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Bolaño y el fantasma

Carlos Franz*
Un fantasma recorre la literatura Hispanoamericana. O mundial.
Le dedican elogios encendidos la Revista Lire y Letras Libres, el New
Yorker y el Times Literary Supplement. Se estrenan adaptaciones
teatrales maratónicas y documentales a granel. Las tesis académicas
sobre su obra ya son moda. 100.000 ejemplares vendidos en
Alemania; 70.000 en los Estados Unidos. De obras literarias serias,
incluso difíciles. En estos días la Casa de América de Madrid le dedicó
una Semana Internacional de Autor, que cerró con Patti Smith
cantando sus poemas.
¿Qué tiene Bolaño que su amistad procuran? Me lo han
preguntado buenos lectores, cultos y sensibles, pero inmunes a su
sortilegio. Todavía, para muchos, es un fenómeno de culto:
consagrado por los clérigos pero incomprensible para los legos. ¿Qué
ofrece Bolaño a quienes no sean como sus protagonistas: poetas,
críticos, editores, periodistas culturales, letra heridos en general? A
ese lector común, pero no vulgar, que lee en serio aunque no es del
gremio (algunos quedan), le cuesta “identificarse” con los personajes
bolañescos, militantes a tiempo completo en la legión literaria.
Intento convencer a ese lector (no a la intelligentsia
convencida). En los buenos libros de Bolaño hallamos una destreza
verbal sobresaliente, vacunada de complejidades excesivas. En sus
obras mayores prolifera una inventiva que parece inagotable (su
ficción mejor conseguida), capaz de “poner en abismo” temas y
variaciones, hasta producir vértigo. También hay suspenso, del
bueno: sus “detectives salvajes” no resuelven misterios, los ahondan.
Hay humor, la mayor parte de mala leche y por eso provocador,
peligroso. Hay la capacidad de “poetizar” lo cotidiano: un talento para
descubrir secretos en apariencias inocentes. Que eran inocentes
hasta que el novelista desveló el truco. Para quienes creemos que la
gran narrativa cultiva en la prosa las virtudes “desveladoras” de la
poesía, los logros de Bolaño no son moco de pavo.
Aún así, mi lector común sigue perplejo. Nada de eso lo
impresiona mucho. Conoce los retos de la literatura seria (sin
confundirla con esa que se-toma-a-sí-misma-muy-en-serio). Ha leído
su tomo de Proust, su par de Nabokovs, ha descifrado algún Faulkner.
Conoce lo mejor del boom. Ha cavilado con Borges y sonreído con
Cabrera Infante. Se ha deprimido con Onetti. En ellos y otros
narradores brillantes la ficción parece ser lo que decía Henry James:
esa casa con incontables ventanas por donde vemos, distinto, el
vasto escenario humano. La casa de Bolaño es rara, sus ventanas
sólo miran hacia dentro, hacia la literatura, protesta este lector. Qué
va, hacia la vida literaria y punto, rectifica.
No le falta razón. Por ejemplo, esa es una clara diferencia entre
Bolaño y Borges (con quien ciertos audaces lo equiparan). Las
ventanas de Borges –por muy librescas que sean-- se abren siempre
hacia la filosofía, hacia la perplejidad metafísica común, donde la
inteligencia topa con lo extraordinario.
Sin embargo, sigo intentando convencerlo, en Bolaño sí hay una
ventana que mira hacia fuera. Un ventanal que no vemos de puro
transparente (de puro escondido delante de nuestros ojos, como la
carta en el cuento de Poe). Por esa ventana se ve (no se ve) un
fantasma.
Ese fantasma es usted, lector.
La desaparición de escritores fue un tema favorito de Bolaño. Le
sobran autores que buscan a uno esfumado. Constatación tan obvia
como incompleta. Más interesante es verificar la ausencia de
personajes que sean simples lectores (no escritores enfebrecidos por
la lectura de sus pares). Intrigante esta desaparición del lector en una
obra tan empecinadamente literaria.
Ese afantasmamiento “masivo” de los lectores comunes (pero
no vulgares) en una obra de culto actual, casi impone una lectura
política. Aquella desaparición del lector ficticio simboliza, acaso, el
debilitamiento de la ciudadanía real. Y de la ciudadanía cultural, en
particular. Hay menos ciudadanos culturales y más consumidores de
cultura. Hay menos lectores de ficciones profundas y más adictos a
distracciones superficiales. Disminuyen los sujetos activos, dispuestos
a una relación de “mutua responsabilidad” con la cultura.
Espectadores que no sólo demanden, sino que ofrezcan, algo más
que su dinero: una lectura comprometida, inquisitiva, lenta,
arriesgada. Aumentan los objetos pasivos de la moda, la publicidad y
el kitsch. Decrecen los lectores serios de ficciones no utilitarias
(porque utilitaria es la mera distracción que ofrecen los superventas).
Mientras, la importancia social de la buena literatura sigue
atenuándose. Como en la política, donde ya sólo van a los mítines los
candidatos y su clientela fija, al mitin de la buena literatura vienen
lectores resabidos. ¿No se ha notado faltar usted mismo, medio
desvanecido, en los discursos de sus políticos, así como en sus
últimos espejos literarios?
La concurrencia entre la situación de la literatura y el estado de
la polis es tan antigua como la política misma. El ocaso de la
audiencia literaria seria, confirma la declinación de la audiencia
política responsable. A los discursos vacíos en los parlamentos
corresponden los libros vacíos en las estanterías de novedades.
“Elegir” y “leer” comparten una raíz etimológica (que asimismo es la
de “elegancia”). La decadencia de esos verbos produce ciudadanos
sustraídos y lectores afantasmados.
El fantasma del lector no dice nada. Su ausencia habla por él.

*Escritor. Su libro más reciente es La Prisionera (Alfaguara) Más


información en: http://bib.cervantesvirtual.com/bib_autor/carlosfranz/

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