones, por lo tanto, asignan
a todas las otras el rango y la influencia. E s una ilum inación
general en la que se bañan todos los colores y que m odifica las
particularidades de éstos. Es com o un éter particular que de-
term ina el peso esp ecífico de todas las form as de existencia
que allí tom an relieve»16. Como es evidente, los esclavos agrí-
colas tenían m uy p ocos incentivos para realizar sus tareas eco-
nóm icas de form a com petente y concienzuda cuando se relaja-
ba la vigilancia; su em pleo óptim o tenía lugar en los viñedos
y los olivares. Por otra parte, m uchos artesanos y algunos agri-
cultores esclavos poseían a m enudo una destreza notable, den-
tro de los lím ites de las técnicas dom inantes. La com pulsión
estructural de la esclavitud sobre la técnica no residía tanto en
una causalidad intraeconóm ica (aunque ésta era im portante en
sí m ism a) cuanto en la m ediata ideología social que rodeaba a
la totalidad del trabajo m anual en el m undo clásico y contam i-
naba al trabajo asalariado e incluso al independiente con el
estigm a de la deshonra17. En general, el trabajo esclavo no era
m enos productivo que el libre e incluso en algunos cam pos su
productividad era superior, pero sentó las bases de am bos, de
tal form a que entre ellos nunca se desarrolló una gran diver-
gencia en un esp acio económ ico com ún que excluía la aplica-
ción de la cultura a la técnica para producir inventos. El divor-
cio entre el trabajo m aterial y la esfera de la libertad era tan
rígido que los griegos n o tenían siquiera una palabra en su idio-
ma para expresar el con cep to de trabajo, ni com o fu n ción so-
cial ni en cuanto conducta personal. Él trabajo agrícola y el
artesanal se consideraban esencialm ente co m o «adaptaciones»

16 G rundrisse der K ritik der politischen Ökonomie, Berlin, 1953, p. 27.


[E lem entos fundam entales para la crítica de la economía política, Ma-
drid, Siglo XXI, 1972, pp. 27-8].
17 Finley señala que el término griego penia, que habitualmente se
opone a ploutos com o «pobreza» a «riqueza», tiene en realidad el sentido
peyorativo más amplio de «trabajo penoso» o de «obligación de traba-
jar», y puede abarcar incluso a los pequeños y prósperos arrendatarios,
sobre cuyo trabajo se cierne también la misma sombra cultural: M. I. Fin-
ley, The ancient economy, Londres, 1973, p. 41. [La economía de la Anti-
güedad, Madrid, FCE, 1975.]
E l m o d o de p ro d u cció n escla vista 21

a la naturaleza y n o com o transform aciones de ésta; am bos eran


form as de servicio. Platón tam bién desterró im plícitam ente a
los artesanos de la p o lis; para él «el trabajo es algo ajeno a los
valores hum anos y en algunos a sp ectos in clu so parece ser la
an títesis de lo que es esen cial al hom bre»18. La técnica, considera-
da co m o instru m en tación prem ed itada y progresiva del m undo
natural p or el hom bre, era in com p atible con la asim ilación glo-
bal del hom bre al m undo natural com o su «instrum ento par-
lante». La productividad quedaba fijada por la perenne rutina
del in stru m e n tu m vocalis, que devaluaba tod o trabajo al im pe-
dir la preocupación p erm anente p or los sistem as de econom ía.
La vía típica de expansión para cualquier E stado de la Anti-
güedad siem pre fue, pues, una vía «lateral» —la conquista
geográfica— y n o el avance econ óm ico. En consecuencia, l a civili-
záción clásica tuvo un carácter inherentem ente colonial: la ciu-
dad-E stado celular se reproducía invariablem ente a sí m ism a,
en las fases de auge, por m ed io del pob lam ien to y la guerra.
Los saqueos, los tribu tos y lo s esclavos eran los ob jetos funda-
m entales del engrandecim iento, m ed ios y a la vez fines de la
exp ansión colonial. E l p oderío m ilita r estaba quizá m ucho m ás
ligado al crecim ien to econ óm ico que en ningún otro m od o de
producción anterior o posterior, d eb ido a que la principal fuen-
te del trabajo esclavo era n orm alm ente la captura de prisione-
ros de guerra, m ientras que la form ación de tropas libres ur-
banas con d estin o a la guerra dependía del m antenim iento de
la producción interna p or lo s escla v o s. Los cam pos de batalla
proporcionaban m ano de obra para los cam pos d e c e r e a l e s y,
viceversa, los trabajadores cau tivos perm itían la creación de

18 J. P. Vernant, M ythe et pensée chez les Grecs, París, 1965, pp. 192,
197-9, 217. [M ito y pensam iento en la Grecia antigua, Barcelona, Ariel,
1974.] Los dos ensayos de Vernant, «Prométhée et la fonction technique»
y «Travail et nature dans la Grèce ancienne» ofrecen un análisis sutil de
las distinciones entre poiesis y praxis, y de las relaciones del agricultor,
el artesano y el prestam ista con la polis. Alexandre Koyré intentó de-
mostrar en una ocasión que el estancam iento técnico de la civilización
griega no se debió a la presencia de la esclavitud o a la devaluación
del trabajo, sino a la ausencia de la física, que se hizo im posible por la
incapacidad de los griegos para aplicar las medidas m atemáticas al mun-
do terrestre: «Du monde de l’à peu près à l’univers de la précision»,
C ritique, septiem bre de 1948, pp. 806-8. Al hacer esto, Koyré intentaba
explícitamente evitar una explicación sociológica del fenómeno; pero,
como el mismo Koyré adm itió im plícitam ente en otro lugar, la Edad Me-
dia tampoco conoció la física y, sin embargo, produjo una tecnología
dinámica: no fue el itinerario de la ciencia, sino el curso de las rela-
ciones de producción, lo que marcó el destino de la técnica.
22 La an tigü edad clásica

ejércitos de ciudadanos. En la Antigüedad clásica pueden obser-


varse tres grandes ciclos de expansión im perial, cuyos rasgos
sucesivos y cam biantes estructuraron el m odelo global del m un-
do grecorrom ano: el ciclo aten iense, el m acedonio y el rom ano.
Cada uno de ellos representó una solución específica a los pro-
blem as p olíticos y organizativos de la conquista ultram arina,
solución que quedó integrada y superada por la siguiente, sin
que nunca se transgredieran las bases subterráneas de una co -
m ún civilización urbana.
2. GRECIA

La aparición de las ciudades-E stado helenas en la zona del Egeo


es anterior a la época clásica, y con las fuentes disponibles, no
escritas, sólo pueden apreciarse sus rasgos generales. Tras el
colapso de la civilización m icénica hacia el año 1200 a. C., Gre-
cia sufrió una prolongada «Edad Oscura» en la que la escritura
desapareció y la vida económ ica retrocedió a un estadio dom és-
tico rudim entario: es el m undo prim itivo y rural reflejado en
la épica de H om ero. Fue en la siguiente época de la Grecia ar-
caica, del 800 al 500 a. C., cuando cristalizó por vez primera y
m uy lentam ente el m od elo urbano de la civilización clásica. En
algún m om ento antes de la aparición de los docum entos his-
tóricos, las m onarquías locales fueron derrocadas por las aris-
tocracias tribales y, bajo el dom inio de estas noblezas, se fun-
daron o desarrollaron algunas ciudades. El gobierno aristocrático
de la Grecia arcaica coincidió con la reaparición del com ercio
de larga distancia (principalm ente con Siria y con el Oriente),
con las prim eras acuñaciones de m oneda (inventadas en Lidia
en el siglo VII) y con la escritu ra alfabética (derivada de Feni-
cia). La urbanización progresó ininterrum pidam ente, extendién-
dose a ultram ar por el M editerráneo y el Euxino, hasta que a
finales del período de la colonización, a m ediados del siglo V I,
había alrededor de 1500 ciudades griegas en la patria helénica
y en el extranjero, prácticam ente ninguna de ellas alejada más
de 40 kilóm etros de la costa. En lo esencial, estas ciudades eran
n úcleos residenciales donde se concentraban los agricultores y
los terratenien tes. En la pequeña ciudad típica de esta época,
los agricultores vivían dentro de sus m urallas y cada día salían
a trabajar a los cam pos, volviendo de noche, aunque el territo-
rio de las ciudades siem pre incluía una circunferencia agraria
con una población enteram ente rural asentada en ella. La or-
ganización social de estas ciudades todavía reflejaba buena par-
te del pasado tribal del que habían surgido: su estructura in-
terna estaba articulada en unidades hereditarias cuya nom en-
clatura de parentesco representaba una traslación urbana de
24 La an tigü edad clásica

las tradicionales divisiones rurales. Así, los habitantes de las


ciudades estaban norm alm ente organizados —en orden descen-
dente de tam año y pertenencia— en «tribus», «fratrías» y «cla-
nes». Los clanes eran grupos exclusivam ente aristocráticos y
las «fratrías» quizá fueran originalm ente sus clientelas popu-
lares1 . De las constitu ciones políticas form ales de las ciudades
griegas en la era arcaica se conoce poco, ya que —a diferen-
cia de las de Rom a en un estadio equivalente de desarrollo—
no sobrevivieron en la época clásica, pero es evidente que es-
taban basadas en el dom inio privilegiado de una nobleza here-
ditaria sobre el resto de la población urbana, d om inio que se
ejercía norm alm ente por m edio del gobierno sobre la ciudad
de un con sejo exclusivam ente aristocrático.
La ruptura de este orden general acaeció en el últim o siglo
de la era arcaica, con la aparición de los «tiranos» (ca. 650-510
antes de Cristo). E stos autócratas rom pieron el d om inio de las
aristocracias ancestrales sobre las ciudades; representaban a
los nuevos terratenien tes y a una riqueza m ás reciente, acum u-
lada durante el. crecim ien to económ ico de la época precedente,
y basaban su poder, en una m edida m ucho m ayor, en las con-
cesion es hechas a la m asa no privilegiada de los habitantes de
la ciudad. Las tiranías del siglo VI constituyeron, en efecto, la
crítica transición hacia la p o lis clásica, porque en e ste período
de sacudidas fue cuando se echaron los cim ien tos económ icos
y m ilitares de la civilización clásica de Grecia. Los tiranos fue-
ron el producto de un doble proceso que tuvo lugar en las
ciudades helénicas de finales del período arcaico. La llegada de
la m oneda y la expansión de una econom ía m onetaria fueron
acom pañadas de un rápido aum ento en el com ercio y la pobla-
ción global de Grecia. La ola de colonización ultram arina de
los siglos VIII al VI fue la expresión m ás obvia de esta evolu-
ción. M ientras tanto, la superior productividad de los cultivos
helénicos de vino y olivo, m ás intensivos que la coetánea agri-
cultura cerealista, proporcionó quizá a Grecia una ventaja re-
lativa en los intercam bios com erciales dentro de la zona m edi-
terrá n ea 2. Las oportunidades económ icas ocasionadas por este
crecim ien to crearon un estrato de propietarios agrícolas en-
riquecidos en fecha reciente, que no procedían de las filas de
la nobleza tradicional y se beneficiaban probablem ente en al-

1 A. Andrewes, Greek society, Londres, 1967, pp. 76-82.


2 Véanse las pruebas en William McNeill, The rise of the W est, Chica-
go, 1963, pp. 201, 273. [La civilización de Occidente, Barcelona, Vosgos,
1973.]
G recia 25

gunos casos de las em p resas com erciales auxiliares. La nueva


riqueza de este grupo n o iba em parejada a u n poder equiva-
len te en la ciudad. Al m ism o tiem p o, e l aum ento de la pobla-
ción y la expansión y d islocación de la econom ía arcaica provo-
caron profundas ten sion es sociales entre la clase rural m ás
pobre, que era siem pre la m ás suscep tib le de verse degradada
o som etid a a los terraten ien tes nobles y que ahora estaba ex-
puesta a nuevas presion es e in certid u m b res3. La presión com -
binada del d escon ten to rural por abajo y de las nuevas fortu-
nas por arriba quebraron el estrech o círculo del dom inio aris-
tocrático en las ciudades. El resultado característico de los
levan tam ientos p o lítico s que tuvieron lugar en las ciudades
fue la aparición de las fugaces tiranías de finales del siglo VII
y del VI. Los tiranos eran norm alm ente un os arribistas de con-
siderable riqueza, cuyo poder p erson al sim bolizaba el acceso
del grupo social del que procedían a los honores y las posicio-
nes elevadas dentro de la ciudad. Su victoria, sin em bargo, fue
p o sib le generalm ente só lo p or la u tilización que hicieron de las
reivindicaciones radicales de los pobres, y su s realizaciones
m ás duraderas fueron las reform as económ icas en favor de las
clases populares que tuvieron que con ceder o tolerar para ase-
gurar su poder. En co n flicto con la nobleza tradicional, los ti-
ranos bloquearon ob jetivam ente la m onopolización de la pro-
piedad agraria, que era la tendencia final del d om inio ilim itado
de aquélla y que am enazaba con causar ten sion es sociales cre-
cien tes en la Grecia arcaica. Con la ú nica excepción de la lla-
nura interior de Tesalia, las pequeñas propiedades agrarias fue-
ron conservadas y consolid adas durante esta época en toda
Grecia. Dada la carencia de testim o n io s docum entales del pe-
ríodo p reclásico, las d iferentes form as en las que tuvo lugar
este proceso tienen que ser reconstruidas a partir de sus efec-
tos p osteriores. La prim era rebelión im portante contra el dom i-
n io aristocrático que desem bocó en la im plantación de una ti-
ranía, apoyada en las cla ses b ajas, tuvo lugar a m ediados del
siglo V II en Corinto, donde la fam ilia de lo s B aquíadas fue
derrocada de su tradicional control sobre la ciudad, u n o de los
prim eros cen tros com erciales que flo reció en Grecia. Pero son
las reform as solónicas de A tenas las que ofrecen e l ejem plo

3 W. G. Forrest, The em ergence of Greek dem ocracy, Londres, 1966,


páginas 55, 150-6 [La dem ocracia griega, Madrid, Guadarrama, 1967], que
insiste en el nuevo crecimiento económ ico del campo; A. Andrewes, The
Greek tyrants, Londres 1956, pp. 80-1, que acentúa la depresión social de
la clase de los pequeños agricultores.
26 La an tigü edad clásica

m ás claro y m ejor docum entado de l o que probablem ente fue


el m od elo general de la época. Solón, que no era un tirano, fue
investido del poder suprem o para que sirviera de m ediador en
las encarnizadas luchas sociales entre ricos y pobres que es-
tallaron en el Atica a com ien zos del siglo V I. Su m edida m ás
d ecisiva con sistió en abolir la adscripción por deudas a la tie-
rra, m ecanism o típ ico por el que los pequeños propietarios eran
víctim as de los grandes terraten ien tes y se convertían en sus
arrendatarios dependientes, o los arrendatarios se convertían en
cautivos de los propietarios aristócratas4. El resultado fue im pe-
dir el crecim ien to de las fincas nobiliarias y estabilizar el m odelo
de las pequeñas y m edianas propiedades, que a partir de en-
tonces caracterizaron al cam po del Atica.
E ste orden econ óm ico fue acom pañado de una nueva adm i-
nistración política. S olón privó a la nobleza de su m onopolio
de los cargos al dividir a la población de Atenas en cuatro cla-
ses de rentas. A las dos clases superiores les concedió el dere-
cho a las suprem as m agistraturas; a la tercera, el acceso a los
cargos adm inistrativos in feriores, y a la cuarta y últim a, un
voto en la asam blea de ciudadanos, que a partir de entonces
se convirtió en un a in stitu ción regular de la ciudad. Pero estas
disp osicion es no estab an destinadas a durar. En los treinta
años siguientes, Atenas experim entó un rápido crecim iento co-
m ercial con la creación de una m oneda de la ciudad y la m ul-
tiplicación del com ercio local. Los con flictos sociales entre los
ciudadanos se renovaron y agravaron rápidam ente, culm inando
en la tom a del poder por el tirano Pisístrato. Bajo su dom inio,
la form ación social aten iense adoptó su configuración definiti-
va. Pisístrato patrocinó un program a de construcciones que
proporcionó trabajo a los artesanos y trabajadores urbanos y
presidió el florecien te desarrollo del tráfico m arítim o m ás allá
del Pireo. Pero, sobre todo, P isístrato ofreció una asistencia fi-
nanciera directa al cam pesinado ateniense en form a de crédi-
tos públicos que afianzaron su autonom ía y seg u rid a d 5 en vís-

4 No se sabe con certeza si los campesinos pobres del Atica eran


arrendatarios o propietarios de sus tierras antes de las reformas de So-
lón. Andrewes afirma que quizá fueran lo primero (Greek society, pá-
ginas 106-7), pero las generaciones posteriores no conservan ningún re-
cuerdo de una distribución de tierras efectuada por Solón. La tesis de
Andrewes parece, pues, improbable.
5 M. I. Finley, The ancient Greeks, Londres, 1963, p. 33 [Los griegos
de la Antigüedad, Barcelona, Labor, 1973] considera la política de Pisís-
trato más importante para la independencia económica del campesinado
ático que las reformas de Solón.
Grecia 27

peras de la polis clásica. La supervivencia incondicional de


los pequeños y m edianos agricultores estaba garantizada. Este
proceso económ ico —cuya inversa ausencia habría de definir
m ás tarde la h istoria social de R om a— parece que fue sim ilar
en toda Grecia, aunque los hechos en que se apoyó no están en
parte alguna tan docum entados com o en Atenas. En el resto de
Grecia, el tam año m edio de las propiedades rurales posible-
m ente era m ayor, pero sólo en Tesalia predom inaban las gran-
des fincas de la aristocracia. La base económ ica de la ciudada-
nía helena habría de ser la m odesta propiedad agrícola. Apro-
xim adam ente al m ism o tiem po en que se llegaba a este ajuste
social, en la era de las tiranías, tuvo lugar un cam bio signifi-
cativo en la organización m ilitar de las ciudades. A partir de
entonces, los ejércitos se com pusieron esencialm ente de hopli-
tas, infantería pesada que constituyó una innovación griega en
el m undo m editerráneo. Cada hoplita se equipaba, a sus expen-
sas, con arm as y armadura: una soldadesca de este tipo pre-
suponía un razonable nivel econ óm ico y, de hecho, los solda-
dos hoplitas siem pre procedían de la clase m edia agraria de
las ciudades. Su eficacia m ilitar habría de m ostrarse en las
sorprendentes victorias griegas sobre los persas en el siglo si-
guiente, pero lo m ás im portante fue, en definitiva, su posición
central dentro de la estructura política de las ciudades-Estado.
La condición previa de la posterior «dem ocracia» griega o de
la extendida «oligarquía» fue una infantería de ciudadanos que
se arm aban a sí m ism os.
E sparta fue la prim era ciudad-E stado que encarnó los re-
sultados sociales del sistem a m ilitar hoplita. Su evolución en
la época preclásica constituye un curioso contrapeso de la de
Atenas. Esparta, en efecto, no con oció ninguna tiranía, y la fal-
ta de este habitual ep isodio transicional prestó un carácter
peculiar a sus in stitu cion es econ óm icas y políticas, m ezclando
en un m olde sui generis rasgos avanzados y arcaicos. La ciudad
de Esparta conquistó desde fecha tem prana un hinterland rela-
tivam ente am plio en el P eloponeso, prim ero hacia el este, en La-
conia, y después hacia el oeste, en M esenia, y esclavizó a la
m ayor parte de los habitantes de am bas regiones, que se convir-
tieron en «ilotas» del Estado. E ste engrandecim iento geográfico
y este som etim ien to social de la población de los alrede-
dores se consiguieron bajo el dom inio m onárquico. En el trans-
curso del siglo V II, sin em bargo, y tras la conquista inicial de
M esenia o la p osterior represión de una rebelión m esenia, y
com o consecuencia de ella, tuvieron lugar en la sociedad espar-

2
28 La an tigü edad clásica

tana algunos cam bios radicales, atribuidos tradicionalm ente a


la figura m ítica del reform ador Licurgo. De acuerdo con la le-
yenda griega, la tierra se dividió en partes iguales que se d is-
tribuyeron entre los espartanos en kleroi o parcelas, cultivadas
por los ilotas, que eran propiedad colectiva del Estado. Más
tarde, esas propiedades «antiguas» se consideraron inalienables,
m ientras que los terrenos más recientes se consideraban pro-
piedad privada que podía venderse y co m p ra rse6. Todos los
ciudadanos tenían que abonar cantidades fijas en especie a la
syssitia o m esa com ún servida por cocineros y cam areros ilo -
tas; quienes fueran incapaces de cum plir esa obligación perdían
autom áticam ente la ciudadanía y se convertían en «inferiores»,
desgracia contra la que p osiblem ente fue establecida la pose-
sión de lotes inalienables. El resultado final de este sistem a
fue la creación de una intensa unidad colectiva entre los espar-
tanos, que se llam aban a sí m ism os con todo orgullo hoi ho-
m oioi, los «iguales», aunque la com pleta igualdad económ ica no
fue en ningún m om ento un verdadero rasgo de la ciudadanía es-
partana7.
El sistem a p olítico que surgió sobre la base de los kleroi
fue correlativam ente nuevo para su tiem po. La m onarquía nun-
ca desapareció por com pleto, com o sucedió en las otras ciuda-
des griegas, pero quedó reducida a un generalato hereditario
y lim itada por una doble titularidad, investida en dos fam ilias
reales8. En los dem ás aspectos, los «reyes» espartanos eran sim -
plem ente m iem bros de la aristocracia y participaban sin pri-
vilegios especiales en el con sejo de los treinta ancianos o ge-
rousia que gobernaba originariam ente a la ciudad. El conflicto
típico entre m onarquía y nobleza en la prim era época arcaica
se resolvió aquí por m edio de un com prom iso in stitu cion al en-
tre am bos. Sin em bargo, durante el siglo V II la m asa de los
ciudadanos llegó a con stituir una asam blea plenaria de la ciu-
dad, con derecho a decidir sobre la política que le presentaba
el con sejo de ancianos, que, a su vez, se convirtió en un cuerpo

6 Se ha puesto en duda la realidad de una originaria división de tie-


rras e incluso de una posterior inalienabilidad de los kleroi; véase, por
ejem plo A. H. M. Jones, Sparta, Oxford, 1967, pp. 40-3. Andrewes, aunque
con precaución, concede más crédito a las creencias griegas: G reek so-
ciety, pp. 94-5.
7 La extensión de los kleroi que apuntalaban la solidaridad social de
Esparta ha sido muy debatida, con estim aciones que varían desde 8 a
36 hectáreas de tierra cultivable; véase P. Oliva, S parta and her social
p ro b lems, Amsterdam-Praga, 1971, pp. 51-2.
8 Para la estructura de la constitución, véase Jones, Sparta, pp. 13-43.
G recia 29

electivo, m ien tras que lo s cin co m agistrados anuales o éforos


tuvieron en adelante la suprem a autoridad ejecutiva p or elec-
ción directa de tod o s los ciudadanos. Las decisiones de la asam -
b lea podían ser rechazadas p or e l v e to de la gerousia, y los
éforos disponían de una excep cion al concentración de poder
arbitrario, pero a p esa r de ello la con stitu ción espartana que
cristalizó en la época p reclásica era en lo social la m ás avan-
zada de su tiem po. E sa co n stitu ció n representaba, en efecto, el
prim er derecho de v o to hoplita que se conquistó en G recia9,
y su introd ucción se sitúa a m enudo en el papel desem peñado
por la nueva in fantería pesada en la con q u ista o el aplastam ien-
to de la población som etida de M esenia. A partir de entonces,
E sparta siem p re fu e fam osa p or la inigualada disciplina y e l
valor de sus sold ados hoplitas. Las singulares cualidades m ili-
tares de los espartanos fueron consecu encia, a su vez, de la
generalización del trabajo de los ilotas, que liberó a los ciuda-
danos de toda función productiva directa y les perm itió entre-
narse p rofesion alm en te para la guerra con una dedicación ple-
na. E l resultado fue la creación de un cuerpo de unos och o o
nueve m il ciudadanos de Esparta, económ icam ente autosufi-
cien tes y p olíticam en te libres, m ucho m ás am plio e igualitario
que cualquier otra aristocracia coetánea o cualquier otra o li-
garquía p osterior en Grecia. El extrem o conservadurism o de
la form ación social y e l sistem a p o lítico espartanos en la época
clásica, que les hace parecer o b so leto s y atrasados en el siglo V,
fue en realidad el p rod u cto de los n otab les éxitos de sus trans-
form aciones innovadoras del sig lo V II. Fue el prim er E stado
griego que alcanzó una con stitu ción hoplita y el ú ltim o que la
m odificó: el m od elo prim igenio de la era arcaica sobrevivió
h asta la m ism a víspera de la defin itiva extinción de Esparta,
m edio m ilen io después.
E n el resto de Grecia, co m o ya h em os visto, las ciudades-
E stad o evolucionaron m ás len tam en te hacia su form a clásica.
N orm alm ente, las tiranías fueron las necesarias fases inter-
m edias de desarrollo. Su legislación agraria o sus innovaciones
m ilitares prepararon la polis h elén ica del siglo V . Pero todavía
fue n ecesaria una nueva y com p letam ente decisiva innovación
para la llegada de la civilización griega clásica. Se trata, natu-
ralm ente, de la in trod ucción en gran escala de la esclavitud.
La conservación de la pequeña y m ediana propiedad de la tie-
rra había resu elto en el Atica y en toda Grecia una creciente

9 Andrewes, The G reek tyran ts, pp. 75-6.


30 La an tigü edad clásica

crisis social, pero por sí m ism a habría conducido a la paraliza-


ción del desarrollo p olítico y cultural de la civilización griega
en un nivel «beocio» al im pedir la aparición de una división
social del trabajo y de una superestructura urbana m ás com -
plejas. Las com unidades relativam ente igualitarias de cam pesi-
nos pueden congregarse físicam en te en ciudades, pero lo que
no pueden crear, en la sim plicidad de su estado, es una bri-
llante civilización ciudadana del tip o que la Antigüedad iba a
presenciar ahora por vez prim era. Para eso se requería la gene-
ralización de una fuerza de trabajo excedente y cautiva que
em ancipara al estrato dirigente y le perm itiera construir un
nuevo m undo civil e intelectual. «En general, la esclavitud fue
fundam ental para la civilización griega en el sentido de que su
abolición y su stitu ción por trabajo libre —si a alguien se le
hubiera ocurrido intentarlo— habría dislocado toda la sociedad
y acabado con el o cio de las clases altas de Atenas y Esparta»10.
Así pues, no fue algo puram ente fortuito que la salvación
del cam pesinado independiente y la cancelación de la servi-
dum bre por deudas fueran rápidam ente seguidas, en las ciuda-
des y en el cam po de la Grecia clásica, de un nuevo y extra-
ordinario aum ento en el u so del trabajo de esclavos. En efecto,
cuando los extrem os de la polarización social quedaron bloquea-
dos dentro de las com unidades helenas, la clase dom inante
recurrió lógicam ente a la im portación de esclavos para resol-
ver la escasez de m ano de obra. El precio de los esclavos —en
su m ayoría tracios, frigios y sirios— era bajísim o, n o m uy su-
perior al costo de un año de m antenim iento11; lo que perm itió
que su em pleo se generalizase en toda la sociedad griega hasta
el punto de que incluso los m ás hu m ildes artesanos o los p e-
queños agricultores con frecuencia podían poseerlos. E sta evo-
lución económ ica tam bién se había anticipado en Esparta, por-
que la previa creación de una m asa rural de ilotas en Laconia
y M esenia fue lo que perm itió la aparición de la fraternidad de
los espartanos, la prim era población esclava num erosa de la
Grecia p reclásica y la prim era clase libre de hoplitas. Pero en
este caso, com o en todos los dem ás, la prioridad espartana blo-
queó la p osterior evolución: la condición de los ilotas se detuvo
en una «form a subdesarrollada» de e sc la v itu d 12, porque los

10 Andrewes, Greek society, p. 133. Compárese con V. Ehrenburg, The


Greek state, Londres, 1969, p. 96: «Sin metecos o esclavos, difícilmente
habría existido la p olis.»
11 Andrewes, Greek society, p. 135.
12 Oliva, Sparta and her social problem s, pp. 43-4. Los ilotas poseían
Grecia 31

ilotas no podían ser com prados, ni vendidos, ni m anum itidos,


y eran propiedad colectiva en vez de privada. La esclavitud ple-
nam ente m ercantil, regida por las leyes del m ercado, fue intro-
ducida en Grecia en las ciudades-Estado que habrían de ser los
rivales de Esparta. En el siglo V , durante el apogeo de la polis
clásica, Atenas, Corinto, Egina y prácticam ente todas las ciuda-
des de alguna im portancia tenían una num erosa población es-
clava que con frecuencia superaba a la de ciudadanos libres.
Fue la im plantación de esta econom ía esclavista —en las m i-
nas, la agricultura y la artesanía— lo que perm itió el repentino
florecim ien to de la civilización urbana de Grecia. N aturalm ente,
su im pacto —com o ya hem os indicado antes— no se lim itó a
lo económ ico. «La esclavitud no era, por supuesto, una mera
necesidad económ ica, sino que era vital para el conjunto de la
vida social y p olítica de los ciudadanos»13. La polis clásica es-
taba basada en el nuevo descubrim iento conceptual de la libertad,
posibilitado por la institu ción sistem ática de la esclavitud: frente
a los trabajadores esclavos, el ciudadano libre aparecía ahora
en todo su esplendor. Las prim eras in stitu ciones «dem ocráti-
cas» de la Grecia clásica aparecieron en Quíos a m ediados del
siglo V I; la tradición afirm a tam bién que Quíos fue la primera
ciudad griega que im portó en gran escala esclavos procedentes
del bárbaro O riente14. En Atenas, las reform as de S olón fueron
seguidas por un vertiginoso aum ento de la población esclava en
la época de la tiranía, a la que siguió, a su vez, una nueva
constitución elaborada por C lístenes que abolió las tradicio-
nales division es tribales de la población, con sus oportunidades
para el clien telism o aristocrático, reorganizó a los ciudadanos
en «dem os» locales y territoriales e instituyó la elección por
sorteo para un am pliado C onsejo de los Q uinientos, que diri-
giría los asuntos de la ciudad en com binación con la asamblea
popular. Durante el siglo V tuvo lugar la generalización de
esta fórm ula p olítica «probuléutica» en las ciudades-E stado de
Grecia: un con sejo reducido proponía las decisiones públicas
a una asam blea m ás am plia que las votaba, pero que carecía
de derecho de iniciativa (aunque en los E stados m ás popula-
res la asam blea conquistaría m ás adelante ese derecho). Las
variaciones en la com p osición del consejo y la asam blea, y en
la elección de los m agistrados del E stado que dirigían su adm i-

también sus propias fam ilias y en ocasiones fueron utilizados para reali-
zar tareas militares.
13 Victor Ehrenburg, The G reek state, p. 97.
14 Finley, The ancient Greeks, p. 36.
32 La a n tigü edad clásica

nistración, definían el grado relativo de «dem ocracia» o de «oli-


garquía» dentro de cada polis. El sistem a espartano, dom inado
por un eforado autoritario, fue el evidente antípoda del ate-
niense, que llegó a estar centrado en la asam blea plenaria de
ciudadanos. Pero la línea esencial de dem arcación no pasaba
por la ciudadanía constituyente de la polis, p or m ás que ésta
estuviera organizada y estratificada, sino que separaba a los
ciudadanos —ya fuesen los 8.000 espartanos o los 45.000 ate-
nienses— de los no ciudadanos y de los no libres. La com unidad
de la polis clásica, independientem ente de sus divisiones de
clase internas, estaba erigida sobre una m ano de obra esclavi-
zada de la que recibía toda su form a y toda su sustancia.
E stas ciudades-E stado de la Grecia clásica se enzarzaron
en con stan tes rivalidades y agresiones m utuas. D espués de que
el p roceso de colonización hubiese llegado a su fin al term inar
el sig lo V I, la vía típica de expansión fue la conquista y el
tributo m ilitar. Con la expulsión de las fuerzas persas de Gre-
cia a principios del siglo V , Atenas conquistó de form a gradual
el poder preem inente entre las ciudades rivales del m ar Egeo.
El Im perio ateniense levantado en la generación que va de Te-
m ístocles a Pericles parecía contener la prom esa, o la am enaza,
de la u nificación política de Grecia bajo el gobierno de una
sola polis. Su base m aterial se asentaba en la situ ación y los
rasgos peculiares de la propia Atenas, que territorial y dem o-
gráficam ente era la m ayor ciudad-Estado helena, aunque sólo
tuviese unos 2.500 kilóm etros cuadrados de extensión y unos
250.000 habitantes. El sistem a agrario del Atica ejem p lificab a
el m od elo general de la época, aunque quizá de una form a es-
p ecialm ente pronunciada. Según las m edidas helenas, la gran
propiedad agraria era la finca de 40 a 80 hectáreas15. En el
Atica había m uy pocas fincas grandes, e in clu so los terratenien-
tes ricos poseían cierto núm ero de fincas pequeñas m ás que
latifundios concentrados. Las propiedades de 30 e in clu so 20
hectáreas se situaban por encim a de la m edia, m ientras que
las parcelas m ás pequeñas n o superaban probablem ente las dos
hectáreas. H asta finales del siglo V , las tres cuartas partes de
los ciudadanos libres poseían alguna propiedad r u r a l16. Los
esclavos aseguraban el servicio dom éstico, el trabajo del cam -
po — donde cultivaban norm alm ente las haciendas de los ricos—
y el trabajo artesano. Probablem ente su núm ero era in ferior al
15Forrest The emergence of Greek dem ocracy, p. 46.
16 M. I. Finley, S tudies in land and credit in ancient Athens, 500-200
b. C., New Brunswick, pp. 58-9.
G recia 33

de los trabajadores libres en la agricultura y quizá en la arte-


sanía, pero form aban un grupo m ucho m ayor que el total de
lo s ciudadanos. E n el siglo V quizá hubiera en Atenas de 80.000
a 100.000 esclavos p or unos 30.000 a 40.000 ciu d a d a n o s17. Un
tercio de la pob lación lib re vivía en la m ism a ciudad y la m a-
yor parte de los restantes en las aldeas de los inm ediatos alre-
dedores. La in m en sa m ayoría de los ciudadanos estab a form a-
da p or las clases de los «hoplitas» y los «thetes», quizá en una
proporción resp ectiva de 1 a 2. E sto s ú ltim os con stitu ían el
secto r m ás pobre de la población, sien d o incapaces de equi-
parse a sí m ism os para los deberes de la infantería pesada. Le-
galm ente, la división en tre h op litas y th etes se hacía por los
ingresos, p ero no por la ocupación o la residencia: lo s hopli-
tas eran p osib lem en te artesanos urbanos, m ientras que quizá
la m itad de los th e tes eran cam pesin os pobres. Por encim a de
esta s dos ciases in feriores había dos órdenes m ucho m ás re-
ducidos de ciudadanos acom odados, cuya élite form aba un n ú -
cleo de unas 300 fam ilias ricas, situadas en la cim a de la so-
ciedad a te n ie n s e 18. E sta estructura social, con su reconocida
estratificación , pero tam bién con su falta de abism os radicales
den tro del cuerpo de lo s ciudadanos, sen tó las b ases de la de-
m ocracia política de Atenas.
A m ediad os del sig lo V , el C onsejo d e los Q uinientos, que
supervisaba la adm in istración de A tenas, se seleccionaba por
sorteo del co n ju n to de ciudadanos, para evitar los peligros del
predom inio y el clien telism o autocráticos, asociados con las
eleccion es. De los p u esto s im portantes del E stado, los únicos
electivos eran los diez generalatos m ilitares que, lógicam ente,
recaían siem pre en el estrato sup erior de la ciudad. El consejo
d ejó de p resentar resolu cion es controvertidas a la asam blea de
ciudadanos — que ahora concentraba ya la plena soberanía y
la iniciativa p olítica— y se lim itab a a preparar el orden del día
y a som eterle los tem as d ecisivos para su aprobación. La asam -
blea celebraba un m ín im o de 40 sesio n es anuales, a las que po-
siblem en te a sistían por térm ino m edio m ás de 5.000 ciudadanos,
ya que se n ecesitab a un q u o ru m de 6.000 para la liberación de
m uchos tem as rutinarios. La asam blea debatía y determ inaba
directam ente todas las cu estio n es p olíticas im portantes. E l sis-
tem a ju d icial que flanqueaba al núcleo legislativo de la polis
estaba com p u esto p or jurados, seleccion ad os p or sorteo entre
17 Westermann, The slave system s of Greek and R om an A ntiquity, pá-
gina 9.
18 A. H. M. Jones, Athenian dem ocracy, Oxford, 1957, pp. 79-91.
34 La an tigü edad clásica

los ciudadanos, que recibían una paga por sus obligaciones


para perm itir el servicio de los pobres, com o en el caso de los
con sejeros. E ste principio se extendió durante el siglo IV a la
asisten cia a la m ism a asam blea. Puede decirse que no existía
ningún funcionariado perm anente, ya que los cargos adm inis-
trativos se distribuían por sorteo entre los consejeros, y la
dim inuta fuerza de p olicía estab a com puesta por esclavos esci-
tas. N aturalm ente, la dem ocracia popular directa de la consti-
tución aten iense se diluía en la p ráctica por el predom inio in -
form al sobre la asam blea de los p o líticos profesionales, proce-
dentes de las fam ilias de la ciudad tradicionalm ente ricas y de
alta cuna (o m ás tarde de los nuevos ricos). Pero este predo-
m in io social nunca se afianzó o solid ificó legalm ente y siem pre
estuvo exp uesto a trastornos y enfren tam ientos a causa de la
naturaleza dem ótica del sistem a p olítico en el que tenía que
ejercerse. La con trad icción en tre am bos fue fundam ental para
la estructura de la polis ateniense y encontró un sorprendente
reflejo en la condena unánim e de la insólita dem ocracia de la
ciudad, efectuada por los pensadores que encarnaron su ini-
gualada cultura: T ucídides, S ócrates, Platón, A ristóteles, Iso-
crates o Jenofonte. Atenas nunca produjo una. teoría política
dem ocrática: prácticam ente todos los filósofos e historiadores
áticos de alguna im portancia tuvieron convicciones oligárqui-
cas19. A ristóteles con d ensó la quintaesencia de sus opiniones
en su breve y significativa proscripción de los trabajadores m a-
nuales de la ciudadanía del E stado id e a l20. El m odo de produc-
ción esclavista que subyacía a la civilización ateniense encontró
necesariam ente su expresión id eológica m ás prístina en el es-
trato social privilegiado d e la ciudad, cuyas cim as intelectuales
fueron p osib les gracias al plustrabajo realizado en los abism os
silen cio so s de la polis.
La estructura de la form ación social ateniense, así consti-
tuida, no fu e por sí m ism a su ficien te para generar su suprem a-
cía im perial en Grecia. Para conseguir e sto fueron necesarios
otros dos rasgos esp ecífico s de la econom ía y la sociedad ate-
n ien ses, que la situaron aparte de cualquier otra ciudad-Estado
helena del siglo V . En prim er lugar, el Atica tenía en Laurión
las m inas de p lata m ás ricas de Grecia. E xtraído principalm en-

19 Jones, Athenian dem ocracy, pp. 41-72, documenta esta divergencia,


pero no se percata de sus im plicaciones para la estructura del conjunto
de la civilización ateniense, contentándose con defender la democracia
de la polis contra los pensadores de la ciudad.
20 Politics, III, iv, 2, antes citado.
G recia 35

te por grandes grupos de esclavos —alrededor de 30.000— , el


m ineral de esta s m inas financió la construcción de la flota ate-
niense que venció en Salam ina a los barcos persas. La plata
ateniense fue desde el principio la condición del poderío naval
de Atenas. Adem ás, hizo posib le la aparición de una moneda
ática que, caso excepcional entre las m onedas griegas de la
época, fue am pliam ente aceptada en el extranjero com o instru-
m ento del com ercio interlocal, contribuyendo así decisivam en-
te a la prosperidad com ercial de la ciudad. E sta prosperidad se
vio favorecida todavía m ás por la excepcional concentración
en Atenas de extranjeros «m etecos», a quienes estaba prohibi-
da la propiedad de la tierra, pero que llegaron a dom inar la
actividad com ercial e industrial de la ciudad, a la que convir-
tieron en punto central del Egeo. La hegem onía m arítim a que
así se acum uló en Atenas estaba relacionada funcionalm ente
con la organización política de la ciudad. La clase hoplita de
agricultores m edianos, que proporcionaba la infantería de la
polis, ascendía a unos 13.000, es decir, un tercio de todos los
ciudadanos. La flota ateniense, sin em bargo, estaba tripulada
por m arineros p rocedentes de la clase m ás pobre de los thetes;
a los rem eros se les pagaba un salario y estaban de servicio
ocho m eses al año. Su núm ero era prácticam ente igual al de
los soldados de a pie (12.000), y su presencia contribuyó a ase-
gurar la am plia base dem ocrática del sistem a político atenien-
se, a diferencia de las otras ciudades-Estado de Grecia en las
que sólo la categoría hoplita proporcionaba la base social de
la p olis21. La superioridad m onetaria y naval de Atenas fue lo
que dio fuerza a su im perialism o, del m ism o m odo que favo-
reció su dem ocracia. Los ciudadanos de Atenas estaban exen-
tos casi por com pleto de toda form a de im p uestos directos. En
especial, la propiedad de la tierra — que estaba legalm ente li-
m itada a los ciudadanos— no soportaba ninguna carga fiscal,
lo que constituía una condición básica para la autonom ía cam-
pesina dentro de la polis. Los ingresos públicos interiores de
Atenas procedían de las propiedades estatales, de los im puestos
indirectos (tales com o los derechos portuarios) y de las obliga-
torias «liturgias» financieras ofrecidas a la ciudad por los ri-
cos. E sta benigna fiscalidad se com plem entaba con la paga

21 La tradición afirma que la victoria de los marinos en Salamina hizo


que las demandas de derechos políticos por los thetes fuesen irresisti-
bles, del mismo modo que las campañas de los soldados contra Mesenia
probablemente habían conquistado para los hoplitas espartanos su ciu-
dadanía.
36 La a n tigü edad clásica

pública por los servicios de los jurados y con un am plio em -


p leo naval, com binación que ayudó a garantizar el notable gra-
do de paz pública que caracterizó a la vida p olítica de A tenas22.
Los costes económ icos de esta arm onía popular se desplazaron
hacia la expansión exterior de Atenas.
El Im perio ateniense que surgió a raíz de las guerras per-
sas fue un sistem a esencialm ente m arítim o, destinado a subyu-
gar coercitivam ente a las ciudades-E stado griegas del Egeo. La
colonización propiam ente dicha desem peñó en su estructura un
papel secundario, aunque en m odo alguno desdeñable. Es sig-
nificativo que Atenas fuese el único E stado griego que creó una
clase especial de ciudadanos en el extranjero o «clerucos», a
quienes se dieron tierras coloniales confiscadas a los rebeldes
aliados extranjeros y que —a diferencia del resto de los colonos
helenos— conservaban todos los derechos ju ríd icos en la m e-
trópoli. El continuo establecim iento de cleruquías y colonias
ultram arinas durante todo el siglo V perm itió a la ciudad la
prom oción de m ás de 10.000 atenienses de la condición de the-
tes a la de hoplitas por m edio de la con cesión de tierras en el
exterior, con lo que al m ism o tiem po reforzó enorm em ente su
poderío m ilitar. Sin em bargo, la base fundam ental del im peria-
lism o ateniense n o radicaba en estas colonias. El auge del po-
derío de Atenas en el Egeo creó un orden p o lítico cuya verda-
dera función con sistió en coordinar y explotar las costas e is-
las ya urbanizadas por m edio de un sistem a de tributos m one-
tarios recaudados para el m antenim iento de una flota perm a-
nente, que era nom inalm ente el com ún defensor de las liberta-
des griegas frente a las am enazas orientales, p ero que de hecho
era el in strum ento central de la opresión im perialista de Ate-
nas sobre sus «aliados». E n el año 454, el tesoro central de la
Liga de Delos, creada en principio para luchar contra Persia,
fue transferido a Atenas; en el 450, la negativa de A tenas a
perm itir la d isolu ción de la liga tras la paz con Persia convirtió
a aquélla en un im perio de fac to. En el m om ento de su e s-
plendor, durante la década de 440, el sistem a im perial atenien-
se abarcaba a unas 150 ciudades, principalm ente jónicas, que
pagaban una sum a anual en dinero al teso ro central de Atenas
y no podían m antener flotas propias. E l trib u to total proceden-
te del im perio era, según los cálculos, un 50 p or ciento
superior a los ingresos interiores del Atica, e indudablem ente
22 M. I. Finley, Democracy ancient and m odern, Londres, 1973, pp. 45,
48-9; véanse también sus observaciones en The ancient econom y, pági-
nas 96, 173.
G recia 37

financió la superabundancia civil y cultural de la polis de Pe-


r ic le s B. En A tenas, la arm ada que pagaba el im perio propor-
cion aba em p leos esta b les a la cla se m ás num erosa y m enos
p rivilegiada de los ciudadanos, y las obras públicas que finan-
ciaba — entre ellas el Partenón— constituyeron los m ás insignes
em b ellecim ien to s de la ciudad. E n el exterior, los escuadrones
a ten ien ses vigilaban las aguas del E geo, m ientras que los dele-
gados p o lítico s, los com andantes m ilitares y los com isarios vo-
lantes garantizaban la docilidad de las m agistraturas en los E s-
tad os so m etid o s. Los tribunales aten ien ses ejercían los poderes
de la represión ju d icial sobre los ciudadanos de las ciudades
aliadas so sp ech o so s de d e s le a lta d 24.
Pero los lím ites del p o d erío exterior de Atenas se alcanza-
ron m uy pronto. P robablem ente, ese poderío estim u ló el co-
m ercio y las m anufacturas en el Egeo — donde se extendió por
d ecreto el u so de la m oneda ática y se suprim ió la piratería— ,
aunque lo s m ayores b en eficio s del crecim ien to com ercial se
acum ularon en la com un idad m eteca de la propia Atenas. El
sistem a im perial gozaba tam bién de las sim patías de las clases
m ás pobres de las ciu dad es aliadas, porque la tutela ateniense
sign ificab a p o r lo general la in stalación local de regím enes de-
m ocráticos, acordes con los de la propia ciudad im perial, y la
carga financiera d e lo s trib u to s recaía sobre las clases a lt a s 25.
Pero A tenas fue incapaz de con segu ir una integración in stitu -
cional de e sto s aliados en un sistem a político unificado. La
ciudadanía a ten ien se era tan am p lia en el interior que n i si-
quiera fue p o sib le extenderla en el exterior a los n o atenienses,
ya que esto habría sido fu n cion alm en te contrario a la dem ocra-
cia resid encial directa de la asam b lea de m asas, realizable úni-
cam ente d en tro de un esp a cio geográfico m uy pequeño. Así
pues, y a p esar de los acen to s populares del gobierno ateniense,
los fu n dam entos «dem ocráticos» in teriores del im p erialism o de
P ericles generaron n ecesariam en te la explotación «dictatorial»
de su s aliados jó n ico s, q u e ten d ieron in evitablem ente a ser arro-
jad os con rapacidad hacia la servidum bre colonial; y esto fue

23 R. Meiggs, The Athenian E m pire, Oxford, 1972, pp. 152, 258-60.


24 Meiggs, ibid., pp. 1714, 205-7, 215-6, 220-33.
25 G. E. M. De Ste. Croix dem uestra de forma convincente esta sim -
patía: «The character o f the Athenian Empire», H istoria, vol. VIII, 1954-
1955, pp. 1-41. En la Liga de Delos había algunos aliados oligárquicos
—Mitilene, Quíos o Sam os— y Atenas no intervino sistem áticam ente en
la constitución de sus ciudades, pero los conflictos locales se aprovecha-
ron normalmente com o oportunidades para el establecim iento forzoso
de sistem as populares.
38 La an tigü edad clásica

así porque no había ninguna base para la igualdad o la federa-


ción, que quizá habría perm itido una constitución m ás oligár-
quica. Al m ism o tiem po, sin em bargo, la naturaleza dem ocráti-
ca de la po lis aten iense —cuyo p rin cip io no era la representa-
ción, sino la p articipación directa— im posibilitaba la creación
de una m aquinaria burocrática capaz de som eter por m edio de
la coerción adm inistrativa a un exten so im perio territorial.
Apenas existía un aparato de E stado separado o profesional en
la ciudad, cuya estru ctu ra p olítica se d efinía esencialm ente por
su rechazo de cuerpos esp ecializad os de funcionarios —civiles
o m ilitares— situad os aparte de los ciudadanos ordinarios: la
dem ocracia aten ien se significaba, precisam ente, el rechazo de
sem ejan te división entre «E stado» y «sociedad»26. Por tanto,
tam poco existía ninguna base para una burocracia im perial. El
exp ansion ism o ateniense, en consecuencia, se derrum bó rela-
tivam ente p ronto debido tanto a las contradicciones de su pro-
p ia estructura com o a la resisten cia — que su estructura faci-
litaba— de las ciudades m ás oligárquicas de la Grecia interior,
encabezadas por Esparta. La liga espartana poseía las ventajas
contrarias de las debilidades atenienses: una confederación de
oligarquías, cuya fuerza se basaba directam ente en los propie-
tarios h oplitas m ás que en una m ezcla con los m arineros de-
m óticos y cuya unidad n o entrañaba, por tanto, ni tributos m o-
n etarios ni el m on opolio m ilitar de la m ism a ciudad hegem ó-
nica de E sparta, cuyo poder siem pre fue intrínsecam ente m enos
am enazador para las otras ciudades griegas que el de Atenas.
La falta de un im portante hinterland hacía que el poderío m i-
litar de Atenas — tan to en reclutam iento com o en recursos—
fu ese dem asiado débil para resistir una coalición de rivales te-
rrestres27. La guerra del P eloponeso unió el ataque de sus pa-

26 Para Ehrenburg, ésta era su gran debilidad. La identidad entre Es-


tado y sociedad era necesariamente una contradicción, porque el Estado
tenía que ser único m ientras que la sociedad siempre era plural a causa
de su división en clases. De ahí que o bien el Estado reproducía esas divi-
siones sociales (oligarquía) o bien la sociedad absorbía al Estado (democra-
cia): ninguna de estas soluciones respetaba una distinción institucional,
que para Ehrenburg era inmutable, y de ahí que ambas llevaran en sí m is-
mas el germen de su propia destrucción: The Greek s ta te , p. 89. Natu-
ralm ente, para Marx y Engels la grandeza de la democracia ateniense
residía precisam ente en este rechazo estructural.
27 En general, las líneas divisorias entre «oligarquía» y «democracia»
correspondían con bastante exactitud en la Grecia clásica a las discre-
pancias entre las orientaciones hacia el mar y las orientaciones hacia
tierra firme. Los m ism os factores m arítim os que prevalecían en Atenas
también estaban presentes en su zona de influencia jónica, mientras que
G recia 39

res a la rebelión de sus súbditos, cuyas clases propietarias se


unieron a las oligarquías con tinentales una vez com enzada la
guerra. Sin em bargo, y a pesar de todo, fue n ecesario el oro de
Persia para financiar una flota espartana capaz de acabar con
el dom inio aten iense del m ar antes de que el Im perio ateniense
fu ese derrotado d efinitivam ente en tierra por Lisandro. A par-
tir de entonces, no existió ninguna posib ilidad de que Jas ciu-
dades helenas generasen un E stado im perial unificado desde
su centro, a pesar de la relativam ente rápida recuperación eco-
nóm ica de los efectos de la larga guerra del Peloponeso: la
m ism a paridad y m ultiplicidad de los centros urbanos de Gre-
cia los neutralizaba colectivam en te para una expansión exte-
rior. Las ciudades griegas del siglo IV se hundieron en el ago-
tam iento a m edida que la polis clásica experim entaba crecien-
tes d ificultad es en las finanzas y en el reclutam iento m ilitar,
síntom as de un inm inente anacronism o.

la mayor parte de los aliados de Esparta en el Peloponeso y en Beocia


estaban más profundamente afincados en la tierra. La principal excep-
ción fue, naturalmente, Corinto, el centro comercial tradicionalmente ri-
val de Atenas.
3. EL M U N D O H E L E N IST IC O

El segundo gran ciclo de la conquista colonial tuvo su origen


en la periferia rural septentrional de la civilización griega, que
poseía una superior reserva dem ográfica y cam pesina. En un
prim er m om ento, el Im perio m acedonio fue una m onarquía
tribal de las m ontañas del interior, zona atrasada que había
conservado m uchas de las relaciones sociales de la Grecia pos-
m icénica. El E stado m onárquico de M acedonia, debido a que
m orfológicam ente era m ucho m ás prim itivo que las cuidades-
E stado del sur, no se había m etido con ellas en un callejón
sin salida y se m ostró capaz de superar sus lím ites en la nueva
época de decadencia de aquéllas. La base territorial y política
de M acedonia le perm itió una coherente expansión internacio-
nal, una vez que se hubo aliado a la civilización m ucho m ás
desarrollada de Grecia. La m onarquía m acedonia era heredita-
ria, aunque estaba su jeta a la confirm ación de una asam blea
m ilitar de los guerreros del reino. Legalm ente, toda la tierra
era propiedad del m onarca, pero en la práctica una nobleza tri-
bal que afirm aba tener parentesco con el rey poseía fincas de
éste, form ando un cortejo de «com pañeros» reales del que pro-
cedían sus consejeros y gobernadores. La m ayoría de la pobla-
ción estaba form ada por cam pesinos arrendatarios libres y ha-
bía pocos esclavos1 . La urbanización era escasa y la propia
capital, Pella, era m uy pequeña y de reciente creación. E l auge
del poderío de M acedonia en los Balcanes durante el reinado
de Filipo II recibió un tem prano y decisivo im pulso co n la ane-
xión de las m inas auríferas de Tracia —equivalentes a las m i-
nas de plata del A tica en el siglo anterior— , que proporciona-
ron a M acedonia la financiación indispensab le para la agresión
e x te r io r 2. El éxito de los ejércitos de Filipo al vencer a las ciu-

1 N. G. L. Hammond, A history of Greece to 322 b. C., Oxford, 1959, pá-


ginas 535-6.
2 Los ingresos procedentes de las minas de oro de Tracia fueron su-
periores a los de las minas de plata de Laurión, en el Atica; Arnaldo
Momigliano, Filippo il Macedone, Florencia, 1934, pp. 49-53, Hace el es-
E l m u n d o h elen ístico 41

dades-E stado de Grecia y al unificar la península helénica fue


debido ese n c ia lm e n te a sus in novaciones m ilitares, que refle-
jaban la d iferente com p osición social del interior tribal de la
Grecia del norte. La caballería — arm a aristocrática que en Gre-
cia siem pre estuvo subordinada a los h op litas— fue renovada
y vinculada elásticam en te a la infantería, que, a su vez, aban-
donó parte de la pesada arm adura h oplita a cam bio de una
m ayor m ovilidad y del u so m asivo de la lanza en el cam po de
batalla. El resultado fue la fam osa falange m acedonia, flanquea-
da por la caballería, y victoriosa desde Tebas a Kabul. La ex-
pansión de M acedonia no se debió únicam ente, com o es lógico,
a la destreza de su s com andantes y soldados o a su disponibili-
dad inicial de m etales p reciosos. La prim era condición de su irrup-
ción en Asia fue la previa absorción de la propia Grecia. La m o-
narquía m acedonia con solid ó sus avances en la península creando
nuevos ciudadanos, griegos o no, en las regiones conquistadas y
urbanizando su propio hinterland rural, con lo que dem ostró su
capacidad para la adm inistración de extensos territorios. El
im pulso cultural y p olítico que recibió de la integración de los
centros urbanos m ás avanzados de la época le perm itió realizar
en unos p oco s años, b ajo el reinado de Alejandro, la asom brosa
con qu ista de to d o el O riente Próxim o. Sim bólicam ente, la flota
in su stitu ib le que transportó y avitualló a las invencibles tropas
de Asia siem pre fue griega. El Im perio m acedonio unitario que
surgió tras G augam ela y que se extendía desde el Adriático
h asta el o céan o Indico no sobrevivió al propio Alejandro, que
m urió antes de poder darle u n m arco in stitu cion al coherente.
Los problem as sociales y adm inistrativos que planteaba el im -
perio pueden vislum brarse en los in ten tos de Alejandro para
fusionar a las noblezas m acedónica y persa por m edio de m a-
trim onios oficiales; pero el hallazgo de soluciones a aquellos
p roblem as quedó para sus su cesores. Las luchas intestinas en-
tre los generales m acedonios —los diádocos— term inaron con
el reparto del im p erio en cuatro zonas principales: M esopo-
tam ia, E gipto, Asia M enor y Grecia. A partir de entonces, las
tres prim eras aventajaron netam ente a la ú ltim a en im portan-
cia p olítica y económ ica. La dinastía seléucida gobernó Siria y
M esopotam ia; T olom eo fundó el reino lágida en Egipto; m edio
siglo desp u és, el rein o atálida de Pérgam o se convirtió en la
p oten cia dom inante del Asia M enor occidental. La civilización

tudio más lúcido de la primera fase de la expansión macedonia, que en


general ha atraído relativam ente poco a la moderna investigación.
42 La antigü edad clásica

helenística fue esencialm ente el producto de estas nuevas m o-


narquías griegas de Oriente.
Los E stados h elen ísticos eran creaciones híbridas que die-
ron form a, sin em bargo, al m odelo histórico global del M edi-
terráneo oriental durante los siglos siguientes. Por una parte,
presidieron el m ás im presionante auge de fundaciones urbanas
nunca visto en la Antigüedad clásica: por iniciativa espontánea
o por patrocinio real brotaron grandes ciudades griegas por
todo el Oriente Próxim o, ccn virtién dolo en la región m ás den-
sam ente urbanizada del m undo antiguo y helenizando de for-
ma perdurable a todas las clases dirigentes locales de las zo-
nas en que se crearon3. Si el núm ero de estas fundaciones fue
inferior al de la colonización de la Grecia arcaica, su tam año
fue infinitam ente superior. La m ayor ciudad de la Grecia clá-
sica fue Atenas, co n una población total de unos 80.000 habi-
tantes en el siglo V a. C . Los tres centros urbanos m ayores del
m undo h elen ístico —A lejandría, Antioquía y Seleucia— quizá
llegaran a los 500.000 habitantes. La distribución de estas nue-
vas fundaciones fue desigual, ya que el centralizado E stado lá-
gida de E gipto recelaba de la autonom ía de la p olis y no patro-
cinó m uchas nuevas ciudades, m ientras que el E stado seléucida
las m u ltiplicó activam ente y en Asia M enor la nobleza creó sus
propias ciudades im itando el ejem p lo h e lé n ic o 4. E stas nuevas
fundaciones urbanas fueron pobladas por doquier con soldados,
adm inistradores y com erciantes griegos y m acedonios que pro-
porcionaron el estrato social dom inante en las m onarquías epi-
gonales de los diádocos. La proliferación de ciudades griegas en
Oriente estuvo acom pañada por un alza notable del com ercio
internacional y de la prosperidad com ercial. Alejandro había
d esatesorado las arcas reales persas, inyectando en el sistem a de
cam bios del O riente Próxim o los tesoros aquem énidas acum u-
lados y financiando así un rápido increm ento en el volum en de
transacciones m ercantiles en el M editerráneo. El sistem a m o-
netario del Atica se generalizó por todo el m undo helenístico

3 La mayoría d e las nuevas ciudades fueron creadas desde abajo por


los terratenientes locales; pero las mayores y más im portantes fueron,
naturalmente, fundaciones oficiales de los nuevos soberanos macedonios.
A. H. M. Jones, The Greek city from Alexander to Justinian, Oxford, 1940,
páginas 27-50.
4 Para las diferencias entre la política de los Lágidas y los Seléucidas,
véase M. Rostovtsev, The social and econom ic history of the Hellenistic
w orld, Oxford, 1941, v o l. I , pp. 476 ss. [H istoria social y económica del
mundo helenístico, Madrid, Espasa, 1973.]
El m u n do helen ístico 43

—con la excepción del E gipto tolem aico— , facilitando el com er-


cio y la navegación m arítim a internacionales5. La ruta m arítim a
triangular entre Rodas, Antioquía y Alejandría se convirtió en
el eje del nuevo espacio m ercantil creado por el Oriente hele-
nístico. La adm inistración lágida de E gipto desarrolló la activi-
dad bancaria hasta unos niveles de com plejidad nunca superados
en las épocas posteriores de la Antigüedad. La em igración y el
ejem plo griegos im plantaron con todo éxito, pues, el m odelo
urbano del M editerráneo oriental.
Al m ism o tiem po, sin em bargo, las anteriores form aciones so-
ciales del Oriente Próxim o —con sus tradiciones económ icas y
políticas m uy d iferentes— ofrecieron una im perm eable resisten-
cia a los m odelos griegos en el cam po. Así, el trabajo esclavo no
pudo extenderse por las zonas rurales del interior del Oriente hele-
nístico. Contrariam ente a la leyenda popular, las cam pañas de Ale-
jandro no fueron acom pañadas por una esclavitud en masa, y la
proporción de esclavos no parece haber aum entado de forma
apreciable al com pás de las conquistas m a ced o n ia s6. En conse-
cuencia, las relaciones agrarias de producción quedaron relativa-
m ente al m argen del dom inio griego. Los sistem as agrícolas tra-
dicionales de las grandes culturas fluviales del Oriente Próximo
com binaban la existen cia de terraten ien tes, arrendatarios depen-
dientes y cam pesinos propietarios con una propiedad m onárqui-
ca últim a o inm ediata de la tierra. La esclavitud rural nunca ha-
bía tenido m ucha im portancia económ ica. Las pretensiones re-
gias al m onopolio de la tierra databan de hacía siglos. Los nue-
vos E stados h elen ísticos heredaron este m odelo, com pletam ente
extraño al de la patria griega, y lo conservaron con pocos cam -
bios. Las principales divergencias entre ellos se refirieron al gra-
do en que las dinastías de cada reino im pusieron la propiedad
regia de la tierra. El E stado lágida de Egipto —la m ás rica y
m ás rígidam ente centralizada de las nuevas m onarquías— exigió
un m onopolio legal absoluto de la tierra situada fuera de las
fronteras de las pocas poleis. Los m onarcas lágidas arrendaron
prácticam ente toda la tierra, dividida en pequeñas parcelas y
con arrendam ientos a corto plazo, a un cam pesinado m iserable,
explotado directam ente por el Estado, sin ninguna seguridad en
la titularidad de su tierra y obligado al trabajo forzado en las

5 F. M. Heichelheim, An ancient economic history, v o l. III, Leyden,


1970, p. 10.
6 Westermann, The slave system s of Greek and Roman Antiquity, pá-
ginas 28-31.
44 La a n tigü edad clásica

obras de reg a d ío 7. La dinastía seléucida de M esopotam ia y Siria,


que regía un com plejo territorial m ucho m ás extenso y enm araña-
do, nunca intentó un control tan rígido de la explotación agraria.
Las tierras reales de las provincias se concedieron a nobles o ad-
m inistradores y se toleraron las aldeas autón o m as de cam pesinos
propietarios junto con los laoi, arrendatarios dependientes que
constituían el grueso de la población rural. Significativam ente,
sólo el Pérgam o atálida, el más occidental de los nuevos E stados
h elen ísticos, situado al otro lado del Egeo en la m ism a Grecia,
utilizó el trabajo agrícola de esclavos en las fincas de los reyes
y los a ristó cra ta s8. Los lím ites geográficos del m odo de pro-
ducción inventado en la Grecia clásica fueron los de las regiones
adyacentes del Asia Menor.
Si las ciudades tuvieron un m odelo griego m ientras el cam po
conservaba el oriental, la estructura de los E stados que integra-
ban a am bos fu e inevitablem ente sincrética, con una m ezcla de
form as helénicas y asiáticas en las que el legado secular de las
últim as tuvo un predom inio innegable. Los m onarcas h elen ísti-
cos heredaron las tradiciones abrum adoram ente autocráticas de
las civilizaciones fluviales del Oriente Próxim o. Los m onarcas
diádocos gozaron de un poder personal ilim itado, com o el que
tuvieron su s inm ediatos predecesores orientales. Las nuevas di-
nastías griegas añadieron, adem ás, una sobrecarga ideológica al
peso que ya tenía la autoridad real en la zona, con el estab leci-
m iento de la adoración a los gobernantes, decretada de form a
oficial. La divinidad de los reyes nunca había sid o una doctrina
del Im perio persa derrotado por Alejandro, sino que fue una
innovación m acedónica, instituida por vez prim era por Tolom eo
en E gipto, donde había existido un antiguo culto a los faraones
antes de la absorción persa y que ofrecía de form a natural un
suelo fecundo para el culto a los m onarcas. La divinización de
los reyes se convirtió en una norm a ideológica general en todo
el m undo h elen ístico. El m olde adm inistrativo típico de los nue-

7 Para algunas descripciones de este sistem a, véase Rostovtsev, The


social and economic h istory of the H ellenistic w orld, v o l. I , pp. 274-300;
hay también un estudio analítico de las diversas formas de utilización
del trabajo en el Egipto lágida, en K. K. Zel’in y M. K. Trofimova, Formi
Zavisim osti v V ostochnom Sredizem nom or’e E llenisticheskovo Perioda,
Moscú, 1969, pp. 57-102.
8 Rostovtsev, The social and economic history of the H ellenistic w orld,
volumen II, pp. 806, 1106, 1158, 1161. Los esclavos también fueron muy
empleados en las minas e industrias reales de Pérgamo. Rostovtsev pien-
sa que seguía habiendo gran abundancia de esclavos en las tierras grie-
gas durante la época helenística (op. cit., pp. 625-6, 1127).
E l m u n d o h elen ístico 45

vos estados m onárquicos exp erim entó una evolución sim ilar: una
estructu ra fundam en talm ente oriental, refinada con algunas m ejo-
ras griegas. E l alto personal civil y m ilitar del E stad o procedía
de los in m igrantes m aced onios o griegos y de sus descendientes.
N o hubo ningún in tento de conseguir la fu sión étnica con las
aristocracias indígenas tal com o A lejandro había pretendido du-
rante algún tie m p o 9. Se creó una burocracia considerable —ins-
tru m en to im perial del q u e careció p or com p leto la Grecia clási-
ca— , a la que se asignaron con frecuencia am biciosas tareas
adm in istrativas, sob re tod o en el E gipto lágida, donde recayó so-
bre ella la dirección de la m ayor parte de la econom ía rural y
urbana. La integración del reino seléu cid a siem pre fue m ás débil
y su ad m in istración com prendió una proporción de no griegos
su perior a la de las burocracias atálida y lá g id a 10; su carácter
siem pre fue tam bién m ás m ilitar, com o correspondía a su m a-
yor exten sión , a diferen cia de los funcion arios escribas dé Pérga-
m o y de E gipto. Pero en todos e sto s E stados, la existencia de
las burocracias reales centralizadas fu e acom pañada de una au-
sen cia de sistem a s legales desarrollados que estabilizaran o uni-
versalizaran su s fu n cion es. D onde la voluntad arbitraria del
soberano era la única fu en te de todas las decisiones públicas,
n o p odía surgir u n derecho im personal. La adm inistración h ele-
n ística del O riente Próxim o nunca produjo u n os códigos lega-
les u nificad os y se lim itó a im provisar sobre lo s sistem as co-
existen tes de origen griego o local, todos ellos su jetos a la in-
tervención personal del m onarca11. La m aquinaria burocrática
del E stad o esta b a condenada, p or esa m ism a razón, a term inar
en una cúsp ide inform al y aleatoria de «am igos del rey», grupo
fluid o de co rtesan os y com andantes que form aba el séquito in -
m ed iato del soberano. La con stitu ció n am orfa de los sistem as de
E stad o h elen ístico s se reflejaba en su carencia de denom inacio-
nes territoriales: eran sim plem ente las tierras de la dinastía que
las explotaba y que proporcionaba su ú nica designación.
E n estas con d icion es no p od ía plantearse el problem a de una

9 Con mucha frecuencia se ha exagerado el cosm opolitism o de Alejan-


dro, basándolo en pruebas débiles; para una crítica eficaz de los argu-
m entos en su favor, véase E. Badian, «Alexander the Great and the unity
of mankind», en G. T. Griffith, Alexander the Great; the main problem s,
Cambridge, 1966, pp. 287-306.
10 De hecho, los iranios quizá superaran a los griegos y los macedo-
nios en las instituciones del Estado seléucida; C. Bradford Welles, Ale-
xander and the H ellenistic w orld, Toronto, 1970, p. 87.
11 P. Petit, La civilisation hellénistique, París, 1962, p. 9; V. Ehrenburg,
The Greek S tate, pp. 214-7.
46 La antigü edad clásica

genuina independencia política de las ciudades del Oriente he-


lenístico: los días de la polis clásica quedaban m uy lejos. Las
libertades m unicipales de las ciudades griegas de Oriente no
eran desdeñables si se com paran con el d esp ótico m arco exterior
en el que estaban insertas. Pero esta s nuevas fundaciones se si-
tuaban en un m edio m uy diferente al de su m adre patria y, por
consiguiente, nunca adquirieron la autonom ía ni la vitalidad de
sus antecesoras. El cam po, por abajo, y el Estado, por arriba,
form aban un m edio que bloqueaba su dinam ism o y las adaptaba
a los rum bos seculares de la región. Quizá m ejor que en ningún
otro caso, su destino está ejem p lificado por Alejandría, que se
convirtió en la nueva capital m arítim a del Egipto lágida y llegó
a ser en el espacio de unas p ocas generaciones la m ayor y m ás
floreciente ciudad griega del m undo antiguo, el eje económ ico e
intelectual del M editerráneo oriental. Pero la riqueza y la cul-
tura de Alejandría bajo el dom inio de los T olom eos se obtuvo
a un coste m uy elevado. En un cam po poblado por cam pesinos
dependientes ( laoi) y en un reino dom inado por una om nipre-
sente burocracia real no podían surgir ciudadanos libres. In-
cluso en la m ism a ciudad, las actividades financieras e indus-
triales — que en la Atenas clásica fueron com petencia de los
m etecos— no se vieron favorecidas por la desaparición de la
antigua estructura de la polis, porque la m ayoría de las princi-
pales m anufacturas urbanas — aceite, textiles, papiros o cerve-
za— eran m onop olios reales. Los im pu estos eran arrendados
a em presarios privados, pero bajo un control estricto del Es-
tado. La característica polarización conceptual entre libertad
y esclavitud, que había definido a las ciudades de Grecia en la
época clásica, estaba fundam entalm ente ausente de Alejandría. De
form a sugerente, la capital lágida fue al m ism o tiem po el es-
cenario del ep isod io m ás fecundo en la historia de la tecnología
antigua: el M useo alejandrino fue el progenitor de casi todas
las p ocas in novaciones sign ificativas del m undo clásico, y su
p en sio n ista C tesibio fu e uno de los escasos inventores notables
de la Antigüedad. Pero in clu so en este ca so el principal m otivo
de la m onarquía al fundar el M useo y prom over sus investiga-
cion es fue la búsqueda de m ejoras m ilitares y m ecánicas y no de
instru m en tos econ óm icos o que sirvieran para ahorrar trabajo,
y la m ayor parte de las actividades del M useo reflejaban este
enfoqu e singular. Los im perios helen ísticos —m ezclas eclécti-
cas de form as griegas y orien tales— extendieron el espacio de
la civilización urbana de la Antigüedad clásica diluyendo su
sustancia, pero fueron incapaces, por esa m ism a razón, de su-
E l m undo h elen ístico 47

perar sus lim itaciones autóctonas12. A partir del año 200 a. C.,
el poderío im perial de Rom a avanzaba a sus expensas hacia el
este, y a m ediados del siglo II sus legiones habían derribado
todas las barreras de resisten cia en el Oriente. Sim bólicam en-
te, Pérgamo fue el prim er reino h elenístico que se incorporó al
nuevo Im perio rom ano cuando su últim o soberano atálida dis-
puso de él, según su voluntad, com o ofrenda a la Ciudad Eterna.

12 El sincretismo de los Estados helenísticos no justifica los ditirambos


de Heichelheim, para quien representan «milagros de organización eco-
nómica y administrativa», cuya absurda destrucción por una Roma bár-
bara detuvo la historia durante los próximos mil quinientos años. Véase
An ancient economic history, vo l. III, pp. 185-6, 206-7. Rostovtsev es algo
más comedido, pero también aventura el juicio de que la conquista ro-
mana del Mediterráneo oriental fue un lamentable desastre que lo des-
integró y lo «deshelenizó», com prom etiendo «antinaturalmente» la integridad
de la misma civilización romana: The social and economic history of
the H ellenistic world, vol. II , pp. 70-3. Los antepasados lejanos de estas
actitudes se remontan, desde luego, a Winckelmann y al culto a Grecia
de la Ilustración alemana, cuando tenían alguna importancia intelectual.
4. ROMA

El auge de Rom a representó un nuevo ciclo d e la expansión


urbano-im perial, que significó n o sólo un desplazam iento geo-
gráfico del centro de gravedad del m undo antiguo hacia Italia,
sino un desarrollo socioecon óm ico del m odo de producción ini-
ciado en Grecia que hizo posible un dinam ism o m ucho m ayor
y m ás duradero que el producido en la época h elenística. Los
prim eros pasos de la R epública rom ana siguieron el curso n or-
mal de cualquier ciudad-E stado clásica en su fase de ascensión:
guerras locales con las ciudades rivales, anexión de tierras, so-
m etim iento de los «aliados», fundación de colonias. Sin em bar-
go, en un aspecto fundam ental, el expansionism o rom ano se
d istin guió desde el com ienzo de la experiencia griega. La evo-
lución con stitucion al de la ciudad conservó el poder político
aristocrático hasta la m ism a fase clásica de su civilización ur-
bana. La m onarquía arcaica fue derrocada p or una nobleza en
la prim erísim a fase de su existencia, a finales del siglo VI a. C.,
en un cam bio estrictam en te com parable al m od elo helénico.
Pero a partir de entonces, y a diferencia de las ciudades grie-
gas, Rom a nunca conoció las sacudidas del gobierno de los ti-
ranos que rom pieran el predom inio de la aristocracia y condu-
jeran a una p osterior dem ocratización de la ciudad, basada en
una firm e agricultura de pequeños y m edianos propietarios. En
lugar de ello, una nobleza hereditaria m antuvo in tacto su poder
por m edio de una con stitu ción civil extrem adam ente com pleja,
que sufrió im portantes m odificaciones populares en el trans-
curso de una prolongada y feroz lucha social dentro de la ciu-
dad, pero que nunca fue abrogada ni sustituida. La R epública
estuvo dom inada por el Senado, que, a su vez, estu v o controla-
do durante los dos prim eros siglos de su existencia por un
pequeño grupo de. clanes patricios. La pertenencia al Senado,
al que se accedía por cooptación, era vitalicia. Los m agistrados
anuales, a cuya cabeza estaban los dos cónsules, eran elegidos
por las «asam bleas del pueblo», que com prendían a todos los
ciudadanos de Roma, aunque organizados en unidades «centu-
R om a 49

riadas» de p eso desigual para garantizar una m ayoría de las


clases poseedoras. Los consulados eran los cargos ejecutivos
suprem os del E stado y estuvieron legalm ente m onopolizados
hasta el año 366 a. C. por el orden cerrado de lo s patricios.
E sta estructura prim igenia encarnaba el dom inio político
de la pura y sim ple aristocracia tradicional. Posteriorm en te fue
m odificada y transform ada en dos aspectos im portantes, tras
las sucesivas luchas que originaron el equivalente rom ano m ás
cercano a las fases griegas de «tiranía» y «dem ocracia», pero
que en cada ocasión se quedaron radicalm ente cortas respecto
al desenlace final de Grecia. Ante todo, los «plebeyos» recién
enriquecidos obligaron a la nobleza «patricia» a concederles el
acceso a uno de los dos consulados anuales a partir del año
366 a. C., aunque sólo cerca de doscientos años después, en
el 172 a. C., am bos cón su les fueron plebeyos por vez prim era.
E ste cam bio len to condujo a una am pliación en la com posición
del m ism o Senado, porque los antiguos cónsules pasaban a ser
autom áticam ente senadores. El resultado de ello fue la form a-
ción social de una am p lia nobleza, que incluía tanto a fam ilias
«patricias» com o a «plebeyas», y no el derrocam iento político
del sistem a de gobierno aristocrático, com o había ocurrido en
G recia durante la época de los tiranos. Cronológica y sociológi-
cam ente superpu esta a esta pugna entre los estratos m ás ricos
de la R epública tuvo lugar una lucha de las clases m ás pobres
pa r a con seguir m ayores derechos dentro de ella. La presión de
estas clases d esem b ocó m uy pronto en la creación del tribuna-
do de la plebe, rep resen tación corporativa de las m asas popu-
lares de ciudadanos. Los tribunos eran elegidos todos los años
por una asam blea de «tribus» que, a d iferencia de la asam blea
«centuriada», fue en principio genuinam ente igualitaria. Las
«tribus» eran realm ente territoriales, com o en la Grecia arcai-
ca, y no division es de la población en razón del parentesco;
había cuatro en la propia ciudad y 17 fuera de ella (lo que es
un índ ice del grado de urbanización de la época). El tribunado
form aba un organism o ejecu tivo secundario y paralelo, d esti-
nado a proteger a los pobres contra la opresión de los ricos.
F inalm ente, a p rin cipios del s ig lo I I I , las asam bleas tribales
que elegían a lo s tribunos obtuvieron derechos legislativos, y
los m ism os tribunos consiguieron el derecho nom inal de veto
sobre los actos de los cón sules y los decretos del Senado.
El sen tid o de esta evolu ción correspondía al p roceso que ya
había conducido a la p olis dem ocrática de Grecia. Pero el pro-
ceso se detuvo, tam bién en esta ocasión, antes de que llegara
50 La antigü edad clásica

a am enazar con una nueva constitu ción política para la ciudad.


El tribunado y la asam blea tribal se añadieron sim plem ente a
las institucion es centrales ya existen tes del Senado, los consu -
lados y la asam blea centuriada. Así, no entrañaron una aboli-
ción interna del com plejo oligárquico de poder que dirigía a la
República, sino unos añadidos exteriores cuya im portancia prác-
tica fue con frecuencia m ucho m enor que su potencial form al.
En efecto, la lucha de las clases m ás pobres fue dirigida gene-
ralm ente por plebeyos ricos, que se hacían cam peones de la
causa popular para defender sus propios intereses de arribis-
tas, y esto continuó siendo verdad incluso después de que los
nuevos ricos hubieran conseguido el acceso al propio orden
senatorial. Los tribunos, que n orm alm ente eran hom bres de con-
siderable fortuna, se convertían así durante largos períodos en
instrum entos dóciles del Senado1 . La suprem acía aristocrática
dentro de la R epública no recibió ninguna fuerte sacudida; sim -
plem ente, una plutocracia de ricos engrosó las filas de una no-
bleza de nacim iento, utilizando am bas unos am plios sistem as
de «clientelism o» para asegurarse el com placiente seguidism o
de las m asas urbanas y prodigando el soborno habitual para
garan tizar la elección a las m agistraturas anuales a través de
la asam blea centuriada. La R epública rom ana m antuvo, pues,
el dom inio oligárquico tradicional, por m edio de una com pleja
constitución , hasta la época clásica de su historia.
La resultante estructura social de los ciudadanos rom anos
fue, por tanto, inevitablem ente d istinta de la que había carac-
terizado a la Grecia clásica. La nobleza p a tr icia . había luchado
desde m uy pronto para concentrar en sus m anos la propiedad
de la tierra, reduciendo a los cam pesinos libres m ás pobres a
la servidum bre por deudas (com o en Grecia) y apropiándose
el ager publicus o tierras com unales que éstos utilizaban para
p astos y cultivos. La tendencia a reducir al cam pesinado, por
m edio de la servidum bre por deudas, a la condición de arren-
datarios dependientes fue detenida, aunque persistiera el pro-
blem a de las d e u d a s2, pero no lo fue la expropiación del ager

1 P. A. Brunt, Social conflicts in the R om an Republic, Londres, 1971,


páginas 58, 66-7. Este librito es un análisis magistral de las luchas de
clases durante la República a la luz de la moderna investigación histórica.
2 Brunt, Social conflicts in the R om an Republic, pp. 55-7. La institu-
ción legal de la servidumbre por deudas —el nexum— fue abolida en el
año 326 a. C. Brunt quizá minimiza un poco las consecuencias de esta
abolición al insistir en el hecho de que el nexum pudo resucitar des-
pués en otras versiones de carácter informal. La historia de la formación
social romana habría sido ciertamente muy distinta si durante la Repú-
R om a 51

publicus ni la d e p r e s ió n d e los pequeños y m edianos agriculto-


res. Para estabilizar la propiedad rural de los ciudadanos ordi-
n a n o s de R om a no se produjo ninguna insurrección económ ica
o p olítica com parable a la que había ocurrido en Atenas o, de
form a diferente, en Esparta. Cuando, finalm ente, los Gracos in-
tentaron seguir el cam ino de Solón y P isístrato era ya dema-
siado tarde. Por entonces —sig lo II a. C.— se necesitaban m e-
didas. m ucho m ás radicales que las adoptadas en Atenas para
salvar la situación de los pobres —nada m enos que una redis-
tribución de la tierra, exigida por los herm anos Graco— con la
posibilidad tanto m enor de que pudieran llevarse a cabo con-
tra la op osición aristocrática. De hecho, en la R epública roma-
na nunca tuvo lugar una reform a agraria duradera o sustan-
cial, a pesar de la con stante agitación y turbulencia en torno
a esta cu estión durante la época final de su existencia. El do-
m in io p olítico de la nobleza bloqueó todos los esfuerzos que
se hicieron para invertir la incesan te polarización social de la
propiedad de la tierra. El resultado fue la continua erosión de
la clase de agricultores m odestos que había constituido el es-
queleto de la polis griega. El equivalente rom ano de la catego-
ría de los h oplitas —hom bres que podían equiparse a sí mis-
m os con las arm aduras y arm as necesarias para el servicio de
infantería en las legiones— eran los assidui, es decir, «los.
asentados en la tierra», que poseían l o s necesarios requisitos
de propiedad para portar sus propias armas. Por debajo de
ellos estaban los proletarii, ciudadanos sin propiedades, cuyo
único servicio al E stad o consistía sim plem ente en tener hijos
( proles) . La creciente m onopolización de la tierra por la aris-
tocracia se tradujo, pues, en un continuo descenso del número
de assidui y en un inexorable aum ento en la extensión de la
clase de los proletarii. Por otra parte, el expansionism o m ili-
tar de R om a tam bién tendió a reducir las filas de los assidui,
de las que procedían los soldados y las bajas en los ejércitos
que lo llevaban a cabo. A consecu en cia de tod o esto, h acia fi-
nales del sig lo III a. C., los proleta rii ya constituían probable-
m ente la m ayoría absoluta de los ciudadanos y fue preciso
llam arlos para c o n te n e r la am enaza de la invasión de Italia por

blica se hubiera consolidado un campesinado jurídicamente dependiente


bajo una clase social de terratenientes. De hecho, el endeudamiento rural
condujo a la concentración de la propiedad agrícola en manos de la no-
bleza, pero no a una fuerza laboral adscrita al suelo y puesta a su dis-
posición. La esclavitud habría de proporcionar la mano de obra para sus
fincas, produciendo una configuración social muy diferente.
52 La a n tigü edad clásica

Aníbal; m ientras los r equisit os de p ropiedad de lo s a s s idui se


reducían a la m itad, hasta que en el siglo siguiente aquéllos des-
cendieron por debajo del m ínim o de su b siste n c ia 3.
Los pequeños propietarios nunca desaparecieron por com -
pleto en Italia, pero fueron alejados progresivam ente hacia los
rincones m ás rem otos y precarios del país, hacia las regiones
pantanosas o m ontañosas que no atraían a los grandes propie-
tarios. Así, la estru ctura del sistem a p o lítico rom ano en la
época republicana acab ó diferenciándose profundam ente d e
todo precedente griego, porque m ientras el cam po se llenaba
de grandes dom inios nobiliarios, la ciudad se poblaba de una
m asa proletarizada, desprovista de tierras o de cualquier ot ra
propiedad. E sta am plia y desesperada subclase, una vez com -
pletam ente urbanizada, perdió toda voluntad de retornar a la
condición del pequeño propietario y pudo ser m anipulada con
frecuencia por las cam arillas aristocráticas contra los proyec-
tos de reform a agraria apoyados por los agricultores a s s i d u i 4.
Su p osición estratégica en la capital de un im perio en expan-
sión obligó, en últim o térm ino, a la clase dirigente rom ana a
pacificar sus inm ediatos intereses m ateriales por m edio de dis-
tribuciones públicas de grano. E sos repartos fueron, en rea-
lidad, el m ezquino sustituto de la distribución de la tierra,
que nunca tuvo lugar. Para la oligarquía senatorial que contro-
laba la R epública era preferible un proletariado pasivo y con-
sum ista a un cam pesino recalcitrante y productivo.
Ahora ya es posible analizar las repercusiones que esta con-
figuración social tuvo sobre el curso esp ecífico del expansio-
nism o rom ano. El desarrollo del poderío civil rom ano se d istin-
guió de los ejem plos griegos en dos aspectos fundam entales,
directam ente relacionados am bos con la estructura interna de
la ciudad. En prim er lugar, Rom a se m ostró capaz de am pliar

3 Brunt, Social conflicts in the Rom an Republic, pp. 13-4 . Incluso des-
pués de que Mario aboliera los requisitos de propiedad para la conscrip-
ción, las legiones continuaron teniendo una com posición mayoritariamen-
te rural. Brunt: «The army and the land in the Roman Revolution», The
Journal of Rom an Studies, 1962, p. 74.
4 Tiberio Graco, tribuno defensor de una Lex Agraria, denunció el
empobrecimiento de los pequeños propietarios: «Los hombres que lu-
chan y mueren por Italia comparten su aire y su luz, pero nada más [. . . ]
Luchan y mueren para mantener la riqueza y los lujos de otros, y aun-
que reciben el título de dueños del mundo, no tienen ni un simple pe-
dazo de tierra que sea suyo». (Plutarco, T iberius and Caius Gracchus,
IX, 5). Tiberio Graco, ídolo del pequeño campesinado, fue linchado por
una multitud urbana inflamada contra él por los patronos senatoriales.
R om a 53

su prop io sistem a p o lítico para in clu ir a las ciudades italianas


que subyugó en e l transcurso de su expan sión peninsular. A di-
ferencia de A tenas, R om a exigió a sus aliados, desde el princi-
pio, soldad os para su s ejército s y n o dinero para su tesoro, con
lo que aliviaba el p eso de su dom inio en tiem pos de paz y los
ataba firm em en te a ella en tiem p os de guerra. E n esto, Rom a
siguió el ejem p lo de E sparta, aunque su control m ilitar cen-
tralizado sobre las tropas aliadas fue siem pre m ucho mayor.
Pero, adem ás, R om a fu e capaz de conseguir q u e estos aliados
se integraran en su propio sistem a p o lítico de una form a a la
que nunca pudo aspirar ninguna ciudad griega. Lo que perm itió
este h ech o fue la peculiar estru ctu ra social de Roma. Incluso
la m ás oligárquica de las po leis griegas de la época clásica esta-
b a basada fundam entalm ente en una cla se m edia de ciudada-
n os propietarios que hacía im p osib les las extrem as disparida-
des econ óm icas en tre ricos y pobres dentro de Ia ciudad. El
autoritarism o p o lítico de E sparta — caso ejem plar de la oligar-
quía helénica— no sign ificó un a polarización de clases en tre
lo s ciudadanos, sin o que, com o ya hem os visto, fue acom paña-
do en la época clásica de un señalado igu alitarism o económ ico,
que prob ablem en te incluía la co n cesió n a todos los espartanos
de propiedades estatales inalienables, precisam ente para salvar
a lo s h oplitas del tipo de «proletarización» que sufrieron en
R o m a 5. La polis clásica de G recia conservó, cualquiera que

5 La decadencia de Esparta tras la guerra del Peloponeso fue acompa-


ñada, por el contrario, de un enorme abismo económ ico entre los ciuda-
danos ricos y los empobrecidos, en el marco de una contracción demo-
gráfica y una desmoralización política. Pero las tradiciones de igualdad
marcial se mantuvieron tan intensa y profundam ente que en el sig lo II
antes de Cristo, en el m ism o punto final de su historia, Esparta presen-
ció los sorprendentes episodios de los reyes radicales Agis II, Cleó-
menes III y, sobre todo, Nabis. El programa social de Nabis para la
reactivación de Esparta incluía el exilio de los nobles, la abolición del
eforado, la concesión de ciudadanía a los súbditos locales, la emanci-
pación de los esclavos y la distribución a los pobres de las tierras con-
fiscadas. Era probablem ente el conjunto de medidas revolucionarias más
coherente y de más amplio alcance jam ás formulado en la Antigüedad.
Esta últim a explosión de la vitalidad política helénica se oculta con de-
masiada frecuencia com o si se tratara de una posdata aberrante o margi-
nal a la Grecia clásica. En realidad, arroja una reveladora y retrospec-
tiva luz sobre la naturaleza del sistem a político espartano en el mom ento
de su esplendor. En una de las confrontaciones más dramáticas de la
Antigüedad, en el punto exacto de la intersección entre el eclipse de Gre-
cia y la ascensión de Roma, Nabis se enfrentó a Quinto Flaminio —jefe
de los ejércitos enviados para extirpar el ejem plo de la subversión es-
partana— con estas significativas palabras: «No exijáis que Esparta se
pliegue a vuestras propias leyes e instituciones [...] V osotros escogéis vues-
54 La antigüedad clásica

fuese su grado relativo de dem ocracia y oligarquía, una unidad


cívica enraizada en la propiedad rural de su inm ediata vecin-
dad; por esta m ism a razón, la polis griega era territorialm en-
te inelástica e incapaz de extenderse sin perder su propia iden-
tidad. La constitu ción rom ana, por el contrario, no era sólo
form alm ente oligárquica, sino que su contenido era m ucho
m ás profundam ente aristocrático, porque se basaba en una
estratificación ecón om ica de la sociedad rom ana de un orden
com pletam ente distinto. E sto hizo p osible la am pliación de la
ciudadanía rom ana a las clases dirigentes sim ilares de las ciu-
dades aliadas de Italia, que eran socialm ente análogas a la m is-
ma nobleza rom ana y se habían beneficiado de las conquistas
ultram arinas de Rom a. Las ciudades italianas se rebelaron fi-
nalm ente contra Rom a en el año 91 a. C., cuando fue rechazada
su petición de ciudadanía rom ana, algo que ningún aliado de
Atenas o de Esparta había pedido jam ás. Pero incluso en esta
ocasión, el objetivo de su guerra fue un E stado peninsular ita-
liano con una capital y un Senado, en consciente im itación del
orden unitario rom ano, y no una vuelta a las dispersas inde-
pendencias m u n icip a les6. La rebelión italiana fue sofocada m i-
litarm ente en la larga y encarnizada lucha de la llam ada guerra
social. Pero en m edio del p osterior torbellino de las guerras
civiles dentro de la R epública, entre las facciones de Mario y
Sila, el Senado pudo conceder las reivindicaciones políticas
básicas de los aliados, porque el carácter de la clase dirigente
rom ana y de su C onstitución facilitaban una am pliación viable
de la ciudadanía a las otras ciudades italianas, gobernadas por
un patriciado urbano de carácter sim ilar al de la clase sena-
torial, con la riqueza y el oció necesarios para participar, in-
clu so desde lejos, en el sistem a p olítico de la R epública. La
nobleza italiana no satisfizo de form a inm ediata todas sus as-
piraciones políticas de cargos centrales en el E stado rom ano y,

tra caballería e infantería de acuerdo con sus requisitos de propiedad


y deseáis que unos pocos sobresalgan en riqueza y que las gentes del
común estén som etidas a ellos. Nuestro legislador no quiso que el Es-
tado estuviera en manos de unos pocos, a quienes vosotros llamáis Se-
nado, ni que ninguna clase tuviera supremacía en el Estado. Nuestro
legislador creía que por la igualdad de fortuna y de dignidad habría
muchos que empuñarían las armas por su país» (Livio, H istories, xxxiv,
xxxi, 17-18).
6 P. A. Brunt, «Itálian aims at the time of the Social War», The Jour-
nal of R om an Studies, 1965, pp. 90-109. Brunt cree que el siglo de paz
en Italia tras la derrota de Aníbal fue una de las razones que convencie-
ron a los aliados de las ventajas de la unidad política.
R om a 55

tras la concesión de la ciudadanía, sus ulteriores am biciones


habrían de constitu ir una poderosa fuerza para las transform a-
ciones sociales de una época posterior. Pero su integración
política representó, a pesar de todo, un paso decisivo en la fu-
tura estructura de todo el Im perio rom ano. La relativa flexibi-
lidad institucional que esa integración dem ostraba dio a Roma
una ventaja notable en su ascensión im perial, porque con ella
se evitaron los dos polos entre los que se había dividido y hun-
dido la expansión griega: el cierre prem aturo e im potente de
la ciudad-Estado o el m eteórico triunfalism o m onárquico efec-
tuado a costa de ella. La fórm ula política de la República de
Rom a representó un avance notable en eficacia relativa.
Con todo, la innovación decisiva de la expansión de Roma
fue en ú ltim o térm ino económ ica, y con sistió en la introduc-
ción, p o r v ez prim era en la Antigüedad, de los grandes latifun-
dios esc lavistas. Como ya hem os señalado, la agricultura griega
utilizó am pliam ente a los esclavos, pero estuvo lim itada a zo-
nas pequeñas, con una población escasa, debido a que la civi-
lización griega siem pre tuvo un carácter precariam ente costero
e insular. Además, y sobre todo, las fincas del Atica o M esenia
cultivadas por esclavos siem pre tuvieron una extensión muy
m odesta, quizá de una m edia situada entre 12 y 24 hectáreas,
com o m ucho. E ste m odelo rural estaba ligado, naturalm ente,
a la estructura social de la polis griega, que carecía de gran-
des concentraciones de riqueza. La civilización helenística ha-
bía conocido, por el contrario, enorm es concentraciones de
tierras en m anos de las dinastías y de la nobleza, pero no una
esclavitud agrícola generalizada. La R epública rom ana fue la
prim era que unió a la gran propiedad agraria el trabajo de
esclavos en el cam po a gran escala. La aparición de la esclavi-
tud co m o m odo organizado de producción inauguró, com o ya
había sucedido en Grecia, la época clásica propiam ente dicha
de la civilización rom ana, el apogeo de su poderío y de su cul-
tura. Pero si b ien en Grecia había coincidido con la estabili-
zación de las pequeñas fincas y de un cuerpo com pacto de ciu-
dadanos, en Rom a quedó sistem atizada por una aristocracia
urbana que gozaba ya del dom inio social y económ ico de la
ciudad. El resultado de ello fue la nueva in stitu ción rural del
gran latifundio esclavista. La m ano de obra utilizada en estas
enorm es propiedades, que surgieron a partir de finales del si-
glo III, fue sum inistrada por la esp ectacu lar serie de campañas
que dieron a Roma el dom inio del m undo m editerráneo: las
guerras púnicas y m acedónicas, las guerras contra Yugurta y
56 La a n tigü edad clásica

M itrídates y la guerra de las Galias, que colm aron a Italia de


m ilitares cautivos en beneficio de la clase dirigente. Al m ism o
tiem po, las feroces y sucesivas batallas que tuvieron lugar en
el m ism o suelo de la península —las guerras de Aníbal y las
guerras social y civil— pusieron bajo el control de la oligarquía
senatorial o de sus facciones victoriosas grandes territorios ex-
propiados a las víctim as derrotadas en otros con flictos, de for-
ma especial en el sur de Ita lia 7. Por otra parte. esas m ism as
guerras en el exterior y en el interior acentuaron dram ática-
m ente la decadencia del cam pesinado rom ano, que en otros
tiem pos había con stitu ido la sólida base de p equeños propie-
tarios de la pirám ide social de la ciudad. La continua situación
de guerra entrañaba una m ovilización sin fin. Los ciudadanos
assidui, llam ados años tras año a la legión, caían a m illares bajo
sus banderas, m ientras que los supervivientes eran incapaces
de conservar sus tierras, absorbidas de form a crecien te p or la
nobleza. D esde el año 200 al 167 a. C., el 10 p or cien to o m ás
de todos los hom bres libres y adultos de Rom a estuvieron alis-
tados perm anentem ente en el ejército. E ste gigantesco esfu er-
zo m ilitar sólo era posible porque la econom ía civil en la que
se apoyaba podía funcionar hasta ese punto gracias al trabajo
de los esclavos, que liberaba las correspondientes reservas de
m ano de obra para los ejércitos de la R ep ú b lica 8. A su vez, las
guerras victoriosas proporcionaban m ás cautivos-esclavos para
enviar a las ciudades y las fincas de Italia.
El resultado final de todo ello fue la aparición de unas pro-
piedades agrarias, de una inm ensidad hasta en ton ces descono-
cida, cultivadas por esclavos. En el s ig lo I a. C., lo s nobles
m ás poderosos, com o Lucio D om icio Ahenobarbo, podían po-
seer m ás de 80.000 hectáreas. E stos latifundios representaban
un nuevo fenóm eno social que transform ó el cam po italiano.
Como es natural, los latifundios no form aban necesaria e inva-
riablem ente bloques com pactos de tierra, cultivados com o uni-
dades sin g u la r e s9. El caso característico era que lo s latifundis-

7 Donde estaban concentrados los dos enemigos más irreconciliables


de Roma durante las guerras contra Aníbal y la guerra social: los sam-
nitas y los lucanos.
8 P. A. Brunt, Italian m anpower, 225 b. C.-a. D. 14, Oxford, 1971, p. 426.
9 Esto también sucedía en todo el Imperio, incluso después de que
se hicieran más frecuentes los bloques concentrados de tierras, agrupa-
dos en massae. La incapacidad para comprender este aspecto fundamen-
tal del latifundismo romano ha sido relativamente común. Un ejem plo
reciente es el principal estudio ruso sobre el Im perio tardío: E. M. Shtaer-
R om a 57

tas poseyeran u n gran núm ero de fin cas o villae de m ediana


extensión, a veces contiguos, pero quizá en otras tantas ocasio-
nes distrib uidos p or todo el país y planificados de tal m odo
que varios adm inistradores y agentes ejercieran una vigilancia
óptim a. Pero in clu so esta s propiedades dispersas eran m ucho
m ás exten sas que sus predecesoras griegas y con frecuencia su-
peraban las 120 hectáreas (500 iugera) de extensión, m ientras
que las fincas concentradas, co m o la sed e de Plinio el Joven
en Toscana, podían alcanzar o superar las 1.200 h e c tá r e a s10. El
auge de los latifu nd ios italianos condujo a una gran extensión
de los ranchos ganaderos y a la com binación del cultivo de
vino y aceituna con el de lo s cereales. El in flu jo del trabajo
esclavo era tan grande que a finales de la R epública no sólo
la agricultura italiana dependía de él, sino que había invadido
tam bién la m ayor parte del com ercio y la industria hasta el
punto de que quizá el 90 por ciento de los artesanos de Rom a
eran de origen escla vo 11. La naturaleza de la gigantesca sacudida
social que entrañó la expansión im perial de R om a y la básica
fuerza m o triz que la sostu vo pueden apreciarse a partir de la
profunda transform ación dem ográfica qu e acarreó. Brunt calcu-
la que en el año 225 a. C. había en Italia unos 4.400.000 perso-
nas libres fren te a 600.000 esclavos; en el año 43 a. C. había
quizá alrededor de 4.500.000 habitan tes libres frente a 3.000.000
de esclavos, e inclu so es p osib le que se experim entara un d es-

m an, K rizis R abovladel’cheskovo Stroia v Z padnij P rovintsiaj R im skoi


Im perii, Moscú, 1957. Todo el análisis de Shtaerman sobre la historia
social del siglo III se basa en uña contraposición irreal entre la villa de
mediana extensión y e l gra n latifundium ; a la primera la denomina «la
forma de propiedad antigua» y la identifica con las oligarquías munici-
pales de la época, y al segundo lo convierte en un fenómeno «proto-
feudal», característico de una aristocracia extramunicipal. Véase K rizis
R abovladel’cheskovo Stroia, pp. 34-45, 116-7. En realidad, los latifundia
siempre estuvieron com puestos principalm ente de villae, y las lim itacio-
nes «municipales» sobre la propiedad de la tierra nunca tuvieron gran
importancia; por el contrario, los saltus o fincas extraterritoriales, si-
tuadas fuera de los lím ites municipales, representaron siempre, proba-
blem ente, una proporción insignificante de todo el territorio imperial.
(Para esto último, en lo que Shtaerman pone un énfasis exagerado, véase
Jones, The later R om an E m pire, I I , pp. 712-3.)
10 Véase K. D. White, «Latifundia», B ulletin of the In stitu te of Classi-
cal Studies, 1967, núm. 14, pp. 76-7. White insiste en que los latifundios
podían ser o bien fin cas mixtas en gran escala, como la de Plinio en
Toscana, o ranchos para la ganadería. Estas últim as fueron más fre-
cuentes en el sur de Italia, mientras las primeras lo fueron en las tierras
más fértiles del centro y el norte
11 Brunt, Social conflicts in the R om an Republic, pp. 34-5.
58 La an tigü edad clásica

censo neto en la población libre m ientras se quintuplicaba la


población esclava12. En el m undo antiguo nunca se había visto
nada sem ejante. El poten cial pleno del m odo de producción
esclavista se desplegó por vez prim era en R om a, que lo organi-
zó y lo llevó a la con clusión lógica que Grecia nunca había
experim entado. El m ilitarism o depredador de la República ro-
m ana fue su principal palanca de acum ulación económ ica. La
guerra aportó tierras, tributos y esclavos; los esclavos, los tri-
butos y las tierras proporcionaron el m aterial para la guerra.
Pero la trascendencia h istórica de las conquistas rom anas
en la cuenca m editerránea no puede reducirse en m odo alguno
a las fortunas espectaculares de la oligarquía senatorial. El
avance de las legiones realizó en el conjunto de la historia de
la Antigüedad un cam bio m ucho m ás profundo que ése. El
poderío de Rom a integró al M editerráneo occidental y a su
hinterland del norte en el m undo clásico. E sta fue la decisiva
realización de la R epública que, a diferencia de sus cautelas
diplom áticas en Oriente, dirigió desde el principio su fuerza
anexionista fundam entalm ente hacia Occidente. La expansión
colonial griega en el M editerráneo oriental, com o hem os visto,
adoptó la form a de una p roliferación de fundaciones urbanas,
creadas en prim er lugar desde arriba por los m ism os sobera-
nos de M acedonia e im itados enseguida desde abajo por los
terraten ien tes lócales de la zona, y todo esto acaecía en una zona
con una previa historia, extraordinariam ente larga, de civiliza-
ción desarrollada, que se rem ontaba m ucho m ás allá que la de
la m ism a Grecia. La expansión colonial rom ana en el M edite-
rráneo occidental tuvo un con texto y un carácter básicam ente
d istinto. H ispania y la Galia —y m ás tarde el N órico, la Recia
y B ritania— eran tierras rem otas y prim itivas, pobladas por
com unidades tribales celtas y m uchas de ellas sin ningún con-
tacto h istórico con el m undo clásico. Su integración en él plan-
teaba problem as de un orden com pletam ente distin to al de la
helenización del O riente Próxim o, porque estas tierras no sólo
estaban atrasadas social y culturalm ente, sino que representa-
ban, adem ás, zonas in teriores de un tipo que la Antigüedad clá-
sica nunca había sido capaz h asta entonces de organizar eco-

12 Brunt, Ita lian m anpow er, pp. 121-5, 131. Para la enorme magnitud
del tesoro que la clase dirigente romana saqueó en el extranjero, aparte
de la acumulación de esclavos, véase A. H. M. Jones, «Rome», Troisième
Conference Internationale d ’H istoire Econom ique (Munich, 1965), 3, París,
1970, pp. 81-2. Esta ponencia versa sobre el carácter económico del im-
perialism o romano.
R om a 59

nóm icam ente. La m atriz prim igenia de la ciudad-Estado fue la


estrecha franja del litoral y el m ar, y la Grecia clásica nunca
la abandonó. La época helenística había conocido la urbaniza-
ción intensiva de Jas culturas ribereñas del Oriente Próximo,
basadas desde hacía m ucho tiem po en los regadíos fluviales y
reorientadas ahora parcialm ente hacia el mar (m odificación
sim bolizada por el cam bio de M enfis a Alejandría). Pero el de-
sierto com enzaba inm ediatam ente detrás de toda la línea cos-
tera del sur y el este del M editerráneo, de tal form a que la
profundidad de la colonización nunca fue muy grande en Áfri-
ca del Norte ni en el Oriente. El M editerráneo occidental no
ofrecía, sin em bargo, ni un litoral ni un sistem a de regadíos
a las nuevas fronteras de Roma. Aquí, por vez prim era, la An-
tigüedad clásica se enfrentaba a grandes exten siones del inte-
rior, desprovistas de una previa civilización urbana. La ciudad-
Estado romana, que había desarrollado el latifundio rural
esclavista, fue la que se m ostró capaz de dom inar esas tierras.
Las rutas fluviales de H ispania y la Galia fueron testigos de esta
penetración. Pero el ím petu irresistible que llevó a las legiones
hasta el Tajo, el Loira, el Tám esis y el Rin fue el del m odo de
producción esclavista plenam ente im plantado en el cam po, sin
ningún lím ite ni im pedim ento. En esta época fue cuando se re-
gistró probablem ente el m ayor avance de la Antigüedad clásica
en el ám bito de la tecnología agraria: el descubrim iento del
m olino giratorio para m oler el grano cuyos prim eros testim o-
nios, en sus dos form as principales, se encuentran en Italia y
España a m ediados del siglo II a. C . 13, coetáneos de la expan-
sión rom ana en el M editerráneo occidental y sím b olos de su
dinam ism o rural. El éxito en la organización de la producción
agrícola a gran escala por m ano de obra esclava fue la con-
dición previa de la conquista y la colonización perm anentes de
los grandes hinterlands del oeste y el norte. H ispania y la Galia
fueron, junto a Ita lia , las provincias rom anas m ás profunda-
m ente m arcadas por la esclavitu d h asta el definitivo final del
Im perio14. El com ercio griego había penetrado en Oriente; la

13 L. A. Moritz, Grain-mills and flour in classical Antiquity, Oxford,


1958, pp. 74, 105, 115-6.
14 Jones, «Slavery in the Ancient world», pp. 196, 198. Posteriormente,
Jones tendió a suprimir la Galia y a limitar las zonas de alta densidad
de esclavitud a Hispania e Italia: The later R om an Em pire, II, pp. 793-4.
Pero en realidad existen buenas razones para mantener su afirmación
original. A partir del primer período imperial, la Galia del sur estuvo
caracterizada por su cercanía a Italia en la estructura económica y so-
cial: Plinio la consideraba casi como una extensión de la península, Ita-

3
60 La a n tigü edad clásica

agricultura latina «abrió» Occidente. N aturalm ente, los rom a-


nos tam bién fundaron ciudades en el M editerráneo occidental
y, significativam ente, las construyeron a orillas de los ríos na-
vegables. La m ism a creación de una econom ía rural esclavista
dependía de la im plantación de una próspera red de ciudades
que representaran los puntos term inales de sus excedentes y su
principio estructural de articulación y control. En esta época
se construyeron Córdoba, Lyon, Am iens, Tréveris y cientos de
ciudades m ás. Su núm ero nunca igualó al de la sociedad del
M editerráneo oriental, m ucho m ás vieja y m ás densam ente po-
blada, pero fu e m uy superior al de las ciudades fundadas por
Roma en Oriente.
E fectivam ente, la expansión rom ana en la zona helen ística
siguió un curso m uy diferente al de su m odelo en las tierras
celtas de O ccidente. Durante m ucho tiem po fue m ás dubitativa
e incierta y se dirigió a bloquear las in tervenciones que pudie-
ran causar im portantes desequilibrios en el sistem a de E stados
vigente (Filipo V, Antíoco III) y a crear reinos clientes m ás que
provincias co n q u ista d a s15. Así, fue m uy significativo que in-
cluso después de la derrota del últim o gran ejército seléucida
en M agnesia, en el año 198, durante lo s cincuenta años siguien-
tes no se anexionara ningún territorio oriental y que Pérgam o
no pasara pacíficam ente a la adm inistración rom ana hasta el
año 129 a. C., gracias al testam ento de su leal m onarca m ás
que a una decisión senatorial y se convirtiera así en la prim era
provincia asiática del Im perio. A partir de entonces, cuando
Rom a se percató de las enorm es riquezas que estaban disponi-
bles en Oriente y los jefes m ilitares consiguieron m ayores po-
deres im periales en el extranjero —en el sig lo I a C.— , la agre-
sión se hizo m ás rápida y sistem ática. Pero los regím enes
republicanos adm inistraron generalm ente las rentables provin-
cias asiáticas, que sus generales arrebataban ahora a sus so-

lia verius quam provincia, «más Italia que provincia». La tesis de los
latifundios esclavistas en la Narbonense parece, por tanto, que no pre-
senta problemas. La Galia del norte, por el contrario, tenía un carácter
mucho más primitivo y estaba menos urbanizada. Pero fue aquí preci-
samente —en la región del Loira— donde estallarían durante el Imperio
tardío las grandes rebeliones de los bagaudes, descritas expresam ente
por sus contemporáneos como levantamientos de esclavos rurales (véase
página 102, n. 84). Parece lógico, por tanto, alinear toda la Galia, con Es-
paña e Italia, como una importante región de agricultura esclavista.
15 E. Badian, R om an im perialism in the late R epublic, Oxford, 1968,
páginas 2-12, compara con gran penetración la política romana en Orien-
te y Occidente.
R om a 61

beranos h elen ísticos, con un m ín im o de cam bio social o inter-


feren cia política, declarando haberlas «liberado» de sus
déspotas y con ten tán dose con los exuberantes ingresos fiscales
de la región. E n el M editerráneo orien tal n o se introdujo la e s-
clavitud agraria a gran escala y los n u m erosos prisioneros de
guerra h echos esclavos eran em barcados hacia O ccidente para
ser em pleados en la m ism a Italia. Los adm inistradores y aven-
tureros rom anos se apropiaron de las fincas de la m onarquía,
pero dejaron in tactos sus sistem as de trabajo. La principal
innovación del dom inio rom an o en Oriente tuvo lugar en las
ciudades griegas de la zona, en las que se im pusieron deter-
m inados requ isitos de propiedad para acceder a los cargos m u-
nicipales, con ob jeto de vincularlas m ás estrecham ente a las
norm as oligárquicas de la Ciudad E terna. En la práctica, este
hecho sólo dio una codificación jurídica al poder de facto de
los notab les locales que ya dom inaban esas ciudades16. César y
Augusto crearon en O riente un as pocas colonias urbanas, es-
pecíficam ente rom anas, para asen tar a proletarios y veteranos
latinos en Asia. Pero esta s colonias dejaron m uy p oco rastro.
Significativam ente, cuando se con struyó una nueva serie de ciu-
dades durante el principado (sobre tod o en la época de los An-
toninos) fu eron esen cialm en te fundaciones griegas, coheren-
tes con el previo carácter cultural de región. N unca hubo
ningún inten to de rom anizar las provincias orientales; quien
sufrió toda la carga de la latinización fue Occidente. La fron-
tera lin güística — que iba desde Iliria a la Cirenaica— delim i-
taba las dos zonas b ásicas del n uevo orden im perial.
La con qu ista rom ana del M editerráneo en los dos últim os
siglos de la R epública, y la trem enda expansión de la econom ía
senatorial que prom ovió, fue acom pañada en el interior de un
desarrollo su perestructural sin preceden tes en el m undo anti-
guo. Fue en este período, efectivam en te, cuando el derecho ci-
vil rom ano apareció en toda su unidad y singularidad. Desarro-
llado gradualm ente desd e el año 300 a. C., el sistem a legal
rom ano se preocupó esen cia lm en te de regular las relaciones
inform ales de con trato e in tercam b io en tre ciudadanos priva-
dos. Su orientación fundam ental se basaba en las transaccio-
nes económ icas — com pra, venta, alquiler, arrendam iento, he-
rencia, fianza— y en sus con com itan tes de tip o fam iliar, m a-
trim oniales o testam en tarios. Las relaciones públicas del ciu-
dadan o con el E stad o y la relación patriarcal del cabeza de fam i-

16 Jones, The G reek cities fro m Alexander to Justinian, pp. 51-8, 160.
62 La antigü edad clásica

lia con sus subordinados tenían una im portancia secundaria


respecto al desarrollo central de la teoría y la práctica legal;
las prim eras se consideraban dem asiado m udables para ser
objeto de una jurisprudencia sistem ática, m ientras que la se-
gunda abarcaba la m ayor parte del ám bito inferior del cri-
m en17. La verdadera im portancia de la jurisprudencia republi-
cana no ra d ica b a en ninguna de ellas. Lo que constituyó el
terreno peculiar de su notable avance no fue el derecho público
o crim inal, sino el derecho civil que regía los pleitos sobre la
propiedad entre las partes en litigio. El desarrollo de una teo-
ría legal de carácter general era com pletam ente nuevo en la
Antigüedad. E se desarrollo no fue una creación de funcionarios
estatales o de abogados en ejercicio, sino de juristas especiali-
zados y aristocráticos que perm anecían al m argen del proceso
de litigación y aportaban op in iones sobre cuestiones de prin-
cipio legal m ás que de asuntos de hecho a la judicatura que
veía los casos reales. Los juristas de la República, que ca-
recían de estatu s oficial, desarrollaron una serie de «figuras
contractuales» abstractas, aplicables al análisis de actos par-
ticulares de las relaciones com erciales y sociales. Su inclina-
ción intelectu al era m ás analítica que sistem ática, pero el re-
sultado acum ulativo de su trabajo fue la aparición, por vez pri-
m era en la historia, de u n cuerpo organizado de jurisprudencia
civil com o tal. El desarrollo econ óm ico del intercam bio m er-
cantil que acom pañó en Italia a la construcción del sistem a
im perial rom ano, basado en la utilización generalizada de la
esclavitud, encontró así su reflejo jurídico a finales de la Repú-
b lica en la creación de un derecho com ercial sin precedentes.
La decisiva y gran hazaña del nuevo derecho rom ano fue, pues,
com o era lógico, su descubrim iento del concepto de «propiedad
a b s o lu ta » o d o m in iu m ex iure Q uiritium 18. N ingún sistem a le-
gal anterior había conocido nunca la noción de una propiedad
privada sin restriccion es. En Grecia, en Persia o en Egipto, la
propiedad siem pre fue «relativa» o, dicho de otra form a, siem -
pre estuvo condicionada por los derechos superiores o colate-

17 Para un estudio claro sobre la aparición y la naturaleza de la juris-


prudencia de este período, véase F. H Lawson, «Roman Law», en J. P.
Balsdon (comp.) , The Romans, Londres, 1965, pp. 102-10 ss.
18 El mejor estudio moderno sobre el derecho romano da la debida
importancia a este hallazgo: H. F. Jolowicz, H istorical int roduction to
the stu dy of R om an Law, Cambridge, 1952, pp. 142-3, 426. La plena pro-
piedad privada era «quintari a» porque era un atributo de la ciudadanía
romana en cuanto tal: se trataba de una propiedad absoluta, pero no
universal.
R om a 63

rales de otras autoridades o partes, o bien por las obligaciones


respecto a ellas. La jurisprudencia rom ana fue la prim era que
em ancipó a la propiedad privada de toda lim itación extrínseca,
desarrollando la nueva distinción entre la m era «posesión» o
control fáctico de los bienes y la «propiedad» o título legal
absoluto sobre ellos. El derecho rom ano de propiedad —en el
que un sector m uy sustancial estaba destinado lógicam ente a
la propiedad de esclavos— representó la prístina destilación
conceptual de la producción com ercializada y del intercam bio
de m ercancías en e l m arco de un am plio sistem a de Estados
que había hecho posible el im perialism o republicano. Del m is-
m o m odo que la civilización griega fue la prim era en despren-
der el p olo absolu to de la «libertad» del continuo político de
condiciones y derechos relativos que siem pre había predom i-
nado antes de ella, así tam bién la civilización rom ana fue la
prim era en separar el color puro de la «propiedad» del espec-
tro econ óm ico de la p osesió n opaca e indeterm inada que la
había precedido. La propiedad quiritaria, la consum ación legal
de la extensiva econom ía esclavista de Rom a, significó un pun-
to de llegada trascendental, destinado a perdurar m ás allá del
m undo y la era que lo habían engendrado.
La R epública había conquistado para Rom a un im perio,
pero sus propias victorias la hicieron anacrónica. La oligarquía
de una sola ciudad n o podía m antener unido al M editerráneo
en un solo sistem a político: la m ism a m agnitud de su éxito
la había dejado pequeña. El ú ltim o siglo de conquistas repu-
blicanas, que llevaron a las legiones h asta el E ufrates y el ca-
nal de la Mancha, fu e acom pañado de vertiginosas tensiones
sociales dentro de la propia sociedad rom ana, resultado directo
de los m ism os triunfos obtenidos con regularidad en el extran-
jero. La agitación cam pesina en dem anda de tierras había sido
ahogada con la supresión de los Graco, pero reaparecía ahora,
dentro del propio ejército, adoptando form as nuevas y amena-
zadoras. La continua llam ada a filas había deb ilitad o y reducido
ininterrum pidam ente al conjunto de la clase de pequeños pro-
p ietarios, pero su s aspiraciones económ icas se m antuvieron y
encontraron ahora su expresión en las crecientes presiones rea-
lizadas a partir de la época de M ario en dem anda de concesio-
nes de tierra para los veteranos licenciados, am argados super-
vivientes de los deberes m ilitares que recaían con tanta fuerza
sobre el cam pesinado rom ano. La aristocracia senatorial se
había beneficiado enorm em ente del saqueo financiero del Me-
diterráneo que siguió a las progresivas anexiones realizadas por
64 La a n tigü edad clásica

Rom a, haciendo fortunas inm ensas en tributos, extorsiones, tie-


rras y esclavos, pero no tuvo ninguna preocupación por pro-
porcionar ni siquiera una m ódica com pensación a la tropa, cu-
yas batallas le habían procurado esas inauditas riquezas. Los
legionarios recibían una hum ilde paga y eran licenciados sin
contem placiones y sin ninguna recom pensa p or los largos pe-
ríodos de servicio en los que no sólo arriesgaban sus vidas,
sino que perdían tam bién con frecuencia sus propiedades. Ha-
berles pagado una prim a al licenciarlos habría significado es-
tablecer un im puesto —por m uy ligero que fuese— sobre las
clases poseedoras, cosa que la aristocracia dirigente se negó
a considerar. El resultado fue la creación de una tendencia in -
herente a los ejércitos del ú ltim o período de la R epública a
retirar su lealtad m ilitar del E stado y dirigirla hacia los gene-
rales v ictoriosos que podían garantizar a sus soldados, por su
poder personal, b otin es o donativos. E l vínculo entre el legio-
nario y el jefe m ilitar se hizo cada vez m ás parecido al que
existía entre patrón y cliente en la vida civil. A partir de la
época de M ario y Sila, los soldados m iraban a sus generales en
busca de recom pensas económ icas y los generales utilizaban a
sus soldados para su escalada política. Los ejércitos se convir-
tieron en instrum entos de los com andantes populares y las gue-
rras em pezaron a transform arse en aventuras privadas de los
cónsules am biciosos. Pom peyo, Craso y César determ inaron sus
propios planes estratégicos de conquista y agresión en Bitinia,
Partia y Galia19. Las rivalidades faccionales que tradicionalm en-
te habían dividido la p olítica m unicipal se transfirieron, por
consiguiente, al teatro m ilitar, m ucho m ás vasto que los e s-
trechos lím ites de Roma. La consecuencia inevitable habría de
ser la aparición de las grandes guerras civiles.
Al m ism o tiem po, si la m iseria cam pesina fue el subsuelo
del desorden y de la turbulencia m ilitar a finales de la Repú-
blica, la d ifícil situación de las m asas urbanas agudizó enorm e-
m ente la crisis del poder senatorial. Con la extensión del Im -
perio, la capital de R om a aum entó su tam año de form a incon-
trolable. El creciente éxodo rural se com binó con las m asivas
im portaciones de esclavos y produjeron entre am bos una vasta
m etrópoli. En tiem pos de César, Rom a tenía probablem ente
una p oblación de unos 750.000 habitantes, con lo que superaba
inclu so a las m ayores ciudades del m undo h elen ístico. E l ham -

19 Badian subraya la novedad de esta evolución en Roman im perialism


in the late Republic, pp. 77-90.
R om a 65

bre, la enferm edad y la pobreza se cebaban en los atestados


suburbios de la capital, en los que pululaban los artesanos,
trabajadores y p equeños ten d eros, y a fu esen esclavos, m anum i-
tidos o lib r e s 20. Las m ultitud es urbanas habían sido m oviliza-
das astutam ente por los m aniobreros de la n obleza contra los
reform adores agrarios en el s ig lo I I , operación que se repitió
un a vez m ás con el abandono de Catilina por la plebe rom ana,
que sucum bió en la form a clásica a la propaganda oligárquica
contra un enem igo «incendiario» del Estado, a quien sólo per-
m anecieron fieles h asta el final los pequeños propietarios de
Etruria. Pero éste fue el ú ltim o de sem ejantes episodios. A par-
tir de en ton ces, el proletariado rom ano parece haberse libera-
do defin itivam en te de la tutela senatorial. En los últim os años
de la R epública, su d isp osición de ánim o se hizo cada vez m ás
am enazadora y h o stil h acia el orden p olítico tradicional. D ebi-
do a la ausencia virtual de una fuerza de policía sólida y efi-
caz en una ciudad rebosante de tres cuartos de m illón de ha-
bitantes, la inm ediata presión m asiva q u e. las insurrecciones
urbanas podían provocar e n las crisis de la R epública era con-
siderable. O rquestado por el tribuno Clodio, que arm ó a al-
gunos sectores de los pobres de R om a en los años 50, el prole-
tariado urbano obtuvo por vez prim era un reparto libre de
trigo en el año 53 a. C., que a partir de entonces se convirtió
en un hecho perm anente de la vida p olítica rom ana: el núm ero
de sus b en eficiarios se había elevado a 320.000 en el año 46 a. C.
Por otra parte, el clam or p opular fue lo que dio a Pom peyo
el m ando extraordinario del ejército que p u so en m archa la
desintegración m ilitar definitiva del orden senatorial; el en-
tu siasm o popular, lo que hizo a César tan peligroso para la aris-
tocracia una década m ás tarde, y el recibim iento popular lo
que le garantizó su recepción triunfal en Rom a después de
pasar el R ubicón. Tras la m uerte de César, fue una vez m ás el
tu m u lto popular en las calles de R om a ante la ausencia de su
heredero lo que ob lig ó al Senado a p ed ir a Augusto que acep-
tara la renovación de los pod eres consulares y dictatoriales en
los años 22-19 a. C., ép oca del defin itivo entierro de la Repú-
blica.
Finalm ente, aunque quizá sea lo m ás im portante de todo, el
inm ovilism o au top rotector y el azaroso desgobierno de la no-
bleza rom ana e n la dirección de las provincias la hizo cada vez
m ás in com peten te para dirigir u n im perio cosm opolita. Sus

20 P. A. Brunt, «The Roman mob», P ast and Present, 1966, pp. 9-16.
66 La antigü edad clásica

privilegios exclusivos eran incom patibles con la progresiva uni-


ficación de sus conquistas ultram arinas. Las provincias com o
tales eran todavía im potentes para oponer una sólida resisten -
cia a su egoísm o rapaz. Pero la propia Italia — la prim era pro-
vincia que consiguió la paridad form al de derechos civiles en
la generación anterior, después de una rebelión violenta— no
lo era. Los terratenientes italianos habían conquistado la inte-
gración jurídica en la com unidad rom ana, pero todavía no ha-
bían penetrado en el núcleo central del poder y de los cargos
senatoriales. Su oportunidad para intervenir decisivam ente en
la política llegó con el estallid o de la ronda final de guerras
civiles entre los triunviros. Los terratenientes de las provincias
italianas acudieron en tropel en apoyo de Augusto, defensor
declarado de sus tradiciones y prerrogativas contra el om inoso
y extravagante orientalism o de Marco Antonio y su partido21.
Su adhesión a la causa de A ugusto, con el fam oso juram ento
de fidelidad prestado por «tota Ita lia » en el año 32, le aseguró
la victoria de Accio. Es significativo que cada una de las tres
guerras civiles que determ inaron el destino de la R epública si-
guieran la m ism a pauta geográfica: todas fueron ganadas por
el bando que controlaba O ccidente y perdidas por el partido
asentado en O riente, a pesar de su superior riqueza y recursos.
Las batallas de Farsalia, F ilipos y Accio se libraron en Grecia,
avanzada del h em isferio derrotado. Una vez m ás se puso de
m an ifiesto que el centro dinám ico del sistem a im perial rom a-
no estaba en el M editerráneo occidental. Pero m ientras la pri-
m igenia base territorial de César estu vo en las provincias bár-
baras de la Galia, Octaviano forjó su bloque político en la
m ism a Italia y, en consecuencia, su victoria fue m enos preto-
riana y m ás duradera.
El nuevo Augusto recogió el poder suprem o uniendo tras
de sí a las m últip les fuerzas del descontento y la desintegra-
ción existen tes en la R epública de la últim a época. Augusto
fue capaz de reunir a una plebe urbana desesperada y a unas
hastiadas tropas cam pesinas contra una pequeña y odiada éli-
te gobernante, cuyo opulento conservadurism o la exponía a
una contum elia popular cada vez mayor; pero, sobre todo, Au-
gusto se apoyó en los terratenientes de la provincia italiana
que buscaban ahora su p articipación en los cargos y los ho-

21 El papel de la clase terrateniente italiana en la subida de Augusto


al poder es uno de los tem as centrales del más fam oso estudio sobre
este período: R. Syme, The Roman revolution, Oxford, 1960, pp. 8, 286-90,
359-65, 384, 453.
Roma 67

nores del sistem a que habían ayudado a construir. De Accio


surgió una m onarquía estable y universal, porque sólo ella
podía superar el estrecho m unicipalism o de la oligarquía sena-
torial de Roma. La m onarquía m acedónica se había superpues-
to repentinam ente a un vasto y extraño contin en te y fue in-
capaz de producir una clase dirigente unificada que pudiera
gobernarlo p o st fac t o, a pesar de que p osiblem ente Alejandro
se percatara de que ése era el problem a estructural básico con
el que se enfrentaba. La m onarquía rom ana de Augusto, por
el contrario, llegó puntualm ente cuando sonó su hora, ni de-
m asiado pronto ni dem asiado tarde: el difícil paso de la ciu-
dad-Estado al im perio universal —fam iliar transición cíclica
de la Antigüedad clásica— se realizó con un éxito notable bajo
el principado.

Las tensjones m ás peligrosas d e l últim o período republicano


fueron reducidas gracias a una serie de m edidas políticas as-
tutas, destin adas a estabilizar de nuevo el orden social rom a-
no. Ante todo, Augu sto concedió parcelas de tierra a los m iles
de soldados desm ovilizados después de las guerras civiles, pa-
gando a m uchos de ellos con su fortuna personal. Estas con-
cesio n es —com o las que Sila había hecho antes— probablem en-
te se hicieron en su m ayoría a costa de otros pequeños propie-
tarios, que fueron desalojados para dejar sitio a los veteranos
que volvían a sus casas, y, por tanto, no sirvieron para m ejo-
rar m ucho la situación social del conjunto del cam pesinado ni
para transform ar el m odelo general dé la propiedad agrícola
en Ita lia 22; pero sí sirvieron para calm ar las dem andas de la

22 El problema de las tierras concedidas a los veteranos de guerra


por César, el triunvirato y Augusto ha dado lugar a varias interpreta-
ciones diferentes. Jones cree que esas concesiones redistribuyeron de
hecho la propiedad agraria entre los soldados-campesinos en una medida
suficiente para apaciguar el descontento rural en Italia a partir de en-
tonces, y de ahí la relativa paz social del principado después de las
tormentas de la última fase de la República: A. H. M. Jones, Augustus,
Londres, 1970, pp. 141-2. Brunt sostiene, por el contrario, de forma per-
suasiva, que las concesiones de tierras fueron a menudo meras confisca-
ciones de pequeñas parcelas de soldados o partidarios de los ejércitos
derrotados en las guerras civiles, transferidas a las tropas de los ejér-
citos victoriosos, sin dividir por ello las grandes fincas —acaparadas por
los oficiales terratenientes— ni cambiar sustancialmente el modelo glo-
bal de la propiedad en el campo. «Probablemente, la revolución romana
no produjo ningún cambio permanente en la sociedad agraria de Italia.»
Véase «The army and the land in the Roman revolution», p . 84; Social
conflicts in the Rom an R epublic, pp, 149-50.
68 La an tigü edad clásica

im portante m inoría del cam pesinado en arm as, que con stituía
el sector clave de la población rural. César ya había duplicado
la paga de quienes estaban en servicio activo, y ese aum ento
se m antuvo bajo el principado. Más im portante todavía fue
que, a partir del año 6 d. C., los veteranos recibieron una prim a
en m etálico al licenciarse, que equivalía al salario de trece años
y se pagaba con cargo a una tesorería m ilitar creada especial-
m ente para ello y financiada por pequeños im p u estos sobre
las ventas y la herencia con que se gravó a las clases p oseedo-
ras de Italia. La oligarquía senatorial se opuso encam izadam en-
te, para su propia perdición, a la im p la n ta ció n de estas m edi-
das, pues con la inauguración del nuevo sistem a la disciplina
y la lealtad volvieron al ejército, que fue reducido de 50 a 28
legiones y convertido en una fuerza perm anente y p r o fe sio n a l23.
Todo esto h izo posible el cam bio m ás im portante de todos:
en la época de Tiberio se redujo la llam ada a filas y se liberó
así a los pequeños propietarios de Italia de la carga secular
que había provocado unos sufrim ientos tan extendidos durante
la R epública, lo que probablem ente constituyó un beneficio
m ás tangible que todos los planes de reparto de tierras.
En la capital, el proletariado urbano fue aplacado con dis-
tribuciones de trigo que superaron los niveles alcanzados en
tiem p os de César y que podían garantizarse m ejor con la in-
corporación al Im perio del granero de Egipto. Adem ás, se puso
en práctica un am bicioso program a de construcciones, que
ofreció a los plebeyos considerables oportunidades de em pleo,
y se m ejoraron n otablem ente los servicios m unicipales de la
ciudad con la creación de un eficaz cuerpo de bom beros y
abastecim ien to de agua. Al m ism o tiem po, las cohortes preto-
rianas y la policía urbana se estacionaron perm anentem ente en
Rom a para sofocar los tum ultos. En las provincias, m ientras
tanto, se abandonaron las aleatorias e incontroladas extorsio-
nes realizadas por los arrendadores de im p u estos durante la
R epública —uno de los peores abusos del viejo régim en— y se
estab leció un sistem a fiscal uniform e, que se com ponía de un
im puesto sobre la tierra y una capitación y estaba basado en
cen sos m uy exactos. A consecuencia de e llo aum entaron los
ingresos del E stad o central m ientras que las regiones periféri-
cas dejaron de sufrir el pillaje de los publicanos. Los goberna-
dores provinciales recibieron a partir de en ton ces salarios re-
gulares. El sistem a judicial fue reestructurado con ob jeto de

23 Jones, Augustus, pp. 110-11 ss.


R om a 69

am pliar notablem en te — tan to para los italianos com o para los


habitan tes de las provincias— las posib ilid ad es de recurrir
contra las d ecision es arbitrarias. Tam bién se creó un servicio
p osta l im perial que enlazó por vez prim era a través de un sis-
tem a regular de com u nicacion es a todas las dispersas provin-
cias del Im p e r io 24. E n las zonas m ás rem otas se establecieron
colonias y m u nicip ios rom anos y com unidades latinas, con una
fuerte con centración en las provincias occidentales. Tras una
generación de destructoras luchas civiles se restableció la paz
interior y con ella la prosperidad de las provincias. Por lo que
respecta a las fronteras, la v ictoriosa conquista e integración
de los im portantes corredores situad os entre el este y el oeste
— la Recia, el N órico, Panonia e Iliria— lograron la definitiva
integración geoestratégica del Im perio. Iliria, en particular, fue
a partir de en ton ces el nudo m ilitar m ás im portante del siste-
m a im perial en el M ed iterrán eo25.
D entro de las nuevas fronteras, la llegada del principado sig-
n ificó la prom oción de las fam ilias m unicipales italianas a las
filas del orden senatorial y a la alta adm inistración, donde
con stitu yeron ahora u n o de los b astion es del poder de Augusto.
El Sen ado dejó de ser la autoridad central del E stado rom ano,
n o porque fuera privado de poder o de prestigio, sino porque
a partir de enton ces se convirtió en instru m en to obediente y
subordinado de los su cesivos em peradores, volviendo a la vida
p olítica únicam en te durante los interregnos o las disputas di-
násticas. Pero m ientras la in stitu ció n del Senado se convertía
en u n im pon ente cascarón de su anterior identidad, el orden
senatorial —purgado y renovado p or las reform as del princi-
pado— continuó sien do la clase dirigente del Im perio y dom i-
nando la m aquinaria im perial del E stado in clu so después de
que se hicieran norm ales los n om b ram ientos de e quites para
un n úm ero m ayor de cargos dentro de ella. Su capacidad para
asim ilar a sus filas cultural e ideológicam ente a los recién
llegados fu e notable: ningún represen tante de la vieja nobleza

24 Jones, Augustus, pp. 95-6, 117-20, 129-30, 140-1.


25 Syme, The R om an revolution, p. 390. La tentativa de Augusto de
conquistar Germania en una época en la que estaban llegando al país
las grandes migraciones teutónicas procedentes del Báltico, fue el único
fracaso exterior im portante del reinado; contrariamente a las expectati-
vas oficiales de la época, la frontera del Rin fue definitiva. Para una
reciente reevaluación de los objetivos estratégicos romanos de este tiem -
po, véase C. M. Wells, The G erm an policy o f August, Oxford, 1972, pp. 1-13,
149-61, 246-50.
70 La antigü edad clásica

patricia de la R epública dio nunca una expresión tan poderosa


a su visión del m undo com o Tácito, que fue un m odesto pro-
vinciano de la Galia del Sur en la época de Trajano. La op osi-
ción senatorial sobrevivió durante siglos después de la creación
d el Im perio, en inactiva reserva o rechazo de la autocracia
im plantada por el principado. A tenas, que había conocido la de-
m ocracia m ás libre del m undo antiguo, no produjo ningún teó-
rico ni defensor im portante de ella. Paradójica aunque lógica-
m ente, Rom a, que sólo había conocido una estrecha y opresora
oligarquía, dio origen a los cantos por la libertad m ás elocuen-
tes de la Antigüedad. N unca existió ningún equivalente griego
del culto latino a la Libertas, in ten so o irónico en las páginas
de Cicerón o Tácito26. La razón es evidente si se considera la
diversa estructura de las dos sociedades propietarias de escla-
vos. En R om a no existió ningún con flicto social entre la lite-
ratura y la política: el poder y la cultura estaban concentra-
dos, bajo la R epública y el Im perio, en una aristocracia m uy
sólida. Cuanto m ás reducido fue el círculo que gozaba de la
característica libertad m unicipal de la Antigüedad, m ás pura
fue la defensa de la libertad que legó a la posteridad, todavía
m em orable e im presionante después de m il quinientos años.
N aturalm ente, el ideal senatorial de libertas fue reprim ido
y negado por la autocracia im perial del principado, y la resig-
nada aquiescencia de las clases poseedoras de Italia ante la
nueva adm inistración no fue m ás que el extraño rostro que
adoptó su propio dom inio en la época venidera. Pero ese ideal
nunca fue anulado por com pleto, ya que la estructura política
de la m onarquía rom ana que ahora abarcaba a todo el m undo
m editerráneo nunca fue la de las m onarquías h elen ísticas del
Oriente griego que le precedieron. El E stado im perial rom ano
se basaba en un sistem a de leyes civiles, y no en el m ero ca-
pricho real, y su adm inistración pública nunca interfirió gra-
vem ente en el m arco legal básico establecido por la Repúbli-

26 Para las cam biantes connotaciones de este concepto véase Ch. Wir-
szubski, Libertas as a political idea at Rome during the late Republic
and early E m pire, Cambridge, 1950, que traza la evolución de la libertas
desde Cicerón, cuando todavía era un ideal vivo, público, hasta su muer-
te final en la ética subjetiva y quietista de Tácito. Wirszubski señala las
divergentes connotaciones de libertas y eleutheria, pp. 13-14. Esta últi-
ma estaba inficionada por la idea de gobierno popular y nunca fue com -
patible con la dignidad aristocrática, que era inseparable de la primera;
en consecuencia, nunca recibió un honor similar en el pensam iento po-
lítico griego.
Rom a 71

ca. En realidad, el principado elevó por vez prim era a los


juristas rom anos a posiciones oficiales dentro del E stado, cuan-
do Augusto eligió en calidad de consejeros a algunos prom inen-
tes jurisconsultos y confirió autoridad im perial a sus interpre-
taciones de la ley. Por otra parte, los m ism os em peradores
tuvieron que legislar a partir de entonces por m edio de edic-
tos, adjudicaciones y rescriptos para responder a las cuestio-
nes o a las peticiones de sus súbditos. El desarrollo de un
derecho público autocrático a través de los decretos im peria-
les hizo a la legalidad rom ana m ucho m ás com pleja y com pli-
cada de lo que había sido durante la República. La distancia
política recorrida desde el legum s e rv i su m u s ut liberi esse
po ssim u s («som os siervos de la ley para poder ser libres») de
Cicerón hasta el quod p rin c ip i placuit legis habet vicem («la
voluntad del príncipe tiene fuerza de ley») de U lpiano habla por
sí s o la 27. Pero los principios fundam entales del derecho civil
— sobre todo los que regían las transacciones económ icas—
quedaron sustancialm ente intactos tras esta evolución autorita-
ria del derecho público, que en m odo alguno invadió el ám-
bito interciudadano. Los p receptos establecidos durante la Re-
pública continuaron protegiendo jurídicam ente la propiedad de
las clases poseedoras. En un plano inferior, el derecho crim i-
nal, esencialm ente destinado a las clases bajas, siguió siendo tan
arbitrario y represor com o siem pre lo había sido, esto es, siguió
siendo una salvaguardia social para todo el orden dom inante.
El principado conservó, pues, el clásico sistem a legal de Roma,
aunque le superpuso los nuevos poderes innovadores del em -
perador en el ám bito del derecho público. Ulpiano form ularía
m ás tarde, con su característica claridad, la distinción que ar-
ticulaba bajo el Im perio a todo el corpus jurídico: el derecho
privado, quod ad singulorum utilita tem pertinet, estaba sepa-
rado específicam en te del derecho público, quod ad statu m rei
romanae spectat. El prim ero no sufrió ningún eclip se por la
extensión del segundo28. Antes bien, fue el Im perio el que pro-

27 Es importante no adelantar las fases sucesivas de esta evolución.


La máxima constitucional de que el emperador estaba legibus solutus
no significaba que estuviera por encima de todas las leyes durante el
principado, sino que podía pasar por alto aquellas restricciones cuya
dispensa era legalmente posible. La frase sólo adquirió un significado más
amplio bajo el dominado. Véase Jolowicz, H istorical introduction to the
stu dy of Roman Law, p. 337.
28 Por supuesto, algunos emperadores individuales, como Nerón, con-
fiscaron arbitrariamente fortunas senatoriales. Esas exacciones consti-
tuían la marca de los soberanos más detestados por la aristocracia, pero
72 La a n tigü edad clásica

dujo en el sig lo III las grandes sistem atizaciones de la ju ris-


prudencia civil en la obra de Papiniano, U lpiano y Paulo, pre-
fectos de los Severos, que transm itieron a las épocas p osterio-
res el derecho rom ano com o un cuerpo codificado. La solidez
y la estabilidad del E stado im perial rom ano, tan diferente de
todo lo que había producido el m undo h elen ístico, tenía sus
raíces en este legado.
La historia posterior del principado fue, en buena m edida,
la de una creciente «provincianización» del poder central den-
tro del Im perio. Una vez roto el m onopolio de los cargos
políticos centrales, poseído hasta entonces por la aristocracia ro-
m ana, un proceso gradual de difusión integró en el sistem a im -
perial a un sector cada vez m ás am plio de las clases terrate-
nientes occidentales residentes fuera de Ita lia 29. E l origen de
las sucesivas dinastías del principado es un testim o n io directo
de esta evolución. La casa patricia rom ana Julio-Claudia (de
Augusto a Nerón) fue seguida por la dinastía m unicipal italia-
na de los Flavios (de V espasiano a D om iciano), a la que suce-
dió una serie de em peradores con an tecedentes provincianos,
de H ispania o la Galia m eridional (de Trajano a M arco Aure-
lio). H ispania y la Galia narbonense eran las m ás antiguas con-
quistas rom anas en O ccidente y, por tanto, sus estructuras so-
ciales eran las m ás cercanas a las de Italia. La com p osición del
Senado reflejaba tam bién las m ism as pautas, con una crecien-
te adm isión de dignatarios rurales procedentes de la Italia
transpadana, la Galia m eridional y la H ispania m editerránea.
La unificación im perial con que había soñado Alejandro pare-
cía sim bólicam ente realizada en la época de Adriano, prim er
em perador que recorrió personalm ente sus inm ensos dom inios
de uno a otro confín. Form alm ente fue consum ada con el de-
creto de Caracalla del año 212 d. C. por el que se concedía la
ciudadanía rom ana a casi todos los habitantes libres del Im-
perio. La unificación política y adm inistrativa fue acom pañada
de la seguridad exterior y la prosperidad económ ica. El reino
de Dacia fue conquistado y anexionadas sus m inas de oro; se
extendieron y consolidaron las fronteras asiáticas. Las técnicas
agrícolas y artesanales m ejoraron un poco: las prensas de hu-
sillo fom entaron la producción de aceite; las m áquinas am asa-
doras facilitaron la m anufactura del pan y se hizo general el

nunca tuvieron una forma continua o institucional y no afectaron sus-


tancialmente a la naturaleza colectiva de la clase terrateniente.
29 R. Syme, Tacitus, II, Oxford, 1958, pp. 585-606, documenta en el pri-
mer siglo del Imperio «el auge de los provincianos».
R om a 73

m étod o de soplado del v id r io 30. La nueva pax rom ana fue acom -
pañada, sobre todo, de una esp lénd ida oleada de rivalidad m uni-
cipal y de con stru ccion es urbanas en casi todas las provincias
del Im perio, que explotaron el descub rim iento arquitectónico
rom ano del arco y la bóveda. La época antonina fue quizá el
p eríodo culm inante de las co n stru ccion es urbanas en la Anti-
güedad. El desarrollo econ óm ico fue acom pañado del floreci-
m ien to de la cultura latina en el principado, cuando la poesía,
la historia y la filo so fía hicieron eclo sió n después de la relati-
va austeridad in telectu al y estética de la R epública. E sta fue,
para la Ilustración, la Edad de Oro, «el p eríodo de la historia
del m undo en e l que fue m ás feliz y próspera la condición de
la raza hum ana», según las palabras de G ib b o n 31.
Durante cerca de dos siglos, la sosegada m agnificencia de la
civilización urbana del Im perio rom ano ocu ltó los lím ites y las
ten sion es subyacentes a la base productiva sobre la que se asen-
taba. El m odo de producción esclavista de la Antigüedad, a
d iferen cia del sistem a econ óm ico feudal que le sucedió, no dis-
ponía de ningún m ecanism o natural e interno de autorrepro-
ducción, porque su fuerza de trabajo nunca podía estabilizarse
h om eostáticam en te dentro del sistem a. T radicionalm ente, la
o ferta de esclavos dependía en buena m edida de las conquistas
extranjeras, ya que prob ablem en te los p risioneros de guerra
siem pre representaron la principal fuen te de trabajo servil en
la Antigüedad. La R epública había saqueado todo el M editerrá-
neo en b u sca de m ano de obra para instalar el sistem a im perial
rom ano. El principado detuvo la expansión en los tres secto-
res que quedaban para un p o sib le avance: Germania, Dacia y
M esopotam ia. Con el cierre final de las fronteras im periales,
d espués de Trajano, el m anantial de los cautivos de guerra
se secó de form a inevitable. El com ercio de esclavos no pudo
suplir la escasez resultante, porque su s propias reservas siem -
pre habían dependido de las op eraciones m ilitares. La perife-
ria bárbara que rodeaba a todo el I m perio continuó su m in is-
trando esclavos, com prados en la frontera- por los m ercaderes,
pero no en cantidades su ficien tes para resolver el problem a de
la oferta en situ acion es de paz. En consecuencia, los precios

30 F. Kiechle, S klavenarbeit und technischer F ortschritt, pp. 20-60, 103-


105. El libro de Kiechle intenta refutar las teorías marxistas sobre la
esclavitud en la Antigüedad, pero, en realidad, las pruebas reunidas y
algo exageradas por él entran perfectam ente en los cánones del mate-
rialismo histórico.
31 The h istory of the decline and fall of the Rom an E m pire, I, p. 78.
74 La antigü edad clásica

com enzaron a. subir drásticam ente: en los siglos I y II d. C.


eran de ocho a diez veces m ás altos que en los siglos II y I
antes de C r isto 32. E sta alza radical en los costes p u so cada vez
m ás de m anifiesto las con tradicciones y los riesgos d e l trabajo
esclavista para sus propietarios. En efecto, cada esclavo adulto
representaba una inversión perecedera de capital para el pro-
pietario de esclavos, que tenía que perderse in to to a su m uer-
te, de tal form a que la renovación de la m ano de obra servil
(a diferencia de la m ano de obra asalariada) exigía una fuerte
inversión previa en un m ercado que se había hecho cada vez
m ás rígido. Porque, com o Marx ya había señalado, «el capital
abonado en la com pra del esclavo no pertenece al capital m e-
diante el cual se extrae del esclavo la ganancia, el plustrabajo.
Por el contrario. Es capital que el poseedor de esclavos ha
enajenado, deducción del capital del que dispone en la produc-
ción real»33. Adem ás, claro está, el m antenim iento de la prole
de los esclavos era una carga financiera im productiva para el
propietario que inevitablem ente tendía a m inim izar o a des-
cuidar. Los esclavos agrícolas vivían en ergastula sem ejantes
a barracones, en cond iciones m uy cercanas a las de las prisio-
nes rurales. Las m ujeres esclavas eran m uy pocas, ya que ge-
neralm ente resultaban im productivas para los propietarios de-
bido a la falta de em pleos disponibles para ellas, aparte de las
tareas dom ésticas34. De ahí que la com posición sexual de la
población esclava rural siem pre estuviera radicalm ente desequi-
librada y se caracterizara por la ausencia virtual de conyugali-
dad. El resultado quizá haya sido un índice habitualm ente bajo
de reproducción que puede haber dism inuido el volum en de la
m ano de obra de generación en g en era ció n 35. Para contrarrestar
este descenso, p arece que los terraten ien tes practicaron la crian-

32 Jones, «Slavery in the ancient world», pp. 191-4 .


33 Marx, Capital, Moscú, 1962, III, pp. 788-9. [El capital, Madrid, Si-
glo XXI, 1979, libro III, vol. 8, pp. 1028-9.] Marx se refería al uso de la
esclavitud en el m odo de producción capitalista del siglo XIX, y, como
diremos más adelante, es peligroso extrapolar sus observaciones a la
Antigüedad sin más. Pero, en este caso, la sustancia de su comentario
se puede aplicar m u tatis m utandis al m odo de producción esclavista en
cuanto tal. Más adelante, Weber afirmaría lo mismo en «Agrarverhältnis-
se im Altertum», pp. 18 ss.
34 Brunt, Italian m anpowev, pp. 143-4, 707-8.
35 Weber insistió con fuerza en este punto: «Die sozialen Gründe des
Untergangs der antiken Kultur», pp. 297-9; «Agrarverhältnisse im Alter-
tum» p. 19. «El coste de mantener mujeres y criar niños habría repre-
sentado un lastre para e! capital destinado a la inversión del propie-
tario.»
R om a 75

za de esclavos de form a crecien te al final del principado, conce-


diendo prem ios a las esclavas por tener hijos36. Aunque existen
pocos testim on ios sobre el volum en de la crianza de esclavos
en el Im perio, este recurso debió de m itigar durante cierto
tiem po la crisis experim entada por todo el m odo de producción
después del cierre de las fronteras, pero no pudo aportarle una
solución a largo plazo. Por otra parte, la población rural libre
no creció lo suficiente para com pensar las pérdidas del sector
esclavista. La preocupación im perial por la situación demográ-
fica en el cam po la puso de m an ifiesto Trajano en época muy
tem prana con la institu ción de créditos públicos a los terrate-
nientes para atender al m antenim iento de los huérfanos locales,
presagio de la inm inente escasez.
El decreciente volum en de la m ano de obra no podía ser
com pensado tam poco con los aum entos en su productividad.
La agricultura esclavista de finales de la R epública y principios
del Im perio fue m ás racional y rentable para los terratenien-
tes que cualquier otra form a de explotación de la tierra, debido
en parte a que los esclavos podían ser utilizados todo el tiem po
m ientras que los arrendatarios eran im productivos durante

36 Columela recomendaba dar premios de maternidad a las esclavas


en el sig lo I d. C., pero hay pocos casos documentados de una crianza
sistem ática de esclavos. Finley ha argumentado que del mismo modo
que los plantadores del sur de los Estados Unidos practicaron con éxito
la crianza de esclavos durante el siglo XIX, donde la población esclava
aumentó después de la abolición del comercio de esclavos, no hay nin-
guna razón para que esa misma conversión no haya tenido lugar en el
Imperio romano después del cierre de las fronteras: véase The Journal
of Roman Studies, x l v i i i , 1958, p. 158. Pero la comparación no es per-
tinente. Los plantadores sureños de algodón suministraban la materia pri-
ma a la principal industria manufacturera de una economía capitalista
mundial: sus costes de trabajo podían elevarse hasta los niveles inter-
nacionales de beneficio, de unas dimensiones sin precedentes, realizados
por este modo de producción capitalista después de la revolución indus-
trial de principios del siglo XIX. Aun así, la condición de la crianza de
esclavos fue probablemente la integración nacional del sur en la más
amplia economía asalariada del conjunto de los Estados Unidos. En
América Latina, donde la mortalidad de los esclavos fue absolutamente
catastrófica, no se alcanzó un índice semejante de reproducción. En el
caso del Brasil, la población había descendido a un quinto de su nivel
de 1850 en la época en que la esclavitud fue formalmente abolida. Véase
el instructivo ensayo de C. van Woodward, «Emancipation and recons-
truction. A comparative study», 13th International Congress of Historical
Sciences, Moscú, 1970, pp. 6-8. La esclavitud en la Antigüedad clásica fue,
por supuesto, mucho más primitiva que la de América del Sur. No
existe ninguna posibilidad objetiva de que haya precedentes de la expe-
riencia del sur de Estados Unidos.
76 La an tigü edad clásica

considerables períodos del a ñ o 37. Catón y Colum ela enum eraron


cuidadosam ente todas las diversas tareas a las que podían de-
dicarse bajo techo y fuera de estación cuando no había cam pos
que cultivar ni cosechas que recolectar. Los artesanos esclavos
eran tan habilidosos com o los libres, ya que ellos eran quienes
tendían a determ inar el nivel general de destreza de todos los
oficios por su em pleo en ellos. Por otra parte, la eficacia de los
latifundia dependía de la capacidad de su adm inistrador o vi-
licus (el eslabón débil del fundus) y adem ás la supervisión de
los trabajadores esclavos era notablem ente difícil en los exten-
sos cam pos de cereales38. Pero sobre tod o nunca pudieron su -
perarse ciertos lím ites inherentes a la productividad esclavis-
ta. El m odo de producción esclavista no estu vo desprovisto
en absoluto de progresos técnicos; com o ya hem os visto, su ex-
pansión en O ccidente se caracterizó por algunas im portantes
innovaciones agrícolas, entre ellas la introducción del m olino
giratorio y de la prensa de husillo. Pero su dinám ica era m uy
lim itada, ya que se basaba esencialm ente en la incorporación
de trabajo m ás que en la explotación de tierra o en la acum u-
lación de capital. Así, a diferencia de los m odos de producción
feudal o capitalista que le sucedieron, el m odo de producción
esclavista p oseía m uy poca tendencia objetiva al avance tecno-
lógico, ya que su tipo de crecim iento por adición de trabajo
constitu yó u n cam po estructural resistente, en últim o térm ino,
a las innovaciones tecnológicas, aunque en principio n o las ex-
cluyera. Por tanto, y aunque n o sea com pletam ente verídico
decir que la tecnología alejandrina continuó sien d o la base

37 K. D. White, «The productivity of labour in Roman agriculture»,


A ntiquity, xxxix, 1965, pp. 102-7.
38 En esas fincas cultivables es donde los comentarios de Marx sobre
la eficacia de los esclavos encuentran quizá su mayor justificación: «Al
trabajador se lo distingue aquí, según la certera expresión de los anti-
guos, sólo como instrum entum vocale [instrum ento hablante] del animal
com o instrum entum sem ivocale [instrum ento sem im udo] y de la herra-
mienta inanimada como instrum entum m utuum [instrum ento m udo], Pero
él mismo hace sentir al animal y la herramienta que no es su igual, sino
hombre. Adquiere el sentimiento de la propia dignidad, de la diferencia
que lo separa de ellos, maltratándolos y destrozándolos con am ore.» Capi-
tal, Moscú, 1961, I, p. 196. [El capital, Madrid, Siglo XXI, 1975, libro I,
volumen I, p. 238.] Debe recordarse, sin embargo, que, en E l capital, Marx
se refería esencialmente al uso de esclavos en el modo de producción ca-
pitalista (Estados sudistas de América) y no al m odo de producción es-
clavista como tal. Nunca formuló una teoría acabada de la función de la
esclavitud en la Antigüedad. Por otra parte, la investigación moderna
ha revisado radicalmente muchas de sus afirmaciones sobre la esclavitud
americana.
R om a 77

inam ovib le de lo s procesos de trabajo en el Im perio rom ano,


ni qu e en los cuatro siglos de su existen cia nunca se introdujo
ningún tip o de in stru m entos que ahorraran m ano de obra, sí
es verdad que lo s lím ites de la econom ía agrícola rom ana se
alcanzaron m uy p ron to y se m antuvieron rígidam ente.
Los insuperables ob stá cu lo s sociales a un m ayor progreso
técn ico y las lim itacion es fundam entales del m odo de produc-
ción esclavista recibieron su m ás sorprendente ilustración en
el d estin o de los dos inventos m ás im portantes ocurridos bajo
el principado: el m olino de agua (en Palestina, a com ienzos
del s ig lo I d. C.) y la m áquina segadora (en la Galia, durante
el s ig lo I d. C.) . El in m en so p otencial del m olino hidráulico
—b á sico para la p osterior agricultura feudal— es evidente, ya
que representaba la prim era utilización práctica de la fuerza in-
orgánica a la p rod ucción económ ica. Com o Marx com entaría,
«con el m olino hidráulico, el Im p erio rom ano nos había legado
la form a elem en tal de toda m aq u in aria»39. El Im perio, sin em -
bargo, n o hizo un u so general del invento, que fue práctica-
m ente ignorado durante el principado. En el Im perio tardío
su incidencia fu e algo m ás frecuente, aunque n o parece haber-
se convertido nunca en u n in strum ento norm al de la agricul-
tura antigua. A sim ism o, la cosech adora con ruedas, introducida
para acelerar la siega en los clim as llu viosos del norte, nunca
fue adoptada fuera de la G a lia 40. E n este caso, la falta de in-
terés era el reflejo de una incapacidad m ás general para cam -
biar lo s m étod os de la agricultura m editerránea de secano
— con su arado ligero y el sistem a de rotación bienal— e n las
tierras m ás den sas y húm edas del n orte de Europa, que nece-
sitaban nuevos in stru m en tos de trabajo para su plena explota-
ción. Am bos casos dem uestran que la m era técnica nunca es
por sí m ism a un prim er m o to r del cam bio económ ico: lo s in-
ven tos hech os por individuos con cretos pueden perm anecer
a isla d o s durante siglos h a sta qu e no surjan las relaciones so-
ciales que ú n icam ente pueden p onerlos en funcionam iento
com o tecnología colectiva. E l m od o de producción esclavista
ofrecía poco esp acio y p o co tiem p o para el m olin o o la cose-
chadora: la agricultura rom ana lo s ignoró h asta el fin. Signi-
ficativam ente, los ún icos tratados im portantes de inventos o

39 Capital, I, p. 348. [E l capital, libro I, vol. 3, p. 424.]


40 Para el molino hidráulico en la Antigüedad tardía, véase Moritz,
G rain-mills and flour, pp. 137-9; Jones, The later R om an E m pire, II, pá-
ginas 1047-8. Para la cosechadora, véase White, Rom an farming, pági-
nas 542-3.
78 La an tigü edad clásica

técnicas aplicadas que han sobrevivido al Im perio rom ano son


m ilitares o arquitectónicos, redactados esencialm ente para sus
com plejos de arm am ento y fortificacion es y para su repertorio
de ornam entación civil.
Para la enferm edad del cam po no existía, sin em bargo, nin-
guna salvación urbana. El principado presenció una actividad
sin precedentes en m ateria de construcciones urbanas en el
M editerráneo, pero la expansión cuantitativa en el núm ero de
grandes y m edias ciudades durante los dos prim eros siglos del
Im perio nunca se vio acom pañada por una transform ación cua-
litativa de la estructura de la producción global. Ni la industria
ni el com ercio pudieron acum ular nunca un volum en de capital
o de experiencia por encim a de los lím ites estrictos estableci-
dos por el sistem a econ óm ico de la Antigüedad clásica. La re-
gionalización de las m anufacturas, debido a los costes de trans-
porte, im pidió la concentración industrial y el desarrollo de
una división del trabajo m ás avanzada en las m anufacturas.
Una población com p uesta en su inm ensa m ayoría por cam pesinos
m íseros, trabajadores esclavos y pobres urbanos reducía los m er-
cados de consum o a una escala m uy pequeña. Aparte de los arren-
dam ientos de im pu estos y de los contratos públicos de la época re-
publicana (cuya im portancia descendió enorm em ente en el prin-
cipado, después de las reform as fiscales de A ugusto), nunca se
desarrollaron com pañías com erciales ni existieron las deudas
consolidadas; el sistem a crediticio siguió siendo, pues, m uy ru-
dim entario. Las clases poseedoras m antuvieron su tradicional
desdén hacia el com ercio. Los com erciantes constituían una
categoría despreciada que se reclutaba con frecuencia entre
los libertos, ya que la m anum isión de los esclavos adm inistra-
tivos y dom ésticos fue siem pre una práctica m uy extendida que
reducía con regularidad los m ás altos rangos de la población
esclava de las ciudades, m ientras que la contracción de la ofer-
ta exterior pudo haber dism inuido gradualm ente el núm ero de
artesanos serviles en las ciudades. La vitalidad econ óm ica de
ésta s siem pre fue lim itada y dependiente: su curso reflejaba
m ás que contrarrestaba el del cam po. En las ciudades no ha-
bía recursos que pudieran invertir la relación entre am bos. Por
otra parte, una vez que el principado se hubo consolidado, el
carácter del propio aparato de E stad o im pidió el desarrollo de
las em presas com erciales. En efecto, el E stado era con m ucho
el m ayor con sum idor del Im perio y e l único verdadero foco
para la producción m asiva de artículos de prim era necesidad
que podría haber creado un dinám ico sector m anufacturero. Sin
R om a 79

em bargo, esta tendencia se vio reprim ida por la política de


abastecim ientos y la peculiar estructura del E stado imperial.
Durante toda la Antigüedad clásica, las obras públicas ordina-
rias — carreteras, edificios, acueductos, alcantarillas— eran rea-
lizadas norm alm ente por trabajadores esclavos. El Im perio
rom ano, con su m aquinaria estatal enorm em ente aum entada,
presenció la correspondiente extensión de este principio, por-
que todos los arm am entos y una considerable proporción de
los sum inistros para su aparato civil y m ilitar term inaron sien-
do producidos autárquicam ente por sus propias industrias,
m anejadas por un personal subm ilitar o por esclavos estatales
h ered ita rio s41. Así, el único sector m anufacturero verdadera-
m ente im portante quedó sustraído en buena m edida al inter-
cam bio m ercantil. La utilización perm anente y directa del tra-
bajo esclavo por el E stado rom ano —rasgo estructural que
perduró hasta el m ism o Im perio bizantino— fue uno de los
fundam entos b ásicos de la econom ía p olítica de la Antigüedad
tardía. La infraestructura de la esclavitud encontró una de sus
expresiones m ás concentradas dentro de la propia superestruc-
tura im perial. De esta form a pudo expandirse el Estado, pero
la econom ía urbana obtuvo pocos beneficios de este desarrollo;
antes bien, su m agnitud y su p eso tendieron a ahogar la inicia-
tiva com ercial privada y la actividad em presarial. Y una vez
que la expansión exterior hubo cesado ya no se produjo ningún
aum ento de la producción en la agricultura ni en la industria
dentro de las fronteras im periales que pudiera detener la si-
lenciosa decadencia de su m ano de obra se r v il42.

41 Para algunos comentarios sobre la tradición de la utilización de


esclavos en las obras públicas, véase Finley, The Ancient economy, p. 75.
En las casas de la moneda y factorías textiles imperiales (que suminis-
traban los uniformes al aparato de Estado, obligatorios tanto para los
civiles como para los militares a partir de Constantino) trabajaban es-
clavos estatales. Lo mismo sucedía con los grandes cuerpos de trabaja-
dores manuales en el cursus publicus o servicio postal imperial, que
formaba el sistem a central de comunicaciones del Imperio. Los estable-
cimientos de armas se mantenían a base de trabajadores hereditarios con
rango militar, que eran marcados con hierro para impedir que se libra-
ran de su condición. En la práctica, no existía una gran diferencia so-
cial entre ambos grupos sociales. Jones, The later Roman Empire, II,
páginas 830-7.
42 Finley ha propuesto en fecha reciente una ingeniosa reinterpreta-
ción de la recesión de la esclavitud hacia finales del principado. Finley
afirma que el intervalo entre el cierre de las fronteras (realmente el año
14 d. C.) y el comienzo de la decadencia de la esclavitud (después del
200 d. C.) es demasiado largo para que el primero pueda explicar al se-
gundo. Sugiere, pues, que el mecanismo básico debe buscarse sobre todo
80 La antigüedad clásica

E l resultado de todo ello fue una incipiente crisis, a principios


del siglo n i, en el sistem a económ ico y social que m uy pronto
se transform ó en un colap so general del orden político tradi-
cional en m edio de violentos ataques exteriores co n tra el Im -
perio. La repentina escasez de fu e n te s . —u n o de los síntom as
de la crisis de m ediados del siglo III— hace m uy difícil trazar
retrospectivam ente su rum bo o sus m ecanism os e x a c to s 43. Es

en la decadencia de la importancia de la ciudadanía dentro del Imperio,


que condujo a la distinción jurídica entre las dos clases de honestiores
y hum iliores y a la reducción del campesinado libre a la condición de-
pendiente bajo el agobiante peso político y fiscal del Estado imperial.
Una vez que hubo un número suficiente de trabajadores indígenas redu-
cido a una condición dependiente de explotación (cuya forma ulterior
fue el colonado) las importaciones de trabajadores cautivos foráneos se
hicieron innecesarias y la esclavitud tendió a desaparecer: véanse sus
análisis en The Ancient economy, pp. 85-7 ss. Esta explicación adolece,
sin embargo, de la misma dificultad que él atribuye al análisis que
rechaza. En efecto, la eliminación política de toda ciudadanía verdadera-
mente popular y la decadencia económica del campesinado libre se con-
sumaron mucho antes de la disminución de la esclavitud; en buena m e-
dida, ambas se produjeron durante el último período de la República.
Incluso la distinción entre honestiores y hum iliores se remonta, como
mucho, a principios del sig lo II, esto es, cien años antes de la crisis de
la economía específicamente esclavista, que el m ism o Finley reconoce
que debe ser datada a partir del siglo III . Quizá pueda detectarse cierto
ánimo sutil contra el Estado imperial romano bajo la superficie de los
argumentos de Finley, qué realmente hace responsable a la autocracia
del Imperio de las transformaciones de su sistem a económico. Es pre-
ferible realizar un análisis materialista que parta de las contradicciones
internas del propio modo de producción esclavista. El hiato cronológico
sobre el que Finley llama correctamente la atención es posible que se
deba a los efectos mitigadores de la crianza dom éstica y de la compra
en las fronteras que tuvieron lugar en el período intermedio.
43 La gran línea divisoria de mediados del siglo III es todavía la fase
más oscura de la historia imperial romana, incomparablemente menos
documentada y estudiada que la caída de los siglos IV y V. La mayor
parte de los estudios existentes son muy incom pletos. Rostovtsev ofrece
una extensa descripción en The social and econom ic h istory of the Ro-
man E m pire, Oxford, 1926, pp. 41748. [H istoria social y económ ica del
Im perio romano, Madrid, Espasa-Calpe, 1937.] Pero su estudio está vi-
ciado por el insistente anacronismo de sus conceptos analíticos, que de
forma incongruente convierte a los terratenientes municipales en «bur-
guesía» y a las legiones imperiales en «ejércitos campesinos» formados
en orden de batalla contra ella, e interpreta toda la crisis en términos
de polaridad entre ambos. Meyer Reinhold ha escrito una eficaz crítica
marxista de estos temas ahistóricos de la obra de Rostovtsev: «Historian
of the ancient world: a critique of Rostovtseff», Science and Society,
otoño de 1946, X, núm. 4, pp. 361-91. Por último, el análisis marxista más
conspicuo de esta época, K rizis R abovladel’chescovo Stroia de E. V.
Shtaerman, adolece también de un grave defecto que se deriva de la rí-
gida contraposición que hace Shtaerman entre la villa esclavista de ta-
R om a 81

posible que en los ú ltim o s años de la época de los Antoninos


ya salieran a la su p erficie algunas ten sion es graves. La presión
germ ana sobre las fronteras del D anubio había desem bocado
en las largas guerras contra los m arcom anos; M arco Aurelio
había devaluado en un 25 por ciento el denarius de plata; la
pr i me ra exp losión im portante de ban dolerism o social ya había
estallad o con la am enazadora ocu p ación de grandes zonas de
la Galia e H ispania por las bandas arm adas del desertor Ma-
terno, que in clu so pretendió invadir Italia durante el desastroso
reinado de C ó m o d o 44. La subida al trono, después de una bre-
ve guerra civil, de la casa de los Severos llevó al poder a una
dinastía africana; la rotación regional del cargo im perial pare-
cía funcionar una vez m ás al restab lecerse aparentem ente el
orden y la prosperidad. Pero de pronto la inflación se desbocó
m isteriosam en te a m edida que la m oneda se devaluaba una y
otra vez. A m ediados de siglo se prod ujo un colapso com pleto
de la m oneda de plata, que redujo el denarius al 5 por ciento
de su valor tradicional; hacia finales de siglo, los precios del
trigo se habían disparado h asta unos n iveles 200 veces supe-
riores a los de com ienzos del principado45. La estabilidad p o-
lítica degeneró al m ism o ritm o que la estabilidad m onetaria.
En los caóticos cincuenta años que van desde el 235 al 284 no
hubo m enos de 20 em peradores, 18 de los cuales m urieron de
m uerte violenta, uno cautivo en el extranjero y otro víctim a
de la peste: destin os todos que sim bolizan una época. Las gue-
rras civiles y las u surpaciones fueron prácticam ente ininterrum -
pidas desde M axim ino el T racio h asta D iocleciano, y se vieron
mezcladas con una secu en cia devastadora de invasiones y ata-
ques e x tr a n je r o s a lo largo de las fronteras que afectaban du-
ram ente al interior. Los francos y otras tribus germ ánicas aso-
laron repetidam ente la Galia y llegaron con Sus saqueos hasta
H ispania; los alam anes y los yutungos m archaron sobre Italia;
los carpos invadieron la D acia y la Mesia; los hérulos asalta-

maño mediano como «antigua forma de propiedad» y el gran latifundium


como evolución «proto-feudal» de la aristocracia extramunicipal. Véase
supra, nota 9, p. 56.
44 Para Materno, véanse las recientes y penetrantes observaciones de
M. Mazza, L otte sociale e restaurazione autoritaria nel terzo secolo d. C.,
Catania, 1970, pp. 326-7.
45 F. Millar, The Roman E m pire and its neighbours, Londres, 1967,
páginas 241-2. [E l Im perio rom ano y sus pueblos lim ítrofes, vol. 8 de la
Historia Universal Siglo XXI, Madrid, 1973.] Hay un estudio muy amplio
de la gran inflación en Mazza, L otte sociale e restaurazione autoritaria,
páginas 316-408.
82 La an tigü edad clásica

ron Tracia y Grecia; los godos cruzaron el m ar para saquear


el A sia Menor; la Persia sasánida ocupó Cilicia, Capadocia y Si-
ria; Palm ira separó a Egipto; los m oros y los blem ios nóm adas
hostigaron el norte de Africa. En fechas diferentes, Atenas, An-
tioquía y A lejandría cayeron en m anos de los enem igos; París
y Tarragona fueron incendiadas y la m ism a Rom a tuvo que ser
nuevam ente fortificada. El torb ellin o político interior y las
invasiones extranjeras trajeron m uy p ronto con sigo sucesivas
epidem ias que debilitaron y redujeron las poblaciones del Im-
perio, dism inuidas ya con las destrucciones de la guerra. Las
tierras fueron abandonadas y en la producción agrícol a aum en-
tó la escasez de su m in istros46. El sistem a de im p u esto s se des-
integró con la depreciación de la m oneda y los pagos fiscales
retrocedieron a entregas en especie. La construcción urbana
sufrió una repentina parálisis, arqueológicam ente atestiguada en
todo el Im perio; en algunas regiones, los centros urbanos deca-
yeron y se r ed u je r o n 47. En. Galia, donde se m antuvo durante
quince años un E stado im perial separatista con su capital en
Tréveris, se produjeron en los años 283-284 grandes levanta-
m ientos rurales de las m asas explotadas, la prim era insurrec-
c i ó n d e lo s bagaudas q u e habrían de repetirse m ás tarde e n la
historia de las provincias occidentales. Durante unos cincuenta
años — del 235 al 284— y bajo una fuerte presión interna y ex-
terna, la sociedad rom ana pareció llegar a su colapso final.
Sin em bargo, a finales del sig lo III y principios del I V se
produjo una transform ación y recuperación del E stado im pe-
rial. La seguridad m ilitar fue gradualm ente restablecida por
una serie m arcial de generales danubianos y balcánicos que
tom aron sucesivam en te la púrpura: Claudio II derrotó a los
godos en Mesia; Aureliano expulsó a los alam anes de Italia y
som etió a Palmira; Probo an iq uiló a los invasores germ ánicos
de la Galia. E sto s éxitos prepararon el cam ino para la reorga-
nización de toda la estru ctu ra del E stado rom ano en la época
de D iocleciano, proclam ado em perador en el año 284, que a su
vez hizo posible el precario resurgim iento de los cien años

46 Roger Rémondon, La brise de l’E m pire romain, París, 1964, pp. 85-6.
[La crisis del Im perio romano, Barcelona, Labor, 1967.] Rémondon tien-
de a atribuir la crisis de mano de obra en el campo esencialmente al
éxodo rural hacia las ciudades, como consecuencia de la urbanización
generalizada. P e r o , en realidad, uno de los fenóm enos más sólidamen-
te comprobados de la época fue el descenso en la construcción urbana.
47 Millar, The Roman E m pire and its neighbours, pp. 2434, insiste
especialmente en la repentina paralización del desarrollo urbano como
prueba básica de la profundidad de la crisis.
R om a 83

siguientes. La m edida m ás im portante fue el a u m en to radical


de los ejércitos im periales p o r m ed io de la reim plantación del
reclutam iento obligatorio: e l núm ero de legiones se duplicó en
el transcurso del siglo, llegando a una fuerza total de unos
450.000 hom bres. A partir de finales del sig lo II y principios
del III un creciente núm ero de soldados fue estacionado en
puestos de guardia situados a lo largo de las rutas principales
para m antener la seguridad interior y vigilar el c a m p o 48. Más
tarde, a partir de la época de Galieno, hacia el 260, se desple-
garon en profundidad, tras las fronteras im periales, unos ejér-
citos de choque que perm itían una m ayor m ovilidad contra los
ataques exteriores, dejando que unidades secundarias de limi-
tanei vigilaran el perím etro exterior del Im perio. Un gran nú-
m ero de voluntarios bárbaros se incorporaron al ejército y for-
m aron en adelante m uchos de sus regim ientos m ás selectos.
Más im portante todavía fue que todos los altos m andos m ili-
tares se confiaron ahora únicam ente a hom bres de rango
ecuestre; la aristocracia senatorial fue desplazada, por tanto,
de su posición tradicionalm ente central en el sistem a político
a m edida que el suprem o poder im perial pasaba cada vez más
al cuerpo de oficiales profesionales del ejército. El m ism o Dio-
cleciano tam bién cerró sistem áticam ente a los senadores el
acceso a la adm inistración c iv il49. Las provincias se m ultiplica-
ron por algo m ás de dos al ser divididas en unidades más
reducidas y m anejables, y el funcionariado en ellas establecido
aum entó proporcionalm ente para garantizar un control buro-
crático m ás estrecho. D espués del desbarajuste de m ediados
de siglo s e estableció un nuevo sistem a fiscal que fundió los
principios del im puesto sobre la tierra y la capitación en una

48 Millar, The Roman Empire and its neighbours, p. 6. La multiplica-


ción de estas stationes era un síntoma del creciente malestar social del
período comprendido entre Cómodo y Carino. Sin embargo, las interpre-
taciones de la tetrarquía como una junta de emergencia para el resta-
blecimiento del orden político interno, esbozadas por Shtaerman y Maz-
za, son demasiado forzadas. Shtaerman considera al régimen de Diocle-
ciano como el producto de una reconciliación entre los dos tipos de
propietarios cuyo conflicto caracteriza, según ella, a esta época en la
que los grandes latifundistas se adelantaron a la amenaza de una insu-
rrección social desde abajo. Véase Krizis Rabovladel’cheskovo Stroia, pá-
ginas 479-80, 499-501, 508-9. Un crítico ruso ha señalado, entre otras ob-
jeciones, que todo el esquema de Shtaerman olvida curiosamente las ma-
sivas invasiones externas que constituyen el principal trasfondo de la
tetrarquía: V. N. Diakov, Vestnik Drevnei Istorii, 1958, IV, p. 126.
45 Véase especialmente M. Arnheim, The senatorial aristocracy in the
later Roman Empire, Oxford, 1972, pp. 3948.
84 La an tigü edad clásica

sola unidad, calculada sobre la base de cen sos nuevos y exhaus-


tivos. Por vez prim era en el m undo antiguo se introdujeron
los cálculos presupuestarios anuales, que pudieron aju star los
niveles de im puestos a los gastos corrientes (que com o era de
esperar se elevaron incesantem ente). La trem enda expansión
m aterial de la m aquinaria de Estado que resu ltó de todas estas
m edidas contradijo inevitablem ente los in ten tos ideológicos de
D iocleciano y de sus sucesores para estabilizar gracias a ella la
estructura social del Im perio tardío. Los decretos que encerra-
ban a grandes grupos de población en grem ios hereditarios si-
m ilares a las castas, después de la turbulencia del m edio siglo
pasado, podían tener poco efecto p r á c tic o 50; la m ovilidad so-
cial probablem ente aum entó algo debido a la am pliación de las
nuevas vías de prom oción m ilitares y burocráticas dentro del
E sta d o 51. Los fugaces esfuerzos para fijar los p recios y los su el-
dos adm inistrativos en tod o el Im perio fueron todavía m enos
realistas. Por otra parte, la m ism a autocracia im perial superó
fácilm ente todos los lím ites tradicionales im puestos por la op i-
nión senatorial y por la costum bre al ejercicio del poder per-
sonal. El «principado» dio paso al «dom inado» cuando lo s em -
peradores, a partir de Aureliano, se autodenom inaron do m in u s
et deus e im pusieron la cerem onia oriental de la postración
de cuerpo entero ante la presencia real, la p ro s k y n e sis con la
que Alejandro había inaugurado los Im perios h elen ísticos del
O riente Próxim o.
El carácter político del dom inado se ha interpretado fre-
cuentem ente com o un desplazam iento del centro de gravedad
del sistem a im perial rom ano hacia el M editerráneo oriental,
que se consum aría p oco después con el auge de C onstantino-
pla, la nueva Rom a a orillas del B osforo. N o hay duda de que
las provincias orientales prevalecían ahora dentro del Im perio
en dos aspectos fundam entales. E conóm icam ente, la crisis del

50 R. Macmullen, «Social mobility and the Theodosian Code», The


Journal of Roman Studies, l i v , 1964, pp. 49-53. La tesis tradicional (por
ejemplo, la de Rostovtsev) de que Diocleciano im puso una estructura
prácticamente de castas en el Imperio tardío está desacreditada. Es evi-
dente que la burocracia imperial fue incapaz de hacer cumplir los de-
cretos imperiales y de vigilar a los gremios.
51 El mejor análisis breve de la ascensión social a través de la má-
quina del Estado es el de Keith Hopkins, «Elite m obility in the Roman
Empire», P ast and Present, núm. 32, diciembre de 1965, pp. 12-26, que
insiste en los límites necesarios de este proceso: la mayoría de los nue-
vos dignatarios del Imperio tardío siempre fueron cooptados entre la
clase terrateniente de las provincias.
Rom a

m odo de produ cción escla v ista tardío a fectó con m ás fuerza a


O ccidente, donde estab a m ucho m ás profundam ente arraigado,
y lo dejó en una situ ación com parativam ente peor, al n o p oseer
ya un d inam ism o au tóctono que le perm itiera contrarrestar la
tradicional riqueza de O riente, con lo que com enzó a hundirse
com o la parte m ás pobre del M editerráneo. C ulturalm ente, su
em puje se diluyó tam bién de form a creciente. A f inales de la
época de los A ntoninos ya habían renacido la filosofía y la his-
toria griegas: el lenguaje literario de M arco Aurelio, por no
hablar de Dión Casio, ya no era el latín. M ucho m ás im portan-
te fue, por sup uesto, el len to crecim ien to de la nueva religión
que habría de im plantarse en el Im perio. E l cristian ism o había
nacido en O riente y allí se extend ió p rogresivam ente durante
todo el sig lo III, m ien tras O ccidente perm anecía relativam ente
inm une en com paración. Pero, a pesar de las apariencias, es-
tos cam bios fundam entales n o se reflejaron en la m ism a m e-
dida en la estructura p olítica del E stado porque realm ente no
se produjo una h elenización de la cúspid e dirigente del siste-
m a p olítico im perial y todavía m en os su com pleta orientaliza-
ción. La rotación orbital del poder din ástico se detuvo curio-
sam ente antes de llegar al O riente g rec o le v a n tin o 52. La dinastía
africana de los Severos parecía destinada a llevar a cabo una
suave transm isión del cargo im perial a una nueva región, cuan-
do la fam ilia siria en la que S ep tim io Severo había contraído
m atrim onio preparó la subida al tron o de un joven local, pre-
sen tad o falsam en te co m o su n ieto, que se convirtió en el em -
perador H eliogábalo en el año 218. E l ex otism o cultural — re-
lig ioso y sexual— de este a d olescen te hizo a su corto reinado
m uy célebre en tod os los p o steriores recuerdos rom anos. He-
liogábalo fue rápidam ente rem ovido por una opinión senatorial
profundam ente h o stil, b a jo cuya tutela le su ced ió su descolo-
rido prim o Alejandro Severo — otro m enor, que había sid o edu-
cado en Italia— antes de ser asesin ado en el año 235. A partir
de entonces, só lo un oriental, un rep resen tante extrem adam ente
atíp ico de aquella región, llegó a ser em perador de Roma: Julio

52 E ste hecho fundam ental ha sido olvidado con mucha frecuencia.


La lista moderadamente ecuménica de las sucesivas dinastías, hecha por
Millar, es en realidad gravemente engañosa: The Roman E m pire and its
neighbours, p. 3. Más adelante, Millar observa que sólo gracias a un
«accidente del destino» Heliogábalo y su primo pudieron ser los prime-
ros emperadores procedentes del Oriente griego «antes que ningún se-
nador de la próspera burguesía de Asia Menor» (p. 49). En realidad,
ningún griego de Asia menor llegó a ser nunca emperador antes de la
división del Imperio.
86 La an tigü edad clásica

Filipo, un árabe procedente del desierto de Transjordania. Sor-


p rendentem ente, ningún griego de Asia M enor ni de la m ism a
Grecia, ningún otro sirio y ni un solo egipcio consiguieron
nunca la púrpura im perial. Las regiones m ás ricas y urbaniza-
das del Im perio fueron incapaces de garantizar un vínculo di-
recto con la cim a del E stado que las gobernaba. Esas regiones
perm anecieron m arginadas por el carácter irreductiblem ente
rom ano del Im perio, fundado y con stru ido por Occidente, que
siem pre fue m ucho m ás hom ogéneo que el heteróclito Oriente,
donde por lo m enos tres im portantes culturas (la griega, la si-
ria y la egipcia, por no hablar de las otras destacadas m inorías
de la región) se disputaban el legado de la civilización helenís-
t ic a 53. En el sig lo III, los italian os ya no constituían una m ayo-
ría en el Senado, un tercio del cual procedía generalm ente del
Oriente grecoparlante. Pero m ientras el Senado tuvo algún po-
der en la selección y con trol de los em peradores, siem pre eli-
gió a representantes de las clases terratenientes del O ccidente
latino. Balbino (H ispania) y Tácito (Italia) figuraron entre los
últim os candidatos senatoriales que alcanzaron la dignidad im -
perial en el sig lo III.
Porque, al m ism o tiem po, el centro del poder p olítico dejó
de estar en la capital para pasar al cam po m ilitar de las zonas
fronterizas. Galieno fue el últim o soberano de esta época que
residió en Roma. A partir de en ton ces los em peradores habían
de hacerse y deshacerse fuera del ám bito de la influencia se-
natorial, por m edio de luchas faccio nales entre los jefes m ili-
tares. E ste cam bio p olítico fu e acom pañado de un nuevo y de-
cisivo cam bio regio nal en la com posición dinástica. Desde
m ediados del s ig lo I I I , el poder im perial pasó con sorpren-
dente regularidad a los generales procedentes de una zona atra-
sada, antaño conocida con el nom bre genérico de Iliria, que
ahora form aba el bloque de provincias com prendidas por Pano-
nia, D alm acia y M esia. E l predom inio de esto s em peradores
danubiobalcánicos se m antuvo com o una constante hasta la
caída del E stado rom ano en O ccidente e incluso después de
ésta. D ecio, Claudio el Godo, Aureliano, Probo, D iocleciano,
C onstantino, Galerio, Joviano, V alentiniano y Justiniano se
cuentan entre e llo s 54 y su com ún origen regional es todavía

53 En Oriente había, pues, cuatro idiomas literarios locales —griego,


sirio, copto y arameo—, mientras que en Occidente no existía ningún otro
idioma escrito aparte del latín.
54 Syme sugiere que Maximino el Tracio —que probablemente era de
Mesia y no de Tracia— y posiblem ente también Tácito deberían añadirse
R om a 87

m ás sorprendente si se tiene en cuenta que entre ellos no exis-


tió parentesco de ningún tipo. H asta com ienzos del siglo VI, el
único em perador im portante que no procedió de esta zona fue
un hispano, T eodosio, que venía del lejano o este del Imperio.
La razón m ás obvia del auge de esto s gobernantes panonios e
¡lirios radica en el papel desem peñado por las provincias danu-
bianas y balcánicas en el sum inistro de soldados para el ejér-
cito: am bas zonas eran ya entonces una reserva tradicional de
soldados y oficiales profesionales para las legiones. Pero había
tam bién algunas razones m ás profundas para la nueva preem i-
nencia de esta región. Panonia y D alm acia fueron las conquis-
tas clave de la expansión en tiem pos de Augusto, porque com -
pletaron el básico cordón geográfico del Im perio al cerrar el
abism o que existía entre sus sectores oriental y occidental.
D esde aquel m om ento, Panonia y Dalm acia siem pre actua-
ron com o el puente estratégico central que unía a las dos
m itades del territorio im perial. Todos los m ovim ientos de tro-
pas efectuados por tierra a lo largo del eje este-oeste tenían
que pasar por esta zona, que, en consecuencia, se convirtió en
el punto de apoyo de m uchas im portantes guerras civiles del
Im perio, a diferencia de las típicas batallas navales en Grecia
durante la época republicana. El control de los puertos de los
Alpes Julianos perm itía un rápido descenso y una veloz reso-
lución de los con flictos en Italia. A partir de Panonia tuvo lu-
gar la victoria de V espasiano en el 69, el triunfo de Septim io
en el 193, la usurpación de D ecio en el 249, la tom a del poder
por D iocleciano en el 285 y la asunción de C onstancio en el 351.
Más allá de la im portancia estratégica de esta zona estaba, sin
em bargo, su especial posición social y cultural dentro del Im -
perio. Panonia, Dalm acia y M esia eran regiones intratables, cuya
proxim idad con el m undo griego nunca había conducido a su
integración en él; fueron de las últim as provincias continenta-
les rom anizadas y su conversión a la agricultura convencional
de la villa se produjo necesariam ente m ucho después y fue
m ás incom pleta que la de Galia, H ispania o Áfr ic a 55. El modo
de producción esclavista nunca alcanzó en ellas la m ism a mag-

a esta lista: E m perors and biography. Studies in the H istoria Augusta,


Oxford, 1971, pp. 182-6, 246-7. Los otros pocos emperadores de esta época
parecen haber sido todos occidentales. Treboniano Galo, Valeriano y Ga-
lieno eran de Italia, Macrino era de Mauritania, y Caro probablemente
de la Galia meridional.
55 P. Oliva, Pannonia and the onset of crisis in the Roman Empire,
Praga, 1962, pp. 248-58, 345-50.
88 La a n tig ü ed a d clásica

nitud que en las otras provincias latinas del continente occi-


dental, aunque es posible que al final registrara allí algunos
avances m ientras retrocedía ya en las regiones m ás antiguas: en
un estudio sobre el Im perio a finales del siglo IV se describe
a Panonia com o im portante exportador de esclavos56. La crisis
de la agricultura esclavista no fue, por consiguiente, tan tem -
prana o tan radical, y el núm ero de propietarios libres y arren-
datarios fue m ás considerable, de acuerdo con un m od elo rural
m ás cercano al de Oriente. Indudablem ente, la vitalidad de esta
región, en m edio de la decadencia de O ccidente, n o estuvo
desconectada de esa distin ta form ación. Pero, al m ism o tiem p o ,
su función política fundam ental era inseparable de su latini-
dad; lingüísticam ente, era rom ana y no griega, la m ás cruda
y oriental extrem idad de la civilización latina. Por tanto, no
fue sólo su situación territorial en el p unto de articulación
continental entre Oriente y Occidente lo que determ inó su
im portancia; su posición en el lado correcto de la frontera cul-
tural fue lo único que hizo posible su sorprendente preem i-
nencia en un sistem a im perial que en su m ás profunda natu-
raleza y en su origen era todavía un orden rom ano. El cam bio
dinástico hacia las tierras atrasadas del D anubio y los B al-
canes representaba el m ayor m ovim iento p osib le hacia Oriente
del sistem a p olítico rom ano, para m antener unido al Im perio,
com patible con la conservación de su íntegro carácter latino.
El vigor m ilitar y burocrático de los nuevos dirigentes de
Panonia e Iliria había conseguido estabilizar nuevam ente el
E stado im perial a com ienzos del siglo IV . Pero la restauración
adm inistrativa del Im perio se realizó a costa de una grave y
crecien te fisura dentro de la estructura global del poder. La
unificación política del M editerráneo trajo con sigo una vez m ás
la división social en el seno de las clases dom inantes. La aris-
tocracia senatorial de Italia, Hispania, la Galia y Africa conti-
nuó siendo el estrato económ icam ente m ás p od eroso de O cci-
dente debido a la tradicional concentración de sus riquezas.
Pero ahora estaba separada del aparato del m ando m ilitar, que
era la fuente del poder político im perial, el cual había pasado
frecuentem en te a oficiales arribistas procedentes de los em p o-
brecidos Balcanes. Así se introdujo en el orden dirigente del
dom inado un antagonism o estructural, que nunca había existi-
do en el principado y que finalm ente habría de ten er fatales
consecuencias. D iocleciano lo llevó a su extrem o con la férrea

56 Shtaerman, K rizis R abovladel’cheskovo Stroia, p. 354.


R om a 89

discrim inación contra los candidatos senatoriales para prácti-


cam ente todos los cargos de im portancia, ya fuesen civiles o
m ilitares. En esta form a exacerbada, el con flicto n o podía du-
rar: C onstantino invirtió la p olítica de su predecesor hacia la
nobleza tradicional de O ccidente y la cortejó sistem áticam en-
te con nom bram ientos para los gobiernos de provincias y con
honores adm inistrativos, aunque no con jefaturas m ilitares, de
las que había sido alejada de form a perm anente. El Senado
fue am pliado y en su sen o se creó una nueva élite patricia. Al
m ism o tiem po, la com p osición de la aristocracia en toda la
exten sión del Im perio se transform ó radicalm ente debido al
gran cam bio in stitu cion al del reinado de C onstantino: la cris-
tianización del E stad o d esp ués de la conversión del em perador
y de su victoria sobre M ajencio en el puente Milvio. Significa-
tivam ente, la nueva religión oriental sólo conquistó el Im perio
cuando fue adoptada por un césar en O ccidente. Un ejército
procedente de Galia fue el que im p uso un credo originado en
Palestina, sím bolo y accidente paradójico, o síntom a quizá, del
d om inio p olítico del núcleo latino del sistem a im perial romano.
El efecto in stitucional inm ediato m ás im portante del cam bio
religioso fue quizá la prom oción social de un gran núm ero de
«funcionarios cristianos», que habían hecho sus carreras adm i-
nistrativas gracias a su lealtad a la nueva fe, a las extensas
filas de los cla rissim i del siglo i v 57. La m ayor parte de ellos
procedían de Oriente, donde llegaron a dom inar el segundo Se-
nado esta b lecid o por C onstancio II en C onstantinopla. Su in-
tegración en la eficaz m aquinaria del dom inado, con la proli-
feración de nuevos cargos b urocráticos, reflejó y reforzó el
ininterrum pido crecim ien to de las dim ensiones totales del
E stad o en la sociedad rom ana tardía. Por otra parte, el estableci-
m iento del cristian ism o com o Iglesia oficial del Im perio aña-
dió a partir de enton ces una enorm e burocracia clerical — don-
de previam ente no había ex istid o ninguna— al ya trem endo
p eso del aparato secular del E stado. D entro de la m ism a Igle-
sia se produjo probablem ente un p roceso sim ilar de expansión
de la m ovilidad social, ya que la jerarquía eclesiástica procedía
principalm ente de la clase de los curiales. L o s salarios y esti-
pendios de esto s dignatarios religiosos, extraídos de las inm en-

57 Para este fenóm eno, véase Jones, «The social background of the
struggle between paganism and Christianity», en A. Momigliano (comp.) ,
The conflict betw een paganism and Christianity in the fourth century,
Oxford, 1963, pp. 35-7.
90 La an tigü edad clásica

sas rentas devengadas por la riqueza corporativa de la Iglesia,


fueron m uy pronto superiores a los de los rangos equivalentes
de la burocracia secular. C onstantino y sus sucesores dirigie-
ron su nuevo reparto con un pródigo derroche palatino; las in-
dicciones y los im p uestos subieron de form a inexorable. M ien-
tras tanto, y sobre todo, C onstantino aum entó el tam año del
ejército con la creación de nuevas unidades de infantería y ca-
ballería y la construcción de sus reservas estratégicas. A lo
largo del siglo IV el ejército llegó a sum ar cerca de 650.000 sol-
dados, casi cuatro veces m ás que a com ienzos del principado.
El Im perio rom ano de los siglos IV y V se vio, pues, gravado
con u n vasto y exagerado aum ento de sus superestructuras m i-
litar, p olítica e ideológica.
Por otra parte, la expansión del Estado, fue acom pañada de
una contracción en la econom ía. Las pérdidas dem ográficas del
sig lo I I I nunca se volvieron a recuperar. Aunque no puede
calcularse el descenso estad ístico de la población, el continuo
abandono de las tierras cultivadas (los agri d e se rti del Im perio
tardío) constituye la prueba inequívoca de una curva general
descendente. En el siglo IV , la renovación política del sistem a
im perial produjo un cierto aum ento tem poral en la construc-
ción urbana y un restab lecim iento de la estabilidad m onetaria
con la em isión del so lidus de oro. Pero estas dos recuperacio-
nes fueron lim itadas y precarias. El crecim iento urbano se
concentró en buena m edida en los nuevos centros m ilitares y
adm inistrativos situados bajo el patrocinio directo de los em -
peradores: Milán, Tréveris o Sérdica y, sobre todo, Constanti-
nopla. N o fue un fenóm eno económ ico espontáneo y no pudo
detener la progresiva decadencia de las ciudades. Las oligar-
quías m unicipales, que en épocas anteriores habían presidido
unas ciudades orgullosas y llenas de vida, fueron som etidas a
una creciente supervisión e interferen cia a com ienzos del prin-
cipado, cuando se nom braron desde Roma a unos curatores
im periales de carácter especial para que vigilasen las capitales
de las provincias. Pero, a partir de la crisis del sig lo III, la re-
lación entre el centro y la periferia se invirtió de form a curio-
sa: los em peradores tuvieron que esforzarse continuam ente por
convencer o coaccionar a la clase de los decuriones, encargada
de la adm inistración m unicipal para que cum plieran con sus
obligaciones hereditarias en los con sejos m unicipales, m ientras
esto s terratenientes locales abandonaban sus responsabilidades
cívicas (y los gastos consiguientes) y las ciudades m orían por
falta de fondos p úb licos o de inversiones privadas. La típica
R om a 91

«huida de los decuriones» se dirigía hacia los rangos superiores


de los ca rlissim i y de la burocracia central, donde estaban
exentos de obligaciones m unicipales. M ientras tanto, en los ni-
veles sociales m ás bajos, los pequeños artesanos abandonaban
las ciudades en busca de seguridad y de trabajo en las fincas
de ios grandes m agnates del cam po, a pesar de los decretos
oficiales que prohibían esas m igraciones58. La gran red de ca-
rreteras que unía a las ciudades del Im perio —y que siem pre
fueron con struccion es estratégicas m ás que com erciales— qui-
zá tuvieran en algunos casos un carácter negativo para las eco-
nom ías de las regiones que atravesaban, ya que fueron meras
vías de alojam iento de soldados y de recaudación de im puestos
más que rutas de com ercio o de inversión. En estas condicio-
nes, la estabilización de la m oneda y la reconversión de los im-
puestos en dinero en el siglo IV no representó una auténtica
revitalización de la econom ía urbana. Antes bien, el nuevo sis-
tem a m onetario inaugurado por C onstantino com binó m onedas
selectas de oro, para uso del E stado y de los ricos, con unidades
de cobre, constantem ente depreciadas, para las necesidades de
los pobres, sin ninguna escala de valores entre am bas, de tal
form a que en la práctica se crearon dos sistem as m onetarios
separados, evidencia palm aria de la polarización social del Im -
perio ta r d ío 59. En la m ayor parte de las provincias, el com ercio
y la industria urbana decayeron progresivam ente a la vez que
se p roducía una gradual e indudable ruralización del Imperio.
N aturalm ente, la crisis final de la Antigüedad tuvo su ori-
gen en el propio cam po. M ientras las ciudades se paralizaban o
decaían, en la econom ía rural tuvieron lugar cam bios trascen-
dentales que presagiaban la transición hacia otro m odo distinto
de producción. Ya hem os señalado los lím ites inexorables del
m odo de producción esclavista cuando las fronteras im peria-
les dejaron de avanzar; esos lim ites precedieron y subyacieron
a los trastornos políticos y económ icos del sig lo III . Ahora, en
las condiciones recesivas del Im perio tardío, el trabajo escla-
vista —ligado siem pre a un sistem a de expansión política y mi-

58 Weber observó correctamente. que este éxodo fue exactamente lo


contrario del modelo típico medieval de la huida de los campesinos de
la tierra a las ciudades para conseguir trabajo y libertad urbana. «Die
sozialen Gründe des Untergangs der antiken Kultur», pp. 306-7.
59 Hay un buen análisis de la situación monetaria en André Piganiol,
L’Empire chretien (325-395), París, 1947, pp. 294-300. Véase también Jo-
nes, «Inflation under the Roman Empire», Economic History Review, V,
núm. 3, 1953, pp. 301-14.

4
92 La a n tigü edad clásica

litar— se hizo cada vez m ás escaso y m o lesto y, e n c onsecuen-


cia, los terratenientes lo convirtieron progresivam ente en una
adscripción a la tierra. Un cam bio d ecisivo se produjo cuando
la curva del precio de los esclavos —que, com o ya hem os visto,
subió de form a ininterrum pida durante los prim eros doscien-
tos años del principado, debido a la escasez de la oferta— co-
m enzó a m antenerse y a caer durante el sig lo III, sign o seguro
de la contracción en la d em an d a60. Progresivam ente, los p ro-
pietarios dejaron de preocuparse de form a directa p o r el m an-
tenim iento de m uchos de sus esclavos y, con ob jeto de que se
cuidaran de sí m ism os, los establecieron en pequeñas parcelas,
cuyo plusproducto r eco g ía n 61. Las grandes fincas ten d ieron a
dividirse en reservas señoriales centrales, trabajadas todavía
por esclavos, rodeadas por una gran m asa de tenencias cam -
pesinas, cultivadas por siervos. Es p osib le que con este cam -
bio la productividad se increm entara m arginalm ente, aunque
no el producto total, dado el descenso global de la m ano de
obra en el cam po. Al m ism o tiem po, las aldeas de los p eq u e-
ños propietarios y de los arrendatarios libres —que siem pre
habían existid o en el Im perio junto a los esclavos— cayeron
bajo el «patrocinio» de los grandes m agnates rurales, en su
búsqueda de p rotección contra las exacciones fiscales y el re-
clutam ien to forzoso por el Estado, y llegaron a ocupar unas
p osicion es económ icas m uy sim ilares a las de los antiguos e s-
clavos.
El resultado de este p roceso fue la aparición y el predom inio
final, en la m ayor parte de las provincias, del colonus, esto es,
el arrendatario cam pesino dependiente que estab a vinculado
a la finca de su señor y le pagaba por su parcela rentas en es-
p ecie o en dinero, o la cultivaba bajo un acuerdo de reparto de la
cosecha (las prestaciones de trabajo propiam ente dichas eran
anorm ales). Los coloni se quedaban generalm ente con la m itad
del producto de sus parcelas. Las ventajas económ icas q u e la
clase explotadora obtenía con este nuevo sistem a de trabajo s e
pusieron brutalm ente de m anifiesto cuando los terratenientes

60 Jones, «Slavery in the ancient world», p. 197; Weber, «Agrarverhält-


nisse in Altertum», pp. 271-2. Weber sobreestim a la caída definitiva de
los precios de esclavos durante el Imperio tardío; como Jones demues-
tra, los precios bajaron aproximadamente hasta la mitad del nivel que
tenían en el sig lo II, pero los esclavos continuaron siendo una mercan-
cía relativamente cara, excepto en las provincias fronterizas.
61 El m ejor análisis de éste proceso es el ensayo póstum o de Marc
Bloch, «Comment et pourquoi finit l’esclavage antique?», Armales E. S. C.,
2, 1947, pp. 30-44, 161-70.
R om a 93

se m ostraron d isp u estos a pagar m ás del precio de m ercado de


un esclavo para evitar la llam ada a filas de un c o l o n u s 62. Dio-
cleciano había decretado que los arrendatarios debían conside-
rarse ad scritos a su s aldeas a efectos de la recaudación de
im p u estos y, en consecu en cia, los pod eres jurídicos de los te-
rratenientes sobre los coloni aum entaron ininterrum pidam ente
durante los siglos IV y V con lo s su cesivos decretos de Cons-
tantino, V alente y Arcadio. M ientras tanto, lo s esclavos agríco-
las dejaron de ser gradualm ente m ercancías convencionales
h asta que V alen tinian o I —el ú ltim o gran em perador preto-
riano de O ccidente— prohibió form alm en te su venta separados
de las tierras que tra b a ja b a n 63. Así, por un p roceso convergen-
te, se form ó en el Im perio tardío una clase social dé produc-
tores rurales dep end ientes, jurídica y econ óm icam ente distin-
tos de los esclavos y de los arrendatarios libres o de los
p equeños propietarios. La aparición de e sto s colon os no significó
una dism inución en la riqueza o en el p o d er de la clase terra-
teniente: al contrario, debido precisam ente a que absorbió a
los antiguos pequeños cam pesinos ind ep en dien tes y al m ism o
tiem po alivió l o s problem as de la d irección y supervisión de
las grandes fincas, este p roceso en trañ ó un aum ento global en
las dim ension es de l as fin cas de la aristocracia rom ana. Las
p osesion es totales de los m agnates rurales — frecuentem ente
dispersas p o r m uchas provincias— alcanzaron su c en it en el
siglo V .
N aturalm ente, la esclavitud no desapareció en absoluto. E l
sistem a imperi a l no pod ía p rescin dir de ella, porque el apara-
to de E stad o todavía se basaba en unos sistem as esclavistas
de aprovisionam iento y com u nicacion es, que conservaban casi
toda su fuerza tradicional h asta el m ism o fin del Im perio en
O ccidente. Aunque su papel en la producción artesanal urbana
descend ió de form a notable, los esclavos proporcionaban en
todas partes un lu joso servicio d om éstico a las clases p oseed o-
ras. Por otra parte, los esclavos continuaron siendo relativa-
m ente nu m erosos en el cam po, trabajando los latifundios de
los terraten ien tes de las provincias, al m en os en Italia y en
H ispania, y probab lem ente tam bién en la Galia en m ayor grado
de lo que a m enudo se supone. M elania, m ujer noble que se
convirtió a la religión a principios del siglo V , quizá poseyera
25.0 0 0 esclavos ú n icam en te en 62 aldeas situadas en sus p ose-

62 Jones, The later Roman E m pire, II, p. 1042.


63 Jones The later R om an E m pire, II, p. 795.
94 La an tigü edad clásica

siones locales cerca de Rom a64. El sector esclavista de la eco-


nom ía rural, la población esclavista dedicada al servicio y las
industrias esclavistas p erten ecien tes al Estado eran m ás que
suficientes para asegurar que el trabajo continuara m arcado
por la degradación social y que los inventos estuvieran aleja-
dos del ám bito laboral. «Al m orir [la esclavitu d ] dejó detrás
de sí su aguijón venenoso bajo la form a de proscripción del tra-
bajo productivo por los hom bres libres», escribió Engels. «Tal
es el callejón sin salida en el cual se encontraba el miando ro-
mano»65. Los aislados descubrim ientos técnicos del principado,
ignorados en los m om entos culm inantes del m odo de produc-
ción esclavista, perm anecieron igualm ente ocultos en la época
de su desintegración. La tecnología no recibió ningún im pulso
con la conversión de los esclavos en coloni. Las fuerzas de pro-
ducción de la Antigüedad perm anecieron bloqueadas en sus
niveles tradicionales.
Pero con la form ación del colonato, e l h ilo c o nductor de
todo el sistem a económ ico se desplazó, pasando básicam ente a
la relación establecida entre el productor rural dependiente,
el señor y el E stado. En efecto, la enorm e m aquinaria m ilitar
y burocrática del Im perio tardío exigía un precio terrible a una
sociedad cuyos propios recursos económ icos ya habían dism i-
nuido. La aparición de exacciones fiscales urbanas debilitó al
com ercio y la producción artesana en las ciudades. Pero, sobre
todo, una abrum adora carga de im puestos cayó incansable e
insoportablem ente sobre el cam pesinado. Los presupuestos
anuales o «indicciones» se duplicaron entre el año 324 y el 364.
A finales del Im perio, el volum en de los im puestos sobre la
tierra era p robablem ente tres veces superior al de la República
tardía, y el E stado absorbía entre un cuarto y un tercio del
producto agrícola bruto Adem ás, el coste de la recaudación
de im puestos recaía sobre el sujeto, que podía pagar hasta un
30 por ciento por encim a de las tarifas oficiales para aplacar
y m antener a los funcionarios que le esq u ilm a b a n 67. Los im -

64 En total, Melania poseía tierras en Campania, Apulia, Sicilia, Tuni-


cia, Numidia, Mauritania, Hispania y Britania y, con todo, sus ingresos
únicamente eran para sus contemporáneos los de una familia senatorial
de mediana riqueza. Véase Jones, The later Roman E m pire, I I , pp. 793,
782, 554.
65 Marx-Engels, Selected w orks, Londres, 1968, p. 570. [Obras escogidas,
2 vols., Madrid, Akal, 1975, v o l. II , p. 317.]
66 A. H. M. Jones, «Over-taxation and the decline of the Roman Empi-
re», A ntiquity, xxxi i i , 1959, pp. 39-40.
67 Jones, The later Rom an E m pire, I, p. 468.
R om a 95

puestos eran recaudados a m enudo por los propios terrate-


nientes, que podían evadir sus propias obligaciones fiscales a
la vez que hacían cum plir las de sus coloni. La Iglesia esta-
blecida —un com plejo institucional que, a diferencia de las an-
teriores civilizaciones del O riente Próxim o, era desconocido en
la Antigüedad clásica— añadía una nueva carga parasitaria a
la ya difícil situación de la agricultura, de la que extraía el 90
por ciento de sus rentas. El lujo osten to so de la Iglesia y la
im placable avaricia del E stado se vieron acom pañados por una
drástica concentración de la propiedad privada rural, ya que
lo s grandes m agnates de la nobleza adquirieron las fincas de
los terraten ien tes m enores y se apropiaron las tierras de los
antiguos cam pesinos libres.
El Im perio estab a, pues, desgarrado por las crecien tes difi-
cultades económ icas y la polarización social cuando transcu-
rrían los últim os años del siglo IV . Pero esto s procesos sólo
llegaron a su fin en O ccidente con el colapso de todo el sistem a
im perial ante los invasores bárbaros. El análisis co nvencional
de este desastre final recurre a la concentración de la presión
germ ánica sobre las provincias occidentales y a su vulnerabili-
dad estratégica, generalm ente superior a la de las provincias
orientales. Según el célebre epitafio de Piganiol, l’E m p ire ro-
main n ’est pas m o r t de sa belle m o r t; il a été a s s a s s in é 68.
E ste análisis tiene el m érito de in sistir en el carácter irreduc-
tiblem ente catastrófico de la caída del Im perio en Occidente
contra los num erosos intentos eruditos de presentarlo com o
una m utación p acífica e im perceptible, de la que apenas se
percataron quienes la v iv ie r o n 69. Pero la creencia de que «la
debilidad interna del Im perio no pudo haber sido un factor
im portante de su decadencia» es claram ente in so ste n ib le 70. Esta

68 «El Imperio romano no murió de muerte natural; fue asesinado»:


L’E m pire chrétien, p. 422.
69 La opinión extrema fue expresada por Sundwall: das w eström ische
Reich ist ohne E rschütterung eingeschlafen («el Imperio romano de Oc-
cidente cayó dormido sin convulsiones»): J. Sundwall, W eström ische Stu-
dien, Berlín, 1915, p. 19; frase muy citada desde entonces, especialmente
por Dopsch, y recientemente adoptada todavía por K. F. Stroheker, Ger-
m anentum und Spätantike, Zu rich, 1965, pp. 89-90. Estos diversos juicios
no han estado libres de la intromisión del sentimiento nacional.
70 Esta es la última frase de la obra de Jones: The later Roman Em -
pire, II, 1068, pero el peso de sus propias pruebas contradice esa con-
clusión. La grandeza y los límites de Jones como historiador están re-
sumidos en la breve y soberbia nota de Momigliano, Quarto contribuito
alla storia degli stu di classici e del mondo antico, Roma, 1969, pp. 645-7,
que critica con justicia esta conclusión.
96 La a n tigü edad clásica

creencia n o ofrece una explicación estructural de las razones


por las que el Im perio de Occidente sucum bió ante las bandas
prim itivas de invasores que lo recorrieron durante e l siglo V ,
m ientras que el Im perio de Oriente — contra el que sus ata-
ques habían sido inicialm ente m ucho m ás peligrosos— se li-
bró y sobrevivió. La respuesta a esta cu estión radica en todo
el desarrollo h istórico previo de am bas zonas del sistem a im -
perial rom ano. Los análisis ortodoxos sitúan casi siem pre su
crisis final en un m arco tem poral excesivam ente corto; en rea-
lidad, las raíces de los dispares destinos del M editerráneo orien-
tal y occidental en el siglo V se rem ontan hasta los orígenes de
sus respectivas integraciones en el ám bito rom ano a com ienzos
de la expansión republicana. Como hem os visto, el O ccidente
fue el verdadero cam po de pruebas de la expansión im perial
rom ana, el escenario de la auténtica y decisiva am pliación de
todo el universo de la Antigüedad clásica. Aquí fue donde se
transportó con éxito y se im plantó en un terreno social prác-
ticam en te virgen la econom ía esclavista republicana, p erfeccio -
nada en Italia. Aquí fue donde se fundaron la inm ensa m ayoría
de las ciudades rom anas. Aquí fue donde siem pre residió el
grueso de la clase dirigente de las provincias que se elevó al
poder con el principado. Aquí fue donde la lengua latina se con-
virtió — prim ero oficial y después popularm ente— en el principal
idiom a hablado. En Oriente, por el contrario, la conquista ro-
m ana únicam ente se superpuso y coordinó a una civilización
helen ística avanzada, que ya había estab lecid o la «ecología»
social básica de la región: las ciudades griegas, el h in terlan d
cam p esin o/n ob iliario, la m onarquía oriental. E l m odo de pro-
ducción esclavista desarrollado que im p u lsó al sistem a impe-
rial rom ano se estableció, pues, desde su origen, principalm en-
te en Occidente. Por tanto, era lógico y presum ible que las
contradicciones internas de este m odo de producción llegaran
tam bién a su conclusión m ás extrem a en O ccidente, donde no
fueron am ortiguadas ni bloqueadas por ninguna form a h istó -
rica anterior o alternativa. Los síntom as fueron m ás extrem os
allí donde el m edio era m ás puro.
Así, para em pezar, el descenso en la población del Im perio
a partir del siglo III tuvo que afectar con m ás rigor a O cciden-
te, m ucho m enos densam ente habitado, que a Oriente. Los
cálculos exactos son im posibles, aunque puede estim arse que
en el Im perio tardío la población de E gipto ascendía probable-
m ente a unos 7.500.000 habitantes, m ientras que la Galia tenía
R om a 97

quizá alrededor de 2 .500.00071. Las ciudades de Oriente eran,


desde luego, m ucho m ás num erosas y conservaron su vitalidad
com ercial en un grado m uy superior. La brillante ascensión
de C onstantinopla com o segunda capital del Im perio fue el
m ayor éxito urbano de los siglos IV y V. A la inversa, no fue
u n accidente_que l os latifu nd ios esclavistas estuvieran m ás
concentrados hasta el m ism o final del Im perio en Italia, His-
p ania y la Galia, es decir, donde se habían estab lecid o en pri-
m er lugar. E s m ás sorprendente que el m odelo geográfico del
nuevo sistem a del colon ato siguiera la m ism a división básica.
La in stitu ción del colonato p rocedía de Oriente, especialm ente
de E gipto, donde apareció por vez prim era. E s, por tanto, lla-,
m ativo que su conversión en un im portante sistem a rural tu-
viera lugar en O ccidente, donde llegó a predom inar en un gra-
do m ucho m ayor que en la agricultura h elen ística del M edite-
rráneo o r ie n ta l72. A sim ism o, el p a tro c in iu m f ue en su origen
un fenóm eno com ún a Siria y E gipto, donde norm alm ente re-
presentaba la con cesión de una protección oficial m ilitar a las
ciudades contra los abusos com etid os por los pequeños fun-
cionarios del E stado. Pero fue en Italia, la Galia e H ispania
donde llegó a sign ificar la entrega que un cam p esin o hacía de
sus tierras a un terrateniente, el patrón, que después se las
cedía de nu ev o co m o ten en cia tem poral (el llam ado preca rio ) 73.
E ste tipo de patrocinio nunca lleg ó a e s t a r ta n extendido en
Oriente, donde las aldeas libres conservaron a m enudo sus pro-
pios con cejos autónom os y su indep en den cia com o com unida-
des rurales durante m ás tiem p o que las m ism as ciudades m u-
nicipales74, y donde, por consiguien te, lapequeña propiedad
cam pesin a — com binada con ten en cias adscripticias y depen-
dientes— su b sistió en un grado m u ch o m ayor que en O cciden-
te. La carga im positiva im perial tam b ién parece haber sid o re-
lativam ente m ás ligera en Oriente: es p o sib le que, al m enos en
Italia, las exacciones fisca les sobre la tierra ascendieran du-
rante el siglo V al doble de las de Egipto. Adem ás, los índices
oficialm en te adm itid os de extorsión p or parte de lo s recauda-
dores de im p u estos, en form a de «honorarios» p or sus servi-

71 Jones, The later R om an E m pire, II, pp. 1040-1.


72 Joseph Vogt, The decline o f Rom e, Londres, 1965, pp. 21-2. [La de-
cadencia de Roma, Madrid, Guadarrama, 1968.]
73 M. T. W. Arnheim, The senatorial aristocracy in the later Roman
E m pire, Oxford, 1972, pp. 149-52; Vogt, The decline of Rom e, p. 197.
74 Jones, The G reek city fro m Alexander to Justinian, pp. 2724.
98 La an tigü edad clásica

cios, parecen haber sido seis veces m ás altos en O ccidente que


en O rien te75.
Finalm ente, y sobre todo, am bas regiones estuvieron domi-
nadas por unas clases p oseedoras significativam ente diferentes.
En Oriente, los propietarios rurales constituían una nobleza
m edia, basada en las ciudades y acostum brada a estar excluida
del p oder p o lítico central y a obedecer las órdenes reales
burocráticas: fue la única ala de la clase terrateniente de pro-
vincias que nunca produjo una dinastía im perial. Con e l aum en-
to de la m ovilidad ascendente en el Im perio tardío y J a crea-
ción de una segunda capital en C onstantinopla, este estrato
proporcionó el grueso de la adm inistración estatal de Oriente.
Fueron ellos quienes form aron la inm ensa m ayoría de los «fun-
cionarios cristianos» y atestaron el nuevo Senado de C onstanti-
nopla, am pliado h asta 2.000 m iem bros por C onstancio II y com -
p u esto únicam ente por funcionarios y dignatarios arribistas de
las provincias de habla griega. Su riqueza era m ás lim itada que
la de sus m ás viejos y m ás altos colegas de Roma, su poder
local era m enos opresivo y, en consecuencia, su lealtad al Es-
tado era m a y o r 76. D esde D iocleciano a M auricio prácticam ente
no hubo en O riente ninguna guerra civil, m ientras O ccidente
fue asolado por las repetidas usurpaciones y las luchas inter-
nas en el seno de la clase de los m agnates. En parte, esto se de-
bió a la tradición política de la veneración helen ística hacia
los sagrados soberanos reales, todavía fuerte en aquella región,
pero fue tam bién un reflejo del diferente equilibrio social en-
tre el E stado y la nobleza. N ingún em perador de O ccidente i n-
tentó nunca frenar la expansión del patrocin iu m , a p esar de
que sustraía g r a n d e s áreas territoriales a la vigilancia de los
agentes del Estado; sin em bargo, los sucesivos em peradores de
O riente legislaron repetidam ente contra él durante el siglo i v 77.
La aristocracia senatorial de O ccidente representaba una
fuerza com pletam en te distinta. En estos m om entos ya no com -
prendía a la m ism a red de fam ilias de los com ienzos del prin-
cipado: los b ajísim o s ín d ices de natalidad de la aristocracia

7 5 J o n es, The later R om an E m pire, I, pp. 205-7, 468; III, p. 129. Posi-
blem ente, en Italia los im puestos se llevaban hasta los dos tercios de la
cosecha de los cam pesinos. Naturalmente, los terratenientes no pagaban
una parte comparable de la carga fiscal. Sus obligaciones eran especial-
mente evadidas en Occidente. Para Sundwall, la incapacidad del Estado
imperial para gravar adecuadamente a la aristocracia terrateniente fue
la causa de su colapso final en Occidente; W eström ische Studien, p. 101.
76 Peter Brown, The w o rld of late A ntiquity, Londres, 1971, pp. 434.
77 Jones, The later R om an E m pire, II, pp. 777-8.
R om a 99

rom ana y la turbulencia p olítica de la época posterior a los Anto-


ninos habían elevado al. poder a nuevos linajes en todo Occi-
dente. Los terratenientes provinciales de la Galia e Hispania
perdieron im portancia política en la capital a m ediados del
Im perio78. Por otra parte, es digno de m ención que la única
zona que produjo en esta época una «dinastía» separatista fue
la Galia, donde una serie de usurpadores regionales —Pó stum o,
V ictorino y Tétrico— m antuvieron un régim en relativam ente
estable, cuyo poder se extend ió hasta H ispania, durante m ás de
una década. N aturalm ente, la nobleza italiana se había m ante-
nido m ás cerca del centro del sistem a político im perial. Sin
em bargo, la llegada de la tetrarquía recortó drásticam ente las
prerrogativas tradicionales de la aristocracia rural en todo Oc-
cidente, aunque no redujo su fuerza económ ica. A lo largo del
sig lo III, la clase senatorial había perdido sus m andos m ilita-
res y buena parte de su influencia política, pero nunca fue pri-
vada de sus tierras y nunca olvidó sus tradiciones: las fincas,
que siem pre fueron las m ás exten sas del Im perio, y los recuer-
dos de un pasado antiim perial. D iocleciano, de orígenes extre-
m adam ente hum ildes y de visión toscam ente cuartelera, había
privado al orden senatorial de casi todos los gobiernos provin-
ciales y lo había excluido sistem áticam ente de los altos cargos
adm inistrativos de la tetrarquía. Sin em bargo, su sucesor Cons-
tantino invirtió esa p olítica antiaristocrática y abrió de nuevo
am pliam ente los altos rangos del aparato burocrático im perial
de O ccidente a la clase senatorial, ahora fusionada con el orden
ecuestre para form ar la única nobleza de los clarissimi. Bajo
su gobierno, los praesid es y vicarii senatoriales se m ultiplica-
ron una vez m ás por Italia, H ispania, el norte de Africa y por
el resto de O ccid en te79. E l m otivo del acercam iento de Cons-
tantino a la aristocracia occidental puede deducirse del otro
gran cam bio de su reinado: su conversión al cristianism o. El
orden senatorial de O ccidente era no sólo el sector económ ica
y políticam ente m ás poderoso de la nobleza rural del Im perio,
sino tam bién el reducto ideológico del paganism o tradicional

78 Para algunos análisis del papel de las noblezas de Hispania y la


Galia en el Imperio tardío, véase K. F. Stroheker, «Spanische Senatoren
der spätromischen und w estgotischen Zeit», G ermanentum und S p ätanti-
ke, pp. 54-87; y Der senatorische Adel im sp ä tantiken Gallien, Tubinga,
1948, pp. 13-42. Stroheker insiste en la tardía rehabilitación política con-
seguida por ambas, después de su eclipse en el siglo III, en la época de
Graciano y Teodosio.
79 Arnheim, The senatorial aristocracy in the later Roman Empire,
páginas 216-9, ofrece cálculos estadísticos.
100 La a n tigü edad clásica

y potencialm ente el m ás hostil a las innovaciones religiosas de


Constantino. La reintegración de esta clase en la élite adm inis-
trativa im perial se inspiró probablem ente, a corto plazo, en la
necesidad de congraciarse con ella en m edio de los peligros
que representaba el establecim iento del cristianism o com o re-
ligión oficial del Im p e rio 80. Pero, a largo plazo, lo que aseguró
su rehabilitación política fueron las fortunas y las conexiones
de las grandes fam ilias patricias de Occidente: lo s clanes em -
parentados de los Anicios, B eticios, E scipiones, C eionios, Aci-
lios y otros.
Porque, en efecto, la aristocracia senatorial de O ccidente,
m arginada políticam ente bajo la tetrarquía, se había recupera-
do económ icam ente hasta un nivel increíble. Los altos índices
de absorción y los b ajos índices de natalidad habían conducido
a concentraciones cada vez m ayores de propiedad territorial en
las m anos de un núm ero cada vez m ás reducido de m agnates,
hasta el punto de que los ingresos m edios de la aristocracia
occidental durante el siglo IV fueron aproxim adam ente cinco
veces superiores a los de sus p redecesores del siglo i 81. Los
em peradores que sucedieron a C onstantino fueron con frecuen-
cia oficiales m ilitares de baja extracción social, reclutados a
m enudo, desde Joviano en adelante, en las scholae palatinae
o guardias de palacio82, pero todos ellos, in clu so el francam en-
te antisenatorial V alentiniano I, acabaron por confiar a los c la-
rissim i los puestos civiles claves de la adm inistración occiden-
tal, desde la prefectura pretoriana para abajo. La diferencia
con Oriente es im presionante: allí, las m ism as funciones buro-
cráticas eran ocupadas por plebeyos, y aquellos pocos aristó-
cratas que conseguían nom bram ientos eran a m enudo — lo que

80 Arnheim, op. cit., pp. 5-6, 49-51, 72-3. Debe tenerse en cuenta, sin
embargo, que por mucha resistencia que la clase senatorial de Occidente
opusiera a la cristianización imperial, dentro de sus propias filas, y de
modo informal, toleraba la diversidad religiosa en las pautas de conduc-
ta y de matrimonio. Véase Peter Brown, Religio n and so ciety in the age
of St. Agustine, Londres, 1972, pp. 161-82.
81 Brown, The w orld of late Antiquity, p. 34. Durante el Imperio tar-
dío —y en un tiempo de exacciones fiscales sin precedentes— la aristo-
cracia terrateniente probablemente extrajo en rentas una parte del ex-
cedente agrícola superior a la que el Estado imperial obtenía en im-
puestos; véase Jones, «Rome», Troisième Conference Internationale d ’His-
toire Econom ique, p. 101.
82 Joviano, Valentiniano I, Valente y Mayoriano fueron oficiales de las
scholae. Para un análisis penetrante de la función de la tardía élite mi-
litar del Imperio, véase R. I. Frank, Scholae Palatinae. The palace guards
o f the later Roman E m pire, Roma, 1969, especialm ente pp. 167-94.
R om a 101

es todavía m ás sorprendente— o c c id e n ta le sB3. La m aquinaria


m ilitar del Im perio de O ccidente se m antuvo fuera del centro
de la red aristocrática occid en tal. Pero con la m uerte de Va-
lentiniano, en el año 375, la plutocracia senatorial recuperó
progresivam ente el cargo im perial de m anos del ejército y con
ciego eg o ísm o patricio d estrozó gradualm ente todo el aparato
d efensivo que había con stitu id o la preocupación fundam ental
de lo s em peradores m ilitares desde D iocleciano. La evasión
fiscal y la negativa al reclu tam ien to forzoso habían sido m a-
les endém icos entre la clase terraten ien te occidental. Su ya
probado carácter civil recib ió ahora un nuevo im pulso con el
p aso de los m andos m ilitares de O ccidente a los generales ger-
m anos, que eran étn icam en te incapaces de asum ir la dignidad
im perial, co m o habían h ech o su s p red ecesores de Panonia, y
estaban exp u esto s a la xen ofobia popular de los soldados que
dirigían com o nunca lo habían estad o los generales de los Bal-
canes. A rgobasto o E stilicón , un franco y un vándalo, nunca
pudieron transform ar su autoridad m ilita r en un poder p olítico
estable. Una serie de em p erad ores d éb iles, Graciano, Valenti-
niano II y H onorio, p u do ser m anipulada por las cam arillas
aristocráticas de R om a contra eso s generales, aislados y ex-
tranjeros, cuyas resp onsab ilid ades en la defensa n o les ga-
rantizaban ya el dom inio o la seguridad del interior. Al fin, y
de form a fatal, la nobleza terraten ien te de O ccidente reconquis-
tó una influ en cia fundam ental dentro del E stad o im perial.
Al cabo de un os años, e ste golpe a ristocrático desde arriba
fu e seguido de insu rreccion es m asivas desde abajo. Ya desde
finales del sig lo II I se habían p rod ucid o esporádicas rebelio-
nes cam p esin as en la Galia e H ispania: esclavos fugitivos, de-
sertores del ejército, colon i arruinados y pobres rurales se ha-
bían unido periód icam en te en bandas de salteadores, llam ados
bagaudes, que durante años in term inab les habían desencadena-
do guerras de guerrillas con tra las guarniciones m ilitares y los
notables de las provincias, sien d o necesaria en ocasion es la
intervención directa del em perador para som eterlos. E stas in-
su rreccion es, que n o tu vieron eq u ivalen te en O riente, com bina-
ban las reb elion es ta n to con tra la esclavitud co m o contra el
colonato, esto es, contra los sistem a s d e trabajo in icial y final
del O ccidente agrícola. A com ienzos del sig lo V , y en m edio
de la insop ortab le p resió n de lo s im p u esto s y las rentas y de la

83 Arnheim, The senatorial aristocracy in the later R om an E m pire, pá-


ginas 167-8.
102 La an tigü edad clásica

destrucción e inseguridad de las fronteras que siguió a la res-


tauración senatorial, las insurrecciones de los bagaudes explo-
taron con una nueva y superior intensidad en los años 407-417,
435-437 y 442-443. En la zona rebelde central de la Armórica,
que se extendía hacia el norte desde el valle del Loira, los in-
surgentes cam pesinos crearon un E stado prácticam ente inde-
pendiente, expulsando a los funcionarios, expropiando a los te-
rratenientes, castigando con la esclavitud a los propietarios de
esclavos y creando su propio ejército y sistem a ju d ic ia l84. La
polarización social de O ccidente acabó, pues, en un doble y som -
brío final, en el que el Im perio fue desgarrado desde arriba
y desde abajo por fuerzas del interior antes de que otras fuer-
zas del exterior le dieran el golpe de gracia.

84 Para los bagaudes, véase V. Sirago, Gallia Placidia e la trasforma-


zione politica d e ll’Occidente, Lovaina, 1961, pp. 376-90; E. A. Thompson,
«Peasant revolts in late Roman Gaul and Spain», Past and Present, no-
viembre de 1952, pp. 11-23, que es con mucho el mejor relato sinóptico.
La importancia de la esclavitud gala es evidente por los informes de la
época. Thompson comenta: «Nuestras fuentes parecen indicar que estas
rebeliones se debieron ante todo a los esclavos agrícolas o, en todo caso,
estos esclavos desempeñaron en ellas un papel fundamental» (p. 11). La
otra categoría principal de pobres agrícolas —los coloni dependientes—
participó también, sin duda alguna, en las insurrecciones de la Galia e
Hispania. Los erráticos circum celliones de Africa del Norte eran, por el
contrario, trabajadores rurales libres de una condición más elevada, ins-
pirados por el don atismo. El carácter social y religioso de este movi-
miento hace de él un fenóm eno aparte que nunca fue tan masivo ni tan
peligroso como los bagaudes. Véase B. H. Warmington, The N orth Afri-
can provinces from Diocletian to the Vandals, Cambridge, 1954, pági-
nas 78-8, 100.
PRIMERA PARTE

II. LA TRANSICIÓN
1. EL MARCO GERMÁNICO

E n este m undo decadente de oligarcas sibaritas, de defensas


d esm anteladas y de m asas rurales d esesperadas fue en el que
entraron los bárbaros germ anos cuando cruzaron el Rin helado
e l últim o día del año 406. ¿Cuál era el sistem a social de estos
invasores? Cuando, en tiem pos de César, las legiones rom anas
tropezaron por vez prim era con las tribus germ anas, eran agri-
c u l t o r e s sedentarios con una econom ía predom inantem ente
p a sto ril. Entre ello s im peraba un m odo de producción primi-
tiv o y com unal . La prop iedad privada de la tierra era desco-
nocida y tod os los años los je fe s de las tribus decidían qué
p a r te del su elo com ún habría de ser arada y asignaban las di-
versas p orcion es a lo s clanes resp ectivos, que cultivaban y se
apropiaban los cam pos de form a colectiva. Las redistribuciones
p eriódicas im pedían grandes diferencias de riqueza entre cla-
n es y fam ilias, aunque los rebaños eran propiedad privada y
con stitu ían la riqueza de los p rin cipales guerreros de las tri-
b us1 . E n tiem pos de paz n o había jefaturas que gozaran de
autoridad sobre to d o un pueblo; los jefes m ilitares de carác-
ter excep cional se elegían en tiem p o de guerra. M uchos clanes
eran todavía m atrilineales. E sta rudim entaria estructura so-
cial se m odificó m uy pronto con la llegada de los ro m anos al
Rin y con su ocupación tem poral de A lem ania h asta el Elba
durante el sig lo I d. C. E l com ercio de artículos de lujo a tra-
vés de la frontera produjo rápidam ente una crecien te estrati-
ficación in terna en las tribus germ ánicas: para com prar l o s
artículos rom anos , l o s je fes guerrer o s de las tribus vendían
ganado o asaltaban a otras tribus para capturar esclavos con

1 Esta descripción sigue a E. A. Thompson, The early Germans, Ox-


ford, 1965, pp. 1-28, estudio marxista de las form aciones sociales germá-
nicas desde César a Tácito que constituye un m odelo de claridad y ele-
gancia. Las obras de Thompson forman un ciclo inestim able que abarca
en realidad toda la evolución de la sociedad germánica en la Antigüedad,
desde esta época hasta la caída del reino visigodo de Hispania, unos
siete siglos después.
106 La transición

ob jeto de exportarlos a los m ercados rom anos. E n tiem pos de


Tácito; la tierra ya había dejado de ser asignada a los clanes
y era distribuida directam ente a personas concretas, m ientras
dism inuía la frecuencia de las red istrib uciones. El cultivo era
todavía m uy cam biante, debido a la existencia de terrenos fo-
restales desiertos, y las tribus carecían, por tanto, de una gran
fijeza territorial. E ste sistem a agrario favorecía la guerra es-
tacional y perm itía frecuentes y m asivos m ovim ientos m igra-
to r io s 2. Una a ristocracia hereditaria, con riquezas acum uladas,
form aba un con sejo p erm anen te que ejercía el poder estraté-
gico en la tribu, aunque una asam blea general de guerreros
libres todavía podía rechazar sus propuestas. Estaban surgien-
do, adem ás, linajes d inásticos de carácter casi m onárquico de
los que salían jefes electi v os situados por encim a del consejo.
Pero, sobre to do, los dirigentes de-cada tribu habían r eunido a
su alrededor a «séquitos» de guerreros para las expediciones
de saqueo que trascendían las unidade s clánicas de parentesco.
E sto s séq uitos procedían de la nobleza, se m antenían con el
producto de las tierras que se les habían asignado y estaban
alejados de toda participación en la producción agraria; for-
m aban el n ú cleo de una perm anente d ivisión de clases y de
una autoridad coactiva institucion alizad a en el m arco de estas
prim itivas form aciones so c ia le s 3. Las luchas entre guerreros
del com ún y am b iciosos jefes nobiliarios para usurpar el poder
dictatorial dentro de las tribus apoyándose en la fuerza de
sus séq u itos leales estallaron cada vez con m ás frecuencia. El
m ism o Arm inio, vencedor en el bosque de Teutoburgo, fue aspi-
rante y víctim a de uno de ellos. La diplom acia rom ana atizaba
activam ente esas d isp utas internas, por m ed io de subvenciones
y alianzas, con o b jeto de neutralizar la presión de los bárbaros

2 M. Bloch, «Une m ise au point: les invasions», Mélanges H istoriques, I,


París 1963, pp. 117-8.
3 Thompson, The early Germans, pp. 48-60. La formación de un sis-
tema de séquitos es en todas partes un paso preliminar decisivo en la
transición gradual de un orden tribal a otro feudal, porque constituye
la ruptura definitiva con un sistem a social regido por relaciones de pa-
rentesco. El séquito puede definirse siempre como una élite que trascien-
de la solidaridad de parentesco al sustituir los vínculos biológicos por
vínculos convencionales de lealtad, e indica la próxima desaparición del
sistem a de clanes. Naturalmente, una aristocracia feudal plenamente for-
mada tendrá su propio (y nuevo) sistem a de parentesco, que sólo ahora
comienzan a estudiar los historiadores; pero estos sistem as nunca serán
su estructura dominante. Hay un buen estudio de este punto fundamen-
tal en el estim ulante artículo de Owen Lattimore, «Feudalism in history»,
Past and Present, núm. 12, noviem bre de 1957, p. 52.
E l m arco germ ánico 107

sobre la frontera y de que cristalizara un estrato de dirigentes


aristócratas d eseosos de colaborar con Roma.
Así pues, e conóm ica y políticam ente, por m edio del inter-
cam bio com ercial y de la intervención diplom ática, la presión
rom ana aceleró la diferenciación social y la desintegración de
los m odos de producción com unales en los bosques germ áni-
cos. Lo s p u eb los que tenían un con tacto m ás estrecho con el
Im perio revelaban tam bién, in evitablem ente, las estructuras so-
ciales y económ icas m ás «avanzadas» y la m ayor lejanía del
m odo de vida tradicional de las tribus. Los alam anes en la Sel-
va Negra y, sobre todo, los m arcom anos y los cuados en Bohe-
m ia tenían villas de estilo rom ano, con fincas cultivadas por
esclavos capturados en las guerras. Los m arcom anos, adem ás,
habían som etido a otros p ueb los germ anos y, en el sig lo II, ha-
bían creado un E stado organizado con un gobierno real en la
región del D anubio central. Su im perio fue derrocado muy
pronto, pero era ya un síntom a de la configuración de] futuro.
Ciento cincuenta años después, a principios del siglo IV , los
visigodos que habían ocupado Dacia después de que Aureliano
retirara de allí sus legiones, m ostraron n u e v o s signo s de ese
m ism o proce s o s o c i al. Sus técnicas ag rícolas eran m ás avan-
zadas y ellos m ism os eran en su m ayoría labradores dedicados
al cultivo, con algunas artesanías rurales (utilizaban la rueda d e
alfarero) y un alfabeto rudim entario. La econom ía visigoda de
esta antigua provincia rom ana, con sus fuertes y sus ciudades
residuales, dependía ahora tanto del com ercio transdanubiano
con Europa que los rom anos podían recurrir con éxito al blo-
queo com ercial com o arm a decisiva de guerra contra ellos. La
a sam blea general de los guerreros había desaparecido por com -
pleto. Un consejo confederado de optim ates ejercía ahora la
autoridad política central sob re unas aldeas obedientes. Los
optim ates form aban una clase poseedora, con fincas, séquitos
y esclavos, claram ente diferenciada del resto de su p u e b lo 4. En
efecto, cuanto m ás perduraba el sistem a im perial rom ano, más
tendía el poder de su in flu jo y de su ejem p lo a arrastrar a las
tribus situadas en la frontera hacia una m ayor diferenciación
social y hacia niveles m ás altos de organización política y m i-
litar. A partir de la época de M arco Aurelio, los sucesivos
aum entos de la presión bárbara sobre el Im perio no fueron,

4 E. A. Thompson, The Visigoths in the time of Ulfila, Oxford, 1966,


especialmente pp. 40-51; otro diáfano estudio que constituye la continua-
ción de su primer trabajo.
108 La tran sición

pues, rachas fortuitas de m ala suerte de Rom a, sin o que en


buena m edida fueron las consecuencias estructurales de su
propia existencia y de su triunfo. Los lentos cam bios provoca-
dos en su entorno exterior, por im itación e intervención, se
harían acum ulativos: el peligro de las fronteras germ ánicas
creció a m edida que la civilización rom ana las transform aba
gradualm ente.
M ientras tanto, y dentro del propio Im perio rom ano, los
ejércitos im periales utilizaban en sus filas a un núm ero crecien-
te de guerreros germ anos. La diplom acia rom ana había in ten -
tado tradicionalm ente, y siem pre que era p osible, rodear las
fronteras del Im perio con un glacis exterior de foederati, jefes
aliados o clientes que conservaban su independencia fuera de
las fronteras rom anas, pero que defendían los intereses rom a-
nos dentro del m undo bárbaro a cam bio de su b ven cion es fi-
nancieras, apoyo político y protección m ilitar. E n el Im perio
tardío, sin em bargo, el gobierno im perial recurrió al recluta-
m iento habitual de soldados procedentes de esas tribus para
sus propias unidades. Al m ism o tiem po, los refugiados o cau-
tivos bárbaros eran asentados en tierras desiertas en calidad
de laeti, con la obligación de prestar servicio m ilitar en el ejér-
cito a cam bio de sus propiedades. Adem ás, m uchos guerreros
germ ánicos libres se alistaban com o voluntarios en los regi-
m ientos de Rom a, atraídos por la perspectiva de la paga y la
prom oción dentro del sistem a m ilitar del Im p e r io 5. A m ediados
del siglo IV , un porcentaje relativam ente alto de generales, o fi-
ciales y soldados palatinos de choque eran de origen germ ánico
y estaban cultural y políticam ente integrados en el universo so-
cial de Roma: generales francos com o Silvano o Arbogasto, que
alcanzaron el rango de m agister m ilitu m o com andante en
jefe de O ccidente, eran m oneda corriente. Había, pues, cierta
m ezcla de elem en tos rom anos y germ ánicos dentro del propio
aparato del E stado im perial. Los efectos sociales e ideológicos
que la integración en el m undo rom ano de un gran núm ero de
soldados y oficiales teutónicos tuvo sobre el m undo germ ánico
que de form a provisional o perm anente habían dejado atrás,
no son difíciles de reconstruir: representaron un p oderoso re-
fuerzo de las c orrientes d e estratificación y diferenciación ya
p resen tes en las sociedades tribales de allende las fron teras.
La autocracia política, el rango social, la disciplina m ilitar y la

5 Frank, Scholae Palatinae, pp. 63-72; Jones, The later Roman Em pire,
II, pp. 619-22.
E l m a rco g erm án ico 109

rem uneración m onetaria fueron le c c io n e s aprendidas en e l ex-


ter io r y fácilm en te asim iladas en el in terior por los jefes y los
optim ates. Asi, en la época de las V ölkerw an deru n g en del si-
glo V, cuando toda G erm ania sufrió la conm oción provocada por
la presión de lo s hunos — invasores n óm adas procedentes de
Asia central— y las tribus com enzaron a lanzarse a través de
las fronteras rom anas, las fuerzas internas y externas habían
llevado a la sociedad germ ánica a una considerable distancia de
las form as que tenía en los días de César. Ahora, una nobleza
c o n séq u ito solidificad a y la riqueza individual de la tierra ha-
bía suplantado casi por d oquier a la tosca igualdad originaria
de los clanes. La larga sim b iosis de las form aciones sociales
rom ana y germ ánica en las regiones fronterizas había colm ado
gradualm ente el abism o que existía entre am bas, aunque toda-
vía su b sistiera en m uchos aspectos im p ortan t e s 6. De la colisión
y fusión de am bas en su cataclism o final habría de surgir, en
últim o térm ino, el feudalism o.

6 En nuestro siglo, y como reacción contra las concepciones tradicio-


nales, ha existido algunas veces entre los historiadores la tendencia a
exagerar el grado de la sim biosis previa entre ambos mundos. Un ejem -
plo extremo es la tesis de Porshnev, según la cual toda la infraestruc-
tura romana se basaba en la mano de obra esclava de los cautivos bár-
baros, y, por tanto, ambos sistem as sociales estaban desde el comienzo
estructuralm ente ligados: las asambleas d e guerreros de los primeros
pueblos germánicos serían sim plem ente la respuesta defensiva a las ex-
pediciones romanas en busca de esclavos. De acuerdo con esta concep-
ción, el Im perio Siempre form ó una «unidad com pleja y antagónica» con
su periferia bárbara. Véase B. F. Porshnev, Feodalizm i N arodni Massie,
Moscú, 1964, pp. 510-2. Esta opinión exagera enormem ente el papel de la
mano de obra esclava en el Imperio tardío y proporción de esclavos
traídos del lim es germánico incluso a com ienzos del Imperio.
2. LAS IN V A S IO N E S

Las invasiones germ ánicas que asolaron el Im perio de Occiden-


te tuvieron lugar dos fases sucesivas, cada una de las cuales
siguió un m odelo y un a dirección diferentes. La prim era gran
oleada com enzó con la trascendental m archa por los hielos del
Rin de una incierta confederación de suevos, vándalos y alanos
en la noche invernal del 31 de diciem bre del año 406. En unos
pocos años, en el 410, los visigodos habían saqueado Roma al
m ando de Alarico. D os décadas después, en el 439, los vándalos
habían tom ado Cartago. En el 480 ya se había e stablecido en
el antiguo suelo rom ano el prim ero y tosco sistem a de E stados
bárbaros: los burgun d io s en Saboya, los visigodos en A qui ta-
nia, los vándalos en el norte de Africa y los ostrogodos en el
norte de Italia. El carácter de esta pasm osa irrupción inicial
— que sum inistró a las épocas posteriores sus im ágenes arque-
típicas de los com ienzos de la Edad Oscura— fue, en realidad,
m uy com plejo y contradictorio, porque fue al m ism o tiem po e l
ataque m ás radicalm ente destructor de los pueblos germ ánicos
contra el O ccidente rom ano y el m ás claram ente conservador
en su respeto hacia el legado latino. La unidad m ilitar, política
y económ ica del Im perio de O ccidente quedó irreversiblem ente
destrozada. U nos pocos ejércitos rom anos de co m ita ten ses so-
brevivieron durante algunas décadas después de que fueran ba-
rridas las defensas fronterizas de los limitanei; pero, aisladas
y rodeadas por territorios dom inados por los bárbaros, las bol-
sas m ilitares autónom as com o la Galia del N orte sólo servían
para poner de m an ifiesto la com pleta dislocación del sistem a
im perial en cuanto tal. Ahogada o a la deriva su adm inistra-
ción tradicional, las provincias cayeron en el desorden y la
confusión endém icos; el bandidaje y la rebelión social se adue-
ñaron de grandes zonas; las culturas locales, arcaicas y en te-
rradas, resu rgían a m edida que la pátina rom ana se agrietaba
en las regiones m ás rem otas. En la prim era m itad del sig lo V ,
el orden im perial había sido asolado por la irrupción de los
bárbaros en todo el O ccidente.
Las invasiones 111

Con todo, las tribus germ ánicas que hicieron pedazos al Im-
perio occidental no eran capaces de sustituirlo por un orden
p olítico nuevo o coherente. La diferencia en «los niveles de
agua» entre am bas civilizaciones era todavía dem asiado grande
y, para unirlas, se necesitaba un conjunto artificial de esclusas.
Los pueblos-b árb aros p ertenecientes a la prim era serie de in-
vasiones tribales, a pesar de su progresiva diferenciación social,
eran todavía unas com unidades extrem adam ente prim itivas e
incipientes cuando irrum pieron en el O ccidente rom ano. N in-
guno de ellos había conocido jam ás un E stado territorial du-
r a d e r o ;en lo religioso, todos eran ancestralm ente paganos; la
m ayor p ar t e carecían de escritura; p ocos poseían un sistem a
de propiedad articulado o estabilizado. La fortuita conquista
de vastas extensiones dé las antiguas provincias rom anas les
presentó naturalm ente una serie de problem as insolubles de
apropiación y adm inistración inm ediatas. E stas dificultades in-
trínsecas se intensificaron a causa de la pauta geográfica segui-
da por la prim era oleada de invasiones. Porque en estas Völker-
wanderungen propiam ente dichas — que a m enudo fueron in-
m ensas peregrinaciones a través de todo el continente— el asen-
tam iento final de cada p u eb lo bárbaro quedó muy lejos de su
punto de partida. Los visigodos se trasladaron desde los Bal-
canes a España; los ostrogodos desde Ucrania a Italia; los ván-
dalos desde Silesia a Tunicia; los burgundios desde Pom erania
a Saboya. No hubo ningún caso de una com unidad bárbara que
se lim itara a ocupar las tierras rom anas directam ente conti-
guas a su originaria región de residencia. El resultado fue que
los grupos de colonos germ anos en el sur de Francia, Hispania,
Italia y el norte de Africa tuvieron desde el principio un nú-
m ero necesariam ente reducido, debido a los largos itinerarios
recorridos y a la im posibilidad de recibir refuerzos por la m i-
gración n a tu r a l1. Los im provisados dispositivos de los prim eros
E stados bárbaros reflejaban esta situación de relativa debilidad

1 El único dato digno de confianza sobre el volumen de las primeras


invasiones es que la comunidad vándala, contada por sus jefes antes de
cruzar Africa del Norte, tenía 80.000 miembros, que formaban un ejér-
cito de unos 20 a 25.000 hombres: véase C. Courtois, Les vandales et l’Afri-
que, París, 1955, pp. 215-21. La mayor parte de los pueblos germánicos que
irrumpieron por las fronteras imperiales en esta época tenían probable-
mente un tamaño similar, y sus ejércitos rara vez sumaban más de 20.000
hombres. Russell estima que alrededor del 500 d. C. la máxima pobla-
ción bárbara posible dentro del antiguo Imperio de Occidente no ascendía
a más de un millón de un total de 16 millones de habitantes. J. C. Rus-
sell, Population in Europe, 500-1500, Londres, 1969, p. 21.
112 La tran sición

y aislam iento. En consecuencia, se apoyaban fuertem ente en


las preexistentes estructuras im periales, que de form a paradó-
jica conservaron, siem pre que fue subjetivam ente p osible, en
com binación con sus equivalentes germ ánicos para form ar un
sistem ático dualism o institucional.
El prim ero y m ás trascendental problem a que las com unida-
des tuvieron que decidir después de sus victorias en el cam po
de batalla fue el de la d isposición económ ica de la tierra. La
solución norm alm ente adoptada fue un m od elo sim ilar al de
las anteriores prácticas rom anas, particularm ente fam iliares a
los soldados germ anos, y, al m ism o tiem po, una ruptura radi-
cal con el pasado tribal, orientándose hacia un futuro social
claram ente diferenciado. Los visigodos, burgundios y ostrogo-
dos im pusieron a los terratenientes locales rom anos el régim en
de la h ospitalitas. Derivado del antiguo sistem a im perial de alo-
jam iento, en el que habían participado m uchos m ercenarios
germ anos, concedía a los «huéspedes» bárbaros dos tercios de
la extensión cultivada de las grandes fincas en Borgoña y Aqui-
tania y un tercio en Italia, cuyo m ayor tam año global perm itía
que se les asignara una parte m enor de las villae individuales
y donde, adem ás, las fincas que no estu viesen divididas paga-
ban un im puesto esp ecial para igualar el sistem a. El h osp es
burgundio recibía tam bién un tercio de los esclavos rom anos
y la m itad de las tierras fo r e sta le s2. En H ispania, los visigo-
dos tom arían m ás tarde un tercio de las reservas señoriales
y dos tercios de las tenencias en todas las fincas. U nicam ente
en Africa del N orte, los vándalos se lim itaron a expropiar al
grueso de la nobleza local y de la Iglesia, sin ningún tip o de
com prom isos o concesiones, opción que a largo plazo les c o s-
taría m uy cara. La distribución de tierras b ajo el sistem a de
«hospitalidad» probablem ente afectó m uy p oco a la estructura
de la sociedad rom ana local: dado el p eq u eñ o núm ero de con
quistadores bárbaros, las so r tes o parcelas que se les asigna-
ban nunca abarcaron m ás que a una parte de los te rritorio s
situados b ajo su dom inio. N orm alm ente, este d om inio estaba
muy concentrado debido a su tem or a la dispersión m ilitar
después de la ocupación: los asentam ientos agrupados de los
ostrogod os en el valle del Po constituyeron un m odelo típ ico
N o hay ninguna señal de que la división de las grandes fincas

2 La descripción más completa de los diversos convenios de h ospitali-


tas es la de F. Lot, «Du régime de l ’hospitalité», Recueil des travaux
historiques de Ferdinand Lot, Ginebra, 1970, pp. 63-99; véase también
Jones, The later Roman E m p ire, II, pp. 249-53; III, p. 46.
Las in vasion es 113

tropezara con una resisten cia v iolen ta por parte de los propie-
tarios latinos. Por lo dem ás, su efecto sobre las com unidades
germ ánicas tuvo que ser n ecesariam en te m uy drástico, porque
las s o rte s no se asignaban in d istin tam en te a los guerreros ger-
m ánicos recién llegados. Al contrario, en todos los pactos entre
rom anos y bárbaros sobre las divisiones de las tierras que han
llegado h asta n osotros intervienen únicam ente dos personas: el
terraten ien te provincial y un germ ano, aunque posteriorm ente
las s o rtes fueron cultivadas en realidad por cierto núm ero de
germ anos. Parece probable, por tanto, que se apropiaran de las
tierras los optim ates de los clanes que inm ediatam ente asenta-
ban en ellas a los hom bres de su s tribus com o arrendatarios
o , p osib lem en te, com o p equeños propietarios p o b r e s 3. S ocial-
m ente, los prim eros se convirtieron de golpe en los iguales de
la aristocracia provincial, m ientras que los ú ltim os cayeron
directa o indirectam en te bajo su dependencia económ ica. E ste
p roceso — sólo tangencialm ente visib le a partir de los docu-
m en tos de la época— fue m itigado sin duda por los recuerdos
todavía recientes del igualitarism o forestal y por la naturaleza
arm ada de toda la com unidad invasora, que garantizaba al gue-
rrero ordinario su condición de lib re. Inicialm ente, las sortes
n o fueron propiedad plen a o hereditaria, y los soldados del co-
m ún que las cultivaban conservaron p r o b a b le m e n te la m ayor
parte de sus derechos consuetudinarios. Pero la lógica del sis-
tem a era evidente: al cabo de una generación, aproxim adam en-
te, ya se había con solid ad o sobre la tierra una aristocracia
germ ánica, con un cam p esinad o dependiente situado por deba-
jo de ella e in clu so en algunos casos con esclavos in d íg en a s4.
La estratificación de clases cristalizó rápidam ente una vez que
las federaciones tribales de carácter nóm ada se asentaron te-
rritorialm ente dentro de las antiguas fronteras im periales.
La evolu ción p olítica de los p u eblos germ ánicos después de

3 Esta es la reconstrucción de Thompson: «The Visigoths from Friti-


gern to Euric», H istoria, vol. XII, 1963, pp. 120-1, que es e l más agudo
de los recientes análisis de las consecuencias sociales de esos asentamien-
tos. Bloch creía que las so rtes se distribuían, dentro de la comunidad
tribal, por rangos y de forma desigual, a partir de un fundo com puesto
por todas las tierras confiscadas, creando así, desde el principio,
grandes terratenientes germánicos y pequeños campesinos más que arren-
datarios dependientes; pero, aunque esta hipótesis sea correcta, el resul-
tado final probablem ente no habría sido muy diferente: Mélanges Histo-
riques, I, pp. 134-5.
4 E. A. Thompson, «The Barbarian kingdoms in Gaul and Spain», N ot-
tingham M ediaeval Studies, VII, 1963, p. 11.
114 La tran sición

las invasiones confirm ó y reflejó esos cam bios económ icos. La


form ación del Estado era ahora ineluctable y, c o n él, la auto-
ridad central coercitiva sobre la com unidad de guerreros libres.
El paso de una a otro se consiguió, en algunos casos, única-
m ente después de largas y tortuosas convulsiones internas. La
evolución p olítica de los visigod os a m edida que se abrían paso
por Europa, desde A drianópolis hasta Toulouse, entre los años
375 y 417, es una secuencia gráfica de tales ep isod ios, en los
que un poder real autoritario —activam ente ayudado y favore-
cid o por las influencias rom anas— aseguró gradualm ente su
dom inio sobre una turbulenta soldadesca tribal, hasta que con
la llegada a Aquitania, lugar de descanso tem poral, pudo af i r -
m arse por fin un E stado dinástico institucionalizado dentro d el
m arco im p e r ia l5. El «Libro de las C onstituciones» m onárquico,
prom ulgado por el nuevo reino de B orgoña poco después, fue
consagrado por un pequeño grupo de 31 nobles principales,
cuya autoridad había elim inado ya de form a m anifiesta todo
influ jo popular en las leyes de la com unidad tribal. El E stado
vándalo de Africa se convirtió en la m ás im placable autocracia,
debilitada únicam ente p or un sistem a sucesorio excepcionalm en-
te im predecible e in s ó lito 6. Y a sí com o e l proyecto económ ico
de los prim eros asen tam ientos germ ánicos se basaba en un re-
parto form al de las tierras rom anas, así ta m b ién la form a po-
lítica y jurídica de los nuevos E stados germ ánicos estaba fun-
dada en un dualism o oficial que adm inistrativa y legalm ente
dividía al reino en dos órden es d istin to s prueba evidente de
la incapacidad de los invasores para dom inar a la vieja socie-
dad y organizar un sistem a p olítico nuevo y coherente que la
abarcara. Los reinos germ ánicos característicos de esta fase
eran todavía m onarquías rudim entarias, con inseguras norm as
sucesorias, que se basaban en los cuerpos de la guardia real
o en los séq uitos d o m é s tic o s 7, situados a m itad de cam ino en-

5 Thompson, «The Visigoths from Fritigern to Euric», pp. 105-26, ofre-


ce una admirable descripción de este complicado itinerario geopolítico.
6 Para el proceso de transición de los vándalos desde un tribalismo
conciliar a una autocracia real, obstaculizada por el sistem a sucesorio
tanistry, véase Courtois, Les vandales et l’Afrique, pp. 234-48.
7 La creencia tradicional en la existencia generalizada de séquitos ger-
mánicos hasta la Alta Edad Media ha sido duramente atacada por Hans
Kuhn, «Die Grenzen der germanischen Gefolgschaft», Zeitschrift der Sa-
vigny-Stiftung für Rechstgeschichte (Germanistische Abteilung), l x x x v i ,
1956, pp. 1-83, que afirma, apoyándose ampliamente en pruebas filológicas,
qué los séquitos iibres propiam ente dichos fueron un fenóm eno relativa-
mente raro, inicialmente lim itado al sur de Alemania, y no deben confun-
dirse con los servidores m ilitares no libres o Dienstmänner, que en su
Las invasion es 115

tre los secuaces personales del pasado tribal y los nobles terra-
te n ie n te s del futuro feudal. D ebajo de ésto s se situaban los
guerreros y cam pesinos del com ún, residencialm ente segrega-
dos, donde era posible —y especialm ente en las ciudades— , del
resto de la población.
La com unidad rom ana, por su parte, conservó norm alm en-
te su estructura adm inistrativa, con sus unidades y funciona-
rios condales, y su propio sistem a jurídico, desem peñados am-
bos por la clase terrateniente de las provincias. E ste dualism o
se desarrolló sobre todo en la Italia ostrogoda, donde se yuxta-
pusieron un aparato m ilitar germ ánico y una burocracia civil
rom ana durante el gobierno de Teodorico, que conservó la ma-
yor parte del legado de la adm inistración im perial. N orm alm en-
te, subsistieron dos códigos legales diferentes, respectivam ente
aplicables a cada población: un derecho germ ánico derivado
de las tradiciones consuetudinarias (m ultas tarifadas, jurados,
vínculos de parentesco, juram entos) y un derecho romano
que se m antuvo prácticam ente sin cam bios desde el Im pe-
rio. Los sistem as legales germ ánicos m ostraban a m enudo fuer-
tes influencias latinas, inevitables un a vez que las costum bres
orales se convirtieron en códigos escritos: en el sig lo V , los
burgundios y los visigodos tom aron n um erosos elem entos del
código im perial de T eodosio I I 8. Por otra parte, el espíritu de
estos elem en tos era generalm ente hostil a los principios de
parentesco y de clan insertos en las antiguas tradiciones bár-

opinión estaban mucho más extendidos. Sin embargo, el propio Kuhn va-
cila ante el problema de si los séquitos tribales existieron durante las
Völkerwanderungen, y finalmente parece admitir su presencia (compáren-
se pp. 15-16, 19-20, 79, 83). En realidad, el problema de la Gefolgschaft no
puede resolverse verdaderamente recurriendo a la filología: el mismo
término es de acuñación moderna. La impureza de sus formas era inhe-
rente a la inestabilidad de las formaciones sociales tribales que aparecie-
ron en Germania antes y después de las invasiones: los servidores no
libres, cuyos posteriores descendientes fueron los m inisteriales medie-
vales, pudieron dar paso a seguidores libres con desplazamientos en las
relaciones sociales, y viceversa. Las circunstancias de la época permitían
frecuentemente poca precisión etimológica o jurídica en la definición de
los grupos armados que rodeaban a los sucesivos jefes tribales. Natural-
mente, la territorialización política que siguió a las invasiones produjo,
a su vez, más organismos m ixtos y de transición del tipo arriba esbozado.
Para una vigorosa refutación de las tesis de Kuhn, véase Walter Schle-
singer, «Randbemerkungen zu drei Aufsätzen über Sippe, Gefolgschaft
und Treue», B eiträge zur deutschen Verfassungsgeschichte des M ittelalters,
volumen I, Gotinga, 1963, pp. 296-316.
8 J. M. Wallace-Hadriil, The Barbarian West, 400-1000, Londres, 1967,
página 32.
116 La tran sición

baras: la autoridad de estos nuevos E stados m onárquicos tuvo


que construirse contra el influ jo tenaz de e sta s pautas d e pa-
rentesco m ás a n tig u a s9. Al m ism o tiem po, h ubo pocas o nulas
tentativas de alterar la legalidad estrictam en te latina que regía
la vida de la población romana. Así, en m uchos aspectos las
estructuras jurídicas y políticas de Rom a quedaron intactas
dentro de esto s prim eros reinos bárbaros, ya que sus bastardos
correlatos germ ánicos se añadieron m eram ente a su lado. La
pauta ideológica fue sim ilar. Todos los grandes invasores ger-
m ánicos eran todavía paganos en vísperas de su irrupción en
el I m p e r io 10. La organización social tribal era inseparable de la
religión tribal. El paso p olítico a un sistem a territorial de E s-
tados fue igualm ente acom pañado de form a invariable p or l a
conversión ideológica al cristianism o, que en todos los casos
parece haberse producido una generación después del cruce
inicial de las fronteras. E ste hecho no fue el fruto del celo m i-
sionero de la Iglesia católica, que ignoró o desdeñó a los re-
cién llegados al Im perio11, sino la obra ob jetiva del p roceso
rem odelador del propio trasplante, cuyo signo interior fue un
cam bio de fe. La religión cristiana consagraba el abandono del
m undo subjetivo de la com unidad ciánica: un orden divino
m ás am plio era el com plem ento espiritual de una autoridad
terrenal m ás sólida. Tam bién en este caso la prim era oleada
de invasores germ ánicos reprodujo la m ism a m ezcla de respe-
to y d istanciam iento hacia las in stitu cion es del Im perio. Los
invasores adoptaron unánim em ente el arrianism o, y no la or-
todoxia católica, y aseguraron en con secu en cia su d istinta iden-
tidad religiosa dentro del com ún u niverso del cristianism o. La

9 Thompson, «The Barbarian kingdoms in Gaul and Spain», pp. 15-


16, 20.
10 Vogt niega esto en The decline of Rome, pp. 218-20. Pero las prue-
bas acumuladas por Thompson en su ensayo «Christianity and the Nor-
thern Barbarians», en A. Momigliano (com p.), The c o n flic t b e tw e e n p a -
g a n ism a n d C h ristia n ity in th e fo u r th c e n tu ry , Oxford, 1963, pp. 56-78,
parecen convincentes. En esta época, la única excepción parece haber
sido el escaso contingente de rugios convertidos en la Baja Austria an-
tes del año 482.
11 La pretensión de Momigliano de que una de las razones de la im -
portancia del cristianismo en el tardío Imperio romano fue que tenía
un programa para integrar a los bárbaros por medio de la conversión,
mientras que el paganismo clásico sólo ofrecía la exclusión, parece pura
fantasía: The c o n f l i c t betw een paganism and C h r i s t i a n i t y in the f o u r t h
century, pp. 14-5. En realidad, la Iglesia católica no hizo prácticamente
ninguna labor proselitista oficial entre los pueblos germánicos en estas
fechas.
L as in vasion es 117

con secuencia fu e u n a Iglesia germ ánica «paralela» a la Iglesia


rom ana en todos los p rim eros r e in o s b árbaros. N o se produjo
ninguna p ersecu ción arriana contra la m ayoría de la población
católica, excepto en el África vándala, donde se había expro-
p iado a la antigua aristocracia y reprim ido con fuerza a la
Iglesia. En otras partes, las dos fes coexistieron pacíficam ente,
y durante el siglo V generalm ente fue m ínim o el p roselitism o
entre am bas com unidades. E s m ás, los ostrogod os en Italia y
los visigod os en H ispania h icieron legalm ente difícil para los
rom anos la adopción de su propio credo arriano con ob jeto de
asegurar la separación de am bas p ob lacion es12. E l arrianism o
germ ánico no fue ni fortu ito ni agresivo; fue, por el contrario,
u n sím b olo de separación den tro de una cierta unidad aceptada.
El im p acto econ óm ico, p o lítico e ideológico de la prim era
oleada de invasion es bárbaras quedó así relativam ente lim ita-
do en su alcance p ositivo una vez que hubo culm inado la pri-
m era e irreversible dem olición de las defensas im periales.
C onscientes de la disparidad entre lo que habían destruido y lo
que podían construir, la m ayoría de los dirigentes germ anos se
afanaron por restaurar la m ayor parte p osib le de los edificios
rom anos que in icialm en te habían derribado. El m ayor de esos
dirigentes, el ostro g o d o Teodorico, creó en Italia un m eticuloso
condom inio adm inistrativo, adornó su capital, patrocinó el arte
y la filo so fía p o sclá sico s y dirigió las relaciones exteriores de
acuerdo con un tradicional e stilo im perial. En general, estos
reinos bárbaros m odificaron las estructuras sociales, económ i-
cas y cu lturales del tardío m undo rom ano de form a relativa-
m en te lim itada y m ás por fisión que por fusión. Significativa-
m ente, se m antuvo la esclavitud agrícola en gran escala junto
con las otras in stitu cio n es rurales b ásicas del Im perio de Oc-
cidente, incluyendo el colonato. Los nuevos nob les germ ánicos
no m ostraron, lógicam ente, ninguna sim patía por los bagaudes,
y en ocasion es fueron u tilizados por los terratenientes rom a-
nos, que ahora eran sus iguales sociales, para liquidarlos. Úni-
cam ente el últim o dirigente o stro g o d o Totila, enfrentado con
los victoriosos ejércitos b izantinos, recurrió in extrem is a la
em ancipación de los esclavos en Italia — lo que prueba su im -
portancia— para consegu ir el apoyo popular en un intento fi-
nal y desesperado antes de su d estru cción 13. Aparte de este he-

12 E. A. Thompson, «The conversion o f the Visigoths to catholicism»,


Nottingham Mediaeval Studies, IV, 1960, pp. 30-1; Jones, The later Roman
Empire, II, p. 263.
13 Santo Mazzarino, «Si può parlare di rivoluzione sociale alla fine del
118 La transición

cho aislado, los vándalos, burgundios, ostrogodos y visigodos


conservaron las cuadrillas de esclavos en las grandes fincas
donde los habían encontrado. E n el O ccidente m editerráneo, la
esclavitud rural continuó sien do un im p o r ta n te fenóm eno eco-
nóm ico. En particular, la H ispania visigoda parece haber te-
nido un núm ero excepcion alm en te am plio de esos esclavos, a
juzgar por las disp osicion es legales punitivas referentes a su
control y por el hecho de que posiblem ente sum inistraran la
m ayoría del reclutam ien to forzoso para el ejército perm anen-
te14. Así, m ientras las ciudades continuaban su decadencia, el
cam po salió casi indem ne de la prim era ola de invasiones, apar-
te del desorden creado p or la guerra y por la guerra civil y de
la introducción de fincas y cam p esin os germ anos junto a sus
p rototipos rom anos. El índice m ás elocuente de los lím ites que
en esta fase tuvo la penetración bárbara fue que en ningún sitio
cam bió la frontera lingüística entre el m undo latino y el teu-
tónico: ninguna región del O ccidente rom ano fue lingüística-
m ente germ anizada por ninguno de esto s prim eros conquista-
dores. En el m ejor de los casos, su llegada se lim itó a dislocar
el predom inio rom ano en los rincones m ás rem otos de las pro-
vincias de tal form a que perm itió la reaparición de los idiom as
y las culturas locales prerrom anas: el vasco y el celta experi-
m entaron m ás avances que el germ ánico a principios del si-
glo V.

mondo antico?», Centro Ita lia no di S tu di sull’Alto M edioevo, Setlim ani di


Spoleto, IX, 6-12 de abril de 1961, pp. 415-6, 422. Mazzarino cree que los
cam pesinos insurgentes de Panonia participaron en las invasiones vánda-
lo-alanas de Galia del año 406, lo que representaría el único caso de
alianza bárbaro-campesina contra el Estado imperial. Pero la evidencia
sugiere que las fuentes del siglo V se refieren en realidad a los antiguos
federados ostrogodos, asentados temporalmente en Panonia en medio de
la población local. Véase Laszlo Varady, Das letzte Jahrhundert Panno-
niens (316-476), Amsterdam , 1969, pp. 218 ss. Por otra parte, la indicación
de Thompson de que los visigodos y los burgundios podían haber sido
asentados hasta cierto punto por las autoridades romanas en Aquitania
y Saboya para sofocar el peligro de las insurrecciones locales de los ba-
gaudes es, posiblemente, una suposición incorrecta: «The settlem ent of
the barbarians in Southern Gaul», The Journal of Roman Studies, x l v i ,
1956, pp. 65-75.
14 Thompson, «The Barbarian kingdoms in Gaul and Spain», pp. 25-7;
Robert Boutruche, Seigneurie et féodalité, París, 1959, I, p. 235. [Señorío
y feudalism o, Buenos Aires, Siglo X X I, 1973.] Los aspectos legales y mi-
litares de la esclavitud visigoda están documentados en Thompson, The
Goths in Spain, Oxford, 1969, pp. 267-74, 318-19 [Los godos en España,
Madrid, Alianza, 1971], y con mayor extensión en Charles Verlinden, L’es-
clavage dans l’E urope médiévale, I, Brujas, 1955, pp. 61-102.
Las invasion es 119

La vida de esto s prim eros E stados bárbaros no fue m uy du-


radera. La expansión franca sojuzgó a los burgundios y expulsó
de la Galia a los visigodos. Las expediciones bizantinas aplas-
taron a los vándalos en África y, tras una larga guerra de des-
gaste, exterm inaron a los ostrogodos en Italia. Finalm ente, los
invasores islám icos arrollaron a los visigodos en H ispania. De-
trás quedaron m uy pocos rastros de sus respectivos asenta-
m ientos, excepto en lo s reductos m ás norteños de Cantabria.
La siguiente oleada de m igraciones germ ánicas fue la que de-
term inó, de form a profunda y perm anente, el definitivo mapa
del feudalism o occidental. Los tres episod ios principales de
e sta segunda fase de la expansión bárbara fueron, por supues-
to, la conquista franca de la Galia, la ocupación anglosajona
de Inglaterra y —un siglo después y siguiendo una dinám ica
propia— el d escenso lom bardo sobre Italia. El c a rácter y pro-
bablem ente t am bién l a m agnitud de estas m igraciones fueron
m uy diferentes a los de la prim era o le a d a 15, porque en todos
los casos representaron una extensión relativam ente m odesta
y lineal desde una base geográfica de partida adyacente. Los
francos habitaban lo que ahora es B élgica antes de infiltrarse
hacia el sur en la Galia del N orte. Los anglos y los sajones es-
taban localizados en las costas alem anas del mar del Norte,
enfrente de las inglesas. Los lom bardos se habían congregado
en la Baja Austria antes de invadir Italia. Las líneas de com u-
nicación entre las nuevas regiones conquistadas y las patrias
recién habitadas eran por tanto m uy cortas, de tal m odo que
constantem en te podían llegar nuevos contingentes de tribus
idénticas o aliadas para reforzar a los prim eros em igrantes. El
resultado fue un lento y gradual avance en la Galia, una oscura
plétora de desem barcos en Inglaterra, y una serie gradual de
d eslizam ientos hacia el sur en Italia, que poblaron a estas an-,
tiguas provincias rom anas m ucho m ás densam ente que las pri-
m eras irrupciones m ilitares de la época de los hunos. Úni-
cam ente las prim eras invasiones lom bardas conservaron el
carácter ép ico de una V ölkerw and erung m ilitar propiam ente
dicha, pero incluso en este caso aflojaron su m archa y se con-
tuvieron a m edida que se extendían m ás lejos y m ás profun-
dam ente que la anterior ocupación ostrogoda. Y aunque el po-

15 Para una comparación de las dos oleadas de migraciones, véase


Lucien Musset, Les invasions. Les vagues germ aniques, París, 1965, pá-
ginas 116-7 ss. [Las invasiones. Las oleadas germánicas, Barcelona, Labor,
1967.] El libro de Musset es, con mucho, la obra de síntesis m ás clarivi-
dente sobre todo el período.
120 La tran sición

der lom bardo habría de centrarse en las llanuras del norte,


com o fue tam bién el caso de sus predecesores, sus asentam ien-
tos extendieron por vez prim era la penetración bárbara hasta
el sur de Italia. Las m igraciones francas y anglosajonas fueron
continuos m ovim ientos de colonización arm ada hacia regiones
donde previam ente existía un verdadero vacío p olítico. La Ga-
lia del N orte era la avanzadilla del ú ltim o y desam parado ejér-
cito rom ano sesen ta años después de que el sistem a im perial
hubiera caído en todo el Occidente. El p oderío rom ano en Bri-
tania nunca fue desafiado en el cam po de batalla, sin o que
expiró dulcem ente cuando hubo desaparecido su cordón um bi-
lical con el continente, recayendo tod o el país una vez m ás
en las jefaturas m oleculares celtas. La profundidad de e sta
segunda ola de m igraciones puede apreciarse p or los cam bios
lingüísticos que provocó. Inglaterra fue germ anizada en blo-
que a m edida que se extendía la colonización anglosajona y las
m árgenes celtas de la isla ni siquiera sum inistraron una dosis
de vocabulario a la lengua de los conquistadores, prueba de la
tenue rom anización de la provincia m ás septentrional del Im -
perio, que evidentem ente nunca afectó a la m asa de la pobla-
ción. En el continente, la frontera de las lenguas rom ances re-
trocedió hasta una banda de territorio de 80 a 160 kilóm etros
de profundidad desde Dunquerque a B asilea, y de 160 a 320
kilóm etros al sur del Alto D a n u b io 16. E l franco legó unas 500
palabras al vocabulario francés y el lom bardo alrededor de
300 al italiano (m ientras que el visigótico dejó só lo 60 al es-
pañol y el suevo cuatro al portugués). La sed im en tación cu ltu-
ral de la segunda ola de conquistas fu e m ucho m ás profunda
y duradera que la prim era
Una de las principales razones de este fenóm eno fue, na-
turalm ente, que la prim era ola ya había barrido com pletam en-
te toda resistencia organizada por e l sistem a im perial en Oc-
cidente. Sus propias creaciones fueron m eras im itacion es y se
revelaron m uy frágiles, y la m ayoría de ellas ni siquiera in ten -
taron ocupar todo el terreno disponible. Las m igraciones si-
guientes tuvieron ya el p eso y el espacio para construir en
O ccidente form as sociales m ás acabadas y duraderas. E l rígido
y frágil dualism o del siglo V desapareció progresivam ente en
el VI (excepto en la últim a fortaleza de los E stad os d e la p r i-
m era generación, la España visigoda, donde desapareció en el
siglo VII). G radualm ente tuvo lugar un len to p roceso de fusión

16 Musset, Les invasions. Les vagues germaniques, pp. 172-81.


Las in vasion es 121

que integró a elem en tos germ ánicos y rom anos en una nueva
sín tesis que habría de su stitu ir a a m b o s. E l m ás im portante de
esto s acon tecim ien tos — la aparición de un n uevo sistem a agra-
rio— es desafortunadam ente el que ofrece una luz m ás débil a
la h istoriografía p osterior. La econom ía rural de la Galia mero-
vingia y de la Italia lom barda es todavía uno de los capítulos
m ás oscuros en la h istoria de la agricultura occidental. Con
todo, e ste periodo ofrece tam bién algunos h ech os evidentes.
Y a no se hacía u so del sistem a de hospitalitas. N i los francos
n i los lom bardos (y a fo rtio ri tam p oco los anglosajones) pro-
cedieron a un reparto regulado de las propiedades territoriales
rom anas. En su lu gar parece que se im p u so un m odelo dual y
m ás am orfo de asentam iento. Por una parte, los dirigentes
francos y lom bardos se lim itaron a con fiscar en gran escala
los latifun dios locales, anexionándolos al tesoro real o distri-
buyéndolos entre sus séq u itos nobiliarios. La aristocracia sena-
torial que sobrevivió en la Galia del N orte había retrocedido
en su m ayor parte al su r del Loira in clu so antes de que Clodo-
v eo derrotara al ejército de S iagrio en el año 476 y tom ara po-
sesión de los desp ojos provinciales de su victoria. En Italia,
lo s reyes lom bardos no realizaron ningún in ten to de congra-
ciarse a los terraten ien tes rom anos, que fueron aniquilados y
elim inados donde quiera que pusieron algún obstáculo a la
apropiación de la tierra; algunos fueron reducidos in clu so a
la condición de esclavos17. Así pues, el cam bio de m anos de
la gran propiedad agraria fue prob ablem en te m ucho m ayor en la
segunda ola de invasion es que en la prim era. Por otra parte,
sin em bargo, y com o la m asa d em ográfica de las últim as migra-
ciones fue considerablem en te superior al de las prim eras y el
ritm o de su avance a m enu d o m ás len to y constante, el com po-
n ente popular y cam p esin o del nuevo orden rural fue t am bién
m á s señalado. E sp ecialm en te en este período fue cuando las
com unidades aldeanas, que habrían de co n stitu ir un rasgo pos-
terior tan sob resalien te del feu d alism o m edieval, parecen ha-
b er arraigado por vez prim era y de form a notable en Francia
y en otras partes. En m edio de la inseguridad y la anarquía
de los tiem p os, las aldeas se m u ltiplicaron m ientras decaían las
villae co m o unidades organizadas de producción.
E ste fen óm en o puede atribuirse, por lo m enos en la Galia,
a dos procesos convergentes. E l derrum be del dom inio rom ano

17 L. M. Hartmann, G eschichte Italien s im M ittelalter, II/ II, Gotha, 1903,


páginas 2-3.
122 La transición

socavó la estabilidad del in stru m en to básico de la colonización


rural latina, e l sistem a de villae. A su s esp ald as resurgió ahora
un paisaje celta m ás antiguo, que m ostraba prim itivas aldehue-
las de cabañas y viviendas cam pesinas, oculto por la rom aniza-
ción de la Galia. Al m ism o tiem po, las m igraciones de las co-
m unidades locales germ ánicas hacia el sur y el oeste —que ya
no tuvieron necesariam ente un carácter b élico — llevaron con-
sigo m uchas tradiciones agrarias de sus tierras n a tiv a s tribales,
m enos erosionadas por e l tiem p o y el viaje que en la época de
Jas prim eras y épicas V ölkerwanderungen. Así reaparecieron en
lo s nuevos asentam ientos de los em igrantes las parcelas alo-
-diales cam pesinas y las tierras com unales de la aldea, legados
d irectos de los b osq u es nórdicos. Por otra parte, el posterior
estad o de guerra de la época m erovingia condujo a la captura
de nuevos esclavos, traídos especialm ente de las zonas fronte-
rizas de Europa central. En la con fu sión y la oscuridad de esta
ép oca es im posib le calcular las proporciones de la com binación
final de fincas de nob les germ anos, tenencias dependientes, pe-
queñas propiedades cam pesinas, tierras com unales, villae ro-
m a n a s su p ervivien tes y esclavitud rural. E stá claro, sin em bar-
go, que en Inglaterra, Francia e Italia, un cam pesinado nativo
y libre fue inicialm ente uno de los elem entos de las m igraciones
anglosajona, franca y lom barda, aunque su volum en no puede
determ inarse. En Italia, las com unidades cam pesinas lom bar-
das estaban organizadas en colonias m ilitares, con su propia
adm inistración autónom a. En la Galia, la nobleza franca
recibió tierras y cargos en todo el cam po siguiendo un m o-
delo notablem ente d istin to del asentam iento rural franco,
lo que indica claram ente que los em igrantes del com ún no
eran necesariam ente arrendatarios dependientes del anterior
estra to de los o p tim a te s 18. En Inglaterra, las invasiones an-
glosajonas provocaron un cola p so rápido y total del sistem a
de villae, que de todas form as era m ás precario que en el con-
tin en te debido a la lim itad a exten sión de la rom anización. En
este caso, sin em bargo, los señ ores bárbaros y l os cam pesinos
libres coexistieron tam bién en d iferentes c o m b in a c io n e s des-
pués de las m igraciones, con una tendencia general hacia un
aum ento de la dependencia rural a m edida que aparecían uni-
dades p olíticas m ás estab les. En Inglaterra, el abism o m ás
abrupto que existía entre los órdenes rom ano y germ ánico con-
dujo p osib lem en te a un cam bio m ás radical en los m étodos

18 Musset, Les invasions. Les vagues germaniques, p. 209.


Las invasiones 123

del cultivo agrícola. En todo caso, el m odelo de los asentam ien-


tos rurales anglosajones contrastaba notablem ente con el de la
agricultura rom ana que le había precedido y prefiguraba algu-
nos d e los m á s im portantes cam bios de la p osterior agricultura
feudal. M ientras las fincas rom anas estaban situadas norm al-
m ente en terrenos m on tañ osos con suelos ligeros, que se pare-
cían a los de tipo m editerráneo y podían cultivarse con arados
superficiales de m adera, las anglosajonas estaban situadas ha-
bitualm ente en valles con su elos densos y húm edos, cuyos ha-
bitantes utilizaban arados de hierro; m ientras la agricultura
rom ana tenía un com ponente pastoril m ás im portante, los in-
vasores an glo sa jo n es tendieron a despejar grandes zonas de
bosque y pantanos para convertirlas en tierras cu ltiv a b le s19.
Las dispersas aldehuelas celtas dieron pasos a aldeas centrali-
zadas, en l a s q u e se com binaba la propiedad individual de las
tierras cam p esin as con el coarado colectivo de los cam pos abier-
tos. Los jefes y señ o res locales consolidaron sus poderes per-
sonales por encim a de esto s asentam ientos y a m ediados del
siglo VII ya se había afirm ado en la Inglaterra anglosajona una
aristocracia legalm ente definida y h ered ita ria 20. Así, esta se-
gunda ola de invasiones, a la vez que producía por doquier
una aristocracia germ ánica dotada de fincas m ás extensas que
nunca, pobló tam bién el cam po con duraderas com unidades al-
deanas y con n ú cleos de pequeña propiedad cam pesina. Al m is-
mo tiem po, tam bién surtió con frecuencia a la esclavitud agríco-
la de prisioneros de guerra de la é p o c a 21. Sin em bargo, todavía
no pudo organizar esto s dispares elem en tos de la econom ía ru-
ral de la Edad M edia en un nuevo y coherente m odo de pro-
ducción.
Políticam ente, la segu n da oleada de invasiones m arcó o pre-
sagió el fin de las adm inistraciones y los derechos dualistas
con la desaparición del legado ju ríd ico rom ano. Los lom bardos
no hicieron nada para repetir en Italia el paralelism o ostrogo-
do, sin o que refundieron el sistem a civil y jurídico del país en
la s regiones que habían ocupado, prom ulgando un nuevo có-
digo legal basado en las norm as tradicionales germ ánicas, pero
redactado en latín, que m uy pronto predom inó sobre el dere-

19 H. R. Loyn, Anglo-Saxon England and the Norman conquest, Lon-


dres, 1962, pp. 19-22.
20 Loyn, Anglo-Saxon England and the N orm an conquest, pp. 199 ss.
21 Para la continua im portancia de los esclavos a finales de la Alta
Edad Media, véase Georges Duby, Guerriers et paysans, París, 1973, pá-
ginas 41-3. [G uerreros y cam pesinos, Madrid, Siglo XXI, 1976.]

5
124 La tran sición

cho rom ano. Los reyes m erovingios conservaron un doble siste -


ma legal, pero con la creciente anarquía de su reinado, los
recuerdos y las norm as latinas se desvanecieron progresivam en-
te. E l derecho germ ánico pasó a ser gradualm ente el dom inan-
te, m ientras los im pu estos sobre la tierra, heredados de Rom a,
se derrum baron ante la resistencia de la población y de la
Iglesia a una fiscalidad que ya n o correspondía a un servicio
p úblico ni a un E stado centralizado. La recaudación de im p u es-
tos desapareció progresivam ente de los reinos francos. E n In-
glaterra, el derecho y la adm inistración rom anos ya habían
desaparecido casi por com p leto antes de la llegada de los an-
glosajones, de tal form a que nunca se p lan teó este problem a.
Incluso en la España visigoda, el único E stado bárbaro cuyos
orígenes se rem ontaban a la prim era oleada de invasiones, el
derecho y la adm inistración dualistas llegaron a su fin en los
últim os años del siglo VII, cuando la m onarquía de T oledo abo-
lió definitivam ente el legado rom ano y som etió a toda la po-
blación a un sistem a godo m odificado22. Por otra parte, y a la
inversa, el separatism o religioso germ ánico com enzó a desapa-
recer, Los francos adoptaron directam ente el catolicism o con
el bautism o de Clodoveo en los últim os años. del s ig lo V , d es-
pués de su victoria sobre los alam anes. Los anglosajones fue-
ron convertidos gradualm ente del paganism o en el siglo VII por
las m ision es rom anas. Los visigodos abandonaron en España
su arrianism o con la conversión de R ecaredo en el 587. E l reino
lom bardo aceptó el ca tolicism o en el año 653. P ari pa ssu con
estos cam bios se produjo un constante intercam bio m atrim o-
nial y un p roceso de asim ilación de las dos clases terraten ien-
tes, la rom ana y la germ ana, allí donde coexistían. E ste proceso
fue m ás lim itad o en Italia por el exclusivism o lom bardo y el
revanchism o bizantino, que im pidieron entre am bos la pacifi-
cación duradera de la península; por otra parte, su co n flicto
echó las bases de la división secular entre norte y sur en ép o-
cas posteriores. Pero en la Galia avanzó ininterrum pidam ente
bajo el dom inio m erovingio. A com ienzos del siglo V II estaba
sustancialm ente term inado con la con so lidación de una sola
aristocracia rural, cuyo carácter no era ya senatorial n i de sé-
quito. La m ezcla sim ilar de las ram as rom ana y germ ánica en
la Iglesia exigió m ucho m ás tiem po: prácticam ente todos los
ob isp os de la Galia continuaron sien d o rom anos durante la ma-

22 Para los posibles antecedentes históricos de este proceso, véase


Thompson, The Goths in Spain, pp. 216-7.
Las in vasion es 125

yor parte del siglo V I, y en la jerarquía eclesiástica la fusión


étn ica com p leta no tu vo lugar h asta el siglo VIII 23.
La sup erp osición de m eras adap tacion es dualistas a las for-
m as im periales rom anas n o produjo, sin em bargo, una nueva
fórm ula política, sólid a y perm anente, a fin ales de la Edad Me-
dia. E n todo caso, el abandono de las tradiciones avanzadas
d e la A ntigüedad clásica con d u jo a una regresión en el grado de
com plejidad y de eficacia de los E stad os sucesores, agrava-
da por las con secuen cias de la expan sión islám ica en el Medi-
terráneo a partir de p rincip ios del siglo V II, que paralizó el
com ercio y b loq ueó a Europa o ccid en tal en un aislam iento ru-
ral. Es p osib le que las m ejoras clim áticas del siglo V II, que
en E uropa se plasm aron en un ciclo de tiem p o algo m ás cálido
y seco, y el aum ento en el crecim ien to dem ográfico beneficia-
ran a la econ om ía r u r a l24. Pero en la co n fu sión p olítica de la
época p o co se puede apreciar el influjo de eso s progresos. Las
m onedas de oro desaparecieron d espu és del año 650, a conse-
cuencia tanto de los end ém icos déficits com erciales con el Oriente
bizantino com o de las con q u istas árabes. La m onarquía m e-
rovingia se m ostró incapaz de m antener el control de la acuña-
ción d e m onedas, que se degradó y d isp ersó paulatinam ente.
E n la Galia, los im pu estos p ú blicos cayeron en el olvido; la
d iplom acia se en tu m eció y se hizo m ás lim itada; la adm inis-
tración se em b otó y se redujo. Los E stad os lom bardos de Italia,
divididos y debilitados p or los en claves bizantinos, perm a-
n ecieron siem pre prim itivos y a la defensiva. E n estas condi-
ciones, es lóg ico que la realización p ositiva m ás im portante de
los E stados bárbaros fuera quizá la m ism a conquista de Ger-
m ania, llevada a cabo en el siglo VI p or las cam pañas merovin-
gias h asta el río W é se r 25. E stas adq u isiciones integraron por
vez prim era a las tierras de las que procedían las m igraciones
en el m ism o u niverso p o lítico que las antiguas provincias im -
p eriales y, e n con secuen cia, unificaron en un solo orden terri-

23 Musset, Les invasions. Les vagues germ aniques, p. 190.


24 Esta hipótesis es formulada por Duby: Guerriers et paysans, pá-
ginas 17-19. Pero las pruebas son demasiado escasas para deducir conclu-
siones fehacientes. En general, Duby tiende a presentar de esta época
una interpretación más optim ista que otros historiadores. Así, considera
la desaparición de la m oneda de oro com o un signo de la revitalización
del comercio, y las m onedas de plata más pequeñas de esta época, como
un índice de transacciones com erciales m ás fluidas y frecuentes, es de-
cir, lo contrario de la opinión habitual sobre la historia monetaria me-
rovingia.
25 Musset, Les invasions. Les vagues germaniques, pp. 130-2.
126 La transición

torial y cultural a las dos zonas cuyo conflicto inicial había


dado origen a la Edad Oscura. El d escen so de los niveles ins-
titucion ales de la civilización urbana en la Galia franca acom -
pañaron y perm itieron su elevación relativa en la Germania
bávara y alam ana. Sin em bargo, in cluso en este cam po, la ad-
m inistración m erovingia fue singularm ente tosca y pobre: los
condes enviados a gobernar m ás allá del Rin no introdujeron
n i l a escritura, ni la m oneda, ni el cristianism o. En sus estruc-
turas económ icas, sociales y p olíticas, Europa occid ent al ha-
bía dejado atrás el p recario dualism o de las prim eras décadas
que siguieron a la Antigüedad; había tenido lugar, entre tan to,
un áspero proceso de m ezcolanza, pero lo s resultados todavía
eran inform es y h eteró clito s N i l a sim ple y u x t a p osición ni
una to sca m ezcla podían dar origen a un nuevo m odo de pro-
ducción general, capaz de salir del. callejón sin salida de la
esclavitud y el colonato, y con él un nuevo orden social inter-
n am ente coherente. En otras palabras, ú n icam en te una autén-
tica síntesis podía conseguir esto. Sólo unas pocas señales
prem onitoras anunciaban la llegada a esa m eta final. La m ás lla-
m ativa fue la aparición, evidente ya en el siglo V I, de sistem as
antroponím icos y top oním icos com pletam ente nuevos —que
com binaban elem en tos lingüísticos germ ánicos y rom anos en
unidades organizadas extrañas a am bos— en las tierras fron-
terizas situadas entré la Galia y G erm ania26. La lengua habla-
da, lejos de seguir siem pre a los cam bios m ateriales, puede en
ocasiones an ticiparse a ellos.

26 Musset, Les invasions. Les vagues germaniques, p. 197.


3. HACIA LA S ÍN T E S IS

La sín tesis histórica que finalm ente tuvo lugar fue, por supues-
to, el feudalism o. El térm ino exacto —S ynthese— es de Marx,
junto con otros historiadores de su tie m p o 1. La colisión catas-
trófica de dos m odos anteriores de producción —prim itivo y
antiguo—- en disolución produjo finalm ente el orden feudal
que se extendió por toda la Europa m edieval. Que el feudalis-
m o occidental fue el resultado esp ecífico de una fusión de los
legados rom ano y germ ánico era ya evidente para los pensado-
res del R enacim iento, cuando por prim era vez se pu so a de-
bate su g é n e sis 2. La controversia m oderna sobre esta cuestión
se rem onta esencialm en te a M ontesquieu, que en la Ilustración
afirm ó que los orígenes del feudalism o eran germ ánicos. Desde
entonces, el problem a de las «proporciones» exactas de la m ez-
cla de elem entos rom anogerm ánicos que finalm ente generó el
feudalism o ha suscitado las pasiones de los sucesivos histo-
riadores nacionalistas, e incluso e l m ism o tim bre del final de
la Antigüedad se ha alterado frecuentem en te de acuerdo con
el p atriotism o del cronista. Para D opsch, que escribía en Aus-
tria después de la prim era guerra m undial, el colapso del Im -
perio rom ano fue la m era culm inación de siglos de absorción
pacífica por los pueblos germ ánicos y fue vivido por los ha-
b itantes de O ccidente com o una tranquila liberación. «El m un-
do rom ano fue conquistado gradualm ente desde dentro por los
gem ían os, que habían penetrado en él pacíficam ente durante

1 En su principal exposición del m étodo histórico, Marx hablaba de


los resultados de las conquistas germánicas como un proceso de «inter-
acción» (W echselwirkung) y «fusión» (Verschm elzung), el cual generó un
nuevo «modo de producción» (Produktionw eise), que fue una «síntesis»
(Synthese) de sus dos predecesores: Grundrisse der K ritik der politischen
Ökonomie (Einleitung), Berlin, 1953, p. 18. [Elem entos fundam entales
para la critica de la economía política (B orrador), Madrid, Siglo XXI,
1972.]
2 Para el debate del Renacimiento, véase D. R. Kelley, «De origine feu-
dorum: The beginnings of a historical problem», Speculum , xxxix, abril
de 1964, núm. 2, pp. 207-28; las afirmaciones de Montesquieu están en
De l’esprit des lois, libros xxx y x x x i.
128 La tran sición

siglos y habían asim ilado su cultura e in clu so asum ido frecuen-


tem ente su adm inistración, de tal form a que la rem oción de su
dom inio p o lítico fue sim plem ente la consecu en cia final de un
largo p roceso de cam bio, com o la rectificación de la nom en-
clatura de una em presa cuyo viejo nom bre ha d ejado de co-
rresponder desde hace tiem po a los verdaderos directores de
la firm a [ . . . ] Los germ anos no fueron enem igos que destrozaron
o aniquilaron la cultura rom ana, sino que, p or el contrario, la
conservaron y d esarrollaron»3. Para Lot, que escribía en Fran-
cia aproxim adam ente en la m ism a época, el fin de la Antigüe-
dad fue un desastre inim aginable, el h olocau sto de la civiliza-
ción: el derecho germ ánico fue responsable de la «perpetua,
desbocada y frenética violencia» y de la «inseguridad en la
propiedad» de la época siguiente, cuya «espantosa corrupción»
la convirtió en un «período de la historia verdaderam ente des-
venturado»4. En Inglaterra, donde n o h ubo confrontación, sino
una sim ple cesura, entre los órdenes rom ano y germ ánico, la
controversia se desplazó hacia la inversa invasión de la con-
quista norm anda, y Freem an y R ound polem izaron sucesiva-
m ente sobre los m éritos relativos de las contribuciones «an-
glosajona» o «latina» al feud alism o lo c a l5. Los rescold os de
estas disputas todavía están candentes h oy y los h istoriadores
soviéticos tuvieron duros intercam bios sobre ellos en una re-
cien te conferencia celebrada en R u sia 6. N aturalm ente, la mez-

3 Alfons Dopsch, W irtschaftliche und soziale Grundlagen der europäis-


chen K ulturentw icklung aus der Zeit von Caesar bis auf K arl den G ros-
sen, Viena, 1920-1923, v o l. I, p. 413.
4 Ferdinand Lot, La fin du monde antique et le débu t du M oyen Age,
Paris, 1952 (reedición), pp. 462, 469 y 463. Lot acabó su libro a finales
de 1921.
5 Para Freeman, «la conquista normanda supuso el derrocamiento tem-
poral de nuestra entidad nacional. Pero fue sólo un derrocamiento tem-
poral. Para un observador superficial puede parecer que el pueblo inglés
fue borrado momentáneamente de la lista de las naciones, o que sola-
m ente existió com o cautivo de señores extranjeros en su propia tierra.
Pero en unas pocas generaciones llevamos al cautiverio a nuestros con-
quistadores. Inglaterra volvió a ser Inglaterra una vez más». Edward A.
Freeman, The history of the Norman conquest of England, its causes and
results, Oxford, 1867, v o l. I, p. 2. El panegírico del legado anglosajón de
Freeman fue atacado por Round en su exaltación no menos vehemente
de la llegada normanda. En el año 1066, «el larguísimo cáncer de la paz
había dado sus frutos. La tierra estaba madura para el invasor, y un
Salvador de la Sociedad estaba cerca»; la conquista normanda llevó por
fin a Inglaterra «algo m ejor que los áridos apuntes de nuestra desierta
crónica nativa». J. H. Round, Feudal England, Londres, 1964 (reedición),
páginas 304-5, 247.
6 Véase la larga discusión en Srednie Veka, fase. 31, 1968, del inform e
H acia la s ín te sis 129

cla exacta de lo s antiguos elem en tos rom anos o germ ánicos en


el m od o de producción feudal puro com o tal tiene, en realidad,
m ucha m en os im portancia que su resp ectiva distribución en
las diversas form aciones sociales que aparecieron en la Europa
m edieval. En otras palabras, lo que se n ecesita, com o verem os
m ás adelante, n o es ta n to un a sim p le genealogía com o una
tip olo gía del feu d alism o europeo.
El origen prim igenio de las in stitu cio n es específicam ente
feudales parece a m enu d o inextricable, dada la am bigüedad de
las fu en tes y el p aralelism o d e la evolu ción de lo s dos siste-
m as sociales an teced en tes. Así, el vasallaje puede haber tenido
su s raíces fundam en tales tan to en el co m ita tu s germ ano com o
en la clien tela galorrom ana: dos form as de séquito aristocráti-
co que existiero n en am bos Iad o s d el Rin m ucho antes del fin
del Im p erio y contribuyeron indudab lem ente a la aparición
definitiva del sistem a v asallático7. E l b en eficio, con el que fi-
nalm ente se fundió para form ar el feudo, puede rem ontarse
igualm ente a las p rácticas eclesiá stica s rom ano-tardías y a los
repartos trib ales de tierra de los g e r m a n o s8. El señorío, por
su parte, procede ciertam en te d eí fu n d u s o villa galorrom ana,
que n o tiene ningún equivalente bárbaro porque son grandes
fincas au to su ficien tes, cultivadas p or cam pesinos dependien-
tes o colon i que entregan a su señ or terrateniente productos
en esp ecie, en lo que es u n o b v io presagio de una econom ía
s e ñ o r ia l9. Por el contrario, los enclaves com unales de la aldea

realizado por A. D. Liublinskaia, «Tipologiia Rannevo Feodalizma v Za-


padnoi Europe i Problema Romano-Germanskovo Sinteza», pp. 1744. Los
participantes fueron: O. L. Vainshtein, M. Ya. Siuziumov, Ya. L. Bes-
smertny, A. P. Kazhdan, M. D. Lordkipanidze, E.V. Gutnova, S. M. Stam,
M. L. Abramson, T. I. Desnitskaia, M. M. Friedenberg y V. T. Sirotenko.
Obsérvese en particular el tono de las intervenciones de Vainstein y Siu-
ziumov, defensores respectivam ente de las contribuciones bárbara e im-
perial al feudalismo; el segundo —un historiador de Bizancio— pone una
inconfundible nota nacional antigermana. En general, los bizantinistas so-
viéticos parecen profesionalm ente inclinados a privilegiar el peso de la
Antigüedad en la síntesis feudal. La respuesta de Liublinskaia a la discu-
sión es serena y está llena de sensibilidad.
7 Compárese Dopsch, W irtschaftliche und soziale Grundlagen, II, pá-
ginas 225-7, que sitúa a los leudes como directos antecesores de los
medias fueron los bucellari i o lugartenientes galorrom anos, y los antrus-
tiones (guardia palatina) o leudes (séquito militar) francos. Para estos
últim os, véase Carl Stephenson, M ediaeval institutions, Ithaca, 1954, pá-
ginas 225-7, que sitúa a los leudes com o los directos antecesores de los
vassi carolingios.
8 Dopsch, W irtschaftliche und soziale Grundlagen, II, pp. 332-6.
9 Dopsch, ibid., I, pp. 332-9. La etim ología de los términos clave del
feudalism o europeo arroja quizá una pequeña luz sobre sus variados orí-
130 La transición

m edieval fueron b ásicam ente una herencia germ ánica, vestigio


de los prim eros s istem as rurales forestales después de la evo-
lución general del cam pesinado bárbaro desde las tenencias alo-
diales a las dependientes. La servidum bre desciende probable-
m ente del esta tu to clásico del colonus y de la lenta degrada-
ción de los cam pesinos germ anos libres por la «encom endación»
casi coercitiva a los guerreros de los clanes. El sistem a legal
y con stitucion al que se desarrolló durante la Edad M edia fue
igualm ente híbrido. U na ju sticia de carácter popular y una
tradición de ob lig a cio n es form alm ente recíprocas entre dom i-
nantes y dom inados dentro de una com unidad tribal com ún
dejaron una p rofunda huella en las estructuras jurídicas del
feudalism o, incluso allí donde lo s tribunales populares n o so-
brevivieron, com o en Francia. El sistem a de E stados que más
tarde apareció dentro de las m onarquías feudales debía m ucho,
en especial, a esta últim a. Por otra parte, el legado rom ano de
un derecho codificad o y escrito tuvo tam bién una im portancia
capital para la esp ecífica sín tesis jurídica de la Edad Media,
m ientras que la herencia con ciliar de la Iglesia cristiana clá-
sica fue sin duda alguna fundam ental para el desarrollo del
sistem a de E stad os10. E n la cum bre del sistem a p olítico m edie-
val, la in stitu ción de la m onarquía feudal representó inicial-
m ente una cam biante am algam a entre el jefe guerrero germ á-
nico, semi el ectivo y con rudim entarias funciones secu lares, y el
soberano im perial rom ano, autócrata sagrado de poderes y res-
ponsabilidades ilim itados.
Tras el colap so y la con fu sión de la Edad Oscura, el com -
p lejo i n fr a y supraestructural que habría de co n stitu ir l a es-
tructura general de una totalidad feudal en Europa tenía, pues,
un doble origen. Una sola institución , sin em bargo, abarcó todo
el período de transición de la Antigüedad a la Edad M edia en
una esencial continuidad: la Iglesia cristiana. La Iglesia fue,
d e s d e luego, el principal y frágil acueducto a tr a v é s d e l cual
las reservas culturales del m undo clásico p asaron a l nuevo uni-
verso de la Europa feudal, cuya cultura se había hecho clerical.
La Iglesia, extraño o b jeto h istó rico p a r excellence, cuya peculiar

genes. «Fief» [feudo] se deriva del germano antiguo vieh, que significa
rebaños. «Vassal» [Vasallo] procede del celta kwas, que originalmente
significaba esclavo: Por otra parte, «village» [aldea] se deriva de la villa
romana; «serf » [siervo], de servus, y «manor» de mansus.
10 Hintze subraya esta filiación en su ensayo «W eltgeschichtliche Be-
dingungen der Repräsentativeverfassung», en Otto Hintze, G esam m elte Ab-
handlungen, vol., I, Leipzig, 1941, pp. 134-5.
H acia la sín te sis 131

tem poralidad nunca ha coincidido con la de una sim ple secuen-


cia de un sistem a económ ico o p olítico a otro, sino que se. ha
superpuesto y sobrevivido a m uchos en un ritm o propio, nunca
ha recibido un tratam iento teórico en el m arco del m aterialis-
m o h is tó r ic o 11. Aquí no podem os hacer nada para rem ediar
esta laguna. Pero son p recisos algunos breves com entarios so-
bre la im portancia de su papel en la transición de la Antigüe-
dad al feudalism o, ya que alternativam ente se ha exagerado o
descuidado en buena parte de los estu d ios h istóricos de esta
época. En la Antigüedad tardía, la Iglesia cristiana co n trib u yó
indudablem ente — com o ya hem os visto— al d ebilitam iento de
la capacidad de resistencia del sistem a im perial rom ano. Y lo
hizo, n o por sus doctrinas desm oralizantes o por sus valores
extram undanos, com o creían los historiadores de la Ilustración,
sin o por su enorm e volum en m undano. En efecto, el vasto apa-
rato clerical que engendró en el Im perio tardío fue una de las
principales razones del excesivo peso parasitario que agotó a la
econom ía y la sociedad rom anas, porque de esta form a una
segunda y superpuesta burocracia se sum ó a la ya opresiva car-
ga del E stado secular. En el siglo V I, los ob ispos y el clero de
lo que quedaba del Im perio eran m ucho m ás num erosos que
los funcionarios y agentes adm inistrativos del Estado, y reci-
bían sueldos considerablem ente m ás altos12. La carga intole-
rable de este p esad ísim o edificio fue un determ inante funda-
m ental del colapso del Im perio. La lím pida tesis de Gibbon de
que el cristianism o fue una de las dos causas fundam entales
de la caída del Im perio rom ano — resum en expresivo del idea-

11 Procedente de una minoría étnica postribal, triunfante en la Anti-


güedad tardía, dominante en el feudalismo, decadente y renaciente bajo
el capitalismo, la Iglesia romana ha sobrevivido a cualquier otra insti-
tución —cultural, política, jurídica o lingüística— históricam ente coetánea
suya. Engels reflexionó brevemente sobre su larga odisea en Ludwig Feuer-
bach and the end of the German classical philosophy (Marx-Engels, Selected
w orks, Londres, 1968, pp. 628-31) [Ludwig Feuerbach y el fin de la filoso-
fía clásica alemana, en Marx-Engels, Obras escogidas, vol. I I , Madrid,
Akal, 1975, pp. 377-426], pero se lim itó a registrar la dependencia de sus
transformaciones con respecto a las experimentadas por la historia ge-
neral de los modos de producción. Su específica autonomía y adaptabi-
lidad regional —extraordinaria desde cualquier perspectiva que se adop-
te— todavía tienen que ser seriamente exploradas. Lukács creía que
radicaba en una relativa permanencia de la relación del hombre con la
naturaleza, sustrato invisible del cosm os religioso, pero nunca se aventu-
ró más allá de algunas notas marginales sobre la cuestión. Véase G. Lu-
kács, H istory and class consciousness, Londres, 1971, pp. 235-6 [H istoria
y conciencia de clase, Barcelona, Grijalbo, 1976].
12 Jones, The later R om an E m pire, v o l. II , pp. 933-4, 1046.
132 La tran sición

lism o de la Ilustración— perm ite así una actual reform ulación


m aterialista.
Con todo, esa m ism a ig lesia fue tam bién el ám bito m ovedi-
zo de los prim eros síntom as de la liberación de la técnica y la
cultura de los lím ites de un m undo con stru id o sobre la esclavi-
tud. Las extraordinarias realizaciones de la civilización gre-
corrom ana fueron propiedad de un pequeño estrato dirigente,
enteram ente divorciado de la producción. E l trabajo m anual
estaba identificado con la servidum bre y, eo ipso, era degra-
dante. E conóm icam ente, el m odo de producción esclavista con-
dujo a una parálisis técnica: en su m arco n o existía ningún
im pulso para introducir m ejoras que ahorraran trabajo. Com o
ya hem os visto, la tecnología alejandrina p ersistió en conjunto
durante tod o el Im perio romano: se produjeron p ocos inventos
im portantes y ninguno de ellos fue am pliam ente aplicado. Por
otra parte, la esclavitud hacía culturalm ente p osib le la elusiva
arm onía entre el hom bre y el universo natural que caracterizó
al arte y la filosofía de la m ayor parte de la A ntigüedad clásica:
la exención n o cuestionada del trabajo fue una de las condicio-
nes que posib ilitaron su serena ausencia de ten sión con la na-
turaleza. El trabajo de transform ación m aterial e incluso su
supervisión fue un ám bito su stancialm ente exclu id o de su es-
fera. Con todo, la grandeza del legado intelectual y cultural del
Im perio rom ano no sólo se acom pañó de un in m ovilism o téc-
nico, sino que, por sus m ism as condiciones, estuvo lim itada al
estrato m ás reducido de las clases dirigentes de la m etrópoli
y las provincias. El índice m ás elocuente de su lim itación verti-
cal fue el hecho de que la gran m asa de la población residente
en el Im p erio pagano no sabía latín. La lengua del gobierno y
de las m isivas era el m onopolio de una pequeña élite. La
ascensión de la Iglesia cristiana supuso por vez prim era una sub-
versión y transform ación de este m odelo, porque el cristian is-
m o rom pió la unión entre el hom bre y la naturaleza, el esp í-
ritu y el m undo de la carne, dando la vuelta p oten cialm en te a
las relaciones entre am bas en dos direcciones opuestas y ator-
m entadas: el ascetism o y el a c tiv ism o B. D e form a inm ediata,

13 Naturalmente, la ruptura no fue exclusiva de la nueva religión, sino


que también se extendió al paganismo tradicional. Brown evoca este he-
cho de form a característica: «Después de varias generaciones de activi-
dad pública aparentemente satisfactoria, fue com o si una corriente que
pasara suavemente desde la experiencia interior del hombre al mundo
exterior se hubiera interrumpido. El calor que procedía del entorno fa-
miliar [...] La máscara clásica ya no encajaba en el amenazador e inescru-
H acia la sín te sis 133

la victoria de la Iglesia en e l Im p erio tardío n o hizo nada para


cam biar las actitud es tradicionales h acia la tecnología o la es-
clavitud. A m brosio de M ilán exp resó la nueva op inión oficial
cuando con d en ó com o im pías in clu so las ciencias puram ente
teóricas de la astronom ía y la geom etría: «N o con ocem os los
secretos del em perador y, sin em bargo, pretendem os conocer
lo s de Dios»14. Igualm ente, lo s Padres de la Iglesia, desde Pa-
b lo h asta Jerón im o, aceptaron un ánim em en te la esclavitud, li-
m itándose a acon sejar a lo s esclavos que fueran obedientes con
su s am os y a ésto s q u e . fueran ju sto s con sus esclavos. D espués
de todo, la verdadera libertad n o podía encontrarse en este
m und o 15. En la práctica, la Iglesia de e sto s siglos fue con fre-
cuencia una gran propietaria in stitu cion al de esclavos, y sus
ob isp os pudieron ejercer en ocasio n es sus derechos legales so -
bre su propiedad fu gitiva con algo m ás que un ordinario celo
p u n itiv o 16.
S in em bargo, en los m árgenes del esp ecífico aparato ecle-
siástico, el desarrollo del m ona q u isin o apuntaba en una dife-
rente y p osib le dirección. cam pesinado egipcio poseía, una
tradición de retirada a erm itas solitarias y d esiertas, o anacho-
resis, com o form a de p rotesta con tra la recaudación de im pues-
to s y otros m ales sociales. A fin ales del sig lo III d. C., A ntonio
transform ó esa tradición en su anacoretism o ascético y reli-
gioso. A principios del siglo IV , Pacom io la desarrolló hacia un
cen o b itism o com un al en las zonas cultivadas a orillas del N ilo,

table centro del universo», The w o rld o f late A ntiquity, pp. 51-2. Pero,
com o Browns indica, la respuesta pagana más intensa a este hecho fue
el neoplatonism o, últim a doctrina de reconciliación interior entre el hom -
bre y la naturaleza y primera teoría de la belleza sensual redescubierta
y apropiada en otra época por el Renacimiento.
14 E. A. Thompson, A R om an reform er and inventor, Oxford, 1952, pá-
ginas 44-5.
15 Engels observó con desdén que «el cristianism o no ha tenido ab-
solutam ente nada que ver en la extinción gradual de la esclavitud. Du-
rante siglos coexistió con la esclavitud en el Im perio romano y más ade-
lante jam ás ha im pedido el com ercio de esclavos de los cristianos», Marx-
Engels, Selected w orks, p. 570 [O bras escogidas, vol. I I , p. 317]. Esta
afirmación es algo perentoria, com o puede apreciarse por el matizado
análisis de Bloch sobre la actitud de la Iglesia ante la esclavitud en
«Comment et pourquoi finit l ’esclavage antique?» (especialmente pp. 37-
41). Pero las conclusiones sustanciales de Bloch no se alejan demasiado
de las de Engels, a pesar de los necesarios m atices que le añade. Para
estudios m ás recientes y confirm ativos sobre las primeras actitudes cris-
tiana» hacia la esclavitud, véase Westermann, The slave system s of Greek
and R om an A ntiquity, pp. 149-162; A. Hadjinicolaou-Marava, Recherches
sur la vie des esclaves dans le m onde byzantin, Atenas, 1950, pp. 13-8.
16 Por ejem plo, véase Thompson, The G oths in Spain, pp. 305-8.
134 La transición

donde se im puso el trabajo agrícola y el estudio tanto com o la


oración y el ayuno17. F inalm ente, en la década del 370, B asilio
ligó por vez prim era el ascetism o, el trabajo manual y la in s-
trucción intelectual en una regla m onástica coherente. Sin em-
b argo, y aun que esta evolu ción pueda considerarse r e tr o s p e c -
tivam ente com o uno de los prim eros signos de un lento y pro-
fundo cam bio de las actitud es sociales hacia el trabajo, la ex-
pansión del m onaquisino en el tardío Im perio rom ano proba-
blem ente se lim itó a agravar el parasitism o económ ico de l a
Iglesia al alejar de la producción a un m ayor volum en de m ano
de obra. P osteriorm ente, tam poco desem peñó un papel esp e-
cialm ente tónico en la econom ía bizantina, donde el m onaquism o
oriental se hizo m uy pronto, en el m ejor de los casos, m eram ente
contem plativo y, en el peor, o cio so y oscurantista. Por otra parte,
trasplantado a O ccidente y reform ulado por B enito de N ursia
durante las som brías profundidades del siglo VI, los principios
m onásticos se m ostraron desde la tardía Edad Oscura organi-
zativam ente eficaces e ideológicam ente in flu yen tes porque en
las órdenes m onásticas de O ccidente, el trabajo intelectual y el
m anual quedaron provisionalm ente unidos al servicio de D ios.
Las faenas agrícolas adquirieron la dignidad de la adoración
divina y fueron realizadas por m on jes instruidos: laborare e st
orare. Con ello caía indudab lem ente una de las barreras cultu-
rales para el descubrim iento y el progreso tecnológico. Sería
un error atribuir este cam bio a algún poder autosuficiente en
el sen o de la I g le s ia 18: el d iferente rum bo de los acontecim ien-

17 D. J. Chitty, The desert a city, Oxford, 1966, pp. 20-1, 27. Es una
lástim a que lo que posiblem ente sea el único estudio reciente y completo
del primer monaquismo tenga un carácter tan unilateralmente devocio-
nal. Los comentarios de Jones sobre los resultados mixtos del monaquis-
m o en la Antigüedad tardía son agudos y pertinentes: The later Roman
E m pire, II, pp. 930-3.
18 Este es el principal defecto del ensayo de Lynn White, «What acce-
lerated technological progress in the Western Middle Ages?», en A. C.
Crombie (comp.) , Scientific change, Londres, 1963, pp. 272-91, exploración
audaz de las consecuencias del monaquismo que, en cierto modo, es su-
perior a su Mediaeval technology and social change, porque aquí no se
fetichiza a la técnica como primera causa histórica, sino que por lo me-
nos se la liga a las instituciones sociales. La afirmación de White sobre
la importancia de las des-animización ideológica de la naturaleza por el
cristianism o como una condición previa de su posterior transformación
tecnológica parece seductora, pero olvida el hecho de que el Islam fue
responsable poco después de una Entzauberung der Welt mucho más com -
pleta, sin que ello produjera un im pacto notable sobre la tecnología m u-
sulmana. La importancia del monaquismo como disolvente premonitor del
sistem a clásico de trabajo no debe exagerarse.
Hacia la síntesis 135

tos en el este y el o este debía ser por sí solo suficiente para


poner de m an ifiesto que fue el com p lejo total de relaciones
sociales —-y no la específica in stitu ción religiosa— lo que en
ú ltim a instancia asignó las funciones económ icas y culturales
del m onaquism o. Su carrera productiva sólo pudo com enzar
cuando la desintegración de la esclavitud clásica hubo libera-
do los elem entos de una dinám ica diferente que habría de cul-
m inar con la form ación del feudalism o. Más que el rigorism o,
lo sorprendente es la ductilidad de la Iglesia en esta d ifícil tran-
sición.
Al m ism o tiem po, sin em bargo, la Iglesia fue sin duda al-
guna directam ente responsable d e otra enorm e y silenciosa
transform ación en los ú ltim os siglos del Im perio. La m ism a
vulgarización y corrupción de la cultura clásica, que Gibbon
habría de denunciar, fue en realidad parte de un gigantesco
proceso d e asim ilación y adaptación a una población m ás am-
plia, que habría de arruinarla y, sim ultáneam ente, rescatarla
en m edio del colapso de su tradicional infraestructura. La más
sorprendente m anifestación de esta transm isión fue, una vez más,
el idiom a. H asta el sig lo III, los cam pesinos de la Galia o His-
pania habían hablado sus propias lenguas celtas, im perm eables
a la cultura de la clase dirigente clásica: en esta época, una
conquista germ ánica de esas provincias habría tenido conse-
cuencias incalculables para la p osterior historia de Europa. Sin
em bargo, con la cristianización del Im perio, los obispos y el
clero de las provincias occidentales, al em prender la conversión
de las m asas de población rural, latinizaron para siem pre su
lengua en el transcurso de los siglos IV y V19. Las lenguas ro-
m ances fueron el resultado final de esta popularización, uno
de los esenciales vínculos sociales de continuidad entre la An-

19 Brown, The w orld of late A ntiquity, p. 130. En ciertos aspectos, esta


obra es la más brillante meditación sobre el fin de la época clásica pro-
ducida en muchos años. Uno de sus temas centrales es la creatividad vital
de la adulterada transmisión, a órdenes más bajos y a épocas posteriores,
de la cultura clásica por el cristianism o, que produjo el arte típico de la
Antigüedad tardía. La degradación social e intelectual fue la prueba salu-
dable que lo salvó. La semejanza de esta concepción —expresada por
Brown con mucha más fuerza que por cualquier otro escritor— con la
típica noción de Gramsci de la relación entre el Renacimiento y la Re-
forma es digna de atención. Gramsci opinaba que el esplendor cultural
del Renacimiento —refinamiento de una élite aristocrática— tuvo que
hacerse tosco y sombrío en el oscurantism o de la Reforma para así pa-
sar a las masas y reaparecer en últim o término sobre unos fundamen-
tos más amplios y más libres, II m aterialism o storico, Turín, 1966, p. 85
[El m aterialism o histórico, Buenos Aires, Nueva Visión, 1971],
136 La tran sición

tigüedad y la Edad Media. Para hacer evidentes las consecuen-


cias de una conquista germ ánica de estas provincias occiden-
tales sin una previa latinización, só lo hay que considerar la
trascendental im portancia de esta hazaña.
E sta realización fundam ental de la prim era Iglesia indica
su verdadero lugar y función en la transición hacia el feu d alis-
m o. Su eficacia autónom a n o hay que encontrarla en el ám bito
de las relaciones económ icas o de las estructuras sociales
— donde a veces se ha buscado equivocadam ente— , sin o en toda
la lim itación y la inm ensidad de la esfera cultural situada por
encim a de aquéllas. La civilización de la A ntigüedad clásica se
definía por el desarrollo de unas superestructuras de una so fis-
ticación y com plejidad sin igual, situadas sobre unas infraes-
tructuras m ateriales de una tosquedad y sim plicidad relativa-
m ente invariantes: en el m undo grecorrom ano siem pre existió
una dram ática desproporción entre la bóveda del cielo in telec-
tual y p o lítico y la estrechez del suelo económ ico. Cuando llegó
su cola p so final, nada era m enos ob vio que el hecho de que
su legado superestructural — ahora inm en sam en te d istan te de
las inm ediatas realidades sociales— habría de sobrevivirle, por
m uy suavizada que fuera su form a. Para ello era necesaria una
vasija específica, suficientem ente alejada de las in stitu cion es
clásicas de la Antigüedad y, sin em bargo, m oldeada en su seno
y, por tanto, capaz de librarse de la h ecatom be general para
transm itir los m isteriosos m ensajes del p asado a un futuro m e-
nos avanzado. La Iglesia cum plió objetivam ente esa función.
En determ inados asp ectos fundam entales, la civilización su-
perestructural de la Antigüedad fue superior a la del feu d alis-
m o durante un m ilenio, esto es, hasta la ép oca que habría de
llam arse con scien tem en te a sí m ism a su R enacim iento, para
poner de m an ifiesto la regresión interm edia. La condición de
su poder diferido, a través de los siglos caóticos y prim itivos
de la Edad Oscura, fue la duración de la Iglesia. N inguna otra
transición dinám ica de un m odo de producción a otro revela
la m ism a d ifu sión en el desarrollo superestructural; ninguna
otra contiene tam poco una in stitu ción de tanta envergadura.
La Iglesia fue, pues, el puente indispensab le en tre dos épo-
cas en una transición «catastrófica» y no. «acum ulativa» entre
dos m odos de producción (cuya estructura divergió necesaria-
m en te in to to de la transición entre el feu d alism o y el capita-
lism o). Significativam ente, la Iglesia fue el m entor oficial del
prim er in ten to sistem ático para «renovar» el Im perio en Occi-
dente, la m onarquía carolingia. Con el E stad o carolingio co-
H acia la sín tesis 137

m ienza la h isto ria del feu d alism o propiam ente dicho, porque
este en o r m e esfu erzo id eológico y adm in istrativo para «recrear»
el sistem a im perial del v iejo m undo, gracias a una típica in-
versión, con tenía y encubría l a involuntaria colocación de los
cim ientos del nuevo. E n la era carolingia fu e cuando se dieron
los p asos decisivos para la form ación del feudalism o.
La im ponen te expansión de la nueva d inastía franca dio, sin
em bargo, pocas señ ales inm ediatas de su legado final a Euro-
pa. Su tem a claram ente dom inante fue la u n ificación política
y m ilitar de O ccidente. La victoria de Carlos M artel en Poitiers
frente a lo s árabes en el año 753 d etu vo el avance del Islam ,
q u e acababa de ab sorb er al E sta d o v isigod o en España. D es-
p ués, en treinta v eloces años, C arlom agno anexionó la Italia
lom barda, con q u istó Sajonia y F risia e in corporó Cataluña. Así
se convirtió en el ú n ico soberano del co n tin en te cristiano fuera
de las fronteras de B izancio, con la excepción del inaccesible
litoral asturiano. En el año 800, Carlom agno asum ió el título
de em perador de O ccidente, in existen te desde hacía m ucho tiem -
po. La expan sión carolingia no fu e un m ero engrandecim iento
territorial. Sus p reten sion es im periales respondían a una ver-
dadera revitalización adm inistrativa y cultural dentro de las
fronteras del O ccidente continental. E l sistem a m onetario se
reform ó y estandardizó y se volvió a recuperar el control cen-
tral sobre la acuñación de m onedas. En estrecha coordinación
con la Iglesia, la m onarquía carolingia p atrocinó una renova-
ción de la literatura, la filo so fía y la educación. Se enviaron m i-
sion es religiosas a las tierras paganas situadas fuera del
Im perio. La extensa y nueva zona fronteriza de Alem ania,
am pliada p or el so m etim ien to de las tribus sajonas, fue cuidado-
sam ente atendida por vez prim era y sistem áticam en te conver-
tida al cristianism o, program a facilitad o por el desplazam ien-
to de la corte carolingia hacia el este, a Aquisgrán, situada a
m itad de cam ino entre el Loira y el Elba. Adem ás, se tejió una
red adm inistrativa, m uy elaborada y centralizada, sobre todas
las tierras que se extienden desde Cataluña a S ch lesw ig y des-
d e N orm andía a E stiria. Su unidad b ásica fue el condado, de-
rivado de la antigua civitatis rom ana. Los nobles de confianza
eran nom brados condes con pod eres m ilitares y judiciales para
gobernar esas regiones en una clara y firm e delegación de la
autoridad pública, revocable por el em perador. Quizá h ubo en
tod o el Im perio entre 250 y 350 de e sto s dignatarios, a quienes
n o se pagaba un salario, sin o que recibían una parte proporcio-
138 La tran sición

nal de las rentas locales de la m onarquía y concesiones terri-


toriales en el c o n d a d o 20. Las carreras condales no estaban li-
m itadas a un solo distrito: un noble com petente podía ser
transferido sucesivam ente a distin tas regiones, aunque en la
práctica no eran frecuentes las revocaciones ni los traslados
de condado. Los lazos interm atrim oniales y las em igraciones de
las fam ilias terratenientes desde las diversas regiones del Im -
perio crearon cierta base social para una aristocracia «supra-
étnica», im buida de ideología im p e r ia l21. Al m ism o tiem po, a
este sistem a regional de condados se superpuso un grupo cen-
tral m ás reducido de m agnates clericales y seculares, proceden-
tes en su m ayoría de Lorena y A lsacia y que a m enudo estaban
m ás cerca del séq uito personal del propio em perador. De este
grupo salían los m issi d om in ici, reserva m óvil de agentes im -
periales directos, enviados en calidad de plenipotenciarios para
enfrentarse a los problem as esp ecialm ente duros y difíciles de
las provincias rem otas. Los m issi se convirtieron en una insti-
tución regular del gobierno d e Carlomagno a partir del año 802;
enviados norm alm ente en parejas, progresivam ente se recluta-
ron de entre los ob isp os y abades, para aislarlos de las presio-
nes locales que pudieran ejercerse sobre sus m isiones. E llos
eran quienes aseguraban en principio la efectiva integración de
la extensa red condal. Cada vez se utilizaron m ás los docum en-
tos escritos, en un esfu erzo por m ejorar las tradiciones del
analfabetism o sin adornos heredado de los m erovingios22. Pero
en la práctica había m uchas rupturas y dem oras en esta m aqui-
naria, cuyo funcion am ien to siem pre fue extrem adam ente lento
y m olesto, a falta de una seria burocracia palatina que propor-
cionara la integración im personal del sistem a. Con todo, y da-
das las cond iciones de la época, el alcance y la m agnitud de los
ideales adm inistrativos carolingios constituyeron un logro for-
m idable.
Pero las verdaderas y prom etedoras innovaciones de la épo-
ca estaban en otra parte, esto es, en la gradual aparición de las
in stitu cion es fundam entales del feudalism o por debajo del apa-
rato del gobierno im perial. La Galia m erovingia ya había co-
nocido el juram ento de fidelidad personal al m onarca reinante
y la concesión de tierras reales a los servidores nobles. Pero

20 F. L. Granshof, The Carolingians and the Frankish monarchy, Lon-


dres, 1971, p. 91.
21 H. Fichtenau, The Carolingian E m pire, Oxford, 1957, pp. 110-3.
22 Ganshof, The Carolingians and the Frankish monarchy, pp. 125-35.
H acia la sín te sis 139

estos dos hechos nunca se com binaron en un solo e im portante


sistem a. Los so b eranos m erovingios distribuyeron norm alm en-
te las tierras directam ente a sus se g u id o r e s leales, tom ando el
térm ino eclesiástico beneficium para designar estas concesio-
nes. Más tarde, m uchas de las tierras distribuidas de esta for-
ma fueron confiscadas a la Iglesia por el linaje de los Arnulfos
con objeto de reunir nuevos soldados para sus ejército s23, m ien-
tras la Iglesia era com pensada por Pipino III con la introduc-
ción de los diezm os, que en adelante con stituyeron Ia única
aproxim ación a un im p uesto g en era l en el reino franco. Pero
fue la época de Carlomagno la que anunció el com ienzo de la
síntesis fundam ental entre las donaciones de tierra y los víncu-
los del servicio. Durante el últim o período del siglo VIII, el «va-
sallaje ( hom enaje personal) y el «beneficio» (concesión de tie-
rras) se fundieron lentam ente, y en el transcurso del siglo IX
el «beneficio» se asim iló progresivam ente, a su vez, al «honor»
(cargo y ju r isd ic c ió n p ú b lic o s )24. Las con cesiones de tierra por
los soberanos dejaron de ser sim p les regalos para convertirse
en tenencias condicionadas, disfrutadas a cam bio de servicios
dados bajo juram ento, y los cargos adm inistrativos m ás bajos
tendieron a aproxim arse legalm ente a ellas. Una clase social de
y a s si dominici, vasallos directos del em perador que recibían
sus b eneficios del propio Carlom agno, se desarrolló ahora en
el cam po, form ando una clase terrateniente local entrem ezcla-
da con las autoridades condales del Im perio. E stos vassi reales
fueron quienes constituyeron el núcleo del ejército carolingio,
llam ado año tras año para prestar sus servicios e n las conti-
nuas cam pañas extranjeras de Carlom agno. Pero el sistem a se
extendió m ucho m ás allá de la directa lealtad al em perador.
Otros vasallos eran titulares de b en eficios de príncipes que, a
su vez, eran vasallos del suprem o soberano. Al m ism o tiem po,
las «inm unidades» legales inicialm ente específicas de la Iglesia
—exenciones jurídicas de los perjudiciales códigos germ ánicos
concedidas a principios de la Edad Oscura— com enzaron a ex-
tenderse a los guerreros seculares. A partir de entonces, los va-
sallos dotados de estas inm unidades estaban a salvo de las in-
terferencias de los condes en sus propiedades. El resultado fi-
nal de esta evolución convergente fue la aparición del «feudo»,
com o con cesión delegada de tierra investida con poderes jurí-

23 D. Bullough, The age of Charlemagne, Londres, 1965, pp. 35-6.


24 L. Halphen, Charlemagne et I’E m pire carolingien, Paris, 1949, pá-
ginas 198-206, 486-93; Boutruche, Seigneurie et féodalité, I, pp. 150-9.
140 La tran sición

dicos y políticos a cam bio del servicio m ilitar. A proxim adam en-
te en la m ism a época, el desarrollo m ilitar de una caballería
fuertem ente arm ada contribuyó a la consolidación del nuevo
vínculo institucional, aunque no fue directam ente responsable
de su aparición. Tuvo que pasar un siglo para que el pleno
sistem a de feudos se m oldeara y echara raíces en O ccidente,
pero su prim er e inconfundible núcleo ya era visib le bajo Car-
lom agno.
M ientras tanto, las continuas guerras del reinado tendieron
a degradar progresivam ente la situación de la m ayoría de la
población rural. Las condiciones del cam pesinado libre y gue-
rrero de la sociedad germ ánica tradicional habían sido los des-
plazam ientos en el cultivo de tierras y un tipo de guerra local
y estacional. Cuando los asentam ientos agrícolas se estabiliza-
ron y las cam pañas m ilitares se hicieron m ás am plias y prolon-
gadas, la base m aterial de la unidad social entre la guerra y el
cultivo se quebró inevitablem ente. La guerra se convirtió en la
lejana prerrogativa de una nobleza m ontada, m ientras que un
cam pesinado sedentario trabajaba en casa para m antener un
ritm o perm anente de cultivo, desarm ado y cargado con la provi-
sión de sum in istros para los ejércitos reales25. El resultad o fue
un deterioro general en la posición de la m asa de población
agraria y, así, tam bién fue en este período cuando tom ó form a
la característica unidad feudal de producción, cultivada por un
cam pesinado dependiente. En la práctica, el Im perio carolingio
fue una zona territorial cerrada, con un com ercio exterior in-
significante, a pesar de sus fronteras de los m ares M editerrá-
neo y del N orte, y con escasa circulación m onetaria. Su res-
puesta económ ica al aislam iento fue el desarrollo de un siste-
m a señorial. La villa del reinado de Carlom agno ya anticipaba la
estructura del señorío de com ienzos de la Edad M edia, e sto es,
una gran finca autárquica com puesta por las tierras del señor
y una m u ltitud de pequeñas p a r c e l a s de los c a m p e s i n os. La-ex-
ten sión de esto s dom inios nobiliarios o clericales era con fre-
cuencia m uy considerable, de 800 a 1.600 hectáreas. D ebido a
los prim itivos m étodos de cultivo, el rendim iento agrario era
m uy bajo e in clu so la proporción 1: 1 n o era en absoluto des-
conocida26. La específica reserva señorial, el m ansu s indom ini-
catus, podía abarcar quizá hasta un cuarto de toda la extensión;

25 Véanse las penetrantes observaciones de Duby: Guerriers et pay-


sans, p. 55.
26 J. Broussar, The civilization of Charlemagne, Londres, 1968, pp. 57-
60; Duby, G uerriers et paysans, p. 38.
H acia la sín te sis 141

el resto era cultivado norm alm ente por los se rv i o m ancipia


asentados en p equeños «m ansos». E sto s siervos c o n stitu ía n la
gran m asa de la m ano de obra rural dependiente y, aunque
su denom inación legal era todavía la de la palabra rom ana equi-
valente a «esclavo», su condición estaba realm ente m ás cerca
de la del futuro «siervo» m edieval, cam b io que quedó registra-
d o p or un desp lazam ien to sem án tico en el u so del térm ino
servu s en el siglo V III. E l erg a stu lu m ya había desaparecido.
Los m ancipia carolingios eran generalm ente fam ilias cam pesi-
n a s adscritas a la tierra y obligadas a entregas en especie y a
la prestación de trabajo personal a sus señores; exacciones que,
de hecho, eran probablem ente superiores a las de los antiguos
colonos galorrom anos. Las grandes fincas carolingias podían
contener tam bién cam p esinos arrendatarios libres (en los m an-
s es ingenu iles), obligados a entregas y prestaciones, p ero sin
una dependencia servil; pero é sto s eran m ucho m enos com u-
n es27. Lo m ás frecuente era que lo s m an cipia fu esen com ple-
m entados, para el trabajo en las tierras del señor, con trabaja-
dores asalariados y con verdaderos esclavos, que en m odo
alguno habían desaparecido todavía. Dada la am bigua term ino-
logia de la época, es im p osib le fijar con alguna exactitud el vo-
lum en de la verdadera m ano de ob ra esclava en la E uropa ca-
rolingia, pero se ha calculad o en tre un 10 y un 20 p or cien to de
la población r u r a l28. El sistem a de villa e n o significa, natural-
m ente, qu e la propiedad de la tierra se hubiera hecho exclusi-
vam ente aristocrática. E ntre la s grandes exten sion es de los
dom in ios señ oriales tod avía su b sistía n p equeñas parcelas alo-
d iales p oseíd as y cultivadas p or cam p esin os libres (pagenses
o m ed io cres). Su cantidad relativa todavía no ha sid o deter-
m inada, aunque está claro que en los prim eros años de Carlo-
m agno una parte apreciable de la población cam pesina se si-
tuaba por en cim a de la con d ición de servidum bre. Pero, a par-
tir de en ton ces, las relaciones rurales b ásica s de producción
de una nueva era se im plantaron de form a progresiva.
A la m u e r t e de C arlom agno, las in stitu cio n es fundam entales
del feudalism o ya estaban presen tes b a jo la bóveda de un Im-

27 R.-H. Bautier, The econom ic d evelopm en t o f m ediaeval Europe, Lon-


dres, 1971, pp. 44-5.
28 Boutruche, Seigneurie et féodalité, I, pp. 130-1; véase también el aná-
lisis de Duby, Guerriers et paysans, pp. 100-3, Hay un buen análisis del
cambio general experim entado en la Francia carolingia entre la esclavi-
tud y la servidumbre com o estatus legal en C . Verlinden, L’esclavage
dans l’E urope m édiévale, I, pp. 733-47.
142 La transición

perio seudorrom ano centralizado. De hecho, m uy pronto se hizo


evidente que la rápida expansión de beneficios, y su creciente
condición hereditaria, tendía a socavar el pesado aparato de
Estado carolingio, cuyo am bicioso crecim iento nunca había co-
rrespondido a su verdadera capacidad de integración adm inis-
trativa, debido al nivel extrem adam ente bajo de las fuerzas
productivas en los siglos VIII y IX. La unidad interna del Im-
perio se hundió m uy pronto entre las guerras civiles dinásticas
y la creciente regionalización de las clases de los m agnates que
antes lo habían m antenido unido. A esto siguió una precaria di-
visión tripartita de O ccidente. Los salvajes e inesperados ata-
ques exteriores, procedentes de todos los puntos cardinales,
por m ar y tierra, realizados por los invasores vikingos, sarra-
cenos y m agiares, pulverizaron en tonces tod o el sistem a para-
im perial de gobierno condal que todavía quedaba en pie. N o
había ningún ejército o arm ada perm anente que pudiera re-
sistir esos asaltos; la caballería franca era lenta y torpe de
m ovim ientos; la flor y nata id eológica de la aristocracia caro-
lingia había perecido en las guerras civiles. La estructura polí-
tica centralizada, que C arlom agno había legado, se derrum bó.
En el año 850, prácticam ente todos los b en eficios eran here-
ditarios en todas partes; en el 870 ya se habían desvanecido
los últim os m issi dom inici; en la década de 880, los vassi do-
m inici habían derivado en potentados locales; en la de 890
los condes se habían convertido realm ente en señores regiona-
les hereditarios29. En las últim as décadas del siglo IX , a m edi-
da que las bandas vikingas y m agiares asolaban las tierras de
Europa occidental, fue cuando com enzó a utilizarse por vez
prim era el térm ino feudum , la verdadera palabra m edieval para
designar el «feudo». Tam bién fue en tonces cuando especialm ente
el cam po de Francia se vio surcado de castillos y fortificacio-
nes privados, erigidos por señores rurales sin ninguna autori-
zación im perial, con ob jeto de resistir los nuevos ataques bár-
baros y afincar su p oderío local. Para la población rural este
nuevo paisaje lleno de ca stillo s era tanto una protección com o
una prisión. El cam pesinado, que ya había caído en una cre-
ciente su jeción durante los ú ltim o s años del gobierno de Carlo-
m agno, deflacionistas y desgarrados por la guerra, fue ahora

29 Boussard, The civilization of Charlemagne, pp. 227-9; L. Musset, Les


invasions. Les second assaut contre l’Europe chrétienne, París, 1965, pá-
ginas 158-65 [Las invasiones. E l segundo asalto contra la Europa cristia-
na, Barcelona, Labor, 1968].
H acia la sín tesis 143

definitivam ente arrojado a una condición de servidum bre ge-


neralizada. El afincam iento de los toneles y terratenientes loca-
les en las provincias por m edio del naciente sistem a de feudos
y la co n so lid a c ió n de sus dom inios y de su señorío sobre el
cam p esin ad o serían los cim ien tos del feudalism o que lenta-
m ente se solid ificó por toda Europa en los dos siglos siguientes.
SEGUNDA PARTE

I. EUROPA OCCIDENTAL
1. EL MODO DE PRODUCCIÓN FEUDAL

E l m odo de producción feudal que apareció en Europa occi-


dental se caracterizaba por una unidad com pleja. Con frecuen-
cia, las definiciones tradicionales del feudalism o han dado cuen-
ta de este hecho sólo parcialm ente, con el resultado de que es
d ifícil realizar un análisis de la dinám ica del desarrollo feudal.
El feudalism o fue un m odo de producción dom inado por la
tierra y por la econom ía natural, en el que ni el trabajo ni los
p roductos del trabajo eran m ercancías. El productor inm edia-
to —el cam pesino— estab a unido a los m edios de producción
—la tierra— por una relación social específica. La fórm ula li-
teral de esta relación la proporciona la d efinición legal de la
servidum bre: glebae adscripti, o adscritos a la tierra; esto es,
los siervos tenían una m ovilidad jurídicam ente lim ita d a 1. Los
cam pesinos que ocupaban y cultivaban la tierra no eran sus
propietarios. La propiedad agrícola estaba controlada privada-
m ente por una cla se de señores feudales, que extraían un plus-
producto del cam pesinado por m edio de relaciones de com -
pulsión político-legales. E sta coerción extraeconóm ica, que
tom aba la form a de p restaciones de trabajo, rentas en especie
u obligaciones consuetudinarias del cam pesino hacia el señor,
se ejercía tanto en la reserva señorial, vinculada directam ente
a la persona del señor, com o en las tenencias o parcelas culti-
vadas por el cam pesino. Su resultado necesario era una amal-
gama jurídica de explotación econ óm ica con autoridad política.
E l cam pesin o estab a su jeto a la ju risd icción de su señor. Al
m ism o tiem po, los derechos de propiedad del señor sobre su

1 Cronológicamente, esta definición legal apareció mucho después del


fenóm eno fáctico que designaba. Fue una definición inventada por los
juristas del Derecho romano en los siglos XI y XII y popularizada en el
siglo XIV. Véase Marc Bloch, Les charactères originaux de l’histoire ru-
rale française, París, 1952, pp. 89-90 [La historia rural francesa: caracteres
originales, Barcelona, Crítica, 1978]. Encontraremos repetidos ejemplos de
este retraso en la codificación jurídica de las relaciones económicas y so-
ciales.
148 E u ro p a occid en ta l

tierra eran norm alm ente só lo de grado: el señor recibía la in-


vestidura de sus derechos de otro noble (o nobles) superior, a
quien tenía que prestar servicios de caballería, e sto es, provi-
sión de una ayuda m ilitar eficaz en tiem p o de guerra. En otras
palabras, recibía sus tierras en calidad de feudo. A su vez, el
señor ligio era frecuentem en te vasallo de un superior fe u d a l2,
y la cadena de esas tenencias dependientes vinculadas al ser-
vicio m ilitar se extendía hacia arriba h asta llegar al p unto m ás
alto del sistem a —en la m ayoría de los casos, un m onarca— ,
de quien, en últim a instancia, toda la tierra podía ser en prin-
cipio dom inio em inente. A com ienzos de la época m edieval, los
vínculos interm edios característicos de esa jerarquía feudal, en-
tre el sim ple señorío y la m onarquía soberana, eran la castella-
nía, la baronía, el condado y el principado. La con secuencia de
tal sistem a era que la soberanía p olítica nunca se asentaba en
un so lo centro. Las funciones del E stado se desintegraban en una
distribución vertical de arriba abajo, precisam ente en cada
uno de los niveles en que se integraban por otra parte las re-
laciones políticas y económ icas. E sta parcelación de la sobera-
nía era consustancial a todo el m odo de producción feudal.
De ahí se derivaron tres características estructurales del feu-
dalism o occidental, todas ellas de una im portancia fundam ental
para su dinám ica. En prim er lugar, la supervivencia de las
tierras com unales de las aldeas y de los alodios de los cam pe-
sinos, los cuales, procedentes de los m odos de producción pre-
feudales, aunque no generados por el feu d alism o tam poco eran
incom patibles con él. La d ivisión feudal de soberanías en zo-
nas particularistas con fronteras superpuestas, y sin ningún
centro de com petencia universal, siem pre perm itía la existencia
de entidades corporativas «alógenas» en sus in tersticios. Y así,
aunque la clase feudal intentara de vez en cuando im poner la
norm a de nulle t erre sans seigneur, en la práctica nunca lo
consiguió en ninguna form ación social feudal: las tierras co-
m unales — dehesas, prados y b osques— y los alodios dispersos
siem pre fueron un sector im portante de la autonom ía y la re-

2 El homenaje ligio era técnicamente una forma de homenaje que te-


nía primacía sobre todos los demás en aquellos casos en que un vasallo
debiera fidelidad a muchos señores. En la práctica, sin embargo, los se-
ñores ligios se hicieron muy pronto sinónimos de cualquier superior feu-
dal, y el homenaje ligio perdió su primigenia y específica distinción, Marc
Bloch, Feudal society, Londres, 1962, pp. 214-18 [La sociedad feudal, México,
u t e h a , 1958].
E l m o d o de p ro d u cció n feu d a l 149

sisten cia cam pesinas, con decisivas consecuencias para la pro-


ductividad agraria t o t a l3. A dem ás, dentro del m ism o sistem a
señorial, la estructura escalon ada de la propiedad quedaba ex-
presada en la característica división de las, tierras entre el
d om inio del señor, organizado d irectam ente por sus adm inistra-
dores y cu ltivad o por su s villan os, y las parcelas de los cam -
p esin o s, de las que recibía un p lu sp rod u cto com plem entario,
p ero cuya organización y con trol de la producción estaba en
m anos de lo s prop ios v illa n o s 4. Así p ues, n o existía una con-
centración sen cilla y horizontal de las dos clases b ásicas de la
econom ía rural en un a so la y h om ogénea form a de propiedad.
D entro del señorío, las relaciones de produ cción estaban m edia-
das a través de un esta tu to agrario dual. P or otra parte, exis-
tía a m en ud o una nueva disyunción entre la ju sticia a la que
estaban som etid os los siervos en los tribunales señoriales [ ma-
norial] de su señ or y las ju risd iccion es señoriales [ seigneurial]
del señ orío territorial. Los señ oríos n o coincidían norm alm ente
con cada aldea, sin o que estab an d istribuidos entre varias de
éstas; de ahí que, a la inversa, en cualquier aldea estuvieran
entrem ezclados un a m u ltitu d de dom inios señoriales de dife-
ren tes señ o res. P or en cim a de e ste enm arañado laberinto ju-

3 Engels siem pre subrayó correctam ente las consecuencias sociales de


las com unidades de aldea, integradas por las tierras comunales y el sis-
tem a de rotación trienal, para la condición del campesinado medieval.
E sto fue, afirmó en E l origen de la fam ilia, la propiedad privada y el
E stado, lo que dio «a la clase oprimida de los cam pesinos, hasta bajo
la más cruel servidumbre de la Edad Media, una cohesión local y una
fuerza de resistencia que no tuvieron a su disposición los esclavos de la
Antigüedad y n o tiene el proletariado moderno», Marx-Engels, Selected
w orks, Londres, 1968, p. 575 [O bras escogidas, Madrid, Akal, 1975, I I , pá-
ginas 323-4]. Basándose en la obra del historiador alemán Maurer, Engels
creía equivocadam ente que esas comunidades, cuyo origen remontaba
hasta los comienzos de la Edad Oscura, eran «asociaciones de marcas»
cuando, en realidad, éstas fueron una innovación de finales de la Edad
Media, que aparecieron por vez primera en el siglo XIV . Pero este error
no afecta a lo esencial de su argumento.
4 Los señoríos medievales tuvieron una estructura variable según el
equilibrio relativo que en ellos existió entre esos dos componentes. En
un extremo había [unas pocas] fincas consagradas por completo a la
reserva señorial, tales com o las «granges» cistercienses cultivadas por
legos; en el otro extremo había también algunas fincas arrendadas por
com pleto a cam pesinos arrendatarios. Pero el tipo más extendido fue
siempre una combinación de dom inio señorial y tenencias en diversas
proporciones: «Esta com posición bilateral del señorío y de sus rentas
siempre fue la verdadera nota distintiva del señorío típico», M. M. Postan,
The m ediaeval econom y and society, Londres, 1972, pp. 89-94.
150 E u ropa occiden tal

rídico se situaba n orm alm ente la haute ju stice de los señoríos


territoriales, cuya zona de com p etencia era geográfica y no co-
correspondiente a los d o m in io s5. La clase cam pesina de la que
se extraía el plusprod u cto en este sistem a habitaba, pues, un
m undo social de p reten sion es y poderes superpuestos, cuyas di-
versas y plurales «instancias» de explotación creaban latentes
intersticios y discrepancias, im p osibles en un sistem a jurídico
y econ óm ico m ás unificado. La coexistencia de las tierras co-
m unales, alodios y parcelas, con el propio dom inio señorial, era
constitutiva del m odo de producción feudal en Europa occiden-
tal y tuvo consecu encias fundam entales para su desarrollo.
En segundo lugar, e in clu so m ás im portante que lo anterior,
la parcelación de soberanías produjo en Europa occidental el
fenóm eno de la ciudad m edieval. Una vez m ás, la génesis de
la producción m ercantil urbana n o debe situarse dentro del
feudalism o com o tal, porque evid en tem ente es anterior a él. Sin
em bargo, el m od o de producción feudal fue el p rim e ro que le
perm itió un desarrollo a u tó n o m o en el m arco de una econom ía
natural agraria. El hecho de que las m ayores ciudades m edie-
vales nunca pudieran rivalizar en m agnitud con las de los im -
perios de la Antigüedad, o de Asia, ha ocultado frecuentem en-
te la verdad de que su función dentro de la form ación social
era m ucho m ás avanzada. E n el Im perio rom ano, con su ela-
borada civilización urbana, las ciudades estaban subordinadas
al dom inio de los terraten ien tes nob les que vivían en ellas, pero
no de ellas. En China, las vastas aglom eraciones de las provin-
cias estaban controladas p or los burócratas m andarines que
residían en un d istrito esp ecial separado de toda actividad co-
m ercial. Por el contrario, las paradigm áticas ciudades m edieva-
les de Europa, q ue ejercían el com ercio y la m anufactura, eran
com unas autogobernadas, que gozaban de una autonom ía cor-
porativa, p olítica y m ilitar resp ecto a la nobleza y a la Iglesia.
Marx vio esta d iferencia con toda claridad y la expresó de for-
m a m em orable: «La h istoria antigua clásica es historia urbana,
pero de ciudades basadas sobre la propiedad de la tierra y la

5 Hay un excelente análisis de los rasgos básicos de este sistem a en


B. H. Slicher van Bath, The agrarian h istory of W estern Europe, Lon-
dres, 1963, pp. 46-51 [H istoria agraria de Europa occidental, Barcelona,
Península, 1974]. Do nde no había señoríos territoriales, como en la ma-
yor parte de Inglaterra, los diversos señoríos que existían dentro de una
misma aldea daban a la comunidad campesina un margen considerable
para su autorregulación; véase Postan, The m ediaeval economy and so-
ciety, p. 117.
El m o d o de p ro d u cció n feu dal 151

agricultura; la historia asiática es una especie de unidad indi-


ferente de ciudad y cam po (en este caso, las ciudades verdade-
ram ente grandes deben ser consideradas m eram ente com o cam-
pam ento señorial, com o una superposición sobre la estructura
propiam ente económ ica); la Edad Media (época germ ánica) sur-
ge de la tierra com o sede de la historia, historia cuyo desarrollo
posterior se convierte luego en una contraposición entre ciudad
y cam po; la [h isto ria ] m oderna es urbanización del cam po, no,
com o entre los antiguos, ruralización de la ciu d a d » 6. Así pues,
la oposición dinám ica entre ciudad y cam po sólo fue posible en
el m odo de producción feudal: oposición entre una econom ía ur-
bana de crecien te intercam bio m ercantil, controlada por m erca-
deres y organizada en grem ios y corporaciones, y una econom ía
rural de intercam bio natural, controlada por nobles y organiza-
da en señoríos y parcelas, con enclaves cam pesinos com unales
e individuales. N o es p reciso decir que la preponderancia de esta
últim a era enorm e: el m odo de producción feudal fue aplastan-
tem ente agrícola. Pero sus leyes de m ovim iento, com o verem os,
estaban regidas por la com p leja unidad de sus diferentes zonas
y n o por el sim ple predom inio del señorío.
Por últim o, en el vértice de toda la jerarquía de dependencias
feudales siem pre hubo una oscilación y una am bigüedad intrín-
secas. La «cúspide» de la cadena era en algunos aspectos im por-
tantes su eslab ón m ás débil. E n principio, el m ás alto nivel de
la jerarquía feudal en cualquier territorio de Europa occidental
era necesariam ente distin to, no en especie, sin o sólo en grado,
de los niveles subordinados de señoríos situados por debajo de
él. D icho de otra form a, el m onarca era un soberano feudal
de sus vasallos, a quienes estaba ligado por vínculos recíprocos de
fidelidad, y no un soberano suprem o situado por encim a de sus
súbditos. Sus recursos econ óm icos residían casi exclusivam ente
en sus dom inios personales com o señor, y sus llam adas a sus
vasallos tenían una naturaleza esencialm ente m ilitar. N o tenía
acceso p olítico directo al con ju n to de la población, ya que la
jurisdicción sobre ésta estaba m ediatizada por innum erables ni-
veles de subinfeudación. El m onarca, en efecto, sólo era señor
de sus propios dom inios; en el resto era en gran m edida una
figura cerem onial. El m od elo puro de este sistem a, en e l que el
poder p o lítico estaba estratificad o hacia abajo de tal form a que

6 Karl Marx, Pre-capitalist form ations, Londres, 1964, pp. 77-8 [Ele-
m entos fundam entales para la crítica de la economía política, Madrid,
Siglo XXI, 1972, I, p. 442].
152 E u ropa o cciden tal

su cim a n o conservaba ninguna autoridad cualitativam ente dis-


tinta ni plenipotenciaria, nunca existió realm ente en la Europa
m ed iev a l7, porque la falta de un m ecanism o realm ente integra-
dor en lo m ás alto del sistem a feudal, exigido por este tip o de
sistem a político, suponía una am enaza perm anente a su estabi-
lidad y supervivencia. Una fragm entación com p leta de la sobe-
ranía era incom patible con la unidad de clase de la propia
nobleza, porque la anarquía potencial que im plicaba suponía nece-
sariam ente la dislocación de todo el m odo de producción en el
que se basaban sus privilegios. Había, pues, una contradicción
interna en el feudalism o entre su esp ecífica y poderosa tenden-
cia hacia una descom p osición de la soberanía y las exigencias
absolutas de un centro final de autoridad en el que pudiera
tener lugar un a recom posición práctica. El m od o de produc-
ción feudal de O ccidente especificó, pues, desde su origen, la
soberanía: h asta cierto punto, ésta existió siem pre en un ám bi-
to ideológico y jurídico situado m ás allá del de aquellas rela-
ciones vasalláticas cuya cúspide podían ser los potentados du-
cales o condales y poseía unos derechos a los que ésto s últim os
n o podían aspirar. Al m ism o tiem po, el verdadero poder real
siem pre tenía que afirm arse y extenderse contra la disp osición
espontánea del conjun to del sistem a p o lítico feudal, en una
lucha constan te para establecer una autoridad «pública» fuera
del com pacto entram ado de las ju risdicciones privadas. E l m odo
de producción feudal de O ccidente se caracterizó, pues, desde
su origen y en su m ism a estructura p or una ten sión y contra-
dicción dinám icas dentro del E stado centrífugo que produjo
y reprodujo orgánicam ente.

7 El Estado de los cruzados en Próximo Oriente se ha considerado


con frecuencia como el más cercano a una perfecta constitución feudal.
Las construcciones ultramarinas del feudalismo europeo se crearon ex
nihilo en un medio extraño y asumieron, por tanto, una forma jurídica
excepcionalmente sistem ática. Engels, entre otros, subrayó esa singula-
ridad: «¿Es que el feudalismo correspondió a su concepto? Fundado
en el reino de los francos occidentales, perfeccionado en Norm andía por
los conquistadores noruegos, continuada su form ación por los normandos
franceses en Inglaterra y en Italia meridional, se aproximó más a su
concepto en Jerusalén, en el reino de un día, que en las A ssises de Je-
rusalem [código de Godofredo de Bouillon para el reino de Jerusalén
en el siglo XI. N. del E.] dejó la más clásica expresión del orden feudal»,
Marx-Engels, Selected correspondence, Moscú, 1965, p. 484 [C orresponden-
cia, Buenos Aires, Cartago, 1973, p. 422]. Pero incluso en el reino de los
cruzados las realidades prácticas nunca correspondieron a la codificación
legal de sus juristas baroniales.
E l m o d o d e p ro d u cció n feu dal 153

E ste sistem a p o lítico im p o sib ilitó necesariam ente la apari-


ción de una exten sa burocracia y dividió funcionalm ente de
una nueva form a al d om in io de clase. Porque, p or una parte,
la parcelación de la soberanía en la Europa de la Alta Edad Me-
dia condujo a la form ación de un orden id eológico com pleta-
m ente separado. La Iglesia, que en la A ntigüedad tardía siem pre
había esta d o directam en te integrada en la m aquinaria del Es-
tado im perial y subordinada a ella, ahora se convirtió en una
in stitu ció n em in en tem en te autónom a dentro del sistem a p olíti-
co feudal. Al ser la ú nica fu en te de autoridad religiosa, su do-
m in io sob re las creencias y lo s valores de las m asas fue in-
m enso, pero su organización eclesiá stica era diferente a la de
cualquier m onarquía o n ob leza secular. D ebido a la dispersión
de la coerción, que era in trín seca al naciente feu d alism o occi-
dental, la Iglesia p ud o defender, cuando fu e necesario, sus in-
tereses corporativos desd e un red u cto territorial y por m edio
de la fuerza arm ada. Los co n flicto s in stitu cion ales entre los se-
ñoríos laicos y religiosos fueron, pu es, endém icos en la época
m edieval y su resultado fue una escisió n en la estructura de la
legitim id ad feudal, cuyas co n secu en cias cu lturales para el p os-
terior desarrollo in telectual habrían d e ser considerables. Por
otra parte, el propio gob iern o secu lar se redujo de form a no-
table a un nuevo m olde y se convirtió esen cialm en te en el ejer-
cic io de la «justicia», q ue b ajo el feud alism o ocupó una p osi-
ción funcional co m p letam en te d istin ta de la que hoy tiene bajo
el capitalism o. La ju sticia era la m odalidad central del poder
p olítico, especificada com o tal p or la m ism a naturaleza del
sistem a p olítico feudal. Com o ya h em os visto, la jerarquía feu-
dal pura excluía toda form a d e «ejecutivo», en el m oderno sen-
tid o d e un aparato ad m inistrativo p erm anente del E stado para
im poner el cu m p lim ien to de la ley, ya que la parcelación de la
soberanía lo hacía innecesario e im p osible. Al m ism o tiem po, tam -
poco había esp acio para un «legislativo» del tip o posterior, debido
a que el orden feudal n o p o seía ningún con cep to general de
innovación política p or m ed io de la creación de nuevas leyes.
Los m onarcas cum plían su fu n ción conservando las leyes tra-
dicionales, p ero no inventando otras nuevas. Así, durante cierto
tiem po, el poder p o lítico llegó a esta r prácticam ente identifica-
do con la sola fu nción «judicial» de in terp retar y aplicar las
leyes existen tes. Por otra parte, ante la falta de una burocracia
pública, la coerción y la adm in istración locales —los poderes
de policía, de im poner m ultas, recaudar peajes y hacer cum plir
las leyes— se añadieron in evitab lem ente a la función judicial.
154 E u ropa occiden tal

Por tanto, siem pre es n ecesario recordar que la «justicia» m e-


dieval incluía realm ente un abanico m ucho m ás am plio de ac-
tividades que la ju sticia m oderna, debido a que ocupaba es-
tructuralm ente una p osición m ucho m ás central dentro del
sistem a político global. La ju sticia era el nom bre ordinario del
poder.
2. TIPOLOGÍA DE LAS FORMACIONES SOCIALES

H asta aquí h em os analizado la génesis del feudalism o en Euro-


pa occidental com o una sín tesis de elem entos liberados por la
convergente disolución de los m odos de producción p rim itiv o
com unal y esclavista. H em os esbozado después la estructura
constitutiva del m odo de producción feudal desarrollado com o
tal en O ccidente. Queda ahora por m ostrar brevem ente de qué
form a la naturaleza intrínseca de esta síntesis produjo una ti-
pología variada de form aciones sociales en la época m edieval,
ya que el m odo de producción que acabam os de esbozar nunca
existió en «estado puro» en ninguna parte de Europa, del m is-
m o m odo que tam poco existiría m ás adelante el m odo de pro-
ducción capitalista. Las form aciones sociales concretas de la
Europa m edieval siem pre fueron sistem as com plejos, en los
que sobrevivieron y se entrem ezclaron con el feu dalism o pro-
piam ente dicho otros m odos de producción: los esclavos, por
ejem plo, existieron durante toda la Edad Media, y los cam pe-
sinos libres nunca fueron liquidados por com pleto en parte
alguna durante la Edad Oscura. Así pues, es esencial analizar,
aunque sea m uy rápidam ente, la diversidad del m apa del feu-
d alism o occidental tal com o se presentó a partir del siglo IX .
Las historiadoras soviéticas Liublinskaia, Gutnova y Udaltsova
han propuesto correctam ente una clasificación tripartita1. En
efecto, la región central del feudalism o europeo fue aquella en
la que tuvo lugar una «sín tesis equilibrada» de elem entos ro-
m anos y germ ánicos, esen cialm en te el norte de Francia y sus

1 A. D. Liublinskaia, «Tipologiia Rannevo Feodalizma v Zapadnoi Evro-


pe i Problema Romano-Germanskovo Sinteza», Srednie Veka, fasc . 31,
1968, pp. 9-17; Z. V. Udaltsova y E. V. Gutnova, «Genezis Feodalizma V
Stranaj Evropy», 13th W orld Congress of H istorical Sciences, Moscú, 1970.
El problema de una tipología fue planteado anterior y brevemente por
Porshnev en su Feodalizm i N arodni Massi, citado más arriba, pp. 507-18.
El artículo de Udaltsova y Gutnova es serio y minucioso, aunque no
siempre puedan aceptarse sus particulares conclusiones. Las autoras con-
sideran al Estado bizantino de comienzos de la Edad Media como una
de las variantes del feudalism o, con una seguridad que es difícil com-
partir.

6
156 E u ro p a o cciden tal

zonas lim ítrofes, esto es, el corazón del Im perio ca r o lin g io 2. Al


sur de esta zona, en Provenza, Italia y E spaña la disolución
y recom binación de los m odos de producción bárbaro y antiguo
tuvo lugar b ajo el legado dom inante de la Antigüedad. Al nor-
te y al este, en Alemania, Escandinavia e Inglaterra, donde el
dom inio rom ano nunca había llegado o só lo había echado pe-
queñas raíces, se produjo por el contrario, una lenta transi-
ción hacia el feud alism o b ajo el predom inio indígena de la he-
rencia bárbara. La sín tesis «equilibrada» generó el feudalism o
de form a m ás rápida y com pleta y produjo su form a clásica,
que a su vez tuvo un gran im pacto sob re zonas exteriores con
un sistem a feudal m enos articu la d o 3. Aquí fu e donde apareció
por vez prim era la servidum bre, donde se desarrolló un siste-
m a señorial, donde la ju sticia señorial fue m ás profunda y, en
fin, la subinfeudación jerárquica fue m ás tupida. Por su parte,
los su b tipos del norte y del sur se distinguieron sim étricam en te
por la presencia de fuertes vestigios de sus resp ectivos m odos
de producción anteriores. En Escandinavia, A lem ania y la In-
glaterra anglosajona, un cam pesinado alodial con fuertes ins-
tituciones com unales m antuvo, hasta m ucho después del co-
m ienzo de una diferenciación jerárquica estab le en la sociedad
rural, el desarrollo de los vínculos de dependencia y la conso-
lidación en una aristocracia terrateniente de los guerreros de
clan. La servidum bre n o se introdujo en Sajonia h asta los si-
glos XII y XIII y en sen tid o estricto nunca se estab leció en Sue-
cia. Por otra parte, en Italia y en las regiones adyacentes la
civilización urbana de la Antigüedad tardía nunca desapareció
por com pleto, y a partir del siglo X floreció una organización
política m unicipal, m ezclada con el poder eclesiá stico allí donde
la Iglesia había heredado la posición del viejo patriciado sena-
torial, a la vez que las concepciones legales rom anas sobre la
propiedad com o algo libre, heredable y alienable definieron

2 Para una reciente tentativa de identificar cinco subtipos regionales


dentro del feudalism o que apareció en la Galia posbárbara, véase A. Ya.
Shevelenko, «K Tipologii Genezisa Feodalizma», V oprosy Istorii, enero
de 1971, pp. 97-107.
3 La expansión de las relaciones feudales por toda Europa siempre
fue topográficamente desigual dentro de cada una de las principales re-
giones. Las zonas montañosas ofrecieron en todas partes resistencia a la
organización señorial, que era intrínsecamente difícil de im poner y poco
rentable de mantener en las altiplanicies rocosas y estériles. De ahí que
las montañas tendieran a conservar bolsas de comunidades cam pesinas
pobres pero independientes, económica y culturalmente más atrasadas
que las llanuras señorializadas y capaces de defender m ilitarmente sus
magras fortalezas.
T ipología d e las fo rm a cio n es so cia les 157

d esde el prin cip io las norm as feu dales sobre la tie r r a 4. El m apa
del tem prano feu d alism o europeo com prendía, pues, esencial-
m ente, tres zonas que se exten dían de n orte a sur, delim itadas
a grandes rasgos p or la densidad resp ectiva de alodios, feudos
y ciudades.
E n este m arco es p o sib le esbozar ahora algunas de las prin-
cipales diferencias que existía n entre las principales form acio-
n es sociales de Europa occid ental en esta época y que tendrán
con frecuencia im portan tes rep ercu sion es ulteriores. En cada
u n o de e sto s casos, n u estro o b jetiv o principal será el m odelo
de las relaciones rurales de p roducción, la exten sión de los en-
claves urbanos y, esp ecialm en te, el tip o de E stad o p o lítico que
surgió en la Alta E dad M edia. E ste ú ltim o o b jetivo estará do-
m inado in evitablem en te p or e l estu d io de los orígenes y vicisi-
tudes de la m onarquía en lo s d iversos p aíses de Europa occi-
dental.
Francia, al ser la patria central del feudalism o europeo,
puede estu d iarse con relativa brevedad. En efecto, el norte de
Francia siem p re se a ju stó al arqu etíp ico sistem a feudal m ás
estrecham ente que ninguna otra región del continente. E l co-
lap so del Im p erio carolin gio en el siglo IX fue seguido p or un
to rb ellin o de guerras internas y de invasiones nórdicas. En m e-
d io de la anarquía y la inseguridad generales tu vo lugar una
universal fragm entación y localización del p oder nobiliario, que
se concentró progresivam ente a lo la rg o de todo el país en
fortalezas y castillo s selecto s en unas con d iciones que acelera-
ron la dependencia de un cam p esinad o exp u esto a la constante
am enaza de las rapiñas vikingas o m u su lm a n a s5. En esta época
inhóspita, el poder feudal se pegó, p ues, a la tierra con una
fuerza singular. Las severas ju risd iccio n es señoriales sobre una
m asa rural caída en servidum bre, que había perdido todos sus
tribunales populares, prevalecieron prácticam ente por doquier,
aunque el sur, donde fu e m ayor la im pronta de la Antigüedad,
quedó algo m enos feudalizado, con una m ayor proporción de
tierras nob les p oseíd as d irectam en te y no com o feudo y con

4 Los alodios germánicos siempre fueron diferentes de la propiedad


romana, ya que al ser una forma de transición entre la propiedad co-
munal e individual de la tierra en las aldeas constituían un tipo de pro-
piedad privada sujeto todavía normalmente a obligaciones y ciclos con-
suetudinarios dentro de la comunidad y no eran libremente alienables.
5 La descripción de esta época realizada por Bloch en la primera parte
de La société féodale es justam ente célebre. Para la expansión de los
castillos, véase Boutruche, Seigneurie et féodalité, II, París, 1970, pá-
ginas 31-9.
158 E u ropa occiden tal

una superior población cam pesina n o dependiente6. El carác-


ter m ás orgánico del feu d alism o del norte le aseguró la inicia-
tiva económ ica y p olítica durante toda la Edad Media. Sin
em bargo, a finales del sig lo X y principios del XI el m odelo
general francés form aba una jerarquía feudal insólitam ente ex-
tensa, construida de abajo arriba, a m enudo con m últiples
v ínculos de subinfeudación. E l com plem ento de este sistem a
vertical era una extrem a división territorial. A finales del si-
glo X había m ás de 50 d ivisiones p olíticas diferentes en el con-
ju n to del país. Seis grandes poten tados ejercían un poder pro-
vincial autónom o: los duques o condes de Flandes, N orm andía,
Francia, Borgoña, A quitania y T oulouse. El ducado de Francia
fue el que finalm ente proveyó el n ú cleo para la construcción
de una nueva m onarquía francesa.
Inicialm en te confinada a un débil enclave en la región de
Laon-París, la casa real capeta consolidó lentam ente su base
y afianzó progresivam ente los derechos de soberanía sobre los
grandes ducados a fuerza de agresión m ilitar, ayuda clerical y
alianzas m atrim oniales. Los prim eros grandes arquitectos de
su poder fueron Luis VI y Sigerio, que pacificaron y unificaron
el propio ducado de Francia. El auge de la m onarquía capeta
en los siglos XII y XIII estu v o acom pañado por un notable pro-
greso económ ico, con extensas roturaciones de tierra tanto en
el dom inio real com o en los de sus vasallos ducales y condales,
y con la aparición de florecien tes com unas urbanas, particular-
m ente en el lejan o n orte. El reinado de Felipe Augusto a co-
m ienzos del siglo XIII fue d ecisivo para el establecim iento del
poder m onárquico com o un verdadero reino sobre los ducados:
N orm andía, Anjou, M aine, Turena y Artois fueron anexionados
al dom inio real, que triplicó su extensión. La inteligente adhe-
sión de las ciudades del n orte reforzó todavía m ás el poder m i-
litar de los Capetos. Sus soldados y sus transportes fueron los
que aseguraron la decisiva victoria francesa sobre las fuerzas
angloflam encas en B ouvines en el año 1212, m om ento crucial
en las luchas p olíticas internacionales de la época. Luis V III,
su cesor de Felipe Augusto, to m ó triunfalm ente la m ayor parte
del Languedoc y exten d ió así el dom inio capeto h asta el Medi-

6 Esta configuración estuvo acompañada por la mayor supervivencia


de la esclavitud en el sur de Francia durante toda la Edad Media: para
el tráfico renovado de esclavos a partir del siglo XIII, véase Verlinden,
L’esclavage médiéval, I, pp. 748-833. Como veremos más adelante, hay
una repetida correlación entre la presencia de esclavos y el carácter in-
completo de la servidumbre en diferentes regiones de la Europa feudal.
T ipología de las form a cio n es sociales 159

terráneo. Para adm inistrar las tierras directam ente bajo el con-
trol real se creó un funcionariado relativam ente am plio y leal
de baillis y séneschaux. Sin em bargo, el tam año de esta buro-
cracia era un índice no tanto del poder intrín seco de los reyes
franceses cuanto de los problem as a los que se enfrentaba toda
adm inistración unitaria del p a í s 7. La peligrosa conversión de
las regiones recién adquiridas en infantazgos controlados por
príncipes capetos m enores era tan sólo otro signo de las difi-
cultades inherentes a esta tarea, porque m ientras tanto subsis-
tía el poder independiente de los m agnates de las provincias y
tenía lugar una fortificación sim ilar de sus aparatos adm inis-
trativos. El p ro ceso básico que se produjo en Francia fue, pues,
una lenta «centralización concéntrica», en la que el grado de
control real ejercid o desde París era todavía m uy precario. Des-
pués de las victorias de Luis IX y de Felipe el H erm oso, esta
inestabilidad interna se hizo dem asiado evidente. En las prolon-
gadas guerras civiles de los próxim os tres siglos (guerra de los
Cien Años y guerras de religión) el arm azón de la unidad feu-
dal francesa fue repetida y peligrosam ente rasgado, sin que
nunca llegara a dividirse definitivam ente.
E n Inglaterra, por el contrario, los conquistadores norm an-
dos im portaron del exterior un feudalism o centralizado y lo
im plantaron sistem áticam en te desde arriba en una tierra com -
pacta, que sólo tenía un cuarto de la extensión de Francia. La
form ación social anglosajona, que sucum bió an te la invasión
norm anda, había con stitu id o el ejem plo europeo m ás desarro-
llado de una transición potencialm ente «espontánea» de una
sociedad germ ánica a una form ación social feudal, no afectada
por ningún im pacto directo de Rom a. N aturalm ente, Inglaterra
se había visto profundam ente afectada desde el siglo IX por
las invasiones escandinavas. En los siglos VII y VIII, las socie-
dades locales anglosajonas habían evolucionado lentam ente ha-
cia unas jerarquías sociales consolidadas, con un cam pesinado
subordinado pero sin una unificación política de las isla y sin
un gran desarrollo urbano. A partir del año 793, los crecientes
ataques noruegos y daneses m odificaron gradualm ente el ritm o
y la dirección de este desarrollo. La ocupación escandinava —en
el siglo IX de la m itad de Inglaterra y, después, su conquista
e integración plena en un im perio del m ar del N orte a co-

7 Para el sistem a adm inistrativo de los Capetos, véase Charles Petit-


Dutaillis, Feudal m onarchy in England and France, Londres, 1936, pá-
ginas 233-58.
160 E u ro p a o cciden tal

m ienzos del siglo X I— tuvo un doble e fecto sobre la sociedad


anglosajona. La colonización nórdica favoreció generalm ente la
aparición de ciudades y estableció com unidades cam pesinas li-
bres en las regiones de m ás densa inm igración. Al m ism o tiem -
po, la p resión m ilitar vikinga produjo en el con ju n to de la isla
unos procesos sociales parecidos a los que tuvieron lugar en
el continente en la época de los grandes barcos: la constante
inseguridad rural condujo a un auge de la encom endación y a
una creciente degradación del cam pesinado. E n Inglaterra, la
carga económ ica de los señores locales sobre la población ru-
ral se com binó con los im puestos exigidos p or el rey para la
defensa, con o b jeto de que los anglosajones resistieran o apla-
caran la agresión danesa, que constituyeron el prim er im puesto
regular —los geld m o neys— recaudado en E uropa occidental
a finales de la Edad O scu ra8. A m ediados del sig lo X I ya se ha-
bía liquidado el dom inio escandinavo y restaurado un reino
anglosajón recien tem ente unificado. E n esta época, los cam pe-
sinos eran por lo general arrendatarios sem id ep en d ien tes, ex-
cepto en las zonas nordorientales de la antigua colonización
danesa, donde abundaban las parcelas alodiales d e s o k e m e n * .
Todavía existían esclavos, que com prendían alrededor del 10
por cien to de la m ano de obra y eran econ óm icam en te m ás
im portantes en las lejanas regiones occid en tales, donde la re-
sisten cia celta a la conquista anglosajona había sido m ás larga
y donde los esclavos ascendían a un q uinto o m ás de la po-
blación total. Una aristocracia local de th eg n s* * dom inaba la
estructura social rural y explotaba fincas de tip o protoseño-
r ia l9. La m onarquía poseía un sistem a adm inistrativo relativa-
m ente avanzado y coordinado, con im puestos, m oneda y ju sticia
reales im plantados efectivam ente en tod o el país, aunque, por
otra parte, no se había estab lecid o un sistem a fijo de su cesión
dinástica. Pero la fundam ental debilidad exterior de este reino
isleñ o fue la carencia de aquel vínculo estructural entre la pro-
piedad de la tierra y el servicio m ilitar que con stitu yó e l fun-

8 Loyn, Anglo-Saxon England and the N orm an conquest, pp. 139, 195-7,
305, 309-14.
* sokem en: arrendatarios obligados a la prestación de diversos servi-
cios, excepto de caballería.
** thegns: quienes recibían tierras del rey por los servicios militares;
jefes de clan, barones.
9 E. John insiste, quizá con demasiada fuerza, en los poderes políti-
cos de esta nobleza: «English feudalism and the structure of Anglo-Saxon
society», Bulletin of the John R ylands Library, 19634, pp. 1441.
T ipología d e las fo rm a cio n es so cia les 161

d am ento del sistem a con tin ental de feu d os10. Los thegns eran
una infantería nobiliaria, que entrab a en batallas libradas to-
davía arcaicam ente a pie. E l ejército anglosajón era, pues, una
m ezcla de housecarls (m iem bros del séq u ito m ilitar del rey) y
f y r d s (m ilicia popular), que n o podían c on la caballería nor-
m anda acorazada, punta de lanza m ilitar de una sociedad feu-
dal m uch o m ás plen am en te desarrollada en los m árgenes de
las tierras francesas, donde el v ín cu lo entre la propiedad terri-
torial y el servicio ecu estre había sid o durante m ucho tiem po
el eje del orden social. E vid en tem en te, los propios norm andos
eran invasores n órd icos que se habían asentado y fundido en el
norte de Francia só lo un sig lo an tes. La con q u ista norm anda,
que fue resultado del d esarrollo desigual de dos com unidades
bárbaras enfrentadas m utuam ente a través del canal, una de
las cuales había exp erim en tad o una fusión «rom ano-germ áni-
ca», generó, pu es, en Inglaterra una sín tesis «tardía» de dos
form aciones sociales relativam en te avanzadas. El resultado fue
la peculiar com b in ación de un E sta d o altam ente centralizado y
de una resisten te ju sticia popular, que a partir de entonces
caracterizó a la Inglaterra m edieval.
Inm ediatam en te desp ués de su victoria, G uillerm o I procedió
a una distrib ución planificada y sistem á tica de unos 5.000 feu-
dos co n o b jeto de ocupar y so m eter al país. C ontrariam ente a
los h ábitos con tinen tales, los sub vasallos tenían que jurar leal-
tad n o só lo a su s señores in m ediatos, sin o tam bién al propio

10 Henry Loyn, The N orm an conquest, Londres, 1965, pp. 76-7, y G. O.


Sayles, The m ediaeval foundations of England, Londres, 1964, pp. 210,
225. Por lo general, ambos tienden a minimizar la distancia política en-
tre las form aciones sociales anglosajona y anglonormanda. Es curioso
que Sayles rinda homenaje al legado de Freeman com o fuente de inspi-
ración de la investigación moderna. El racismo extremo de Freeman es,
naturalmente, digno de tenerse en cuenta: los africanos eran «monos
horribles»; los judíos y los chinos, «sucios extranjeros», m ientras que los
normandos eran parientes teutónicos de los sajones «que habían ido a
la Galia para cubrirse con un barniz francés y fueron a Inglaterra pava
quedar limpios de nuevo» (sic); para documentación, véase M. E. Brat-
chel, E dw ard A ugustus Freeman and the Victorian interpretation of the
N orm an conquest, Ilfracombe, 1969. Pero todo eso puede ignorarse táci-
tam ente porque su mensaje central, el drama m ísticam ente ininterrum-
pido de la historia inglesa, a diferencia de la del continente europeo, con
sus rupturas revolucionarias, todavía es amplia y fervorosamente creído.
Los acariciados m otivos ideológicos de la inviolada «continuidad» de In-
glaterra desde el siglo X al XX vuelven con insistencia onírica a la ma-
yor parte de la historiografía local. Loyn termina su serio y útil libro
con el típico artículo dé fe: «En el campo de las instituciones, la conti-
nuidad es el tem a esencial de la historia inglesa», The Norman conquest,
página 195.
162 E u ropa occid en ta l

m onarca, donante ú ltim o de toda la tierra. Los reyes norm an-


dos explotaron todavía m ás los restos prefeudales de la form a-
ción social anglosajona para reforzar su Estado: la m ilicia
popular se añadió en algunas o casion es a la convencional hues-
te m edieval y a las tropas de p a la c io 11; pero todavía fue m ás
im portante que, adem ás de las rentas devengadas por las gran-
des propiedades reales y la exacción de las cargas feudales, se
siguiera recaudando el im p u esto tradicional de defensa, el da-
negeld, fenóm eno extraño al sistem a ortodoxo de ingresos de
una m onarquía m edieval. E n esta época, el E stado anglonor-
m ando representaba, pues, el sistem a in stitucional m ás u n ifi-
cado y sólido de E uropa occidental. E l régim en señorial m ás
desarrollado se estab leció princip alm ente en el sur y en el sur-
centro del país, donde la eficacia de la explotación señorial
aum entó n otablem en te con la intensificación de las prestacio-
nes de trabajo personal y la evid en te degradación del cam pesi-
nado local. En el resto del p aís quedaron extensas zonas de
pequeñas p ropied ades, gravadas sólo levem ente con obligacio-
nes feudales y habitadas por una población rural que se libró
de una inm ediata situ ación servil. Sin em bargo, la tendencia a
la servidum bre general era inconfundible. En los cien años si-
guientes, bajo las d inastías norm anda y angevina, se produjo
una progresiva igualación hacia abajo de la condición jurídica
del cam pesinado inglés, h asta que e n el siglo X II los villani y
los nativi form aron una sola clase de siervos. Por otra parte,
dada la com pleta desaparición del derecho rom ano en Inglate-
rra y la ausencia de toda experiencia neoim perial del tip o ca-
rolingio, los tribunales de los shires y los hundreds* de la
form ación social anglosajona — que originariam ente fueron las
sedes de la ju sticia popular com unal— sobrevivieron dentro
del nuevo orden. D om inados ahora, naturalm ente, por delega-
dos reales p rocedentes de la clase señorial, constituyeron, sin
em bargo, un sistem a de ju sticia «pública» algo m enos im pla-
cable con los pobres que la ju risd icción privada señorial que

11 Para algunos estudios del sistem a militar posterior a la conquista,


véase J. O. Prestwich, «Anglo-Norman feudalism and the problem of con-
tinuity», Past and Present, núm. 26, noviembre de 1963, pp. 35-57, que
es una crítica saludable de los m itos parroquianos y chauvinistas de la
continuidad; y Warren Hollister, «1066: the feudal revolution», American
H istorical R eview, vol. l x x i i i , num. 3, febrero de 1968, pp. 708-723, que
ofrece un breve resum en histórico de la controversia sobre esta cuestión.
* shire y hundred: divisiones territoriales de Inglaterra antes de la
conquista.
T ipología de las fo rm a cio n es sociales 163

fue en todas partes la n o r m a l12. El cargo de sheriff nunca se


hizo hereditario después de la purga radical efectuada por En-
rique II en el siglo XII para im pedir este peligro, m ientras que
la ju sticia real propiam ente dicha se extendía gracias a las as-
size courts* del m ism o soberano. Eran p ocas las ciudades,
cualquiera que fu ese su tam año, y no gozaban de una inde-
pendencia sustancial. El resultad o fue la creación de un siste-
m a p olítico feudal con subinfeudación lim itada y con una gran
flexibilidad y unidad adm inistrativas.
Alem ania ofrece el p olo opu esto a esta experiencia. Allí, las
tierras de los francos orientales eran en su m ayor parte con-
quistas recientes del Im perio carolingio y quedaban com pleta-
m ente fuera de las fronteras de la Antigüedad clásica. El ele-
m ento rom ano en la final sín tesis feudal era por tanto m ucho
m ás débil y estab a m ediado desde lejos por el nuevo dominio
ejercid o por el E stad o carolingio sobre estas regiones fronte-
rizas. Así, m ientras en Francia la estructura adm inistrativa de
los condados coincidía con el viejo civitatus rom ano y regía
un sistem a de vasallaje progresivam ente articulado, con un cam-
pesin ad o servil por debajo de él, el carácter prim itivo-com unal
de la sociedad rural germ ánica —organizada legalm ente todavía
sobre una base casi tribal— im posibilitaba una reproducción
directa de este m odelo. Los con des que gobernaban en nom bre
del em perador poseían inciertas ju risdiccion es sobre unas re-
giones vagam ente definidas, sin dem asiado poder real sobre los
tribunales populares locales y sin un firm e apoyo en extensas
p osesion es reales13. En Franconia y Lorena, contiguas al norte de
Francia y parte ya del reino m erovingio, se había desarrollado
una aristocracia p rotofeudal y una agricultura servil. Pero en
la inm ensa m ayoría de A lem ania —Baviera, Turingia, Suabia
y Sajonia— todavía existía un cam pesinado alodial libre y una
nobleza de clanes federados, no organizada en ninguna red de
vasallaje. El señorío germ ánico con stitu ía tradicionalm ente «un

12 Los tribunales señoriales florecieron, por supuesto, y el poder eco-


nómico real de los señores ingleses ciertamente no fue menor durante la
Edad Media que el de sus equivalentes continentales, com o subraya Hil-
ton. R. H. Hilton, A m ediaeval society: The W est M idlands a t the end
of. the tw elfth century, Londres, 1964, pp. 227-41.
* Las assize courts eran las sesiones periódicas que se celebraban en
todos los condados de Inglaterra para administrar justicia civil y cri-
minal.
13 Sidney Painter, The rise o f the feudal monarchies, Ithaca, 1954, pá-
gina 85.
164 E u ro p a occiden tal

m edio co n tin u o » 14 en el que las gradaciones de rango tenían


escasa sanción form al y la m ism a m onarquía no estaba inves-
tida con ningún valor especial y superior. La adm inistración
im perial carolingia se im puso sobre una form ación social que
carecía de las com plejas jerarquías de dependencia que esta-
ban surgiendo en Francia; en este m ed io m ás p rim itivo su
recuerdo sobrevivió por tan to m ucho m ás. Por otra parte, Ale-
m ania n o fue azotada con la m ism a intensidad que Francia por
la nueva oleada de ataques bárbaros de los siglos IX y X, ya
que m ientras Francia fue asolada por los tres invasores — los
vikingos, m agiares y sarracenos— , Alem ania sólo tuvo que en-
frentarse a los m agiares. E stos nóm adas fueron finalm ente de-
rrotados en Lechfeld, en el este, m ientras que en el oeste Nor-
m andía tuvo que ser cedida a los vikingos. Alem ania se libró
así de las peores tribulaciones de la época, com o habría de de-
m ostrar la recuperación relativam ente rápida de los O tones.
Pero la herencia p olítica carolingia, m enos borrada aquí, no
proporcionó ningún su stitu to duradero de una sólida jerarquía
señorial. Y así, con el colap so de la propia dinastía, se produjo
durante el siglo X algo sem ejante al vacío p o lítico en toda Ale-
m ania. En ese vacío aparecieron m uy pronto «troncos» ducales
usurpadores, de carácter tribal, que establecieron un débil con-
trol sobre las cinco principales regiones del país, Baviera, Tu-
ringia, Suabia, Franconia y Sajonia. El peligro de las invasio-
nes m agiares indujo a estos duques rivales a elegir a un m o-
narca form al. A partir de entonces, la h istoria de la m onarquía
alem ana habría de ser la de los intentos abortados para crear
una pirám ide orgánica de lealtades feudales sobre esta in satis-
factoria base. El m ás p oderoso (y no feudal) de los troncos du-
cales, Sajonia, proveyó la prim era dinastía que in ten tó unificar
el país. M ovilizando la ayuda de la Iglesia, los soberanos oton es
de Sajonia som etieron progresivam ente a sus rivales clericales
y establecieron la autoridad real en toda Alem ania. Para pro-
teger su flanco occidental, Otón I asum ió tam bién el m anto im -
perial que había pasado de los carolingios al d ecrép ito «reino
m edio» de Lotaringia, que incluía a Borgoña y al norte de Ita-
lia. En el este, Otón I extendió las fronteras germ anas hacia
los territorios eslavos y estab leció la soberanía sobre B ohem ia

14 Die H errschaftsform en gehen kontinuierlich ineinander über. Esta


acertada frase fue acuñada por Walter Schlesinger, «Herrschaft und Ge-
folgschaft in der germanisch-deutschen Verfassugsgeschichte», B eiträ-
ge zur deutschen Verfassungsgeschichte des M ittelalters, v o l. I, Gotinga,
1963, p. 32.
T ipo log ía d e las fo rm a cio n es sociales 165

y Polonia. La «renovación» o tom an a fue id eológica y adm inis-


trativam ente la ú ltim a su cesora del Im perio carolingio. Com o
éste, tam bién exp erim entó una revitalización cultural clasicista
y reivindicó u n dom inio universal. Pero su duración habría de
ser todavía m ás breve.
Porque, en efecto, los éxitos de lo s O tones crearon a su vez
nuevas d ificu ltad es y peligros para un E stad o germ ánico unita-
rio. E l som etim ien to de los m agnates ducales p or la dinastía
sajona se tradujo, en la práctica, en un a m era liberación de un
estrato de nob les situ ados p or d eb ajo de aquéllos y, por tanto,
se lim itó a desplazar hacia abajo el p roblem a de la anarquía
regional. La dinastía sálica que le su ced ió en el siglo XI intentó
enfrentarse a la extendida resisten cia y turbulencia aristocráti-
ca p or m ed io de la creación de una clase esp ecial de m in iste -
riales regios no libres, que con stitu yeron un cuerpo de castella-
nos y adm inistradores leales im plantados en todo el país. E ste
recurso a funcionarios serviles, in vestid os con p oderosos puestos
políticos, aunque sin una eq uivalente p osición social, agraciados
frecu en tem en te con fincas, aunque sin privilegios vasalláticos
y, en con secu encia, extraños a cualquier jerarquía nobiliaria,
fueron la prueba de la continua debilidad de la función m onár-
quica en una form ación social que n o tenía aún ningún sistem a
global de relaciones sociales feud ales en el p lan o de la aldea.
En la superficie, la dinastía sálica registró algunos progresos
notables hacia u n gobierno im perial centralizado: fueron su-
prim idas las reb elion es de la aristocracia d isidente de Sajonia,
se fundó un a capital p erm anente en G oslar y se am plió enor-
m em en te él d om inio real. En e ste m om ento, sin em bargo, la
lu cha de las Investiduras con el p ap ad o paralizó una m ayor
consolidación del poder real. La lucha de G regorio V II con En-
rique IV por el control de los nom bram ientos episcopales des-
en cadenó la guerra civil generalizada en Alem ania, ya que la
nobleza local aprovechó la oportunidad para levantarse contra
el em perador con las b end iciones papales. Durante los cincuen-
ta años de lucha continua tuvo lugar en A lem ania un gran cam -
bio social: en esa situación de im placables depredaciones,
anarquía y v iolen cia social, la aristocracia germ ana destrozó la
base alodial de la p ob la ció n libre n o noble, que siem pre había
predom inad o en Sajonia y Turingia y que había ten id o una consi-
derable presen cia en B aviera y Suabia. El cam pesinado fue redu-
cido a la servidum bre a m edida que desaparecía la justicia
pública y popular, se im ponían las p restacion es feudales y se
in ten sificab an y codificab an las obligaciones m ilitares entre los
166 E u ropa occiden tal

m iem bros de la propia clase nobiliaria, a cuyos rangos se aña-


dieron ahora los m inisteriales, en m edio del torbellino de la
época y de las grandes transform aciones en las fam ilias tradi-
cionales15.
En el siglo X II llegó, por fin, un feudalism o cabal, retrasa-
do durante tanto tiem po en Alem ania. Pero ese feudalism o se
construyó contra la integración m onárquica del país, a diferen-
cia de Inglaterra, donde la jerarquía social feudal fue instalada
por la m onarquía norm anda, o de Francia, donde precedió a la
aparición de la m onarquía y fue reorientada lentam ente en
torno a ella durante el pro ceso de centralización concéntrica.
Una vez ocurrido esto , los efecto s políticos fueron irreversibles.
La dinastía H oh enstau fen, que surgió después de que la nueva
estructura social hubo cristalizado, intentó edificar un renova-
do poder im perial sobre su base, aceptando la m ediatización
de jurisdiccion es y las ram ificaciones de vasallaje que se ha-
bían desarrollado en Alem ania. El propio Federico I tom ó en
realidad la delantera al organizar una nueva jerarquía feudal
de una com plejidad y rigidez sin precedentes —el Heerschil-
dordnung— y al crear una clase principesca a partir de sus
tenentes in capite, elevándolos por encim a del resto de la noble-
za al rango de R eichsfürsten 16. La lógica de esta política con-
sistía en convertir a la m onarquía en una soberanía esp ecífi-
cam ente feudal, abandonando toda la tradición de la adm inis-
tración real carolingia. Sin em bargo, su com plem ento necesario
era apoderarse de unos dom inios reales suficientem ente am plios
para que proporcionaran al em perador una base financiera au-
tónom a con la que hacer efectiva su soberanía. Y com o los do-
m inios de la fam ilia H ohenstau fen en Suabia eran absoluta-
m ente in su ficien tes para esto y la agresión directa contra los
principios germ anos no era oportuna, Federico intentó conver-
tir a Italia del N orte —que nom inalm ente siem pre había sido
feudo del Im perio— en un firm e bastión exterior del poder real
m ás allá de los Alpes. Para el papado, esta activación de los
vínculos que ligaban a las soberanías de Alemania e Italia en-
trañaba un golpe fatal a su propio poder en la península, es-
pecialm ente debido a que Sicilia, en su retaguardia, fue añadida
a las p osesion es im periales por Enrique VI. La consiguiente re-
novación de la guerra entre el Im perio y el papado canceló fi-
nalm ente toda p osibilidad de im plantar una m onarquía im pe-
15 Geoffrey Barraclough, The origins of modern Germany, Oxford, 1962,
páginas 136-40, es el estudio clásico.
16 Barraclough, ibid., pp. 175-7, 189-90.
T ipología de las form a cion es sociales 167

rial estable en la propia Alem ania. Con Federico II, la dinastía


H ohenstaufen adquirió un carácter y una orientación esencial-
m ente italianizados, m ientras Alem ania era abandonada a sus
propios dispositivos señoriales. D espués de otros cien años de
guerra, el resultado final fue la neutralización de toda m onar-
quía hereditaria en el siglo XIII, cuando el Im perio se hizo defini-
tivam ente electivo, y la conversión de Alem ania con un confuso
archipiélago de principados.
Si el establecim ien to del feudalism o germ ánico estuvo carac-
terizado y dificultado por la persistencia de instituciones triba-
les que se rem ontaban a la época de Tácito, la evolución del
feudalism o en Italia fue abreviada y m oldeada en la m ism a
m edida por la supervivencia de las tradiciones clásicas. En el
siglo V I, la reconquista de la m ayor parte de la península, em-
prendida por los bizantinos contra los lom bardos, a pesar de la
destrucción m aterial que acarreó, había ayudado a conservar
aquellos vestigios durante la fase crítica de la Edad Oscura. En
todo caso, el asentam iento de los bárbaros había sido relativa-
m ente débil y, en consecuencia, Italia nunca perdió la vida ur-
bana m unicipal que había p oseíd o durante el Im perio romano.
Las principales ciudades volvieron a actuar m uy pronto como
centros m ercantiles para el tráfico com ercial a través del Me-
diterráneo y florecieron com o puertos y centros de distribución
m uy avanzados respecto a otras ciudades europeas. La Iglesia
heredó buena parte de la p osición social y p olítica de la anti-
gua aristocracia senatorial. H asta el siglo X I, los obispos fue-
ron los habituales dirigentes adm inistrativos de las ciudades
italianas. Debido al predom inio de los com ponentes romanos
en la sín tesis feudal de esta zona, donde la herencia legal de
Augusto y Justiniano tuvo inevitablem ente un gran peso, las
relaciones de propiedad nunca se alinearon unilateralm ente con
la corriente principal de los m odelos feudales. D esde los siglos
oscuros, la sociedad rural siem pre fue m uy heterogénea, com -
binando feudos, cam pesinos propietarios libres, latifundios y
terratenientes urbanos según las diversas regiones. Los señoríos
propiam ente dichos habían de buscarse predom inantem ente en
Lombardía y en el norte, m ientras que la propiedad territorial
estaba m ás concentrada en el sur, donde los latifundios clási-
cos cultivados por esclavos perduraron bajo el dom inio bizan-
tino hasta la Alta Edad M e d ia 17. Las pequeñas propiedades

17 Philip Jones, «The agrarian development of mediaeval Italy», Second


International Conference of Econom ic H istory, Paris, 1965, p. 79.
168 E u ro p a occid en ta l

cam pesinas probablem ente eran m ás num erosas en el centro


m o n ta ñ o so del país. En consecuencia, el sistem a señorial fue
siem pre m ucho m ás débil en Italia que al norte de los Alpes
y el auge de las com unas urbanas fue m ás tem prano y m ás
im portante que en cualquier otro sitio.
En un prim er m om ento, las ciudades estu vieron dom inadas
por pequeños nobles feudales, b ajo el gobierno de sus obispos.
Pero a finales del siglo XI las jurisdicciones señoriales ya iban
dism inuyendo en el cam po, m ientras que la lucha de las inves-
tiduras daba a las com unidades m ercantiles de las ciudades la
oportunidad de sacudirse los señoríos eclesiásticos y de in sti-
tuir verdaderos autogobiernos com unales, p rim ero b ajo la for-
m a de un sistem a «consular» electivo y m ás tarde contratando
a adm inistradores profesionales de fuera, los p o d e s tà del si-
glo XIII. Aproxim adam ente desde el año 1100, esas com unas do-
m inaron todo el norte de Italia y em prendieron la conquista
sistem ática de los cam pos que las rodeaban, atacando lo s feu -
dos señoriales y aboliendo las inm unidades feudales, arrasando
los ca stillos y forzando la sum isión de los señores cercanos. El
ob jetivo de esta agresiva expansión urbana era la con q u ista de
un contado territorial del que a partir de entonces la ciudad
pudiera extraer im puestos, tropas y grano para aum entar su
propio poder y prosperidad vis-à-vis de sus rivales18. Las re-
laciones rurales se transform aron radicalm ente por la expan-
sión del contado, ya que las ciudades tendieron a introducir
nuevas form as de dependencia sem icom ercializada para el cam -
pesinado, que se situaban m uy lejos de la servidum bre: la
m ezzadria o reparto contractual de la cosecha se hizo habitual
en la m ayor parte del norte y el centro de Italia durante el
siglo X III . El desarrollo de las m anufacturas dentro de las co-
m unas desem b ocó entonces en un aum ento de las ten sion es so-
ciales entre los m ercaderes y m agnates (estrato dom inante con
propiedades rurales y urbanas) y los grupos artesanos y profe-
sionales organizados en grem ios y m arginados del gobierno
de la ciudad. En sig lo X III , la ascensión p olítica de estos
últim os encontró una curiosa expresión en la in stitu ción
del capitano del popolo, que a m enudo gozaba de un difícil
condom inio con el p o d e s tà dentro de los m ism os recintos:
el m ism o cargo era un sorprendente recuerdo del tribuno de

18 Para toda esta evolución, v é a se Daniel Waley, The Italian city-repu-


blics, Londres, 1969, pp. 12-21, 56-92 [Las ciudades-República italianas, Ma-
drid, Guadarrama, 1970].
T ipología de las fo rm a cio n es so cia les 169

la Rom a c lá s ic a 19. E ste frágil eq uilib rio n o duró m ucho tiem -


po. En el siglo XIV, las com unas lom bardas cayeron una tras
otra b ajo el d om in io de tiranías p erson ales y hereditarias: las
signorie; desde enton ces el p od er se concentró en m anos de
aventureros autócratas, en su m ayor parte ex feudatarios o
co n dottieri. En los cien años sigu ien tes, T oscana siguió la m is-
m a dirección. Las regiones m ás avanzadas de Italia se convir-
tieron, pues, en el tablero de lu cha de las ciudades-E stado, en
el que, a diferencia del resto de Europa, el cam po circundante
fue anexionado a las ciudades y nunca pudo edificarse una pi-
rám ide rural feudal. N aturalm ente, la p resencia del papado en
toda la península, vigilando contra la am enaza de un E stado
secular superpoderoso, con stitu y ó u n im portante obstáculo adi-
cional para la aparición de una m onarquía peninsular.
S ó lo en dos regiones de Italia se im plantó un sistem a polí-
tico-económ ico plen am en te feudal, y no es un m ero accidente
que am bas fueran en esen cia «extensiones» del feudalism o eu-
ropeo m ás orgánico y poderoso, el centrado en Francia. Pia-
m onte, lindante con Saboya, era un territorio fronterizo al otro
lado de los Alpes, y en esas tierras altas, situadas lejos de la
influencia de las com unas de las llanuras, se desarrolló una
jerarquía señorial y un cam pesinado dependiente. Pero en esta
época, el extrem o nororiental de la península era dem asiado
pequeño y pobre para tener alguna im portancia en el conjunto
de Italia. M ucho m ás pod eroso era el reino m eridional de Ná-
poles y Sicilia, que habían creado los norm andos después de
conquistarlo a los b izan tin os y árabes en el siglo X I. En este
rein o se distribuyeron feudos y surgió un verdadero sistem a
señorial, com pletado con infantazgos y servidum bre. La m o-
narquía que dom inó este sim ulacro m eridional de la sín tesis
francesa se reforzó todavía m ás por las con cepciones orienta-
lizadas de suprem acía real debidas a las p ersisten tes influen-
cias árabes y bizantinas. E ste E stado autén ticam ente feudal fue
el que p roporcionó a F ederico II la b ase para su in ten to de
conquistar y organizar toda Italia en una m onarquía m edieval
unificada. Por razones que se considerarán m ás adelante, este

19 Max Weber, Econom y and society, Nueva York, 1968, v o l. III, pá-
ginas 1308-9 [Econom ía y sociedad, 2 vols., México, FCE, 2.ª ed., 1964];
Daniel Waley, The Italian city-republics, pp. 182-97. Una razón fundamen-
tal de la aparición de las instituciones del popolo fueron las extorsiones
fiscales de los patriciados; véase J. Lestocquoy, Aux origines de la b o u r-
geoisie, París, 1952, pp. 189-93.
170 E u ro p a occiden tal

proyecto fracasó. La división de la península en dos sistem as


sociales d iferentes habría de perdurar durante siglos.
En España, sólo dos siglos separaron la ocupación visigoda
de la conquista m usulm ana. En ese espacio de tiem po sólo pu-
dieron aparecer las com bin acion es m ás con fu sas de elem entos
germ ánicos y rom anos; en efecto, después de los asentam ien-
tos bárbaros, y durante la m ayor parte de este período, se pro-
dujo, com o ya h em os Visto, una com pleta separación legal y ad-
m inistrativa de las dos com unidades. En estas condiciones no
era posible ninguna sín tesis avanzada. La España cristiana cayó
un siglo antes de que Carlom agno creara el Im perio que actuó
com o el verdadero incubador del feudalism o europeo. La he-
rencia visigoda fue, pues, virtualm ente barrida por la conquista
islám ica, y la sociedad cristiana residual de Asturias tuvo que
volver a em pezar desde algo m uy parecido a cero. A partir de
ese m om ento, la esp ecífica lucha h istórica de la R econquista
fue el determ inante fundam ental de las form as del feudalism o
español, m ás que la originaria colisión y fusión de las socieda-
des bárbara e im perial. E ste hecho básico apartó a España de
los otros países de Europa occid en tal desde m uy pronto y pro-
dujo una serie de características que no son hom ologables a las
de los principales tipos del feudalism o europeo. En e ste sen-
tido, la m atriz de la sociedad m edieval española fue siem pre
distinta. La excepción del m odelo general fue Cataluña, que fue
incorporada al reino carolingio en el siglo IX y, en consecuen-
cia, sufrió la experiencia habitual de los vassi dominici, el
sistem a de b en eficios y la adm inistración condal. En la Alta
Edad Media, la condición del cam pesinado experim entó una
progresiva degradación, sem ejante a la de la Francia contem -
poránea, con prestaciones personales especialm ente duras y un
sistem a señorial desarrollado. La servidum bre catalana fue es-
tablecida por los señores locales a lo largo de d oscientos años,
desde m ediados del siglo X I en a d e la n te 20. En la zona occiden-
tal, por el contrario, las peculiares condiciones de la larga lu-
cha contra el poder m oro dieron origen a una doble evolución.
Por una parte, la «lenta reconquista» inicial a partir del extre-
m o norte hacia abajo creó un a am plia tierra de nadie —las
presuras— entre los E stados cristiano y m usulm án que, en las
condiciones generales de escasez de m ano de obra, fue coloni-
zada por cam pesinos libres. E stas presuras debilitaron tam bién

20 J. Vicens Vives, H istoria de los rem ensas en el siglo XV, Barcelo-


na, 1945, pp. 26-37.
T ipología de las fo rm a cio n es sociales 171

la jurisd icción señorial en los territorios específicam ente cris-


tianos, ya que las tierras vacías ofrecían a los fugitivos un re-
fugio p o te n c ia l21. A m enudo, las com unidades de cam pesinos
libres se encom endaban colectivam en te a los señores en busca
de protección, dando lugar a las llam adas behetrías. En las frá-
giles y fluctu antes form aciones sociales de esta clase, con cons-
tantes y perturbadoras correrías a am bos lad os de las cam bian-
tes líneas de dem arcación religiosa, había poca posibilidad de
que tom ara form a una jerarquía feudal plenam ente delim itada.
El carácter religioso de las guerras fronterizas significó, ade-
m ás, que el esclavizam iento de los cautivos fue en España una
práctica social habitual que duró m ucho m ás tiem po que en
ninguna otra parte de Europa occidental. La disponibilidad de
una m ano de obra m usulm ana esclavizada retrasó por lo gene-
ral la consolidación de una clase de siervos cristianos en la
península Ibérica (com o ya hem os visto, la norm a general de la
época m edieval fue una correlación inversa entre am bos siste-
m as de trabajo). D esde com ienzos del siglo X I tuvo lugar en
Castilla y León una n otable extensión de las fincas señoriales
y de los grandes dom inios22. Los solariegos o villanos castella-
nos no fueron en absoluto insignificantes a partir de esta épo-
ca, pero nunca constituyeron la m ayoría de la población rural.
La expansión de la frontera aragonesa fue relativam ente m enos
im portante y, en consecuencia, la servidum bre fue m ás pronun-
ciada en sus altiplanicies del interior.
En los siglos X y XI, los m onarcas de los reinos cristianos
debieron su excepcional autoridad a sus suprem as funciones
m ilitares en la cruzada perm anente hacia el sur y a la pequeña
extensión de sus E stados m ás que a una soberanía feudal muy
articulada o a unos dom inios reales c o n so lid a d o s23. E xistía el
vasallaje personal, los beneficios territoriales y las jurisdicciones
señoriales, pero se m antenían com o elem entos disociados que
todavía n o se habían fundido para form ar un verdadero siste-
m a de feudos. Una clase indígena de caballeros villanos residía
paradójicam ente en las ciudades y proporcionaba el servicio de
caballería para el avance hacia el sur a cam bio de privilegios

21 J. Vicens Vives, Manual de historia económica de España, Barce-


lona, 1959, pp. 120-5.
22 Luis G. de Valdeavellano, H istoria de España, Madrid, 1955, I/ II,
páginas 293-304.
23 C. Sánchez Albornoz, E stu dios sobre las instituciones m edievales es-
pañolas, México, 1965, pp. 797-9.
172 E u ro p a occid en ta l

m unicipales y fis c a le s 24. D espués del año 1100, la influencia feu-


dal francesa sobre la corte y la Iglesia castellanas condujo a
la m u ltiplicación de los señoríos territoriales que, sin em bargo,
no adquirieron la autonom ía de sus m odelos de allende los Pi-
rineos. Las iniciativas cistercien ses fueron tam bién responsables
de la creación de las tres grandes órdenes m ilitar-m onásticas
—Santiago, Calatrava y Alcántara— que a partir de entonces
desem peñaron un papel fundam ental en Castilla.
E ste anóm alo com plejo de instituciones duró h asta finales
del siglo X II , y para entonces la R econquista ya había avanza-
do gradualm ente hacia la línea del Tajo. E n ton ces, en el si-
glo XIII, prácticam ente todo el sur cayó repentina y velozm en-
te ante la «R econquista rápida». Andalucía fue absorbida en
treinta años. Con esta enorm e e inesperada ganancia territorial,
todo el p roceso de colonización se invirtió y se creó en el sur
un orden agrario que fue exactam ente el op u esto al que se ha-
bía desarrollado en el norte. Las cam pañas victoriosas habían
sido organizadas y dirigidas en una m edida considerable por
las grandes órdenes m ilitares de Castilla, cuya estructura ca-
racterística había sido copiada al enem igo islá m ico para la
prosecución de la fe. E stas cofradías guerreras tom aron ahora
vastas exten sion es de tierras y se apropiaron de las ju risd iccio-
nes señoriales sobre ellas. De los jefes m ilitares de este siglo
habría de salir la m ayor parte de la clase social de los grandes
que a partir de entonces dom inaría el feudalism o español. El
artesanado m usulm án fue rápidam ente expulsado de las ciuda-
des hacia el em irato islám ico de Granada. E ste golpe afectó
sim ultáneam ente a la agricultura m usulm ana de pequeños pro-
pietarios, que tradicionalm ente estaba ligada a la econom ía ur-
bana de Andalucía. El posterior aplastam iento de las rebelio-
nes cam pesinas m oras despobló la tierra. Se produjo, pues, una
grave escasez de m ano de obra que sólo p udo resolverse por
m ed io de la reducción de la m a n o de obra rural a la servidum -
bre, condición que pudo im ponerse con facilidad gracias a la
llegada de los ejércitos nobiliarios al M editerráneo. La con s-
trucción de vastos latifundios en Andalucía se vio favorecida
todavía m ás por la conversión general de las tierras dedicadas
al cu ltivo a pastos extensivos para el ganado lanar. E n estas
duras condiciones, la m ayor parte de los soldados de a p ie que

24 Elena Lourie, «A society organized for war: mediaeval Spain», Past


and Present, núm. 35, diciembre de 1966, pp. 55-66. E ste artículo ofrece
un competente resumen de algunas de las principales líneas de la histo-
riografía medieval española.
T ip olo gía d e las fo rm a cio n es so cia les 173

habían ganado pequeñas parcelas en el sur, las vendieron a los


grandes terraten ien tes y regresaron al n o r te 25. E l n uevo m ode-
lo del sur rep ercutió ahora sob re Castilla: para im pedir el dre-
naje de m an o de obra de su s fin cas por la m ás rica aristocra-
cia andaluza, los hidalgos del norte ataron con nuevos vínculos
de depend en cia a su cam pesinado, hasta que en el siglo XIV ya
había ap arecido en la m ayor p arte de E spaña una clase cada
vez m ás sim ilar de villan os. Las m onarquías castellana y ara-
gonesa, que todavía no eran in stitu cio n es plenam ente con soli-
dadas, extrajeron, sin em bargo, b en eficio s sustanciales de esta
feudalización de sus aristocracias guerreras. S e reforzaron las
tradicion es de fidelidad m ilitar al rey en cuanto com andante
en jefe, se creó una nobleza poderosa, aunque todavía leal, y se
estab ilizó sobre la tierra una clase social de cam pesinos siervos.
E n el extrem o litoral atlá n tico de la p enínsula Ibérica, Por-
tugal fue la ú ltim a m onarquía feudal im portante que apareció
en Europa occidental. La región n oroccid en tal de la H ispania
rom ana había recib id o a los suevos, ú n ico pueblo germ ánico de
la prim igenia con fed eración que había cruzado el Rin en el 406
que se asen tó en las tierras prim eram ente conquistadas. Los
suevos dejaron tras de sí el m ayor con ju n to de topónim os ger-
m ánicos de la península, el pesad o arado del n o rte y el efím ero
recuerdo del prim er rey bárbaro católico de Europa, antes de
que fueran con q u istad os y absorbidos por el reino visigodo en
el siglo V I. D esde ese m om ento, las tierras occid en tales de Ibe-
ria tuvieron una h istoria m uy poco diferente a la del resto de
la península, ya que, com o la propia España, conocieron la con-
quista m usulm ana y un red u cto m ontañ oso cristian o situado
fuera de su alcance. Su h isto ria ind ep en d ien te volvió a com en-
zar cuan d o Portugal — que en ton ces só lo era una m odesta ex-
ten sió n de tierra entre el M iño y el D uero— fue concedido com o
infantazgo de Castilla-León a un vástago del duque de B orgoña
en el año 1095. C incuenta años d espu és, su n ieto fundó la mo-
narquía portuguesa. E n esta d istan te región fronteriza habría
de repetirse, y exagerarse, la m ayor p arte del m odelo general
del desarrollo español. La R econ qu ista del sur fue m ucho m ás
rápida que en E spaña y, por con siguiente, desem bocó en un
poder real todavía m ás pronunciado. T odo el país quedó libre
de la ocu p ación m usulm ana con la captura del Algarve en el
1249, e sto es, dos siglos an tes de la c a íd a d e Granada. D ebido

25 G. Jackson, The m aking of the m ediaeval S p ain, Londres, 1972, pá-


ginas 86-8 [Introducción a la E spaña m edieval, Madrid, Alianza, 1975].
174 E u ropa o ccid en ta l

en buena parte a este hecho, n o apareció ninguna jerarquía


intraseñorial form alizada y el separatism o nobiliario fue débil.
El subvasallaje quedó lim itado a unos pocos y poderosos m ag-
nates, com o la casa de Braganza. Un grupo restringido de ca-
valeiros-vilãos form aron una élite aldeana relativam ente prós-
pera con arrendam ientos en fitéu ticos. La pequeña propiedad
cam pesina fue m ínim a, excepto en el lejano norte, ya que en
Portugal no hubo una fase «lenta» de R econquista, com parable
a la de Castilla y León. La gran m asa de la población rural la
constituían los arrendatarios que pagaban rentas feudales en
grandes fincas con reservas señoriales relativam ente escasas.
Las obligaciones prediales y fiscales ju ntas podían ascender
h asta el 70 por ciento de la producción del productor directo
y las p restacion es adicionales de trabajo podían ser de uno a
tres días a la sem ana, aunque éstas no eran u n iv er sa le s26. Por
otra parte, la servidum bre de la gleba ya estaba desaparecien-
do en el siglo XIII debido, al m enos en parte, a la abundancia
de cautivos m usulm anes en el sur, m ientras que el com ercio
m arítim o con Inglaterra y Francia crecía tam bién de form a
significativa. Al m ism o tiem po, la im portancia de las órdenes
religiosas m ilitares para el m odelo social del Portugal m edieval
fue incluso superior a la de España. La distribución de la pro-
piedad territorial dentro de la clase dom inante fue probable-
m ente única en Europa occidental. H asta la revolución de Avis,
en el año 1383, los ingresos anuales de la m onarquía eran apro-
xim adam ente iguales a los de la Iglesia y am bos juntos repre-
sentaban entre cuatro y ocho veces m ás que los ingresos totales
de la n o b le z a 27. E sta centralización extrem a de la propiedad
feudal era un vivo indicador de la singularidad de la form a-
ción social portuguesa. Com binada con la ausencia de una ser-
vidum bre ad scripticia y con el increm ento del com ercio ultra-
m arino a partir del siglo X III, esa centralización destinó desde
m uy pronto a Portugal a un futuro diferente.

26 A. H. de Oliveira Marques, A sociedade m edieval portuguesa, Lis-


boa, 1964, pp. 143-4.
27 Armando Castro, Portugal na E uropa do seu tem po, Lisboa, 1970, pá-
ginas 135-8.
3. EL LEJANO NORTE

El carácter y la trayectoria diferencial de las form aciones so-


ciales escandinavas a partir de la Edad Oscura constituyen un
problem a fascinante para el m aterialism o h istó rico y un con-
trol n ecesario —y tan a m enudo olvidado— para cualquier ti-
pología m arxista general del desarrollo regional e u r o p e o 1. Aquí
disponem os de poco espacio para explorar esta com pleja y es-
casam ente docum entada cuestión. Pero es esencial un breve
esbozo de la tem prana evolución de esta área para com prender
el papel crucial desem peñado después por Suecia en la historia
de la Europa m oderna.
Bastará decir desde ahora que el determ inante h istórico fun-
dam ental de la «especificidad» escandinava fue la peculiar na-
turaleza de la estructu ra social vikinga, que desde el primer
m om ento separó a toda la zona del resto del continente. Escan-
dinavia había quedado com pletam ente fuera del m undo roma-
no, com o es obvio. En los siglos de la pax romana, la vida de
sus poblaciones tribales no se había v isto dislocada ni acele-
rada por la contigüidad de los legionarios y los m ercaderes del
limes. Aunque la gran oleada de invasiones bárbaras de los

1 En una célebre observación, Hecksher comentó que «los países de


segunda fila» no tenían derecho a esperar que su historia fuese estudia-
da generalmente. Argumentando que «todo estudio histórico debe con-
ducir al descubrimiento de leyes generales o al discernimiento de los
mecanismos de una importante evolución», Hecksher concluía que la evo-
lución de tierras tales com o Suecia sólo tenía importancia en la medida
en que bosquejara un m odelo internacional más amplio o se conforma-
ra a él. El resto podía abandonarse sin más: «No compliquemos innece-
sariamente las tareas de la ciencia» (E. Hecksher, «Un grand chapitre
de l’histoire du fer: le monopole suédois», Armales, núm. 14, marzo de
1932, p. 127). En realidad, las tareas de la ciencia histórica no pueden
considerarse cumplidas si ésta ignora una región que contradice muchas
de sus categorías aceptadas. La evolución escandinava no es un mero ca-
tálogo de particularidades que pudiera añadirse opcionalmente a un in-
ventario indefinido de formas sociales. Sus mismas desviaciones entra-
ñan, por el contrario, algunas lecciones generales para cualquier teoría
global del feudalism o europeo en la época medieval como en la mo-
derna.
176 E u ro p a occiden tal

siglos IV y V había inclu id o entre ellas a m uchos pueblos de


origen escandinavo, especialm ente los godos y los b u rg u n d io s2,
éstos ya hacía m ucho tiem po que se habían asen tad o en tre el
resto de las p oblaciones germ ánicas del otro lado del B áltico
antes de su irrupción en el Im perio. La E scandinavia propia-
m ente dicha salió, pues, prácticam ente indem ne del gran dra-
m a del colap so de la Antigüedad. Así, a finales de la Edad Os-
cura, después de tres siglos de dom inio franco o lom bardo
sobre las antiguas provincias del O ccidente rom ano y la corres-
pondiente evolución y sín tesis social que había echado los ci-
m ien tos de un feud alism o plenam ente desarrollado, las form a-
ciones sociales del lejan o norte conservaron virtualm ente intac-
to el prim itivo m od elo interno de las com unidades tribales
germ ánicas del tiem po de Tácito: un cam pesinado arm ado (bon-
di), un con sejo libre de agricultores-guerreros (thing), una cla-
se dirigente de los jefes de clan (dirigidos p or los jarls), un
sistem a de séq u ito para las expediciones de saqueo (h ird h ) y
una m onarquía precaria y sem ie lec tiv a 3. En el siglo V III, esta s
rudim entarias sociedades escandinavas se convirtieron, a su vez,
en una de las fronteras bárbaras del «restaurado» Im perio ca-
rolingio al expandirse por Alem ania del N orte h asta Sajonia,
siguiendo una línea adyacente a la contem poránea Dinam arca.
El con tacto fue seguido de una repentina y devastadora repro-
ducción de las invasiones bárbaras lanzadas hacia el sur para
atacar al Im perio rom ano. D esde el siglo VIII al IX, las bandas
vikingas asolaron Irlanda, Inglaterra, los P aíses B ajos y Fran-
cia y llegaron en sus m erodeos hasta España, Italia y Bizancio.
Los agricultores vikingos colonizaron Islandia y Groenlandia
y los soldados y com erciantes vikingos crearon el prim er E sta-
do territorial en Rusia.
E stas invasiones se han considerado a m enudo com o el «se-
gundo asalto» contra la Europa cristiana. En realidad, su es-
tructura fue decisivam ente distinta de la de los bárbaros ger-
m ánicos que habían provocado el fin de la Antigüedad en
O ccidente. En prim er lugar, porque no fueron verdaderas V ölker-
wanderungen, debido a que en ellas n o se produjeron m igra-

2 Procedentes quizá de Gotland y Bornholm, respectivamente.


3 Un sabroso estudio reciente en un idioma no escandinavo es el de
Gvvyn Jones, A history of the Vikings, Oxford, 1968, pp. 145-55. Kuhn
pretende que el hirdh fue una tardía innovación anglodanesa de los si-
glos X y XI, reimportada de nuevo posteriormente a Escandinavia, pero
la suya es una opinión aislada: «Die Grenzen der germanischen Gefolg-
schaft», pp. 43-7.
E l lejan o n o rte 177

cion es terrestres de p ueb los enteros, sin o que fueron expedi-


cion es m a rítim a s n ecesariam en te de un núm ero m ucho m ás
lim itado. La investigación m oderna ha reducido drásticam ente
los cálculos exagerados que habían realizado las aterrorizadas
víctim as de las exp ed icion es vikingas. La m ayoría de las bandas
de m erodeadores n o ascend ían a m ás de 300 ó 400 hom bres; el
m ayor grupo que atacó a Inglaterra en el siglo IX no llegó ja-
m ás a los 1.0004. En segu nd o lugar, y principalm ente, la ex-
pan sión vikinga tu vo un n otab le carácter comercial: los ob jeti-
vos de sus exp ed icion es ultram arinas n o incluían solam ente
tierra para colonizar, sin o tam b ién m oneda y m ercancías. En
lo que fue u n contraste diam etral con sus p redecesores, los vi-
kingos saquearon algunas ciudades e n su avance, p ero funda-
ron y construyeron m uchas m ás. Las ciudades fueron, efectiva-
m ente, los ganglios de su com ercio. A dem ás, la m ateria básica
de e ste com ercio estab a con stitu id a por los esclavos, que se
capturaban y transportaban d esde toda Europa, p ero sobre
todo d esde el occid en te celta y e l o rien te eslavo. N aturalm en-
te, es n ecesario distingu ir en esta ép oca los respectivos m ode-
los de expansión noruega, danesa y sueca, ya que las diferencias
entre ello s fueron m u ch o m ás q ue m eros m atices reg io n a les5.
En el extrem o flan co occid ental del ataque ultram arino, los vi-
kingos noruegos fueron im pulsados, probablem ente, por la es-
casez de tierras de sus m ontañas de origen; aparte del sim ple
botín , los noruegos buscaban norm alm ente tierra para asentar-
se, sin que les im portara lo in h ó sp ito del m edio: adem ás de
invadir Irlanda y E scocia, ello s fu eron quienes poblaron las
heladas islas F eroe y descubrieron y colonizaron Islandia. Las
exped icion es danesas por el centro, que conquistaron y pobla-
ron el n ord este de Inglaterra y N orm andía, fueron asaltos m u-
ch o m ejor organizados, b a jo una disciplinada jefatura cuasi
m onárquica y crearon unas socied ad es ultram arinas m ás com -
pactas y jerárquicas, en las que el tesoro extorsionado y el
im p u esto a cam b io de p rotección (com o el danegeld) se em plea-
ron localm en te para la con stru cción de una ocupación territo-
rial estable. E n el flan co oriental extrem o, la expansión de la

4 P. H. Sawyer, The age of Vikings, Londres, 1962, p. 125. Este es el


estudio más sobrio y riguroso sobre este tema, aunque es también el
más conciso sobre las estructuras sociales internas de Escandinavia.
5 Véase Lucien Musset, Les invasions: le second assaut contre l’Europe
chrétienne (V IIe-X Ie siècles), París, 1965, pp. 115-8 [Las invasiones. El
segundo asalto contra la E uropa cristiana, Barcelona, Labor, 1966]; Johan-
nes Bronsted, The Vikings, Londres, 1967, pp. 31-6, ofrece una exposición
similar, aunque m enos adecuada.
178 E u ropa occiden tal

piratería sueca tuvo una orientación predom inantem ente co-


m ercial: la penetración de los varegos en R usia no estab a im -
pulsada por la colonización de tierra, sin o por el control de
las rutas del com ercio fluvial hacia B izancio y el oriente m u-
sulm án. M ientras que los típ icos E stados vikingos fundados en
el A tlántico (Orcadas, Islandia o Groenlandia) eran com unida-
des de colon os agrícolas, el reino varego de Rusia fue un im -
perio com ercial construido sobre la venta de esclavos al m undo
islám ico, inicialm ente a través de los janatos jázaro y búlgaro
y m ás tarde directam ente desde el m ism o em porio central de
Kiev.
El com ercio varego en el oriente eslavo fue de tal m agnitud
que, com o ya hem os visto, creó la nueva y perm anente palabra
para designar la esclavitu d en toda Europa. Su im portancia
fue esp ecialm ente grande para Suecia, d ebido a su notable es-
pecialización en esta form a de pillaje escandinavo. Pero el trá-
fico ruso no fue m ás que el concentrado regional de una ca-
racterística general y fundam ental de la expansión vikinga. En
la m ism a Islandia, lejana antípoda de Kiev, las tierras de la
nobleza sacerdotal de los g o d a r fueron cultivadas desde el prin-
cipio por esclavos celtas, cautivados y transportados desde Ir-
landa. La m agnitud y la pauta de las expediciones vikingas en
busca de esclavos por toda Europa están todavía a la espera de
un estu dio h istó rico a d e c u a d o 6. Pero, para nuestro actual pro-
pósito, en lo que es p reciso in sistir con m ás fuerza —y en lo
que a m enudo m en os se in siste— es en el im pacto fundam ental
que el uso generalizado de la m ano de obra esclava tuvo dentro
de las propias tierras escandinavas. Porque el resultado de este
com ercio depredador en el exterior sería, paradójicam ente, la
conservación de buena parte de la prim itiva estructura de la
sociedad vikinga en el interior. Las form aciones sociales escan -
dinavas fueron las últim as de Europa que hicieron un u so am-
plio y norm al de la m an o de obra esclava. «El esclavo fue la
piedra angular de la vid a vikinga en el in terio r» 7. Com o hem os

6 E. I. Bromberg, «Wales and the mediaeval slave trade», Speculum , vo-


lumen XVII, núm. 2, abril de 1942, pp. 263-9, considera las operaciones
vikingas en la zona del mar de Irlanda y formula algunos juicios enfá-
ticos sobre la actitud de la Iglesia cristiana hacia el comercio en la Alta
Edad Media.
7 Jones, A history of the Vikings, p. 148. E l estudio más com pleto de
la esclavitud escandinava lo ofrecen P. Foote y D. M. Wilson, en The Vi-
king achievement, Londres, 1970, pp. 65-78. Esta obra subraya correcta-
mente la importancia fundamental de la mano de obra esclava para las
realizaciones económicas y culturales de la sociedad vikinga, p. 78.
E l lejan o n o rte 179

visto, el m odelo típico de las com unidades tribales en la fase


inicial de la diferenciación social fue el predom inio de una
aristocracia guerrera cuyas tierras eran cultivadas por esclavos
cautivos. La p resencia de esta m ano de obra exterior fue pre-
cisam ente lo que perm itió la coexistencia de una nobleza con
un cam pesinado indígena libre, organizado en clanes agnati-
cios. El plustrab ajo n ecesario para la aparición de una nobleza
terrateniente todavía no tuvo que extraerse de los parientes
em pobrecidos; en este estadio, la esclavitud es norm alm ente
una «salvaguardia» contra la servidum bre. Las form aciones so-
ciales vikingas, en las que había una constante im portación y
reposición de esclavos extranjeros (thralls), no experim entaron
pues ningún tipo de evolución hacia la dependencia feudal y
la adscripción de la m ano de obra, sino que, por el contrario,
se m antuvieron com o com unidades de clanes extrem adam ente
vigorosas y prim itivas — de las que Islandia ofrece el ejem plo
heroico— en el rem oto e hiperbóreo borde de la Europa me-
dieval. H asta el siglo XII, las aldeas de cam pesinos escandinavos
conservaron un m odelo social m uy cercano al de los pue-
b los germ ánicos del sig lo I . Todos los años se repartían colec-
tivam ente los lotes de tierra a cada fam ilia, de acuerdo con las
norm as convencionales y dentro de una com unidad jurídica
que se regía por sus propias c o stu m b r e s8. Las tierras com unes
de tipo ortodoxo —bosques, pastos y dehesas— eran com parti-
das por las aldeas o las com unidades vecinales. La plena pro-
piedad individual só lo se reconocía después de cuatro, seis o
m ás generaciones de p osesión y por lo general se lim itaba a los
nobles. Un agricultor ordinario o bondi podía tener una m ano
de obra de tres esclavos, y un nob le p osib lem ente llegaba a
tr e in ta 9. Am bos asistían ju n tos a las asam bleas ciánicas libres

8 Luden Musset, Les peuples scandinaves au Moyen Age, París, 1951,


páginas 87-91. Para quienes estén lim itados a otras lenguas occidentales,
este libro excelente constituye con mucho el mejor estudio de la Escan-
dinavia medieval. Musset añade que incluso en Noruega e Islandia, donde
había colonias dispersas y una agricultura trashumante y pastoril, una
extensa comunidad «vecinal» redistribuía la tierra cultivable y com-
partía las praderas. Hay una exposición muy interesante de la forma
odal de tenencia de la tierra en Escandinavia y de sus m últiples conno-
taciones sociales en A. Gurevich, «Représentations et altitudes à l’égard
de la propriété pendant le Haut Moyen Age», Annales ESC, mayo-junio
de 1972, pp. 525-9. El término «alodio» puede estar ligado etimológica-
mente a «odal» por metátesis; en cualquier caso, los lím ites de la pro-
piedad alodial vienen indicados, en una forma extrema, por la posesión
odal vikinga.
9 Jones, A history of the Vikings, p. 148.
180 E u ro p a o ccid en ta l

de thingar, que estaban organizadas en su cesivos niveles, desde


el de «centena» en adelante. Aunque realm ente estaban dom ina-
das por los o p tim a te s locales, estas asam bleas representaban
a toda la com unidad rural y podían vetar las iniciativas de los
nobles, com o ya ocurría en los tiem pos de Tácito. Todos los
hom bres libres eran reclutados en una leva naval o leding para
el m antenim ien to de los navios de guerra. Las dinastías reales,
debilitadas por unos m ecanism os de su cesión fortu itos e in-
estables, sum inistraban unos reyes que tenían que ser «elegi-
dos» por una thing provincial para confirm ar su accesión al
trono. Las expediciones vikingas de rapiña y esclavización en
el exterior conservaron, pues, una relativa libertad de clanes
y una igualdad jurídica en el interior.
D espués de tres siglos de incursiones y colonizaciones en el
extranjero, la dinám ica de la expansión vikinga llegó a su fin
con el ú ltim o gran ataque noruego a Inglaterra en el año 1066,
en el que Harald Hardrade, antiguo jefe varego en B izan cio,
fue derrotado y m uerto en Stam ford Bridge. Sim bólicam ente,
los frutos de esta expedición fueron recogidos tres sem anas
después en H astings por los norm andos, com unidad ultram a-
rina danesa que había hecho suyas las nuevas estructuras
m ilitares y sociales del feudalism o e u r o p e o 10. Las prim eras inva-
siones vikingas habían precipitado la cristalización del feuda-
lism o en el siglo IX en m edio de la desintegración del Im perio
carolingio. Ahora este feudalism o fue perfeccionado y fortalecido
en un exten so sistem a institucional y se reveló decisivam ente
superior a los im provisados y destartalados ataques de las tra-
dicionales cam pañas vikingas. La caballería pesada con q u istó
Inglaterra, que había rechazado a los grandes navios. A partir
de enton ces, la relación de fuerza entre el lejan o norte y el res-
to de Europa occidental se invirtió: desde ahora el feudalism o
occidental habría de ejercer una lenta y con stan te presión sobre
Escandinavia y transform arla gradualm ente en su propio m o-
delo. Para em pezar, el fin de la expansión exterior vikinga con-
dujo inevitablem ente por sí m ism o a cam bios endógenos ra-
dicales dentro de E scandinavia, porque este h ech o entrañaba
que la oferta de m ano de obra esclava dejaba realm ente de
existir y con ella las viejas estructuras sociales se quebraron
p ro g resiv a m en te11. En efecto, una vez que dejó de existir la

10 Cuya proeza al lanzar una victoriosa invasión feudal por m ar se


debía, naturalmente, a sus antecedentes escandinavos.
11 La esclavitud desapareció finalmente de Islandia, Dinamarca y Sue-
E l leja n o n o rte 181

con sta n te reserva de trabajo fo rzo so proced en te del exterior,


la diferen ciación social só lo p od ía avanzar a partir del progre-
siv o so m etim ien to de los agricultores b on di a la nobleza local
y de la aparición de arrendatarios d epend ientes que cultivaban
las tierras de un a aristocracia con fu ertes raíces, cuyo poder
social era ahora m ás territorial que m arítim o. El corolario de
e ste p ro ceso fu e la estab ilización gradual del gobierno real y la
con versión del ja rla r regional en gobiernos provinciales que
d om inaron el trab ajo del thing local. La in troducción gradual
del cristia n ism o en E scandinavia — conversión qu e n o se com -
p le tó h asta finales del sig lo X II— ap oyó y aceleró en todas
partes la tran sición de las trad icion ales com unidades sem itri-
bales a lo s sistem as esta ta les m onárquicos; con ellas cayeron,
naturalm ente, las paganas religiones nórdicas que habían sido
la id eología indígena del v iejo orden de clanes. E stos cam bios
internos ya eran v isib les durante el siglo X II. T odo el im pacto
exterior del feu d alism o eu rop eo sob re los confines nórdicos del
co n tin en te se dejó sen tir en el siglo XIII. La prim era y victoriosa
u tilización de la caballería pesada tu vo lugar en el año 1134, en la
batalla de Fotevik, donde los caballeros m ercenarios germ anos
dem ostraron su valor en E scania. Pero la organización m ilitar
del feu d a lism o n o se transplantó d efin itivam en te y con todas
sus con secu en cias sociales al n orte h asta después de que el
ejército danés de V alderm ar II — el dirigente escandinavo m ás
p od ero so de toda la E dad M edia— fu ese aplastado por las hues-
te s de los príncip es germ anos del n o rte en B ornhöved en el
año 1227, a causa de la su perioridad ecu estre de esto s ú lti-
m os12. S ch lesw ig fue el prim er feu d o propiam ente dicho que
con ced ió la m onarquía danesa en 1253. Las arm as heráldicas,
los sistem as de títu lo s y las cerem on ias de h om en aje siguieron
m uy pronto. E n los años 1279-80, la aristocracia sueca con si-
guió la exención juríd ica de los im p u estos (f r ä sle) a cam bio
de la ob lig a ció n form al del serv icio de caballería (r u s ttjä nst) al
m onarca. La nobleza se convirtió, p ues, en una clase legalm ente
separada de acuerdo con los criterios con tin en tales e investida
con feud os (länar) p or los m onarcas. La con solid ación de las
aristocracias locales en una nobleza feudal fue seguida de una

cia durante los siglos XII, XIII y XIV respectivam ente, Foote y Wilson, The
Viking achievem ent, pp. 77-8.
12 Erik Lönroth, «The Baltic countries», en Cam bridge E conom ic H is-
tory of E urope, III, Cambridge, 1963, p. 372 [«Los países bálticos», en
H istoria económ ica de E uropa, I I I , Madrid, Revista de Derecho Privado.
1967.]
182 E u ropa occid en ta l

constan te degradación de la con dición cam pesina en todos los


p aíses escandinavos durante los siglos de la últim a depresión
m edieval. H acia 1350, los cam p esin os noruegos sólo poseían las
dos quintas p a rtes de la tie r r a 13. En el siglo XIV, la nobleza
sueca prohibió el porte de arm as a la antigua clase de los bon-
di y Se esforzó por vincularlos a la tierra, dictando leyes que
exigían p restacion es de trabajo forzoso a la población rural
errante14. Los thingar quedaron reducidos a funciones judicia-
les m uy lim itadas y el pod er p o lítico central se concentró en
un con sejo de m agnates o råd, que norm alm ente dom inó la
p olítica m edieval de este período. La tendencia hacia un m o -
delo continental era ya inequívoca en la época de la Unión de
K almar, que en el año 1397 unió form alm ente a los tres reinos
escandinavos en un so lo E stado.
A pesar de todo, el feu dalism o escandinavo nunca consiguió
recuperar el tiem po perdid o por su tardío com ienzo y se m os-
tró incapaz de erradicar com p letam ente las poderosas in stitu -
cion es y trad icion es rurales de un cam pesinado independiente,
cuyos derechos p opulares y cuyas asam bleas de agricultores
eran todavía un vivo recuerdo en el cam po. H ubo, adem ás, otro
determ inante fundam ental de esta excepción nórdica: la m ayor
parte de la zona salió virtualm ente indem ne de las invasiones
extranjeras durante la B aja Edad M edia y el com ienzo de la
época m oderna y, por tanto, el co eficien te de guerra feudal,
cuyo continuo desgaste ten ía invariablem ente efecto s depresi-
vos sobre las lib ertades cam pesinas, fue considerablem ente m e-
nor que en otras zonas. D inam arca presenta un ca so especial,
ya que era una exten sión del territorio continental y, por tanto,
estaba m ás su jeta a las in flu encias e intrusiones germ anas a
través de la zona fronteriza de Schlesw ig-H olstein, y finalm en-
te se alineó m uy estrech am en te con el m odelo social de su
entorno im perial. A pesar de ello, el cam pesinado danés n o fue
plen am ente reducido a la servidum bre hasta m uy tarde, en el
siglo X V II, y fue n uevam ente em ancipado cien años después.
N oruega, que finalm en te cayó b ajo el dom inio de Copenhague,

13 Foote y Wilson , The Viking achievem ent, p. 88.


14 Musset, Les p euples scandinaves au Mogen Age, pp. 278-80. Frälse
significaba «libre» y originariamente se oponía a «esclavo» cuando se apli-
caba habitualmente, a la clase social de agricultores bondi. El cambio
sem ántico de la palabra hasta denotar los privilegios nobiliarios, por
encima y frente a las obligaciones de los campesinos, condensaba toda
la evolución social de la Escandinavia de la Baja Edad Media. Véanse
Foote y Wilson, The Viking achievem ent, pp. 126-7.
E l lejan o n o rte 183

estu vo dom inada por un a aristocracia de habla danesa, pero


conservó una estructura rural m ás tradicional.
Suecia, sin em bargo, representó el ejem plo m ás puro del
tipo general de las form aciones sociales escandinavas en la
Baja Edad Media. Durante todo este período, Suecia fue la
zona m ás atrasad a de toda la región15. Fue el últim o país que
conservó la esclavitud, que realm ente había perdurado hasta
com ienzos del siglo XIV, ya que só lo fue abolida form alm ente
en 1325; el ú ltim o país que fue cristianizado y el últim o país
que consiguió una m onarquía unificada, que se reveló m ás dé-
bil que las de sus vecinos. Cuando el servicio de caballería fue
introdu cid o a finales del siglo X III, n o tenía ya el peso opre-
sor de su equivalente danés, debido en parte al refugio es-
tratégico de la latitud sueca y en parte a que la topografía
local —una alfom bra de bosques, lagos y ríos— siem pre fue
inhóspita a la caballería m ontada. Así, las relaciones rurales
de producción nunca fueron com p letam ente feudalizadas. Hacia
finales de la Edad M edia, y a pesar de las usurpaciones de la
aristocracia, el clero y la m onarquía, el cam pesinado sueco to-
davía estaba en p o sesió n de la m itad de todas las tierras cul-
tivadas del país. Aunque estas tierras serían declaradas después
d o m in iu m d irec tu m del m onarca por lo s ju ristas reales y ro-
deadas de restriccion es reales al arrendam iento y la división
de las parcelas16, en la práctica constituyeron un am plio sector
alodial obligado a pagar im p u estos a los reyes, pero no sujeto
a otras cargas o p restacion es. La otra m itad del cam pesinado
cultivaba tierras propiedad de la m onarquía, la Iglesia y la
nobleza y estab a sujeta a rentas y prestaciones feudales a sus
respectivos señores. Los nob les su ecos se declaraban «reyes
de sus propios cam pesinos» a finales del siglo XV (Suspensión
de Kalm ar, 1483), y afirm aban en el siglo XVII que los campe-

15 Las leyes suecas sobre la tierra de los siglos XIII y XIV muestran
una sociedad todavía sorprendentemente sim ilar en muchos aspectos a la
dibujada por Tácito en su relato sobre la Germania del sig lo I; las dos
diferencias principales son la desaparición de las tribus y la existencia
de una autoridad estatal central: K. Wuhrer, «Die schwedischen Land-
schaftsrechte und Tacitus’ Germania», Z eitschrift der Savigny-Stiftung
für R echtsgeschichte (Germ. Abteilung), l x x x ix , 1959, pp. 1-2.
16 Oscar Bjurling subraya estas restricciones: «Die ältere schwedische
Landwirtschaftspolitik in Uberblick», Z eitschrift fü r Agrargeschichte und
Agrar Soziologie, Jg. 12, Hf t. I, 1964, pp. 39-41. Pero en una perspectiva
comparada no alteran la im portancia fundamental de los pequeños pro-
pietarios campesinos.
184 E u ro p a o ccid en ta l

sinos com o clase eran m e d iate s u b d i t i 17; pero, una vez m ás,
las verdaderas relaciones de fuerza entre las clases nunca
perm itieron que en la práctica esas p retensiones pasaran a ser rea-
lidad. La servidum bre propiam ente dicha nunca llegó a estab le-
cerse en Suecia y la ju sticia señorial fue prácticam ente desco-
nocida: los tribunales eran populares o reales y los códigos
(gå rd srä tt) y p risiones señoriales sólo fueron im portantes du-
rante una corta década en el siglo XVII. Así pues, n o fue acci-
dental que cuando apareció un sistem a de E stad os a principios
de la época m oderna, Suecia fuera el ú n ico país im portante de
Europa en el que los cam pesinos estaban representados. A su
vez, la in com pleta feudalización de las relaciones rurales de
producción tuvo inevitablem ente efectos lim itadores sobre el
sistem a p olítico nobiliario. El sistem a de feudo, im portado de
Alemania, nunca reprodujo el estricto m odelo continental. An-
tes bien, los tradicionales cargos adm inistrativos de la m onar-
quía, para los que se había nom brado a destacados nob les, fue-
ron asim ilados ahora a los feudos con una delegación regional
de soberanía; pero estos län continuaron sien d o revocables por
decisión real y n o se convirtieron en cuasi propiedad heredita-
ria de los nobles investid os18. E sta falta de una jerarquía feu-
dal articulada n o entrañó, sin em bargo, la p resen cia de una
m onarquía esp ecialm en te poderosa en su cim a. Por el contra-
rio, y com o en el resto de Europa, sign ificó una cúspide m o-
nárquica extrem adam ente débil para el sistem a p olítico. E n la
Suecia de la Baja Edad Media n o hubo una m onarquía feudal
ascendente, sin o una vuelta, en los siglos XIV y XV, a un gobier-
no ejercid o por una råd o consejo de m agnates, para el que
la Unión de Kalmar, presidida nom inalm ente p or una dinastía
danesa en Copenhague, proporcionó una pantalla situada a con-
veniente distancia.

17 Para la célebre frase de Per Brahe a este respecto, véase E. Hecksher,


An econom ic history of Sweden, Cambridge (Estados Unidos), 1954, pá-
gina 118.
18 Michael Roberts, The early Vasas, Cambridge, 1968, p. 38; Lucien
Musset, Les peuples scandinaves au Moyen Age, pp. 265-7.
4. LA D IN ÁM ICA FEU D A L

El feu d alism o apareció, pues, en Europa occidental en el si-


glo X, se expandió durante el siglo X I y alcanzó su cen it a fina-
les del siglo X II y durante to d o el siglo X III . Una vez trazadas
algunas de sus diversas vías de im plantación en los principales
países de Europa occidental, pod em os ahora estu d iar el nota-
ble p ro greso econ óm ico y social que e l feu d alism o r e p r e se n tó 1.
En el siglo X III , el feu d alism o europeo había producido una
civilización unificada y desarrollada que representaba un avan-
ce trem endo sobre las rudim entarias y confusas com unidades
de la Edad Oscura. Los ín dices de e ste avance fueron m últi-
ples. E l prim ero y m ás fundam ental de ellos fue el gran salto

1 Uno de los avances más im portantes de la historiografía medieval en


las últim as décadas ha sido la plena conciencia del dinam ism o del modo
de producción feudal. Inm ediatam ente después de la segunda guerra mun-
dial, Maurice Dobb podía escribir repetidam ente en sus clásicos Studies
in the developm en t of capitalism , el «bajo nivel de la técnica», el «esca-
so producto de la tierra», la «ineficacia del feudalism o como sistem a de
producción» y el «estacionario nivel de la productividad del trabajo en
esa época» (Londres, 1967, reedición, pp. 36, 42-3 [E stu dios sobre el des-
arrollo d el capitalism o, Buenos Aires, Siglo XXI, pp. 55, 61-2]). A pesar
de las advertencias de Engels, esas opiniones estuvieron probablemente
muy extendidas entre los marxistas durante esos años, aunque debe ad-
vertirse que Rodney Hilton puso objeciones específicas, criticando a Dobb,
por su «tendencia a dar por supuesto que el feudalism o fue un sistem a
económ ico y social siempre e inevitablem ente atrasado [...] En realidad, has-
ta cerca del final del siglo XIII , el feudalism o fue en conjunto un sistem a
expansivo. En el siglo IX e incluso antes se produjeron cierto número
de innovaciones técnicas en los m étodos productivos que supusieron un
gran avance sobre los m étodos de la- Antigüedad clásica. Grandes zonas
de bosques y pantanos fueron transformados al cultivo, la población au-
mentó, se construyeron nuevas ciudades y en todos los centros culturales
de Europa occidental se podía encontrar una vigorosa y progresiva vida
artística e intelectual» (The M odern Q uarterly, vol. 2, núm. 3, 1947, pá-
ginas 267-8). En la actualidad, la mayoría de los autores, marxistas y no
marxistas, estarían de acuerdo con la afirmación general de Southern
cuando habla de la «secreta revolución de estos siglos»: véanse sus ob-
servaciones en The m aking of the M iddle Ages, pp. 12-13, para la impor-
tancia que este período de la evolución europea tuvo para la historia del
mundo.
186 E u ropa occiden tal

adelante en el excedente agrario producido p or el feudalism o.


Las nuevas relaciones rurales de producción perm itieron, en
efecto, un sorprendente increm ento en la productividad agríco-
la. Las innovaciones técnicas que constituyeron los instrum en-
to s m ateriales de este avance fueron, esencialm ente, la utili-
zación del arado de hierro par e l cultivo, los arreos rígidos para
la tracción equina, el m olin o de agua para la energía m ecánica,
los abonos para la m ejora del suelo y el sistem a de rotación
trienal de los cultivos. La inm ensa im portancia de estos descu-
brim ientos para la agricultura m edieval — en los que tuvieron
una gran repercusión las previas transform aciones ideológicas
aportadas por la Iglesia— es indiscutib le, pero no deben aislar-
se com o variables fetichizadas y determ inantes en la historia
económ ica de la é p o c a 2. En realidad, es evidente que la sim ple
existencia de estas m ejoras no era una garantía de su am plia
utilización. Al contrario, hay un lapso de unos dos o tres siglos
entre su inicial y esporádica aparición en la Edad Oscura y su
con stitución en un sistem a diferenciado y predom inante en la
Edad M ed ia 3, porque sólo la form ación y consolidación de las
nuevas relaciones sociales de p rod u cción fue precisam ente lo
que posib ilitó su em p leo en una escala general; sólo después
de la cristalización de un feud alism o desarrollado en el cam po
pudieron ser am pliam ente apropiadas. En la dinám ica interna
del m odo de producción, y no en la llegada de una nueva tec-
nología, que fue una de sus expresiones m ateriales, es donde
hay que buscar el m otor básico del progreso agrícola.
H em os indicado desde el p rincip io que el m odo de produc-
ción feudal se definía, entre otras características, por una gra-
dación escalonada de la propiedad que, por tanto, nunca fue
perfectam en te divisible en unidades hom ogéneas e intercam bia-

2 El volumen de Lynn White, Mediaeval technology and social change,


Londres, 1963 —el estudio más detallado de los inventos feudales— hace
precisamente eso: el molino y el arado se convierten en demiurgos de
grandes épocas históricas. El fetichism o de esos artefactos y la manipu-
lación de las pruebas por White han sido ásperamente criticados por
R. H. Hilton y P. H. Sawyer, «Technical determinism: the stirrup and
the plough», Past and Present, núm. 24, abril de 1963, pp. 90-100.
3 Duby señala que las mejoras en los arados y los arreos eran todavía
bastante raras entre el campesinado europeo de los siglos IX y X y que
la tracción equina no se extendió hasta el siglo X II: Rural econom y and
country life in the m ediaeval W est, p. 21. La mayor cautela de Duby
contrasta con las conjeturas sin freno de White: la diferencia en sus
fechas no es un puro problema de precisión cronológica, sino de posi-
ción causal de la técnica dentro de la agricultura feudal. E ste te m a se
desarrolla m ás arriba.
La dinám ica feu dal 187

b les. E ste principio organizativo generó el dom inio em inente y


el feudo revocable en el plano caballeresco; en el plano de la
aldea, determ inó la división de la tierra entre el dom inio seño-
rial y las parcelas de los cam pesinos, sobre las que los derechos
del señor estaban, a su vez, diferenciados por grados. Esta di-
v isión fue precisam ente la que m odeló la doble form a de con-
frontación de clase entre señores y cam pesinos en el m odo de
producción feudal. Porque, por una parte, el señ or intentaba
naturalm ente m axim izar las p restaciones de trabajo personal
en su reserva señorial y las entregas en especie procedentes de
las parcelas de los cam pesinos4. El nivel de organización alcan-
zado por el noble feudal en su dom inio tenía frecuentem ente
una im portancia fundam ental para la aplicación de las nuevas
técnicas. El ejem p lo m ás obvio de esto, am pliam ente docum en-
tado por B loch, lo constitu ye la introducción del m olin o de
agua, que necesitaba una cuenca de cierta exten sión para ser
rentable y que dio así origen a una de las prim eras y más
duraderas de todas las banalités o m onopolios de explotación
señoriales: la obligación d e l cam pesinado local de llevar su
grano para ser m olid o en los m olin os del s e ñ o r 5. En este caso,
el señor feudal era verdaderam ente, en palabras de Marx, «el
director y dom inador del proceso de producción y de tod o el
p roceso de la vida s o c ia l» 6, o, dicho de otra form a, una necesi-
dad funcional del progreso agrícola. Al m ism o tiem po, claro
está, este progreso se alcanzó en b en eficio represivo del propie-
tario del m olino y a costa del villano. Otras banalités tuvieron
un carácter m ás estricta m en te confiscador, pero en su m ayor
parte se derivaron del u so coercitivo de los superiores m edios

4 Van Bath indica que tuvo que encontrarse un equilibrio entre la


explotación de la reserva señorial y de las parcelas de los campesinos
de aproximadamente 1 : 2, con objeto de no agotar la fuerza de trabajo
de los villanos y poner así en peligro el cultivo de la propia reserva
señorial, a menos que hubiera una oferta adicional de trabajo asalariado,
The agrarian history of W estern Europe, pp. 45-6. La experiencia de Euro-
pa oriental no parece confirmar esta hipótesis, ya que, como veremos,
las prestaciones de trabajo personal pudieron ser allí muy superiores a
las de Occidente.
5 Bloch trazó la aparición y la importancia de este últim o en un céle-
bre ensayo, «The advent and triumph of the water-mili», reimpreso aho-
ra en Land and w ork in m ediaeval Europe, Londres, 1967, pp. 136-68.
Las banalités fueron introducidas normalmente en los siglos X y XI, des-
pués de que el sistem a señorial se hubo consolidado, en un nuevo golpe
del martillo señorial.
6 Capital, III, pp. 860-1 [ EI capital, libro m , vol. 8, p. 1120]. Marx se
refiere retrospectivam ente a toda la época anterior a la llegada del ca-
pitalismo.
188 E u ro p a occid en ta l

de producción controlados por la nobleza. Las banalités fueron


profundam ente odiadas a lo largo de toda la Edad M edia y
siem pre constituyeron uno de los principales o b jetos del ata-
que popular durante los levantam ientos cam pesinos. El papel
directo del señor en la dirección y la supervisión del proceso
de producción descendió a m edida que aum entaba el exceden-
te; desde m uy pronto, adm inistradores y agentes adm inistraron
las grandes fincas para una alta nobleza que había pasado a
ser económ icam ente parasitaria. Por debajo del nivel de los
m agnates, sin em bargo, los nobles m ás p equeños y los inter-
m ediarios m inisteriales ejercían norm alm ente una fuerte pre-
sión sobre la tierra y el trabajo para tener una m ayor produc-
ción a d isposición de los propietarios; la im portancia social y
económ ica de este estrato tendió a crecer ininterrum pidam ente
durante el período m edieval. A partir del año 1000, la clase
aristocrática en su con ju n to se con solid ó gracias a nuevas pau-
tas de herencia, destinadas a proteger la propiedad nobiliaria
contra la división, y todos los sectores de la nobleza desarro-
llaron un creciente apetito por el consum o de ob jetos agrada-
bles y lu josos que actuó com o pod eroso estím u lo para la ex-
pansión de la oferta de bienes del cam po, así com o para la
introducción de nuevas exacciones, com o la taille, que se re-
caudó por vez prim era de los cam pesinos h acia finales del si-
glo XI. Un signo característico del papel señorial en el desarro-
llo de la econom ía feudal de esta época fue la expansión de la
viticultura durante el siglo X II: el vin o era una bebida selecta
y los viñedos eran em presas típicam ente aristocráticas que en-
trañaban un grado m ás alto de trabajo especializado y de ren-
tabilidad que los cultivos de c e r e a les7. De form a m ás general,
dentro del con ju n to del sistem a señorial, la productividad neta
del dom inio del señor era sustancialm ente superior a la de las
parcelas cam pesinas que lo ro d eab an 8, lo que con stitu ye una
prueba no só lo de la apropiación de la m ejor tierra por la clase
dom inante, sin o tam bién de la relativa racionalidad económ ica
de su explotación.
Por otra parte, el im pulso m asivo del desarrollo agrícola m e-
dieval provenía de la clase social de los productores inm edia-

7 Duby, Guerriers et pay sans, pp. 266-7.


8 M. Postan, «England», The Cambridge econom ic h isto ry of Europe,
volumen I, The agrarian life of the M iddle Ages, p. 602 [«Inglaterra»,
H istoria economica de Europa, I, La vida agraria en la E dad Media, Ma-
drid, Revista de Derecho Privado, 1948]; The m ediaeval econom y and so -
ciety, p. 124.
La din ám ica feu d a l 189

tos, porque el m odo de p rod ucción feudal que surgió en Europa


occidental ofrecía gen eralm ente al cam p esinado el esp acio m í-
n im o para aum entar el p rod u cto que quedaba a su disposición
en el m arco de las duras ob ligacion es del sistem a señorial, El
cam pesino norm al ten ía que proporcionar p restaciones de tra-
bajo en el dom inio del señ or — a m en ud o h asta tres días por
sem ana— y num erosas obligacion es adicionales; sin em bargo,
quedaba libre para in ten tar durante el resto de la sem ana au-
m en tar la producción en sus propias parcelas. Marx observó
que «la productividad de los restantes días de la sem ana de
los que dispone el propio produ ctor directo es una m agnitud va-
riable, que debe desarrollarse en el curso de su experiencia [...]
Aquí está dada la posib ilid ad de cierto desarrollo e c o n ó m ic o » 9.
Las rentas feudales recaudadas sobre la producción de las par-
celas cam pesinas tendieron a adquirir cierta regularidad y es-
tabilidad, cuyo carácter con su etud in ario sólo podían m odifi-
car los señores com o resu ltad o de un cam bio radical en el
equilibrio local de fuerzas entre am bas clases s o c ia le s 10.
H abía, pues, un m argen para que los resu ltados de una m ejor
productividad b en eficiaran al p rod u ctor directo. Así, la Alta
Edad M edia se caracterizó por una continua expansión del cu l-
tivo cerealista y, dentro de él, por un cam bio hacia m ejores
cosechas de trigo, que fue obra esen cia lm en te de un cam pesi-
n ado que consum ía pan co m o alim en to básico. Se produjo tam -
b ién una transición gradual h a cia el u so de caballos para las
faenas de arado, m ás rápidos y m ás eficaces que los bueyes que
les habían precedido, aunque tam b ién m ás caros. Un creciente
núm ero de aldeas llegó a p o seer forjas para la producción local
de herram ientas de hierro, a m ed ida que se desarrollaba un

9 Capital, III, p. 774 [E l capital, libro III, vol. 8, p. 1010].


10 R. H. Hilton, «Peasant movem ents in England before 1381», en Es-
says in econom ic history, v o l. I I , comp. E. M. Carus-Wilson, Londres,
1962, pp. 73-5. Marx subrayó la necesidad de esta regularidad para la cohe-
rencia del conjunto del modo de producción: «Además, está claro que
aquí, como siempre, a la parte dom inante de la sociedad le interesa san-
tificar lo existente confiriéndole el carácter de ley y fijar como legales
sus barreras, dadas por el uso y la tradición. Prescindiendo de todo lo
demás, por otra parte, esto se produce por sí solo apenas la reproduc-
ción constante de la base de las condiciones im perantes, de la relación
en la que se basa, asum e con el correr del tiempo una forma regulada
y ordenada; y esta regla y este orden son, de por sí, un factor im pres-
cindible de cualquier m odo de producción que pretenda asumir solidez
social e independencia del mero azar y la arbitrariedad», Capital, vo-
lum en III, p p. 7734 [E l capital, libro III, vol. 8, p. 1009].
190 E u ropa occiden tal

artesanado rural d is p e r so 11. Las m ejoras en el equipo técnico


así creado tendieron a rebajar la dem anda de prestaciones de
trabajo personal en los dom inios señoriales, perm itiendo el co-
rrespondiente aum ento de la producción en las parcelas cam -
pesinas. Al m ism o tiem po, sin em bargo, y a m edida que la
población crecía con la expansión de la econom ía m edieval, la
exten sión m edia de las parcelas del cam pesinado dism inuyó in-
cesan tem en te a causa de su fragm entación, descendiendo quizá
de unas 40 hectáreas en el siglo IX a unas 8 ó 12 hectáreas en
el siglo x iii 12. El resultado norm al de este proceso fue la cre-
ciente d iferenciación social en las aldeas, cuya principal línea
divisoria separaba a aquellas fam ilias que poseían yuntas para
arar de aquellas que no las poseían. Un incipiente estrato de
cam pesinos acom odados acaparaba norm alm ente la m ayor par-
te de los b en eficios del progreso rural d entro de la aldea y ten-
día frecuentem en te a reducir a los cam pesinos m ás pobres a la
p osición de jornaleros dependientes que trabajaban para ellos.
Sin em bargo, tanto los cam pesinos p rósperos com o los pobres
se oponían estructuralm ente a los señores que vivían a costa
de ellos y durante toda la época feudal se libraron entre am-
bos con stan tes y silen ciosas luchas por los arrendam ientos (que
ocasionalm ente estallaron en guerras abiertas, aunque en con-
jun to esto fue poco frecuente en los siglos que estam os estu -
diando). Las form as que adoptó la resistencia cam pesina fue-
ron m uy variadas: recurso a la ju sticia pública (donde existía,
com o en Inglaterra) contra las desorbitadas pretensiones seño-
riales; incum p lim iento colectiv o de las prestaciones de trabajo
(protoh u elgas); p resion es para ob tener reducciones directas de
las rentas o engaños en los p eso s del producto o en las m edi-
ciones de tie r r a 13. Por su parte, los señores, fuesen laicos o ecle-
siástico s, recurrían a la fabricación legal de nuevas obligacio-
nes, a la violencia d irectam ente coercitiva para im poner au-

11 Véase Duby, Guerriers et paysans, pp. 213, 217-21.


12 Rodney Hilton, Bond men m ade free, Londres, 1973, p. 28 [Siervos
liberados, Madrid, Siglo XXI, 1978].
13 Para estas diferentes formas de luchas, clandestinas unas y abier-
tas otras, véase R. H. Hilton, A m ediaeval society: the W est Midlands,
páginas 154-60; «Peasant movem ents in England before 1381», pp. 76-90;
«The transition from feudalism to capitalism», Science and Society, oto-
ño de 1953 pp. 343-8 [«Comentario», en R. Hilton, comp. La transición
del feudalism o al capitalism o, Barcelona, Crítica, 1977], y Witold Kula,
Théorie econom ique du s y s tèm e féodale, La Haya-París, 1970 pp. 50-3, 146
[Teoría económica del sistem a feudal, Buenos Aires, Siglo XXI, 2.ª ed.,
1976].
La dinám ica feudal 191

m entos de rentas y a la apropiación de tierras com unales o


disputadas. Las luchas por las rentas podían generarse, pues,
en am bos polos de la relación feudal y tendían a estim ular la
productividad en sus dos extrem os14. Los señores y los cam -
p esin os estaban objetivam en te inm ersos en un p roceso conflic-
tivo cuyas consecuencias globales llevarían hacia adelante al
conjunto de la econom ía agrícola.
Un área de con flicto social fue esp ecialm en te im portante en
su s consecuencias para el desarrollo del m odo de producción
en cuanto tal. Las disputas en to m o a la tierra fueron obvia-
m ente endém icas en una situación en la que el suelo com unal
de la aldea no era en absoluto un su elo prim ordialm ente agrí-
cola y en la que grandes extension es de tierra eran pantanos,
brezales o selvas vírgenes. La roturación y conversión de tierras
n o cultivadas era, por tanto, la vía m ás fructífera de expansión
de la econom ía rural en Ia Edad Media y la m ás espectacular
expresión de la m ayor capacidad productiva de la agricultura
feudal. De hecho, entre los años 1000 y 1250 tuvo lugar un vasto
m ovim iento de ocupación y colonización de nuevas tierras. Se-

14 Duby, por el contrario, atribuye únicamente al campesinado el ím-


petu económ ico básico de esta época. En su opinión, la nobleza dirigió
el crecimiento de la economía europea en el período comprendido entre
los años 600 y 1000 por medio de la acumulación de botines y tierras en
la guerra; el campesinado dirigió el desarrollo de la economía entre los
años 1000 y 1200 gracias al avance del cultivo rural en el marco de una
nueva paz; la burguesía urbana dirigió el desarrollo del período que
comienza en el 1200 por medio del comercio y las manufacturas de las
ciudades: Guerriers et paysans, passim . La simetría un poco sospechosa
de este esquema no está sostenida, sin embargo, por las m ismas pruebas
de Duby. Es muy dudoso que la influencia global de la guerra descendie-
ra seriamente después del año 1000 (como Duby concede en una ocasión,
página 207), mientras que el activo papel señorial en la economía de los
siglos XI y XII está ampliamente documentado por el propio Duby. Por
otra parte, es difícil comprender por qué deba concederse a las activi-
dades militares de la nobleza una preeminencia económica tan grande
en el período anterior al año 1000 a expensas del trabajo campesino. De
hecho, el vocabulario de Duby oscila significativamente en la localización
de los «orígenes del dinamismo económico» en cada fase (compárense las
form ulaciones aparentemente contradictorias de las pp. 160 y 169 y de las
páginas 200 y 237, que asignan sucesivamente una prioridad causal a la
guerra y al cultivo en la fase 1, y a los nobles menores y a los campe-
sinos en la fase 2). Estas oscilaciones reflejan verdaderas dificultades
de análisis dentro del magistral estudio de Duby. En realidad, es abso-
lutamente im posible asignar una exacta proporción económica a los roles
subjetivos de las clases sociales en pugna de esta época: la estructura
objetiva del m odo de producción fue lo que puso en movimiento sus res-
pectivas y diversas realizaciones en la forma de una lucha social anta-
gónica.
192 E u ro p a o ccid en ta l

ñores y cam pesinos participaron decididam ente en este p roceso


de expansión. Las talas de los cam pesinos fueron generalm ente
am pliaciones poco sistem áticas de los lím ites existen tes de
tierra cultivable a costa de los b osques y pastizales de los alrede-
dores. Las roturaciones nobiliarias fueron norm alm ente em pre-
sas posteriores y m ás am plias que m ovilizaron m ayores re-
cursos para la recuperación de tierras m ás difíciles15. El rescate
m ás arduo de tierras rem otas y yerm as fue obra de las grandes
órdenes m onásticas, sobre todo de los cistercien ses, cuyas aba-
días fronterizas ofrecían una prueba tangible de los b en eficios
del antinaturalism o católico. La duración de la vida de un
m onasterio no era la de un barón. El m on asterio n o tenía que
recuperar en una sola generación la inversión en trabajo hu-
m ano necesaria para las roturaciones d ifíciles. La explotación
de las regiones m ás rem otas e inhóspitas, que se recuperaban
para el cu ltiv o o el p astoreo y n ecesitaban una proyección eco-
nóm ica a largo plazo, era em prendida frecuentem en te por las ór-
denes religiosas. E stas, a su vez, eran tam bién con frecuencia
especialm ente opresivas para el cam pesinado, ya que sus com uni-
dades clericales residían m ás tiem po en sus tierras que los caba-
lleros o barones, que a m enudo podían estar fuera, en las ex-
pediciones m ilitares. Las presiones y pretensiones conflictivas
que se originaban a consecuencia de estas disputas por las
nuevas regiones constituían, pues, una nueva form a de lucha
de clases por la tierra. En algunos casos, y con o b je to de con-
seguir m ano de obra para la roza de bosques y brezales, los
nobles liberaban a los cam pesinos de la condición servil; para
las grandes em presas, sus agentes o locatores tenían que pro-
m eter norm alm ente a los alistados especiales exenciones feu-
dales. En otros casos, las roturaciones cam pesinas eran tom a-
das y expropiadas posteriorm ente por los n obles, y los peque-
ños propietarios que vivían en ellas quedaban reducidos, por
tanto, a la servidum bre.
De un m odo m ás general, a finales del siglo X II y durante
el XIII pudieron observarse m ovim ientos profundam ente con-
tradictorios en la sociedad rural de Europa occidental. Por una
parte, las tierras señoriales se redujeron y las p restacion es de
trabajo personal dism inuyeron en la m ayor parte de las regio-
nes, con la n otable excepción de Inglaterra. En los dom inios
señoriales se hicieron m ás frecuentes los trabajadores esta cio -

15 Véase el estudio de Duby, Rural econom y and cou n try life in the
m ediaeval W est, pp. 72-80.
La din ám ica feu dal 193

nales, pagados en salarios p ero su jetos a obligaciones consue-


tudinarias, m ientras que el arrendam iento de las reservas se-
ñoriales a arrendatarios cam pesinos aum entaba enorm em ente
a costa del cu ltivó directo. E n algunas zonas, especialm ente
quizá en el norte de Francia, las com unidades de cam pesinos y
aldeas com praban su libertad a u n os señores ansiosos de obte-
n er ingresos en m e tá lic o 16. Por otra parte, la m ism a época
p resen ció tam bién una nueva oleada de servidum bre, que privó
d e su libertad a grupos sociales anteriorm ente libres y añadió
un n uevo rigor y p recisión a las definicion es jurídicas de la
falta de libertad, con la form ulación por vez prim era a partir
de finales del siglo X I de la d octrina de la «servidum bre de la
gleba». Las tierras de los cam pesin os libres, que a diferencia
de las tenencias de los villan os estaban sujetas a reparto por
herencia, cedieron sim ultán eam ente en m uchas regiones ante
las presion es señoriales y se convirtieron en tenencias depen-
dientes. Las p o sesio n es alodiales retrocedieron y se esfum aron
generalm ente en esta época, que fue testig o adem ás de una m a-
yor expansión del sistem a de f e u d o 17. Todas estas conflictivas
tendencias agrarias eran m a n ifestacion es de la silen ciosa lucha
social p or la tierra que dio a esta era su vitalidad económ ica.
E sta o cu lta aunque in cesan te e im placable tensión entre
dom inantes y dom inados, entre los señ ores m ilitares de la so-
ciedad y los productores d irectos som etid os a ellos, fue lo que
produjo la gran expansión m edieval de los siglos XII y XIII.
E l resu ltad o n eto de esta s p resiones dinám icas, innatas a la
econom ía feudal de O ccidente, fue Un aum ento considerable
de la producción global. N aturalm ente, el au m ento de la exten-
sión de tierra cultivada n o p uede cuan tificarse a escala con ti-
nental debido a la im posib ilidad de estab lecer proporciones
m edias a causa de la diversidad de clim as y tierras, aunque no
hay duda de que p rácticam en te en todas partes fue m uy con-
siderable. Los h istoriadores han calculado, sin em bargo, con
alguna m ayor precisión, aunque todavía con cautela, los aum en-
tos en las cosechas. El cálculo de Duby es que entre los si-
glos IX y XIII los rendim ientos m ed ios co sech a/siem b ra aum en-
taron com o m ínim o de 2,5/1 a 4 /1 , y que la parte de la cosecha
que quedaba a d isp osición del p rodu ctor se duplicó: «En los

16 Normalm ente esas compras fueron obra de cam pesinos ricos que
dominaban las aldeas situadas en regiones con relaciones de mercado,
ya fuese en Francia o en Italia: Hilton, Bond men m ade free, pp. 80-5.
17 Boutruche, Seigneurie et féodalité, II, pp. 77-82, 102-4, 276-84.
194 E u ropa occiden tal

cam pos de Europa occid ental tuvo lugar, entre el período ca-
rolingio, y el am anecer del siglo X III, un gran cam bio en la
productividad, el ú n ico de la h istoria hasta los grandes avances
de los siglos XVIII y XIX [ ...] A finales del siglo XIII, la agricultura
m edieval había alcanzado u n nivel técn ico equivalente al de los
años que precedieron inm ediatam ente a la revolución agríco-
la»18. La espectacular aceleración de las fuerzas de producción
desencadenó, a su vez, la correspondiente expansión dem ográ-
fica. Entre los años 950 y 1348, la población total de Europa
occidental p osiblem ente creció m ás del doble, pasando de unos
20 a 54 m illones de personas19. S e ha calculado que la esperan-
za m edia de vida, que había sid o de unos veinticinco años en
el Im perio rom ano, se elevó a treinta y cinco años en el si-
glo XIII en la Inglaterra fe u d a l20. En el m arco de esta socie-
dad que se m ultiplicaba, el com ercio se revi talizó después de
su larga decadencia durante la Edad Oscura, y un m ayor nú-
m ero de ciudades crecieron y prosperaron com o puntos de in-
tersecció n de los m ercados regionales y com o centros m anu-
factureros.
El auge de esto s en claves urbanos n o puede separarse de la
levadura agrícola que los rodeaba. Es absolutam ente incorrecto
aislar a uno de otro en cualquier análisis que se haga de la Alta
Edad M ed ia21. Por un lado, la m ayor parte de las nuevas ciu-
dades fueron, en su origen, prom ovidas o protegidas por se-
ñores feudales, para quienes con stitu ía un ob jetivo natural aca-
parar los m ercados locales u ob ten er grandes b en eficios del
com ercio de larga d istancia concentrándolo bajo su égida. Por
otro, el fuerte aum ento en los precios cerealísticos experim en-
tado entre 1100 y 1300 —un salto de alrededor del 300 por

18 Rural econom y and country life in the m ediaeval W est, pp. 103-12.
Esta pretensión de Duby sobre la época medieval parece exagerada, véan-
se los cálculos realizados por Van Bath sobre las cosechas en la agri-
cultura posmedieval, infra, pp. 267-8. Pero su énfasis en la magnitud del
desarrollo medieval exige un consenso general.
19 J. C. Russell, Late ancient and mediaeval populations, Filadelfia, 1958,
páginas 102-13. Parece ser que, de hecho, la población de Francia, Gran
Bretaña, Alemania y Escandinavia se triplicó durante esos siglos; los
índices más lentos de crecimiento en Italia y España hacen que dism i-
nuya la media global.
20 R. S. Lopez, The birth of Europe, Londres, 1967, p. 398.
21 Una opinión expresada con frecuencia es que, en palabras de Pos-
tan, las ciudades de esta época fueron «islas no feudales en océanos feu-
dales» (The m ediaeval econom y and society, p. 212). Esa descripción es
incompatible con cualquier análisis comparado de las ciudades medieva-
les dentro de una tipología histórica más amplia del desarrollo urbano.
La dinám ica feu dal 195

ciento— proporcionó la b ase inflacionista propicia para la ven-


ta de todas las m ercancías urbanas. Sin em bargo, una vez ci-
m entadas y puestas en m archa económ icam ente, las ciudades
m edievales consiguieron m uy pronto una autonom ía relativa,
que adoptó una form a p olítica visible. D om inadas en un pri-
m er m om ento por agentes señoriales (Inglaterra) o por peque-
ños nobles residentes en ellas (Italia), posteriorm ente crearon
unos patriciados específicam ente urbanos, procedentes en su
m ayor parte de las filas de los antiguos interm ediarios feuda-
les o de triunfantes m ercaderes y m anufactureros22. E stos nue-
vos estratos patricios controlaban una econom ía urbana en la
que la producción llegó a estar fuertem ente regulada por los
grem ios, que generalm ente aparecieron en las últim as décadas
del siglo X II. En estas corporaciones n o existía separación al-
guna entre el productor artesano y los m edios de producción,
y los pequeños m aestros form aban una m asa plebeya situada
inm ediatam ente debajo de la propia oligarquía mercantil-ma-
nufacturera. Sólo en las ciudades flam encas e italianas apa-
reció por debajo de este artesanado, y con una identidad y unos
intereses esp ecíficos, úna clase social asalariada de trabajado-
res urbanos de cierta m agnitud. El m odelo de gobierno m unici-
pal variaba de acuerdo con el p eso relativo de la actividad «ma-
nufacturera» o «m ercantil» de las respectivas ciudades. Donde
la prim era actividad tenía una im portancia fundam ental, los
grem ios artesanos tendieron finalm ente a conseguir alguna par-
ticipación en el poder civil (Florencia, Basilea, Estrasburgo,
Gante); m ientras que allí donde predom inaba de form a decisi-
va la segunda, las autoridades de la ciudad norm alm ente se
reducían a los m ercaderes (Venecia, Viena, N urem berg, Lü-
beck) 23. Las m anufacturas a gran escala estaban concentradas
esencialm ente en las dos regiones densam ente pobladas de Flan-
des y el norte de Italia. Los tejid os de lana eran naturalm ente
el sector m ás expansivo, ya que su productividad probablem en-
te se m ultiplicó por m ás de tres con la introducción del telar
horizontal de pedal. Sin em bargo, los m ayores beneficios co-
sechados por el capital urbano m edieval procedían indudable-

22 J. Lestocquoy, Aux origines de la bourgeoisie: les villes de Flandre


e t de l ’Italie sous le gouvernem ent des patriciens (X Ie-XVe siècles), París,
1952, pp. 45-51, estudia los orígenes de las oligarquías florentina, genove-
sa y sienesa, A. B. Hibbert, «The origin of the mediaeval town patricia-
te», Past and Present, núm. 3, febrero de 1953, pp. 15-27, es el mejor aná-
lisis del problema.
23 Véanse las observaciones de Guy Fourquin, H istoire économique de
l’Occident médiéval, París, 1969, pp. 240-1.
196 E u ropa occid en ta l

m ente del com ercio de larga distancia y de la usura. Dado el


continuo (aunque decadente) predom inio de una econom ía na-
tural y la todavía rudim entaria red de transportes y com uni-
caciones de Europa, las oportunidades de com prar barato y re-
vender caro en m ercados im perfectos eran desproporcionada-
m ente lucrativas. El capital m ercantil pudo ob ten er b en eficios
m uy altos por la sim ple m ediación entre esferas separadas de
valores de u s o 24. El sistem a de ferias de la Champaña, que unió
a los Países B ajos con Italia desde el siglo XII h asta principios
del XIV, se convirtió en el célebre eje de estas transacciones in-
terregionales.
Por otra parte, la fusión estructural de lo econ óm ico y lo
político que definió al m odo de producción feudal n o podía
reducirse únicam ente a la extracción señorial del p lu sproducto
agrícola. La coerción extraeconóm ica de carácter político-m ili-
tar fue utilizada tam bién con toda libertad por las oligarquías
patricias que llegaron a dom inar las ciudades m edievales: ex-
pediciones arm adas para im poner m onopolios, incursiones de
castigo contra los rivales, cam pañas para im poner peajes y le-
vas al cam po circundante. El punto m ás alto de esta aplicación
de la violencia política para la dom inación forzosa de la pro-
ducción y el com ercio se alcanzó, por supuesto, con el anexio-
n ism o de las ciudades italianas, con su ávida su jeción y extor-
sión de las provisiones y la m ano de obra de sus conquistados
contados rurales. El carácter antiseñorial de las incursiones
urbanas en Lom bardía o Toscana n o las hacía antifeudales en
sen tid o estricto: eran m ás bien m odalidades urbanas del m e-
canism o general para la extracción del plusp rod u cto caracte-
rístico de la época y dirigido contra los com petidores rurales.
A pesar de ello, las com unidades corporativas urbanas repre-
sentaron indudablem ente una fuerza de vanguardia en el con-
jun to de la econom ía m edieval, porque só lo ellas estaban de-
dicadas únicam ente a la producción m ercantil y se basaban
exclusivam ente en el intercam bio m onetario. N aturalm ente, el
m ism o volum en de los beneficios realizados por la otra gran
vocación com ercial de los m ercaderes es prueba de su papel
fundam ental a este respecto en el m arco de la rarefacción m o-
netaria general de la época. El pináculo de las fortunas patri-
cias fue la banca, donde podían obtenerse astronóm icos tipos
de interés por los exorbitantes p réstam os concedidos a prín-
cipes y nob les faltos de dinero líquido. Marx señaló que «la

24 Véase Marx, Capital, III, pp. 320-5.


La d in ám ica feu d a l 197

usura parece vivir en los poros de la producción, así com o en


Epicuro los d ioses viven e n los interm undos. Es tan to m ás di-
fícil con segu ir dinero cu an to m en os form a m ercantil se con s-
tituya en la form a generalizada del producto. Por eso, el usu-
rero n o conoce lim itación alguna salvo la capacidad de pago
o de resisten cia de quien n ecesita d in e r o » 25. E l carácter «para-
sitario» de esta s operaciones n o las h acía , sin em bargo, nece-
sariam ente im productivas desde el p u n to de vista económ ico:
de los exuberantes ríos de la usura corrían a m enudo caudalo-
sos afluentes de inversiones hacia las m anufacturas o los trans-
portes. La vu elta de la m oneda de oro a Europa a m ediados del
siglo X III, con la sim ultánea acuñación e n 1252 del ja n u a r iu s
y el florín en Génova y Florencia, fue el sím b olo resplande-
ciente de la vitalidad com ercial de las ciudades.
Fueron ellas tam bién las que devolvieron a la Europa feudal
el dom inio de los m ares lim ítrofes, prenda decisiva de su ex-
pansión. La econ om ía urbana de la Edad M edia era absoluta-
m en te ind isociab le del transporte y el com ercio m arítim o; no
fu e accidental que sus dos grandes centros regionales, en el
norte y el su r de Europa, estu vieran cerca del litoral. La pri-
m era condición para el auge de las ciudades italianas fue el
esta b lecim ien to de su suprem acía naval e n el M editerráneo oc-
cidental, que quedó lim p io de flotas islám icas a principios del
siglo X I. E sta suprem acía fue seguida de dos nuevos avances
internacionales: el d om in io del M editerráneo oriental, con la
victoria de la prim era cruzada, y la apertura de rutas regula-
res para el com ercio atlántico, desde el M editerráneo hasta el
canal de la M a n ch a 26. El p od erío m arítim o de Génova y Vene-
cia fue lo que garantizó a E uropa occidental un continuo su-
perávit com ercial con Asia, superávit que financió su vuelta al
oro. E l volu m en de la riqueza acum ulada en estas ciudades m e-
diterráneas p uede apreciarse p or m ed io de esta sim ple com -
paración: en el añ o 1293, só lo los im p u estos m arítim os del puer-
to de Génova produjeron tres v eces y m edia m ás que todas las
rentas reales de la m onarquía fr a n c e sa 27.
Com o ya h em os señalado, la condición estructural que po-

25 Capital, III, p. 585 [E l capital, libro III, vol. 7, p. 772].


26 Bautier, The econom ic d evelopm en t of m ediaeval Europe, pp. 96-
100, 126-30, subraya correctam ente la im portancia de estos avances.
27 Lopez, The birth of E urope, pp. 260-1. Ese fue un año excepcional
en Génova: los ingresos fueron cuatro veces más altos que en 1275 y dos
veces más que en 1334. Pero la m ism a posibilidad de alcanzar esa cima
es tam bién bastante sorprendente.
198 E u ropa occiden tal

sibilitó este poder y esta prosperidad urbana fue la parcela-


ción de la soberanía característica del m odo de producción
feudal en Europa. S ólo este hecho perm itió la autonom ía po -
lítica de las ciudades y su em ancipación del control señorial
o m onárquico directo, que separó rad icalm en te a Europa occi-
dental de los E stados orien tales de la m ism a época, con sus
concentraciones m u nicipales m ucho m ás extensas. La form a
más m adura que ad optó esta autonom ía fue la com una, in sti-
tución que recuerda la diferencia irreductible que existía entre
la ciudad y el cam po in clu so dentro de su unidad feudal. La
com una era, en efecto, una confederación basada en el jura-
m ento de lealtad recíproca entre iguales: la conjuratio28. E sta
prom esa jurada con stitu ía una anom alía en el m undo m edie-
val porque, aunque las in stitu cion es feudales de vasallaje y fi-
delidad tuvieran un carácter enfáticam ente m utuo, eran, sin
em bargo, vínculos de obligaciones entre superiores e inferio-
res en una expresa jerarquía de rango. Se definían por la d es-
igualdad m ás incluso que por la reciprocidad. La conjuratio
urbana, pacto fundador de la com una y una de las aproxim a-
ciones históricas realm ente m ás cercana a un «contrato social»
form al, entrañaba un p rincip io nuevo y diferente: una com uni-
dad de iguales. Por su naturaleza, era odiada y tem ida por
nobles, prelados y m onarcas: la com una era un «nom bre nue-
vo y detestable» para G uibert de N ogent, a principios del si-
glo x i i 29. En la práctica, la com una quedó lim itada, natural-
m ente, a una estrecha élite dentro de las ciudades. Su ejem plo
inspiró ligas interciudadanas en el norte de Italia y en Renania
y finalm ente, por extensión, ligas de caballeros en Alemania.
Sin em bargo, la novedad m ás prom etedora de la institución
se derivaba del autogobierno dé las ciudades autónom as, que se
rem ontaba precisam ente a la coyuntura en la que las ciudades
lom bardas se sacudieron la dom inación señorial de sus obispos
y cortaron así la cadena de dependencia feudal en la que pre-

28 Weber, Econom y and society, III, pp. 1251-62. Las específicas obser-
vaciones de Weber sobre las ciudades medievales son casi siempre exac-
tas y agudas, pero su teoría general le impidió captar las razones es-
tructurales de su dinamismo. Weber atribuía el capitalismo urbano de
Europa occidental esencialmente a la posterior pugna entre naciones-
Estados cerrados: General econom ic h istory, Londres, 1927, p. 337 [H istoria
económica general, Madrid, FCE, 1974].
29 Frase que llamó la atención tanto de Marx (Selected corresponden-
ce, p. 89) com o de Bloch (Feudal society, p. 354). Para otro prelado, Jac-
ques de Vitry, las comunas eran «violentas y pestilentes», Lopez, The birth
of Europe, p. 234.
La dinám ica feudal 199

viam ente estaban integradas. Las com unas de tipo italiano nun-
ca tuvieron un carácter universal en Europa, sino que consti-
tuyeron el privilegio de las regiones económ icam ente m ás avan-
zadas. Así, las otras dos grandes zonas en las que pueden en-
contrarse son Flandes y —un siglo después— Renania. Sin
em bargo, en estas dos zonas existieron gracias a las cartas de
autonom ía concedidas por soberanos feudales, m ientras que las
ciudades italianas ya habían dem olido definitivam ente y para
siem pre la soberanía im perial sobre Lombardía en el siglo XII.
Las com unas fueron tam bién im portantes, durante un siglo
aproxim adam ente, en las regiones vasalláticas situadas fuera
de los dom inios reales del norte de Francia, donde su influen-
cia garantizó un trato tolerante de las bonnes villes del centro
y del sur por parte de la m o n a rq u ía 30. En Inglaterra, por su
parte, donde el p redom inio de las com unidades m ercantiles ex-
tranjeras era un signo de la relativa debilidad de la clase bur-
guesa local, las ciudades eran dem asiado pequeñas para alcan-
zar la im portancia económ ica necesaria para la em ancipación
política, con la excepción de Londres, que, al ser la capital, fue
m antenida de form a directa bajo el control r e a l31. En la isla
nunca se establecieron com unas propiam ente dichas, lo que ha-
bría de ten er im portantes consecuencias para su posterior evo-
lución constitu cional. En toda Europa occidental, los centros
urbanos conquistaron, sin em bargo, cartas básicas y una exis-
tencia m unicipal corporativa. Las ciudades m edievales represen-
taron en todos los p aíses un com ponente económ ico y cultural
absolutam ente crucial del orden feudal.
Sobre esa doble base del im presionante progreso agrícola
y de la vitalidad urbana se elevaron los m ajestu osos m onum en-
tos estético s e intelectuales de la Alta Edad Media, las grandes
catedrales y las prim eras universidades. Van Bath señala: «En
el siglo X II se abrió un período de exuberante desarrollo en
la Europa occidental y m eridional. Tanto en el cam po cultural
com o en el m aterial se alcanzó un punto culm inante en los
años com prendidos entre 1150 y 1300 que no fue igualado de
nuevo hasta m ucho después. E ste avance se produjo no sólo
en la teología, la filosofía, la arquitectura, la escultura, la vi-
driería y la literatura, sin o tam bién en el bien estar m aterial»32.

30 C. Petit-Dutaillis, Les com m unes f rançaises, París, 1947, pp. 62, 81.
31 En el año 1327, Londres recibió de Eduardo III una carta formal
de libertades, pero a finales de la Edad Media la ciudad estaba firme-
m ente sometida al poder central de la monarquía.
32 The agrarian history of W estern Europe, p. 132.
200 E u ro p a occiden tal

Los orígenes de la arquitectura gótica, artefacto suprem o de


esta «exuberancia» cultural, constituyeron una llam ativa expre-
sión de las energías unitarias de la época: su lugar de nacim ien-
to fue el norte de Francia, corazón del feu d alism o desde Car-
lom agno, y su fundador fue Sigerio, abad, regente y patrón,
cuya triple vocación fue reorganizar y racionalizar el señorío
de Saint D enis, consolidar y extender el poder de la m onarquía
capeta para Luis VI y Luis VII y lanzar sobre Europa un estilo
aéreo de construcción, cuyo program a poético era su propio
verso r e lig io so 33. E stos logros interiores de la civilización m e-
dieval de O ccidente tuvieron su reflejo exterior en su expansión
geográfica. Del año 1000 al 1250, el em puje del m odo de produc-
ción feudal produjo en su m om ento culm inante las exp ed icio-
nes internacionales de las cruzadas. Las tres grandes puntas
de esta expansión se localizaron en el B áltico, la península
Ibérica y el Oriente Próxim o. Brandem burgo, Prusia y Finlan-
dia fueron conquistadas y colonizadas por caballeros germ a-
nos y suecos. Los m oros fueron expulsados desde el Tajo a la
sierra de Granada; Portugal quedó com pletam ente lim p io y allí
se fundó un nuevo reino. Palestina y Chipre fueron arrebatados
a los m usulm anes. La conquista de C onstantinopla, que acabó
d efinitivam ente con los vestigios del viejo Im p erio de Oriente,
parecía consum ar y sim bolizar el vigor triunfante del feudalis-
m o occidental.

33 Véase el estimulante ensayo de Erwin Panofsky sobre Sigerio en


Meaning in the visual arts, Nueva York, 1955, pp. 108-45.
5. LA C R IS IS G E N E R A L

Y, sin em bargo, a los cien años, una trem enda crisis general
aso ló a to d o el con tin en te. C om o verem os, esta crisis a m enudo
ha aparecido retrosp ectivam en te co m o la gran línea divisoria
que separó lo s d estin os d e Europa. Sus causas todavía están
por estu diar y analizar sistem áticam en te, aunque en la actua-
lidad sus elem en tos fen om en ológicos está n bien docum entados1 .
E l determ inante m ás p rofu n do de esta crisis general radica,
probablem ente, en un «bloqueo» de los m ecanism os de repro-
ducción del sistem a en el de su s ú lti mas capacida-
d e s. P arece claro, en particular, que el m otor b ásico de las ro-
turaciones rurales, que había im p u lsad o durante tres siglos a
toda la econom ía m edieval, superó fin alm en te los lím ites ob-
jetivo s de la tierra y de la estructura social. La población siguió
crecien do m ientras las cosech as ocupaban las tierras m argina-
les todavía d ispon ib les para su roturación, dados los niveles
existen tes de la técnica, y el su e lo se degradaba p or la preci-
pitación y el m al u so. Las ú ltim as reservas de tierras reciente-
m ente roturadas eran norm alm en te de baja calidad, suelos hú-
m ed os o ligeros donde eran m ás d ifíciles los cultivos y en los
que se sem braban cereales in feriores, tales com o la avena. Por

1 El m ejor estudio general de la crisis es, todavía, el de Léopold Gé-


nicot, «Crisis: from the Middle Ages to M odem Times», en The agrarian
life of the M iddle Ages, pp. 660-741. Véase también R. H. Hilton, «Y eut-
il une crise générale de la féodalité?», Armales ESC, enero-marzo de 1951,
páginas 23-30. Duby ha criticado recientem ente la idea «romántica» de
una crisis general basándose en que durante los últim os siglos de la Edad
Media tuvieron lugar im portantes progresos culturales y urbanos en al-
gunos sectores. «Les sociétés médiévales: une approche d’ensemble», An-
nales ESC, enero-febrero de 1971, pp. 11-12. Sin embargo, esto es confun-
dir el concepto de crisis con el de retroceso. Ninguna crisis general de
ningún m odo de producción es nunca una sim ple caída vertical. La apa-
rición limitada de nuevas relaciones y fuerzas de producción no sólo era
com patible con el punto m ás bajo de la depresión, a m ediados del si-
glo XIV, sino que a menudo era uno de los aspectos que la integraba,
particularmente en las ciudades. N o hay ninguna necesidad de poner
en cuestión la existencia de una crisis general sim plem ente porque haya
sido adornada en la literatura romántica.
202 E u ropa occiden tal

otra parte, las tierras som etid as desde hacía m ás tiem po al


arado sentían ya la vejez y la decadencia debido a la m ism a
antigüedad de sus cu ltivos. El avance de las tierras destinadas
al cereal se había co n segu id o frecu entem en te a costa de la
dism inución de los pastizales, lo que naturalm ente afectó a
la cría de anim ales y, con ella, al su m in istro de abonos para la
m ism a tierra c u ltiv a d a 2. El p rogreso de la agricultura m edie-
val sufrió ahora su prop io castigo. La roturación de bosques y
tierras b ald ía s n o fue acom pañada de un cuidado sim ilar en su
conservación: en los buenos tiem p os se utilizaron m uy p oco los
fertilizantes, de tal m odo que las capas altas de tierra quedaron
rápidam ente exhaustas; las inundaciones y los vendavales de pol-
vo se hicieron m ás fr e c u e n te s3. Adem ás, la diversificación de la
econom ía feudal europea con el desarrollo del com ercio interna-
cional había provocado e n algunas regiones una dism inución
de la producción de grano a costa de otras ram as de la agri-
cultura (vino, lino, lana, ganadería) y, por tanto, un aum ento

2 Sin duda alguna, el m ejor análisis de estos procesos de la tardía


agricultura feudal se encuentra en Postan, The m ediaeval econom y and
society, pp. 57-72. El libro de Postan está consagrado a Inglaterra, pero
las im plicaciones de sus análisis tienen un alcance general.
3 Postan, «Some econom ic evidence of declining population in the later
Middle Ages», Econom ic H isto ry R eview , núm. 3, 1950, pp. 238-40, 244-6; Van
Bath, The agrarian h istory o W estern E urope, pp. 132-44. Estos hechos
son una prueba clara de una crisis de las fuerzas de producción en el
seno de las relaciones de producción dominantes. Indican precisamente
lo que Marx entendía por una contradicción estructural entre ambas. Una
explicación alternativa de la crisis, avanzada en su día y de forma pro-
visional por Dobb y Kosm insky, es empíricamente cuestionable y teóri-
camente reduccionista. E stos autores argumentaban que la crisis gene-
ral del feudalism o en el siglo XIV se debió esencialm ente a una escalada
lineal, a partir del sig lo X I, de la explotación nobiliaria que provocó
finalmente una serie de rebeliones campesinas y, en consecuencia, un de-
rrumbamiento del viejo orden. Véase E. A. Kosminsky, «The evolution o
feudal rent in England from the 11th to the 15th centuries», Past and Pre-
sent, núm. 7, abril de 1955, pp. 12-36; M. Dobb, Stu dies in the developm ent
o capitalism , pp. 44-50 [E stu dios sobre el desarrollo del capitalism o, pá-
ginas 63-70]. Dobb es más matizado. Pero esta interpretación no parece
ajustarse a la tendencia general de las relaciones de renta en la Europa
occidental de esta época y, por otra parte, tiende a convertir la teoría de
Marx de las com plejas contradicciones objetivas en un simple enfrenta-
miento subjetivo de las voluntades de clase. La resolución de las crisis
estructurales de un m odo de producción depende siempre de la interven-
ción directa de la lucha de clases, pero la germinación de esas crisis pue-
de coger por sorpresa a todas las clases de una totalidad histórica dada,
al proceder de unos planos estructurales distintos de los de su propia
confrontación inmediata. Lo que determina su resultado final es, como
veremos en el caso de la crisis feudal, su choque dentro de esa situación
de crisis general.
La crisis general 203

en la dependencia de las im portaciones con sus peligros consi-


guientes4.
En el m arco de este equilibrio ecológico cada vez m ás pre-
cario, la expansión dem ográfica podía caer en la superpobla-
ción al prim er golpe de m ala cosecha. Los prim eros años del
siglo XIV estuvieron plagados de esos desastres: 1315-1316 fue-
ron años de ham bre en Europa, Las tierras com enzaron a aban-
donarse y el ín dice de natalidad a caer in clu so antes de los
cataclism os que m ás adelante asolaron al continente. En algu-
nas regiones, co m o el centro de Italia, las rentas exorbitantes
del cam pesin ado ya estaban dism inuyendo su índice de repro-
ducción en el siglo x iii 5. Al m ism o tiem po, la econom ía urbana
tropezó ahora con algunos obstácu los decisivos para su des-
arrollo. N o hay ninguna razón para creer que la pequeña pro-
ducción m ercantil en la que se basaban sus m anufacturas estu-
viera en este m om en to seriam ente dañada por las restricciones
grem iales y p or el m on op olism o patricio que dom inaban las
ciudades. Pero el m ed io b ásico de circulación para el intercam -
b io m ercantil quedó indudablem ente paralizado por la crisis,
ya que a partir de las prim eras décadas del siglo XIV hubo una
escasez generalizada de dinero que a fectó inevitablem ente a la
banca y al com ercio. Las razones fundam entales de esta crisis
m onetaria son oscuras y com plejas, pero uno de sus principa-
les factores fue la llegada al lím ite ob jetivo de las propias fuer-
zas de producción. E n la m inería, com o en la agricultura, se
alcanzó una barrera técnica en la que la explotación se hizo
inviable o perjudicial. La extracción de plata, a la que estaba
conectado tod o el sector urbano y m onetario de la econom ía
feudal, dejó de ser practicable o ren tab le en las principales
zonas m ineras de Europa central, porque n o había form a de
abrir pozos m ás profundos o de refinar los m inerales m ás im -
puros. «La extracción de plata llegó casi a su fin en el siglo XIV.

4 Esta tendencia puede exagerarse en ocasiones. Bautier, por ejemplo,


reduce prácticamente toda la crisis económica del siglo XIV a un adverso
efecto marginal del beneficioso progreso de la especialización agrícola, re-
sultado de una progresiva división internacional del trabajo: The econo-
m ic developm ent o m ediaeval Europe, pp. 190-209.
5 D. Herlihy, «Population, plague and social change in rural Pistoia,
1201-1450», Econom ic H istory R eview , XVIII, núm. 2, 1965, pp. 225-44, docu-
menta este fenómeno en Toscana. Por otra parte, la economía rural de
Italia central fue bastante atípica en el conjunto de Europa occidental:
sería, pues, incorrecto generalizar las relaciones de renta a partir del caso
de Pistoia. Hay que señalar, además, que el resultado de la superexplota-
ción toscana fue un descenso de la fertilidad campesina y no la rebelión.
204 E u ropa occid en ta l

En Goslar hubo quejas por el aum ento del nivel de las aguas
subterráneas y tam bién hubo problem as con el agua en las
m inas de Bohem ia. La recesión ya había com enzado en Aus-
tria en el siglo X III. La actividad m inera se paralizó en Deut-
schbrod en el año 1321; en Freisach, alrededor del 1350, y en
Brandes (Alpes franceses), en to m o al 1320»6. La escasez de m e-
tales provocó repetidos envilecim ientos de la m oneda en un
país tras o tro y, en consecuencia, una inflación galopante.
E sto, a su vez, provocó un efecto de tijeras en las relaciones
entre los precios urbanos y a g ríco la s7. El descenso de la po-
blación cond u jo a una contracción en la dem anda de artículos
de subsistencia, de tal form a que los p recios del grano se hun-
dieron a partir de 1320. Las m anufacturas urbanas y los bienes
caros producidos para el consum o señorial gozaban, por el
contrario, de una clientela relativam ente inelástica y selecta y
aum entaron progresivam ente sus precios. E ste p roceso contra-
dictorio afectó radicalm ente a la clase noble, ya que su m odo
de vida se había hecho cada vez m ás dependiente de los bienes
de lu jo producidos en las ciudades (el siglo XIV habría de pre-
senciar el apogeo de la ostentación feudal con las m odas de la
corte borgoñona, que se extendieron por toda Europa), m ientras
que el cultivo de sus tierras y las rentas serviles p rocedentes
de sus dom inios producían unos ingresos progresivam ente de-
crecientes. El resultado fu e un descenso en las rentas señoria-
les, que, a su vez, desencadenó una oleada sin precedentes de
guerras, ya que en todas partes los caballeros intentaron recu-
perar sus fortunas por m edio del s a q u e o 8. En A lem ania e Ita-
lia, esta búsqueda de botín en tiem pos de escasez produjo el
fenóm eno del bandidaje desorganizado y anárquico de los se-
ñores individuales: los im placables R a u b ritte rtu m , de Suabia
y Renania, y los indeseables condottieri, que se extendieron
desde la R om aña por tod o el norte y el cen tro de Italia. En
España, las m ism as presiones generaron un estad o en d ém ico
de guerra civil en Castilla al escindirse la nobleza en facciones
rivales en to m o a los problem as de la sucesión d inástica y del
poder real. Y en Francia, sobre todo, la guerra de los Cien Años

6 Van Bath, The agrarian history of W estern E urope, p. 106.


7 Véase H. Miskimin, «Monetary m ovem ents and market structures.
Forces for contraction in fourteenth and fifteenth century England», Jour-
nal of Econom ic H istory, xxiv, diciembre de 1963, núm. 2, pp. 483-90; Gé-
nicot, «Crisis: from the Middle Ages to Modern Times», p. 692.
8 Para la crisis de los ingresos de la nobleza, véase el estudio de Four-
quin, H istoire économique de l’Occident m édiéval, pp. 335-40.
La c risis general 205

— m ezcla feroz de guerra civil en tre las casas de lo s Capetos y


B orgoña y de lucha internacion al en tre Inglaterra y Francia,
que tam bién en volvió a las poten cias flam enca e ibérica— hun-
dió al país m ás rico de E uropa e n u n desorden y una m iseria
sin igual. E n Inglaterra, el ep ílo g o de la definitiva derrota
contin en tal en Francia fue el «gangsterism o» señorial de las gue-
rras de las R osas. La guerra, vocación caballeresca del noble,
se convirtió en su actividad profesional: los servicios de caba-
llería dieron p a so p rogresivam en te a los capitanes m ercenarios
y a la v iolen cia a sueldo. La p ob lación civil fue en todas partes
la víctim a.
Para com p letar este panoram a de desolación, la crisis es-
tructural estu v o sob red eterm in ada p or una catástrofe coyuntu-
ral: la in vasión de la p e ste negra p roced en te de Asia en el
año 1348. E ste fue un fen ó m en o exterior a la historia europea
que se estrelló con tra ella de form a sim ilar a com o habría de
h acerlo la colon ización europea contra la s sociedades am erica-
nas o africanas en los siglos p osterio res (el im p acto de las
epidem ias en el Caribe ofrece quizá una adecuada com para-
ción). P asando de Crim ea a lo s B alcan es p or el m ar N egro, la
p este atravesó co m o un tifó n toda Italia, E spaña y Portugal,
se curvó hacia el norte en d irección a Francia, Inglaterra y los
Países B ajos y fin alm en te se volvió de n u evo hacia el este por
Alem ania, E scandinavia y R usia. Con la resisten cia dem ográfi-
ca ya debilitada, la p este negra se abrió p a so con su guadaña
en tre la población del con tin en te, segan do quizá una cuarta
parte de su s habitan tes. A partir de en ton ces, los brotes de
p este se h icieron end ém icos en m uchas regiones. Si se cuentan
esas repetidas ep idem ias auxiliares, el nú m ero de m uertos hacia
1400 fue p osib lem en te de dos qu intos del t o t a l9. El resultado
fu e una devastadora esca sez de m a n o de obra, precisam ente
cuando la econ om ía feu dal estab a bloq ueada p or sus graves
contradiccion es internas. E sa acum ulación de desastres provo-
có una d esesp erad a lucha de cla ses p or la tierra. La cla se no-

9 Russell, Late ancient and m ediaeval population, p. 131. En reacción


contra las interpretaciones tradicionales, se ha puesto de moda entre los
historiadores m odernos reducir el hincapié en el im pacto de las epidemias
del siglo XIV en la econom ía y la sociedad europeas. En cualquier visión
comparativa, esta actitud revela un sentido de la proporción extrañamente
defectuoso. El conjunto de m uertos de las dos guerras mundiales del siglo
actual infligió menos daños a la vida que la peste negra. Incluso es difícil
concebir cuáles habrían sido las consecuencias en una época posterior de
una pérdida neta del 40 por ciento de la población total de Europa en el
espacio de dos generaciones.
206 E u ropa occiden tal

ble, am enazada por l as deudas y la inflación, se enfrentaba


ahora a una m ano de obra descend en te y hostil. Su reacción in-
m ediata fue el in ten to de recuperar su excedente atando a los
cam pesinos al señorío o reduciendo drásticam ente los salarios
en la ciudad y en el c am po. Los Statutes o Labourers decre-
tados en Inglaterra en los años 1349-1351, inm ediatam ente des-
pués de la peste negra, se cuentan entre los program as m ás
fríam ente explícitos de exp lotación en toda la historia de la lu-
cha de clases en E u r o p a 10. La Ordonnance francesa de 1351
repitió en lo esen cial d isp osicion es sim ilares a los estatu tos
in g le s e s 11. Las Cortes de Castilla, reunidas en V alladolid, de-
cretaron ese m ism o año la regulación de los salarios. Los prín-
cipes alem anes siguieron m uy pronto ese camino: en Baviera
se im pusieron con troles sem ejan tes en el año 135212. La m o-
narquía p ortuguesa aprobó su s leyes de las seism arías dos
décadas después, en 1375. S in em bargo, este in ten to señorial
de reforzar la con dición servil y hacer que la clase productora
pagara el co ste de la crisis se enfrentó ahora con una feroz
y violenta resisten cia, dirigida a m enudo por los cam pesinos
m ás cultos y prósperos, que m ovilizó las m ás profundas p asio-
nes populares. Los co n flicto s sordos y localizados que habían

10 «Y así fue posteriorm ente ordenado por nuestro señor el rey, y con
el asentimiento de los prelados, condes, barones y el resto de su consejo,
contra la malicia de los servidores, que estaban ociosos y no deseaban ser-
vir después de la peste sin sueldos excesivos, que tal tipo de servidores,
tanto hombres como mujeres, debían ser obligados a servir, recibiendo los
sueldos y salarios acostumbrados, en los sitios en que tenían que servir
en el vigésimo año del reinado del actual rey, o cinco o seis años antes,
y que los m ism os servidores que se negaran a servir en estas condiciones
debían ser castigados con el encarcelamiento de sus cuerpos [...] los servi-
dores, sin tener en cuenta la ordenanza, sino su comodidad y su singular
codicia, se niegan a servir a los grandes y a los otros, a no ser que tengan
ropas y sueldos dobles o triples de los que ganaban en el año 20 o antes,
para gran daño de los grandes y el empobrecim iento de toda la comuni-
dad», A. R. Myers (comp.), English historical docum ents, vol. IV, 1327-
1485, Londres, 1969, p. 993. El estatuto se aplicó a todos aquellos que no
poseían tierra suficiente para su propia subsistencia, obligándoles a tra-
bajar para los señores a sueldo fijo; de ahí que también afectara a los
pequeños propietarios.
11 E. Perroy, «Les crises du XIVe siè cle», Annales ESC, abril-junio de
1949, pp. 167-82. Perroy señala que hubo un triple determinante de la
depresión de mediados del siglo en Francia: una crisis cerealista debida
a las malas cosechas en 1315-20; una crisis financiera y monetaria que
llevó a las sucesivas devaluaciones de 1333-45, y una crisis demográfica
como consecuencia de las epidem ias de 1348-50.
12 Friedrich Lütge, «The fourteenth and fifteenth centuries in social
and econom ic history», en G. Strauss (com p.), Pre-Reformation Germany,
Londres, 1972, pp. 349-50.
La crisis general 207

caracterizado la larga expansión feudal se fundieron repentina-


m en te en grandes exp losion es regionales o nacionales durante
la depresión feudal en unas sociedades m edievales que ahora
estaban ya m ucho m ás integradas económ ica y políticam ente13.
La penetración del intercam bio m ercantil en el cam po había
debilitado las relaciones consuetudinarias y la llegada de los
im p u estos reales se sup erp u so con frecuencia en las aldeas a
las tradicionales exacciones nobiliarias: am bos hechos tendie-
ron a centralizar en grandes m ovim ientos colectivos las reac-
ciones populares contra la extorsión y la represión señorial. Ya
en la década de 1320, Flandes occid en tal había sid o escenario
de una feroz guerra cam pesina contra las exacciones fiscales
de su soberano francés y contra las rentas y diezm os de su
nobleza y de su Iglesia local. En 1358, el norte de Francia ardió
en llam as con la gran jacquerie, posib lem ente el m ayor levan-
tam iento cam pesino registrado en Europa occidental desde los
bagaudes, desencadenada por las con fiscacion es y el pillaje
m ilitar de la guerra de los Cien Años. Más tarde, en 1381, esta-
lló la rebelión de los cam pesinos en Inglaterra, precipitada por
una nueva capitación, con los ob jetivos m ás avanzados y radi-
cales de todos esto s levantam ientos: nada m en os que la com -
p leta abolición de la servidum bre y la abrogación del existente
sistem a legal. En el siglo siguiente les tocó a los cam pesinos
calabreses rebelarse contra su s señores de Aragón en las gran-
des rebeliones de 1469-1475. En España, ios siervos rem ensas
se m ovilizaron contra la exten sión de los «m alos usos» im pues-
to s por sus señores y se produjeron las am argas guerras civiles
de 1462 y 148414. E stos fueron só lo los principales episodios
de un fenóm en o de am plitud continental que se extendió des-
de D inam arca h asta M allorca. M ientras tanto, en las regiones
m ás desarrolladas, Flandes e Italia del N orte, tenían lugar re-
voluciones com unales autónom as: en 1309, los pequeños m aes-
tros y tejedores de Gante arrebataron el poder al patriciado
y derrotaron en Courtrai al ejército nobiliario enviado para
aplastarlos. E n 1378, Florencia experim entó una insurrección
todavía m ás radical cuando los h am brientos cardadores de lana
o ciom pi — que no eran artesanos, sin o obreros asalariados—
establecieron una breve dictadura.

13 Véase H ilton, Bond men made free, pp. 96 ss.


14 En el siglo XIV ya se habían producido serios disturbios en ambas
zonas: en las tierras napolitanas bajo el dominio angevino de Roberto I
(1309-43) y en Cataluña en la década de 1380.
208 E u ropa occid en ta l

Todas estas rebeliones de los explotados fueron derrotadas


y reprim idas políticam ente, con la excepción parcial del m ovi-
m iento rem ensa15, pero su im pacto en el resultado final de la gran
crisis del feud alism o en Europa occidental fue, a pesar de todo,
m uy profundo. Una de las conclusiones m ás im portantes que
pueden deducirse de un exam en de la gran crisis del feudalis-
m o europeo es que —contrariam ente a las creencias am plia-
m ente com partidas por los m arxistas— el «m odelo» caracterís-
tico de una crisis en un m odo de producción no es aquel en
que unas vigorosas fuerzas (económ icas) de producción irrum -
pen triunfalm ente en unas retrógradas relaciones (sociales) de
producción y establecen rápidam ente sobre sus ruinas una pro-
ductividad y una sociedad m ás elevadas. Por el contrario, las
fuerzas de producción tienden norm alm ente a estancarse y re-
tro c e d e r dentro de las existentes relaciones de producción; és-
tas tienen que ser entonces radicalm ente cam biadas y reorde-
nadas antes de que las nuevas fuerzas de producción puedan
crearse y com binarse en un m odo de producción global-
m ente nuevo. D icho de otra forma; en una época de transición,
las relaciones de producción cam bian por lo general antes que
las fuerzas de producción, y no al revés. Así pues, la consecuen-
cia inm ediata de la crisis del feudalism o occidental no fue una
rápida liberación de nueva tecnología ni en la industria ni e n la
agricultura, que tendría lugar únicam ente despué s de un inter-
valo considerable. La consecuencia directa y decisiva fue m ás
bien una extensa transform ación social en el cam po de Occi-
dente, porque las violentas rebeliones rurales de la época con-
dujeron im perceptiblem ente, a pesar de su derrota, a cam bios
en el equ ilib rio de las fuerzas de clase en pugna por la tierra.
En Inglaterra, los salarios rurales habían descen d id o notable-
m en te con la proclam ación del Statute o f Labourers, p ero des-
pués de la rebelión de los cam pesinos com enzaron a subir en
una curva ascend en te que continuó durante tod o el siglo si-

15 Sólo un campesinado desafió victoriosam ente a la clase feudal en


Europa. El caso de Suiza es ignorado con frecuencia en los estudios so-
bre las grandes insurrecciones rurales de la Baja Edad Media en Europa.
Pero, aunque el movimiento cantonal suizo representa ciertamente en mu-
chos aspectos una experiencia histórica sui generis, distinta de las rebe-
liones campesinas de Inglaterra, Francia, España, Italia o los Países Ba-
jos, no puede separarse com pletamente de ellas, ya que fue uno de los
episodios centrales de la misma época de depresión agrícola y de lucha
social por la tierra. Su trascendencia histórica se analiza en la continua-
ción de este estudio, Lineages of the absolu tist State, pp. 301-2. [E l E s-
tado absolutista, Madrid, Siglo XXI, 1979, pp. 306-307.
La c risis gen eral 209

guie n t e 16. E n A lem ania fu e evid en te el m ism o proceso. En


Francia, el caos eco n ó m ico provocado por la guerra de los
Cien Años d islo có tod o s los factores de producción y, por tan-
to, los salarios se m antuvieron en un prim er p eríodo relativa-
m en te estab les, ajustad os a los inferiores niveles de producción;
p ero tam bién aquí com enzaron a sub ir apreciablem ente a fina-
les del s ig lo 17. En Castilla, los niveles salariales se cuadrupli-
caron en la década de 1348-58, d espu és de la p este n e g r a 18. La
crisis general del m odo de produ cción feudal, lejos, pues, de em -
peorar la con dición de los productores directos en el cam po, aca-
b ó m ejorándola y em ancipándolos. De hecho, fue el m om ento
d ecisivo en la d isolu ción de la servidum bre en O ccidente.
Indudablem ente, las razones de un resultado de tan inm en-
sa im portancia hay que buscarlas, ante to d o y sobre todo, en
la doble articulación del m odo de producción feudal, que he-
m os subrayado desde el p rin cip io de este estudio. Fue princi-
palm ente el secto r urbano, estru cturalm ente p rotegido por la
parcelación de la soberanía en el sistem a p o lítico m edieval, el
que se desarrolló h asta un p u nto en e l que podía cam biar de-
cisivam ente el resu ltad o de la lucha de c lases en el sector ru-
ral19. La localización geográfica de las grandes rebeliones cam -
p esinas de finales de la Edad M edia en O ccidente es por sí
m ism a elocu ente. P rácticam en te en tod o s Jos casos, las rebelio-
n es acaecieron en zonas con p o d erosos centros urbanos, que
actuaron o b jetivam en te com o ferm en to d e esas insurrecciones
populares: B rujas y Gante, en Flandes; París, en el norte de
Francia; Londres, en el su d este de Inglaterra, y Barcelona, en
Cataluña. La presencia de grandes ciudades siem pre com porta-
ba la irradiación de las relaciones m ercantiles en los cam pos
de los alrededores y, en una ép oca de transición, las tensiones

16 E. Kosminsky, «The evolution of feudal rent in England from the


11th to the 15th centuries», p. 28; R. Hilton, The decline o f serfdom in
m ediaeval England, Londres, 1969, pp. 39-40.
17 E. Perroy, «Wage-labour in France in the later Middle Ages», Econo-
m ic H istory R eview, segunda serie, VIII, núm. 3, diciembre de 1955, pá-
ginas 238-9.
18 Jackson, The m aking of th e m ediaeval Spain, p. 146.
19 Las interconexiones estructurales entre el predominio rural y la
autonomía urbana del m odo de producción feudal en Europa occidental
pueden apreciarse con toda claridad en el ejem plo paradójico de Pales-
tina. Allí, prácticamente, toda la comunidad de cruzados —magnates, ca-
balleros, com erciantes, clérigos y artesanos— estaba concentrada en las
ciudades (la producción rural se dejó en manos de los campesinos indí-
genas). En consecuencia, fue una zona en la que no existió ninguna au-
tonomía municipal y donde nunca surgió un estam ento local de burgueses.
210 E u ropa occiden tal

de una agricultura se m icom ercializada resultaron ser m ucho


m ás graves para el arm azón de la sociedad rural. En el sudes-
te de Inglaterra, los arrendatarios eran m enos num erosos que
los servidores y trabajadores sin tierras en los distritos m ás
afectados por la rebelión de los c a m p e sin o s20. En la guerra de
Flandes, los artesanos rurales tuvieron m ucha im portancia. Las
regiones de París y B arcelona eran las zonas económ icam ente
m ás avanzadas de Francia y E spaña respectivam ente, con la
m ás alta densidad de intercam bio m ercantil de cada país. Por
lo dem ás, el papel de las ciudades en las rebeliones cam pesi-
nas de la época n o se lim itó a sus efectos de zapa sobre el
tradicional orden señorial situad o en sus cercanías. M uchas
ciudades apoyaron o ayudaron activam ente de una u otra for-
m a a las rebeliones rurales, b ien por una incipiente sim patía
popular, desde la base, o b ien por el cálculo patricio de sus
propios intereses, desde arriba. Las pobres gentes del com ún
de Londres se unieron a la rebelión de los cam pesinos por so-
lidaridad social, m ientras que los ricos burgueses del régim en
de E tienne Marcel en París prestaron un apoyo táctico a la
jacquerie en busca de sus propios objetivos políticos. Los co-
m erciantes y los grem ios de Barcelona se m antuvieron aleja-
dos de las insurrecciones de los rem ensas, p ero los tejedores
de Brujas e Ypres fueron los aliados naturales de los cam pe-
sino del Flandes m arítim o. Así pues, objetiva y, a m enudo, sub-
jetivam ente, las ciudades influyeron en el carácter y la direc-
ción de las grandes reb elion es de la época.
Sin em bargo, las ciudades n o intervinieron en el destino del
cam po única o principalm ente durante estas explosiones críti-
cas, ya que nunca dejaron de hacerlo en situaciones de una
superficial paz social. En O ccidente, la red relativam ente den-
sa de ciudades ejerció una con tin ua in fluencia gravitacional
sobre la relación de fuerzas sociales del cam po. Por una parte,
el predom inio de esto s centros com erciales hacía que escapar
a la servidum bre fuera una perm anente posibilidad para los
cam pesinos d escontentos. El dicho alem án S ta d tlu ft m acht frei
(«el aire de la ciudad h ace libre») era la norm a de los gobier-
nos de las ciudades de toda Europa, ya que los siervos fugiti-
vos representaban una entrada de m ano de obra positiva para
las m anufacturas urbanas. Por otra parte, la presencia de estas
ciudades presionaba con stan tem en te a los nobles b elicosos a
recibir sus ingresos en form a m onetarizada. Los señores ne-

20 Hilton, Bond men m ade free, pp. 170-2.


La c risis general 211

cesitaban dinero y no podían arriesgarse, m ás allá de cierto


punto, a em pujar a sus cam pesinos hacia la vagancia o los em -
pleos urbanos. Se veían obligados, en consecuencia, a aceptar
una relajación de los vínculos serviles e n el cam po. El resul-
tado fue una lenta pero ininterrum pida conm utación de las
p restacion es p or rentas en dinero y un creciente arrendam iento
de la reserva señorial a los cam pesinos. E ste proceso com enzó
antes, y llegó m ás lejos, en Inglaterra, donde la proporción del
cam pesinado libre había sid o siem pre relativam ente alta. Las
tenencias tradicionalm ente serviles se habían convertido silen-
ciosam ente, hacia el año 1400, en arrendam ientos n o serviles, y
los villanos habían pasado a ser e n fite u ta s21. En el siglo si-
guiente tuvo lugar probablem ente un aum ento sustancial en los
ingresos totales de los cam pesinos ingleses, que se com binó con
una diferenciación social profundam ente acentuada en su seno
a m edida que un estrato de cam pesinos ricos (y e o m e n ) se hizo
con el predom inio en m uchas aldeas y el trabajo asalariado se
extendió por los cam pos. La escasez de m ano de obra era, sin
em bargo, tan grave en la agricultura que sim ultáneam ente a la
reducción de las extensiones cultivadas, las rentas agrícolas
descendieron, los precios de los cereales cayeron y los salarios
aum entaron: afortunada aunque efím era coyuntura para el pro-
d uctor d ir e c to 22. La nobleza reaccionó, por una parte, dedicán-
dose con m ás intensidad al pastoreo para abastecer a la in-
dustria lanera que se había desarrollado en las nuevas ciudades
pañeras, com enzando ya un m ovim iento de cercam ientos (en-
closures) , y, por otra, im poniendo el com p lejo sistem a de se-
cuaces asalariados y de violencia a sueldo, la carta partida (in-
denture) y las letras patentes (le tte r p atent), que ha sido
designado com o el «feudalism o bastardo» del siglo x v 23, y cuyo
principal teatro de operaciones fue el de las guerras entre los
York y los Lancaster. La nueva coyuntura fue probablem ente

21 R. H. Hilton, The decline of serfdom in m ediaeval England, pági-


nas 44 ss.
22 M. Postan, «The fifteenth century», E conomic H istory Review, vo-
lumen IX, 1938-9, pp. 160-7, describe esta concatenación. Postan ha seña-
lado recientemente que la creciente prosperidad campesina pudo haber
conducido también durante cierto tiempo a un descenso en el nivel de
comercialización en el campo, ya que las fam ilias de las aldeas retuvie-
ron una mayor parte del producto agrícola para su propio consumo: The
m ediaeval economy and society, pp. 201-4.
23 K. B. MacFarlane, «Bastard feudalism», Bulletin of the In stitu te of
H istorical Research, vol. XX, núm. 61, mayo-noviembre de 1945, pp. 161-81.
212 E u ro p a occid en ta l

m ás propicia para la clase caballeresca, beneficiari a del sistem a


de secuaces, que para las tradicionales fam ilias de m agnates.
El p roceso de conm utación adoptó en Inglaterra la form a
de una transición directa de las prestaciones de trabajo per-
sonal a las rentas en dinero. En el con tin en te se produjo, en
líneas generales, una evolución algo m ás lenta que p asó de las
prestaciones de trabajo a las rentas en esp ecie y posteriorm en-
te a las rentas en dinero. E sto fue así tanto en Francia, donde
el efecto final de la guerra de los Cien Años sería que los cam -
pesinos quedaran en posesión de sus parcelas, com o en la Ale-
m ania su d o ccid en ta l24. El m odelo francés se caracterizó por
dos notas peculiares. Los señores recurrieron a la venta direc-
ta de la em ancipación con m ás frecuencia que en ninguna otra
parte, con ob jeto de obtener el m áxim o b en eficio inm ediato
de la transición. Al m ism o tiem po, la ju sticia real tardía y el
derecho rom ano se com binaron para hacer que las tenencias
cam pesinas después de la em ancipación tuvieran un carácter
m ás hereditario que en Inglaterra, de tal form a que la peque-
ña propiedad se h izo finalm ente m ás firm e. E n Inglaterra, la
gentry, o grandes propietarios, consiguió im pedir este fenóm e-
no, m antenien d o los títulos de arrendam iento en fitéu tico inse-
guros y tem porales y perm itiendo así una expulsión m ás fácil
de los cam pesinos de la tierra en una fecha p o ste r io r 25. En E s-
paña, la lucha de los cam pesinos rem ensas de Cataluña contra
los «seis m alos usos» term inó finalm ente con la S entencia de
Guadalupe de 1486, por la que F em an d o de Aragón em ancipó
form alm ente a los cam pesinos de esas cargas. Adquirieron así
una p osesión estable de sus parcelas, m ientras que los señores
conservaban sobre ellos derechos jurisdiccionales y legales. Para
24 Kohachiro Takahashi, «The transition from feudalism to capitalism»,
Science and society, XVI, núm. 41, otoño de 1952, pp. 326-7 [«Contribución
al debate», en R. Hilton, comp., La transición del feudalism o al capita-
lismo, Barcelona, Crítica, 1977]. La evolución de las prestaciones de tra-
bajo a las rentas en dinero fue más directa en Inglaterra debido a que
la isla no había experimentado previamente la tendencia continental ha-
cia las rentas en especie durante el siglo XIII ; las exacciones de trabajo
habían sobrevivido, pues, en su forma original durante más tiempo que
en los otros países. Para las oscilaciones experimentadas en Inglaterra
durante los siglos XII y XIII (relajación, seguida de intensificación de los
servicios), véase M. Postan, «The chronology o f labour services», Tran-
sactions of the Royal H istorical Society, XX, 1937, pp. 169-93.
25 M. Bloch , Les caractères originaux de l’histoire rurale française, pá-
ginas 131-3. Bloch señala que precisamente a causa de este arraigo cam-
pesino los señores franceses lucharon duramente a partir del siglo XV
para reconstruir los grandes dominios, por medios legales y económicos,
con un éxito considerable, pp. 134-54.
La c risis gen eral 213

desalentar el ejem p lo de la rebelión, el m onarca im puso m ultas


sim u ltán eam en te a tod os aquellos que habían participado en
las reb eliones de los r e m e n sa s26. En Castilla, com o en Inglate-
rra, la clase terraten ien te reaccionó a la escasez de m ano de
obra del siglo XIV p o r m ed io de una am plia conversión de la
tierra a la cría de la oveja, que a partir de entonces se convir-
tió en la ram a dom inante de la agricultura en la m eseta. En
térm inos generales, la producción de lana fue una de las m ás
im portantes solu cion es señoriales a la crisis agrícola; en el úl-
tim o p eríod o m edieval, la p roducción europea creció tal vez de
tres a cin co veces en el ú ltim o período m e d ie v a l27. En las con-
d iciones de Castilla, la servidum bre de la gleba carecía ya de
una ju stifica ció n económ ica, y en 1481 las Cortes de Toledo
concedieron finalm en te a lo s siervos e l derecho a abandonar
a sus señ ores, con lo que se abolían sus vínculos de adscrip-
ción. E n A ragón, donde e l pastoreo nunca había ten id o gran
im portancia, las ciudades eran déb iles y existía una jerarquía
feudal m ás rígida, el sistem a represivo señorial n o se vio se-
riam ente a fectad o durante la B aja Edad M edia, y la servidum -
bre de la gleba se m antuvo b ien en ra iza d a28. E n Italia, las co-
m unas casi siem p re habían luchado co n scien tem en te contra las
ju risd iccion es señoriales, separando e n su c o n tad o las funcio-
n es de señor y terraten ien te. B olonia, por ejem plo, había
em ancipado a su s siervos con una resonante declaración ya en
1257. De h echo, la servidum bre h abía desaparecido casi por
com p leto en el norte de Italia a p rincip ios del siglo XIV, esto
es, dos o tres generaciones an tes de que el m ism o p roceso tu-
viera lugar en Francia o In g la terra 29. E sta precocidad confirm a,
pues, la regla d e que la fuerza disolvente de las ciudades fue
lo que garantizó fu nd am en talm en te la desintegración de la ser-
vidum bre en O ccidente. E n la Italia m eridional, con su carác-
ter fu ertem en te señorial, la d esastrosa despoblación del si-
glo XIV con d u jo a la anarquía y a las luchas internas de la no-
bleza y a una nueva oleada de ju risd iccion es señoriales. Tuvo
lugar una am plia recon versión de tierras cultivadas al pasto-
reo y un aum en to en la exten sión de lo s latifundios. E l levan-

26 Vicens Vives, H istoria de los rem ensas en el siglo X V , pp. 261-9.


27 Bautier, The econom ic developm en t of m ediaeval Europe, p. 210.
28 Para el carácter y la persistencia de la servidumbre en Aragón, véa-
se Eduardo de Hinojosa, «La servidumbre de la gleba en Aragón», La
España Moderna, 190, octubre de 1904, pp. 33-44,
29 Philip Jones «Italy», en The agrarian life of the M iddle Ages, pá-
ginas 406-7.
214 E u ropa occiden tal

tam ien to calabrés de los años 1470, a diferencia de prácticam en-


te todas las otras rebeliones rurales de Europa occidental, ca-
reció por com pleto de resonancia urbana: el cam pesinado no
conquistó su libertad y el cam po se hundió en una larga depre-
sión económ ica. Por su parte, el tem prano e ilim itado predo-
m inio de las ciudades en el norte de Italia aceleró la llegada
de las prim eras form as de cultivo com ercial a gran escala con
la utilización de trabajo asalariado —iniciado en Lom bardia—
y el desarrollo de los arrendam ientos a corto p lazo y de la apar-
cería, que com enzó a extenderse lentam ente hacia el norte,
atravesando los Alpes hasta llegar en el curso del siglo al sur y
al oeste de Francia, B orgoña y los Países B ajos orientales. Ha-
cia el 1450, el dom inio señorial cultivado por m ano de obra
servil era un anacronism o en Francia, Inglaterra, Alemania oc-
cidental, Italia del N orte y la m ayor parte de España.
SEGUNDA PARTE

II. EUROPA ORIENTAL


1. AL E ST E DEL ELBA

Al o tro lad o del Elba, e l resu ltad o econ óm ico de la gran cri-
sis fu e diam etralm ente op u esto. Es p reciso volver ahora a la
h istoria de las vastas regiones situadas al e ste del corazón del
feu d alism o europeo, m ás allá d e la línea del D anubio, y a la
d iferente naturaleza de las form aciones sociales que allí se
habían d e sa r r o lla d o 1. Para n u estros p rop ósitos, la característi-
ca m ás fundam ental de la gran llanura que se extiende desde
el E lba hasta el D on p ued e defin irse co m o la ausencia perm a-
n en te de aquella esp ecífica sín tesis o ccid en tal entre un m odo
de producción tribal-com unal en p ro ceso de desintegración, ba-
sado en una agricultura prim itiva y dom inado por rudim enta-
rias aristocracias guerreras y u n m o d o de producción esclavis-
ta en vías de d isolu ción , con una am plia civilización urbana
basada en el in tercam bio m ercantil y en un sistem a im perial
d e E stado. Al o tro lad o de la línea del lim es franco no hubo
ninguna fu sión estru ctural de form as h istóricas dispares que
pueda com pararse a la que tuvo lugar en O ccidente.
E ste h ech o crucial fue el d eterm inante h istórico b ásico del
desarrollo desigual de Europa y d e l p ersisten te atraso del este.
Las inm en sas y atrasadas regiones situadas m ás allá de los
Cárpatos siem pre habían quedado fuera de los lim ites de la
A ntigüedad. La civilización griega había salpicado el litoral del
m ar N egro de colonias d isp ersas en E scitia. Pero estas tenues
avanzadillas m arítim as nunca llegaron a penetrar en el interior
del P onto y fueron fin alm ente expulsadas por la ocupación sár-
m ata de las estep as del sur de Rusia, dejando só lo tras d e sí
algunos restos a r q u e o ló g ic o s2. La civilización rom ana realizó la

1 Al sur del Danubio, la península Balcánica formaba una región dis-


tinta, apartada del resto de Europa oriental por su integración en el Im-
perio bizantino: Su diferente destino se estudiará en un posterior aná-
lisis de la Europa sudoriental.
2 R ostovtsev, en su primera obra im portante, subrayaba que las influen-
cias orientales siempre fueron más notables que las griegas en el sur
de Rusia, que nunca fue helenizado de forma duradera: Iranians and
G reeks in South Russia, Oxford, 1922, pp. VIII-IX, Para un estudio mo-
218 E u ropa orien tal

hazaña decisiva de conquistar y colonizar la m ayor parte del


continente de Europa occidental, p ero esta im presionante ex-
pan sión geográfica de las estructuras de la Antigüedad clásica
nunca se repitió con una profundidad com parable en Europa
oriental. La anexión de D acia por Trajano representó el único
avance significativo en el interior de este continente: avance
m od esto y pronto abandonado. El interior oriental nunca que-
dó integrado en el sistem a im perial r o m a n o 3 y ni siquiera po-
seyó los con tactos m ilitares y econ óm icos con el Im perio que
siem p re m antuvo G erm ania aun sin pertenecer a él. La influen-
cia diplom ática, com ercial y cultural de Rom a siguió siendo pro-
funda en Germ ania después de la evacuación de las legiones, y
el conocim iento que los rom anos tenían de ella, íntim o y exac-
to. N inguna relación de este tip o ex istió nunca entre el Im perio
y los territorios bárbaros del este. Tácito, adm irablem ente in-
form ado acerca de la estru ctura social y la etnográfica germ á-
nicas, no tenía prácticam ente idea de los pueblos situados m ás
allá. H acia el este, el espacio estaba en blanco, era m ítico: ce-
tera iam f a b u lo s a 4.

derno de las colonias del mar Negro, véase J. Boardman, The G reeks
overseas, Londres, 1964, pp. 245-78.
3 Hay que señalar que Dacia formaba un saliente aislado, situado como
una cuña vulnerable fuera de la línea de las fronteras imperiales en di-
rección a las altiplanicies transilvanas, y que no se realizó ningún in-
tento de ocupar los espacios vacíos form ados por las llanuras hacia
Panonia en el oeste y hacia Valaquia en el este. Es posible que la
renuncia romana a penetrar más profundamente en el interior de Euro-
pa oriental estuviera relacionada con la falta de acceso naval a la región,
comparada con el extenso litoral de Europa occidental, y de ahí que
pueda considerarse como un resultado de la estructura intrínseca de la
civilización clásica. Quizá sea significativo que Augusto y Tiberio pen-
saran, al parecer, en una expansión estratégica del poderío romano en
Europa central desde el Báltico hasta Bohemia, ya que esta línea per-
m itía potencialmente un m ovim iento de pinza desde el norte y el sur,
utilizando expediciones anfibias por el mar del N orte y los ríos germa-
nos, del m ism o tipo que las dirigidas por Druso y Germánico. La funda-
mental campaña de Bohemia del año 6 d. C. se basó tal vez en la pro-
yectada unión del ejército de Tiberio, avanzando desde el Ilírico, con
un segundo ejército que subiera por el Elba: Wells, The G erman policy
of Augustus, p. 160. Las tierras interiores de Europa oriental situadas
más allá del Elba no ofrecían el m ism o tipo de acceso. De hecho, incluso
la absorción de Bohem ia se reveló empresa excesiva para las fuerzas
romanas. Otra razón del fracaso del Imperio para extenderse por las
regiones situadas más al este puede haber sido el carácter estepario de
Ja mayor parte del terreno, habitado normalmente por nómadas sárma-
tas (marco natural que se estudia más adelante).
4 Quod ego ut incom pertum in m edio relinquam: «el resto son leyen-
Al é ste d e l E lb a 219

N o es, por tanto, accidental que todavía hoy se conozca muy


p o co acerca de las m igraciones y los desplazam ientos tribales
en Europa oriental a principios de la era cristiana, aunque fue-
ran de una enorm e m agnitud. Es evidente que las grandes lla-
nuras al norte del Danubio —que fueron el lugar de residencia
de los ostrogod os, visigod os y vándalos— quedaron parcialm en-
te vacías por las V ölkerw anderungen de las tribus germ ánicas
hacia Galia, Italia, H ispania y Africa del N orte durante el si-
glo V. E fectivam ente, en ton ces tuvo lugar una m archa general
de las poblaciones germ ánicas hacia el oeste y el sur, que de-
jaron libre el terreno para el avance de otro grupo étnico de
pueblos tribales y agrícolas que vinieron detrás. Los eslavos
eran originarios probablem ente de la región del Dniéper-Pripet-
Bug y com enzaron a extenderse por el vacío dejado por los ger-
m anos en el este a partir de los siglos V y VI5.
En sus rem otos lugares de origen debió de producirse un
gran auge dem ográfico que explique el carácter gigantesco de
este m ovim iento. H acia finales del siglo V I, las tribus eslavas
habían ocupado prácticam ente toda la inm ensa extensión que
va desde el B áltico al Egeo y, por atrás, hasta el Volga. El rit-
m o y la distribución exactos de esta s m igraciones son todavía
oscuros, pero su repercusión social general en los siglos poste-
riores es, sin em bargo, bastante c la r a 6. Las com unidades agrí-
colas eslavas evolucionaron lentam ente hacia una estructura in-
terna m ás diferenciada, siguiendo el m ism o cam ino ya anterior-
m ente tom ado por los germ anos. La organización tribal dio
paso a un sistem a nuclear de aldeas, que agrupaban a fam ilias
asociadas en tre sí, con una propiedad crecien tem ente indivi-
dualizada. Las aristocracias guerreras con grandes posesiones
produjeron, en prim er lugar, unas jefaturas m ilitares que dis-
ponían únicam ente de excepcionales p oderes tribales y, des-
pués, unos príncipes m ás estab les y con autoridad sobre con-
federaciones m ás am plias. Los séq uitos o guardia de corps de
esto s líderes constituyeron en todas partes el em brión de una

das, que yo abandono po r no estar comprobadas», últimas palabras con


las que Tácito interrumpe bruscamente su Germania.
5 F. Dvornik, The Slavs, Their early history and civilization, Boston,
1956, pp. 345, que tiende a localizar la cuna de los eslavos algo más
hacia el oeste, entre el Vístula y el Oder; y L. Musset, Les invasions: le
second assaut contre l’Europe chrétienne (V II-IX e siècles), pp. 75-9, que
afirma: «Este inm enso avance se parece más a una inundación de tie-
rras vacías que a una conquista» (p. 81).
6 Para un esbozo típico, ver S. H. Cross, Slavic civilization through
the ages, pp. 17-8.

8
220 E u ropa orien tal

clase dirigente y terrateniente que dom inaba a un cam pesinado


no servil. En este aspecto, la d ru ž ina rusa fue esen cialm en te se-
m ejante al Gefolgschaft germ ánico o al hirdh escandinavo, a
pesar de las variaciones locales que existían dentro y entre
ellos7. La esclavitud a base dé prisioneros de guerra fue tam -
bién a m enudo otra característica de estas rudim entarias for-
m aciones sociales, que proporcionaba criados d om ésticos y tra-
bajadores del cam po a la nobleza de clanes, ante la ausencia
de una clase social de siervos. Las institu cion es políticas co-
m unales, con asam bleas o tribunales populares, sobrevivieron
con frecuencia hasta coexistir con una jerarquía social here-
ditaria. La agricultura se m antuvo en un n ivel extrem adam en-
te prim itivo, predom inando durante largo tiem po las técnicas
de rozas por fuego en m edio de bosques sin fin. En los prim e-
ros m om entos hubo poco desarrollo urbano. En otras palabras,
la evolución de los pueblos eslavos en el este fue una repro-
ducción, m ás o m enos fiel, de la evolución de los pueblos ger-
m ánicos que los habían precedido, antes de su irrupción en el
Im perio rom ano y de la asim ilación de la civilización m ucho
m ás avanzada de éste, en una disolución catastrófica de sus an-
teriores y respectivos m odos de producción. E sta evolución,
bloqueada por no recibir «ayudas», subraya la im prescriptible
im portancia de la Antigüedad en la form ación del feudalism o
occidental.

7 Frantisek Graus, «Deutsche und Slawische Verfassungsgeschichte»,


H istorische Zeitschrift, c x l v i i , 1963, pp. 307-12.
2. E L F R E N O N ÓMADA

Al m ism o tiem po, la lenta evolu ción de las com unidades agrí-
colas eslavas del este hacia unos sistem a s e sta b le s de E stado
se vio repetidam ente interrum pida y hecha pedazos por las
sucesivas oleadas de invasiones nóm adas procedentes del Asia
central que, a partir de la Edad Oscura, se extendieron por
toda Europa, llegando con frecuencia h asta las m ism as fron-
teras de O ccidente. E stas invasiones, que ejercieron un influjo
fundam ental en la h isto ria de E uropa oriental, fueron el pre-
cio que tuvo que pagar la geografía de la región. E sta zona, en
efecto, n o só lo era territorialm ente adyacente a las fronteras
asiáticas del pastoreo nóm ada y tuvo que soportar, por tanto,
el p eso de los ataques m ilitares nóm adas contra Europa — de
lo s que O ccidente se vio libre por su interm edio— , sino que
en su m ayor parte com partía tam bién una sim ilitud topográfica
con las estepas asiáticas, de las que salían a raudales periódi-
cam ente los p ueblos nóm adas. D esde las costas del m ar Negro
h asta los b osq u es al norte del D niéper y desde el Don hasta
el Danubio, una am plia franja de tierra que incluía la m ayor
parte de la m oderna U crania y Crim ea y que se introducía en
R um ania y , Hungría form aba una llana pradera europea, natu-
ralm ente inclinada al p astoreo, que, al ser m enos árida que la
estep a asiática, perm itía tam bién un a agricultura sedentaria1 .
E sta zona form aba el ex ten so corredor p ón tico por el que las
confederaciones nóm adas se lanzaron una y otra vez para sa-
quear y con quistar a las socied ades agrícolas asentadas m ás
allá y del que ellas m ism as se convirtieron en dueños en una
sucesión caleidoscópica. El d esarrollo de una agricultura es-
table entre los bosq u es de Europa oriental se vio siem pre difi-
cultado por la introducción en ellos de la cuña de tierra semi-
esteparia del Asia y por los destructores ataques que realizaron
los nóm adas.

1 Para la descripción y el estudio de las praderas pónticas, véase


D. Obolensky, The Byzantine C om m onwealth, Londres, 1971, pp. 34-7; W. H.
McNeill, E u rope’s stepp e fron tier 1500-1800, Chicago, 1964, pp. 2-9.
222 E uropa orien tal

La prim era y m ás célebre de estas sacudidas fue el espeluz-


nante avance de los hunos, que p u so en m archa la caída del
m ism o Im perio rom ano en el siglo V, al agitar a todo el m undo
germ ánico. M ientras las tribus teutónicas huían en m asa, diri-
giéndose hacia las fronteras im periales, él jefe huno Atila es-
tablecía un rein o depredador al otro lado del D anubio desde
el que saqueaba a toda Europa central. Más tarde, en el siglo VI,
los ávaros saquearon en su avance tod o el este, estableciendo su
dom inio sobre las poblaciones locales eslavas. En el siglo VII, la
caballería búlgara fue el azote de las llanuras panonias y trasda-
nubianas. En los siglos IX y X fueron los nóm adas m agiares
quienes asolaron grandes regiones desde sus reductos de Europa
oriental. E n los siglos XI y XII, los pechenegos y los cum anos
pillaron sucesivam ente Ucrania, los Balcanes y los Cárpatos. Por
últim o, en el siglo XIII , los ejércitos m ongoles invadieron Rusia,
aplastaron la resistencia que les opusieron polacos y húngaros y,
después de invernar a las puertas de O ccidente, retornaron a
Asia, saqueando los B alcanes a su paso. E ste asalto, el últim o
y m ayor de todos, dejó la huella social y política m ás perm a-
nente. La Horda de Oro, ram a turca de la hueste de Gengis Jan
asentada cerca del Caspio, m antuvo sobre R usia un yugo tri-
butario durante cien to cincuenta años.
La pauta y la frecuencia de estas invasiones las convirtió,
pues, en una de las coordenadas básicas de la form ación de
Europa oriental. S i la m ayor parte de la historia de Europa
oriental puede definirse, en prim era instancia, por la ausencia
de la Antigüedad clásica, se d iferenció de la historia de Europa
occidental, en segunda instancia, por la presión del pastoreo
nóm ada. La prim era h istoria del feud alism o occidental es la
historia de una sín tesis entre los m o d o s de producción primiti-
vo-com unal y esclavista en pro ceso de disolución, esto es, en -
tre form aciones sociales basadas en el cam po y la ciudad. La
prim era historia del feu d alism o oriental es en ciertos aspectos
la historia de la im posibilidad de una sín tesis sem ejante entre
una sociedad agrícola sedentaria y una sociedad pastoril de-
predadora, esto es, en tre los m odos de producción del cam po y
la estepa. E videntem ente, n o hay que exagerar el im pacto de
las invasiones nóm adas, p ero está claro que retrasaron sensi-
b lem ente la evolución interna de las sociedades agrícolas de
Europa oriental. Para hacer m ás evidente el carácter de este
im pacto, son precisos algunos com entarios sobre las particula-
ridades de la organización económ ica y social de lo s nóm adas,
porque el pastoreo nóm ada representa un m odo de producción
E l f r eno nóm ada 223

diferente, con su dinám ica, sus lím ites y sus contradicciones,


que no deben confundirse con los de la agricultura tribal o feu-
dal. H istóricam ente, dom inó las zonas lim ítrofes de Asia con
Europa durante las Edades Oscura y M edia, dem arcando las
fronteras exteriores del continente. E ste nom adism o no consti-
tuyó sim plem ente una form a prim ordial de econom ía, m ás tem -
prana y m ás tosca que la de la agricultura cam pesina sedenta-
ria. T ipológicam ente fue quizá una evolución p osterior en
aquellas regiones áridas y sem iáridas en las que norm alm ente
se d esa rr o lló 2. En realidad, la paradoja del pastoreó nóm ada
fu e que en cierto sentido representó una explotación del m un-
do natural m ás especializada y cualificada que la agricultura
prefeudal, aunque sus lím ites fuesen tam bién m ás estrechos.
Fue una vía de desarrollo que se desgajó del prim itivo cultivo
agrícola y realizó unos im presionantes progresos iniciales, pero
finalm ente se m etió en un callejón sin salida, m ientras que la
agricultura cam pesina reveló lentam ente su potencial, muy su-
perior para el avance social y técnico acum ulativo. Sin em bar-
go, en el período interm edio, las sociedades nóm adas poseyeron
frecuentem en te una fundam ental superioridad p olítica sobre
las sociedades sedentarias en cuanto a organización y ejercicio
del poder, cuando am bas entraron en conflicto. E sta superio-
ridad, a su vez, tenía unos lím ites rígidos y contradictorios. Por
la m ism a lógica de su m odo de producción y de su fuerza m i-
litar, los pastores turcos y m ongoles de esta época siem pre fue-
ron superados en núm ero por las p oblaciones agrícolas eslavas,
a las que dom inaron, y su dom inio fue norm alm ente efím ero,
excepto cuando se ejerció cerca de sus lugares de origen.
Las form aciones sociales nóm adas se definieron por el ca-
rácter m óvil de sus m edios b ásicos de producción: los rebaños,
y no la tierra, constituyeron siem pre la riqueza fundam ental
del pastoreo trashum ante y articularon la naturaleza de su
sistem a de p ro p ied a d 3. Las sociedades nóm adas com binaron,

2 Owen Lattimore, Inner Asian frontiers of China, Nueva York. 1951,


páginas 61-5, 361-5; N om ands and com m issars, Nueva York, 1962, pp. 34-5.
3 Esta postura básica fue mantenida por S. E. Tolibekov en su im-
portante ensayo, «O Patriarjal’no-Feodal’nij Otnosheniiaj U Kochevij Na-
rodov», V oprosi Istorii, enero de 1955, núm. 1, p. 77, en contraposición
a otros especialistas soviéticos que participaron en una discusión acerca
del nomadismo en las páginas de la misma revista, iniciada por el ar-
tículo de L. P. Potapov, «O Sushchnosti Patriarjal’no-Feodal’nij Otnoshe-
níaj U Kochevij Narodov Srednei Azii i Kazajstana», V oprosi Istorii, ju-
nio de 1954, núm. 6, pp. 73-89. El resto de los participantes —L. P. Po-
tapov, G. P. Basharin, I. Ya. Zlatkin, M. M. Efendiev, A. I. Pershits,
224 E u ro p a orien tal

pues, de form a característica la propiedad individual del ga-


nado con la apropiación colectiva de la tierra. Los anim ales
pertenecían a las fam ilias m ientras que sus p astos eran usu-
fructo de los clanes o tribus agnaticias. La propiedad de la
tierra no sólo era colectiva, sin o que, adem ás, no era una po-
sesión fija, a diferencia de una sociedad agrícola en que la
tierra es o b jeto de ocupación y cultivo perm anentes, porque el
pastoreo nóm ada entrañaba precisam ente un traslado constan-
te de rebaños y m anadas de unos pastos a otros en un com pli-
cado ciclo estacional. En palabras de Marx, «en tribus pastoras
nóm adas la tierra, al igual que las otras condiciones naturales,
aparece con un carácter ilim itado elem ental, por ejem p lo en
las estepas y altiplanicies asiáticas. Se la utiliza para pastaje,
etcétera, es consum ida por los rebaños, que a su vez son base
de la existen cia de los pueblos pastores. Se com portan con la
tierra com o con su propiedad, aun cuando nunca fijan esa
propiedad [. . . ] En este caso, de lo que hay apropiación y repro -
ducción es de hech o del rebaño y n o de la tierra, la que, no o b s-
tante, es siem pre utilizada tem porariam ente, en form a colec-
tiva, en los puntos en que se hace a lto » 4. La «propiedad» de la
tierra significaba, pues, el disfrute de una cañada interm itente
y regulada. Según Lattim ore, «la ’propiedad’ decisiva es el de-
recho a m overse, no el derecho a acam p ar»5. La trashum ancia
fue un sistem a de u so cíclico y no de dom inio absoluto. La
diferenciación social podía progresar, pues, rápidam ente dentro

S. Z. Zimanov— sostuvieron que la tierra, y nos los rebaños, constituía


el medio fundamental de producción de las form aciones sociales nóma-
das, y esta postura fue sancionada por una intervención editorial al fi-
nal del debate (Voprosi Istorii, enero de 1956, núm. 1, p. 77). El des-
acuerdo tuvo lugar dentro de un consenso general de que las sociedades
nómadas eran en esencia «feudales», aunque con una mezcla de vestigios
«patriarcales»; de ahí la noción de «feudalismo patriarcal» para desig-
nar las estructuras sociales nómadas. Tolibekov fue acusado por sus co-
legas de haber debilitado indebidamente la fuerza de esta clasificación
al subrayar las divergencias entre los tipos de propiedad nómada y se-
ñorial. En realidad, el nomadismo representa evidentem ente un modo
de producción completamente distinto, que no puede asimilarse al feuda-
lismo agrícola, como Lattimore ha mantenido con acierto desde hace tiem-
po: Inner Asian fron tiers of China, pp. 66 ss. Está bastante claro que el
propio Marx creía que el pastoreo nómada constituía un modo de pro-
ducción diferente, como puede apreciarse en sus comentarios sobre las
sociedades de pastores en su Introducción de 1857: G rundrisse d er K ritik
der politischen Ö konomie (Einleitung), pp. 19, 27 [E lem entos..., pp. 18,
28]. Sin embargo, Marx se refirió equivocadamente a los mongoles como
pueblo dedicado primordialmente a la ganadería.
4 K. Marx, Pre-capitalist form ations, pp. 88-9 [E lem en tos..., p. 451].
5 Lattimore, Inner Asian fron tiers of China, p. 66.
E l fren o n óm ada 225

de las socied ad es nóm adas sin rom per p or ello necesariam ente
su unidad ciánica, porque la riqueza de la aristocracia pastoril
estab a basada en la m agnitud de su s rebaños y pudo ser com -
patib le durante m u ch o tiem p o con un ciclo com unal de m i-
gración y pastoreo. In clu so los nóm adas m ás pobres poseían
n orm alm ente algunos anim ales, de tal form a que la clase n o pro-
pietaria de productores dep en dien tes era prácticam ente im posi-
ble, aunque las fam ilias nóm adas del com ún debían diversas
prestacion es y servicios a los jefes y notab les de los clanes. Una
con stan te lucha interna p or las estepas d esem bocó tam bién en
el fenóm en o de los clanes vin cu lad os com o «súbditos» que em i-
graban ju n to al clan v icto rio so desem peñando una función
su b o rd in a d a 6, m ientras que los cautivos en acciones m ilitares
podían convertirse tam bién en esclavos d om ésticos, aunque és-
tos nunca fueron nu m erosos. Las asam bleas de los clanes se
reunían para las d ecision es im portantes; la jefatura tribal era
tradicion alm en te se m ie le c tiv a 7. E l estra to aristócrata contro-
laba norm alm ente la asignación de los p astos y la regulación
de las tra sh u m a n cia s8.
Así organizadas, las socied ades nóm adas m ostraron una n o-
table habilidad en la u tilización de su in h ósp ito entorno. El
clan típ ico reunía una m ezcla cuidadosam ente variada de ani-
m ales, en la que se incluían caballos, vacas, cam ellos y ovejas,
sien d o esta s últim as las que proporcionaban la principal form a
social de riqueza. El cuidado de esto s anim ales exigía diferen-
tes destrezas y diversas clases de pastizales. Adem ás, los com -
plejos ciclos anuales de m igración exigían un conocim iento
exacto de toda la gam a de terrenos diferentes en sus respecti-
vas estacion es. La explotación práctica de esto s m edios de pro-
ducción com binados entrañaba un grado elevado de disciplina

6 B. la. Vladimirtsov, O bshchestvennii S tro i Mongolov. Mongol’skii Ko-


chevoi Feodalizm, Leningrado, 1934, pp. 64-5. El libro de Vladimirtsov so-
bre los m ongoles fue un estudio pionero en este campo, cuyo influjo
sobre los investigadores soviéticos es todavía grande en la actualidad. El
comentario editorial de V oprosi Istorii, de 1956, citado antes, le rinde ho-
menaje, aunque rechaza la noción de Vladimirtsov de un feudalismo nó-
mada específico, distinto del feudalism o de las sociedades sedentarias
(pp. cit., p. 75).
7 Vladimirtsov, O bshchestvennii S to ri Mongolov, pp. 79-80.
8 I. la. Zlatkin, «K Voprosu o Sushchnosti Patriarjal’no-Feodal’nij Ot-
noshenii u Kochevij Narodov», V oprosi Istorii, abril de 1955, núm. 4, pá-
ginas 78-9. Zlatkin subraya que el nómada dependiente —cuya incidencia
y grado de sujeción sobreestima— estaba vinculado a la persona de su
señor itinerante, y no a la tierra: «Estas relaciones se nomadizaron, por
decirlo así, junto con el nómada» (p. 80).
226 E u ropa orien tal

colectiva, una realización conjunta de las tareas y una m aestría


técnica. Para poner el ejem p lo m ás obvio: el dom inio nóm ada
de la equitación com portaba probablem ente un nivel de traba-
jo cualificado m ás a lto que cualquier labor técnica en la agri-
cultura cam pesina m edieval. Al m ism o tiem po, sin em bargo, el
m odo de producción nóm ada tenía unos lím ites extrem adam en-
te rígidos. Para em pezar, só lo podía m antener a una pequeña
m ano de obra: los pueblos nóm adas siem pre eran am pliam ente
superados en núm ero por sus rebaños, ya que la proporción en-
tre anim ales y hom bres necesaria para m antener la trashum an-
cia en las estepas sem iáridas era m uy elevada. Tam poco eran
posib les grandes aum entos de la productividad, com parables a
lo s del cultivo de la tierra, ya que el m edio básico de produc-
ción n o era el su elo — cualitativa y directam ente m aleable— ,
sin o los rebaños que dependían de la tierra, a la que el nom a-
dism o dejaba intacta y que, por tanto, esencialm ente sólo per-
m itía un aum ento cuantitativo. El h echo de que en el m odo
de producción nóm ada los ob jeto s y los m edios b ásicos de tra-
bajo fuesen idénticos — el ganado— planteaba lím ites insupera-
b les a la productividad del trabajo. Los ciclos p astoriles de
producción eran m u ch o m ás largos que los agrícolas y carecían
de intervalos para el desarrollo de la artesanía rural. Adem ás,
todos los m iem bros del clan —inclu id os los jefes— participa-
ban en ellos y, en con secuencia, im posibilitaban la aparición
de una división del trabajo m anual y m ental y, por tanto, de la
e scritu ra 9. Sobre todo, el nom ad ism o excluía, prácticam ente
por definición, la form ación de ciudades o el desarrollo urbano,
m ientras que la agricultura sedentaria en últim a instancia siem -
pre los prom ovía. A lcanzado cierto punto, el m odo de produc-
ción nóm ada estaba condenado, pues, al estancam iento.
En sus áridas tierras de origen, las sociedades nóm adas nor-
m alm ente eran pobres y ham brientas. Rara vez eran autosufi-
cientes y solían intercam biar productos con las cercanas co-
m unidades agrícolas en un pobre sistem a c o m er cia l10. Pero
tenían una vía de expansión a la que habitualm ente recurrie-
ron de form a espectacular: el tributo y la conquista. Porque la
equitación, que era la cualificación económ ica básica de los

9 Véase el excelente análisis de Tolibekov, «O Patriarjal’n o -F eodal’nij


Otnosheniiaj», pp. 78-9.
10 M. M. Efendiev, A. I. Pershits, «O Sushchnosti Patriarjal’no-Feo-
dal’nij Otnoshenii u Koch evitkov-Skotovodov», V oprosi Istorii, noviem-
bre de 1955, núm. 11, pp, 65. 71-2; Lattimore, Inner Asian frontiers of Chi-
na, pp. 332-5.
E l fren o nóm ada 227

pastores nóm adas, los equipaba tam bién de form a preem inente
para la guerra. Los nóm adas proporcionaron inevitablem ente
la m ejor caballería del m undo. E llos fueron los prim eros en
desarrollar los ejércitos de arqueros m ontados, y su suprem a-
cía en esta arm a fue, desde Atila hasta Gengis Jan, el secreto
de su form idable poderío m ilitar. La incom parable habilidad
de la caballería nóm ada para cubrir vastas distancias a gran
velocidad, y su capacidad para el m ando y la organización en
expediciones d e largo alcance fueron otras arm as nuevas y de-
cisivas para la guerra.
Las características estructurales de las form aciones sociales
nóm adas tendieron, pues, a generar un típico ciclo de expan-
sión y contracción depredadoras, en el que los clanes de las
estepas podían transform arse repentinam ente en grandes im pe-
rios y caer de nuevo con idéntica rapidez en la m ás polvorien-
ta oscuridad11. El p roceso com enzaba norm alm ente con corre-
rías sobre los centros o las rutas com erciales cercanos, objetos
inm ediatos de control y pillaje (prácticam ente todos los pue-
blos nóm adas m ostraron un profundo sentido de la riqueza m o-
netaria y de la circulación m ercantil)12. La fase siguiente con-
sistía en la fusión de clanes y tribus rivales de la estepa en
confederaciones con vistas a la agresión e x t e m a 13. Inm ediata-
m en te se desencadenaban las guerras de conquistas, que a m e-
nudo se extendían una tras otra por espacios inm ensos y en-
trañaban las m igraciones de pueblos enteros. El resaltado final
podía ser un im perio nóm ada de una gran m agnitud: en el caso
extrem o de los m ongoles, un territorio im perial m ás extenso
que cualquier otro sistem a estatal que haya ex istid o antes o
después. La naturaleza de esto s im perios los condenaba, sin
11 El estudio más vivido de este proceso es E. A. Thompson, A history
of A ttila and the Huns, Oxford, 1948, que traza el desarrollo de la pri-
mera gran invasión nómada de Europa.
12 Marx com entó en una ocasión: «Los pueblos nómadas son los pri-
meros en desarrollar la forma de dinero por dos razones: porque todas
sus pertenencias son m óviles y revisten, por tanto, la forma de directa-
mente enajenables, y porque su modo de vida les pone de continuo en
contacto con entidades comunitarias distintas de la suya, incitándolos,
en consecuencia, al intercambio de productos», Capital, I, p. 88 [El capi-
tal, libro I, vol. 1, p. 108]. Naturalmente, Marx se equivocaba al creer
que las formaciones sociales nómadas fueron las primeras en inventar
el dinero.
13 Vladimirtsov, Obshchestvenii S troi Mongolov, p. 85. Esta fase tam-
bién produjo en el caso de los mongoles un paralelismo auténtico con
el fenóm eno de los séquitos en las formaciones sociales prefeudales, esto
es, grupos contraclánicos de guerreros libres o nokod al servicio de los
dirigentes tribales, Vladimirtsov, op. cit., pp. 87-96.
228 E u ro p a orien tal

em bargo, a una corta vida, porque invariablem ente estaban


construidos sobre un tributo elem ental: la extorsión directa del
tesoro y la m ano de obra de las sociedades conquistadas y so-
m etidas, que por regla general eran socialm ente m ás avanzadas
que la propia sociedad nóm ada que, por lo dem ás, las dejaba
intactas. El botín m onetario era el ob jeto fundam ental de lo
que el historiador rum ano Iorga llam ó «E stados depredado-
res»14: su sistem a im p ositivo estaba sim plem ente destinado a
m antener a las fuerzas nóm adas de ocupación y a proporcionar
unos ingresos saneados a la nueva aristocracia de la estep a que
estaba al frente del E stado tributario. Secundariam ente, las
sociedades som etidas se veían obligadas con frecuencia a pro-
porcionar soldados para un sistem a m ilitar nóm ada enorm e-
m ente am pliado, y artesanos para una capital p olítica nóm ada
recientem ente construida15. Las operaciones adm inistrativas de
los E stados nóm adas se lim itaban norm alm ente a la recauda-
ción de im p uestos, el control de las rutas com erciales, las re-
dadas de soldados y la deportación de artesanos. Eran, por tan-
to, construcciones puram ente parasitarias, sin raíces en el sis-
tem a de producción, a cuya costa vivían. El E stado tributario
se lim itaba a acaparar un excedente exorbitante del sistem a
de distribución existente, sin transform ar p or ello sustancial-
m ente la econom ía y la sociedad som etidas m ás que bloquean-
do y atrofiando su desarrollo. Sin em bargo, con el estab leci-
m iento de esto s im perios, la sociedad nóm ada exp erim en tó unos
cam bios rápidos y radicales.
La conquista m ilitar y la explotación fiscal estratificaron in-
evitable y rígidam ente las originarias com unidades de clan; el
paso de una confederación tribal a un E stad o tributario generó
autom áticam ente una dinastía m onárquica y una nobleza diri-
gente, separada de los nóm adas del com ún organizados en ejér-
citos regulares bajo el m ando de aquélla. En los casos en que
se conservó la originaria base territorial del nom adism o, la
creación de ejércitos de cam paña perm anentes dividió verti-
calm en te a la sociedad nómada; un im portante secto r quedó se-

14 Véase N. Iorga, «L’interpénétration de l ’Orient et de l ’Occident au


Moyen Age», B ulletin de la Section H istorique, XV, 1929, Academia Ro-
mana, p. 16. Iorga fue uno de los primeros historiadores europeos que
captó la importancia y la especificidad de estos Estados para la his-
toria de las regiones orientales del continente; los posteriores historia-
dores rumanos le deben mucho.
15 Véanse las descripciones en G. Vernadsky, The M ongols and Rus-
sia, Yale, 1953, pp. 118, 213, 339-41. Los ejércitos mongoles también alista-
ban a artesanos para sus cuerpos de ingeniería.
E l fren o nóm ada 229

parado desde en tonces de su tierra natal pastoril para dedicarse


al privilegiado deber del ejército de guarnición en los te -
rritorios exteriores conq uistados, donde las riquezas eran su-
periores. E ste sector tendió a hacerse progresivam ente seden-
tario y a asim ilarse a las p ob laciones m ás desarrolladas o m ás
num erosas que estaban bajo su control. El resultado final se-
ría una com pleta desnom adización del ejército y la adm inistra-
ción de ocup ación y la fusión religiosa y étnica con la clase
dom inante lo c a l16. A este p roceso seguía norm alm ente la des-
integración social y p olítica de todo el im perio, a m edida que
los clanes nóm adas m ás pobres y m ás prim itivos del interior
quedaban desgajados de las ram as privilegiadas y corrom pidas
del exterior. En los casos en que to d o un p u eb lo nóm ada em i-
gra b a para form ar un im p erio en nuevas tierras, reaparecían los
m ism os dilem as: o b ien la nobleza nóm ada abandonaba gra-
dualm ente y p or com pleto el p a sto reo y se m ezclaba con la
clase terrateniente indígena, o bien toda la com unidad perm a-
necía sem ip astoril y superpuesta a los pueblos som etidos, en
cuyo caso la superioridad dem ográfica de éstos conduciría fi-
nalm ente a una rebelión victoriosa y a la destrucción de los
co n q u ista d o r e s17. En efecto, el estra to de control nóm ada so-
bre los p ueblos conq uistados fue siem p re num éricam ente m uy
débil a causa de la lógica inherente al nom adism o: en el caso
extrem o de los dom inios de G engis Jan, la proporción de m on-
goles con resp ecto a los pu eb los tributarios era de 1 a 10018.
Los im perios nóm adas, fu esen exp edicionarios o m igratorios,
estaban condenados al m ism o ciclo de expansión y desintegra-
ción, debido a que el p a storeo trashum ante, com o m od o de
producción, era estru ctu ralm en te in com p atib le con una adm i-

16 Lattimore, Inner Asian fron tiers o f China, pp. 519-23, que se centra
principalm ente en el ejem plo mongol. Naturalm ente, nunca se produjo
una com pleta asimilación cultural entre los conquistadores m ongoles ni
manchúes de China; en ambos casos se conservó una identidad étnica
separada hasta el derrocamiento de las respectivas dinastías por ellos
creadas.
17 Thompson, A history of A ttila and the Huns, pp. 177-83, describe
el caso de los hunos. Thompson se equivocaba, sin embargo, al suponer
que los hunos abandonaron el pastoreo después de crear su Imperio de
Panonia a lo largo del Danubio. Su existencia fue demasiado corta para
ello. El investigador húngaro Harmatta ha señalado que un abandono
rápido de la cría de caballos habría socavado la base inmediata del po-
derío m ilitar de los hunos en Europa central, J. Harmatta, «La société
des huns á l’époque d’Attila», Recherches Internationales, núm. 2, mayo-
junio de 1957, pp. 194, 230.
18 Vernadski, The m ongols and Russia, pp. 130-1.
230 E uropa orien tal

nistración tributaria estab le com o sistem a político. Los dirigen-


tes nóm adas dejaban de ser nóm adas o dejaban de gobernar.
El pastoreo trashum ante podía existir, y existió, en una preca-
ria sim b iosis con la agricultura sedentaria en las áridas zonas
de la estepa, conservando cada uno su esp ecífico carácter y su
terreno y dependiendo del otro en un lim itado intercam bio de
productos. Pero cuando los clanes de pastores establecieron un
E stado depredador sobre las poblaciones agrarias sedentarias
y en su propio territorio, nunca pudieron form ar con ellas una
s í n t e s i s 19. N o surgieron nuevas form as sociales o económ icas.
El m odo de producción nóm ada siem pre fue una vía histórica
m uerta.
Si tal fue el curso norm al de un ciclo com pleto de conquis-
ta nóm ada, tam bién hubo, sin em bargo, algunas im portantes
variaciones dentro de la pauta com ún de los esp ecíficos pue-
blos pastores que cayeron sobre Europa oriental a partir de
la Edad Oscura, las cuales pueden ser señaladas brevem ente.
La principal fuerza de atracción geográfica para los ejércitos
de arqueros m ontados que invadieron sucesivam ente el conti-
nente era la llanura panónica de la H ungría m oderna, porque
la región de Alfö ld que se extien de entre el D anubio y el Tisza
—la p u sz ta húngara— era la zona topográfica de Europa que
m ás se parecía en cierto asp ectos a las estep as del Asia central:
una sabana llana, sin árboles, ideal hasta el día de hoy para la
cría de c a b a llo s20. Adem ás, la p u s z ta panónica ofrecía ventajas

19 Brown ha comparado recientemente los respectivos destinos de los


Im perios romano y chino, enfrentados a sus invasores bárbaros, conde-
nando la rígida incapacidad del primero para asimilar a sus conquista-
dores germanos y sobrevivir a ellos como civilización, a diferencia de la
elástica capacidad del segundo para tolerar y absorber a sus señores
mongoles: Religion and society in the Age of Saint Augustine, pp. 56-7;
The w orld of late A ntiquity, p. 125. Tal comparación es, sin embargo, un
paralogismo que revela los lím ites de la «psicología histórica», que es
la marca distintiva, y el mérito, de la fecunda obra de Brown. Porque
la diferencia entre ambos resultados no fue consecuencia de las actitu-
des culturales subjetivas He las civilizaciones clásicas de Roma y China,
sino de la naturaleza material de las form aciones sociales que entraron
en conflicto en Europa y Asia, respectivamente. El nomadismo del de-
sierto de carácter extensivo no podía fundirse con la agricultura de re-
gadío de carácter intensivo del Estado imperial chino, y toda la pola-
ridad económica y demográfica entre ambos fue, en consecuencia, abso-
lutamente distinta de la que dio origen a la síntesis romano-germánica
en Europa occidental. Las razones de la im posibilidad de una síntesis se-
m ejante pueden encontrarse en Lattimore, Inner Asian frontiers of Chi-
na, pp. 512 ss.
20 Las peculiaridades sociológicas de esta zona, algunas de las cuales
han durado hasta nuestro siglo, aparecen con toda claridad en A. N. J.
E l freno nóm ada 231

estratégicas naturales debido a su localización en el centro de


Europa y ofrecía una base territorial desde la que podían lan-
zarse ataques radiales en cualquier dirección sobre el resto del
continente. Los hunos establecieron aquí su im perio; los ávaros
m ontaron sus cam pam entos circulares en la m ism a región; los
búlgaros la eligieron com o su prim er lugar de descanso; los ma-
giares la convirtieron finalm en te en su patria perm anente; los
pechenegos y los cum anos buscaron entre ellos su refugio final,
y los m ongoles, cuando invadieron Europa, llegaron hasta allí
para hacer un alto y pasar el invierno. De estos pueblos, sólo
los nóm adas m agiares se hicieron sedentarios después de su
derrota del año 955 en Lechfeld, asentándose finalm ente com o
com unidad agrícola perm anente en la cuenca del Danubio. El
Im perio de los hunos fue destrozado sin dejar rastros por una
rebelión de la población som etida, principalm ente de tribus
germ ánicas, en N edao a m ediados del siglo V , y los hunos des-
aparecieron para siem pre de la historia. El Im perio ávaro fue
derrocado en el siglo VII por su población tributaria eslava, y
no dejó detrás ningún vestigio étn ico en Europa. Los búlgaros,
otro pueblo turco-tártaro, fueron expulsados de Panonia, pero
im plantaron un jan ato en los B alcanes sudorientales, cuya no-
bleza se asim iló finalm ente a su población som etida y se es-
lavizó en el siglo IX . Los pechenegos y los cum anos, después de
dom inar las actuales regiones de Ucrania m eridional y Ruma-
n ía durante dos siglos, fueron finalm ente dispersados en los
siglos XI y XIII por los ejércitos bizantino y m ongol respectiva-
m ente; sus restos europeos huyeron a Hungría, donde la clase
dirigente m agiar los integró para reforzar su separación cultu-
ral y étnica de sus vecinos eslavos. En fin, los ejércitos m on-
goles abandonaron el Gobi en el siglo XIII para participar en la
lucha dinástica que siguió a la m uerte de Gengis Jan, pero un
subsector turco de las h uestes m ongoles, la Horda de Oro, im-
puso sobre R usia un depredador sistem a de dom inio durante
ciento cincuenta años antes de que, a su vez, saltara hecho pedazos
por una incursión de Tam erlán en sus dom inios del Caspio. La
excepcional longevidad del poderío de la Horda de Oro se de-
b ió esen cialm en te a su fortuna geográfica. R usia era el país
europeo situ ado m ás cerca de las estep as de Asia y el único
que podía ser som etid o al yugo tributario de los conquistadores
nóm adas desd e las fronteras de su propio territorio pastoril.

Den Hollander, «The great Hungarian plain. A European frontier area»,


C om parative studies in society and history, III, 1960-1, pp. 74-88, 155-69.
232 E u ro p a orien tal

La capital de la H orda de Oro, situada cerca del Caspio, estaba


preparada para la intervención y el control m ilitar de la R usia
agraria, a la vez que perm anecía dentro de las estepas, con lo
que evitaba los dilem as de una directa superposición o de un
lejano control m ilitar en el país conquistado.
N aturalm ente, el im pacto de estos su cesivos ataques nóm a-
das contra Europa oriental fue desigual. Pero el e fecto general
con sistió en retrasar y frustrar el desarrollo autóctono de las
fuerzas de producción y de los sistem as de E stad o en el este.
Así, el Im perio ávaro anegó y m anipuló las grandes m igracio-
nes eslavas del siglo V I, de tal form a que de sus avances te-
rritoriales n o surgieron unas form as políticas equivalentes, a
diferencia de la form ación de E stados durante la época de las
m igraciones germ ánicas en Occidente. El prim er E stad o eslavo
autóctono, la fantasm al Gran Moravia del siglo IX , fue derriba-
do por los m agiares. El principal orden p o lítico de la Alta
Edad M edia en el este, la R usia de Kiev, quedó profundam ente
debilitado en prim er lugar por los ataques de los pechenegos
y los cum anos a sus flancos y, después, fue com pletam ente arra-
sado por los m ongoles. En com paración, Polonia y H ungría sólo
recibieron m agulladuras de la invasión m ongola; con todo, las
derrotas de Legnitsa y S ajo acabaron en Polonia, y durante una
generación, con la unificación de los Piasta, y destrozaron en
H ungría a la dinastía Arpad, dejando a am bos p aíses en el des-
orden y la confusión. El redivivo E stado búlgaro —un sistem a
p o lítico eslavizado desdé hacía tiem po— fue arrastrado a un
abrupto final por la retirada que los m ongoles efectuaron a tra-
vés de su territorio. En ciertos aspectos, la región m ás afectada
de todas fue el área de la m oderna Rum ania, que quedó som e-
tida a la depredación y la dom inación nóm ada de form a tan
continuada que n o pudo surgir ningún sistem a estatal antes de
la expulsión de los cum anos en el siglo X III. A con secuencia
de ello, toda la historia p osterior a la retirada rom ana de Da-
cia en el siglo III perm anece envuelta en la oscuridad. El m an-
to nóm ada sirvió de fon do oscuro y recurrente para la form a-
ción del este m edieval.
3. EL MODELO DE DESARROLLO

E n el m arco de e ste con tex to h istó rico general p u ed e analizarse


ahora la evolu ción interna de las form aciones sociales de Eu-
ropa oriental. Marx escrib ió una vez, en una carta a Engels en
la que analizaba el desarrollo polaco, que «aquí puede consi-
derarse que la esclavitud surgió de form a puram ente económ i-
ca, sin el v ín cu lo in term ed io de la conquista y del dualism o
étnico»1 . E sta frase indica con b astan te exactitud la naturaleza
del p roblem a planteado por la aparición del feudalism o al este
d el Elba. C om o ya hem os visto , éste se caracterizó fundam ental-
m en te p or la ausencia de la A ntigüedad, con su civilización
urbana y su m od o de producción esclavista. S in em bargo, ha-
blar de una vía «puram ente económ ica» al feu d alism o en Euro-
pa oriental es una excesiva sim p lifica ció n que olvida el hecho
de que las tierras del e ste se convirtieron precisam ente en parte
del con tin en te que llegó a ser E u rop a y que, p or tanto, n o pu-
dieron escapar a algunos determ inantes generales — estructura-
le s y su perestructurales— del m odo de producción feudal que
había surgido en O ccidente. El m o d elo inicial de las com unida-
des agrícolas eslavas que ocuparon la m ayor parte de la m itad
oriental del con tin en te situada al n orte del D anubio ya se ha
señalado antes. A lgunos siglos desp ués de las m igraciones, es-
tas com unidades eran todavía am orfas y prim itivas, ya que su
desarrollo n o fue acelerado por ningún contacto previo con for-
m as urbanas o im p eriales ni por una fu sión posterior con ellas,
dado que carecieron de un legado procedente de la Antigüedad
clásica. La tribu y el clan social fueron durante largo tiem po
las unidades básicas de la organización social; el paganism o an-
cestral quedó intacto; h asta el siglo V III, las técnicas agrícolas
fueron rudim entarias, con pred om in io del cultivo en tierras
desbrozadas por fu ego en los b osq u es de las llanuras del este;
ni siquiera se registraron E stad os autóctonos com o los de los
m arcom anos y cuados, que habían existid o durante breve tiem -
p o a lo largo del lim es rom ano. Paulatinam ente, sin em bargo,

1 Marx-Engels, Selected correspondence, Londres, 1965, p. 95.


234 E u ropa orien tal

fue avanzando la diferenciación social y la estratificación po-


lítica. La lenta tran sición hacia el cultivo regular aum entó el
excedente disponible para la plena cristalización de una no-
bleza guerrera, desvinculada de la producción económ ica. Las
aristocracias de clan consolidaron su dom inio por m ed io de la
adquisición de grandes propiedades y la utilización de cautivos
de guerra com o m ano de obra esclava para cultivarlas. E l pe-
queño cam pesinado, con sus propiedades individuales, conser-
vó en ocasiones sus in stitu cion es populares de asam blea y ju s-
ticia, p ero por lo dem ás q u ed ó so m etid o a su poder. A partir
de en ton ces aparecieron príncipes y jefes, cuyos secuaces se
agruparon en los habituales séq uitos arm ados, que constituye-
ron desde entonces el nú cleo de una clase dom inante estabili-
zada. E sta m aduración de una jerarquía social y política se
vio acom pañada m uy pronto por una im presionante m ultipli-
cación de pequeñas ciudades durante los siglos IX y X, fenóm e-
n o que fue com ún a R usia, Polonia y Bohem ia. Inicialm ente, al
m enos en Polonia, estas ciudades fueron centros tribales for-
tificados y dom inados por los castillo s lo c a le s 2. Pero tam bién
se convirtieron de form a natural e n el núcleo del com ercio y la
artesanía regional, y en R usia — donde es m enos conocida su
organización p olítica— revelaron una división urbana del tra-
bajo relativam ente avanzada. Cuando los escandinavos llegaron
a Rusia, la denom inaron Gardariki —la tierra de las ciudades—
debido a que allí encontraron m u ch os centros com erciales. La
aparición de estas g ró d y polacas y goroda rusas fue quizá la
novedad m ás im portante que se produjo en tierras eslavas du-
rante este período, dada la com pleta ausencia previa de urbaniza-
ción en el este. E ste fue el p u n to m ás alto de la evolución so-
cial endógena de Europa oriental en la Edad Oscura.
En efecto, el p osterior desarrollo p olítico de toda la región
se situ ó desde ahora bajo un fundam ental influjo exógeno. Él
auge del feud alism o europeo occiden tal y el im pacto del ex-
p an sion ism o escandinavo habrían de sentirse profundam ente
m ás allá del Elba. A partir de este m om ento, habrá que recor-
dar siem pre la proxim idad con tin ental de sistem as económ icos
y sociales m ás avanzados y adyacentes a ella para analizar el
curso de los hechos en la propia E uropa oriental. El profundo
in flu jo que de diferentes form as ejercieron sobre las estructu-

2 Henryk Lowmianowski, «La genèse des Etats slaves et ses bases so-
ciales et économiques», La Pologne au X Ie Congrès International des
Sciences H istoriques a Rom e, Varsovia, 1955, pp. 29-33, resumen de las
opiniones actuales sobre el primer desarrollo eslavo.
E l m o d elo de desa rro llo 235

ras políticas y los sistem as estatales del este m edieval pueden


apreciarse por la co n sisten cia de los testim on ios filosóficos que
lo a cred ita n 3. Así, prácticam ente todas las palabras eslavas
fundam entales para designar durante este período el rango y
el dom inio p olítico m ás elevado —es decir, el vocabulario de
la superestructura estatal— se derivan de térm inos germ ánicos,
latinos o turanios. El tsa r — «em perador»— ruso está tom ado
del caesar rom ano. E l krol polaco, el kral sudeslavo — «rey»—
procede del nom bre ep ónim o del propio Carlomagno, Carolus
Magnus. E l knyaz ruso — «príncipe»— se deriva del alem án an-
tiguo kuning-az, m ientras que d ru ž ina (d ru žyna en polaco)
— «séquito»— quizá procede del g ó tico dringan. El boyar
— «noble»— ruso y sudeslavo es una palabra turania, adoptada
de la aristocracia nóm ada de las estepas, que designó en pri-
m er lugar a la clase dirigente búlgara. El ry tiry checo —«ca-
ballero»— es el reiter alem án. Las palabras polaca y checa para
«feudo» —Xan y lan— son tam bién sim ples transcripciones del
alem án l e h e n 4. E ste enorm e pred om in io de térm inos extranje-
ros (casi siem pre occidentales, germ ánicos o rom anos) es por
sí m ism o elocuente. Y, a la inversa, es m uy significativo que
quizá la palabra puram ente eslava m ás im portante en la esfera
superestructural — el v e o v o d a ruso o e l w o je w o d a polaco—

3 En la actualidad, estos testim onios se ignoran frecuentemente, por


cortesía convencional, debido a las chauvinistas pretensiones alemanas
de que tales testim onios mostrarían que las primeras sociedades eslavas
eran «incapaces» de formar un Estado por sí mismas, lo que condujo
a los historiadores del este a negarlos o minimizarlos. Los ecos de estas
controversias todavía no se han silenciado por completo, como puede
verse consultando F. Grauss, «Deutsche und Slawische Verfassungsgesch-
ichte», H istorische Z eitschrift, c x l v i i i , 1963, pp. 265-317. Las preocupa-
ciones que las inspiran son, por supuesto, completamente ajenas al
materialism o histórico. Afirmar la obvia verdad de que las formaciones so-
ciales eslavas eran en general más primitivas que las germánicas a prin-
cipios de la Edad Media, y que aprendieron políticamente de ellas, no
equivale a asignar a ninguno de esos grupos unas intrínsecas caracterís-
ticas «étnicas», sino sim plem ente a decir que las primeras iniciaron una
vía sem ejante de evolución después que las segundas, por determinadas
razones históricas, que en sí m ismas no dictaron en m odo alguno sus
respectivas trayectorias posteriores, las cuales, naturalmente, se caracte-
rizaron por un desarrollo desigual y no rectilíneo. No tendría que ser
necesario repetir estas perogrulladas.
4 F. Dvornik, The Slavs in European h istory and civilization, New
Brunswick, 1962, p p . 121, 140; L. Musset, Les invasions. Le second assaut
contre l’E urope chrétienne, p. 78; Georges Vemadsky, K ievan Russia, Yale,
1948, p . 178; K. Wuhrer, «Die Schwedischen Landschaftsrechte und Ta-
citus’ Germania», Z eitschrift des Savigny-Stiftung fü r Rechtsgeschichte
(Germ anische Abteilung), l x x x ix , 1959, p p . 20-1.
236 E u ro p a orien tal

signifique sim plem ente «aquel que dirige a los guerreros», esto
es, el jefe tribal m ilitar de la prim era fase de la evolución so-
cial, descrita por Tácito. E ste térm ino sobrevivió hasta conver-
tirse durante la Edad Media en un título form al. Por lo dem ás,
casi todo el vocabulario de los rangos fue tom ado del exterior.
En la form ación de las estructuras estatales del este hubo
adem ás un segundo catalizador exterior: la Iglesia cristiana.
Del m ism o m odo que la transición de com unidades tribales a
sistem as p olíticos territoriales en la época de los asentam ientos
germ ánicos en O ccidente estuvo invariablem ente acom pañada
por la conversión religiosa, así tam bién en el e ste la fundación
de E stados m onárquicos coincidió puntualm ente con la adop-
ción del cristianism o. Como ya hem os señalado, el abandono
del paganism o tribal fue norm alm ente una condición ideológi-
ca previa a la desaparición de los principios ciánicos de orga-
nización social y al establecim iento de una jerarquía y una
autoridad p olítica centralizada. El éxito de la obra de los em i-
sarios eclesiá stico s procedentes del exterior — católicos u or-
todoxos— fue por tanto un com ponente esencial en el proceso
de la form ación de los E stados en Europa oriental. El princi-
pado de B ohem ia fue fundado por la dinastía de los Premís-
lidas, cuando su prim er soberano, Vaclav, que gobernó desde
el 915 hasta el 929, se convirtió en un ardiente cristiano. El
prim er E stado polaco unitario se creó cuando el potentado
M iecislao I, fundador de la dinastía de los Piasta, adoptó si-
m ultáneam ente la fe católica y el títu lo ducal en el año 966. El
reino varego alcanzó su form a com pleta en la R usia de Kiev
cuando el príncipe ruríkida V ladim iro aceptó el bautism o or-
todoxo en el año 988 con o b jeto de obtener un m atrim onio im -
perial con la herm ana del em perador bizantino B asilio II. Los
nóm adas húngaros se asentaron y organizaron en u n E stado
real de form a sem ejante con la conversión del prim ero de los
Arpad, E steban, que —com o M iecislao— recibió de Rom a su
credo (966-7) y su m onarquía (1000), el u n o a cam bio de la
otra. En tod os estos casos, la adopción del cristian ism o por los
príncipes fue seguida de una cristianización oficial de sus súb-
ditos: era un acto inaugural del Estado. En m uchos casos, es-
tallaron después reacciones paganas populares en Polonia, Hun-
gría y Rusia, en las que se m ezclaron la p rotesta religiosa y so-
cial contra el nu evo orden.
Sin em bargo, la innovación religiosa fue un paso m ás difí-
cil en la consolidación de los E stados m onárquicos que el trán-
sito de una nobleza de séqu ito a una nobleza territorial. Ya
E l m o d elo d e d esa rro llo 237

hem os v isto que la aparición de un sistem a de séq u ito m arca


en todas partes una ruptura d ecisiva con los vínculos de paren-
te sc o co m o p rin cip io b ásico de la organización social; un sé-
quito representa el um bral para la tran sición de una aristocra-
cia tribal a una feudal. U na vez que se form a el séq u ito del
príncipe — grupo de n ob les de varios clanes que constituyen
el p erson al entorno m ilitar del príncipe, e l cual los m antiene
econ óm icam ente con sus b ienes y reparte con ellos su botín de
guerra a cam bio del servicio leal en el com bate y la adm inis-
tración— se convierte h ab itu alm en te en el prim er instrum ento
fundam ental del gobierno real. Ahora bien, para que de este
séq u ito m ilitar salga un a nobleza esp ecíficam en te feudal es
necesario todavía un paso crucial: su territorialización com o
clase terratenien te. E n otras palabras, e l grupo com pacto de
guardias y guerreros reales se debe d isp ersar para convertirse
en señores con dom inios provinciales, p oseíd os co m o feudos
en vasallaje a su m onarca. E ste p aso estructural estu v o inva-
riablem ente lleno de peligros, ya que la fase final de tod o el
m ovim ien to siem pre am enazó con anular los avances de la
prim era fa se al producir una nobleza local anárquica y recalci-
trante a toda autoridad real centralizada, Así surgía fatalm en-
te el peligro de una desintegración del originario E stad o m o-
nárquico, cuya unidad estab a asegurada con m enos dificultades,
paradójicam ente, en e l esta d io m enos avanzado del séquito
dom éstico. La im plantación de un sistem a de feudos estab le
e integrado con stitu yó, pu es, un p ro ceso extrem adam ente difí-
cil. E n O ccidente, ese sistem a só lo apareció después de varios
siglos de rudim entarios y con fu sos tan teos durante la Edad
Oscura y se con solid ó fin alm en te entre el derrum bam iento ge-
neral de la autoridad m onárquica unitaria en el siglo X , m edio
m ilen io desp ués de las in vasion es germ ánicas. Por tanto, no
es extraño que en el e ste tam p oco hubiera un p rogreso lineal
d esde los prim eros E stad os d in ásticos de los P rem íslidas, los
Piasta y los R uríkidas a los sistem a s feud ales plenam ente aca-
bados. Por el contrario, en todos esto s casos —B ohem ia, Polo-
nia y R usia— se prod u jo una recaída final e n la confusión y el
desorden, regresión p olítica en la qu e el poder de los príncipes
y la unidad territorial se fragm entaron o e c lip sa r o n 5. C onside-

5 La experiencia de Europa oriental constituye un aviso saludable con-


tra las desaforadas p reten sion es de los historiadores locales acerca del
Estado anglosajón de Inglaterra, presentado a menudo como realizador
de una transición prácticamente plena de éxito al feudalism o en vísperas
de la invasión normanda, debido al carácter unitario de su gobierno
238 E u ropa orien tal

radas en una perspectiva com parada, estas vicisitudes de los


prim eros sistem as estatales del este tenían sus raíces en los
problem as planteados p or la forja de una nobleza señorial cohe-
rente dentro de un sistem a p o lítico m onárquico unitario, que
a su vez presuponía la creación de un cam pesinado servil, ads-
crito a la tierra y en c ond iciones de sum inistrar u n excedente
a una jerarquía feudal desarrollada. Por definición, un sistem a
de feudos n o podía surgir m ientras n o existiera una m ano de
obra servil que proporcionara sus productores inm ediatos. En
O ccidente, la aparición y la generalización definitiva de la
servidum bre sólo había tenido lugar, una vez m ás, en el transcur-
so del sig lo X , después de toda la experiencia de la Edad Os-
cura y del Im perio carolingio que le puso fin. La econom ía ru-
ral característica de esa larga época que va del siglo V al IX
había tenid o — com o hem os v isto — un carácter m uy m ixto y
fluido, con la coexistencia en su sen o de esclavos, pequeños
propietarios, arrendatarios libres y cam pesinos dependientes.
En el este n o había existid o previam ente un m odo de produc-
ción esclavista, por lo que el p u nto de partida de la evolución
hacia la servidum bre tu vo que ser necesariam ente d istin to y
m ás prim itivo. Pero tam bién aquí la sociedad rural inm ediata-
m ente p osterior al esta b lecim ien to de los sistem as de E stado
siem pre fue h eterogénea y transitoria: la inm ensa m ayoría del
cam pesinado no había experim entado todavía la servidum bre.
El feu dalism o oriental só lo p u do nacer después de sus n ecesa-
rios dolores de parto.
Si tal fue en el este el m od elo general de la prim era fase
de desarrollo, hubo n aturalm ente im portantes diferencias en la
trayectoria económ ica, p olítica y cultural de las distintas re-
giones, que es p reciso exam inar ahora. Rusia representa el caso
m ás interesan te y com plejo d eb id o a que allí se m anifestó qui-
zá algo sem ejante a una vacilante som bra «oriental» de la sín-
tesis occidental. El prim er E stado ruso fue creado a finales del
siglo IX y principios del X por piratas y m ercaderes su ecos que
bajaron desde E scandinavia por las rutas flu v ia le s6. Allí encon-

real. En realidad, la sucesión dinástica estable ó un coherente sistem a de


feudos no habían aparecido todavía en la Inglaterra anglosajona, cuyo avan-
ce relativo se habría derrumbado posteriorm ente en un desorden y una
regresión sem ejantes a los que experimentaron los primeros Estados es-
clavos, debido a la común ausencia de una herencia clásica. La conquista
normanda, producto de la síntesis romano-germánica del Occidente con-
tinental, fue lo que impidió ese retroceso.
6 El sentim iento nacionalista ruso ha conducido repetidamente, tanto
en el siglo XIX como en el XX, a negar los orígenes escandinavos del Esta-
E l m odelo de d esarrollo 239

traron una sociedad que ya había producido m uchas ciudades


locales en los bosq ues, pero n o una unidad ni un sistem a polí-
tico regional. Los com erciantes y soldados varegos que llegaron
a R usia establecieron m uy p ron to su suprem acía política sobre
estos centros urbanos, enlazando las vías fluviales del Voljov
y el V olga hasta crear una sola zona de tránsito económ ico
desde el m ar B áltico al m ar N egro y fundando un E stado cuyo
eje de autoridad política iba desde N ovgorod hasta Kiev. Como
ya hem os v isto en otro lugar, el E stad o varego radicado en
Kiev tuvo un carácter com ercial, pues se ed ificó para controlar
las rutas com erciales entre Escandinavia y el m ar Negro, y su
principal objeto de exportación con sistió en esclavos, destina-
dos al m undo m usulm án o a B izancio. E n el sur de Rusia se
form ó un em porio de esclavos —cuya zona de captación era
todo el este eslavo— que proveyó a las tierras m editerráneas y
persas conquistadas por los árabes y al Im perio griego. El
E stado jázaro, situado m ás al este, que previam ente había dom i-
nado el lucrativo com ercio de exportación a Persia, fue elim i-
nado, y los dirigentes varegos conquistaron así el acceso direc-
to a las rutas del C a sp io 7. E stas im portantes operaciones
com erciales del E stado de Kiev contribuyeron a dar a Europa su
nueva y perm anente palabra para designar a los esclavos: scla-
vu s apareció por vez prim era en el siglo X . Los com erciantes
varegos tam bién em barcaban cera, pieles y m iel, que durante
toda la Edad M edia fueron los principales artículos rusos de
exportación, pero su im portancia siem pre fue m enor. El des-
arrollo urbano de Kiev, que le sitú a aparte de cualquier otro
centro de Europa oriental, se basaba esencialm ente en un com er-
cio que por en ton ces representaba ya un creciente anacronism o
dentro de la econom ía occidental.
Con todo, si los dirigentes nórdicos de K iev dieron el inicial
im pulso p olítico y la experiencia com ercial al prim er Estado
ruso, lo que m ás contribuyó a la relativa com plejidad super-
estructural de la R usia de Kiev fue el estrecho con tacto diplo-

do de Kiev (y desde luego la procedencia de la propia palabra «Rus»). No


es preciso demostrar aquí el anacronismo de tal historiografía «patriótica»,
que tiene su equivalente en los m itos ingleses sobre la «continuidad», a
la que se ha aludido antes.
7 Hay un análisis equilibrado de la naturaleza del papel de los varegos
en Rusia, en Musset, Les invasions. Le second assaut, pp. 99-106, 261-6. Es
preciso tener en cuenta que la palabra eslava que significa ciudad, gorod,
es, en definitiva, la misma que el antiguo término nórdico gardr, pero
no es seguro que aquélla proceda de ésta. Foote y Wilson, The Viking
achievem ent, p. 221.
240 E u ro p a o rien ta l

m ático y cultural con B izancio a través del m ar Negro. Es


aquí donde m ás evidente resulta un paralelism o lim itado con
el Im pacto del Im perio rom ano sobre el O ccidente germ á-
nico. En concreto, tanto la lengua escrita com o la religión
— los dos com ponentes b ásicos de todo sistem a ideológico
de aquella época— fueron im portados de Bizancio. Los pri-
m eros príncipes varegos de Kiev habían concebido a su
capital com o una base para la expediciones de piratería con-
tra Bizancio y Persia (especialm ente contra el prim ero, bri-
llante recom pensa para el pillaje). Sin em bargo, sus ataques
fueron rechazados dos veces, en los años 860 y 941, y p oco d es-
pués el prim er príncipe varego que llevó un nom bre eslavo,
Vladim ir, adoptó el cristianism o. Los alfabetos glagolítico y
cirílico fueron inventados por sacerdotes griegos específicam en-
te para los idiom as de los pueblos eslavos y para la causa de
su conversión a la fe ortodoxa. La Rusia de Kiev adoptó ahora
una escritura y un credo y, con ellos, la in stitu ción bizantina
de una Iglesia estatal. Clérigos griegos fueron enviados a Ucra-
nia para levantar una jerarquía eclesiástica que gradualm ente
se hizo tan eslavizada com o habría de hacerse la casa dom i-
nante y sus séquitos. Esta Iglesia sería posteriorm ente el m edio
para el trasplante ideológico de la tradición im perial autocrá-
tica del Im perio de Oriente, in cluso después de la posterior
desaparición de éste. El in flu jo adm inistrativo y cultural de
B izancio parecía perm itir, pues, una precaria sín tesis rusa en
el este que podría com pararse a la sín tesis franca en O cciden-
te, tanto en sus precoces realizaciones com o en sus inevitables
recaídas, seguidas por el caos y la reg r esió n 8. Sin em bargo, los
lím ites de estas com paraciones son evidentes. E ntre Kiev y B i-
zancio no había ningún territorio com ún que pudiera servir de
base para una verdadera fusión. El Im perio griego, que ya es-
taba m uy lejos de su predecesor rom ano, sólo podía transm itir
im pulsos parciales y distantes a través del Euxino. Así, es na-
tural que durante esta época nunca apareciera en R usia una

8 Marx equiparó el Imperio carolingio al varego en The secret dip lo -


ma tic history of the eighteenth century, Londres, 1969, p. 109 [La diplo-
macia secreta, Madrid, Taller de Sociología, 1979]. Pero este libro es
una fabulación llena de fobia y, ciertamente, la peor obra de historia
escrita por Marx; sus errores son innumerables. Cuando fue reeditada
por vez primera a comienzos de siglo, Riazanov, como intelectual mar-
xista, escribió una crítica sobria: «Karl Marx über den Vorsprung der
Vorherrschaft Russlands in Europa», Die Neue Zeit (E rgänzungshefte
n.° 5), 5 de marzo de 1909, pp. 1-64. El editor contem poráneo del texto
no ha sabido mostrar la más mínima distancia respecto a él.
E l m o d elo de desa rro llo 241

jerarquía feudal orgánica com o la que g estó el Im perio caro-


lingio. Lo que sorprende es, por el contrario, la naturaleza he-
teróclita y am orfa de la sociedad y la econom ía de Kiev. Una
clase dom inante de prín cipes y boyardos, procedente de la dru-
zina varega, recaudaba tributos y controlaba el com ercio en
las ciudades, donde norm alm ente su bsistían los concejos oli-
gárquicos o vece, vestigios de las antiguas asam bleas populares.
Los boyardos p oseían grandes dom inios, con una m ano de obra
m ixta, com pu esta por esclavos, p eon es za k u p y (cam pesinos ads-
critos por deudas) y trabajadores asalariados. Junto a estos
dom inios existía un consid erab le cam pesinado libre, organiza-
do en com unidades de a ld e a 9.
El E stad o de Kiev alcanzó el cen it de su poder a principios
del siglo X I con el reinado de Y aroslav (1015-36), el últim o de
sus príncipes con conexiones escandinavas y am biciones vare-
gas. Durante su reinado se realizaron las últim as aventuras ex-
teriores: un ataque m ilitar contra B izancio y una expedición
al Asia central. D esde m ediados del siglo X I, la dinastía de los
Ruríkidas y su nobleza fueron com pletam ente rusificadas. Pron-
to se cortaron las grandes rutas com erciales hacia el sur, pri-
m ero por la ocupación cum ana de U crania del sur y después
por las cruzadas. Las ciudades italianas tom aron ahora el con-
trol del com ercio islá m ico y bizantino. Kiev, que había sid o la
avanzadilla económ ica de Bizancio, decayó ju n to con las m e-
trópolis griegas situadas al sur. El resultado de este aislam ien-
to fue un cam bio notable en la evolu ción de la form ación social
de Kiev. La contracción del com ercio estuvo acom pañada in-
evitablem ente por el hundim iento de las ciudades y el incre-
m ento de la im portancia de los terraten ientes locales. Privada
de sus ingresos com erciales p rocedentes del m ercado de escla-
vos, la clase social boyarda se volvió hacia el interior para
ob tener una com pen sación con la am pliación de sus dom inios
y el aum ento del excedente a g r íc o la 10. La consecuencia fue una

9 Un estudio global de la estructura social de Kiev puede encontrarse


en Vernadski, Kievan Russia, pp. 131-72, al que perjudica, sin embargo,
la creencia de Verbadski de que el «capitalismo» y la «democracia» es-
taban latentes de alguna forma en el sistem a comercial y en los vesti-
gios concejiles del Estado de Kiev, caprichosos errores de categoría he-
redados de Rostovtsev.
10 K. R. Schmidt, «The social structure of Russia in the early Middle
Ages», X Ie Congrès International des Sciences H istoriques, Upsala, 1960,
Rapports III, p. 32. Schmidt analiza el hincapié de las historiografías
opuestas, desde Kliuchevski en adelante, en la riqueza agrícola o com er-
cial de las clases dirigentes de Kiev.
242 E u ropa orien tal

notable presión económ ica sobre los cam pesinos, que ahora co-
m enzaron a descender hacia la servidum bre. Sim ultáneam ente,
la unidad política del E stad o de Kiev com enzó a fragm entarse
en principados m ediatizados que se destrozaron entre sí a m e-
dida que la casa de los Ruríkidas se desintegraba en luchas di-
násticas. El localism o señorial se desarrolló ju n to a la crecien-
te degradación del cam pesinado.
La vía de desarrollo en tierras checas y polacas se vio afec-
tada principalm ente, com o es natural, por la influencia germá-
nica m ás que por la escandinava o bizantina. Sin em bargo, en
este entorno m ás occidentalizado puede observarse una evolu-
ción sim ilar. Las prim eras form aciones sociales de estas regio-
nes no eran d iferentes de la prim era R usia de Kiev, aunque sin
el am plio com ercio fluvial que co n stitu yó la b ase de su excep-
cional crecim ien to urbano. Así pues, las aristocracias locales
dom inaron m uy am pliam ente en el este a una m ezcla de pro-
ductores inm ediatos en la que se incluían pequeños propieta-
rios, esclavos y peones. E ste fen óm eno fue un reflejo de la
transición desde estructuras sociales sim ples — cuyos clanes
guerreros habían utilizado a prisioneros esclavos para cultivar
sus tierras a falta de un cam pesinado dependiente— a sistem as
estatales diferenciados, con la crecien te subordinación de toda
la m ano de obra rural gracias a los m ecanism os del endeuda-
m iento cam pesino y a la práctica de la encom endación. En
Polonia, Silesia, B ohem ia o M oravia, las técnicas agrícolas se
m antuvieron con frecuencia en un nivel m uy prim itivo con el
cultivo de rozas abiertas por fu ego y los cam pos de pastoreo
todavía practicados por una h eterogénea población de propie-
tarios libres, arrendatarios y esclavos. La prim era estructura
política que surgió fue, a p rincip ios del siglo V II, un E stado
boh em io algo fantasm al, estab lecid o por el m ercader franco
Sam o, dirigente de la rebelión eslava local que derrocó al Im -
perio ávaro en Europa central. El E stado de Sam o, que fue
probablem ente un rein o para controlar el com ercio, com o el
de los prim eros varegos en R usia, n o fue capaz de convertir a la
población de la zona y no duró m u c h o tie m p o 11. D oscientos años
después apareció m ás al e ste una estructura de m ayor solidez,
el Gran E stado de M oravia del siglo IX .

11 G. Vernadski, «The beginnings of the Czech State», Byzantion, 1944-5,


XVII, pp. 315-28, afirma —contra toda evidencia— que Samo fue un mer-
cader eslavo «dedicado a la idea de la cooperación intereslava», misión
improbable que es una prueba más de los daños causados por el nacio-
nalism o en el campo de la historiografía de la Edad Oscura.
E l m o d elo de desa rro llo 243

E ste principado se basaba en num erosos castillos y fortifi-


caciones aristocráticas y fue una im portante p otencia en los
confines del Im perio carolingio, cuya alianza diplom ática bus-
có B izancio contra el expansionism o franco. Aquí, los herm a-
nos ortodoxos Cirilo y M etodio fueron enviados a su monarca,
R atislao, con la m isión de instruirle y convertirle, para lo que
habían creado el alfabeto eslavo. Sus esfuerzos fueron desban-
cados, en últim o térm ino, por sacerdotes católicos enviados por
Roma. Las tierras checas se transform aron, sin em bargo, en
la prim era cabeza de playa de la conversión cristiana del este
antes de que el E stado de Moravia fuera destruido por una in-
vasión m agiar a principios del siglo X. A partir de entonces tuvo
lugar en B ohem ia, m enos gravem ente dañada por la devasta-
ción nóm ada, una gradual recuperación política, A principios
del siglo X I ya había aparecido de nuevo un E stado checo, esta
vez con una estructura social m ás avanzada, que incluía una
prim era versión del sistem a de feudos. La renovación de los
Otones había provocado un gran aum ento de la presión ger-
m ánica sobre las m arcas orientales del Im perio. El desarrollo
p olítico de Bohem ia quedó sujeto a partir de entonces al con-
tradictorio im pacto de la intervención y la influencia germ áni-
cas en las tierras checas. Por una parte, este hecho aceleró la
form ación de in stituciones feudales (por im itación) y estim uló
la adhesión de la nobleza eslava a su propio E stado local, sim -
bolizado por el culto ferviente a su santo patrón, W en cesla o 12.
Por otra parte, bloqueó la consolidación de una m onarquía es-
table, ya que los em peradores germ ánicos, desde Otón I en ade-
lante, reivindicaron Bohem ia com o feudo del Im perio y exa-
cerbaron las rivalidades dinásticas dentro de la aristocracia
checa. El E stad o unitario de Bohem ia se vio m uy pronto com -
prom etido por una larga y agotadora lucha por el dom inio po-
lítico en tre las fam ilias de los Prem íslidas y los Slavnikovic,
que hundió al país en repetidas guerras civiles13. A finales del
siglo X II, los feudos de B ohem ia eran hereditarios y el cam -
pesinad o se veía som etido a crecientes obligaciones señoriales
a m edida que en los cam pos echaba raíces una aristocracia pro-
vincial. D ebido a ese m ism o proceso, el poder p olítico central
quedó debilitado y com prom etido a m edida que Bohem ia re-
caía en las disputas y divisiones en tre los príncipes.
En Polonia, la organización tribal y clásica duró m ás tiem -
12 F . Graus, «Origines de l’Etat et de la noblesse en Moravie et en
Bohème», Revue des E tudes Slaves, vol. 39, 1961, pp. 43-58.
13 F. Dvornik, The Slaves. Their early history and civilization, pp. 115-300.
244 E u ro p a o rien ta l

po. En el siglo IX existía una vaga confederación regional de


polaos con su centro en Gniezno. H asta la llegada del jefe
Piasta, M iecislao I, a finales del siglo X , n o se form ó el prim er
E stado unitario de Polonia. M iecislao adoptó el cristianism o
en el año 966 y lo im puso en sus dom inios com o religión orga-
nizadora del nuevo sistem a p o lític o 14. La m isión que triunfó en
Polonia fue obra de la Iglesia rom ana, que llevó con ella el
latín, convertido desde entonces en el idiom a culto oficial del
país (lo que indica la relativa brusquedad del cam bio en los
planos social y cultural que acom pañó a la aparición del E sta-
do de los Piasta y que contrasta con la m ás tem prana y m ás
lenta evolución de Bohem ia; la nobleza polaca habría de u ti-
lizar el latín com o su habitual idiom a escrito hasta m ucho des-
pués de que cayera en desuso en el O ccidente p o sm ed ieval).
El papado confirm ó a M iecislao en su títu lo ducal a cam bio de
su fidelidad religiosa. Su ducado se basó en un ex ten so y bien
engarzado sistem a de séquitos, una d ružyna de alrededor de
3.000 nobles que estaban estacionados en la com itiva del du-
que o en las guarniciones regionales de los g ró d y fortificados
que cubrían todo el país. La utilización de los m iem bros de
este séquito real com o com andantes de los castillos represen-
taba un eficaz in strum ento interm edio en el p aso de una aris-
tocracia dom éstica a otra territorial. El prim er E stad o de los
Piasta se benefició del incipiente desarrollo urbano del ante-
rior siglo pagano y extrajo ingresos respetables de los centros
com erciales locales. El hijo de M iecislao, B o lesla o I, desarrolló
rápidam ente el poderío de los Piasta, extendiendo geográfica-
m ente el reino de Polonia por m edio de la anexión de Silesia
y el avance hacia Ucrania y reclam ando el títu lo real. Pero
tam bién en este caso la tem prana solidez y u nidad política del
E stado resultó ser una falsa prom esa. La m onarquía polaca,
com o la bohem ia, fue el blanco de con stan tes m aniobras di-
plom áticas y m ilitares de Alemania. Los em peradores germ á-
nicos reclam aron la jurisdicción im perial sobre am bas regio-
nes y finalm ente consiguieron bloquear la consolidación de la
autorización real en Polonia (donde M iecislao II renunció al
títu lo m onárquico) y avasallarla en Bohem ia (que se convir-
tió en feudo form al del I m p e r io )15. Además, la rapidez con que

14 Aleksander Gieysztor, «Recherches sur les fondem ents de la Pologne


médiévale: état actuel des problèmes», Acta Poloniae H isto rica, IV, 1961,
páginas 19-25.
15 Para la política germánica de este período, véase especialmente
F. Dvornik, The m aking of Central and E astern E urope, Londres, 1949,
E l m o d elo d e d esa rro llo 245

se había construido el E sta d o de lo s P iasta se reveló com o su


ruina interna. En el año 1031 se p rod u jo una violenta insurrec-
ción social y religiosa, que com b inó una reacción pagana contra
la Iglesia, un a rebelión cam pesina contra el aum ento de la
presión señorial y un levan tam iento a ristocrático contra el p o-
der de la dinastía dom inante. Los señores polacos expulsaron
a M iecislao II del país y lo dividieron en voivodatos provincia-
les. Su h ijo C asim iro fue restaurado con la ayuda de B ohem ia
y de K iev, p ero desde en ton ces su E sta d o central quedó grave-
m en te debilitado. En el sig lo X II, la delegación de poder en
los infantazgos regionales realizada por los Piasta lo arruinó
defin itiva y com pletam ente. P olonia se dividió en innum erables
pequeños ducados, m ientras que en el cam po decaía la peque-
ña propiedad cam pesina y se m ultiplicaban las exacciones se-
ñoriales. Las tierras eclesiá stica s y nobiliarias abarcaban única-
m ente al 45 por cien to de la p ob lación rural, p ero la tendencia
estaba c la r a 16. H acia el sig lo X II, en Polonia, com o en todas
partes, la cond ición del cam p esinad o n ativo se fue deterioran-
do len tam en te en dirección a la servidum bre. E ste p roceso fue
com ún en R usia, Livonia, Polonia, B ohem ia, H ungría y Litua-
nia y, en general, tom ó la form a d e una expansión ininterrum -
pida de las grandes fincas p or las aristocracias locales, un
descen so en el nú m ero de propietarios libres, un aum ento de
arrendam ientos cam p esin os y, en fin, una convergencia gradual
de los arrendatarios dep en dien tes y de lo s esclavos cautivos o
castigados a esa p en a en una sola m asa rural carente de liber-
tad, situada de h ech o b ajo la ju risd icción señorial, aunque to-
davía n o form alm ente s e r v il17.
Pero e ste p roceso fu e rep entinam ente paralizado e inverti-
do. D urante los siglos XII y XIII, el feud alism o occidental se
expandió rápidam ente h acia el exterior, desde E spaña a Fin-
landia y desde Irlanda a Grecia. Dos de esto s avances fueron
esp ecialm en te im portantes y duraderos, los realizados en la pen-
ínsula Ib érica y en el este, m ás allá del Elba. Pero m ientras la
R econquista desalojaba en E spaña y Portugal a una civilización
avanzada, aunque decadente, y entrañaba escasas o nulas m e-
joras económ icas in m ed iatas en las tierras recién conquistadas

páginas 194-6, 217-35, y The Slavs: Their early h istory and civilization, pá-
ginas 275-92.
16 H. Lowmianski, «Economic problem s of the early feudal Polish Sta-
te», Acta Poloniae H istorica, III, 1960, p. 30.
17 Jerome Blum, «The rise of serfdom in Eastern Europa», American
H istorical R eview, l x v i i , num. 4, julio de 1957, pp. 812-15.
246 E u ropa oriental

(el posterior dinam ism o u ltram arino de am bas estaba todavía


m uy lejos), la principal colonización germ ánica del este pro-
vocó un crecim iento radical de la producción y de la produc-
tividad en las tierras a las que afectó. Las form as de esta co-
lonización variaron enorm em ente. Brandem burgo y Pom erania
fueron ocupadas por príncipes y m argraves procedentes del
norte de Alem ania. Prusia y Livonia fueron conquistadas por
organizaciones m ilitares de cruzados: la Orden Teutónica y los
Caballeros de la Espada. B ohem ia, Silesia y hasta cierto punto
Transilvania fueron pobladas gradualm ente con inm igrantes de
O ccidente que form aron p u eblos y aldeas ju n to a los habitan-
tes eslavos sin provocar cam bios radicales en el sta tu quo po-
lítico. Polonia y Lituania acogieron tam bién a com unidades ger-
m ánicas, principalm ente de com erciantes y artesanos urbanos.
Las tribus paganas del B á ltico —b oru sos y otras— fueron so-
m etidas m anu m ilita ri por la Orden Teutónica; contra los es-
lavos abodritas que habitaban en tre el E lba y e l Oder se lan-
zó la llam ada «cruzada contra los vendos». Pero, aparte de estos
sectores, el grueso de la colonización fu e una em presa relati-
vam ente pacífica, que a m enu do se vio alentada por las aris-
tocracias eslavas locales, ansiosas de colonizar sus propios es-
pacios escasam ente poblados con una m ano de obra nueva y
relativam ente cu a lific a d a 18.
Las condiciones esp ecíficas de esta colonización determ ina-
ron su im pacto peculiar sobre las form aciones sociales del este.
La tierra era abundante, aunque m uy cubierta de bosques y no
siem pre de excelente calidad (el su elo del litoral b áltico era
arenoso); la población, p or o tra parte, escaseaba. S e h a calcu-
lado que el total de habitantes de Europa oriental, incluyendo
a Rusia, quizá ascendiera a 13 m illones a com ienzos del si-
glo XIII, fren te a unos 35 m illon es en la zona m ás pequeña de
Europa o c c id e n ta l19. La m ano de obra cualificada tenía que ser
transportada hacia el este en convoyes organizados de colonos
reclutados en las regiones densam ente pobladas de Renania,
Suabia, Franconia y Flandes. Era tan urgente la necesidad que
había de ellos y tan grandes lo s problem as de la ordenación
de su tránsito, que los nob les y e l clero que inspiraron la m ar-
cha hacia el este tuvieron que conceder considerables derechos
sociales a los cam pesinos y b urgu eses que colonizaron las nue-

18 La propia Orden Teutónica fue invitada a Prusia, en el año 1228,


por el duque polaco de Mazovia.
19 Russell, Late ancient and m ediaeval population, p. 148.
E l m o d elo de d esarrollo 247

vas tierras. E l cam pesinado m ás d iestro de Europa en los tra-


bajos de drenaje y construcción de diques, tan esenciales para
la roturación de regiones n o cultivadas, tenía que buscarse en
los Países B ajos, y se realizaron esfuerzos particulares para
atraerlos al este. Pero los Países B ajos del N orte eran un rin-
cón de Europa que nunca había con ocid o un sistem a propia-
m ente señorial y cuyo cam pesinado estaba ya m ucho m ás libre
de obligaciones serviles que sus equivalentes franceses, ingle-
ses o germ ánicos del siglo XII. Por tanto, ju n to a ellos tuvo que
ser aceptado el «derecho flam enco», el cual pronto ejerció un
influjo general sobre el esta tu to del cam pesinado colonial, nu-
m éricam ente germ ano en su mayoría, que nunca había gozado
de tal libertad en sus tierras de o r ig e n 20. Así pues, en el este
recién colonizado existió poca ju risd icción señorial sobre los
cam pesinos, a quienes se concedieron arrendam ientos heredita-
rios que conllevaban rentas en esp ecie pero pocas prestaciones
de trabajo; adem ás, se perm itió a los agricultores que vendie-
ran el u su fru cto de sus parcelas y que se fueran definitivam en-
te de sus lugares de asentam iento. Las aldeas form aban com u-
nidades rurales regidas por alcaldes hereditarios (a m enudo el
organizador inicial de la em igración) y n o por m andato seño-
rial. E stas colonias transform aron rápidam ente tod o el m odelo
agrícola desd e el E lba h asta el V ístula y m ás allá. Se talaron
bosques y se introdujeron por vez prim era los arados de hierro
y el sistem a de rotación trienal: la ganadería retrocedió y el
cultivo de grano se extendió por prim era vez. El com ercio de
exportación de m adera se desarrolló de form a notable. Bajo
el im pacto de e ste proceso, con su producción y su excedente
m ucho m ás altos, la nobleza indígena y las órdenes de craza-
dos aceptaron progresivam ente las norm as de la agricultura
cam pesina introducidas desde el oeste. En consecuencia, la
condición del cam pesinado nativo de Polonia, Bohem ia, Silesia,
Pom erania y dem ás p aíses, que venía hundiéndose en la servi-
dum bre desde antes del com ienzo de la colonización germ ánica,
experim entó ahora una notable m ejora por la asim ilación de la
condición de los recién llegados. M ientras tanto, los cam pesi-
nos prusianos, som etidos inicialm ente a servidum bre por la
Orden Teutónica, fueron em ancipados en el transcurso del si-
glo siguiente. Las aldeas autónom as, con sus propios alcaldes

20 M. Postan, «Economic relations between Eastern and Western Eu-


rope», en Geoffrey Barraclough (comp.), Eastern and W estern Europe
during the M iddle Ages, Londres, 1970, p. 169.
248 E u ropa o rien ta l

y tribunales, se extendieron, la m ovilidad rural se am plió y la


productividad creció en la m ism a medida.
El aum ento en la producción de cereales y m adera estim uló,
a su vez, un resultado m ás im portante todavía en la coloniza-
ción del este: el crecim iento de ciudades y centros com erciales
por toda la costa del B áltico durante el siglo X III: R ostock,
Danzig, W ismar, Riga, Dorpat y Reval. E stos centros urbanos
eran com unas independientes y turbulentas, con un próspero
com ercio de exportación y una agitada vida política. D el m is-
mo m odo que el «derecho flam enco» había im pulsado la m e-
jora en las relaciones sociales de la agricultura indígena, así
tam bién el «derecho germ ánico», calcado de la Carta de Magde-
burgo, ejerció u n in flu jo análogo en el estatu to de las ciuda-
des tradicionales del este. E specialm ente en Polonia, las ciu-
dades que hospedaron con frecuencia a im portantes colonias
de com erciantes y artesanos germ anos recibieron ahora lo s De-
rechos de Magdeburgo: Poznan, Cracovia y la recientem ente
fundada Varsovia fueron beneficiari as de este p r o c e s o 21. En
Bohem ia, los burgueses germ anos crearon una red m ás densa
de colonización urbana, basada en las industrias m ineras y m e-
talúrgicas de la zona y con una participación m ás im portante
de artesanos y com erciantes checos. Así pues, en el siglo X III
el este colonial fue la sociedad fronteriza del feudalism o eu-
ropeo, proyección im presionante de su propio dinam ism o ex-
pansivo, que al m ism o tiem p o tuvo sobre el sistem a herm ano
algunas de las ventajas que las sociedades fronterizas del ca-
p italism o europeo habrían de tener en Am érica y Oceanía: m a-
yor igualdad y m ovilidad. Carsten resum e así las característi-
cas de su prim er período: «El sistem a propiam ente señorial,
con sus restriccion es a la libertad y sus ju risd iccion es priva-
das, no fue transferido al este, com o tam poco lo fue la servi-
dum bre. La p osición de los cam pesinos fue m ucho m ejor de
lo que era en Occidente, y esto incluía tam bién a la población
autóctona. Las diferencias de clase en el este eran m enos rígi-
das: los nobles se trasladaban a las ciudades y se convertían
en burgueses, m ientras los burgueses adquirían fincas y los al-
caldes de las aldeas tenían feudos. Toda la estructura de la
sociedad, com o podía esperarse de una zona colonial, era m u-
cho m ás libre y flexible que en Europa occidental. S ó lo pare-
cía cuestión de tiem po que el este d e j a r a de estar atrasado
y pasara a pertenecer a las partes m ás desarrolladas de Europa.

21 Roger Portal, Les Slaves, París, 1965, p. 75.


E l m o d elo d e d e sa rro llo 249

N aturalm ente, esto ya podía aplicarse a las ciudades hanseáticas


de la costa del B áltico, esp ecia lm en te a las ciudades vendas y a
D an zig » 22.
R usia, que quedó m ás allá de los con fín es de la penetración
germ ánica, experim entó, sin em bargo, durante estos siglos una
evolución con algunos paralelos cu riosos, aunque con un ritm o
diferente y en un diferente contexto. E ste fenóm eno fue el re-
sultado de la desintegración del E stad o de K iev en los siglos XII
y XIII b a jo la p resión de las desgracias externas y las debilida-
des internas. C om o ya h em os visto , las cruzadas cortaron las
rutas com erciales del m ar N egro a C onstantinopla y el m undo
islám ico, en las que tradicionalm ente había florecido el com er-
cio de Kiev. D esde el este, las correrías de los cum anos con s-
tituían un a continua am enaza, m ientras que en el interior el
sistem a del «seniorato» de los príncipes condujo a una maraña
de guerras y d esórdenes c iv ile s 23. El m ism o Kiev fue saqueado
a m ediados del siglo XIII p or el príncipe de Suzdal. Setenta años
despu és se abatió com o un huracán la últim a gran invasión
nóm ada procedente del Asia central: p rácticam ente toda Rusia,
excep to la zona del noroeste, fue asolada y sojuzgada por los
m ongoles p o co tiem p o desp ués de la m uerte de Gengis Jan.
Quizá una décim a parte de la pob lación p ereció en este desas-
tre. Su con secuen cia fue un cam b io p erm anente en el eje de la
civilización rusa, que se trasladó de la cuenca de Kiev a los
b osq u es h asta entonces d eshabitados y vírgenes del triángulo
del Oka-Volga, en el noreste, aproxim adam ente al m ism o tiem po
que se am pliaban las filtracion es dem ográficas a través del
Elba.
E n la recom p osición gradual de la form ación social rusa en
el n o reste tuvieron lugar m uchos efecto s sociales idénticos a
los q u e habían caracterizado a la zona del B áltico. La rotura-

22 F. L. Carsten, The origins of Prussia, Oxford, 1954, p. 88.


23 Dvornik ofrece dos explicaciones contradictorias del sistem a patri-
monial de Kiev, especialm ente intrincado, que condujo a estos desórdenes.
En un primer mom ento lo atribuye a una institución germánico-escandi-
nava, el tanistry, por el que un señor no era sucedido por su hijo, sino
por su hermano menor, y éste por su sobrino mayor, institución que
sólo se encuentra entre los vándalos de Africa y los asentam ientos nór-
dicos de Escocia. Pero, en otro lugar, Dvornik lo asimila a la jerar-
quía del «seniorato» de los duques Piasta de Polonia y a los sistemas
checos de sucesión del siglo X II y afirma que era un principio eslavo
el que un país fuese patrimonio de la casa dominante, cuyos miembros
deberían participar todos juntos en su gobierno. Compárese The Slavs:
Their early history and civilization, p. 213, y The Slavs in European his-
tory and civilization, pp. 120-1.
250 E u ropa orien tal

ción y colonización de vastos espacios despoblados detuvieron


la m archa del cam p esin ado ru so hacia la dependencia servil
perm anente, que ya estaba m uy avanzada e n los ú ltim os siglos
del E stado de Kiev. Los príncipes se vieron obligados a ofrecer
exenciones de cargas, derechos com unales y m ovilidad personal
a los cam pesinos para ind u cirlos a asentarse en las tierras
recientem en te desbrozadas. Los nobles y los m onasterios siguie-
ron el m ism o cam ino, aunque con controles señoriales m ás es-
trictos sobre las nuevas aldeas. La autoridad política se subdi-
vidió y feudalizó todavía m ás entre los señores territoriales,
m ientras que los cam p esinos conseguían una m ayor lib e rta d 24.
Cuanto m ayor fue la lejanía de las principales sed es de poder
p o lítico en la región central, m ayor fu e tam bién el grado de
libertad que el cam pesinado con sigu ió de esa forma: la liber-
tad fue m ás plena en los rem otos b osq u es del norte, donde las
jurisd icciones señoriales só lo llegaban de form a esporádica. Al
m ism o tiem po, el cam b io del eje dem ográfico y económ ico del
p a í s hacia el triángulo del Oka-Volga estim u ló enorm em ente
a las ciudades com erciales de N ovgorod y Pskov, en el noroes-
te, en la zona interm edia entre R usia y la Livonia colonizada
por los germ anos. A p artir de en ton ces, la R usia central sum i-
nistró cereal al im perio com ercial de N ovgorod, con sus exac-
ciones tributarias a las tribus subárticas del norte y su papel
fundam ental en el com ercio del B áltico. Aunque regida por una
asam blea m unicipal, N ovgorod no era en realidad una com una
m ercantil com parable a las ciudades germ ánicas de la costa:
el v e te estaba dom inado por los terratenientes boyardos, m uy
distintos de los burgueses de la H ansa. Sin em bargo, la influen-
cia germ ánica era m uy p od erosa en la ciudad, que tenía una
am plia com unidad de com erciantes extranjeros y — caso único
en las ciudades rusas de antes o después— un sistem a de gre-
m ios para su s artesanos inspirado en O ccidente. N ovgorod ofre-
ció, pues, el eslabón estratégico que unió a R usia y a las otras
tierras de Europa oriental en u n sistem a econ óm ico interco-
m unicado.

24 Hay un buen análisis de este doble proceso en el ensayó de Marc


Szeftel, «Aspects of Russian feudalism», en Rushton Coulborn (com p.),
Feudalism in history, Princeton, 1956, pp. 169-73.
4. LA C R IS IS E N EL E S T E

En el este, la crisis del feudalism o europeo com enzó después,


y probablem ente sus dim ensiones absolutas fueron m ás m iti-
gadas, m ientras que en R usia se escalonó según una diferente
secuencia tem poral. Pero, en cualquier caso, su im pacto rela-
tivo fue posib lem ente superior porque afectó a una estructura
social m ás reciente y m ás frágil que la de Occidente. El golpe
fue m ás difuso, pero la resisten cia que encontró fue m ás débil.
Es necesario tener p resentes esos dos asp ectos contradictorios
de la crisis general en el este, porque solam ente su com binación
hace inteligible su evolución y su resultado final. Los estudios
convencionales tienden a situar toda la depresión feudal de los
siglos XIV y XV dentro de una crisis económ ica continental in-
correctam ente considerada hom ogénea. Sin em bargo, es eviden-
te a prim era vista que el m ecanism o b ásico de la crisis feudal
en O ccidente —un «avance excesivo» y un «atasco» de las fuer-
zas de producción en el m ism o lím ite de las relaciones socia-
les de producción existen tes, que cond ujo a un colapso dem o-
gráfico y a una recesión económ ica— no podía reproducirse en
el este. Pues aquí la im plantación de nuevas técnicas agrarias
y de una nueva form ación social era todavía relativam ente
reciente y n o había alcanzado en absoluto los lím ites de su
p osible expansión. La densidad de superpoblación que existía
en O ccidente en 1300 era desconocida en el este. Grandes zonas
de tierra cultivable tenían que ser desbrozadas todavía a lo lar-
go del V ístula y el Oder cuando ya escaseaban las tierras mar-
ginales en to rno al Rin, el Loira o el Tám esis. Era, pues, muy
poco probable la sim ultánea repetición endógena en el este de
la crisis de O ccidente. En realidad, durante un largo período
del siglo XIV, Polonia y Bohem ia parecían haber alcanzado su
apogeo político y cultural. La civilización urbana checa llegó a
su apogeo bajo la casa de Luxem burgo, antes de su vertiginosa
caída en la Liga de los Barones y las guerras h usitas1. En su
1 Durante este período, la prosperidad de Bohemia se basó en el des-
cubrimiento de las minas de plata de Kutna Hora, que se convirtieron

9
252 E u ro p a orien tal

breve resplandor bajo Carlos IV, B ohem ia fue la B orgoña de


Europa oriental. Polonia se libró de la gran peste y salió ven-
cedora de la guerra de los Trece Años; C asim iro III fue el con-
tem poráneo y equivalente de Carlos IV; la casa de los Jagellón
unió a Polonia con Lituania para form ar el m ayor E stad o te-
rritorial del continente. Tam bién en Hungría, los reyes angevi-
nos, Carlos R oberto y Luis I organizaron una poderosa m onar-
quía feudal, cuya influencia y prestigio fueron considerables en
todo el este y que b ajo Luis quedó unida a P olonia en una
unión personal. Pero esta vitalidad p olítica n o podía resistir
m ucho tiem po al cam bio de clim a econ óm ico que se produjo en
toda Europa oriental, rezagado resp ecto al de O ccidente pero
visiblem en te ligado a él, pues es evidente que a principios del
siglo XV había una depresión en am bas partes de Europa.
¿Cuáles fueron las verdaderas razones de la crisis en el este?
Ante todo, naturalm ente, en el vasto arco de los territorios
afectados por la colonización germ ánica se produjo el repenti-
no corte de todo el im pulso económ ico y dem ográfico transm iti-
do por ella. Cuando los centros del feudalism o en O ccidente que-
daron atrapados en un am plio frente por la recesión, su proyec-
ción sobre las tierras fronterizas del este se debilitó en la m ism a
m edida. El ím petu de la colonización dism inuyó y se desvane-
ció. A principios del siglo XIV ya aparecieron las siniestras se-
ñales de aldeas desiertas y cam pos abandonados en Brandem -
burgo y Pom erania, que en parte se debían a la m igración m ás
hacia el este de unos cam pesinos que habían crecido acostum -
brados a la m ovilidad. Pero tales desplazam ientos indicaban en
sí m ism os uno de los peligros de todo el p roceso colonizador.
Precisam ente porque la tierra era abundante, podía ser explo-
tada durante breve tiem po y abandonada después, según un
proceso recurrente del tipo que habría de erosionar la tierra en
otros con tin en tes y épocas. La tierra arenosa del litoral báltico
era especialm en te propensa al agotam iento, a no ser que re-
cibiera un tratam iento cuidadoso, y aquí tam bién la inundación
y la erosión avanzaron paulatinam ente. Adem ás, el d escen so en
los precios de los cereales en Occidente a causa de la vertigi-
nosa caída de la dem anda afectó inevitablem ente al este, donde
ya había com enzado un m od esto com ercio de exportación de
grano. El índice de los precios del centeno en K önigsberg du-

en el principal productor de Europa después del año 1300, cuando en el


resto de los países se produjo un descenso general: R. R. Betts, «The
social revolution in Bohemia and Moravia in the later Middle Ages», Past
and Present, núm. 2, noviembre de 1952, p. 31.
La c risis en el este 253

rante el siglo siguien te reflejó con toda fidelidad el descenso


de los precios de trigo registrados en las ciudades de Occiden-
te2. Al m ism o tiem po, y com o ya h em os dicho, los estrangula-
m ien tos en las técnicas m ineras afectaron a los stock s de m e-
tales acuñables en todo el con tinen te, aunque las m inas de
B ohem ia se viesen m enos afectadas que las de Sajonia. La de-
valuación de la m oneda y el d escen so de las rentas señoriales,
vivam ente sentidas en B randem burgo, P olonia y otros países,
fueron el com ún resultado. E l este n o se vio libre tam poco de
los azotes que en O ccidente acom pañaron a la gran crisis, los
terribles «efectos» de la depresión, que se convirtieron en las
«causas» de su reiteración. La p este, el ham bre y la guerra
asolaron las llanuras del este n o m en os que las del oeste. En-
tre los años 1340 y 1490 h u b o 11 brotes im portantes de peste
en P r u sia 3 y 20 epidem ias en R usia desde 1350 a 14504: el m is-
m o m onarca m o scovita Sim eón m urió a causa de ella, juntó
con su h erm ano y dos h ijos, en el año 1353. Sólo Polonia, entre
las grandes zonas de Europa, se libró en general de la peste
negra. B oh em ia n o fu e tan afortunada. En Prusia, las m alas co-
sechas de 1437-9 fueron las peores en un siglo. M ientras tanto,
las luchas m ilitares asolaban todas las regiones im portantes del
este. Los otom an os invadieron Serbia y B ulgaria a finales del si-
glo XIV, som etién dolas a una h isto ria local apartada de la del
resto de Europa. Más de 150 cam pañas se libraron en R usia
contra los m ongoles, litu an os, germ anos, su ecos y búlgaros. Las
continuas correrías y b atallas fronterizas despoblaron las zonas
situadas entre Brandem burgo y Pom erania. Las fuerzas polacas
aplastaron a la Orden T eutónica en Grünewald, en el año 1410,
con un ejército reclutado en toda la Europa oriental, e invadie-
ron Prusia en los años 1414, 1420 y 1431-3. D espués de dos dé-
cadas de una paz precaria com enzó en 1453 el con flicto final,
m u ch o m ás m ortífero: la guerra de los Trece Años, que hizo
pedazos a la Orden T eutónica y arruinó com pletam ente a Pru-
sia oriental por una generación. La despoblación y la deserción
m asiva de los cam pos fue el resultado final de esta feroz y pro-
longada lucha. En B ohem ia, las largas guerras husitas de prin-
cipios del siglo XV tuvieron el m ism o e fecto al provocar la de-
cadencia y pulverización de la econom ía rural a m edida que los
ejércitos rivales avanzaban y retrocedían p or sus tierras. Pero

2 Van Bath, The agrarian h istory of W estern Europe, p. 139.


3 Carsten, The origins of Prusia, p. 103.
4 Blum, Lord and peasant in Russia, p. 60,
254 E u ropa oriental

este suprem o drama de la Baja Edad M edia no se lim itó úni-


cam ente a las tierras checas. El em perador Segism undo reclu-
tó por toda Europa h u estes asalariadas para aplastar las
insurgentes ligas husitas, m ientras los ejércitos taboritas de Pro-
copió el R apado extendían la guerra contra el Im perio y la
Iglesia h asta el interior de Austria, Eslovaquia, Sajonia, Silesia,
Brandem burgo, Polonia y Prusia; sus colum nas itinerantes y
sus plataform as para el transporte de cañones abrieron una
senda de destrucción a lo largo de tod o el cam ino hacia Leip-
zig, N urem berg, B erlín y Danzig.
Por otra parte, m ientras las rebeliones sociales de O ccidente
vinieron después de los co n flictos m ilitares, o fueron inciden-
tes al m argen de ellos (la gran jacquerie), en el este am bos es-
tuvieron inextricablem ente unidos: las grandes guerras y las
insurrecciones form aron una m ism a cosa. Las dos grandes con-
flagraciones del B áltico y B ohem ia fueron tam bién violentas
guerras civiles. E n Erm land, los cam pesinos se rebelaron du-
rante una breve pausa del con flicto prusiano-polaco. La m ism a
guerra de los Trece Años fu e una salvaje y generalizada in su -
rrección social en la que las ciudades com erciales de Danzig
y Torun se aliaron con los grandes propietarios rurales y con
despiadados e incontrolados m ercenarios en una rebelión cuyo
objetivo fue el derrocam iento de la burocracia m ilitar de la
Orden T eutónica. A finales del siglo XIV, Bohem ia fue tam bién
escenario de turbulentos con flictos señoriales durante el reina-
do de W enceslao IV, con bandas errantes de asesinos a sueldo
rondando por los cam pos en b usca de botín; en estas sucias
peleas fue donde Jan Žižka, el futu ro com andante de la causa
husita, hizo su entrenam ien to m ilitar antes de servir en un gru-
po que lu ch o en G rünewald al lado del m onarca polaco. Inm e-
diatam ente después, de 1419 a 1434, explotaron las guerras hu-
sitas, fenóm eno sin precedentes en la historia m edieval que
unió a burgueses, pequeños propietarios, artesanos y cam pesi-
nos contra los terratenientes nob les, los patricios urbanos, la
dinastía y los ejércitos extranjeros en una extraordinaria lucha
social y protonacional b ajo las banderas de la r e lig ió n 5. Los

5 Frederick Heymann, John Zizka and the H ussite Revolution, Prince-


ton, 1965, es la principal obra sobre las guerras husitas que puede en-
contrarse en un idioma no checo. Estudio cálido y bien escrito, es ex-
cesivamente breve en los análisis sociales y se detiene en la muerte de
Žižka en 1424. Heymann subraya con todo acierto él carácter sin prece-
dentes de la insurrección husita, pero incurre en un anacronismo al pre-
tender que fue la primera de la gran cadena de revoluciones modernas,
La c risis en el e ste 255

A rtículos de la com unidad de los pobres rurales que fundaron


la ciudad de Tábor en las colinas de B ohem ia expresan, quizá,
el grito m ás profundo en busca de una im posible liberación
de toda la h istoria del feu d alism o europeo6. El m ilenarism o
radical fue suprim ido m uy p ronto dentro del bloque husita,
pero la lealtad de los cam pesinos y artesanos que proveyeron
de soldados a la causa husita, bajo sus dirigentes Žižka y Pro-
copio, no vaciló. Quince años tuvieron que pasar antes de que
esta insólita insurrección armada, que depuso a un em perador,
desafió al papado y derrotó a cin co cruzadas enviadas contra
ella, fuera finalm ente sofocada y el país recuperara una paz
m oribunda. A principios del siglo XV, las otrora fuertes monar-
quías de Polonia, B ohem ia y H ungría se habían desintegrado
en m edio de la usurpación y el desorden señorial y sus crecien-
tes presiones sobre el cam pesinado. A m ediados de siglo se pro-
dujo una breve y coordinada recuperación en los tres países
con la subida al trono de Jorge de Podĕbrady en las tierras che-
cas, la de M atías Corvino en H ungría y el reinado de Casimi-
ro IV en Polonia, todos ellos soberanos com p etentes que du-
rante cierto tiem p o restablecieron la autoridad real, deteniendo
el avance hacia la fragm entación nobiliaria. Pero a finales del
siglo los tres reinos habían caído de nuevo en una com ún de-
bilidad, y esta vez su decadencia era ya irrem ediable. En Polo-
nia, la m onarquía sería sacada a subasta por la szlachta, y en
B ohem ia y H ungría fue anexionada por los H absburgo. En esta
zona nunca volvió a aparecer ningún E stad o din ástico lo c a l7.
Rusia, por otra parte, entró en crisis antes que el resto del
este, co n la desintegración del E stado de Kiev y la conquista
m ongólica, y tam bién com enzó a recuperarse antes. La peor fase

antecesora de la holandesa, inglesa, americana y francesa, pp. 477-9. La


rebelión husita pertenece claramente a otra serie histórica, Josef Macek,
The H ussite m ovem ent in Bohemia, Praga, 1958, es una exploración mu-
cho más detenida de la composición de clase de las fuerzas contendien-
tes, pero esencialmente sólo es un esbozo que resume las grandes obras
de investigación del autor en checo.
6 «En esta época, ningún rey reinará; ningún señor dominará sobre la
tierra; no habrá servidumbre; todos los intereses e im puestos cesarán y
nadie obligará a nadie a hacer nada, porque todos serán iguales, herma-
nos y herm anas.» Los artículos milenaristas de Tábor, del año 1420, en
Macek, The H ussite m ovem ent in Bohemia, p. 133.
7 Para este modelo, véase R. R. Betts, «Society in Central and Western
Europe: its development towards the end of the Middle Ages», Essays in
Czech H istory, Londres. 1969, pp. 255-60, que es uno de los más impor-
tantes ensayos comparativos de la evolución agrícola de Europa occi-
dental y oriental durante esta época.
256 E u ro p a orien tal

de la época «no m onetaria», cuando la actividad económ ica se


hundió tan to que la m oneda autóctona desapareció p or com -
pleto, estaba superada en la segunda m itad del siglo XIV. Pri-
m ero b ajo la dirección de Suzdal y después de M oscú tuvo lu-
gar una len ta y espasm ódica reunificación de las tierras de
Rusia central, aun cuando dom inaba el yugo tributario de los
m ongoles. Sin em bargo, n o hay que exagerar su éx ito inicial,
ya que durante otro siglo los m ongoles se m ostraron capaces
de infligir los castigos pertinentes a la excesiva autonom ía rusa.
M oscú fue saqueado de form a resonante en el año 1382 en ven-
ganza por la derrota m ongol en K ulikovo dos años antes. Ade-
m ás, los m ongoles adoptaron la costum bre de deportar a los
artesanos, en b en eficio propio, a su cam pam ento asiático de
Sarai-Batu, ju n to al m ar Caspio. Se ha calculado que, a conse-
cuencia de sus correrías, el núm ero de ciudades rusas se redujo
a la m itad y la producción artesanal quedó virtualm ente eli-
m inada durante cierto tie m p o 8. Las incesantes guerras civiles en-
tre los E stados de los d istintos príncipes durante el gradual proce-
so de reunificación (se han docum entado m ás de 90 entre los años
1228 y 1462) contribuyeron tam bién a la recesión agrícola y al
abandono de las tierras: aunque quizá fuera m ás am biguo que
en el resto de Europa oriental, el fenóm eno de las p u s to š i — tie-
rras vacías— estaba todavía m uy extendido en los siglos XIV y
XV9. Situado fuera del alcance de la em igración germ ánica y den-
tro del radio de la tutela m ongol, el desarrollo de R usia no
debe alinearse m ecánicam ente con el del litoral b áltico o el de
las llanuras polacas: tuvo su propio ritm o y sus propias ano-
m alías. N aturalm ente, Sarai tuvo m ás im portancia para ese
p roceso que Magdeburgo. Sin em bargo, y en el m arco de estas
diferencias, parece in discutib le la enorm e analogía de sus tra-
yectorias.

8 Blum, Lord and peasant in Russia, pp. 58-61.


9 Hilton y Sm ith en su reveladora introducción a R. E. F. Sm ith
(comp.), The enserfm ent of the Russian peasantry, Cambridge, 1968, p. 14,
ponen en duda la interpretación que hace Blum de las referencias do-
cumentales a las p u sto ši, argumentando que también podrían indicar
tierras a la espera de nuevas roturaciones y asentam ientos, y no propie-
dades abandonadas. Los autores se preguntan hasta qué punto hubo en
Rusia una recesión demográfica o económica durante los siglos XIII y XIV
(páginas 15, 26). Russell, por su parte, calcula un descenso neto en la
población del 25 por ciento —de ocho a seis millones— entre 1340 y 1450,
equivalente a las pérdidas de Italia en el m ism o período, y necesaria-
mente un retroceso más grave, porque el crecim iento de la población
rusa ya había sido «notablemente lento» en la época precedente, Popu-
lation in E urope 500-1500, pp. 19, 21.
La c risis en el e ste 257

La depresión agrícola tuvo en el este una nueva y fatal con-


secuencia. Las ciudades com erciales del B áltico, Polonia y Ru-
sia, m ás recientes y m enos robustas, fueron m u ch ísim o m enos
capaces de resistir la repentina escasez y contracción d e su
entorn o rural que los m ás grandes y m ás antiguos centros ur-
banos de O ccidente. E stos representan, en efecto, el ú n ico sec-
tor im portante de la econom ía occiden tal que a pesar de todas
sus crisis avanzó constantem en te, entre tum ultos populares y
bancarrotas, durante los siglos XIV y XV. De hecho, y a pesar
de las m uertes causadas p or epidem ias y ham bres, la pobla-
ción urbana total de Europa o ccid en tal probablem ente creció
h asta el año 1450. Las ciudades del este, sin em bargo, estaban
m u ch o m ás expuestas. Las ciudades de la H ansa quizá iguala-
sen hacia el año 1300 a los p uertos italianos en su volum en de
transacciones. Sin em bargo, el valor de su com ercio, que se
com ponía sob re to d o de im p ortaciones de paños y exportacio-
n es de p rodu ctos agrícolas fo restales y naturales (m adera, cá-
ñam o, cera y pieles), era m ucho m e n o r 10; no es p reciso decir
que esas ciudades n o controlaban ningún co n ta d o rural. Ade-
m ás, ahora se enfrentaban con la in ten sa com petencia m arítim a
de Holanda: los barcos holan d eses com enzaron a navegar por
el Sound en el siglo XIV, y a fin ales del XV registraban el 70 por
cien to del tráfico que lo atravesaba. P recisam ente para enfren-
tarse a e ste reto, las ciudades germ ánicas, desde Lübeck a Riga,
constituyeron form alm en te en el añ o 1367 la Liga H anseática.
Pero la federación n o les sirvió para nada. Cogidas entre la
com peten cia holand esa por m ar y la depresión agrícola por
tierra, las ciudades de la H ansa quedaron definitivam ente pa-
ralizadas. Y con su decadencia desapareció la causa principal
de la vitalidad com ercial de las localidades situadas m ás allá
del Elba.
E sta debilidad de las ciudades fu e la causa fundam ental que
perm itió a los nob les adoptar una solu ción para la crisis, que
Ies estaba estructuralm ente bloqu ead a en O ccidente: una reac-
ción señorial que d estruyó len tam en te tod os los derechos cam -
pesinos y red ujo sistem áticam ente a la servidum bre a los arren-
datarios que trabajaban en los grandes dom inios señoriales. La
razón económ ica de esta situ ación, op uesta diam etralm ente a
la que en ú ltim o térm ino se adoptó en O ccidente, radica en
la relación en tre tierra y trabajo en el este. E l colap so dem o-
10 Henri Pirenne, Econom ic and social h istory of m ediaeval Europe,
Londres, 1936, pp. 148-52 [H istoria económ ica y social de la E dad Media,
México, FCE, 1963, p p . 110-2].
258 E u ropa orien tal

gráfico, aunque en térm inos absolu tos probablem ente fuese


m enos duro que en O ccidente, creó una ten sión relativam ente
superior en lo que ya era una endém ica escasez de m ano de
obra. Dados los vastos esp acios escasam ente poblados de Euro-
pa oriental, la huid a de los cam pesinos constituía un grave pe-
ligro para los señores m ientras la tierra continuara siendo po-
tencialm ente m uy abundante. Al m ism o tiem po, existían pocas
oportunidades de dedicarse a form as de agricultura que exigie-
ran m enos m ano de obra, co m o la industria de la lana, que
había venido en ayuda de los acosados señores de Inglaterra
y Castilla, porque la agricultura y el cultivo de cereales con s-
tituían las form as obvias de producción en las tierras del este,
inclu so antes de que com enzara un am plio com ercio de expor-
tación. Por tanto, la relación entre tierra y trabajo im pulsaba
a la clase nobiliaria h acia las restriccion es forzosas de la mo-
vilidad cam pesina y hacia la form ación de grandes dom inios
señoriales11. Pero la rentabilidad económ ica de ese cam ino no
era la m ism a que su p osibilidad social. La independencia y el
poder de atracción de ciudades y m unicipios, in clu so en una
form a dism inuida, con stitu ía un o b stácu lo m an ifiesto para la
im posición coercitiva de una servidum bre generalizada al cam -
pesinado. Ya h em os v isto que la «interposición» objetiva de
las ciudades en la estructura global de clases fue precisam ente
lo que b loq u eó la in ten sificación final de los vínculos serviles
com o respu esta a la crisis en O ccidente. La condición previa
de la im placable y regresiva transform ación del cam po que
tuvo lugar en el e ste fue, por tanto, la aniquilación de la auto-
nom ía y la vitalidad de las ciudades. La nobleza era perfecta-
m ente con scien te de que no podría conseguir el aplastam iento
de los cam pesinos h asta que n o hubiera elim inado o sojuzgado
a las ciudades. E im p lacab lem ente p u so m anos a la obra. Las
ciudades de Livonia se resistieron activam ente a la introduc-
ción de la servidum bre; las de B randem burgo y Pom erania, m ás
som etid as desde siem pre a las presiones de señores y príncipes,
n o opusieron resisten cia. Am bas, sin em bargo, fueron indistin-
tam en te derrotadas en su lucha contra sus adversarios señoria-
les en el cu rso del siglo XV. Prusia y B ohem ia, cuyas ciudades
habían sid o trad icionalm ente m ás poderosas, fueron las únicas
zonas del este que de form a m uy significativa conocieron ver-

11 E ste postulado fundamental fue enunciado en su form a clásica por


Dobb, Studies in the developm en t of capitalism , pp. 53-60, y ha sido des-
arrollado posteriorm ente por Hilton y Smith, The enserfm ent of the
Russian peasantry, pp. 1-27.
La crisis en el e ste 259

daderos levantam ientos cam pesinos y una violenta resistencia


social contra la nobleza en esta época. Con todo, al final de la
guerra de los Trece Años, todas las ciudades prusianas, excepto
K önigsberg, estaban arruinadas o anexionadas a Polonia. Kö-
nigsberg se opu so al avance de la servidum bre p ero 110 pudo
detenerlo. La derrota final de los husitas, en cuyos ejércitos
habían peleado codo a codo los cam pesinos y los artesanos po-
bres, selló tam bién el d estin o de las ciudades autónom as de
Bohem ia: alrededor de cincuenta fam ilias de m agnates m ono-
polizaban el poder p olítico a finales del siglo XV, y a partir del
año 1487 lanzaron un despiadado ataque contra los debilitados
centros urbanos12.
E n R usia, donde las ciudades m ercantiles de N ovgorod y
Pskov nunca habían p oseíd o una estructura m unicipal sem e-
jante a las de otras ciudades europeas, ya que estaban dom i-
nadas com pletam ente por terratenientes boyardos y no ofre-
cían garantías de libertad personal dentro de sus m urallas, la
concentración del poder nob iliario en los E stad os de Suzdal y
M oscovia se enfrentó a ellas con espíritu sim ilar. La indepen-
dencia de N ovgorod fu e suprim ida por Iván III en el año 1478;
la crem a de sus boyardos y m ercaderes fue deportada, sus do-
m inios confiscados y repartidos y a partir de entonces un go-
bernador real o n a m estn ik rigió la ciudad directam ente para
el z a r 13. P oco después, B asilio III som etió a Pskov. Las nuevas
ciudades creadas en la R usia central eran centros m ilitares y
adm inistrativos situados desde el com ienzo bajo e l control de
los príncipes. Pero la política sistem áticam en te m ás antiurbana
de todas fue desarrollada por los terratenientes polacos. ‘ En
Polonia, la nobleza suprim ió los centros com erciales locales
para entenderse directam ente con los m ercaderes extranjeros,
estab leció precios m áxim os para los bienes producidos en las
ciudades, se apropió de los derechos de m anufactura y pro-
cesad o (fabricación de cerveza), p rohibió a los habitantes de
las ciudades la propiedad de tierras y, naturalm ente, im pidió
la recepción de lo s cam pesinos fugitivos en las ciudades: m e-
didas que se dirigían en su totalidad contra la m ism a existencia
de una econom ía urbana. E l resu ltad o inevitable de este proce-
so, repetido en un país tras otro, fue un len to y general agos-
tam ien to de la vida de las ciudades en toda Europa oriental. El

12 F. Dvornik, The Slavs in European histo ry and civilization, New


Brunswick, 1962, p. 333.
13 Para este episodio, véase G. Vem adski, Russia at the daw n of the
M odern Age, Yale, 1955, pp. 54-63.
260 E u ro p a o rien ta l

proceso fue m ás lim itado en B ohem ia gracias a la oportuna


alianza entre el patriciado urbano germ ánico y los señores feu-
dales checos contra los h usitas, y en Rusia, cuyas ciudades nun-
ca habían gozado de las libertades corporativas de los puertos
hanseáticos y, por tanto, n o representaban una am enaza sem e-
jante para el poder señorial: Praga y M oscú sobrevivieron con
las m ayores poblaciones de la región. En las tierras de Bran-
dem burgo, Pom erania y el B áltico, colonizadas por los germ a-
nos, la desurbanización fue tan com pleta que en una fecha t a n
tardía com o 1564 la m ayor ciudad de Brandem burgo, B erlín,
contaba só lo con el ridículo núm ero de 1.300 casas.
E sta derrota histórica de las ciudades fue lo que abrió ca-
m ino a la im posición de la servidum bre en el este. Los m eca-
n ism os de la reacción señorial fueron innum erables y en la
m ayor parte de las zonas se codificaron algún tiem p o después
de que los cam bios sustanciales ya se hubieran efectu ad o en la
práctica. Pero el m odelo general fue idéntico en todas partes.
Durante los siglos XV y XVI se redujo gradualm ente la m ovili-
dad de los cam pesinos de Polonia, Prusia, R usia, B randem bur-
go, B ohem ia y Lituania; se im pusieron castigos por sus huidas;
se utilizaron las deudas para vincularlos a la tierra y las cargas
se hicieron m ás d u r a s14. Por vez prim era en su historia, el
este presenciaba ahora la aparición de una verdadera econom ía
señorial. En Prusia, la Orden T eutónica decretó en el año 1402
la expulsión de las ciudades, durante el tiem p o de cosecha, de
aquellos que carecieran de dom icilio fijo; la vuelta de los cam -
pesinos fugitivos a sus señores en el año 1417; la regulación
de salarios m áxim os para los jornaleros en 1420. Durante la

14 Para un panorama de todo este proceso, véase el articulo de Blum,


«The rise of serfdom in Eastern Europe», American H istorical R eview,
julio de 1957, ensayo precursor cualesquiera que sean las reservas que
pueda inspirar su esquema explicativo. Efectivamente, Blum propone cua-
tro razones básicas para explicar la servidumbre final del campesinado
de Europa oriental: el aumento del poder político de la nobleza, el des-
arrollo de las jurisdicciones señoriales, el impacto del mercado de ex-
portación y la decadencia de las ciudades. Las dos primeras se limitan
a redescribir el fenómeno de la servidumbre, pero no lo explican. La
tercera, como veremos, no es plausible empíricamente. La cuarta es la
única causa realmente válida, aunque, naturalmente, necesita a su vez
ser explicada. En general, el artículo de Blum carece de la profundidad
temporal o de la plenitud comparativa suficientes para situar en toda
su plenitud el fenómeno de la servidumbre del este. E sto sólo puede
realizarse cuando se ha establecido adecuadamente la distinta formación
histórica de las dos zonas de Europa. Sin embargo, sus deficiencias en
este sentido no restan valor a los señalados m éritos del ensayo de Blum,
que continúa siendo un hito en el análisis del problema.
La c risis en e l este 261

guerra de los Trece Años, la O rden enajenó tierras y jurisdic-


ciones en m asa a los m ercenarios que habían contratado para
luchar contra los p olacos y la U nión, con el. resultado de que
un territorio previam ente d om inado p or pequeños cam pesinos
que pagaban rentas en esp ecie a una burocracia m ilitar que se
las apropiaba y las p on ía a la venta, p resen ció ahora la trans-
ferencia de tierras en gran escala a una nueva nobleza y la con-
solidación de grandes dom inios y de ju risd iccion es señoriales.
E n 1494 los terraten ien tes pru sianos habían conseguido e l de-
recho de ahorcar sin previo ju icio a los fugitivos. Finalm ente,
la Orden, debilitada, se d isolvió a p rin cipios del siglo XVI, si-
m ultáneam ente con la represión de las rebeliones cam pesinas
y la secularización de las tierras de la Iglesia, y lo s caballeros
que quedaban se m ezclaron con la aristocracia local para for-
m ar una sola cla se social, los Ju n kers, que a partir de entonces
dom inó a un cam pesinad o privado de sus derechos consuetudi-
narios e irreversiblem ente adscrito a la tierra. En Rusia, el ata-
que contra los pobres rurales estu v o igualm ente unido a una rem o-
delación dentro de la propia clase feudal. E l auge de las fincas
asignadas por servicios, o p o m e s t’e, a co sta del patrim onio alo-
dial, o v o čina, b a jo los au sp icios y en b en eficio del E stado m os-
covita, produjo, d esd e fin ales del siglo XV, el n uevo estrato de
una im placable nobleza terrateniente. La exten sión m edia de
los dom inios feu dales descend ió tem p oralm ente a la vez que
se producía una in ten sificación de las exacciones del cam pesi-
nado. Las cargas y las prestacion es aum entaron incesantem ente,
m ientras los p o m e ščik i p rotestaban contra las pautas de m ovi-
lidad cam pesina. En 1497, el código adm inistrativo de Iván III
abrogó form alm ente el tradicional derecho de los cam pesinos
libres de deudas a abandonar las tierras según su propia vo-
luntad y lim itó sus salidas a la sem ana anterior y p osterior a la
festivid ad de San Jorge. E n el siglo sigu iente, y b ajo su suce-
sor, Iván IV, aum entaron progresivam ente las prohibiciones de
abandonar las tierras, p rim ero b a jo el pretexto de las coyun-
turales «em ergencias nacionales» creadas por las catástrofes
de las guerras de Livonia; d esp ués, a m edida que el tiem p o pa-
saba, las proh ibicion es se h icieron norm ales y absolutas.
En B ohem ia, la redistrib ución de la tierra tras los levanta-
m ien tos hu sitas, que d esem b ocó e n la d esp osesión de una Igle-
sia propietaria h asta en ton ces de un tercio de toda la superficie
cultivada del país, prod u jo enorm es latifundios nobiliarios y
una sim ultánea dem anda de una m an o de obra estab le y de-
p en d ien te que los cultivase. Las guerras habían causado un
262 E u ropa orien tal

gran despoblam iento y escasez de m ano de obra. En consecuen-


cia, se tendió inm ediatam ente a las restriccion es coercitivas de
los m ovim ientos del cam pesinado. E n 1437, tres años después
de la derrota de P rocopio en Lipany, el Tribunal de la Tierra
dictó norm as para la persecu ción de los fugitivos; en 1453,
el S n em prom ulgó de nuevo el m ism o principio; finalm ente, la
adscripción form al y legal fu e decretada por un E statu to de
1497 y por la Ordenanza de la Tierra de 150015. E n el siglo si-
guiente se in ten sificaron las p restaciones de trabajo personal,
y el desarrollo de los viveros de peces y de la producción de
cerveza, característicos de las fincas checas, añadió nuevos
em olum entos a las rentas señoriales16, p ero la supervivencia de
un respetable enclave urbano en la econom ía parece haber lim i-
tado el grado local de exp lotación rural, ya que las prestaciones
de trabajo fueron aquí m ás reducidas que en los otros países.
En Brandem burgo, la p rohibición de la m igración estacional,
decretada por Polonia en 1496, agravó seriam ente el problem a
de m ano de obra de los terraten ien tes germ anos y contribuyó
a precipitar la expropiación de las parcelas de lo s pequeños
cam pesinos y la integración forzosa de la fuerza de trabajo ru-
ral en los dom inios señoriales, que sería la característica m ás
notable del siglo p r ó x im o 17. En Polonia fue donde la reacción
señorial llegó m ás lejos. La nobleza había obtenido de la m o-
narquía derechos ju risdiccionales y de otra índole a cam bio
del dinero n ecesario para ganar las guerras contra la Orden
Teutónica. La reacción de la clase terrateniente contra la esca-
sez de m ano de obra de la época fue la prom ulgación de los
E statu tos de Piotrkow , que por vez prim era vincularon form al-
m ente a los cam pesinos a la tierra y prohibieron a las ciuda-
des que los acogieran. E n el siglo XV experim entaron un rápi-
do crecim ien to los dom inios feudales o fo lw a rk y, que se des-
arrollaron con esp ecial densidad a lo largo de las rutas fluviales
que conducían al B áltico. Así pues, en toda Europa oriental
tuvo lugar en esta época Una tendencia jurídica general hacia
la servidum bre. La legislación adscripticia de los siglos XV y XVI
n o consiguió estab lecer de golpe la servidum bre d e todos los

15 R. R. Betts, «Social and constitutional development in Bohemia in


the Hussite period», Past and Present, núm. 7, abril de 1955, pp. 49-51.
16 A. Klima y J. Macurek , «La question de la transition du féodalisime
au capitalisme en Europe centrale (XVI-XVIIIe siècles)», 10th International
Congress of H istorical Sciences, Upsala, 1960, p. 100.
17 Hans Rosenberg, «The rise of the Junkers in Brandenburg-Prussia
1410-1653», American H istorical R eview , vol. xl i x, octubre de 1943 y ene-
ro de 1944, p. 231.
La crisis en el este 263

cam pesinos del este. En cada país se produjo una distancia


considerable entre los códigos legales que prohibían la m ovi-
lidad y las realidades sociales del cam po. E ste fenóm eno fue
igualm ente cierto en Rusia, B ohem ia o P o lo n ia 18. Los instru-
m entos para im poner la servidum bre de la gleba eran todavía
m uy deficientes, y las huidas de las aldeas continuaron incluso
después de que se decretasen contra ellas las m edidas m ás re-
presivas, favorecidas ilícitam ente en algunas ocasiones por los
m ism os grandes m agnates, deseosos de atraer a la m ano de obra
de terraten ientes m ás pequeños. En Europa oriental no existía aún
la m aquinaria p olítica que perm itiera una rigurosa y com pleta
servidum bre. Pero el p aso decisivo ya se había dado: las nue-
vas leyes anticiparon el futuro sistem a econ óm ico del este.
A partir de ese m om ento, la p osición del cam pesinado se hun-
dió inexorablem ente.
La degradación ininterrum pida del cam pesinado en el si-
glo XVI coincidió con la expansión de una agricultura exporta-
dora, p ues los m ercados occidentales se abastecieron cada vez
m ás con los cereales procedentes de los dom inios señoriales
del este. A proxim adam ente a partir de 1450, con la recupera-
ción económ ica de O ccidente, las exportaciones de grano rea-
lizadas por el V ístula superaron por vez prim era a las de m a-
dera. El com ercio de grano se aduce a m enudo com o la razón
m ás fundam ental de la «segunda servidum bre» de Europa orien-
tal19. Los testim on ios existen tes n o parecen avalar, sin embargo,
esa conclusión. Rusia, que no exportó trigo hasta el siglo XIX,
experim entó una reacción señorial n o inferior a la de Polonia
o A lem ania oriental, que tuvieron un com ercio floreciente desde
el siglo XVI. Por otra parte, y dentro ya de la propia zona ex-
portadora, la tendencia hacia la servidum bre precedió cronoló-
gicam ente al despegue del com ercio de grano, que únicam ente
tuvo lugar después de la subida de los precios cerealísticos y la
expansión del con su m o occidental con el b oom general del si-
18 Compárense las observaciones muy similares en R. H. Hellie, En-
serfm ent and m ilitary change in M uscovy, Chicago, 1971, p. 92; W. E.
Wright, Serf, seigneur and sovereign. Agrarian reform in eighteenth cen-
tury Bohemia, Minneapolis, 1966, pp. 8-10; Marian Malowist, «Le com-
-merce de la Baltique et le problème des luttes sociales en Pologne aux
XVe et XVIe siè cles», La Pologne au X e Congrès International des Sciences
H istoriques, pp. 133-9.
19 Véase, por ejem plo, M. Postan, en E astern and W estern Europe in
the M iddle Ages, pp. 1704; Van Bath, The agrarian h istory of Western
Europe, pp. 156-7; K. Tymieniecki, «Le servage en Pologne et dans les
pays limitrophes au Moyen Age», La Pologne au X e Congrès International
des Sciences H istoriques, pp. 26-7.
264 E u ro p a o rien ta l

glo XVI. N aturalm ente, e l G u tsh errsch aft especializado en ex-


portaciones de centeno n o era d esconocido en Pom erania o
Polonia ya en el siglo X III , p ero estadísticam ente nunca fue
una actividad dom inante y tam poco lo sería en lo s dos siglos
posteriores. E l verdadero esplendor de la agricultura exporta-
dora del este — de las fincas señoriales denom inadas abusiva-
m ente en ocasiones «plantaciones em presariales»— fue el si-
glo XVI. Polonia, principal país productor de la región, exporta-
ba a com ienzos del siglo XVI alrededor de 20.000 toneladas de
centeno al año. Cien años después esta cifra se había m ultipli-
cado por m ás de och o hasta alcanzar las 170.000 toneladas en
161820. El núm ero anual de barcos que atravesaban el Sound
aum entó en el m ism o período de una m edia de 1.300 a otra
de 5.00021. Los precios del grano en Danzig, principal puerto
para el tráfico de cereales, eran siem pre entre un 30 y un 50
por cien to m ás altos que en los centros in teriores de Praga,
Viena y Liubliana e indicaban el ím petu com ercial del m ercado
de exportación, aunque el nivel general de p recios de grano en
el este fuera todavía aproxim adam ente la m itad que en O cci-
dente a finales del siglo x v i 22. Con todo, el papel del com ercio
del B áltico en la econom ía cerealista de Europa oriental no
debe exagerarse. De hecho, en Polonia, que era el principal país
im plicado en este com ercio, las exportaciones de grano sólo
representaron del 10 al 15 por cien to de la producción total en
los m om en tos culm inantes, ya que durante la m ayor parte del
siglo XVI las proporciones fueron m uy inferiores a e s o 23.

20 H. Kamen, The iron century. Social change in E urope 1550-1660, Lon-


res, 1971, p. 21 [E l siglo de hierro, Madrid, Alianza, 1977].
21 J. H. Parry, «Transport and trade routes», Cam bridge Econom ic
H istory of Europe, vol. IV , The economy of expanding E urope in the
sixteenth and seventeenth centuries, Cambridge, 1967, p. 170 [«El trans-
porte y las rutas comerciales», H istoria económica de Europa, IV, La
economía de expansión en Europa en los siglos X V I y X V II, Madrid,
e d er sa , 1977].
22 Aldo de Maddalena, Rural E urope 1500-1700, Londres, 1970, pp. 42-3;
Kamen, The iron century, pp. 212-13.
23 W. Kula, Théorie économique du s y s tèm e féodal, pp. 65-7. Véase
también Andrzej Wyczanski, «Tentative estim ates of Polish rye trade in
the sixteenth century», Acta Poloniae H istorica, IV, 1961, pp. 126-7. Las
cifras utilizadas por Kula fueron calculadas originalmente para la Polo-
nia del siglo XVIII anterior al reparto, pero Kula supone que sirven como
media para todo el período de los siglos XVI al XVIII. El índice de co-
mercialización de todas las cosechas fue quizá del 35 al 40 por ciento
del producto neto. La proporción de las exportaciones en el m ercado to-
tal del grano fue, pues, del 25 al 40 por ciento, que, com o Kula señala,
era una cifra muy considerable.
La crisis en el este 265

E l im pacto del com ercio de exportación Sobre las relaciones


sociales de producción n o debe sub estim arse, pero norm alm en-
te tom ó la form a de u n au m en to en el ín dice y n o de una in-
novación en el tip o de exp lotación feudal. Es, por tanto, m uy
significativo que las p restacion es de trabajo personal —índice
transparente del grado de extracción de plusproducto del cairí-
pesinado— aum entaran notab lem en te del siglo X V al XVI en
Brandem burgo y P o lo n ia 24. A fin ales del siglo XVI se elevaban
a unos tres días a la sem ana en M ecklem burgo, m ientras que
en P olonia se exigían algunas v eces n o m enos d e seis días a la
sem ana a los villan os em pobrecidos, privados a m enudo de par-
celas de su propiedad. Pues, ju n to a la in ten sificación del ín-
dice de explotación, la aparición de una agricultura exportado-
ra a gran escala con d ujo tam bién de form a inevitable a la
incautación de las tierras de las aldeas y a una expansión ge-
neral de la su p erficie cultivada. De 1575 a 1624, las tierras se-
ñoriales aum entaron en un 50 por cien to en la M arca M e d ia 25.
En Polonia, la p roporción entre reservas señoriales y cultivos
cam pesinos en las propiedades de la nobleza se elevó a unos
niveles prácticam en te d escon ocid os e n el O ccidente m edieval:
entre 1500 y 1580, la m edia se situaba alrededor de 2 : 3 y 4 : 5,
lo que im plicab a un aum ento de la m ano de obra asa la ria d a 26.
E l estrato de los antiguos cam pesinos ricos o roln ik i quedó eli-
m inado en todas partes.
Al m ism o tiem po, claro está, el com ercio de cereales por el
B áltico aceleró las tendencias antiurbanas de los terratenientes
locales, porque el flu jo exportador los liberaba de la dependen-
cia de las ciudades locales. Ahora tenían a su disposición un
m ercado que les aseguraba un os continu os ingresos en m etálico
y un su m in istro final de b ien es m anufacturados, sin los incon-
venientes de las ciudades p olíticam en te autónom as a su vera.
Ahora só lo ten ían que asegurar que las ciudades existen tes que-
daran m arginadas por los con tactos directos en tre los com er-
ciantes extranjeros y los terraten ien tes locales. Y e so fue pre-
cisam en te lo que com enzaron a hacer. Los barcos holandeses
dom inaron m uy p ron to to d o el trá fico del centeno. E l resulta-

24 Blum, «The rise of serfdom in Eastern Europe, p. 830.


25 Kamen, The iron century, p. 47.
26 A. Maczak, «The social distribution of landed property in Poland
from the 16th to the 18th century», Third International Conference of
E conom ic H istory, Paris, 1968, p. 469; A. Wyczanski, «En Pologne. L’éco-
nom ie du domaine nobiliaire moyen (1500-1580)», Annales ESC, enero-fe-
brero de 1963, p . 84.
266 E u ropa orien tal

do final fue un sistem a agrícola que dio origen a unidades de


producción m ucho m ás exten sas, en algunas regiones, que los
prim eros dom inios feu dales de O ccidente, los cuales en sus ex-
trem os siem pre ten d ieron a fragm entarse en parcelas arren-
dadas. Los enorm es b en eficio s del com ercio de exportación, en
el siglo de la revolución de los p recios en O ccidente, podían
sosten er los co stes de la sup ervisión y organización señorial de
la producción en una escala m uy superior. El centro del com -
plejo productor se desplazó hacia arriba, del pequeño produc-
tor al em presario fe u d a l27. Pero la perfección final de este
sistem a n o debe con fu nd irse con la originaria respuesta estru ctu -
ral de la nobleza del e ste a la depresión agrícola de los si-
glos XIV y XV, que estu v o determ inada por el equilibrio global
de fuerzas de cla se y por el resu ltad o de una violen ta lucha
social dentro de las propias form aciones sociales de Europa
oriental.
La agricultura señorial que se con so lid ó en Europa oriental
durante el prim er p eríod o de la época m oderna fue, sin em bargo,
m uy diferente en algunos asp ectos fundam entales a la de Europa
occiden tal durante el prim er p eríod o de la época m edieval. Ante
todo, fue un sistem a agrícola econ óm icam ente m ucho m enos di-
nám ico y productivo, consecuen cia fatal de la m ayor opresión
social de las m asas rurales. E l principal progreso que experi-
m en tó durante sus tres o cuatro siglos de existencia fue sólo
extensivo. A partir del siglo XVI, el desbroce de tierras avanzó
len ta e irregularm ente en la m ayor parte del este en un m ovi-
m ien to sem ejante a la roturación del O ccidente m edieval. E ste
proceso se v io en orm em en te d ificultado por el problem a, e s-
p ecífico de esta región, de las estepas pónticas que llegaban
h asta E uropa oriental, co n ocid o hábitat de los depredadores
tártaros y los saqueadores cosacos. La penetración polaca en
V olinia y Podolia durante el siglo XVI y a com ienzos del XVII
fue p osib lem en te la expansión agrícola m ás rentable de la épo-
ca. La definitiva conquista rusa de los vastos espacios desiertos
situados al este, con la colon ización agrícola de Ucrania, no se

27 S. D. Skazkin, «Osnovnye problem i tak Nazyvaemovo ‘Vtorovo Iz-


danii Krepostnichestva’ v Srednei i Vostochnoi Evrope», V oprosi Istorii,
febrero de 1958, pp. 103-4, ensayo profundo y escrupuloso. Debido a la
m asa numérica de pequeños propietarios, la propiedad media polaca no
era estadísticamente muy grande: alrededor de 130 hectáreas en el si-
g lo XVI, pero la extensión de las propiedades de los magnates, concen-
tradas en unas pocas fam ilias aristócratas, era enorme, llegando en oca-
siones a cientos de miles de hectáreas con su correspondiente número
de siervos.
La crisis en el este 267

consum ó hasta finales del siglo xvi i i 28. En ese m ism o período,
los colonos austríacos p usieron por vez prim era en explotación
grandes zonas de Transilvania y el Banato. La m ayor parte de
la p u szta húngara n o se vio afectada por los cultivos agrícolas
hasta m ediados del siglo x ix 29. La siem bra del sur de Rusia
representó, en definitiva, la m ayor roturación cuantitativa de
tierras en toda la h istoria del continente, y durante la era de la
revolución industrial, Ucrania habría de convertirse en la reser-
va cerealista de Europa. El desarrollo extensivo de la agricul-
tural feudal en el este, aunque m uy lento, fue en definitiva im -
ponente, pero nunca se vio igualado por avances intensivos
en la organización o la productividad. La econom ía rural con-
tinuó sien d o tecnológicam ente atrasada y nunca generó im por-
tantes innovaciones com o las que habían caracterizado al Oc-
cidente m edieval, e in clu so p u so de m a n ifiesto con frecuencia
una prolongada resistencia a la adopción de estos prim eros avan-
ces occidentales. Así, la p o d sek a , o sim ple apertura de rozas
en el bosque, fue el sistem a predom inante en M oscovia hasta
el siglo XV, y la rotación trienal de cultivos no se introdujo has-
ta la década de 146030. Los arados de hierro con vertedera fue-
ron descon ocidos durante m ucho tiem p o en las regiones del
este que n o se vieron afectadas por la colonización germánica;
la soka, o sim ple arado de m adera que sólo arañaba la tierra,
fue una herram ienta norm al del cam pesino ruso hasta el si-
glo XX. A pesar de la continua escasez de p ien sos, no se des-
arrollaron nuevos cultivos h asta la im portación de maíz en
los Balcanes durante la época de la Ilustración. Como conse-
cuencia de tod o ello, la productividad de la agricultura feudal
del este fue, en general, terriblem ente baja. Las cosechas de ce-
reales eran todavía de 4 : 1 en el siglo XIX, es decir, estaban en
un os niveles alcanzados por E uropa occidental desde el si-
glo XIII y superados en el siglo x v i 31.

28 Para la importancia de su colonización final, véanse las observa-


ciones de McNeill, E urope’s step p e fron tier 1500-1800, pp. 192-200.
29 Den Hollander, «The great Hungarian plain», pp. 155-61.
30 A. N. Sajarov, «O Dialektike Istoricheskovo Razvitiia Russkovo
Krest’yantsva», V oprosi Istorii, 1970, núm. 1, p. 21; Hellie, Enserfment
and m ilitary change in M uscovy, p. 85.
31 Véanse los análisis de B. H. Slicher van Bath, «The yields of dif-
ferent crops (mainly cereals) in relation to the seed c. 810-1820», Acta
H istoriae Neerlandica, II, 1967, pp. 35-48 ss. Van Bath clasifica las cosechas
de trigo en cuatro niveles históricos de productividad: el estudio A tiene
una cosecha media de 3: 1; el B, de 3: 1 a 6: 1; el C, de 6: 1 a 9: 1, y el D,
de más de 9: 1. La transición del estadio B al C tuvo lugar antes del
268 E u ro p a orien tal

Tal fue el retraso h istórico de Europa oriental. La causa


fundam ental de este resultado prim itivo — si se m ide con
patronos interfeudales— hay que buscarla en la naturaleza de
la servidum bre en el este. Las relaciones rurales de producción
nunca perm itieron el m argen definido de autonom ía y produc-
tividad cam pesinas que había existido en Occidente: lo im pedía
la uniform e concentración de señorío económ ico, ju ríd ico y
personal que caracterizó al sistem a señorial de Europa oriental.
El resultado fue a m enudo la existencia de una relación entre
reservas señoriales y tierras arrendadas absolutam ente distinta
a la de Occidente; la szlach ta polaca alcanzó sistem áticam en te
una proporción doble o triple que la del O ccidente m edieval,
llevando la extensión de sus fo lw a rk y hasta los m ism os lím ites
del agotam iento rural. A sim ism o, se exigieron prestaciones de
trabajo personal hasta lím ites desconocidos en Europa occi-
dental (prestaciones en principio «ilim itadas» en H ungría y, en
la práctica, de unos cin co o seis días por sem ana en Polonia) 32.
El efecto m ás llam ativo de esta superexplotación señorial fue
la inversión de la pauta global de productividad de la agricul-
tural feudal anterior. M ientras que en O ccidente las cosechas
eran norm alm ente m ás altas en las reservas señoriales que en
las parcelas de los cam pesinos, en el este las parcelas con se-
guían con frecuencia unas tasas de productividad superiores a
las de las reservas aristocráticas. En la Hungría del siglo XVII ,
la productividad de los cam pesinos fue en ocasion es el doble
que la de las reservas señoriales33. En Polonia, las tierras de
los señores, que doblaron su extensión por la absorción de los
propietarios m edios, quizá aum entaran sus ingresos reales en
poco m ás de un tercio: hasta tal punto fue radical el d escen so
de la producción cuando sus siervos se vieron presionados de
esa fo r m a 34. Los lím ites del feudalism o del este — que reduje-
ron y definieron todo su desarrollo histórico— fueron lo s de su
organización social del trabajo; las fuerzas rurales de produc-
ción quedaron atrapadas dentro de unos lím ites relativam ente
estrechos debido al tipo y al g rado de explotación del produc-
tor directo.

año 1500 en la mayor parte de Europa occidental, mientras que la mayor


parte de Europa oriental estaba todavía en el estadio B en la década
de 1820.
32 Zs. Pach, Die ungarische Agrarentwicklung im 16-11 Jahrhundert. Ab-
biegung von W esteuropäischen Entwicklungsgang, Budapest, 1964, pp. 56-
8; R. F. Leslie, The Polish question, Londres, 1964, p. 4.
33 Kamen, The iron century, p. 223.
34 De Maddalena, Rural Europe, 1500-1750, p. 41.
La c risis en el este 269

E ngels se refirió, en una céleb re frase, a la reacción seño-


rial de Europa orien tal a finales de la Edad M edia y com ienzos
de la Edad M oderna, denom inándola la «segunda servidum -
b r e » 35. E s p reciso aclarar la am bigüedad de esa definición con
o b jeto de situar definitivam en te la vía oriental al feudalism o
en su verdadero con tex to histórico. S i por esa frase se entiende
que la servidum bre v olvió a E uropa oriental, que llegó por se-
gunda vez para perseguir a los pobres, la expresión es sencilla-
m ente incorrecta. Com o ya h em os visto, la servidum bre propia-
m ente dicha nunca había ex istid o previam ente en el este. Pero
si con ella se en tiend e que E uropa experim entó dos oleadas
diferen tes de servidum bre, prim ero la de O ccidente (del siglo IX
al XIV) y después la del este (del siglo XV al XVIII), entonces es
una fórm u la que define exactam ente el verdadero desarrollo
h istó rico del con tinen te. Con ella p odem os in v e rtir el habitual
pu n to de v ista desd e el que se observa la servidum bre del este.
C onvencionalm ente, los h istoriadores presentan este fenóm eno
com o una regresión h istó rica a partir de las libertades previas
que existían en el este antes de la reacción señorial. Pero la
verdad e s que esas libertades fueron la in te rru p c ió n de un lento
proceso au tócton o de feudalización servil en el este. Pues lo que
B loch llam aba el «desarrollo de los vín cu los de dependencia» ya
estaba en m archa cuando la expansión occidental m ás allá del
Elba y la transm igración rusa h asta el Oka y el Volga lo detu-
vieron de form a repentina y tem poral. La reacción señorial en el
este, a partir de finales del siglo XIV, puede considerarse, por
tanto, en una p e r s p e c tiv a m ás am plia, com o una reanudación
de u n m archa au tóctona hacia un feu d alism o articulado, que
había sid o bloqueada y desviada desde fuera por espacio de
dos o tres siglos. E sta m archa com en zó después y fue m ucho
m ás len ta y vacilante q u e en O ccidente, debido sobre todo, com o
ya hem os visto, a que n o tu vo detrás ninguna «síntesis» origi-
naria. Pero un a vez desenm arañada, la lín ea de su trayectoria
parece señalar, en ú ltim o térm ino, hacia un orden social sem e-
jan te al que an tes había ex istid o en las regiones m enos urbani-
zadas y m ás atrasadas del O ccidente m edieval. A partir del si-
glo XII, sin em bargo, ya n o era p o sib le una evolución puram en-
te endógena. Con la in tru sión de O ccidente el d estin o del este

35 Marx-Engels, Selected correspondence, p. 355 [Correspondencia, pá-


gina 329]. Engels alude aquí a su ensayo sobre la Marca, en el que se
inclina claramente por la primera interpretación de la frase, incluyendo
equivocadam ente a toda Alemania en el proceso asi descrito (Werke, XIX,
páginas 317-30).

\
270 E u ropa orien tal

cam bió, inicial y paradójicam ente, hacia una m ayor em ancipa-


ción del cam pesinado y, finalm ente, hacia la catástrofe com ún
de una larga depresión. Por últim o, la vuelta autóctona a un
sistem a señorial estu v o determ inada y caracterizada por toda
la h istoria interm edia, de tal form a que desde entonces fue irre-
vocablem ente d istin ta a la que habría sido si se hubiera des-
arrollado en un relativo aislam iento. Sin em bargo, la distancia
básica entre este y o este se m antuvo durante todo ese tiem po.
La historia de Europa oriental estuvo inm ersa desde el principio
en una tem poralidad esen cialm en te distinta a la de la evolución
de Europa occidental. H abía «com enzado» m ucho después, y de
ahí que, in clu so tras su in tersección con la de Occidente, pu-
diera reanudar una evolución m ás tem prana hacia un orden
econ óm ico que ya había sido superado y dejado atrás por el
resto del contin ente. La coexisten cia cronológica de las zonas
op u estas de Europa y su crecien te interpretación geográfica
crea la ilu sión de la sim p le contem poraneidad de am bas. En
realidad, el este tenía que recorrer todavía tod o el ciclo histó-
rico del desarrollo servil p recisam ente cuando O ccidente se
estaba librando de él. E sta es, en definitiva, la razón m ás pro-
funda de que las consecuencias económ icas de la crisis general
del feud alism o europeo fu esen diam etralm ente opuestas en am -
bas regiones: con m utación de cargas y desaparición de la ser-
vidum bre en O ccidente y reacción señorial e im plantación de
la servidum bre en el este.
5. AL S U R D E L D A N U B IO

Todavía queda por analizar una subregión diferente, cuya evo-


lución histórica la alejó del resto de Europa oriental. Puede
decirse que los B alcanes representan una zona tipológicam ente
análoga a E scandinavia en su relación diagonal con la gran
línea divisoria que atraviesa el continente. E xiste, en efecto,
una curiosa sim etría inversa entre los respectivos destinos de
la Europa noroccidental y sudooriental. Ya hem os señalado que
Escandinavia fue la única región im portante de Europa occiden-
tal que nunca se integró en el Im perio rom ano y que, por tan-
to, nunca participó en la «síntesis» prim igenia entre los m odos
de producción esclavista, ya en disolución, de la Antigüedad
tardía y los desorganizados m odos de producción primitivo-
com unales de las tribus germ ánicas que invadieron el Occidente
latino. Sin em bargo, y por las razones antes exam inadas, el
lejano norte entró finalm ente en la órbita del feudalism o, aun-
que conservando las form as duraderas de su distancia inicial
con respecto a la com ún m atriz «occidental». En el extrem o sur
de Europa oriental puede trazarse un proceso inverso, pues si
Escandinavia produjo en ú ltim o térm ino una variante occiden-
tal del feudalism o sin contar con la ventaja del legado urbano-
im perial de la Antigüedad, los Balcanes no pudieron desarro-
llar una variante oriental estab le del feudalism o a pesar de la
am plia presencia m etropolitana del E stado que sucedió a Roma
en aquella región. Bizancio m antuvo un Im perio burocrático
centralizado de Europa sudoriental, con grandes ciudades, in-
tercam bio com ercial y esclavitud durante setecientos años des-
pués de la batalla de A drianópolis.
D urante ese tiem p o tuvieron lugar en los B alcanes diversas
invasiones bárbaras, repetidos conflictos fronterizos y despla-
zam ientos territoriales. Con todo, en esta región de Europa
nunca se realizó la fusión final de am bos m undos, tal como
sucedió en O ccidente. Lejos de acelerar la aparición de un feu-
dalism o desarrollado, el legado bizantino pareció bloquearlo: eco-
nóm ica, p o lítica y culturalm ente, toda el área de Europa orien tal
272 E u ro p a o rien ta l

situada al sur del Danubio, con su punto de partida aparente-


m ente m ás avanzado, se quedó detrás de las vastas y desiertas
tierras de su frontera norte, que prácticamente carecían de toda
experiencia anterior de civilización urbana o de form ación e s-
tatal. El verdadero centro de gravedad de Europa oriental pasó
a descansar en sus llanuras del norte, h asta tal p u n to que la
larga época p osterior de dom inio otom ano sobre los Balcanes
habría de im pulsar a m uchos historiadores a excluirlos por
com pleto de Europa o a reducirlos a un m argen indeterm inado
de ella. Pero el largo p roceso social que finalm ente acabó en la
conquista turca tiene un gran interés in trín seco para el «labo-
ratorio de form as» que ofrece la historia de Europa, a causa
precisam ente de su anóm alo resultado final: e l estancam iento
y la regresión secular. La especificidad de la zona de los B al-
canes plantea dos problem as: ¿cuál fue la naturaleza del E sta-
do bizantino que durante tan to tiem po sobrevivió a l Im perio
rom ano? ¿Por qué n o se produjo una sín tesis feudal duradera
de tipo occid en tal en el choque entre B izancio y los bárbaros
eslavos y turan ios que invadieron la península a partir de fi-
nales del siglo V I y se asentaron allí posteriorm ente?
La caída del Im perio rom ano de O ccidente estu vo determ i-
nada fundam entalm ente por la dinám ica del m odo de produc-
ción esclavista y por sus contradicciones, una vez que se hubo
detenido la expansión im perial. La razón esen cial de por qué
fue el Im perio de O ccidente, y no el de Oriente, el que se de-
rrum bó en el siglo V radica en el hecho de que allí fue donde
la agricultura esclavista y extensiva había encontrado su hábitat
propio con las conquistas rom anas de Italia, H ispania y la Ga-
lia. En eso s territorios no había ninguna civilización anterior
y m adura que pudiera resistir o m odificar la nueva in stitu ción
latina del latifundio esclavista. Así pues, en las provincias oc-
cidentales fue donde la inexorable lógica del m odo de produc-
ción esclavista alcanzó su expresión más com pleta y fatal, de-
bilitand o y derrum bando en últim o térm ino todo el edificio
im perial. En el M editerráneo oriental, la ocupación rom ana
nunca se superpuso a una tabula rasa sim ilar. Ai contrario, aquí
encontró un m edio costero y m arítim o al que la gran oleada de
expansión griega de la época helenística ya había poblado den-
sam ente d e ciudades com erciales. E sta previa colonización grie-
ga fue la que estab leció la ecología social básica del este, del
m ism o m odo que la p osterior colonización rom ana establecería
la de Occidente. Dos rasgos fundam entales de este m odelo hele-
nístico fueron —com o ya hem os dicho— la relativa densidad de
Al su r d e l D anubio 273

las ciudades y la relativa m o d estia de la propiedad rural. La ci-


vilización griega había desarrollado la e sc la v itu d agrícola, p e r o
n o su organ ización extensiva, en un sistem a de latifundios, y,
p or otra parte, su desarrollo urbano y com ercial había sid o m ás
esp on tán eo y p olicén trico que el de Rom a. Aunque no tiene
nada que ver con esta prim era divergencia, el com ercio fue en
todo caso y de form a in evitable m u ch o m ás in ten so a lo largo
de las fronteras del Im perio persa y del m ar R ojo que en los
confin es del A tlántico despu és de la u n ificación rom ana del
M editerráneo. E l resu ltad o fu e que la in stitu ción rom ana de
la gran finca esclavista nunca ech ó raíces en las provincias
orientales con la m ism a p rofundidad que en las occid en ta-
les: su introd u cción siem pre se vio am ortiguada por e l per-
sisten te m od elo urbano y rural del m undo h e le n ístic o , e n
el que la pequeña propiedad cam pesina nunca recib ió ataques
tan fu riosos co m o en la Italia p o sterio r a las guerras púnicas,
y do n d e l a vitalidad m unicipal tenía a su s espaldas una tradi-
ción m ás vieja y m ás a u tócton a. Egipto, granero del M editerrá-
n eo oriental, tuvo su s c o lo sa les p r o p i e t a r i o s de esclavos del
Apión, p ero a pesar de e llo siem pre fue una región en la que
predom inaron los pequeños propietarios. Así, cuando llegó el
tiem po de la crisis para to d o el m o d o de producción esclavista
y su superestructura im perial, su s efecto s quedaron m ucho m ás
m itigados en Oriente, debido precisam ente a que la esclavitud
siem pre había sid o allí m ás lim itada. L a solidez interna de la
form ación social de las provincias orien tales n o se v io, en con-
secuencia, tan sacu dida p o r la d ecadencia estructural del m odo
de producción dom inante del Im perio. El d esarrollo de u n co-
lon ato a partir del siglo IV fue m enos notable; el poder de los
grandes terraten ien tes p a ra so c avar y desm ilitarizar al Estado
im perial fue m en os form idable; la prosper idad c o m e r c ia l de
las ciudades n o sufrió un e clip se t a n g r a n d e 1. Fue esta confi-
guración intern a la que d io al O riente la firm eza y elastici-
dad p olítica para resistir a las invasiones bárbaras que derrum -
baron al Occid ente. Sus ventajas estratégicas, citadas tantas
veces p ara e x p lic a r su supervivencia en la época de Atila y Ala-
rico, fueron en realidad m uy precarias. B izancio estaba m ejor
fortificad o que R om a gracias a su s defensas m arítim as, pero
estab a tam bién m ucho m ás cerca del alcance de los ataques
bárbaros. Los hunos y los visigod os com enzaron sus incursio-
nes en M esia, n o en Galia o en el N órico, y la prim era derrota

1 Véase supra, pp. 96-99.


274 E u ropa orien tal

fulgurante de la caballería im perial tuvo lugar en Tracia. El


godo Gainas alcanzó en el m ando m ilitar de Oriente una p osi-
ción tan prom inente y peligrosa com o la del vándalo E stilicón
en Occidente. N o fue la geografía la q ue determ inó la supervi-
vencia del Im perio bizantino, sin o una estructura social qu e, a
diferencia de O ccidente, se m ostró capaz de expulsar o asim i-
lar victoriosam en te a sus en em igos exteriores.
La prueba decisiva llegó para el Im perio de Oriente a c o -
m ien zos del siglo V II, cuand o fue casi arrollado por tres gran-
d es asaltos procedentes de d istin tos puntos cardinales, cuya
concaten ación sign ificó una am enaza m uy superior a tod o lo
que tuvo que resistir en su h istoria él Im perio de Occidente:
las invasiones eslavas y ávaras de los B alcanes, la m archa de
lo s persas h asta A natolia y, finalm ente, la definitiva conquista
árabe de Egipto. y Siria. B izan cio resistió a esta triple catástro-
fe por m edio de una galvanización social cuya naturaleza y al-
cance exacto todavía es o b je to de d isc u sió n 2. Es claro, sin
em bargo, que la aristocracia de provincias tuvo que experim en-
tar enorm es sufrim ien tos p or las desastrosas guerras y ocupa-
ciones de la época y que el m od elo existente de propiedad m e-
diana y grande quedó p robablem ente dislocado y desorganiza-
do, y e sto tiene que haber sid o especialm ente cierto en el reino
del usurpador Focas, p rodu cto de una rebelión de am otinados
en las filas del e jé r c ito 3. Es igualm ente evidente que la ads-
cripción de los cam pesinos a l a Tie rr a , im plantada por e l siste-
ma tardorrom ano del colonato, desapareció progresivam ente de
Bizancio, dejando, tras de sí una gran m asa de com unidades d e
aldeas libres, form adas p or cam pesinos con parcelas p rivadas
e individuales y con responsabilidades fiscales colectivas hacia
el E sta d o 4. Es p osible, aunque en m od o alguno seguro, que el

2 La interpretación clásica de este período puede encontrarse en G. Os-


trogorsky, H istory of the Byzantine State, Oxford, 1968, pp. 92-107, 133-7;
P. Charanis, «On the social structure of the later Roman Empire», By-
zantion, XVII, 1944-5, pp. 39-57. Algunos de sus aspectos fundamentales
han sido seriamente impugnados en los últim os años, véase infra nota 5.
3 Para el impacto de las invasiones, véase Ostrogorsky, H istory óf
the B yzantine State, p. 134. Los historiadores soviéticos han elegido el
episodio de Focas para llamar la atención sobre ello, véase, por ejemplo,
M. la. Siuziumov, «Nekotorie Problemi Istorii Vizantii», V oprosi Istorii,
marzo de 1959, núm. 3, p. 101.
4 E. Stein, «Paysahnerie et grands domaines dans l ’Empire byzantin»,
Recueils de la Société Jean Bodin, II, Le servage, Bruselas, 1959, pp. 129-
33; Paul Lemerle, «Esquisse pour une historie agraire de Byzance: les
sources et les problè mes», Revue H isto rique, 119, 1958, pp. 63-5.
Al Sur del D anubio 275

aparato im perial de la época de H eraclio prom oviera una divi-


sión m ás radical de la propiedad de la tierra por m edio de un
sistem a m ilitar de soldados pequeños propietarios que reci-
bían para su m antenim iento tierras del E stad o a cam bio de
servicios de guerra, originando así las them as bizantinas5. En
cualquier caso, se produ jo una sustancialr e cuperació n m ilitar
que ante to d o consiguió derrotar a los persas e inm ediatam en-
te —después de la conquista islám ica de E gip to y Siria, cuya
lealtad a B izancio fue socavada por la heterodoxia religiosa—

5 Esta es la principal vexata quaetio de los estudios mesobizantinos.


La tesis de Stein y Ostrogorsky —desde hace tiempo aceptada ortodo-
xia—, según la cual Heraclio fue el autor de una reforma agraria que
creó un campesinado de soldados mediante el establecim iento del siste-
ma de them as, se ha puesto seriamente en duda. Lemerle la ha some-
tido a una triple crítica, afirmando en primer lugar que no existe nin-
guna prueba verdadera de que Heraclio creara el sistem a de themas (que
apareció gradualmente después de su reinado en el siglo VII); en segun-
do lugar, que las «tierras militares» o strateia fueron un desarrollo pos-
terior sobre el que no existe documentación antes del siglo X , y por úl-
timo, que los titulares de esas tierras nunca fueron soldados, sino que
únicam ente tenían la obligación fiscal de mantener financieramente a un
caballero del ejército. El efecto de esta crítica es despojar al reinado
de Heraclio de toda importancia estructural en los campos agrícola y
m ilitar y proyectar sobre las instituciones rurales de Bizancio un grado
de continuidad superior al que hasta ahora se había sospechado. Véase
P. Lemerle, «Esquisse pour une histoire agraire de Byzance», Revue His-
torique, vol. 119, pp. 70-4; vol. 120, pp. 43-70, y «Quelques remarques sur
le rè gne d’Heraclius», S tu di Medievali, I, 1960, pp. 347-61. Algunas opinio-
nes sem ejantes sobre el problema m ilitar se desarrollan en A. Pertusi,
«La formation des thèmes byzantins», B erichte zum X I Internationalen
B yzantinisten-Kongress, Munich, 1958, pp. 1-40, y W. Kaegi, «Some re-
considerations on the them es (seventh-ninth centuries)», Jahrbuch der ös-
terreichischen byzantinischen G esellschaft, XVI, 1967, pp. 39-53. Ostrogorsky
ha replicado en su K orreferat al artículo de Pertusi de 1958 antes citado
(Berichte, pp. 1-8), y en «L’exarchat de Ravenne et l’origine des thèmes
byzantins», V II Corso di Cultura sull’Arte ravennate e bizantina, Ravena,
1960, pp. 99-110, en el que afirma que la creación de los exarcados occi-
dentales de Ravena y Cartago a finales del siglo VI presagiaba el esta-
blecim iento poco después del sistem a de themas. Ostrogorsky ha recibi-
do el apoyo del bizantinista soviético A. P. Kazhdan, que ha rechazado
las opiniones de Lemerle en «Eshchio Raz ob Agrarnij Otnosheniiaj v
Vizantii IV-XII vv», Vizantiiskii Vremennik, 1959, XVI, 1, pp. 92-113. La
disputa sobre los orígenes del sistem a de them as gira en buena medida
en torno a una sola frase de Teófanes (historiador que escribió doscien-
tos años después de la época de Heraclio y, por consiguiente, no es
posible resolverla). Es preciso añadir que la opinión de Lemerle, según
la cual el aumento de libertad de los cam pesinos en la época meso-
bizantina se debió fundamentalmente a las emigraciones eslavas, que re-
solvieron la escasez de mano de obra dentro del Imperio e hicieron así
inútil la adscripción a la tierra, es mucho menos convincente que su
crítica de las explicaciones que la remontan al sistem a de themas.
276 E u ro p a o rien ta l

detener a los árabes en la barrera del Tauro. E n el siglo si-


guiente, la dinastía isauria construyó la prim era arm ada im pe-
rial perm anente, c a p az de dar a B izancio la su p erio ridad m arí-
tim a contra las flotas árabes, y com enzó la lenta reconquista
del sur de los Balcanes. Los fundam entos sociales de esta
renovación p olítica radican evidentem ente en la am pliación de
la base cam pesina de las aldeas autónom as dentro del Im perio,
fuese o n o directam ente facilitada por el sistem a de them as: la
gran preocupación de los últim os em peradores p or conservar
las com unidades de pequeños propietarios, dado su valor fiscal
y m ilitar para el E stado, no deja lugar a d u d a s6. B izancio so-
brevivió, pues, durante toda la Edad Oscura de O ccidente con
un territorio reducido, p ero prácticam ente con tod a la panoplia
superestructural de la Antigüedad clásica intacta. N o se pro-
dujo un corte drástico en la vida u rb a n a 7; las m anufacturas
de lujo se m antuvieron, el com ercio m arítim o aum entó in clu so
ligeram ente y, sobre todo, su b sistió la adm inistración centra-
lizada y la recaudación uniform e de im puestos p or el E stado
im perial, que, en la noche de O ccidente, fue un distante polo
de unidad visib le desde la lejanía. La m oneda ofrece el índice
m ás claro de este éxito: el besante de oro bizantino se convirtió
en el patrón m ás universal de la época en el M ed iterrán eo8.
Sin em bargo, por esta renovación hubo que pagar el precio
de una parálisis. El Im perio bizantino se desprendió del sufi-
ciente lastre de la Antigüedad para sobrevivir en una nueva épo-
ca, pero no tanto que le perm itiera desarrollarse dinám icam en-
te en ella. El Im perio quedó clavado entre los m odos de pro-
ducción esclavista y feudal, incapaz de retornar aI prim ero y de
avanzar hacia el segundo, m etid o en un callejón sin salida que

6 Ostrogorsky, H istory of the Byzantine State, pp. 272-4, 306-7.


7 La suerte que corrieron las ciudades desde el siglo VII al IX es otro
foco de controversia. Kazhdan sostiene que durante esta época se pro-
dujo un verdadero colapso de las ciudades: «Vizantiiskie Goroda v VII-
IX vv», Sovietskaia Arjeologiia, vol. 21, 1954, pp. 164-88; pero su descrip-
ción ha sido modificada con éxito por Ostrogorsky, «Byzantine cities in
the early Middle Ages», D umbarton Oaks Papers, num. 13, 1959, pp. 47-66,
y Siuziumov, «Vizantiiskii Gorod (Seredina VII-Seredina IX v.)», Vizantiis-
kii Vremennik, 1958, XIV, pp. 38-70, que han demostrado sus muchas la-
gunas.
8 R. S. Lopez, «The dollar of the Middle Ages», The Journal of Econo-
mic H istory, XI, verano de 1951, núm. 3, pp. 209-54. Lopez señala que, aun-
que la estabilidad monetaria de Bizancio pone de m anifiesto sus presu-
puestos equilibrados y su comercio bien organizado, no im plica necesaria-
mente un excesivo crecimiento económico. Es posible que la economía
bizantina de esta época se mantuviera estacionaria.
Al Sur d e l D anubio 277

en ú ltim o térm in o só lo p od ía conducir a su extinción. Pues, por


una parte, la vía de vuelta a una econom ía de esclavitud gene-
ralizada estab a cerrada, ya que só lo un inm enso program a im -
perial de expansión podía haber creado la fuerza de trabajo
cautiva necesaria para recrearlo. De hecho, el E stado bizantino
siem pre in ten tó recon qu istar su s territorios perdidos en Euro-
pa y Asia, y cuando su s cam pañas eran v ictoriosas, el sto c k de
esclavos dentro del Im perio aum entaba inm ediatam ente al traer
los soldados su b o tín a casa, fen óm en o que adquirió su m ayor
trascendencia con la con q u ista de Bulgaria por B asilio II a
principios del siglo X I. E xistían, adem ás, los cóm odos m ercados
de Crimea, por los que se exportaban continuam ente los es-
clavos en dirección sur, h acia los Im perios bizantino y árabe,
y que probab lem ente fueron los prim eros proveedores de Cons-
ta n tin o p la 9. Pero ninguna de esas fu en tes puede com pararse
con las grandes redadas que habían creado las fortunas de
Rom a. L a esclavitu d n o d e sa p a r e c ió en ab so lu to de Bizancio,
p ero n unca llegó a predom inar en su agricultura. Al m ism o
tiem po, la so lu ció n rural que había salvad o al este del d estin o
del o este — la con solidación , por debajo de las grandes fincas,
de la p equeña pro p ie d a d d e la tierra— se reveló inevitablem en-
te co m o una solución provisional, ya que la presión interna
ejercida por las clases d irigentes de provincias para crear
un colonato dependiente fu e rechazada en los siglos VI y VII,
p ero en el sig lo X se había reafirm ad o un a vez m ás de form a
inexorable. Los decretos de la d inastía «m acedonia» denuncian
una y otra vez la im placable apropiación de las tierras de los
cam pesin os y el som etim ien to de los p obres por los potentados
rurales de la época, los d u n a to i o «poderosos». El E stado im -
perial central se opuso ferozm en te a la concentración de la tie-
rra en m anos de las oligarquías loca les, porque am enazaba con
destru ir sus reservas de reclu tam ien to y recaudación de im -
p u esto s al su straer a la p obla ció n agraria del d om inio de la
a d m in istración pública, del m ism o m odo que lo habían hecho
el p a tr o c iniu m y el colon ato de la R om a tardía: un siste m a
paraseñorial en el cam po significaba el fin de un aparato m ili-
tar y fiscal m etrop olitan o capaz de im poner la autoridad im -
perial en to d o e l reino. Pero lo s in ten to s de los sucesivos em -

9 A. Hadjinicolau-Marava, R echerches sur la vie des esclaves dans le


m onde byzantin, Atenas, 1950, pp. 29, 89; R. Browning, «Rabstvo v Vi-
zantiiskii Imperii (600-1200 gg)», Vizantiiskii Vremennik, 1958, XIV, pá-
ginas 51-2. El artículo de Browning es la m ejor síntesis sobre este tema.
278 E u ropa orien tal

peradores de con ten er la m area del poder de los d u n atoi se


revelaron necesariam ente vanos, pues la adm inistración local
encargada de hacer cum plir sus decretos estaba controlada casi
p or com p leto por las m ism as fam ilias cuya influencia preten-
dían lim ita r 10. Así, n o sólo avanzó la polarización económ ica
en el cam po, sino que adem ás la red m ilitar de los th em as cayó
progresivam ente en m anos de los m agnates locales. Su m ism a
descentralización, que in icialm ente fue la condición de su ro-
bu sta vitalidad, facilitó ahora su con fiscación por las cam ari-
llas de potentados provinciales al estar socavada su prim igenia
base dé pequeños propietarios. La estabilización de las tardías
form as antiguas en la renovación bizantina de los siglos VII
y VIII se vio com prom etida, pues, de form a creciente por las
tendencias hacia una desintegración protofeudal de la econo-
m ía y la sociedad rural.
Por otra parte, si bien era im p osib le un retroceso duradero
hacia el tipo de form ación social característico de la Antigüe-
dad, el avance hacia un feu d alism o desarrollado se v io igual-
m ente frustrado. Pues el suprem o aparato burocrático de la
autocracia bizantina perm aneció esen cialm ente intacto durante
los quinientos años que siguieron a Justiniano: la m áquina
centralizada del E stad o en C onstantinopla nunca perdió la so-
beranía global, adm inistrativa, fiscal y m ilitar, sobre el terri-
torio im perial. El principio de una tributación universal nunca
prescribió, aunque después del siglo X I se produjeron distan-
cias cada vez m ás frecuentes en tre ese principio y la práctica.
Las funciones económ icas del E stad o de la Antigüedad tardía
nunca desaparecieron. De form a m uy significativa, la esclavitud
hereditaria siguió dom inando en el sector de las m anufacturas
estatales, com o ya había ocurrido en el Im perio rom ano, y este
sector gozó, a su vez, de privilegios m onopolistas que le dieron
una im portancia fundam ental para el com ercio de exportación
y para la industria de ab astecim ien to de B iz a n c io 11. La e specí-
fica y profunda conexión entre el m odo de producción esclavis-
ta y la superestructura del E stado im perial que había caracte-
rizado a la Antigüedad se m antuvo, pues, hasta los últim os
siglos de B izancio. Por otra parte, la m ano de obra esclava del

10 El auge del poder económ ico y político de los dunatoi es un tema


común a todos los. modernos historiadores bizantinos: uno de los m ejo-
res estudios es todavía uno de los primeros, C. Neumann, Die W eltstel-
lung des byzantinischen Reiches vor den Kreuzzügen, Leipzig, 1894, pági-
nas 52-61, que es en muchos aspectos un estudio precursor.
11 Browning, «Rabstvo», pp. 45-46.
Al Sur del D anubio 279

sector privado de la econom ía n o era en m odo alguno despre-


ciable: n o só lo con tin uó sum inistrando el grueso del servicio
dom éstico de los ricos, sin o que fue utilizada adem ás en las
grandes fincas hasta el siglo X II. Si en la actualidad es imposi-
ble determ inar la extensión estad ística de la esclavitud agrícola
en el Im perio bizantino, se puede conjeturar, sin em bargo, que
su im pacto estructural en las relaciones rurales no fue despre-
ciable, pu es el nivel relativam ente b ajo de las prestaciones de
trabajo personal de los cam pesinos dependientes —paroikoi—
durante el últim o período de la historia bizantina, unido a las
dim ensiones relativam ente grandes del cultivo señorial, puede
haber sido una consecuencia de la disponibilidad de mano de
obra esclava para los m agnates rurales, aunque su verdadera
incidencia se m antuviera aislada12. De esta form a, la prepoten-
te burocracia im perial y la residual econom ía esclavista con-
tribuyeron con stantem ente a bloquear las tendencias espontáneas
de la polarización de clases en el cam po hacia la explota-
ción feudal d e la tierra y el separatism o señorial. Además, y por
las m ism as razones, las ciudades tam poco tuvieron nunca la
oportunidad de desarrollarse en dirección al com unalism o m e-
dieval. La autonom ía m unicipal de las ciudades, que había sido
Ja célula básica del prim er Im perio rom ano, ya estaba en fran-
ca decadencia en la época de la caída del Im perio de Occidente,
aunque m antuviera todavía alguna realidad en el de Oriente.
El esta b lecim ien to del sistem a de them as bizantino desem bocó
a escala local en la degradación p olítica de las ciudades, aun-
que de todas form as su vida pública se veía progresivam ente
ahogada por el p eso de la capital y de la corte. Todos los ves-
tigios de autonom ía m unicipal fueron abolidos form alm ente
por un decreto de León VI, que se lim itaba a consum ar un
largo p roceso h is tó r ic o 13. En esta situación, las ciudades bizan-
tinas — que ya habían p erdido las antiguas form as de privile-
gio— nunca fueron capaces de reconquistar las form as feudales
de libertad, dentro del sistem a im perial. En el estrecho marco
del E stado autocrático n o podían surgir las libertades m unici-
pales.

12 Browning, «Rabstvo», p. 47.


13 Ostrogorsky, «Byzantine cities in the early Middle Ages», Dumbarton
Oaks Papers, num. 13, 1959, pp. 65-6. La misma recodificación legal abro-
gó antiguos derechos del Senado y de la clase curial al sistematizar la
centralización administrativa de la burocracia imperial bizantina: Ostro-
gorsky, H istory of the B yzantine State, p. 245. León VI reinó desde el
año 886 hasta el 912.
280 E u ro p a orien tal

Dada la ausencia de una parcelación radical de la soberanía,


era estructuralm ente im posible una dinám ica urbana de tipo
occidental. La apertura de una vía de desarrollo feudal fue
obstaculizada en los cam pos y las ciudades de B izancio por la
fuerza contrapuesta de su com plejo institucional clásico tardío
y de su correspondiente infraestructura. Un sín tom a revelador
de este callejón sin salida fue la naturaleza jurídica de la aris-
tocracia y la m onarquía del Im perio bizantino. Pues hasta su
triste fin, la púrpura im perial nunca fue propiedad hereditaria
de una dinastía ungida, por m uy fuerte que fuera la legitim a-
ción popular de que gozara, sin o que legalm ente siem pre fue
lo que había com enzado a ser en los lejanos días del principado
de Augusto, e sto es, un cargo electivo sobre el que ejercían de-
rechos form ales o fácticos de investidura el Senado, el ejército
y el pueblo de Constantinopla. La cúspide sem idivina de la buro-
cracia im perial era la sede de una función im personal, afín a la
del funcionariado uniform e situado por debajo de ella, y dis-
tinta por ese m ism o hecho de la m onarquía personal del Occi-
dente feudal. La nobleza que dom inaba a través de ese E stado
adm inistrativo n o era m enos diferente de los señores nob les de
O ccidente. En B izancio nunca cristalizó un sistem a hereditario
de títulos: los honores eran conferidos básicam ente por las
responsabilidades oficiales en el Im perio, com o lo habían sido
en la ú ltim a época de Roma, y n o pasaban a una segunda gene-
ración. D e hecho, in clu so se desarrolló m uy lentam ente un
sistem a de apellidos aristocráticos (en abierto contraste con la
m ás genuina sociedad señorial de Armenia y Georgia, en el ve-
cino Cáucaso, con su com pleto sistem a de r a n g o s)14. Las arrai-
gadas dinastías de du natoi de Anatolia, que progresivam ente
consiguieron dislocar la estructura del E stado m etropolitano,
se desarrollaron en una fase relativam ente tardía: la m ayor
parte de las fam ilias célebres — Focas, E sclero, Com neno, Dió-
genes— n o se elevaron a la preem inencia antes de los siglos IX
y X 15. Por otra parte, l o s terratenientes bizantinos — com o los
latifundistas rom anos de una época anterior— siem pre residie-

14 Véanse los penetrantes comentarios de C. Toumanoff, «The back-


ground to Manzikert», Proceedings of the X l l l t h International Congress
of Byzantine Studies, Londres, 1967, pp. 418-9. El título de clarissimi era,
desde luego, legalmente hereditario en el Imperio romano tardío, pero
al m ism o tiempo perdió la mayor parte de su importancia ante los nue-
vos títulos burocráticos, que no eran transmisibles: Jones, The later
Roman Empire, v o l. II, pp. 528-9.
15 S. Vryonis, «Byzantium: the social basis of decline in the eleventh
century», Greek, Roman and Byzantine Studies, vol. 2, 1959, núm. 1, p. 161.
Al Sur d el D anubio 281

ron en las ciudades16, siguien do una pauta que contrasta pro-


fundam en te con el dom icilio rural de la nobleza feudal de Oc-
cid en te y su fun ción original m ucho m ás directa en la produc-
ción agrícoIa . La clas e dom inan te de B izancio se m antuvo, pues,
a m itad de cam in o entre los c l a ris s im i de la A ntigüedad tardía
y los barones de la Alta Edad M edia. En su propio cuerpo lle-
vaba in scrita la frustrada ten sió n del Estado.
E sta profunda e in trínseca parálisis de tod o el sistem a eco-
n óm ico y p o lítico es lo que explica el carácter extrañam ente
estéril e inm óvil del Im perio bizantino, com o si el m ism o hecho
de su longevidad lo vaciara de vitalidad. E l callejón sin salida
de los m odos de producción rurales con d u jo al estancam iento de
la tecn ología agrícola, que n o exp erim en tó prácticam ente nin-
gún avance im portante durante un m ilen io, si se exceptúa la
in troducción de unos p ocos cultivos especializados en la época
de H eraclio. Los arneses prim itivos y asfixiantes de la Antigüe-
dad se conservaron h asta el final de la h istoria bizantina y nun-
ca se adop tó la collera m edieval. A sim ism o se ignoró el arado
p esa d o en favor del u so del ineficaz y tradicional arado de
m adera. Com o m ucho, se aceptó el m o lin o de agua, tardío re-
galo del Im perio r o m a n o 17. La gran serie de innovaciones que
durante el m ism o períod o transform aron la agricultura de Oc-
c idente nunca se aclim ataron en el árido m ed io m editerráneo,
de tierra pob re, y su lugar nunca fue ocupado por m ejoras au-
tóctonas. D urante el reinado de Justiniano se produjo un
avance d ecisivo en las m anufacturas: la introducción de la in-
dustria de la seda en C onstantinopla, donde la fábricas estatales
gozaron a partir de en tonces de una p osició n m onopolista en el
m ercado europ eo de exportación h asta e l auge de las ciudades
m ercantiles de I t a lia 18. Pero in clu so en e ste caso se trataba de
un secreto técn ico robado a O riente m ás que de un descubri-
m ien to a u tócton o y, aparte de eso, p oca co sa digna de atención

16 G. Ostrogorsky, «Observations on the aristocracy in Byzantium»,


D um barton Oaks Papers, núm. 25, 1971, p. 29.
17 Para los arneses, véase Lefebvre des N oettes, L’attelage et le cheval
d e selle à travers les ages, Paris, 1931, pp. 89-91; para el arado, A. G. Hau-
dricourt y M. J.-B. Delammare, L’hom m e et la charrue à travers le m onde,
París, 1955, pp. 276-84; para el m olino de Agua, J. L. Teall, «The Byzan-
tine agricultural tradition», D um barton Oaks Papers, núm. 25, 1971, pá-
ginas 51-2. El artículo de Teall muestra lo que parece ser un optim ism o
injustificado acerca de la agricultura bizantina, el cual se apoya en unas
pruebas demasiado limitadas.
18 R. S. Lopez, «The silk trade in the Byzantine Empire», Speculum , X X ,
número 1, enero de 1945, pp. 1-42, subraya la im portancia internacional
del m onopolio bizantino de paños preciosos.
282 E u ropa orien tal

se desarrolló jam ás en los talleres de Bizancio. A sim ism o, el


gran florecim ien to cultural del sig lo V I fue seguido por un
hieratism o cada vez m ás estrech o y rígido, cuya relativa m ono-
tonía de form as de p en sam ien to y arte ofrece un lúgubre con-
traste con las de la Antigüedad tardía. (N o fue pura coinciden-
cia que el prim er y verdadero despertar intelectual y artístico
tuviera lugar cuando el Im perio entró por fin en una crisis
irreversible, porque só lo en ton ces se rom pió su parálisis social.)
La verdad que se escond e en el célebre ju ic io de Gibbon sobre
B izancio sólo ha podid o confirm arse, en éste com o en otros
casos, por explicaciones p o steriores que entonces eran inacce-
sib les19.
En un so lo ám bito, sin em bargo, e s , la historia de Bizancio
turbulenta y accidentada: el de sus incesantes com bates. La
conqu ista — o m e io r , la reconquista— militar f u e e l tem a do-
m inante y recurrente de su existencia, desde la época de Justi-
niano h asta la de los P aleólogos. La reivindicación territorial
y universal, com o su ceso r del Im p e riu m R om anum , fue el prin-
cipio perm anente de su p olítica e x te r io r 20. E n este sentido, la
conducta del E stad o bizan tin o estu vo regida, de una form a bá-
sica e incesante, por su m atriz de la Antigüedad. D esde su m is-
m o n acim iento com o entidad im perial separada, intentó recu-
perar las tierras perdidas que anteriorm ente habían prestado
obediencia a Rom a. Pero debido al tiem p o entretanto transcu-
rrido, l a realización literal de e sta am bición quedó desprovista

19 The decline and fall of the R om an E m pire, capítulo x l v i i i . Natu-


ralmente, el lenguaje de Gibbon es enormem ente exagerado («una tedio-
sa y uniform e historia de debilidad y miseria»), para disgusto de los
historiadores posteriores, entre quienes ningún pasaje de su libro está
más pasado de moda. Pero el tratamiento que Gibbon daba a Bizancio
estaba dictado, en realidad, por la arquitectura global de su H istory:
mientras la caída de Roma era «una revolución que siempre recordarán
todas las naciones de la Tierra», el destino de Bizancio estaba sólo «pa-
sivam ente conectado» con «las revoluciones que han cambiado el estado
del mundo» (subrayado de Gibbon: I, p. 1; V, p. 171). Las im plícitas dis-
tinciones conceptuales aquí indicadas son perfectamente racionales y ac-
tuales.
20 E s te tem a de la historia de Bizancio ha sid o subrayado con gran
fuerza por H. Ahrweiler, Byzance et la m er, París, 1966; véanse especial-
m ente pp. 389-95. La insistencia de Ahrweiler en que las ambiciones na-
vales del Imperio bizantino fueron básicam ente las responsables de su
colapso final, al exigir demasiados recursos y desviarlo de la consolida-
ción de su poderío terrestre, es mucho más dudosa. Lo fundamental para
la definitiva caída del Estado fue más bien el esfuerzo militar global
exigido por las sucesivas reconquistas, en las que los ejércitos siempre
tuvieron un volum en muy superior al de las flotas.
Al Sur d el D anubio 283

de todo sentido, ya que B izancio no podía esperar que se re-


p itiera la triunfante serie de conquistas y esclavitud que había
llevado a las legiones rom anas de un confín a otro del Medi-
terráneo, porque el m odo de producción esclavista ya hacía
tiem po que había sid o superado en O ccidente y que se había
vuelto recesivo en el este. N o h abía, por tanto, ningún espacio
social ni econ óm ico para su expansión m ilitar; no podía alum-
brar un orden h istóricam ente nuevo. Y el resultado fue que las
sucesivas olas del exp ansionism o bizantino rom pieron contra
la m ism a base im perial de la que habían salido y acabaron por
erosionarla y debilitarla. Una m isteriosa fatalidad visitó prác-
ticam ente a todos los grandes reinados de la reconquista. Así,
la grandiosa recuperación de Italia, el norte de Africa y el sur
de E spaña por Justiniano en el siglo V I no sólo fue liquidada
por las invasiones lom bardas y árabes, sin o que, en la genera-
ción siguiente, ya habían caído los Balcanes, Siria y Egipto. Asi-
m ism o, los fulgurantes avances de los em peradores «macedo-
nios» a finales del siglo X y principios del XI fueron seguidos,
de una form a igualm ente repentina y desastrosa, por el colap-
so del poderío bizantino en A natolia ante los selyúcidas. En el
siglo X II, la renovada expansión de M anuel Com neno, que llevó
a sus ejércitos hasta Palestina, D alm acia y Apulia, zozobró una
vez m ás en la catástrofe, porque los turcos galoparon hacia el
E geo y los francos saquearon Constantinopla. Incluso en el
epílogo final de su existencia es visible la m ism a pauta: la
reconquista de B izancio por los Paleólogos en el siglo X III
condujo al abandono de N icea y a la reducción definitiva del Im -
perio a una pequeña zona de Tracia, tributaria de los Otoma-
n os durante los cien años anteriores a su entrada en Constan-
tinopla. Cada fase de expansión fu e seguida, por tanto, de una
c o n tra c ció n m ás drástica, castigo indefectib le de aquélla. Este
ritm o quebrado es lo que h ace a la historia de B izancio tan di-
ferente de la de Rom a, con su curva relativam ente suave de
ascensión, estabilización y decadencia.
E s evidente que dentro de la serie enum erada m ás arriba
h ubo una crisis verdaderam ente decisiva que d eterm inó de for-
m a irrevocable el d estin o del Im perio: el período que va desde
las cam pañas búlgaras de B a silio II h asta la victoria selyúcida
de M anzicerta en el siglo XI. E ste período se ha considerado
norm alm ente com o una fase en la que, después de los brillantes
éxitos m ilitares del ú ltim o em perador m acedonio, la burocracia
«civil» de C onstantinopla desm an teló sistem áticam ente los ejérci-
tos provinciales del Im perio, con ob jeto de detener la ascensión de
284 E u ro p a orien tal

los m agnates rurales que habían llegado a controlar su m an-


do y am enazaban en consecuencia la integridad de la m ism a
adm inistración im perial c e n tra l21. El auge de esos oligarcas de
las provincias era, a su vez, un reflejo de la d esp osesión del
pequeño cam pesinado que ahora estaba alcanzando una tras-
cendencia irresistible. A ello siguió el feroz estallid o de con flic-
tos cortesanos y guerras civiles que debilitaron definitivam ente
las defensas de Bizancio, ya gravem ente dañadas p or la p olí-
tica desm ilitarizadora de las cam arillas burocráticas de la ca-
pital. La llegada de los turcos a Oriente p ropinó entonces el
golpe de gracia. H asta aquí, esta línea general de explicación
es ciertam en te correcta, pero su presentación im p lica a m enu-
do un contraste erróneo entre los triunfos del reinado de Ba-
silio II y los reveses que le siguieron y, p or tanto, n o p uede
ofrecer un análisis convincente de las razones que m ovieron a
los grupos p o lítico s que dom inaron la corte de C onstantinopla
después de 1025 a actuar en la form a aparentem ente suicida en
que lo hicieron. E n realidad, la prolongada ten sión de las gue-
rras búlgaras de B a silio II, con sus grandes gastos y su enor-
m e m ortandad, fue lo que preparó probablem ente la vía para
el repentino colapso de los cincuenta años siguientes. Los ejér-
citos bizantinos se habían m antenido tradicionalm ente con un
núm ero global de soldados relativam ente m odesto. D esde el si-
glo VI, el tam año m edio de un cuerpo expedicionario siem pre
había sid o de unos 16.000 hom bres; todo el aparato m ilitar del
E stado en e l siglo IX ascendía quizá a unos 120.000 hom bres,
cifra m uy inferior a la del Im perio rom ano tardío, que proba-
blem ente ayuda a explicar la m ayor estabilidad interna del E s-
tado b iz a n tin o 22. Pero desde el reinado de Juan Z im isces, a m e-
diados del siglo X , el tam año de los ejércitos im periales aum entó
ininterrum pidam ente hasta alcanzar un volum en sin preceden-
tes b a jo el reinado de B asilio.
E sta carga tuvo que ser reducida después de su m uerte
porque ya aparecían signos am enazadores de inflación y de una
incip iente devaluación tras varios siglos de estabilidad de los
precios dentro del Im perio. La m oneda se depreció rápidam en-

21 Véanse, inter alia, Ostrogorsky, H istory of the Byzantine S tate, pá-


ginas 320-1, 329-33, 341-5 ss.; Vryonis, «Byzantium: the social basis o f de-
cline in the eleventh century», pp. 159-75.
22 J. Teall, «The grain supply o f the Byzantine Empire, 330-1025», Dum-
barton Oaks Papers, núm. 13, 1959, pp. 109-17. Probablemente, el cambio
estuvo relacionado en parte con la evolución de la infantería legionaria
de Roma a la caballería pesada de Bizancio.
A l Sur d e l D anubio 285

te a partir del reinado de M iguel IV (1034-41). La p olítica inte-


rior de los em peradores «m acedonios» había con sistid o en re-
frenar la avidez econ óm ica y las am biciones p olíticas de los
d u n a to i provinciales. Los soberanos «civiles» de m ediados del
siglo X I continuaron esta tradición, pero dándole un sesgo pe-
ligrosam en te n u e v o 23, p ues intentaron reducir los th em as loca-
les, que gradualm ente se habían convertido en el brazo m ilitar
del poder d e los m agnates, sobre to d o en Anatolia. Con e llo se
proponían, p or una parte, aliviar la tesorería y, por otra, con-
trolar a los nob les lejanos, cuya am bición e insubordinación
constitu ían siem pre un a am enaza p olítica para la paz pública.
La introd ucción de las catafractas o arm aduras pesadas a fina-
les del siglo X había au m entado la carga financiera de los the-
m a s en las provincias y h abía h ech o m ás d ifíciles de m antener
lo s antiguos sistem a s de defen sa local. Los nuevos regím enes
b urocráticos de C onstantinopla que sucedieron a la b elicosa
d inastía «m acedonia» se inclinaron, p ues, p or b uscar un m ayor
apoyo en los regim ientos de choq ue o tagm ata que estaban es-
tacionados cerca de la capital y tenían un m ayor com ponente
p rofesion al y extranjero. Las unidades de caballería de los
ta g m a ta siem pre habían aportado el n ú cleo m ilitar m ás firm e
d e lo s ejército s im p eriales con su m ejor d isciplina y entrena-
m ien to. Probablem ente, lo s soldad os licenciados de los th em as
se alistaron ahora, h asta cierto punto, en estos regim ientos
p rofesionales, que fueron enviados de form a crecien te a m isio-
nes provinciales o fronterizas, al m ism o tiem p o que aum entaba
en ello s continu am en te la p roporción de m ercenarios extranje-
ros. E l tam año total del aparato m ilitar de B izancio quedó m uy
red ucid o co n esta p olítica «civilista», que sacrificó la fuerza
estratégica a lo s in tereses econ óm icos y p olíticos de la buro-
cracia de la corte y de los dignatarios m etropolitanos. Su re-
sultado fue partir por la m itad la unidad global del E stado bi-
zantino en un co n flicto que o p u so a la s ram as civil y m ilitar
del orden im perial, sorp ren dentem ente sim ilar a aquella fatal
división que había p reced id o a la caída d el Im perio ro m a n o 24.

23 N. Svoronos, «Société et organisation intérieure dans l’Empire by-


zantin au XIe siècle: les principaux problèmes», Proceedings of the X llth
International Congress o f B yzantine Studies, pp. 380-2, aventura en la que
los nuevos emperadores civiles también intentaron elevar el papel de las
«clases medias» comerciantes de las ciudades, democratizando el acceso al
Senado, con objeto de crear un contrapeso a los magnates rurales (hi-
pótesis dudosa que se basa en categorías inadecuadas).
24 La diferencia más obvia e im portante entre ambos conflictos fue
que la élite m ilitar del Bizancio tardío era principalm ente una clase de
286 E uropa oriental

Pues los d u n a to i ofrecieron una resistencia feroz a la nueva


política, y en ese m om ento el equilibrio de poder en el cam po
había llegado dem asiado lejos para que tal solución pudiera
im p on erse con éxito. Su ú n ico efecto fue provocar una dem ole-
dora serie de guerras civiles en A natolia entre las facciones
«m ilitar» y «burocrática» de la clase dom inante, que desm orali-
zaron y desorganizaron tod o el sistem a defensivo de Bizancio.
La persecución religiosa y étnica de las com unidades arm enias
que se habían reincorporado recientem ente al Im perio creó
una m ayor con fu sión y agitación a lo largo de la vulnerable
frontera oriental. El escen ario estab a listo para la hecatom be
de M anzicerta.
En el año 1071, el sultán selyúcida Alp Arslan, abriéndose
cam ino desde el C áucaso hacia Egipto por el sur, se encontró
con los ejércitos de R om ano IV D iógenes y los aniquiló, cap-
turando al m ism o em perador. E n el cam po de batalla, los auxi-
liares arm enios, los m ercenarios francos y pechenegos y los
regim ientos bizantinos al m ando de un rival «civilista», deser-
taron o traicionaron a las banderas im periales. Anatolia quedó
com o un vacío sin d efensas en el que penetraron, sin encontrar
ningún serio esfu erzo de resistencia, los nóm adas turcom anos
durante las décadas siguien tes25. E l dom inio bizantino en Asia
M enor no fue derrocado por la erupción de una V ö lkerw an de-
rung m asiva del tip o godo o vándalo, ni por una ocupación
m ilitar organizada del tip o persa o árabe, sino por una m igra-
ción gradual de grupos de nóm adas a las altiplanicies. E l ca-
rácter fragm entario y anárquico de las sucesivas incursiones
turcas no fue, sin em bargo, una garantía de su transitoriedad.
Al contrario, la crecien te nom adización que resu ltó de ellas fue
terratenientes de la provincia de Anatolia, mientras que el mando del
ejército romano tardío estaba com puesto en su mayor parte por oficiales
profesionales, primero de los Balcanes y después bárbaros (véase supra,
páginas 82-88, 98-101. Probablemente, el cambio se debió en buena medida
a la introducción de la caballería armada con catafractas tras la implan-
tación del sistem a de them as, que creó a los potentados militares locales
del Imperio bizantino. Por tanto, las líneas divisorias fueron divergentes
en cada caso: en Roma, el aparato del alto mando estaba centrado en las
ciudades y el poder de los terratenientes civiles en el campo; en Bizancio,
los magnates m ilitares dominaban en las provincias y los burócratas civi-
les en la capital. De ahí el estallido de guerras civiles entre ambos bandos
en el Imperio griego y la mayor conciencia de la naturaleza de sus anta-
gonismos entre los contem poráneos (compárese a Psellos con Ammiano).
Las semejanzas estructurales entre los procesos de Roma y Bizancio fue-
ron, por lo demás, muy llamativas.
25 Claude Cahen, «La première pénétration turque en Asie Mineure (se-
conde moitié du x i6 siè cle», Byzantion, 1948, pp. 5-67.
Al su r del D anubio 287

a largo plazo m ás destructora para la civilización griega en


A natolia que la conquista m ilitar centralizada de los Balcanes
por los posteriores ejércitos otom anos. Las incursiones caóticas
y los feroces p illajes de los turcom anos desurbanizaron lenta-
m ente una región tras otra, dislocando las poblaciones agríco-
las sedentarias y destrozando las institucion es culturales cris-
tianas26. La desorganización nóm ada de la econom ía rural
dism inuyó finalm ente con la aparición del sultanato selyúcida de
Iconio en el siglo X III, que restableció la paz y el orden en la
m ayor parte de la A natolia turca. Pero el respiro sólo habría de
ser tem poral.
M ientras tanto, el m ism o carácter inform al de los asenta-
m ientos turcom anos en el interior perm itió que el Estado bi-
zantino de finales del siglo XI sobreviviera y contraatacara des-
de las costas del Asia M enor, aunque nunca pudiera recon-
quistar las llanuras centrales. En la época de los Comnenos,
las oligarquías m ilitares de las provincias, que ya habían acu-
m ulado poder en sus tierras y a la cabeza de sus tropas loca-
les, consiguieron finalm ente el control del E stado im perial. Los
principales grupos de m agnates no fueron elevados a cargos
cortesanos por Alejo I, que los reservó para las diversas ramas
de su fam ilia con o b jeto de protegerse contra los poderosos
d u n atoi rivales, pero la pequeña y m edia nobleza consiguió lo
que se había propuesto. Las barreras contra la feudalización
fueron cayendo progresivam ente. A la nobleza terrateniente se
le concedieron b eneficios adm inistrativos o pronoiai, que les
dieron poderes fiscales, judiciales y m ilitares sobré territorios
delim itados a cam bio de servicios esp ecíficos prestados al Es-
tado. Los Com nenos m ultiplicaron esto s ben eficios, que final-
m ente se hicieron hereditarios con los P a le ó lo g o s27. Los nobles

26 Existe ahora una documentación y un estudio muy completo de este


proceso en S. Vryonis, The decline of mediaeval hellenism in Asia Minor
and the process of islam ization from the eleventh through the fifteenth
century, Berkeley-Los Angeles, 1971, pp. 145-68, 184-94 (estudio fundamen-
tal). Vryonis tiende quizá a sobrestim ar la responsabilidad de los con-
flictos civiles-militares dentro de la clase dominante bizantina en el co-
lapso griego de Manzicerta y posteriormente («el fenómeno más decisivo
de todos», pp. 76-7, 403), pero en su descripción de los mecanismos socia-
les de la posterior turquificación de Anatolia es una autoridad.
27 G. Ostrogorsky, Pour l’histoire de la féodalité byzantine, Bruselas,
1954, pp. 9-257, es el estudio clásico de la institución de la pronoia. Os-
trogorsky sostiene qué «la pronoia en Bizancio y en las tierras sudesla-
vas, como el feudo en Occidente y el p o m e st’e en Rusia es la manifesta-
ción de una feudalidad avanzada» (p. 257), pretensión discutible que se
analiza más adelante.
288 E u ro p a o rie n ta l

consiguieron «inm unidades» o ekskou sseiai de la ju risd icción


de la burocracia central y recibieron donaciones de tierras m o-
násticas para su u so personal (c h a ristik a ). N inguna de estas
form as institu cion ales alcanzó la lógica o el orden del sistem a
feudal de Occidente; en el m ejor de los casos, só lo fueron ver-
siones parciales e im perfectas de éste. Pero su dirección social
estaba clara. Los cam pesinos libres fueron degradados progre-
sivam ente a l a condición de arrendatarios dependientes o pa-
roikoi, que gradualm ente llegó a aproxim arse a la de lo s sier-
vos de Europa occidental.
La econom ía urbana de la capital, con sus m anufacturas es-
tatales y la exportación de artículos de lujo, fue sacrificada
entretanto a los acuerdos diplom áticos con V enecia y Génova,
cuyos m ercaderes gozaron m uy pronto de una absoluta supre-
m acía com ercial dentro del Im perio a causa de los privilegios
con que fueron colm ados por la bula de oro de 1084, que les
exim ía de los im puestos im periales sobre las ventas. En su de-
cadencia económ ica, B izancio —invirtiendo su tradicional ba-
lanza com ercial— perdió ahora su m onopolio de la seda y se
convirtió en im portador n eto de paños y de otras m anufactu-
ras acabadas de Occidente, y a cam bio exportó m aterias prim as
com o trigo y aceite a I ta lia 2S. Su sistem a adm inistrativo decayó
h asta tal p u n to que los gobernadores regionales residían fre-
cuentem ente en la capital y se lim itaban a realizar incursiones
por sus provincias para recaudar tributos en unas expediciones
apenas disim uladas de sa q u e o 29. M ercenarios y aventureros en-
grosaban las filas de sus ejércitos, y los cruzados vigilaban con
una confiada avaricia. La tom a y el saqueo de C onstantinopla
por una expedición franco-veneciana en 1204 rom pió finalm ente
y desde el exterior la unidad de lo que quedaba del E stado im -
perial. En ese m om en to se im portó un sistem a feudal occiden-
tal com p leto de feudos y vasallajes, especialm ente en la Grecia
central y m eridional, donde los señores francos introdujeron
un m od elo sim ilar al de ultram ar. Pero esta im plantación arti-
ficial no duró m ucho tiem po. El régim en griego su cesor de
N icea, abandonado en la periferia del antiguo Im perio, fue ca-
paz de reagrupar con grandes esfuerzos los restos dispersos del

28 M. la. Siuziumov, «Borba za Puti Razvitiia Feodal’nij Otnoshenii v


Vizantii», V izantiiskie Ocherki, Moscú, 1961, pp. 52-7.
29 J. Herrin, «The collapse of the Byzantine Empire in the tw elfth cen-
tury: a study of a mediaeval economy», University of Birm ingham H is-
torical Journal, XII, num. 2, 1970, pp. 196-9, que dibuja con vivos colores
aquella época.
Al su r d e l D anubio 289

territorio b izantino y de recon stru ir una vez m ás un fantasm al


E stad o im perial en C onstantinopla.
Por enton ces, la clase social de terratenientes p ron oiar se
había c o n v e r tid o en titu lar hereditaria de sus beneficios; la
in m en sa m ayoría de los cam p esinos eran paroikoi; las relacio-
nes vasalláticas habían sido asim iladas en las concepciones
p olíticas del gobierno local, y la fam ilia dom inante de los Paleó-
logos había con ced ido patrim on ios a la nobleza; las com unida-
des de m ercaderes extranjeros p o seía n franquicias y enclaves
au tónom os. E n el cam po se m ultiplicaron las tierras m onásti-
cas y los terraten ien tes seculares recurrían frecuentem en te al
pastoreo exten siv o para esta r en con diciones de trasladar sus
propiedades durante las correrías tu r c o m a n a s30. Pero esta apa-
ren te «feudalización» final de la form ación social b izantina
nunca alcanzó una coherencia orgánica o e sp o n tá n e a 31. Sus ins-
titu cio n es e ran un sim ulacro d e form as occidentales y carecían
por co m p leto de la dinám ica h istó rica que había producido a
é stas (señal qu e advierte contra cualquier in ten to de interpre-
tar los m od os de producción p or m ed io de una com paración
atem poral de sus elem en tos). Pues las form as feudales del Im -
p erio bizantino tardío fueron el resu ltad o final de una desc o m -
po sició n secu lar de u n sistem a p o lítico im perial unitario que
había perm an ecido en su m ayor parte intacto durante siete
siglos. O, en otras palabras, fueron e l producto de un p roceso
diam etralm ente op u esto al que dio origen al feudalism o occi-
dental, una reco m p o sició n orgánica de dos m odos de produc-
ción anteriores y d esh ech os en una nueva sín tesis que habría

30 E m st Werner, Die G eburt einer G rossm acht-Die Osmanen (1300-1481),


Berlín, 1966, pp. 1234, 145-6.
31 El problema de si alguna vez surgió un verdadero feudalism o bizan-
tino en el ocaso del Im perio griego ha supuesto una tradicional línea di-
visoria entre los bizantinistas. Ostrogorsky ha echado el peso de su
autoridad sobre la opinión de que la sociedad bizantina tardía fue esen-
cialm ente feudal: para su producción m ás reciente, véase «Observations
on the aristocracy in Byzantium», pp. 9 ss. Asimismo, los historiadores
soviéticos siempre han afirmado la existencia de un feudalism o bizanti-
no (y tienden con frecuencia a fechar su aparición un poco antes). Una
reciente reafirmación búlgara de esta postura puede encontrarse en Di-
mitar Angelov, «Byzance et l’Europe occidentale», E tu des H istoriques,
Sofía, 1965, pp. 44-61. Lemerle, por el contrario, ha negado categórica-
mente que el feudalism o se haya im plantado jam ás en Bizancio, y la ma-
yor parte de los investigadores occidentales están de acuerdo con él. El
estudio comparativo de Boutruche, conceptualmente más refinado, recha-
za también la noción de que el com plejo p ro noia-ekskousseia-paroikoi
haya constituido nunca un auténtico sistem a feudal: Seigneurie et féo-
dalité, v o l. I, pp. 269-79.
290 E u ropa orien tal

de liberar unas fuerzas productivas de una m agnitud sin pre-


ceden tes. En el crepúsculo del dom inio bizantino n o se pro-
dujo ningún aum ento de la densidad dem ográfica, de la pro-
ductividad agrícola n i del com ercio urbano. Como m ucho, la
desintegración del v iejo sistem a estatal m etropolitano perm itió
cierta efervescencia in telectual y cierta agitación social en el
reducido perím etro de su poder en Grecia. La captura económ i-
ca de la capital por los m ercaderes italianos condujo a la en-
trega del com ercio nativo a unas pocas de las ciudades de p ro-
vincias m ejor protegidas, y el aum ento del tráfico cultural con
O ccidente disolvió el d om in io d el oscurantism o ortodoxo.
El ú ltim o ep isod io im portante de la historia de Bizancio
—estallido final de vitalidad— com binó p a rad ójicam en te l a m a-
nifestación de lo s nuevos ferm en tos generados por el incipiente
feudalism o del Oriente griego con la in fluencia de los procesos
derivados de la crisis del decadente feu dalism o del O ccid en te
latinó. En T esalónica, segunda ciudad del Im perio, una rebelión
m unicipal contra la usurpación im perial de los m agnates Canta-
cucenos m ovilizó las pasiones antim ísticas y antioligárquicas
de las m asas urbanas, con fiscó y distribuyó las propiedades de
los m onasterios y de lo s ricos, y durante siete años resistió los
ataques del grueso de la clase terrateniente, apoyada por los
O tom anos32. La inspiración de esta feroz lucha social, sin pre-
cedentes en los n ovecien tos años d e h istoria bizantina, procedió
quizá de la revolución com unal genovesa de 1339, uno de los
grandes eslab on es d e las in surrecciones urbanas durante la
últim a crisis m edieval de Europa o c c id e n ta l33. La supresión de
la «república» de los zelotas en T esalónica fue, naturalm ente,
inevitable: la decadente form ación social bizantina era incapaz
de m antener una form a urbana tan avanzada, que presuponía
un ton o económ ico y social com pletam ente distinto. Con su de-
rrota, desapareció para siem pre la historia independiente de

32 P. Charanis, «Internal strife in Byzantium during the fourteenth


century, B yzantion, XV, 1940-1, pp. 208-30, analiza el carácter y la trayec-
toria de esta rebelión.
33 Siuziumov pretende, por el contrario, que el m odelo de la rebelión
de Tesalónica fue el resurgimiento «nacional» de Cola di Rienzo en Roma,
y no la rebelión puramente «municipal» de Génova, y que sólo se con-
virtió en un problema comunal al final, en su última fase. Según él,
la insurrección fue esencialm ente obra de una clase empresarial urbana,
cuyo objetivo era la restauración de un Estado imperial central, capaz
de proteger contra los peligros turco y occidental. Tal interpretación de
los zelotas de Tesalónica parece excesivamente forzada en lo que, por
otra parte, es un estim ulante ensayo: «Borba zu Puti Razvitiia Feodal’nij
Otnoshenii v Vizantii», p. 60-3.
Al su r d el D anubio 291

Bizancio. D esde finales del siglo XIV, el renovado nom adism o


turcom ano devastó A natolia occidental e invadió los últim os
reductos del h elen ism o en Jonia, a la vez que los ejérci-
tos otom anos se desplazaban desde G allípoli hacia el norte.
C onstantinopla pasó el ú ltim o siglo de su existencia com o tri-
butaria olvidada del poderío turco en los Balcanes.

Ahora p uede plantearse ya este problem a: ¿por qué, durante


toda e sta larga historia, n o se produjo nunca en los Balcanes
una fu sió n dinám ica entre los órdenes sociales bárbaro e im-
perial, que habría creado un feudalism o ascendente de tipo oc-
cid en ta l? ¿Por qué no hubo u na sín tesis heleno-eslava compa-
rable en su alcance y efectos a la sín tesis romano-germánica?
En efecto, es p reciso recordar que las invasiones tribales pe-
netraron en la gran m asa de tierras que se extiende del Danu-
bio al A driático y al Egeo a finales del siglo V I y principios
del VII y que, por tanto, las fronteras eslava y bizantina retro-
cedieron y avanzaron en toda la península Balcánica durante
m ás de setecien tos años de contactos y conflictos perm anentes.
El destino de las tres grandes regiones de la península fue, na-
turalm ente, distinto y puede resum irse com o sigue. La gigan-
tesca oleada ávaro-eslava de los años 580-600 cayó sobre toda
la península y sum ergió desde el Ilírico, M esia y Grecia hasta
la zona m ás al sur del Peloponeso. La pérdida del Ilírico
para la m igración y colonización eslava cortó el histórico vínculo
terrestre del m undo im p e r ia l rom ano; ningún otro aconteci-
m ie n to habría de ser. m ás d ecisivo para la ruptura de la unidad
entre Europa oriental y occidental durante la Edad Oscura.
H acia el sur, tuvieron que pasar dos siglos antes de que Bizan-
cio fuera capaz de com enzar la reconquista sistem ática de Tra-
cia y M acedonia en la década de 780, y otros veinte años más
antes de que el P eloponeso fuera d efinitivam ente som etido.
D esde entonces, la m ayor parte de Grecia fue gobernada
sin interrupción desde C onstantinopla hasta la conquista la-
tina de 1204. Por su parte, la M esia colonizada por los eslavos
fue invadida por los búlgaros, nóm adas turanios procedentes
de R usia central, que establecieron allí un janato a finales del
siglo VII. D os siglos despu és, la clase dom inante búlgara se ha-
bía eslavizado y presidía un p od eroso Im perio cuyo control se
adentraba hasta M acedonia occidental. D espués de una serie de
épicas luchas m ilitares con Bizancio, el E stad o búlgaro fue de-
rrocado p or Juan Z im isces y B asilio II, y desde el año 1018
292 E u ropa orien tal

quedó incorporado, durante m ás de ciento cincuenta años, al


Im perio griego. Pero en el año 1186 una rebelión búlgaro-válaca
acabó victoriosam ente con la ocupación bizantina, y surgió un
segundo Im perio búlgaro que dom inó de n uevo los B alcanes
hasta que fu e sacudido por las invasiones m ongoles de los años
1240. La antigua zona ilírica vegetó, por el contrario, fuera de
la órbita del sistem a p olítico bizantino durante cuatro siglos
antes de ser parcialm ente reconquistada y parcialm ente reduci-
da a la condición de cliente por B asilio II, a com ienzos del
siglo X I. E l dom inio griego se estableció aquí de. form a tenue y
precaria só lo durante un siglo, puntuado por num erosas rebe-
liones, hasta que surgió en el año 1151 un rein o serb io unido.
A m ediados del siglo XIV, el Im perio serbio se había convertido,
a su vez, en el principal poder de los B alcanes, hum illando al
de Bulgaria y Bizancio, antes de que se desintegrara en víspe-
ras de la conquista turca.
¿Por qué esta pauta alternativa n o pudo generar una sólida
sín tesis feudal y ni siquiera un orden h istórico duradero? Las
tierras de toda la zona fueron arenas m ovedizas para la orga-
nización social y la form ación del Estado. N o hay nada m ás
sorprendente que la facilidad con la que los otom anos tom aron
finalm ente p osesió n de él, después de que todos los poderes
locales se hubieran hundido en una ineficacia com ún a finales
del siglo XIV. La respuesta a aquella pregunta radica segura-
m ente en el peculiar punto m uerto a que se llegó entre los
órdenes bárbaro y tardío im perial en los B alcanes. El Im perio
bizantino, tras la pérdida de la península en lo s siglos VI y VII,
era todavía dem asiado fuerte para ser destrozado desde fuera,
y fue parcialm ente capaz de recuperar allí su poder después
de un intervalo de doscientos años. Pero en la época siguiente,
los pueblos eslavos y turan ios que habían colonizado los B al-
canes se desarrollaron y m ultiplicaron tanto que n o pudieron
ser asim ilados cuando, a su vez, fueron finalm ente reconquis-
tados, de tal form a que el dom inio griego nunca fue capaz d e
integrarlos en B izancio y en últim o térm ino se reveló efím ero.
E sta m ism a ecuación puede form ularse de form a negativa. Las
com unidades eslavas que constituían la gran m ayoría de los pri-
m eros colonizadores bárbaros de los Balcanes eran socialm ente
dem asiado prim itivas en la época de H eraclio para ser capaces
dé estab lecer unos sistem as políticos del tipo que habían crea-
do las tribus germ ánicas en el Occidente m erovingio. Por otra
parte, el E stado bizantino — debido, com o ya hem os visto, a su
propia estructura interna— fue incapaz de so m eter e integrar
A l su r d e l D anubio 293

dinám icam ente a los p ueb los trib ales según el m od elo que ha-
bía caracterizado a la R om a im p eria l. E l resu ltad o fue que
ninguna de am bas fuerzas p u d o p revalecer de form a perm anen-
te so bre la otra, m ientras q u e am bas pudieron infligirse daños
rep etid os y m ortales. E l choqu e en tre am bas fuerzas no adop-
tó la form a de un cataclism o general del que pudiera surgir
una nueva sín tesis, sin o la de una len ta y recíproca trituración
y agotam iento. Los signos d istin tivos de e ste p roceso, que ale-
jó a E uropa sudoriental de la occid ental, pueden indicarse de
diversas form as.
Por tom ar en prim er lugar dos ín d ices «culturales» sen si-
b les, el m o d elo global de evolu ción religiosa y lingüística fue
m uy diferen te e n esta zona. E n O ccidente, los invasores germ á-
n icos se convirtieron al cristia n ism o arriano durante la época
de las con qu istas. D espués, fueron gradualm ente atraídos a la
Iglesia católica y, con pocas excep cion es, sus idiom as desapare-
cieron ante las lenguas rom ances de su s poblaciones som etidas
y latinizadas. E n el su deste, p or el contrario, los eslavos y los
ávaros que anegaron los B alcane s a finales del siglo V I eran
p ueblos paganos y durante cerca de tres siglos la m ayor parte
de la pen ín su la p erm an eció sin cristianizar (el revés m ás es-
p ectacular que haya su frid o jam ás el cristian ism o en el conti-
nente). A dem ás, cuando los búlgaros pasaron a ser, a finales
del siglo IX , los prim eros bárbaros convertidos, hubo que con-
ced erles un patriarcado ortodoxo autónom o, equivalente a una
Iglesia «nacional» independiente. Los serbios habrían de con-
seguir tam b ién este privilegio en e l siglo X II. Al m ism o tiem po,
y m ientras Grecia era p o c o a p o co rehelenizada lingüísticam en-
te despu és de su recon qu ista p or B izancio a finales del si-
g lo VIII y prin cipios del IX, to d o el in terior de la península Bal-
cánica conservó la lengua eslava, h asta tal punto que precisa-
m en te para con segu ir la conversión de sus habitantes, los m i-
sioneros griegos C irilo y M etodio, de T esalónica (que entonces
todavía era una ciudad fronteriza y bilingüe) tuvieron que in-
ven tar el alfabeto gla g o lítico esp ecífica m en te d estinado al gru-
p o de lenguas eslavas de la r e g ió n 34. E n los B alcanes, pues, la
«asim ilación» cultural siguió un orden e xactam en te inverso:
m ientras en O ccidente la herejía particularista dio paso a la
ortodoxia un iversalista y al latin ism o lingüístico, en el sudeste

34 G. Ostrogorsky, «The Byzantine background to the Moravian mis-


sion», D um barton Oaks Papers, núm. 19, 1965, pp. 15-6. Para el carácter
de las escrituras glagolítica y cirílica, véase D. Obolensky, The Byzantine
C om m onwealth, Londres, 1971, pp. 139-40.
294 E u ropa orien tal

el paganism o con d u jo a la ortodoxia separatista encerrada en


un n o h elen ism o lin gü ístico. La p osterior conquista m ilitar bi-
zantina no fue capaz de cam biar en ab solu to este dato cultural
básico. La gran m asa de la pob lación eslava de la península
h abía cristalizado en e ste aspecto fuera del radio del control
bizantino. La superior d en sidad dem ográfica de los asenta-
m ien tos puede explicar en parte la diferencia con las invasio-
nes germ ánicas. Pero n o cabe duda de que la naturaleza del
m ed io bizantino inicial fu e tam bién un determ inante de pri-
m era im portancia.
S i en el plano cultural las relaciones entre bárbaros y bizan-
tinos revelan la relativa debilidad de los segundos, en lo s pla-
nos p olítico y econ óm ico indican en n o m enor m edida lo s lí-
m ites peculiares de los prim eros. Los problem as generales de
la prim era form ación estatal eslava ya se han analizado antes.
La experiencia esp ecíficam en te balcánica los sitúa a plena luz.
Parece claro, en realidad, que la organización m ilitar de los
nóm adas ávaros fue la que determ inó y dirigió la prim era m ar-
cha de los bárbaros hacia los B alcanes, que hizo posible su con-
quista. Los eslavos, que lucharon en calidad de auxiliares su-
yos, los superaban netam en te en núm ero y se quedaron en las
nuevas tierras, m ientras que las hordas ávaras retornaron a sus
bases de Panonia para aparecer de nuevo en correrías periódi-
cas contra C onstantinopla, p ero sin asentarse en la p e n ín su la 35.
Las m igraciones eslavas se extendieron por unos territorios que
durante siglos habían con stitu id o parte integrante del sistem a
im perial rom ano y que incluían al m ism o corazón de la civi-
lización clásica, Grecia. Con todo, durante los tres siglos que
siguieron a sus invasiones, esto s pueblos n o produjeron ningún
sistem a p olítico transtribal del que haya quedado algún rastro.
El prim er E stado que se creó en los Balcanes fue obra de otro
pueblo nóm ada tu ranio, los búlgaros, cuya superioridad m ilitar
y p olítica sobre los eslavos les perm itió crear, al sur del Da-
nubio, un poderoso janato que m uy p ron to se enfrentaría fron-
talm ente a Bizancio. La clase dirigente «protobúlgara» de bo-
yardos dom inaba una form ación social m ixta, el grueso de cuya
población eran cam pesinos eslavos libres. E stos pagaban tri-
butos a sus señores turanios, que com ponían una aristocracia
m ilitar de dos rangos, organizada todavía sobre una base de
clan. A finales del siglo IX , el idiom a protobúlgaro había d es-
35 P. Lemerle, «Invasions et migrations dans les Balkans depuis la fin
de l’epoque romaine jusqu’au VIIe siècle», Revue H istorique, ccxi, abril-ju-
nio de 1954, pp. 293 ss.
Al su r del D anubio 295

aparecido y el jan a to había sido cristianizado form alm ente: el


sistem a de clanes el paganism o cayeron juntos, com o en to-
das partes, y m uy p ronto toda la clase boyarda se había esla-
vizado, aunque con un cierto barniz cultural g r ie g o 36. A prin-
cipios del siglo X , el nuevo soberano búlgaro Sim eón lanzó un
ataque grandioso y directo contra Bizancio, tom ó por dos veces
A drianópolis, llegó en sus correrías hasta el golfo de Corinto
y puso sitio a Constantinopla. La declarada am bición de Sim eón
no era otra que convertirse en soberano del Im perio de Orien-
te, y en la persecución de su ob jetivo consiguió arrancar a B i-
zancio la concesión del título im perial de «zar». Finalmente,
después de largas cam pañas, sus ejércitos fueron derrotados
por el jefe croata Tom islav, y Bulgaria se hundió en la debili-
dad y el desorden durante el reinado de su h ijo Pedro.
El prim er m ovim iento religioso inconfundiblem ente radical
de la Europa cristiana, el bogom ilism o, se extendió en este m o-
m ento com o expresión de la protesta cam pesina contra el enor-
m e coste de las guerras de S im eón y de la polarización social
que las había acom pañado37. E l E stado búlgaro sufrió un nuevo
revés con las destructoras guerras ruso-bizantinas que se libra-
ron en su territorio. Una im portante renovación m ilitar y polí-
tica durante el reinado del zar Sam uel, a finales del siglo X,
condujo, sin em bargo, a un n uevo con flicto global con Bizancio,
que se prolongó durante veinte años. Com o ya h em os visto, esta
larga y despiadada lucha fue la que acabó finalm ente con las
fuerzas del sistem a im perial bizantino y preparó el cam ino para
su colapso en Anatolia. N aturalm ente, sus consecuencias fue-
ron todavía m ás desastrosas para Bulgaria, cuya existencia in-
dependiente se extinguió durante m ás de cien to cincuenta años.
La ocupación bizantina durante los siglos XI y XII provoc ó un
rápido aum ento d e la s grandes fincas y una in ten sificación de
la presión fiscal cen tral y de las exacciones nobiliarias griegas
y búlgaras sobre el cam pesinado. En B ulgaria se introdujo por
vez prim era la in stitu ción de la p ro n o ia y se m ultiplicaron las
inm unidades o ekskou sseia. Un n úm ero crecien te de antiguos

36 S. Runciman, A h istory of th e first Bulgarian Em pire, Londres, 1930,


páginas 94-5; I. Sakazov, Bulgarische W irtschaftsgeschichte, Berlín, Leip-
zig, 1929, pp. 7-9.
37 Un sacerdote ortoxodo de la época resumía asi las doctrinas socia-
les de Bogomil: «Enseñan a su propio pueblo a no obedecer a sus seño-
res, injurian a los ricos, odian al zar, ridiculizan a los ancianos, conde-
nan a los boyardos, consideran viles a los ojos de Dios a quienes sirven
al zar y prohíben a todos los siervos que trabajen para sus amos», Obo-
lensky, The Byzantine Com m onwealth, p. 125.
296 E u ro p a orien tal

cam pesinos libres cayó en la condición dependiente de los pa-


roikoi, m ientras la esclavitud se extendía sim ultáneam ente por
m ed io de la cautividad de los prisioneros de guerras lo c a le s 38.
Como era de esperar, el bogom ilism o revivió y se produjeron
repetidas rebeliones populares contra el dom inio bizantino. En
el año 1186, dos jefes válacos, Pedro y Asén, encabezaron una
insurrección victoriosa que derrotó a las expediciones de casti-
go enviadas contra ellos por los g rieg o s39. E n ese m om en to se
construyó un «segundo» Im perio búlgaro, cuya jerarquía adm i-
nistrativa, p rotocolo cortesano y sistem a tributario se tom aron
directam ente de los de Bizancio; el núm ero de cam pesin os li-
bres continuó descendiendo m ientras que el a lto estrato boyar-
do consolidaba su poder. A com ienzos del siglo X III, el zar
Ioan n itsa (K alojan) to m ó de nuevo al ob jetivo tradicional de
las dinastías búlgaras: el asalto a C onstantinopla y la asu n -
ción del títu lo im perial universal que acom pañaba a su con-
trol. Sus tropas derrotaron y m ataron al em perador latin o Bal-
duino p o co después de la cuarta cruzada, y su su cesor llevó
victoriosam ente las banderas búlgaras hasta el Adriático. Pero
a los diez años ese nuevo E stado se había derrum bado ante el
asalto de los m ongoles.
Las poblaciones eslavas de la antigua región del Ilírico des-
arrollaron m ucho m ás lentam ente, por lo general, un sistem a
p olítico postribal, debido a la falta de una clase m ilitar nóm a-
da inicialm ente superior. La diferenciación social avanzó de
form a m ás gradual y la organización de clanes se m ostró m uy
resisten te. E l prim er reino croata (900-1097) fue absorbido por
H ungría y n o d esem peñó ningún papel independiente. En el
sur, los ž u pani hereditarios gobernaron, desde sus colonias for-
tificadas, los territorios locales com o patrim onios fam iliares,
cuya adm inistración se dividía entre sus p a r ie n te s40. Los pri-

38 Dimitar Angelov, «Die bulgarische Länder und das bulgarische Volk


in der Grenzen des byzantinischen Reiches im XI-XII Jahrhundert (1018-
1185)», Proceedings of the X IIth International Congress of B yzantine Stu-
dies, pp. 155-61. Mientras las ekskousseiai no fueron prácticam ente nunca
inmunidades «integrales» porque siempre conservaron cargas públicas so-
bre los paroikoi, las concesiones búlgaras equivalentes de esta época otor-
gaban unos poderes señoriales más amplios sobre el campesinado. Véase
G. Cankova-Petkova, «Byzance et le développement social et économique
des Etats balkaniques», Actes du Prem ier Congrès International des Etu-
des Balkaniques et Sud-Est Européennes, Sofía, 1969, pp. 344-5.
39 El estudio más claro de este levantamiento es R. L. Wolfí, «The ‘Se-
cond Bulgarian Empire’. Its origin and history to 1024», Speculum , XXIV,
número 2, abril de 1949, pp. 167-206.
40 Dvornik, The Slavs. Their early history and civilization, pp. 162-3.
Al su r d e l D anubio 297

m eros principados que h icieron su aparición fueron, en el si-


glo XI, los de Zeta y R ascia, creaciones antibizantinas que los
em peradores C om nenos suprim ieron con un éxito sólo parcial.
A finales del sig lo X II, el gran ž upan E steban N em anja unió
los dos territorios en un so lo rein o serb io y adquirió del papa
el títu lo real. Pero aunque los esfuerzos bizantinos por recon-
q uistar Serbia fueron detenid os, tuvieron que pasar otros cien
años antes de qu e los notables de sus clanes fragm entados hu-
bieran su frid o u n p ro ceso integrador su ficien te para form ar una
clase terraten ien te unificada, con derechos señoriales sobre un
cam pesinad o servil y con capacidad m ilitar para extender el
territorio d e la m onarquía serbia. E l eclip se de Bulgaria y Bi-
zan cio a principios del siglo XIV les dio la oportunidad de con-
seguir el d om in io de los B alcanes. E steban D usan anexionó Ma-
cedonia, Tesalia y el E p iro y se p roclam ó em perador de ser-
b ios y griegos, en Skoplje, en el añ o 1346. La estructura social
y p olítica del Gran Im p erio serb io está docum entada en el ex-
ten so código legal o Z akonn ik, que fue elaborado poco después
b a jo el m ando de D ušan. La nobleza dom inante poseía tierras
alodiales hereditarias, que eran cultivadas por cam pesinos de-
p en dien tes o se b ri —versión serbia de los p a ro ik o i bizantinos—
su jetos a prestaciones de trabajo personal que estaban vincu-
lados form alm en te a la tierra por d ecreto real. La m onarquía
tenía am plios poderes autocráticos, p ero estaba rodeada y ase-
sorada por un co n sejo p erm anen te de m agnates y prelados.
Duš an abolió el títu lo de zupan, con sus rem iniscencias de clan,
y lo su stitu yó por el griego de kefalija, palabra bizantina para
designar a u n gobernador im perial. La corte, la cancillería y la
adm inistración eran burdas copias de las de C on stan tin op la41.
Algunas ciudades costeras del D anubio ejercieron el autogo-
b ierno m unicipal gracias a sus estrech os vínculos con las ciu-
dades italianas. Las m inas de p lata que sum inistraban la m a-
yor parte de los ingresos reales eran explotadas por esclavos
y dirigida por sajones. El Im perio serb io fue sin duda alguna
el E stad o eslavo m ás avanzado que surgió en los Balcanes m e-
dievales. E n el carácter m ixto de su sistem a p o lític o , a m edio
cam ino entre un sistem a abiertam ente feudal y una burocracia
autocrática, son visib les las corrientes encontradas de Occi-
dente y Bizancio. Pero la m ism a heterogeneidad de sus elem en-

41 S. Runciman, «Byzantium and the Slavs», en N. Baynes y H. Moss


(comp.) , Byzantium : An introduction to E ast Roman civilization, Oxford,
1948, pp. 364-5; Dvornik, The Slavs in European h istory and civilization,
páginas 142-6.
298 E u ropa orien tal

tos lo condenaba a una vida m uy breve. A los pocos años de la


m uerte de D ušan ya se había vuelto a desintegrar en despota-
dos enfrentados e infantazgos divididos. A aquel E stado le su-
ced ió una últim a poten cia eslava. Durante los cincuenta años
de la segunda m itad del siglo XIV le llegó a B osnia e l tu m o de
dom inar a lo largo del Adriático, p ero la fe bogom ilita de su
dinastía y el carácter electivo de su m onarquía hicieron a esta
avanzadilla m ontañosa incapaz de em ular al Im perio serb io que
le había precedido.
E l enfren tam iento circular en tre Bizancio, Bulgaria y Ser-
bia había term inado, pues, a finales del siglo XIV en una com ún
decadencia y regresión. El frágil sistem a estatal de los Balcanes
m edievales estaba en crisis general antes de que le sorprendie-
ra la conquista otom ana. Las razones estructurales de la inca-
pacidad de está región para producir una sín tesis feudal indí-
gena ya se han señalado, y la n aturaleza de los abortados
E stados búlgaro y serbio se lim ita a subrayarlas. Pues su ca-
racterística m ás sorprendente, en cualquier perspectiva europea
com parada, es su recurrente e im posib le im itación de la auto-
cracia im perial del propio Bizancio. N o pretendían ser reinos,
sin o im perios, y sus soberanos n o buscaban cualquier título
im perial, sin o el del universal a u to k ra to r grecorrom ano. Y así,
los Im perios búlgaro y serbio intentaron copiar el sistem a ad-
m inistrativo intern o de los E stados bizantinos y tom ar p ose-
sión externa de ellos por m edio de la conquista y la sucesión
directas. Esa tarea era intrínsecam ente inviable para ellos y
condujo fatalm ente a una excesiva extensión política y social:
la transición directa de un sistem a de gobierno local tribal a
o tro im perial b u rocrático estaba m ás allá de los recursos de
cualquier nobleza de la región y, a falta de un s is tem a eco-
nóm ico urbano o esclavista, n o correspondía a una verdadera
infraestructura económ ica. De ahí la ruina recíproca d e la
lucha triangular en busca de un dom inio im perial que, en aque-
llos m om entos, era ya Un anacronism o ilusorio. Pero, al m ism o
tiem po, la época en que aquella ruina se consum ó era tam bién
la de la depresión gene ral en toda Europa. La docum entación
sobre la econom ía rural de los Balcanes durante esta época es
todavía dem asiado escasa — debido en parte al posterior arra-
sam ien to de sus in stitu cion es por los otom anos— para form u-
lar ahora ju icios seguros acerca de sus tendencias internas. Pero
aquí, com o en todas partes, las grandes p estes se llevaron tam -
bién su tributo. C álculos recien tes indican que entre los años
1348 y 1450 se p rod ujo un d escen so dem ográfico global del 25
Al Sur d el D anubio 299

por ciento — de unos 6 a 4, 5 m illones de habitantes— en lo que


en cualquier caso ya era una región escasam ente poblada42. Por
otra parte, tam bién estallaron ahora rebeliones sociales en los
B alcanes. De la «Comuna» de T esalónica ya hem os hablado;
al m ism o tiem p o que ella se produjo, en el año 1342, una in-
surrección cam pesina en las llanuras de Tracia contra los te-
rratenientes provinciales de B izancio que allí residían. Kotor
y Bar, a orillas del Adriático, fueron escen ario de insurreccio-
nes m unicipales. En Bulgaria, una rebelión popular llevó du-
rante poco tiem po al poder a un usurpador plebeyo en el año
1277, y durante el siglo XIV creció el núm ero de vagabundos
y bandidos a m edida que la tierra se concentraba progresiva-
m ente. Las ten sion es de la pretendida construcción del Estado
im perial por las diversas aristocracias de la península condu-
jeron naturalm ente a m ayores exacciones fiscales y personales
sobre los pobres, que respondieron con recelo y m alestar.
Hay que destacar que no se produjo prácticam ente ninguna
resisten cia popular en el cam po a la llegada de los otom anos,
excepto —lo que es significativo— en las prim itivas fortalezas
alpinas de Albania, donde la organización tribal y ciánica im po-
sibilitaba la gran propiedad de la tierra y obstruía la diferen-
ciación social. En B osnia, donde los cam pesinos bogom ilitas
habían sido perseguidos de form a esp ecial por la Iglesia cató-
lica com o herejes «patarinos» y hechos esclavos por los m er-
caderes de V enecia y R a g u sa 43, las m asas rurales y algunos
sectores de la nobleza local acogieron con agrado el dom inio
turco y se convirtieron en buen núm ero al Islam . Braudel, en
efecto, ha escrito de form a categórica: «La conquista turca de
los Balcanes pudo llevarse a cabo porque se aprovechó de una
pasm osa revolución social. Una sociedad señorial, inexorable
para el cam pesino, v ió se sorprendida por el choque y acabó
derrum bándose por sí sola. La conquista, que m arca el fin de
los grandes terratenientes, es tam bién, desde ciertos puntos de
vista, la “liberación de los p ob res”. El Asia M enor fue conquis-
tada pacientem ente, lentam ente, al cabo de siglos de oscuros
esfuerzos; la península de los Balcanes n o resistió, por así de-
cirlo, al in v a so r» 44. E sta afirm ación es, sin em bargo, dem asia-

42 J. C. Russell, «Late mediaeval Balkan and Asia Minor population»,


The Journal of the Economic and Social H istory of the Orient, III, 1960,
páginas 265-74; Population in Europe 500-1500, p. 19.
43 Werner, Die G eburt einer Grossmacht-Die Osmanen, pp. 229-33.
44 F. Braudel, La M éditerranée et le monde m éditerranéen à l’époque
de Philippe II, París, 1949, p. 510 [El M editerráneo y el mundo medite-
300 E u ro p a o rien ta l

do sum aria. En realidad, había pocos signos de un derrum ba-


m iento esp ontáneo o directo del orden social indígena antes de
los ataques turcos. La clase noble era en todas partes cada vez
más opresora y sus sistem as políticos estaban en crisis. Pero
no puede excluirse la posibilidad de una recuperación posterior.
El asalto de los otom anos fue lo que destruyó toda posibilidad
de un m ayor desarrollo autóctono de los B alcanes. Los cam pos
de Maritza y K osovo, en los que cayeron derrotadas las aristo-
cracias búlgara y serbia, se defendieron con ahínco: n o fue un
sim ple paseo turco. Por otra parte, una vez que los otom anos
infligieron sus golpes decisivos, las precarias estructuras esta -
tales de los Balcanes carecían de reservas para continuar la
lucha contra la invasión islám ica. D espués de que lo s príncipes
y nobles locales hubieran sido derrotados, la única posibilidad
que quedaba de rechazar la m area turca resid ía en las expedi-
ciones defensivas organizadas por el feudalism o occidental para
salvar los Balcanes. D esde V iena se enviaron dos cruzadas in-
ternacionales, que fueron sucesivam ente aplastadas por los
ejércitos otom anos en N icópolis y Varna en los años 1396 y
1444. El feudalism o occidental, sum ido ahora en una com pleta
tribulación, ya no era capaz de las victorias de sus prim eros
tiem pos. En m ed io de estos desastres, l a Europa sudoriental se
unió efím eram en te al destino general del con tin en te antes de
alejarse otra vez de form a m á s radical que nunca.

E l m undo m edieval acabó, pues, en una crisis generalizada. Las


tierras origin arias del feud alism o de O ccidente y los territorios
del este a los que aquél se había extendido o donde fue incapaz
de desarrollarse fueron el escenario de profundos p rocesos de

rráneo en la época de Felipe II, 2 vols., México, FCE, 1953, I, p. 550]. El


contraste de Braudel entre el ritmo de conquista en Asia menor y los
Balcanes es equívoco en la medida en que da por supuesto que la va-
riable fundamental era el relativo vigor de la resistencia cristiana. Pues
Anatolia fue ocupada gradualmente por soldados de las tribus turcoma-
nas, en oleadas sucesivas de emigración espontánea, mientras que los Bal-
canes fueron conquistados por un Estado militar altam ente organizado
en la nueva form a del sultanato otomano. Con su característica escrupu-
losidad, Braudel ha rectificado, en la segunda edición revisada de su li-
bro, la última frase del párrafo antes citado, que ahora dice: «parece que
la península Balcánica no ofreció resistencia al invasor» (subrayado de
Braudel), y añade en una nota que si el estudio realizado por Angelov
es correcto, la resistencia búlgara fue más viva de lo que su texto per-
m ite pensar. Véase La M éditerranée et le monde m éditerranéen à l’épo-
que de Philippe II, París, 1966, II, p. 11.
A l Sur d e l D anubio 301

d isolución y m u ta ció n socioecon óm ica a principios del siglo XV.


E n el um bral de la ép o ca m od erna, cu ando las m urallas d e
C onstantinopla cayeron an te los cañones turcos, las consecuen-
cias de e sto s cam bios para el ord en p o lítico de E uropa todavía
perm anecían ocultas. Ahora queda p or explorar el desenlace
del sistem a de E stad os que recib ió de ella s el ser.

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