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ANÁLISIS

DONATO NDONGO-BIDYOGO

¿Qué esperamos los africanos


de Europa?

ara un africano resulta muy fácil contestar a la pregunta, ¿Qué esperamos

P los africanos de Europa?, y podría reducirla a una sola frase emblemática:


Esperamos, y exigimos, que los europeos nos dejen ser nosotros mismos.
Pero trataré de argumentar y de razonar esta respuesta, recordando muy somera-
mente que, si prescindimos de los contactos mínimos habidos en la tardía Edad
Media, el encuentro entre africanos y europeos se produce, sobre todo, a partir del
descubrimiento de América. Y ese encuentro es traumático y brutal para los africa-
nos. Desde los albores del siglo XVI, en que llegan a América los primeros esclavos
negros, hasta 1890, en que arriban a Cuba y Puerto Rico los últimos, son práctica-
mente cuatro siglos durante los cuales los europeos causan un daño irreparable a
nuestras gentes y a nuestro continente.

No es necesario que nos pongamos melodramáticos para evocar los horrores de


la trata de negros, tanto en los lugares de África donde son apresados, como duran-
te la travesía por el Atlántico, y los infinitos sufrimientos y vejaciones sufridos en los
algodonales, en los ingenios azucareros o en las minas de prácticamente toda Amé-
rica. Eso en cuanto al aspecto humano.

Sin necesidad de apelar a especiales conocimientos de la ciencia económica, la


simple lógica nos permite ver que el atraso secular de nuestro continente se debe
buscar, primero, en esa sangría humana: los historiadores más serios calculan entre
25 millones y 100 millones los africanos sacados de África para convertirse en
esclavos de América, incluidos aquellos que perecieron como consecuencia directa
de las actividades esclavistas en el interior del continente, en sus costas o durante la
travesía en los barcos negreros. Si tenemos en cuenta que no servían para esclavos
ni los ancianos ni los discapacitados, sino los hombres y las mujeres jóvenes y
mejor dotados, ¿pueden calcularse los efectos económicos, en fuerza trabajadora y
en inteligencia, del perjuicio que nos infirió ese comercio inhumano?

Y paralelamente, ¿ha calculado algún economista, o es siquiera posible calcular,


los rendimientos que ese trabajo esclavista proporcionó a lo que conocemos hoy

Donato Ndongo-Bidyogo, Centro de Estudios Africanos, Universidad de Murcia.


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por mundo occidental? ¿Es entonces demagógico, como suelen tildarnos algunos
intelectuales a los africanos que ponemos el dedo en la llaga, que digamos que el
bienestar de Occidente y cuanto significa su cultura se asientan sobre el sufrimiento
y el trabajo gratuito de los africanos? ¿Acaso la verdadera demagogia no es hurtar el
conocimiento de esta realidad, que no se explica suficientemente en las escuelas y
universidades de Occidente, donde en la práctica sigue perpetuándose el ideario
falaz de que los negros somos, si no ya simplemente seres inferiores como se decía
no hace mucho tiempo, sí en todo caso seres débiles a los que siempre hay que
tutelar. ¿Cuál es el costo de ese sistema que no nos reconoce el inmenso sacrificio
realizado en pro de la humanidad, y que sigue afrentándonos, como acaba de
demostrarse en la conferencia internacional sobre el racismo, que tuvo lugar en
Durban, en septiembre pasado?

Los europeos, los occidentales, siguen negándonos siquiera el derecho a ser


resarcidos moralmente, bajo argumentos estúpidos –permítaseme ser políticamente
incorrecto– como que no se puede pedir perdón por una actividad que fue legal.
¿Quién, sino ellos y sólo ellos, declaró «legal» la esclavitud? ¿O podemos conside-
rar que, puesto que también fue «legal» para Hitler y sus secuaces, los seis millones
de judíos asesinados en condiciones tan horrendas no tienen ni siquiera derecho a
una compensación y a una reparación? ¿Por qué ese doble rasero de los occidenta-
les al abordar comportamientos históricos tan similares? ¿O es que en el fondo se
sigue considerando, como algunos papas y padres de la Iglesia, como algunas men-
tes renacentistas e influyentes filósofos, que los negros no tenemos alma? ¿Por qué
sólo se nos exige a nosotros que perdonemos, que miremos al futuro y no al pasa-
do, cuando los demás ni siquiera quieren reconocer que la esclavitud fue un crimen
de lesa humanidad?

Para nosotros está claro que sin previo arrepentimiento no hay perdón, porque
nuestros muertos tienen también derecho a esa reparación moral, y los herederos de
los humillados y ofendidos tenemos la obligación de reclamar esas reparaciones
para poder vivir en un mundo que pueda ser considerado mínimamente justo. Una
justicia parcial no puede llamarse justicia. Una justicia que no reconozca lo justo
no puede ser tomada en serio. Y no ya los africanos, sino los negros del mundo
entero reclamamos que se nos pida perdón por los crímenes cometidos contra
nosotros. Y lo digo serenamente, aunque con la emoción que sólo podemos sentir
aquellos a los que nos quitaron toda capacidad de autoestima, a los que nos despo-
jaron de toda humanidad para arrojarnos a los arrabales de la existencia.

Pero que nadie se alarme. No estamos llamando a ninguna guerra santa. No esta-
mos reivindicando la violencia. No estamos impulsados por ninguna sed de ven-
ganza, ni nos mueve el rencor. Sólo queremos convertir en realidades los ideales
éticos, morales y políticos consagrados en la propia Europa y exportados por la pro-

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pia Europa humanista, creer en las verdades que predica la propia Europa, hacer
nuestros los valores éticos sobre los que se asienta la propia civilización occidental:
por eso reclamamos la libertad también para nosotros, la igualdad también para
nosotros, los derechos humanos también para nosotros, porque consideramos que
no estamos predeterminados genéticamente para no gozar de esos beneficios, que
nos han sido hurtados arteramente a lo largo de los últimos cinco siglos.

Porque también está el siglo del colonialismo. Cuando el sistema esclavista ya no


satisfacía los intereses de los europeos, éstos se repartieron nuestro continente y
empezó la esclavitud en nuestro propio suelo. Nos negaron nuestras culturas, nos
azotaron por hablar nuestras lenguas, nos reprimieron e incluso asesinaron por
practicar nuestras religiones; para abreviar, puesto que sería muy largo pormenori-
zar cuanto significó para África el sistema colonial, resumiremos diciendo que
Europa nos esquilmó en todos los terrenos para construir su mundo y mejorar sus
propias vidas. En un mundo en el que se sabe hasta cuántos pelos tenemos en la
cabeza, extraña que nadie haya hecho nunca la estadística de cuántos millones de
africanos murieron como consecuencia de la salvaje explotación colonial. ¿Alguien
medianamente culto e informado puede dudar hoy en día de que la explotación de
África es la que consolidó las economías industriales de Europa, desde finales del
siglo XIX hasta prácticamente ahora mismo? ¿Y no es justo que reclamemos también
una reparación, siquiera sea moral, para esa explotación?

Ahora mismo, las relaciones entre África y Europa son las que eran, y apenas han
cambiado con la concesión de las independencias, porque esas supuestas indepen-
dencias están mediatizadas por los gobiernos y empresas europeas, que contratan a
nuestros dirigentes para que opriman a sus pueblos, que no gozan de la libertad ni
disfrutan de la riqueza de sus países. Durante décadas han estado engañando a su
opinión pública –que acoge el engaño sin preguntarse de dónde procede esa pros-
peridad de la que disfrutan y en qué condiciones se producen esas materias primas
en que basan su bienestar– diciéndoles que los negros somos incapaces de gober-
narnos nosotros mismos, que la inestabilidad de nuestro continente se debe a nues-
tras luchas tribales, que las sequías que padecemos se deben a nuestra pereza, a
que somos incapaces de autoalimentarnos, de cavar un pozo, de canalizar un ria-
chuelo.

Pero nosotros sabemos ahora que las guerras y los golpes de Estado que funda-
mentan nuestra inestabilidad política y social están alimentados por los intereses
occidentales, que las hambrunas se deben en gran parte a la explotación abusiva de
nuestro suelo durante el periodo colonial, y ahora mismo, que no padecemos ham-
brunas porque seamos perezosos, sino porque nadie puede sobrevivir con esos
salarios de miseria que se pagan en África, y porque la abusiva tala de árboles, sin
ningún respeto para el equilibrio ecológico, está acentuando la desertización de

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nuestro continente, y la polución que produce Occidente está alterando nuestros


climas. Y lo sabemos, además de por nuestra experiencia –testimonio muy poco
valioso para Occidente–, también por el testimonio de los propios artífices de nues-
tras desgracias, que ahora se empeñan en lavar su conciencia contándonos los deta-
lles de las decisiones que tomaron en contra de los intereses de África: lean libros
como L’assassinat de Lumumba, de Ludo de Witte; o las memorias de Jacques
Foccart (Foccart parle) o Noir silence y Noir procès, de François-Xavier Verschave.
Y sigan informaciones como la investigación del parlamento francés sobre los suce-
sos de Ruanda, o los procesos que tienen lugar ahora en Francia contra la petrolera
Elf, llamada la «caja negra de la república», o contra ex altos cargos, como el ex
ministro de Relaciones Exteriores Roland Dumas y el consejero presidencial Jean-
Christophe Mitterrand, hijo, además, de su ilustre padre, el presidente François
Mitterrand.

Todo esto forma parte de las relaciones entre Europa y África. Por eso es fácil
concluir como había comenzado. Porque es claro que, desde hace cinco siglos,
Europa no ha dejado que África desarrollase su propia personalidad, que los africa-
nos fuéramos protagonistas de nuestra propia historia. Porque nuestras vidas se
deciden no en nuestras aldeas y ciudades, sino en las grandes metrópolis de los paí-
ses occidentales, como París, Londres, Nueva York o Washington. Porque cuando
hemos intentado encauzar nuestras propias políticas, o cuando hemos intentado
rectificar un rumbo político erróneo, se ha asesinado o marginado a nuestros políti-
cos e intelectuales, se les ha condenado a muerte o al ostracismo, por lo que esta-
mos siendo gobernados por los capataces de las multinacionales y de los gobiernos
europeos, aunque ellos se consideren a sí mismos jefes de Estado y presidentes de
repúblicas. Ejemplos sobran en los últimos 40 años.

Por eso, cuando nos preguntan qué esperamos de Europa, resulta fácil decir que
nos dejen tranquilos, que somos mayores de edad, que somos personas humanas
que conocemos nuestros problemas, reflexionamos sobre ellos y podemos resolver-
los, pero que nos dejen afrontarlos a nosotros mismos. ¿Ustedes se creen que en
Gabón no hay más gaboneses capaces de llevar su país que el eterno Omar Bongo,
que ya lleva 34 años en el poder con el único apoyo de Francia y en contra de la
voluntad de sus compatriotas? ¿No hay en Togo ningún otro togolés capaz de dirigir
el país que el eterno déspota Gnassingbé Eyadéma que lleva otros 34 años sem-
brando el miedo y la crueldad en su país, con el sólo apoyo de Francia? ¿Creen
ustedes que no hay en Guinea Ecuatorial ningún otro guineano capaz de resolver
los problemas del país que el general Teodoro Obiang Nguema, que lleva casi un
cuarto de siglo malgobernando claramente en contra de su pueblo, con el apoyo
inestimable de Francia, Estados Unidos y parece ahora que España? ¿Cómo quieren
que creamos en la democracia cuando empresas europeas, con la anuencia de sus
gobiernos trabajosamente construidos, imponen al dictador que mejor garantiza sus

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intereses, como ha ocurrido en la República Democrática del Congo? ¿Cómo quie-
ren que confiemos en la justicia si un delincuente blanco no puede ser juzgado ni
mucho menos encarcelado en África, porque se nos echan encima todos los blan-
cos del mundo? ¿Cómo quieren que confiemos en Europa si para que se conozca
nuestra situación, por ejemplo, las huelgas y manifestaciones que realizamos contra
las tiranías, tienen que morir millones de personas, o estar involucrado algún euro-
peo?

Son demasiados agravios para exponerlos con brevedad. Lo único que nos intere-
sa, en cualquier caso, es que los propios europeos tomen conciencia de esta situa-
ción, porque no se puede esperar un mundo más justo ni más seguro, mientras exis-
tan dramas como los africanos. Un muerto es igual en todas partes, y nos debería
conmover de la misma manera la mujer que llora a sus hijos en Pensilvania o Iowa
o en Angola o la República Democrática del Congo. Y así como el mundo se estre-
mece legítimamente con los tremendos e injustificables sucesos de Nueva York y
Washington, puedo decir que ha muerto un millón de personas en la increíble gue-
rra de Angola, sobre todo mujeres y niños, sin que nadie haga ni diga nada. Y en
Liberia y en Sierra Leona y en la República Democrática de Congo y en Sudán... De
vez en cuando los medios de comunicación nos muestran imágenes asquerosas,
repugnantes, de aquellas guerras olvidadas, más que nada para subrayar la brutali-
dad de los negros. Y eso no puede seguir siendo así.

La construcción del mundo futuro depende de Occidente. Tiene que aprender a


ser humilde y reconocer que no son los únicos habitantes de este planeta, que exis-
ten otras culturas, otras lenguas, otras filosofías, otras religiones, otras formas de ver
y vivir nuestro mundo y hay que convivir con ellas. No es de recibo ese intento de
globalizarnos a todos, de intentar que mi madre piense y actúe como una señora de
Virginia o de Bremen o de Upsala o de Edimburgo o de Murcia, cuando está claro
para cualquiera que no sea ciego que mi madre es bajita y negra. Mi madre no es
amerindia ni malaya ni nació en Ontario. Es africana, negra, de cultura fang. Y tiene
el derecho a ser respetada, lo mismo que ninguno de ustedes puede aceptar que
vengamos aquí a imponerles nuestras costumbres.

Si de verdad queremos un mundo más seguro y más libre, los europeos tienen
que aprender todavía mucho sobre la tolerancia, mucho sobre el diálogo intercultu-
ral, puesto que, por su historia, sólo están acostumbrados a imponer sus formas de
vida a los demás. Y no todos queremos ser trasuntos de europeos, negros «con el
alma blanca», como aquel título que hizo fortuna tiempo atrás en España, de una
novela de Alberto. El objetivo no debe ser ése. Es cierto que la humanidad ha dado
pasos agigantados en muchos sentidos, y valores como los derechos humanos, por
ejemplo, deben ser asumidos por todos, y no debe admitirse excusa alguna, ni
siquiera la diferencia cultural, para no respetarlos escrupulosamente. Pero en todo

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lo demás cada cual tiene derecho a ser como es y como quiere ser, y tenemos que
respetarnos, porque ni la moral ni las costumbres ni los gustos pueden considerarse
inmutables. Cada lugar y cada época tienen los suyos, y el secreto de la armonía
está en el respeto mutuo, en ponerse en el lugar del otro, en valorar aquello que
desconocemos, en lugar de comportarnos con la altanería propia de los seres más
ignorantes.

En mi opinión, sólo así conseguiremos quitarles argumentos a los iluminados y a


los demagogos, que quieren imponernos sus puntos de vista, quizás muy respeta-
bles, a base de terror. Aunque en cierto modo pudiera decirse que Europa inició esa
escalada, sometiendo a todos los pueblos que no compartían ni sus valores ni su
raza, lo cierto es que estamos en un mundo en el que se impone la tolerancia, si no
queremos perecer todos por la locura de cualquier fanático. Y para ello hay que
aprender a ser humildes, pedir perdón por los errores y empezar a subsanarlos.

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