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La presunción de inocencia como regla de juicio

El art. ciento once de la Declaración Universal de Derechos Humanos dispone que

«[t]oda persona acusada de delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras
que no se pruebe su culpabilidad, de conformidad con la Ley y en un juicio público en el que
se hayan asegurado todas y cada una de las garantías necesarias para su defensa›».

Al igual que ocurre con el resto de los derechos reconocidos en la indicada Declaración, el
concepto de presunción de inocencia no ha continuado sano desde la adopción y
proclamación por la Asamblea General de la Organización de la Naciones Unidas el diez de
diciembre de mil novecientos cuarenta y ocho. En particular, la presunción de inocencia es
un derecho poliédrico, del que se derivan un haz de garantías de distinto signo, cuyo
alcance ha evolucionado transcurrido un tiempo.

En el contexto actual, se aprecia desde algunos ámbitos doctrinales y, sobre todo,


jurisprudenciales, una tendencia a denunciar una supuesta «hiperinflación» de este derecho,
que obstaculizaría la prosecución de ciertos delitos y provocaría, a la postre, la impunidad de
algunos de ellos (parra. STS, 2ª, nº 332/2019, de 27 de junio). Pero sabemos desde hace
mucho que la contraposición de la presunción de inocencia con la impunidad de ciertas
conductas delictivas encierra siempre un falso dilema: si se relajan las exigencias que
encierra aquel derecho, ya no estaremos seguros de condenar a un auténtico culpable.

Más allá del debate sobre la discutida naturaleza jurídica de la presunción de inocencia (su
controvertida catalogación como derecho subjetivo o presunción legal, que autores como De
la Oliva ponen en tela de juicio) cabe destacar que, a rasgos generales, es una figura que se
extiende de la siguiente manera: como una regla de tratamiento, en tanto que fuerza a los
Poderes Públicos a tratar a toda persona como si fuera inocente hasta que, en su caso,
recaiga sentencia firme condenatoria; y como regla de juicio lo que, dicho en síntesis,
significa que toda condena penal exige una prueba de cargo legítima y válida en virtud de la
que el tribunal consiga la certidumbre de la culpabilidad del acusado.

En relación, exactamente, con la presunción de inocencia como regla del juicio, creo de
interés hacer una serie de reflexiones sobre una situación jurisprudencial asentada desde
hace unos años, que estimo que habría de ser objeto de una revisión crítica.

El principio in dubio pro reo

Es conocido que el Tribunal Supremo (vid. STS, 2ª, nº 459/2018, de 10 de octubre),


alterando su precedente jurisprudencia, entiende que el principio in dubio pro reo forma
parte del derecho a la presunción de inocencia. La presunción de inocencia supondría la
demanda inevitable de concurrencia de prueba de cargo lícita y válida suficiente para dotar
de certidumbre a la tesis acusatoria. Por su lado, el principio in dubio pro reo actuaría en un
momento posterior del estadio de la valoración probatoria, una vez superado por la
acusación el umbral de la presunción de inocencia del acusado. De alguna forma, la
presunción de inocencia haría referencia a la existencia de prueba de cargo objetivamente
convincente, al paso que el adagio in dubio pro preso se aplicaría a aquellos casos en los
que el tribunal, pese a existir esa prueba de cargo objetivamente suficiente para fundar una
condena desde la perspectiva de la presunción de inocencia, albergara alguna duda
subjetiva sobre la culpabilidad del acusado. En esos casos, se entiende por nuestra
jurisprudencia que, si el tribunal sostiene sus dudas y su “falta de convicción”, debe, en todo
caso, absolver al acusado. Y si a pesar de ello le condena y hay perseverancia en la
sentencia de esas dubitaciones, la resolución he de ser anulada o bien casada en vía de
recurso.

De manera adicional a los requisitos de prueba de cargo objetiva y convicción subjetiva, la


jurisprudencia de la Sala Segunda agrega un tercer elemento: que entre el presupuesto y la
convicción exista objetivamente un «enlace de racionalidad y lógica».

La «íntima convicción» a examen

A mi juicio, esta construcción jurisprudencial no es satisfactoria. Supone, de alguna manera,


el regreso de la superchería de la íntima convicción del tribunal que, en frente de la
objetividad de las pruebas practicadas en el plenario, haría predominar un presentimiento
metajurídico sobre la inocencia del acusado. Si pese a haberse practicado prueba de cargo
válida y suficiente el tribunal alberga dudas sobre la culpabilidad debe absolver al acusado,
pero razonando motivadamente por qué el cuadro probativo no le parece objetivamente
suficiente.

Dicho con otras palabras, si a despecho de lo que mantenían los tribunales españoles hace
ya algunas décadas (todavía en la STS, 2ª, núm. 731/2003, de treinta y uno octubre, puede
leerse que «[l]a valoración de la prueba conformemente con conciencia, como ha declarado
la jurisprudencia, supone su consideración sin unión a tasa, pauta o regla de ninguna
clase»), nos parece incomprensible que pueda condenarse a una persona con base en la
exclusiva convicción íntima del juzgador, sin que se desgrane una valoración probatoria
pormenorizada de la prueba de cargo -que debe ser válida y (objetivamente) suficiente-,
también nos lo debería parecer la posibilidad de que, concurriendo prueba de cargo
suficiente para lograr la certidumbre objetiva de la culpabilidad, el tribunal acabe exculpando
al acusado apelando a una corazonada. Deberá, si es el caso, proponerse el tribunal en ese
momento que, o bien no está extrayendo las conclusiones razonables -y racionales- del
resultado de los medios de prueba practicados en el plenario (por lo que sus dudas
subjetivas se desvanecerían) o, de forma alternativa, meditar sobre si sus dudas subjetivas
están o no verdaderamente asentadas en datos objetivos. En tal caso, y de ser la respuesta
afirmativa, la absolución no va a venir determinada por la intime conviction del juez, sino por
la ausencia de una prueba de cargo objetiva -e intersubjetivamente- admisible.

En suma, toda decisión del juzgador -ya sea absolutoria o bien condenatoria- debería poder
ser explicable y explicada al «auditorio universal razonable» (por decirlo con Perelman), sin
que sean admisibles remisiones a convicciones morales que no puedan ser enunciadas
razonadamente y motivadas en debida forma. El sintagma «duda razonable» (contenido en
el estándar anglosajón que ha hecho fortuna, beyond a reasonable doubt) , como límite que
hay que franquear para enervar la presunción de inocencia, he de ser interpretado en el
sentido de que el adjetivo «razonable» se predica de la duda (no de los sujetos que
eventualmente dudan) y que -como apunta Igartua Salaverría- lo razonable no se presume,
sino debe ser justificado y exteriorizado a través de la motivación.

Si el paso inicial hacia una racionalización de la valoración probatoria ya se ha dado desde


hace unos años (desterrando condenas basadas exclusivamente en la convicción íntima del
juez, al margen de todo análisis racional del cuadro probativo), el segundo está todavía
pendiente de darse. A pesar del interés generado muy puntualmente en la doctrina española
en los últimos tiempos (de la mano de la recepción patria del pensamiento de Taruffo o bien
Ferrajoli), sigue siendo atractivo que un aspecto tan decisivo de la función jurisdiccional -de
qué manera debe valorarse la prueba y su rendimiento epistemológico- apenas despierte
interés dogmático.

No es ajena a la situación actual la sumamente controvertible supravaloración de la


inmediación judicial, como ha denunciado agudamente entre nosotros Perfecto Andrés
Ibañez. Se acepta como una verdad inapelable que solo el tribunal frente al que se
practicaron las pruebas estaría capacitado para, aplicando el principio in dubio pro reo,
absolver al acusado. Honestamente, no veo por qué, desde cierto punto de vista
estrictamente epistemológico, el tribunal de apelación, o en su caso, de casación, no
estarían en la misma disposición «de dudar» que el órgano de instancia. La justificación de
que las absoluciones basadas en el principio in dubio pro reo vendrían sostenidas en el
contacto directo con los medios de prueba personales y, en especial, por la percepción de
primera mano de los gestos, tono, etcétera, de los declarantes en el plenario se ha probado
epistemológicamente errada. Se ha acreditado hasta la saciedad, mediante la denominada
sicología del testimonio, que los jueces y jurados no tienen una especial habilidad en el
momento de interpretar adecuadamente el lenguaje gestual de los declarantes (De Cataldo
Neuburguer, Esame y también controesame nel processo penale. Diritto e psicología,
Cedam, Padova, 2000). Interpretación que, todo sea dicho, no es de ninguna forma sencilla
ni unívoca, ni tan siquiera para los auténticos especialistas en la materia, con lo que no deja
de sorprender que, en datas recientes, la STS, 2ª, de cuatro de julio de 2019, afirmara que el
«mecanismo del lenguaje gestual» opera -en lo que a su adecuada aprehensión por la parte
del órgano enjuiciador se refiere- «de forma sencilla».

Sin que sea ocioso apuntar que, desde el punto de vista epistémico, la valoración de la
prueba sin proximidad presenta también algunas ventajas no desdeñables. Lejos de la
tensión emocional del juicio -del que, no lo olvidemos, el juez también forma parte, si bien
sea como tercero en discordia- un examen tranquilo y desprendido de todo componente
emocional del resultado de la práctica de la prueba, convenientemente documentado en los
autos, puede favorecer un análisis desprejuiciado del material probatorio. De ninguna forma
pretenden estas líneas plantear un modelo de juicio penal desprovisto del principio de
inmediación, mas sí enfatizar que tienden a sobrestimarse sus virtudes epistémicas. Y, de
forma correlativa, a limitarse injustificadamente la cognición de los tribunales llamadas a
repasar las decisiones judiciales.

A modo conclusivo

Vincular convicción subjetiva con inmediación me semeja un fallo, agravado por la incorrecta
aseveración de que el convencimiento íntimo no sería potencialmente explicable por los
jueces mediante sus sentencias, lo que supone una regresión irracionalista en la valoración
probativa. En último caso, toda duda razonable -si es que de verdad es tal- sobre la
culpabilidad del acusado debería tener su pertinente asiento objetivo. Esas dudas subjetivas
-para ser aceptables- deben poder ser tasadas racionalmente, de manera que la artificiosa
disociación entre la duda objetiva y la subjetiva -en nuestros días, moneda corriente en la
jurisprudencia del TS- se desvanece. También, como corolario de lo anterior, se diluye
conceptualmente la diferencia -ignota, no por casualidad, en jurisdicciones procesalmente
afines como la italiana o la alemana- entre el in dubio pro reo y el derecho a la presunción de
inocencia.

En definitiva, el derecho a la presunción de inocencia -cuya vigencia y necesidad nadie


discute con seriedad en nuestros días- demanda examinar sus matices detenidamente, sin
olvidar que, como hijo de la Ilustración, debe ser aplicado y también interpretado
racionalmente.

Creo que no es excesivo sostener que, actualmente, persiste todavía en la jurisprudencia de


España una cierta aproximación en clave hipersubjetiva al acervo probativo cuando de
aplicar el principio in dubio pro reo se trata. Convendría que nuestros tribunales fuesen
siendo conscientes del riesgo decisionista que encierra remitirse a juicios personales
supuestamente inaprensibles para terceros, a la hora de justificar una determinada decisión
judicial. Aunque sea exculpatoria.

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