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DONATO NDONGO-BIDYOGO
por mundo occidental? ¿Es entonces demagógico, como suelen tildarnos algunos
intelectuales a los africanos que ponemos el dedo en la llaga, que digamos que el
bienestar de Occidente y cuanto significa su cultura se asientan sobre el sufrimiento
y el trabajo gratuito de los africanos? ¿Acaso la verdadera demagogia no es hurtar el
conocimiento de esta realidad, que no se explica suficientemente en las escuelas y
universidades de Occidente, donde en la práctica sigue perpetuándose el ideario
falaz de que los negros somos, si no ya simplemente seres inferiores como se decía
no hace mucho tiempo, sí en todo caso seres débiles a los que siempre hay que
tutelar. ¿Cuál es el costo de ese sistema que no nos reconoce el inmenso sacrificio
realizado en pro de la humanidad, y que sigue afrentándonos, como acaba de
demostrarse en la conferencia internacional sobre el racismo, que tuvo lugar en
Durban, en septiembre pasado?
Para nosotros está claro que sin previo arrepentimiento no hay perdón, porque
nuestros muertos tienen también derecho a esa reparación moral, y los herederos de
los humillados y ofendidos tenemos la obligación de reclamar esas reparaciones
para poder vivir en un mundo que pueda ser considerado mínimamente justo. Una
justicia parcial no puede llamarse justicia. Una justicia que no reconozca lo justo
no puede ser tomada en serio. Y no ya los africanos, sino los negros del mundo
entero reclamamos que se nos pida perdón por los crímenes cometidos contra
nosotros. Y lo digo serenamente, aunque con la emoción que sólo podemos sentir
aquellos a los que nos quitaron toda capacidad de autoestima, a los que nos despo-
jaron de toda humanidad para arrojarnos a los arrabales de la existencia.
Pero que nadie se alarme. No estamos llamando a ninguna guerra santa. No esta-
mos reivindicando la violencia. No estamos impulsados por ninguna sed de ven-
ganza, ni nos mueve el rencor. Sólo queremos convertir en realidades los ideales
éticos, morales y políticos consagrados en la propia Europa y exportados por la pro-
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pia Europa humanista, creer en las verdades que predica la propia Europa, hacer
nuestros los valores éticos sobre los que se asienta la propia civilización occidental:
por eso reclamamos la libertad también para nosotros, la igualdad también para
nosotros, los derechos humanos también para nosotros, porque consideramos que
no estamos predeterminados genéticamente para no gozar de esos beneficios, que
nos han sido hurtados arteramente a lo largo de los últimos cinco siglos.
Ahora mismo, las relaciones entre África y Europa son las que eran, y apenas han
cambiado con la concesión de las independencias, porque esas supuestas indepen-
dencias están mediatizadas por los gobiernos y empresas europeas, que contratan a
nuestros dirigentes para que opriman a sus pueblos, que no gozan de la libertad ni
disfrutan de la riqueza de sus países. Durante décadas han estado engañando a su
opinión pública –que acoge el engaño sin preguntarse de dónde procede esa pros-
peridad de la que disfrutan y en qué condiciones se producen esas materias primas
en que basan su bienestar– diciéndoles que los negros somos incapaces de gober-
narnos nosotros mismos, que la inestabilidad de nuestro continente se debe a nues-
tras luchas tribales, que las sequías que padecemos se deben a nuestra pereza, a
que somos incapaces de autoalimentarnos, de cavar un pozo, de canalizar un ria-
chuelo.
Pero nosotros sabemos ahora que las guerras y los golpes de Estado que funda-
mentan nuestra inestabilidad política y social están alimentados por los intereses
occidentales, que las hambrunas se deben en gran parte a la explotación abusiva de
nuestro suelo durante el periodo colonial, y ahora mismo, que no padecemos ham-
brunas porque seamos perezosos, sino porque nadie puede sobrevivir con esos
salarios de miseria que se pagan en África, y porque la abusiva tala de árboles, sin
ningún respeto para el equilibrio ecológico, está acentuando la desertización de
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Todo esto forma parte de las relaciones entre Europa y África. Por eso es fácil
concluir como había comenzado. Porque es claro que, desde hace cinco siglos,
Europa no ha dejado que África desarrollase su propia personalidad, que los africa-
nos fuéramos protagonistas de nuestra propia historia. Porque nuestras vidas se
deciden no en nuestras aldeas y ciudades, sino en las grandes metrópolis de los paí-
ses occidentales, como París, Londres, Nueva York o Washington. Porque cuando
hemos intentado encauzar nuestras propias políticas, o cuando hemos intentado
rectificar un rumbo político erróneo, se ha asesinado o marginado a nuestros políti-
cos e intelectuales, se les ha condenado a muerte o al ostracismo, por lo que esta-
mos siendo gobernados por los capataces de las multinacionales y de los gobiernos
europeos, aunque ellos se consideren a sí mismos jefes de Estado y presidentes de
repúblicas. Ejemplos sobran en los últimos 40 años.
Por eso, cuando nos preguntan qué esperamos de Europa, resulta fácil decir que
nos dejen tranquilos, que somos mayores de edad, que somos personas humanas
que conocemos nuestros problemas, reflexionamos sobre ellos y podemos resolver-
los, pero que nos dejen afrontarlos a nosotros mismos. ¿Ustedes se creen que en
Gabón no hay más gaboneses capaces de llevar su país que el eterno Omar Bongo,
que ya lleva 34 años en el poder con el único apoyo de Francia y en contra de la
voluntad de sus compatriotas? ¿No hay en Togo ningún otro togolés capaz de dirigir
el país que el eterno déspota Gnassingbé Eyadéma que lleva otros 34 años sem-
brando el miedo y la crueldad en su país, con el sólo apoyo de Francia? ¿Creen
ustedes que no hay en Guinea Ecuatorial ningún otro guineano capaz de resolver
los problemas del país que el general Teodoro Obiang Nguema, que lleva casi un
cuarto de siglo malgobernando claramente en contra de su pueblo, con el apoyo
inestimable de Francia, Estados Unidos y parece ahora que España? ¿Cómo quieren
que creamos en la democracia cuando empresas europeas, con la anuencia de sus
gobiernos trabajosamente construidos, imponen al dictador que mejor garantiza sus
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intereses, como ha ocurrido en la República Democrática del Congo? ¿Cómo quie-
ren que confiemos en la justicia si un delincuente blanco no puede ser juzgado ni
mucho menos encarcelado en África, porque se nos echan encima todos los blan-
cos del mundo? ¿Cómo quieren que confiemos en Europa si para que se conozca
nuestra situación, por ejemplo, las huelgas y manifestaciones que realizamos contra
las tiranías, tienen que morir millones de personas, o estar involucrado algún euro-
peo?
Son demasiados agravios para exponerlos con brevedad. Lo único que nos intere-
sa, en cualquier caso, es que los propios europeos tomen conciencia de esta situa-
ción, porque no se puede esperar un mundo más justo ni más seguro, mientras exis-
tan dramas como los africanos. Un muerto es igual en todas partes, y nos debería
conmover de la misma manera la mujer que llora a sus hijos en Pensilvania o Iowa
o en Angola o la República Democrática del Congo. Y así como el mundo se estre-
mece legítimamente con los tremendos e injustificables sucesos de Nueva York y
Washington, puedo decir que ha muerto un millón de personas en la increíble gue-
rra de Angola, sobre todo mujeres y niños, sin que nadie haga ni diga nada. Y en
Liberia y en Sierra Leona y en la República Democrática de Congo y en Sudán... De
vez en cuando los medios de comunicación nos muestran imágenes asquerosas,
repugnantes, de aquellas guerras olvidadas, más que nada para subrayar la brutali-
dad de los negros. Y eso no puede seguir siendo así.
Si de verdad queremos un mundo más seguro y más libre, los europeos tienen
que aprender todavía mucho sobre la tolerancia, mucho sobre el diálogo intercultu-
ral, puesto que, por su historia, sólo están acostumbrados a imponer sus formas de
vida a los demás. Y no todos queremos ser trasuntos de europeos, negros «con el
alma blanca», como aquel título que hizo fortuna tiempo atrás en España, de una
novela de Alberto. El objetivo no debe ser ése. Es cierto que la humanidad ha dado
pasos agigantados en muchos sentidos, y valores como los derechos humanos, por
ejemplo, deben ser asumidos por todos, y no debe admitirse excusa alguna, ni
siquiera la diferencia cultural, para no respetarlos escrupulosamente. Pero en todo
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análisis
lo demás cada cual tiene derecho a ser como es y como quiere ser, y tenemos que
respetarnos, porque ni la moral ni las costumbres ni los gustos pueden considerarse
inmutables. Cada lugar y cada época tienen los suyos, y el secreto de la armonía
está en el respeto mutuo, en ponerse en el lugar del otro, en valorar aquello que
desconocemos, en lugar de comportarnos con la altanería propia de los seres más
ignorantes.
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