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La estatua del príncipe feliz dominaba la ciudad.

Placas de oro la
recubrían, sus ojos eran zafiros y su espada tenía un rubí. Era bello y parecía feliz. Llegó el
invierno y una golondrina se cobijó en su pedestal; quiso dormir, pero unas gotas de agua la
despertaron. Alzó la mirada: eran lágrimas del príncipe. “¿Por qué lloras -le dijo- si aparentas ser
tan feliz?”.

“Porque fui humano e insensible, y ahora que soy una estatua ya no puedo ayudar a la gente.
¡Hazlo tú!
Visita a la pobre costurera, pues su hijo está enfermo y sólo le da agua. Entrégale el rubí de
mi espada”.
El ave debía partir, pero lo obedeció y fue feliz. “Quédate -reiteró- y dale un zafiro de mis ojos al
escritor, pues quizás no pueda llevar su obra al director de teatro”.
La golondrina pospuso así su vuelo a Egipto. “Una niña llora -dijo la estatua-, pues ha perdido los
fósforos que vende y su padre la reñirá; ve y dale otro zafiro de mi vestimenta”. Al quedar ciego ella
ya no se marchó. “Dona mis placas de oro a los pobres” -ordenó, y el pueblo lo alabó. Mas volvió el
frío, ya no hubo oro y la golondrina enfermó: voló para besar a su amado y allí cayó muerta.
El alcalde y su gente se pasmaron al ver a la efigie: “Hay una golondrina muerta, faltan lo zafiros y
el rubí del arma” -dijeron.
“Sin oro esta estatua no vale -opinó el alcalde-. ¡Fundidla y erigid la mía!”
En el horno no lograron fundir el corazón del príncipe y lo tiraron al basural, junto con el ave
Cuando Dios pidió a un ángel que le trajera las dos cosas más bellas de la Tierra, este volvió con
el corazóndel príncipe y el cuerpecito de la golondrina.
FIN

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