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EL ABRAZO PROMETIDO II

Esta parte estaba reservada para mí… pero tengo la fuerte sensación y el pedido imperioso que la
comparta con todos.

¡Es el Santo Padre, el Papa Francisco… o es el Señor Jesús quien camina hacia mí!

Recuerdo que tenía el corazón en la mano. Latía cada vez más fuerte y la adrenalina hacía su
trabajo. Los pensamientos se vuelven rápidos y confusos. Vuelan miles de planes y de acciones
posibles. Ya venía el Papa… viene hacia acá. La promesa se hacía verdad. Lo veo vital, hermoso,
brillante, reluciente… inmenso. El sol mariano con sus rayos de arco iris, venido del inmaculado
cielo azul reflejan perfectamente su blancura y su imponente figura que lo llena todo. Con su
hermoso gesto de ternura y amplia sonrisa; sus manos no cesan de saludar, tocar y bendecir. Así
era y es Cristo el señor. Es la sanación de Cristo. Es la bendición de Cristo. Es la conversión a Cristo.
No solo es su vicario y representante en esta tierra: es él mismo caminando entre nosotros como
hace dos mil años.

Rodeado por la guardia y sus obispos como si fueran los apóstoles, enmarcado en las altas
columnatas romanas de los templos inmemoriales, como Jesús en su época; Camina lentamente
entre la multitud que le grita, le alaba, le clama, le aplaude, le llama y le necesita… Camina
lentamente… como dejándose ver y desear.

Pensaba que esto yo no lo había buscado, pero en este punto de giro de mi vida, ahora tal vez sí lo
quería. ¡Qué carajo lo estaba anhelando! Me sentía como saqueo. Venía el Papa… o viene el señor.
Es una oportunidad única. El señor viene hacia acá. Qué hacer para que me vea, me subo a la silla
para que me note, me salto la barrera para que me salude, para que me invite. Quería ser saqueo
mirando por encima de los hombros de tanta gente y de tanta seguridad. Si hubiera un árbol creo
que me hubiera subido para que el Papa me notara, me mirara y me invitara a estar con él. Siento
la fe y la seguridad como saqueo que si él me ve, vendrá hacia mí y al menos me saludará. Eso ya
sería suficiente… como en rio de Janeiro.

¡Pero No! ¡Por qué, no sería suficiente! Pues en ese momento sentía la seguridad y confianza del
centurión Romano ante la presencia del señor que viene a su encuentro, pues yo solo quería pedir
por cada uno de los miembros de la amada comunidad del señor, los servidores. Ellos eran el
objeto de mi búsqueda. Le traía la necesidad de cada uno de ellos. En mi mente estaba cada Pilar,
cada Servita, cada Paciente, cada Laborioso, cada Providente, cada Orante, cada servidor
mensajero, cada sacerdote que amamos y llevamos en nuestro corazón, cada comunidad… mis
samaritanas, mis samaritanos, mis misioneras, mis misioneros… sus familias, las ciudades, las
obras, mis amados miseritos… Intentaba retenerlos a todos, todos, todos… en mi memoria y en mi
corazón como un listado puntual que a la primera oportunidad que me diera el Papa… o el Señor…
saldría de mi boca como una retahíla sin fin, pensando que así no quedaría ninguno por fuera de la
petición.

Quería pedirle les bendijera, les tocara, les abrazara e intercediera por ellos y sus necesidades ante
el Señor. Yo le traía el corazón de cada uno de sus elegidos. Querría decirle: “No soy digno de que
entres en mi casa pero una palabra tuya bastará para sanarle” ¡Claro! No soy digno de que me
mires. Y quien lo es, pensaba. No pretendo que vayas a la comunidad, pero sí creo firmemente
que una sola bendición tuya salida de tu corazón, expresada con tu boca y signada por tus manos
llegará con certeza a cada uno de ellos. Esta es mi misión y mi ilusión Santo Padre… buen señor
Jesús. Ellos la sentirán: sentirán tu sanación y tu perdón de verdad en cada corazón desde la fe.

En mi emoción y en medio del bullicio propio de la plaza, llega fugaz a mi mente el recuerdo del
Señor cuando sale de Jericó rodeado y acompañado de la multitud de creyentes y necesitados. Y le
quiero gritar más que los que están detrás de mí: ¡Santo Padre estoy aquí! Estoy aquí como
Bartimeo o los ciegos de Jericó o de Cafarnaúm queriendo que me llames y me mires.: estoy aquí
queriendo levantar mí voz a gritos para llamar tu atención. Si ellos gritaron “¡señor sánanos!”, si
ellos gritaron “¡Señor, Hijo de David, ten misericordia de mí!” Si ellos levantaron su voz y
clamaron para superar el ruido propio de una multitud, superar la distancia, y así lograr llegar a los
oídos del Maestro; pues este es ahora el clamor no de mi boca… es el grito y el clamor de mi
corazón. ¡Escucha entonces señor los gritos de mi corazón! Quería que me notara, que me llamara
y me preguntara como a ellos “¿Qué queréis que os haga?” Y yo sin dudar le diría: ‘¡Señor, que
escuches las suplicas de todos los que llevo en mi corazón! ¡Que bendigas las intenciones que se
albergan en mi corazón! Que cures nuestra ceguera. Que cures nuestra ceguera hacia el servicio.
Que cures nuestra ceguera social, Que cures nuestra ceguera espiritual. Que cures nuestra
ceguera comunicacional. Que cures nuestra ceguera antropológica. Que cures nuestra ceguera
sapiencial. Que cures nuestra ceguera afectiva. Que cures nuestra ceguera moral. Que cures
nuestra ceguera material. Y al escuchar mi súplica que me preguntara: “¿Crees que puedo
hacerlo?” Yo le contestaría sin dudar: ¡Sí, señor! ¡Sí, Señor! ¡Sí Señor! ¡Creo que puedes hacerlo si
quieres! Y que Jesús “movido a compasión”, me tocara y me dijera: “¡Que se haga en ustedes
conforme a tu fe!” Solo entonces cerraría mi puño y diría: ¡Yes, yes, yes! ¡Give me five, Francisco!
¡Chócala, Señor!

Y al instante después de que todos los servidores recobráramos la vista me dijera: No…”Vete, tu fe
te ha curado”. Sino: ¡vayan y sirvan su fe les ha curado! Y al momento todos le siguiéramos por el
camino del servicio como nos lo ha mostrado él desde su sacrificio en la cruz para la mayor gloria
del padre.

Ya está muy cerca. Viene hacia mí. Me siento como la Magdalena. Aunque estoy reconciliado y
limpio de corazón me siento indigno. Quisiera postrarme a sus pies y declararme pecador para
implorar su perdón, su bendición y si él lo quiere y lo dice, ¿perdonará todos mis pecados?

Le pediría que como a la Magdalena saque de mí los siete demonios para poder seguirle con los
ojos de mi corazón fijos en él. Que me permita perfumar sus pies santos y enjugarlos con mis
lágrimas de arrepentimiento y los cabellos que ya le he entregado.

Quiero, como ella, suplicarle la resurrección de mis hermanos muertos para el servicio. Quiero
abrazarme a la cruz como ella y dejarme bañar por su misericordia a la hora de su muerte. Señor
que sea como ella digno de verte en tu resurrección… ¡Pero no! ¡Qué nervios! Ya viene. Mi
corazón va a saltar de mi pecho. Siento de nuevo que soy ella, postrada a sus pies, en el miedo y la
vergüenza de la lapidación y, él, alargando su mano para levantarme me diga: tranquilo Jorgito,
levántate con la mirada en alto; “Yo tampoco te condeno. Ven conmigo en paz y no vuelvas a
pecar”.

Y llega el momento. Esa mano se alarga hacia mí. Él está frente a mí. Su sonrisa es acogedora y
magnífica. Es una sonrisa alegre que acoge y brinda la confianza de los viejos amigos en las luchas
del Señor. Como si nos conociéramos de toda la vida. ¿Será la sonrisa del señor que me conoce
desde la eternidad? Sus ojos incisivos, escrutadores, de mirada profunda y transparente me miran
de arriba a abajo en una lectura muy rápida y centra su mirada en mi escudo. El escudo que
orgulloso esgrimo en el centro de mi pecho… ¿o tal vez el señor está escrutando lo profundo de mi
corazón y en él lee mis alegrías y miserias, mis anhelos y mi fe? Entrecierra sus ojos como
queriendo encontrar en su mente el recuerdo de él, de este escudo y de esta comunidad…

Me siento mirado, detallado, escrutado, pero ya no hay tiempo para mi vergüenza sino para su
misericordia. ¿Es el Papa o es el Señor? Ya no importa. Son el mismo para mí en mi corazón. Es el
señor que como a todos en el evangelio ha venido a buscar en los caminos, en las ciudades y en las
periferias… y nos ha encontrado. Nos ha encontrado para sellar su escogencia y predilección para
su y nuestro apostolado. Él quiere con su presencia ratificar y sellar su elección y su misión.
Extiende su mano hacia mí como lo hizo con la Magdalena, y siento que él y el señor me han
perdonado y me levanta como a la Magdalena, con su perdón de mi pecado. Yo recibo su mano y
la atesoro contra mis labios. En un gesto no meditado ni planeado, siento en lo profundo de mi
corazón que debo inclinar mi cabeza, doblar mis rodillas, besar su anillo… su santa mano. Es un
gesto de respeto y adoración, de sumisión y entrega que debo hacer. Él no merece menos. Halo
su mano suavemente e intento atraerlo hacia mí para que jamás se aparte de nosotros. Él no se
resiste. Bondadoso se acerca como diciéndome: soy tuyo. Siempre me has tenido y ahora seremos
uno, como siempre lo he querido. He venido para quedarme contigo y no separarme de ti nunca
jamás. Encierro su mano entre las mías… y él, dadivoso, no la aparta. Siento que me ha perdonado,
que me ha limpiado, que no le hago daño con el pecado que ya no tengo. Qué dicha, él permite
que lo toque y le acaricie tierna y delicadamente.

Sin soltarme, su sonrisa se vuelve más amplia y generosa. Escucho ahora su voz de amigo que me
pregunta: ¿Quién sos? ¿Me preguntas Señor quién soy? ¿Acaso no me conoces? ¿Acaso no lo
sabes todo de mí? Ante mi duda momentánea sobre el qué debo responder el espíritu que
revolotea sobre nosotros ilumina la respuesta: “Daniel, no temas; porque desde el primer día que
dispusiste tu corazón a entender y a humillarte en la presencia de tu Dios, fueron oídas tus
palabras; y a causa de tus palabras yo he venido.” "Yo, el Señor, sondeo el corazón y examino
los pensamientos, para darle a cada uno según sus acciones y según el fruto de sus obras. ” “Hijo
mío, guarda mis palabras y atesora mis mandamientos contigo.” “Amontonad tesoros en el
cielo… porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón.” "El hombre bueno, del
buen tesoro de su corazón saca lo que es bueno; y el hombre malo, del mal tesoro saca lo que es
malo; porque de la abundancia del corazón habla su boca.” “La congregación de los que
creyeron era de un corazón y un alma; y ninguno decía ser suyo lo que poseía, sino que todas las
cosas eran de propiedad común” mostrándome el actuar apostólico de su iglesia.

¡Sí, sí, sí!, creo que entiendo. No debo hablar de mí. De nada vale hablar de mí… Él no entendería
nada. No soy presidente, ni senador, ni congresista, ni alcalde, ni artista ni jefe de nada. Pues creo
que entiendo ahora que ya no existo para mí… Y no estoy ahí para mí; existo para la obra que él
me ha encomendado. Mi servicio, mis miseritos y mis amados servidores. Creo que el señor quiere
que le hable a su santidad de la obra que él ha pedido inserte en la iglesia, que tengo ahora en mi
corazón como un tesoro y única razón de mi existencia, y que ahora debo entregarle para que él
también la custodie. Por eso solo atino con el auxilio del Espíritu Santo a decirle: Soy Jorge y soy
miembro de una comunidad nacida para servir a los habitantes de la calle que llamamos
miseritos… etc. etc. etc. Y él escucha atentamente. Hace caras de admiración, de sorpresa, de
complacencia, de aceptación, de duda, ante mis palabras. Le complace. Con su dulce sonrisa y sus
vivaces ojos me habla y hace que le explicite los términos que no entiende y cuando siente que
entiende sobre todo lo que hacemos, nos bendice… bendice la obra… la certifica… El señor
certifica desde su voluntad que la obra es de él y con su bendición la llevará desde ahora a buen
término. Con sus manos en mis brazos pues nunca ha dejado de tocarme siento que el señor me
entrega su cercanía y su presencia… me entrega su sonrisa de complacencia, su apoyo y fortaleza y
su tierna mirada de aprobación. Levanta su mano para bendecir la obra. Levanta su mano para
bendecir los puntos de servicio, levanta su mano para bendecir las ciudades, levanta su mano para
bendecir su casa. Levanta su mano para bendecir a mis amados servidores. Repite constantemente
les bendigo, sí, les bendigo, adelante. Bendice la misión, bendice los amados miseritos… Todo ha
sido bendecido con su mano y con su boca. Todo lo que llevo en mi corazón ha sido bendecido con
su mano y con su boca.

Cuando bendice la cruz y la carpeta de la comunidad que recibe con amor en nombre de la iglesia,
siento que es nuestro señor recibiendo en ellas nuestra oración y nuestra adoración como dulce
incienso desde nuestro sacrificio del servicio. Él nos regala el don del servicio y creo está contento
con nuestras migajas de amor. Él agradece nuestro servicio. Es más, pide que lo sigamos haciendo.
Cuando el Santo Padre nos pide que oremos por él, siento la voz suplicante de nuestro señor que
nos pide insistentemente nuestra entrega desde el servicio a la oración. El servicio es oración de
contemplación, pues estamos arrodillados ante él, que sufre y vive en el hermano necesitado. El
servicio es sacrificio y un acto de adoración. Escucho que a él le complace y lo pide
insistentemente como respuesta grata a su llamado y misión encargada a nosotros sus servidores.
Escucho un eco al toque de campanas que nos pide “oración, sacrificio, penitencia… y servicio.

En su: ¡”sí, por favor, oren por mí, lo suplico”! … creo escuchar al señor que nos pide: ¡Oren al
padre insistentemente a cada segundo! ¡Si oras por el Papa estás en mi corazón! Creo escuchar y
volver a vivir cientos de imágenes del Señor en tierra santa… “Y él se apartó de ellos a distancia
como de un tiro de piedra; y puesto de rodillas oró”… sí, así lo haremos. El señor lo pide y lo signa
como una impronta de nuestro corazón. ¿Acaso no nos lo ha pedido ya y hemos seguido su
ejemplo?

“Levantándose muy de mañana, siendo aún muy oscuro, salió y se fue a un lugar desierto, y allí
oraba” Mi corazón le gritaba: ¡ya lo hacemos señor…! ¿Acaso no nos ves a tu lado cada amanecer?
Además hemos aprendido a despojarnos de los afanes del día para encontrar en nuestras
soledades tu compañía… “Y después que los hubo despedido, se fue al monte a orar; y al venir la
noche, la barca estaba en medio del mar, y él solo en tierra” Así nos asedien los problemas y el
activismo de los servicios señor, te quiero prometer hoy y aquí, que como tú, encontraré en medio
del ajetreo los momentos para cumplir lo que te prometo ahora… Orar por tu vicario… Pues tú lo
haces, lo seguirás haciendo y así me lo enseñas ahora. “Pero su fama se extendía más y más; y se
reunía mucha gente para oírle, y para que les sanase de sus enfermedades Más él se apartaba a
lugares desiertos, y oraba” Solo señor si me acompañas… No señor, perdón, así no es. Solo si me
dejas acompañarte y me das la fortaleza de la vigilia podremos repetir cada momento con el
Padre… tu entrega; “En aquellos días él fue al monte a orar, y pasó la noche orando a Dios”…
Solo así señor creo que puedo cumplir la promesa que hago como respuesta a tu petición. Si tú y el
padre me quieren… nos quieren escuchar… y una saeta traspasa mi entendimiento con el
compromiso de Jesús que se revela en la mirada de súplica y en la sonrisa de complacencia del
santo padre… “Y todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, lo haré, para que el Padre sea
glorificado en el Hijo. Si algo pidiereis en mi nombre, yo lo haré”. Y continúa diciendo para mi
certeza; pues “No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os he puesto
para que vayáis y llevéis fruto, y vuestro fruto permanezca; para que todo lo que pidiereis al
Padre en mi nombre, él os lo dé”

Casi hasta la vanagloria siento la certeza del don de intercesión y petición que se me pide y se me
da, pero una pequeña sombra intenta entrar en mi razón… ¿Pero acaso soy digno de que hagas lo
que te pida señor? Y siento su respuesta tajante que devuelve al fuego mi duda… “En aquel día
pediréis en mi nombre; y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros” Caigo entonces rendido
a la promesa. Lo haré desde hoy. Oraré incesantemente por el Santo Padre, La amada iglesia y
nuestros ministros. Con la oración vocal y el servicio de mis manos oraré señor, unido a ti y en tu
cruz gloriosa. Y es tanta la alegría y la certeza del momento que pudiera en este momento lograr
mover una montaña… Espera, me digo; he divagado un segundo en estos pensamientos… pero
estoy frente a él y no quiero mover ni mis párpados para no perderme de su presencia ni una
micra de tiempo… si el tiempo se midiera en micras. Pero el apóstol vuelve a la mente como para
cerrar el segundo de extravío y así sentenciar la promesa entre nosotros: “Perseverad en la
oración, velando en ella con acción de gracias; orando también al mismo tiempo por nosotros,
para que el Señor nos abra puerta para la palabra, a fin de dar a conocer el misterio de Cristo,
por el cual también estoy preso, para que lo manifieste como debo hablar” … “Dando siempre
gracias por todo al Dios y Padre, en el nombre de nuestro Señor Jesús, el Mesías”

Pero ya. Estoy en la plaza frente a él. Así como prometo al santo Padre que como comunidad
oraremos cada día por él y sus intenciones, desde el amor ingrato y suplicante de mi corazón,
también me comprometo con el señor a servirle en los hermanos miseritos desde la santa
comunidad de los servidores… cada día de nuestras vidas hasta cuando él lo quiera y permita. Le
pido que nos permita como comunidad mostrarle al mundo el carisma del servicio desde su
entrega en la cruz y su amor al Padre Celestial. Aunque me dice ¡Pobre Papa!, quiero decirle que
no se preocupe. Que no somos una carga para él ni para Cristo. Señor, le pregunto ¿acaso no
hacemos tu mandato? ¿No nos has elegido para que te ayudemos en la construcción de tu reino
desde el carisma del servicio? Y en boca del Papa Francisco sigo escuchando como coro de ecos
que dice: sí, muy bien, los bendigo. Como resuenan en mis oídos las campanas de la plaza que se
echan al vuelo a punto de doce, así resuenan en mi corazón sus palabras de aceptación y
bendición. Todo parece estar a punto y en su punto. Es la alegría del cielo, por las pobres glorias
del servicio.

Bueno señor. ¿Algo más? Y me mira como diciéndome… ¡Sí! Hay que completar la promesa. Os he
prometido mi compañía y mi brazo para que sea tu norte y fortaleza… Dios y su servicio… porque
es la voluntad de mi Padre. Ahora lo quiero reafirmar acunándote en mis brazos, porque es ahí en
mi pecho, junto a mi corazón… en mi corazón donde estás, donde naciste y de donde debes beber.
Porque es en mi corazón misericordioso en donde nace el servicio que se os pide como luz para los
hombres del mundo. Es aquí en mi corazón y en mi abrazo donde nace el carisma del servicio;
porque es el mismo abrazo amoroso de mi padre por sus creaturas. Recibe mi abrazo prometido
para que lo lleves por el mundo a cada miserito y en él, llévalos a encontrar la misericordia de mi
padre y su reconciliación con él. Que en el abrazo seas testimonio de vida, humildad,
desprendimiento, amor misericordioso y servicio.

Y entonces veo abiertos para mi sus brazos maravillosos, que desnudos y heridos un día cubrieron
la cruz… por mí y por muchos… Ahora vestido de blanco, Él se ha querido acercar a mí, ha
caminado sus caminos y ha dirigido sus pasos hacia mí para cumplir sin falta sus promesas. ¡Eres
mi servidor y estarás en mis brazos como ahora quiero que estés! Sonriente, tierno, decidido y con
una sencilla firmeza me rodea, me inunda de él. Me inunda de su aroma, de su bondad, de su
alegría, de su humildad, de su confianza en mí, de su perdón, de su autoridad, de su bendición, de
su santidad.

En el abrazo se entrega una vez más por mí. Me acepta, me limpia, me unge, me signa, me sella,
me sana y me libera. Me llena de sus dones como si me faltara alguno. Renueva en este abrazo su
promesa de vida a cambio de mi servicio… que ahora sé es su mismo servicio. Este abrazo en el
que me sumerjo abandonando todos mis sentidos, es la confirmación de su padre sobre el
designio para los servidores, sobre su santa comunidad como don y carisma del servicio para el
mundo. Como sostén, aporte y soporte a su iglesia sufriente.

Cerrando mis ojos han desaparecido los hombres y las columnas de la plaza. Todo ruido y
sensación se hacen cada vez más lejanos. Solo estoy abrazando a mi señor. Estoy en brazos de mi
señor. Él lo ha prometido, lo ha querido y ahora lo cumple. Siento que así será aquel día del
encuentro final que añoro desde ya. Él nunca me soltará el día que me reciba. ¿Qué siento? Pues
nada, Mis sentidos son sus sentidos. Su nacimiento, su predicación, su calvario, su cruz y su
resurrección son ahora míos también. Mi corazón ha sincronizado el ritmo de su corazón, Somos
uno… como quiero que sea cada día de ahora en adelante mientras dejo atrás mi cuerpo mortal
como en este momento. La puerta del cielo que es la iglesia se ha abierto solo para que él me
reciba en un abrazo eterno. Así ha sido el querer y designio del Padre. Él me acepta, me recibe, me
escruta y juzga mi servicio, me perdona y me da el premio prometido. Su abrazo que ahora parece
eterno, es el gesto amoroso del padre que recibe a su hijo que ha llegado de nuevo a casa,
confirmando y respondiendo con él todas las dudas y preguntas sobre sus designios y su
comunidad. Mi vida y todo lo que atesoro en mi corazón está en sus brazos. Él los ha recibido
como perfumada ofrenda que creo llevará al padre celestial unida al sacrificio de su cruz... y de la
mía.

Toda mi vida con sus actos pasa por mi mente como si fuera un examen de conciencia personal
para el juicio final. Todos sus servidores, todos sus servicios, todas sus vidas de servicio de las que
soy testigo y responsable están ahí. Lo bueno y lo malo. Su abrazo, su misericordia y su bendición
lo han escrutado todo. ¡Todo está reconciliado! Ha recogido la oveja perdida… es decir su
comunidad perdida y la lleva ahora sobre sus hombros para enseñarle el camino de vuelta al redil,
en donde viviremos según su tutela, mandato y deseo. Siento el eco de los latidos de su corazón
que piden: oración, sacrificio, penitencia y servicio. Veo como en una larga cinta cinematográfica
miles y miles y miles de rostros que velozmente se quedan en la retina de mis ojos, como
queriendo mostrarme las almas que nos son encomendadas para llevar al cielo. Todos los que
deben llegar al servicio por su designio. Tantos como las estrellas del cielo y las arenas del mar. Y
siento que lo debo hacer, pero sobre todo, que sí se puede hacer... Se me regala la certeza de que
ya está hecho. Porque estamos en sus brazos y su fuerza es la fuerza del servicio. Nuestro tiempo
ahora es su tiempo. Nuestro corazón es el suyo... y su designio es el designio del Padre Celestial
que complacido, desde el cielo abierto ahora para nosotros, nos toca con su luz, y con su
beneplácito mira este abrazo, y escucho entre el sonido de campanas y glorias y aleluyas de los
ángeles: “Este es mi hijo amado… servidle”.

Después de la petición se hace la promesa que escucho entre loas y gritos de glorioso jubileo.
“Tenéis ahora la casa de francisco con mi bendición… tendréis muchas más. Tenéis mi alimento,
mi pan se multiplicará. Tenéis mis amados, amaréis muchos más. Tenéis mis oratorios… tendréis
muchos más… templos en los que habitaré.”

Y mis sentidos estallan ante la presencia celestial. Ya no cabe más dicha en el pecho. Señor, si no
me sueltas muero de amor como teresa, Y aunque quiero morir para ti ahora y hacer eterno este
momento, suéltame mejor y déjame contar tus maravillas a mis amados servidores y miseritos,
para que ellos también participen de tus misericordias, y alabándote y sirviéndote un día en la vida
eterna tengan la misma dicha que ahora provees para este tu hijo pródigo.

Todo ha sido dicho, pedido y entregado. Yo en él y él en mi… Francisco o Jesús… No lo sé. Ya no


quiero sentir porque estoy pleno de sensaciones, sentimientos y emociones. Ahora solo quiero
pensar: ¡tal vez los dos!

El ruido de la plaza vuelve a mis oídos. Abro mis ojos y veo como Él se aparta un poco de mí. Me
pregunto qué habrá sentido el Santo Padre… o mi Señor. La alegría del momento es indescriptible.
Todos a mí alrededor miran la escena con profunda alegría, emoción y respeto. Nadie ha osado
interrumpir el encuentro y mucho menos el abrazo. Es como si el señor hubiera rodeado sus
corazones de paz y alegría y les hubiera hecho entender que todo esto debía pasar. Que eran
parte de esa guardia suiza que debía custodiar con sus cuerpos y oraciones esta puerta del cielo.
Que eran elegidos solo para ser testigos de su unión y bendición para con sus servidores. Que su
promesa se debía cumplir. Todas las miradas con gestos de piedad y dulce ternura estaban
dirigidas hacia nosotros. Éramos el centro de atención y bendición. Sus aplausos y gritos de júbilo
me hacen pensar que sus angelitos de la guarda inundaron sus entendimientos para que fueran
conscientes del encuentro y de la gracia sin par que se entregaba en ese abrazo singular y único.
Creo que ellos también vieron al Señor. Por eso también supieron agradecer y alabar al Señor que
abrazaba y bendecía a una comunidad representada en ese orgulloso y humilde fraile también
vestido de blanco.

Una última mirada de alegría y afecto por el encuentro. Esa última bendición y el ¡adelante! ¡Oren
por mí y vayan con mi bendición! El último apretón… y todo comienza.

Bajando del “cielo” ahora mis pasos se dirigen al mundo, A recorrer los caminos del señor… para
encontrarlos a todos y darles el abrazo que él mismo ha enviado como primicia de la patria
celestial.

Es el “abrazo del servicio que debes regalar eternamente, estaré a tu lado siempre”… creo
escuchar en su dulce voz. Y nuestra señora que siempre estuvo a nuestro lado desde la imagen
que el santo Padre también besó, desde la corona de plata y rubíes, desde las camándulas y el rezo
de los miles de rosarios, desde el cielo azul y su danza de sol, junto a Padre Pío y todos los santos y
ángeles que ahora nos bendicen y nos despiden… sonríe complacida.
El abrazo prometido, el abrazo esperado, es ahora el abrazo entregado. Quisieras recibirlo tú
ahora… ¿me quieres acompañar a las periferias del mundo a entregarlo?

Tú solo sirve.

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