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LA RESURRECCIÓN DE JESÚS Y EL FUTURO

DEL HOMBRE

WOLFHART PANNENBERG

El hombre es un ser que sabe de futuro. Compartimos con


todo viviente, en todo caso con todas las formas de vida animal,
el que nuestros impulsos se dirijan al futuro, a la satisfacción de
necesidades que de hecho son futuras con respecto a la tenden-
cia hacia la satisfacción. Pero el hombre está no sólo cara a lo
futuro en su impulso hacia la realización de su vida. Sabe también
del futuro, a diferencia y en oposición al presente de su experien-
cia y tendencia. Sabe que el resultado de su obrar puede ser opues-
to a los fines que pretende, o en todo caso apartarse de ellos. «El
corazón del hombre traza su camino, pero el Señor dirige sus
pasos» (Prov 16, 9). En la diferencia del futuro de la planificación
humana se manifiesta la realidad de Dios. Y esto sigue siendo
así hoy, a pesar de la perfección de la tecnología moderna. Tam-
bién el hombre de las culturas antiguas hizo ya todo lo posible
en cuanto a refinamiento de la técnica, sobre todo en la técnica de
guerra. Y sin embargo era válido que: «Se prepara el caballo para
el día del combate, pero el Señor es quien da la victoria» (Prov
21, 31). Apenas si se puede hablar todavía de victoria ante el
actual arsenal nuclear, y no más bien de cómo poder conservar
la paz por el equilibrio del terror. También el éxito en este caso
se debe en última instancia a Dios. Donde el hombre queda aban-
donado a sí mismo, se vuelven del revés con demasiada frecuencia
sus mejores propósitos: «Hay caminos que parecen derechos;
pero van a parar a la muerte» (Prov 16, 25).
Ante todo, el hombre sabe por experiencia. También la de-
pendencia de un último poder divino que define el camino del
hombre es en absoluto cosa de la experiencia, y los muchos nom-
bres que las religiones de la humanidad han encontrado para ese
poder son fruto de tal experiencia. A quien se cierra a ella, se le
desfiguran las perspectivas de la realidad mundana y de las pro-
pias posibilidades humanas, hasta el punto de amenazarle la caí-
da en el vacío de la propia intimidad. El hombre es también el
único de los seres vivos que sabe del futuro de la propia muerte.
Para soportar ese saber, ha estado siempre buscando relación con
los poderes divinos. Poderes que deberían protegerlo de la inse-
guridad de su futuro, en esta vida y más allá de la muerte. Astro-
logia y aruspicina, oráculos y observación de las aves eran los
procedimientos futurológicos del mundo antiguo en la explora-
ción del futuro, para cuyo dominio la magia hacía las veces de
nuestra técnica. La inseguridad del futuro ha continuado. No
pudo reprimirla el conjuro del orden primitivo del mito, al que
el hombre arcaico se volvía, dejando a sus espaldas el futuro.
Tampoco ha vencido la inseguridad del futuro la moderna fe en
el progreso, que dejó en las propias manos del hombre la torsión
profética hacia el futuro y su escatología. Al contrario, las conse-
cuencias del progreso técnico hacen hoy brotar por todas partes
el pathos de la conquista del futuro. En la profecía y escatología
de Israel, donde se realizó la inflexión desde las imágenes primi-
tivas de un tiempo originario mítico hacia el futuro, como modelo
de salvación, nunca se entendió el progreso hacia ese futuro como
rectilíneo o como en poder del hombre. El futuro del hombre que-
dó como prerrogativa de Dios. El hombre no puede menos de
considerar su futuro y actuar en vista de él, así como por mucho
que se esfuerce no escapa a la realidad de Dios. Pero realizar su
futuro y con ello a sí mismo, eso no está en sus manos.

II

Para la fe cristiana Jesús es el futuro del hombre. Ante todo es


el futuro de los cristianos, que ponen su esperanza en el crucifi-
cado y resucitado. Pablo lo expresó de esta manera: Dios predes-
tinó a los cristianos a reproducir la imagen de su Hijo, de modo
que éste fuera el mayor de una multitud de hermanos (Rom 8,
29). Pero esta función de Cristo con los cristianos tiene significa-
do universal. De ahí que Pablo pudiese hablar de Cristo como
del segundo y definitivo Adán, fundador de una nueva humani-
dad cuya «imagen» llevaremos, al modo como fuimos hechos
como hombres a la imagen del primer Adán terreno (1 Cor 15,
14 ss). Lo acontecido por Jesucristo es significativo, no sólo para
los cristianos y su futuro, sino para el futuro de la humanidad
entera. Pero para los cristianos el futuro de la humanidad se ha
manifestado ya, debido a que —como escribe la carta a los Colo-
senses— se han despojado del hombre viejo con sus malas obras,
y «se vistieron» de Cristo, el hombre nuevo, que por «el conoci-
miento se va renovando a imagen de su Creador» (Col 3, 9 ss).
Tres propiedades en especial hay que resaltar en las indica-
ciones paulinas sobre el futuro de los cristianos y de la huma-
nidad entera. Primero, se trata siempre del Cristo resucitado.
El constituido Hijo de Dios por la resurrección en el poder del
Espíritu (Rom 1, 4), es el mismo de quien Pablo dice que a su
imagen debemos nosotros ser conformados (Rom 8, 29). ¡Aún es
todavía más claro en 1 Cor 15, que el segundo Adán, el celeste,
cuya imagen debemos llevar, es el Señor resucitado! El, como
«espíritu vivificador» fue arrancado a la mortalidad, de modo
que los cristianos tengamos por él la esperanza de superar tam-
bién nuestra propia mortalidad. La vida del Resucitado triunfante
de la muerte es, pues, el futuro de salvación para los cristianos
y para una nueva humanidad.
En segundo lugar, la vida del resucitado es la misma que la
de Jesús de Nazaret, que por nosotros fue crucificado. Es más,
a la luz de su resurrección, se convierte su cruz en la fuerza de
nuestra justificación (Rom 4, 24 ss). De ahí que Jesucristo sea el
nuevo Adán en la carta a los Romanos no sólo en relación a la
nueva vida inmortal del Resucitado. Esto se omite expresamente
en Rom 5, 12 ss, y en el centro se pone ahora la obediencia de
Jesús en contraposición al pecado de Adán: así como por la des-
obediencia de Adán vino sobre la humanidad la acción de la
muerte, así la obediencia de Jesús afirmó el derecho a la vida
para muchos (Rom 5, 18 ss). Aquí ya no se contrapone más el
futuro de la vida de resurrección a la vida terrena, mortal, sino
que se asocia a la obediencia terrena de Jesús, a su divina misión
que le llevó a la cruz. De este modo, la vida inmortal del Resuci-
tado es el futuro de salvación de muchos sólo bajo la condición de
abandonarse a la obediencia del Crucificado, capaz de vencer el
pecado.
La tercera propiedad de las afirmaciones paulinas acerca de
Jesús como futuro del hombre, que hemos de resaltar aquí, es la
unión de la interpretación de Cristo como fundador de una nueva
humanidad con las alusiones a la reproducción de una imagen de
I )¡os, que según el primer relato de la creación constituye la autén-
tica dignidad del hombre entre las criaturas. En la segunda carta
a los Corintios (4, 4) se califica expresamente la gloria de Cristo,
que el evangelio predica, como gloria de la imagen divina. Cuando
poco antes se describe el futuro del creyente como conversión
cu la imagen del Kyrios (3, 18), tanto allí como en la primera
carta a los Corintios (15, 49), ha de pensarse que se trata de la
reproducción de la imagen realizada en la resurrección de Jesús.
No es, por tanto, propio del hombre el reproducir la imagen di-
vina ya desde el comienzo de su creación. Más bien se va ésta rea-
I izando en la historia de la humanidad. Con ello no se indica nin-
gún estado dado ya desde el principio, sino la disposición del
hombre, que se realizó primero en la historia de Jesucristo, en
su obediencia y su resurrección.
La teología del siglo segundo siguió desarrollando estas ideas
paulinas en su interpretación de la historia de salvación como una
divina oikonomía eis ton kainon ánthropon (Ign. Ef. 20, 1). Ireneo
lo unió, junto con el pensamiento de la carta a los Efesios (Ef 1,
10) de la recapitulación de todas las cosas en el mesías Jesús,
a su teología de la historia de salvación, que tiende a la recapi-
tulación de toda la humanidad en el nuevo hombre Jesucristo.
Sólo se puede abarcar la amplitud antropológica de esta concep-
ción históricosalvífica, si se entiende como historización y proce-
sualización del concepto griego de naturaleza esencial. Ya no se
piensa más la naturaleza del hombre como acabada desde el prin-
cipio y realizada por igual en cada individuo, sino que el ser del
hombre, su naturaleza va fluyendo en el proceso de una historia
hacia el futuro del hombre nuevo. La dinámica de esta concep-
ción históricosalvífica de la antropología quedó oculta en la his-
toria de la teología posterior, en la que se concibió siempre la
reproducción de la imagen de Dios en el hombre como realizada
ya en la primera condición, al comienzo de la historia de la hu-
manidad. De este modo, sólo podía atribuirse a Cristo el resta-
blecimiento de esta perfección original del hombre o su elevación
graciosa, según que se considerase perdida por el pecado origi-
nal o la irnago misma o sólo el don añadido por gracia de la
similitudo Dei. En consecuencia, la concepción de un devenir his-
tórico del hombre hacia el futuro del hombre nuevo, fundada en
Pablo y desarrollada en la teología históricosalvífica primera, era
sin comparación más radical en su visión cristiana de una per-
fección del hombre por Cristo. Más tarde, el platonismo del Re-
nacimiento renovó el pensamiento de un proceso de formación de
la imagen de Dios en el hombre. El primero fue Pico de la Miran-
dola. Se encuentra también el pensamiento en Calvino. Johann
Gottfried Herder llega a hacer de él el punto de arranque de la
concepción antropológica moderna, que ve la historia del hom-
bre como un proceso de su evolución en humanidad. Pero aquí
ya no resulta ser Jesucristo el futuro del hombre, que realiza su
ser de hombre. Se concibe más bien ahora la historia del hacerse
del hombre a sí mismo, a lo más (diverso también de como era
en Herder), como un proceso de la autorrealización del hombre,
y se ambiciona tal realización de sí por la emancipación de todos
los lazos que se supone impiden al hombre llegar a ser él mismo.

III
No puede darse para la fe cristiana otro futuro de salvación
del hombre al lado del que Jesucristo ha abierto. La fe en la me-
sianidad de Jesús está condicionada por el hecho de que, sin Cris-
to, no hay respuesta satisfactoria a las preguntas sobre la defi-
nitiva identidad del hombre, es decir, a la pregunta sobre la li-
bertad así como a la pregunta sobre la totalidad e integridad
de la vida humana. Es, pues, imprescindible para le fe en Cristo
la mirada aguda y desapasionada sobre las ilusiones de los hom-
bres con respecto a la realización de su propio futuro.
Entre las ilusiones más seductoras para el hombre de hoy,
está la ilusoria confusión de libertad con emancipación. Muchos
piensan que sólo impedimentos externos los separan de la amplia-
ción de su libertad, de la total identidad consigo mismos. Las
relaciones políticas, la economía capitalista, el trabajo forzado,
la pobreza aparecen como poderes que impiden al individuo rea-
lizar su libertad. La reacción ante todo esto es el deseo de supri-
mir estos impedimentos. En ello se da por supuesto que el hombre
es ya en sí mismo libre por naturaleza. Precisamente debe el cris-
tiano juzgar tal presupuesto como ilusión. «Si el Hijo os hace
libres, seréis realmente libres», dice el Cristo del evangelio de
Juan a quienes, como descendientes de Abrahán, piensan haber
nacido libres (Jn 8, 36). Algo semejante dice Pablo: «Donde
está el Espíritu del Señor, allí está la libertad» (2 Cor 3, 17). No
se ha logrado todavía la libertad con la emancipación de toda
atadura y relación de autoridad. Pues el hombre es pecador. Por
ello, necesita de obligaciones y también de autoridad. Asimismo,
las instancias que detentan la autoridad están de hecho someti-
das al pecado, y por ello, necesitan de un sistema de mutuo con-
trol. La emancipación de toda atadura y autoridad únicamente

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