Está en la página 1de 98

-Lo mismo es una que la otra, Polilla; tú y yo somos como culo y mierda.

-Pues sí. Cuando a mi madre le dieron de alta, aunque yo me encontraba muy mal, me la

traje aquí, cerca de mí. Después de estar impedida, la notaba muy preocupada y procuré

sondear su tristeza:

-Mamá, me hago cargo por lo que estás pasando, pero me tienes a mí: siempre estaré a tu

lado. No me gusta verte tan cabizbaja. Dime si puedo hacer algo por remediar tu tristeza.

-Manolita, tenemos que hablar de nuestra finca. Hija las cosas no salieron como habíamos

planeado. Se nos ha venido el mundo encima, y lo siento por ti más que por nosotros. Tu

padre ya pasó a mejor vida, ni siente ni padece, y a mí me quedan tres días y medio.

Nuestra hacienda, en manos del capataz y el administrador, nos está costando el dinero;

mi deseo es que la pongas en venta. No quiero que pase a formar parte del imperio de los

Susos; a ti eso no te beneficia en nada.

-¡No, Manola! Quiero que se venda sin tener que pedir explicación a tu marido. Y además,

exijo que el dinero que se saque por ella, que no será poco, se ponga a tu nombre, y que

conste como herencia, de forma que ese hombre no pueda disponer de él. Y te advierto

una cosa más, muy seriamente, Manolita. Ya no está tu padre, ahora las decisiones las

tomo yo; te aseguro que sé cómo actuar debidamente. Y espero que tú tambien sepas

defender lo tuyo.

Por culpa de tu marido, no has podido tener descendencia: el hijo que tienes no es tuyo,

pero a todos los efectos ese pequeño es el heredero. Tu marido es un hombre enfermo,

por cuestiones asquerosas e innombrables… Manola, escucha bien cuanto te digo, hija

mía: dile a tu marido exactamente lo que te he comentado. Y según su reacción, obraré en

consecuencia; aunque estoy inválida, tengo la mente clara y la lengua larga, y pienso

hacer buen uso de ella. Pienso mucho en tu futuro. Puedo hacerlo de distintas maneras.

En los últimos tiempos, tu padre y yo nos dimos cuenta de que nos habíamos equivocado

al darte marido. Y, para asegurarnos, hicimos escrituras de él para mí y, si yo faltaba, para

1
él. De esa forma, nadie podría intervenir sin nuestro consentimiento, y para que veas que

no se pueden hacer planes, por poco no nos vamos los dos a la vez.

Quiero que lo hagas lo antes posible; yo presiento que no voy a durar mucho, y deseo

dejarte respaldada. Manola, lo que nos pasó a tu padre y a mí con el coche de caballo s,

estoy segura de que no fue por casualidad, hija.

Estos hombres tienen muchos enemigos; los han cultivado igual que a los campos. Porque

eranterratenientes, creían que el mundo y lo que contenía les pertenecía y podían disponer

de las personas como les diera la gana. Y el que mal anda, mal acaba, y el que siembr a

recoge. Fíjate en tu marido, quién nos iba a decir a tu padre y a mí, la vida solapada que

llevaba siendo un muchacho tan joven, y lo que te esperaba junto a él. Al fin y al cabo,

tener una criatura que no era tuya no me preocupaba, pero lo que él guardaba es

imperdonable.

-Mamá, tú vas a vivir mucho todavía.

-No, hija, nadie desea la salud más que el enfermo. Date prisa en hacer lo que te digo. A

veces siento una sombra que me cubre, y no me da miedo; siento paz interior y un

descanso extraño del que no deseo salir. Luego me va dejando y mi cuerpo vuelve a tener

actividad. Sé que es la muerte anunciándome su inminente presencia.

Aquella noche le hablé a Suso tercero de los deseos de mi madre punto por punto, y su

respuesta me sorprendió:

-Muy bien, Manola, creo que tu madre tiene razón, lo haremos tal como ella desea.

Mañana mismo lo hablaremos con Israel y se pondrá en venta. Luego que ella misma le

diga lo que realmente desea. He cometido muchos errores en mi vida. De ahora en

adelante quiero hacer algo por mi conciencia. Me parece justo que los bienes de tus

padres sean sólo tuyos. Aunque yo el día que me vaya no te dejo desamparada tampoco,

incremento tu riqueza. Si te soy sincero, espero que seas feliz cuando yo no esté. Siento el

daño que te hemos hecho casándote conmigo y lo que ha venido después.


2
No me puso ni el menor impedimento y todo se hizo con la mayor normalidad, depositando

su confianza en manos del abogado, Israel.

Mi madre desgraciadamente, sólo duró un año.

Polilla y yo, con la ayuda íncondicional de los mayorales y del joven abogado, que era

maravilloso, tuvimos que afrontar una nueva desgracia. Mi sucia enfermedad fue lenta y

penosa, por eso no quedé para tener hijos.

Polilla callaba y miraba a Cristel, que parecía estar en trance.

Manola pensativa, casi sin voz, prosiguió:

-Para colmo de desastre, el cambio que se produjo en el abuelo desde la trágica muerte de

la Señora; su actitud derivó del rojo al negro. Creo que la conciencia lo aporreaba sin

piedad. Dejó de salir, hablaba poco con los demás y mucho solo. El hombre, al parecer, se

entendía con él mismo mejor que con nadie. A veces he pensado que tal vez aquel

hombre tenía el mismo padecimiento que mi hijo: ver personas y cosas que no existen. En

realidad, no tenía a quien arrimarse que lo tuviera en estima. Suso tercero, mi marido, le

preguntaba:

-Papá, ¿no te apetece dar una vuelta por el pueblo? Si quieres vamos los dos, a mí

también me vendrá bien.

-No, hijo, la distracción no calla los gritos de la conciencia. Pero cuando anochezca, sí que

me gustaría que me acompañaras a dar una vuelta por el campo, y juntos contar estrellas,

como me enseñó mi padre; tengo que resolver asuntos importantes. Algo ronda por mi

cabeza y he de encontrar solución. No te preocupes por mí; déjame que vaya y venga

mientras hago balance de mi vida, a ver si logro ponerme bien con Dios, cosa que no creo

imposible.

-¿Por qué dices esas cosas, papá? Dios siempre perdona.

-Hijo mío, nadie mejor que tú para escuchar mi confesión. Yo no creo en nada, pero si

existe un Dios piadoso, no tengo perdón. Por los problemas que viví en mi infancia, yo
3
estaba lleno de rencores malignos y fui un ratero de inocencia… la inocencia debe ser

sagrada. A través de ti, he comprendido muchas cosas. Sé que te dolerá esto que te voy a

decir, pero hasta que no vi crecer a Polilla, no me di cuenta del daño infringido por mi

mano. Y recibí el peor de los castigos cuando pasó lo tuyo con ella. Ese día, sentí dolor

por primera vez desde que me hice hombre, y comprendí lo miserable de mis actos. Mi

niña era sagrada y, cuando supe lo que había pasado, sentí caer el peso del castigo divino

sobre mi cabeza. Aquel día, si no me quitan a tiempo el viergo de la mano, te mato. Pasé

noches en vela queriendo enfocarlo de la mejor manera, y no le encontraba la solución.

Creí que hacía lo mejor quitándole a Polilla la carga del niño, y a día de hoy aún no sé

cómo debí actuar. Fue algo tan complicado, que no he sabido solucionarlo. De todas

formas, esa desgracia ha sido el detonante para terminar con tu madre y conmigo. No

quiero que te sientas culpable, hijo, de verdad, son cosas que pasan. Si hay un

responsable debo ser yo, que no valoré a mi familia. Siempre fui un señorito engreído, un

falso delfin, una cabeza loca. Perdóname.

-Cuando Suso tercero me contaba estas conversaciones que mantenía con su padre, se le

saltaban las lágrimas, dolido. Yo creo que él tampoco encontraba el camino para allanar la

desgracia que trajo consigo aquel acto.

En los últimos tiempos de su vida, a Suso tercero le apetecía sincerarse conmigo como

una amiga, tal cual hizo su padre con él, tal vez para que le comprendiera y así obtener mi

perdón. No lo quise jamás, pero tampoco le guardé rencor. Consideraba que mi marido era

una víctima de las tradiciones de nuestros padres, igual que nosotras.

El viejo patriarca pasaba horas en el granero. Desde la trágica ausencia de su esposa se

encontraba desubicado. Él siempre había sido muy callejero, pero luego todo cambió. Los

guardeses comentaban que le haría bien abrir de nuevo lo que cerró hacía años. Por lo

visto, mandó tapiar lo que la señora denominaba “El santuario del cuervo”; a nosotras nos

sonaba a chino, porque no llegamos a conocer esa parte de la bodega.

4
Cuando lo veíamos entrar en el granero, decíamos:

-Está imitando al hijo en los tiempos de soltería.

Se sentía solo. A mi no me gustaba hablar con mi suegro; lo recordaba haciendo el trato

con mi padre y no podía soportarlo. Polilla, a la que crió como a su hija pequeña, rodeada

de mimos y caprichos, la trató como a una res cuando más lo necesitaba, y por contraste,

produciendo en ella un dolor irreparable.

-Te toca a ti continuar, Polilla. Ya que estamos dispuestas, contémoslo todo. Este será el

mejor mano a mano de nuestras vidas.

-Sí, Manola, al menos descansaremos y le allanaremos el camino a Susana.

Cristel, te estamos haciendo nuestra confidente porque era necesario que supieras todo lo

concerniente a esta familia. Cuando salgamos de aquí esta noche, creo que nos

sentiremos tan ligeras, que vamos a romper a volar.

-Tarde lo habéis hecho -afirmó Cristel.

-Continúo. Si en algo me pierdo, sal al paso, Manola.

-Sí, Cristel, Manola tiene razón, debes estar informada de todo cuanto ocurrió aquí. En

varias ocasiones, cuando poníamos a Susito a caminar por la delantera de la casa, pillé a

Suso segundo, mi padre, observándome fijamente con tristeza, como si quisiera decirme

algo sin encontrar la manera de hacerlo. Pero, a esas alturas, no me quedaba nada que

hablar con él, y dando media vuelta me iba. Lo odiaba a muerte. Y el hijo, Suso tercero,

bastante tenía con su enfermedad, sacando la finca adelante gracias a su gran mayoral.

Estos tenían tan mal concepto de él desde que ocurrió lo mío, que también preferían

ignorarlo. El viejo tirano no contaba con el apoyo de nadie.

Su hijo, Suso tercero, tampoco gozaba del aprecio de los demás. Isidro había sido siempre

su fiel amigo y su persona de confianza, podría decirse, que hizo con él las veces de

hermano mayor, desde que entró en la hacienda. El mayoral le odió por lo que me hizo y

las cosas cambiaron para siempre entre ellos. Aun así, era un hombre tan piadoso y fiel
5
que últimamente, después de saber que la enfermedad se lo estaba comiendo poco a

poco, solía dirigirle la palabra en cuestiones de trabajo, a pesar de que seguía sin mirarlo a

la cara. Sin embargo, Suso tercero era consciente de que el mayoral sufría por su

situación, y comprendía que sin él no era nada.

Al abuelo, que siempre había sido un controlador de las idas y venidas de los miembros de

la finca, ya no le interesaba vigilar ni ocultar; tampoco le importaba que los demás

observaran su decadencia. Los capataces decían que, desde que tapió aquella parte de la

bodega, su refugio particular, donde había pasado gran parte de su vida, no sabía dónde

meterse cuando estaba en casa. Su hijo, que últimamente lo tuteaba, le preguntó:

-¿Por qué cerraste tu refugio, papá? Ahora te vendría bien abrirlo…

Él saltó como un resorte:

-¡Eso jamás! Nunca se debe volver atrás: lo hecho, hecho se queda. Cada cual con su

conciencia. Hijo, yo he sido el patriarca de esta familia durante muchos años, y creo que

se me debe un respeto aunque no lo haya merecido. En su día creí oportuno reservar ese

trocito de nuestra bodega cedido por mi abuelo a su delfín… que era yo. Ese será el lugar

a donde mi espíritu podrá acudir cuando mi cuerpo haya desaparecido. Es lo único que os

pido. No profanéis nunca mi santuario cuando haya volado este pobre cuervo.

-Así será, papá, jamás se abrirá.

A partir de la muerte de la Señora, dejó de salir y su lugar de reposo fue el nuevo granero.

Se sentaba en un sillón de mimbre junto a la bota de vino. Fumaba y bebía, y se quedaba

dormido. A nadie le importaba qué le pasara ni como se sentía. Había hecho tanto daño,

que ser ignorado no era más que el fruto de su cosecha.

Un día, Manola y yo jugábamos con el niño delante de la casa. Andábamos cerca del

granero. A través de la ventana vimos al viejo sentado en el sillón de siempre con el puro

en la mano. Nosotras reíamos con el crío. Él se levantó y se dejó caer en el marco de la

6
ventana, mirando nuestros juegos con fijeza; durante un rato, nos estuvo observando,

hasta que nos sentimos molestas y nos quitamos de en medio. Incluso su mirada nos

hacía daño. Oímos el ruidoso portazo al cerrar la ventana. Y sentimos alivio. A los pocos

minutos, nos llegó un olor a pastos quemados que salía del granero. No dijimos nada; nos

miramos y, tomando a nuestro niño de la manita. nos fuimos a casa de Salvadora.

Entramos y cerramos la puerta. Ella siempre nos recibía con alegría.

-¿Os quedáis a comer, mis niñas?

-Sí, me quedo -dijo Manola. -Polilla es una asidua de vuestra mesa.

-Claro, ha vivido mucho tiempo con nosotros, e incluso la echábamos de menos cuando se

la llevaron tres días antes de nacer el niño.

-Pues si nos invita… nos quedamos, Salvadora, lo estábamos deseando. ¿Qué tienes para

comer?

-Gallaretas con tomate y puchero.

-¡Qué rico!

-No es necesario que os invite, con venir y sentaros a la mesa es suficiente. Como dice el

refrán: “Come, que de lo tuyo come”.

-Le lavamos las manitas al niño y nos sentamos.

-¿El nene ha comido? -preguntó Salvadora.

-No, aún es temprano, íbamos a darle ahora.

-No pasa nada, yo le hago un puré con los garbanzos y las verduras del puchero. Id

poniendo los cubiertos y los vasos en la mesa, niñas. Luego iré a ponerle la comida al viejo

Suso, que andará dando bandazos por ahí.

Manola preguntó:

-¿Qué clase de hombre sería el primer Suso? Sabrá Dios de qué calaña estaría hecho

para tener que irse de su tierra.

7
- Pues según mi padre -afirmó Salvadora -era una buena persona.

-Niñas, ¿no oléis a rastrojo quemado?

-No, -dijo Manola- estarán quemando algo.

-Me extraña, porque no es tiempo de quema, aunque en los campos siempre hay

basurillas que quitar de en medio -aseguró la capataza, atareada con su labor en la cocina.

Manola preguntó:

-¿No viene Isidro a comer?

-No. Le preparé un canasto, porque tiene mucho trabajo que distribuir en los campos,

estos manijeros no paran nunca.

Cuando terminábamos de comer, se oyeron los chisporroteos de un gran fuego que dio la

cara en el granero. Era tan tremendo que ya no había nada que hacer. Los trabajadores

desde los campos dieron la alarma al ver el humo y las brasas de candela que subían al

cielo. Salvadora se asomó y dio un grito de alarma:

- ¡Socorro… el granero nuevo se vuelve a quemar…!

El fuego se veía desde lejos y los trabajadores dejaron su faena y, junto al capataz,

cogieron los caballos y acudieron de inmediato. Todos se movilizaron con cubos y con lo

que tenían a mano.

El granero nuevo se había construido hacía año y medio; en su viga interior se ahorcó la

Señora, y ahora ardía irremediablemente, se quemaba entero. Por mucha agua que le

tiraron, no pudieron hacer nada. Habían llegado tarde. Al cabo de las horas, cuando ya no

quedaba nada más que las brasas candentes y las cuatro paredes, se dieron cuenta de

que el viejo no aparecía por ninguna parte. Entre el rescoldo encontraron un gran

chicharrón: era su cadáver calcinado. Suso segundo el feo había terminado sus días en la

tierra entrando por las puertas del mismísimo infierno, que había abierto su boca a lo

grande para recibirlo.

8
Manola me miró entre mucha gente y me dijo:

-Polilla, ya era hora de que fuéramos cómplices de algo.

-No, Manola, ni cómplices ni culpables de nada; ni tú ni yo hemos movido un dedo para

matar a nadie, no seríamos capaces. Si él lo ha querido así, sus motivos tendría. Tal vez

fue la sombra de la señora que lo estaba esperando, la que encendió la mecha.

9
Capítulo XIX

-Sigue tú, Manola, tengo la garganta seca y las emociones a flor de piel.

Más tarde, cuando todo se calmó, en la habitación del viejo, encima de su cama, su hijo

encontró una carta escrita por su puño y letra: iba dirigida a sus herederos, a Polilla y a

Suso; o sea, que su final lo tenía más que decidido. Mi marido, después de leerla conmigo,

me dijo:

-Quémala, Manola, yo no tengo fuerzas para hacerlo.

La arrugué entre mis dedos en su presencia y me dirigí al fogón, pero lo pensé mejor y no

la quemé; me pareció un documento importante para el niño, el día de mañana. Creo que

ha sido el único secreto que le oculté a Polilla en muchos años. No quise causarle más

daño. La tengo aquí en el bolsillo; está muy deteriorada, pero se lee perfectamente porque

planché el papel y lo introduje en el fondo de una caja de zapatos, donde ha permanecido

oculto todo este tiempo.

-Dámela -dijo Polilla. Y la leyó en voz alta.

“Mi querida niña Polilla. Puede que yo fuera el culpable de lo que te pasó. Por más que he

pensado cómo solucionarlo, no encontré la formula correcta. Perdóname, hija, si puedes.

Fuiste la persona que más me ha querido en mi desastrosa vida después de mi madre, y

yo te he querido y te quiero más que a nadie, no lo dudes jamás. Desde el día en que te vi

dando tus primeros pasos viniendo hacia mí con los bracitos abiertos, no sé qué fue lo que

sentí. Si te sirve de algo, quiero que sepas que fuiste una cura para mi alma enferma. Por

primera vez percibí un estado de piedad por las criaturas a las que infligí un daño

irreparable, y dejé de sentir el odio que me consumía y el deseo de venganza por las niñas

pobres. Toda la maldad que había cometido creyéndome un dios, se acumuló en mi mente

acusándome, torturándome. Y llegó el día en que no pude continuar mirándote a la cara y

seguir vivo. El castigo que estaba destinado para mí, se cebó en ti, en la persona a la que

yo más quería, en la hija de una niña pobre llena de dignidad a la que traté mal y, a
10
cambio, me regaló lo mejor de mi vida: tú. Tal vez después de la mala acción de Suso

tercero, debí echar a mi hijo de casa y desheredarlo. Pero no pude hacerlo: era el

heredero del apellido y por encima de todo, incluso de mí mismo, era el hijo de la Señora,

aquella hermosa mujer que no me quiso jamás, que me odió por obligarla a casarse

conmigo y que me castigó desde el día en que la conocí hasta humillarme con su muerte.

Yo había sido toda la vida injusto con ese hijo, tal vez porque no se parecía a mí. Era

sensible y guapo como su madre, y deseaba ser amado en lugar de seguir la tradición y

mirar por nuestros intereses. Yo lo confundí en el camino que debía tomar en la vida y lo

arrojé a la calle, a comprar el amor que lo llevó a su destrucción. Por todas esas razones,

dentro de mi torpeza, intenté ser indulgente con él.

Hijos, mis días han llegado a su fin. No tengo vida ni alegría, ni ilusiones ni emociones,

solamente me cercan fantasmas que me recuerdan el daño que les hice. Allí donde

entregó su vida la Señora me siento bien, y con ella me quedo.

Mi gran satisfacción es comprobar que tengo un heredero sano, sangre de mi sangre; le

veo dar sus primeros pasitos por la delantera de la casa, con sus piececitos inseguros y no

me atrevo acercarme a él, porque no creo merecerlo. Me consta que está en las mejores

manos para llegar a ser un hombre bueno.

Te dejo un encargo, Polilla, por lo mucho que me quisiste, y también a tu hermano, Suso

tercero, puesto que sois los continuadores de esta saga familiar:

Si sentís un poco de respeto por mí, aunque sólo sea porque formo parte del eslabón

familiar, por favor, nunca profanéis el lugar que yo mandé a cerrar; dejadlo tal como está,

ese es mi deseo. Allí permanece el espíritu de mi abuelo y allí acudirá el mío a reunirse

con él, y seguirá llamándome su defín. Aquel rincón que la Señora llamaba “El santuario

del cuervo” debe ser sagrado.

Os pido perdón, hijos míos.”

Suso Antonio Sanjuán de la Torre.

11
A partir de la desaparición del patriarca, todo fue distinto: se calmaron los ánimos, se

apaciguaron los rencores y recuperamos la paz. Manteníamos una estrecha amistad

familiar con los guardeses y pasábamos la vida de su casa a la nuestra, sumergidas en

una existencia agradable, apacible y monótona. Suso tercero no era un hombre

complicado y estaba resuelto a encontrar la paz al precio que fuera; sabedor de lo que le

esperaba, trataba por todos los medios de hacernos la vida fácil. Se encargaba de la

educación de su hijo procurando seguir los patrones de sus antepasados, pero sin rayar en

lo severo. Se vivió en esta casa un tiempo dulce dentro de la situación que había.

Las dos mujeres se quedaron calladas mirando a Cristel, que no daba crédito. Aquello era

como una novela negra en la cual no se escapaba ni el gato. Rompiendo el pesado

silencio, Polilla volvió a tomar la palabra:

-Cristel, esta es la historia que queríamos que supieras, ya está todo dicho.

-Pues, como podréis comprender, no tengo palabras. No me explico como habéis podido

afrontar tantas dificultades dos chiquillas sin preparación y superarlas con nota. Por lo que

me habéis contando, creo que sois dos heroínas. No puedo creer que yo forme parte

activa de esta increíble historia familiar.

Manola aún tenía algo más que decir:

-Cristel, puedes imaginarte mi triste vida. Me casé con el padre de Suso porque no me

quedaba otra. Tengo que decir en su favor que, a pesar de mi indiferencia, no fue un

hombre malo conmigo. Lo peor era que estaba enfermo y enamorado de mí, y su

insistencia apasionada aún me resultaba más desagradable. Después de conocer su

padecimiento y el contagio que me había transmitido, sentía un asco mortal. Él me quería,

pero yo no le quise jamás; creo que nuestra vida en común fue una condena para los dos.

Era silencioso y callado; no contaba a nadie por lo que estaba pasando. Pronto el

tratamiento que tenía resultó insuficiente, y se le manifestó la enfermedad en toda su

12
virulencia. La había pillado en sus correrías, como él decía, “buscando el amor en el lugar

equivocado”. El médico fue claro con él:

-Esto es muy serio; si no quiere acabar con la vida de su esposa, procure no mantener

relaciones con ella sin protección.

Ni Polilla ni yo entendíamos nada de eso, y él, como dice el refrán: “de perdido, al río”. No

le dio la menor importancia. Como normalmente estaba enfermo, yo procuraba poner tierra

de por medio siempre que podía. Aquella situación me repugnaba; no tenía nada que ver

conmigo, pero me afectaba de lleno. Eran mis padres quienes aceptaron el trato. Me

encontré con un hijo sin parirlo, y con una enfermedad de rameras sin comerlo ni beberlo.

Para colmo de males, no pude tener un hijo. Mi marido, sintiéndose culpable, en sus

momentos malos me decía:

-Dios es justo, tengo que pagar por lo que hice con Polilla. Pero tú no eres culpable de

nada y lo estás pagando conmigo.

Había cosas que yo no sabía. Me enteré de la verdad, de que la niña era hija de mi padre,

cuando mi madre, en su desesperación al ver lo que había hecho, me lo tiró a la cara para

desgracia mía. Ese descubrimiento rompió todos mis esquemas, y de pronto comprendí

muchas cosas a las que antes no le encontraba explicación.

Caí en un detalle: cuando mi padre me gritaba que si Polilla hubiese sido varón, mi

primogenitura me iba a valer de poco, y se generaba una discusión con mi madre… Ahora

lo veía claro. Fue un golpe mortal por varias vertientes. Pensé en quitarme la vida, pues no

podía caer más bajo; lo intenté, pero no tuve valor para apretar el gatillo: siempre fui

cobarde. Nunca me lo perdonaré; aunque yo no sabía que era mi hermana chica, jamás

podré entender cómo pude cometer semejante atrocidad.

Ahora que estamos las tres juntas, hablando en plata, voy a revelar algo que nunca le he

dicho a Polilla por no hacerle daño; pero a estas alturas poco importa, ya tenemos hasta el

alma encallecida. Hoy es día de confesión, ¡que puñeta!

13
En ocasiones me esforcé por ser comprensiva con mi marido, porque en el fondo lo

consideraba una víctima más, que había vivido desde su infancia bajo la vara implacable

del tirano, o un demente de esos que nos domesticaron para ser muñecos en sus manos.

Y sabiendo lo dura que había sido su trayectoria, conducida por el camino equivocado, yo,

que había superado mi enfermedad y estaba completamente curada, sentí piedad por él

que se moría a chorros, de modo que traté de ser comunicativa. Él no tenía a nadie con

quien hablar, excepto conmigo. Lo veía en muy mal estado; sabía que su fin estaba

próximo. Y en aquella intimidad confidencial, en la cual veía al amigo y nunca al esposo, le

comenté:

-Debes olvidar tu error con Polilla y perdonarte; estabas tan borracho que no sabías lo que

hacías.

Él me respondió:

-No creas, Manola; por eso nunca me dejaron los remordimientos. En algún momento

llegué a reconocer a Polilla. Es verdad que había bebido a muerte, sin control, pero no

tenía el valor suficiente para aceptar la precariedad y marcharme de casa a buscarme la

vida. No sabía hacerlo. O, si no, acabar con mi puta existencia. Todo me daba igual por

culpa del sometimiento al que me obligaba mi padre: me tenía amargado, no me dejaba en

paz ni a sol ni a sombra. Toda mi vida tuve que hacer lo que él deseaba, incluso cuando

volví del ejército, que yo ya era un hombre con cierta madurez. Si mi madre me acariciaba,

se encolerizaba con ella y se encaraba conmigo diciéndome que un hombre no tenía que

consentir carantoñas de madres. No me dejaba vivir: todo era disciplina y castigo, según

él, por mi bien. Y por la noche, cuando me sentaba a escuchar la radio, que me gustaba

mucho, me obligaba a salir con él al campo para explicarme los pormenores de las

estrellas que, por tradición, yo debía saber. Apenas tuve vida de niño, más que las clases

con mi maestro y algunas juegos con la hija de los capataces, Salvadorita, que era

bastante más pequeña que yo. Cuando fui mayor me prohibió volver a verla, y para colmo

me hizo pasar por una gran humillación: la de que el personal fijo de la hacienda me
14
llamara “señor Suso”. Él quiso engrandecerme y lo que consiguió fue humillarme, porque

se me cayó la cara de vergüenza.

Toda mi vida estaba programada por mi padre, dándose gran importancia: en vez de una

hacienda, parecía que iba a heredar un imperio.

En realidad, todo esto traía una historia retrospectiva que fui arrastrando desde mi infancia

y que me afectó profundamente, y que se intensificó con el paso del tiempo.

Contaba trece años y, desde que tenía recuerdos, todo había sido para mí disciplina,

control y austeridad, y me acostumbré a ello: según mi padre así debía ser, y yo lo acaté.

Entonces fue cuando nació Pilarita. Fue un gran revuelo en la finca. La chica demente que

estaba en casa de los guardeses había dado a luz una niña, fruto de sus amores con un

gañán desconocido. La mamá murió. Yo era un niño de trece años y lo recuerdo

perfectamente, porque me impactó mucho. El cura entró en casa de los capataces tocando

una campanillita con el ropaje propio para la ocasión. Me dijeron que venía a darle a la

muchacha los santos óleos; nunca supe qué significaba aquello. Más tarde, la caja de

muertos, un cajón de madera barnizado, el llanto de Isabel, soltando insultos y maldiciones

al aire… tampoco sabía a quién iban dirigidas sus maldiciones. Una vez pasado aquel mal

trago, vi como mi madre se llevaba al bebé para mi casa, y una señora venía tres veces al

día a amamantar a la recién nacida. Mi madre desde el primer instante se volcó con la

pequeña, y a mi padre jamás lo había visto sonreír tanto; le daba tantos besos y caricias,

que me quedaba pasmado. Yo de parte de mi padre no sabía qué era eso, y mi madre me

acariciaba y me besaba a escondidas, dándome la impresión de que hacía algo incorrecto.

Cuando la niña comenzó a caminar, mi padre, que era un callejero, salía menos por estar

con ella. Él, un año después, cariñosamente la llamó Polilla. Para la niña todo eran mimos

y cariño. Mi madre no sabía qué ponerle; parecía una muñeca vestida de organzas. Mi

padre la adoraba y la paseaba en sus brazos por los campos. Polilla se convirtió en la

reina de la casa. Cuando tuvo cinco años, le compró un pony y la llevaba a pasear, con la

15
baba caída, disfrutando de la niña como jamás lo había visto. Mi madre, hasta se olvidó de

la manera en que vino al mundo la chiquilla. Yo, hasta saber la verdad, siempre tuve

entendido que fue por las relaciones de aquella criada con cualquier jornalero. Me

extrañaba su actitud: parecía que la había parido ella… en fin, la niña era merecedora de

todo. Yo la quería mucho y me hacía mucha gracia, pero desde el fondo de mi corazón

siempre pensé que recibía todo cuanto yo merecía por derecho propio.

Deseaba con toda mi alma hacerle daño a mi padre. Creo que, sin darme cuenta, sentía

unos celos mortales de Polilla. Yo sólo tenía trece años cuando ella nació y todos la

adoraban. Isabel y su marido se morían por la niña, y Salvadorita la amaba, mientras a mí

había que hacerme duro como una roca, cuando no lo era. Yo era una criatura de pocos

años, con debilidades propias de la edad: deseaba que me quisieran y que me lo dijeran.

Incluso Salvadora, cuando se jubilaron sus padres, ya casada con el mayoral, seguía

adorando a Polilla como a la hermana que nunca tuvo. Isidro, mi amigo, conoció a la niña

con cuatro o cinco años; era un hombre extraordinario que siempre fue muy bueno

conmigo, porque me demostraba más cariño que mi propio padre. Él siempre estaba

hablando de las gracias de la Polilla: se partía de risa contando a los trabajadores las

cosas que hacía y decía la chiquilla. Aquella niña lo ocupaba todo sin dejar espacio para

mí. Aunque la verdad es, que nunca lo tuve cuando ella no estaba.

Para colmo de males, creció consentida y con una seguridad que yo no tenía ni por

asomo; era muy espabilada y mi padre constantemente me la ponía de ejemplo:

-¡Aprende de Polilla! ¡Ella sí que se preocupa por la finca, ella sí que nos cuida…!

Ella… ella… ella… ¡siempre ella! Cuando él no era ejemplo para nadie… Me obligaba a

trabajar como un peón más en la finca, mientras él se divertía en el pueblo con sus

amigotes y llegaba borracho y mandando, como si los demás fuéramos sus esclavos.

Cuando me fui de casa a la llamada de ejército, sentí tal liberación, que durante aquellos

dos años no acepté ningún permiso, más que en Navidad. Cuando volví licenciado, la niña
16
se había convertido en una muchachita mandona, que lo manejaba todo en la hacienda

bajo la entera complacencia de mis padres.

¿Comprendes, Manola? No trato de justificarme, eso sería aún más vergonzoso para mí.

Aquella noche me pilló envenenado; intenté beber hasta morir. Estaba borracho como una

cuba, y encima la niña llegó dándome órdenes, pegándome en la cara, dándome con el pie

para que me espabilara y me fuera a la cama. Sabía que mi padre la aplaudiría, como en

tantas ocasiones. Ella era la dueña, y yo un mandado. Esa misma adtitud la ponía en

práctica con frecuencia y lograba llevarme a la cama, y yo al día siguiente se lo agradecía.

Incluso muchas noches, después de dejarme acostado y tapado, me llevaba algo de

comer y me decía:

-¡Anda, come algo! A ver si dejas de beber, que te vas a poner enfermo.

Ella cuidaba de mí, de mi madre y de mi padre. Y era el ojo derecho de los mayorales.

No sé que pasó por mi mente, ni en qué momento dejé de verla. Sentí cómo me pegaba

en las costillas con el pie tratando de hacerme reaccionar; luego, observé entre tinieblas a

una mujer enorme que bailaba entre sombras y reflejos una extraña danza y se reía. Lo

interpreté como una burla. Mi intención fue derribar a aquella mujer para que me dejara en

paz, pero una vez la hube tirado sobre el pajar, perdí el control sin saber lo que estaba

haciendo. Por un momento me desorienté, creí que era una de aquellas mujeres con las

que yo iba a menudo y me divertía mientras ellas bailaban para mí. No sé, al parecer me

volví loco. Muchas veces lo he pensado, buscando una explicación; fue como si el destino

se tuviera que cumplir en mí, siguiendo la saga de los hombres de mi familia. Pero esta

vez era de una gravedad imperdonable…

Manola, a ti te debía esta explicación. Sé que no tengo perdón de Dios ni de los hombres.

Y nunca me consideraré digno de mirar a Polilla a la cara; ella era una niña y yo un

hombre con experiencia. Para ser justo, tendría que haberme pegarme un tiro, pero no

17
tuve valor; siempre fui un cobarde. Total, sé que me queda poco tiempo de vida. Isabel, la

madre de Salvadora me lo deseó muchas veces, y se ha cumplido.

Esa fue la confesión de Suso tercero. Aún no puedo saber qué sentimientos eran los míos

al oír aquella confesión, ni qué decisión hubiese debido tomar si fuese juez.

-Sí, Polilla, yo también sentía la necesidad de contarte esta parte ignorada por ti.

Así fue, Cristel, se confesó sincerándose conmigo como si se tratara de una amiga en

lugar de su esposa. Y nunca lo comenté con Polilla; era muy duro. En el mundo particular

de esta familia, donde los hombres lo eran todo y las mujeres nada, el vivir diario en

general resultaba inhumano.

Cristel estaba con la boca abierta paseando la mirada de una a otra, embelesada, sin

entender lo que habían hecho con aquellas dos pobres mujeres. Al fin, resolvió:

-Vamos a ver si logro salir del trance y me he enterado de todo correctamente.

Resumiendo: Suso cuarto, el padre de mi hija, ¿es hijo tuyo, Polilla?

-Sí, así es, lo parí yo y lo criamos entre las dos, aunque legalmente Manola es su madre.

Es mi hijo y mi sobrino. ¿Habías visto algo más horroroso en tu vida?

-¡Madre mía! Es tremendo lo que habéis vivido; no me extraña que estéis tan unidas. Yo

intuí desde siempre que aquí pasaba algo gordo, pero jamás hubiese sospechado

semejante atrocidad; no me extraña que Suso esté mal de la cabeza. Esto es… la historia

jamás contada. Totalmente dantesco. Os hicieron creer que érais señoras afortunadas,

pero la realidad era otra: érais victimas en manos de verdugos.

-Sí, Cristel -dijo Manola. -Ahora nos conoces mejor.

-¿Lo sabe Susana?

-Sí, hace tiempo que se lo contamos. Ella veía lo mismo que tú, que aquí pasaba algo.

Siempre estaba alerta y hacía preguntas con segunda intención. Nosotras esquivábamos

el bulto como podíamos, pero sabíamos que algún día habría que decirle la verdad.

Cuando terminó la universidad, aquel verano lo traía más que decidido. Un día, después
18
de la comida, nos tomó de la mano a las dos y nos sentó junto a ella en el salón para

hablar, y sin rodeos abordó el tema.

-A ver, no voy a andar con medias tintas con vosotras. A mis cortas entendederas, aquí

pasan cosas a las que llevo años dándoles vueltas y no me cuadran. Quiero que me

contéis ahora mismo, del hilo al pabilo, sin omitir ni una coma, todo cuanto recordéis que

ha ocurrido en esta casa, desde cien años para acá, todo lo que se calla en Los

cañaverales de los Susos. ¿Me habéis entendido? He dicho, todo.

Ella es tan madura y comprensiva… Una vez enterada de toda la verdad, como lo hemos

hecho contigo, se tapó la cara con las manos, y durante unos minutos lloró. Luego dijo:

-No me extraña nada de lo que me contéis de los Sanjuán. Esto es una jaula de grillos.

Cada día comprendo más a mi madre, sin conocerla. Hizo bien en coger el portante y no

volver. Para nuestros antepasados, lo único que valía era la tierra y el trabajo; las

personas no tenían el menor valor. Al menos las mujeres eran utilizadas, usadas como

objetos, sin ninguna consideración. Qué digo… con menos atención que el ganado. Los

animales, al parecer, no tienen sentido de la dignidad, y los Susos se han comportado

como animales.

Esa fue su respuesta. Nos besó y nos abrazó.

-¡Qué dolor! -exclamaba la pobre, sin imaginar lo que a ella le esperaba con aquel novio

que parecía que la adoraba. Si su padre hubiese sido un hombre normal, se habrían

separado, borrón y cuenta nueva. Pero ya sabes cuál fue su reacción, complicándolo todo

hasta el extremo.

-¿Suso ha llegado a conocer todo esto que me habéis contado? -preguntó Cristel.

- No sabemos hasta dónde. Nosotras no le hemos dicho nada, pero tú sabes que en los

pueblos pequeños las historias locales no prescriben nunca. Los habitantes de las grandes

haciendas siempre hemos vivido en un mundo aparte, intentando por imposición poner

distancias entre la clase obera y nosotros, ya ves, qué imbecilidad… lo cual no quiere decir

19
que las cosas de esta casa se hayan quedado entre nuestras cuatro paredes. Por aquí han

pasado muchos trabajadores, hombres y mujeres. Ellos eran gentes sencillas, pobres y

callados, pero observadores y más listos que el hambre.

Suso sabía la procedencia de Polilla, y tú ya sabes que los capataces no se callan nada. A

él siempre le extrañó tener el mismo mechón de pelo blanco en la coronilla que tiene ella.

El abuelo también lo tenía. En uno de sus permisos, no sabemos quién se lo diría,

mientras estábamos comiendo, él lo manifestó de golpe:

-Ya sé la verdad sobre ti, mi querida Polilla.

20
Capítulo 20.

Las dos nos quedamos sin poder tragar lo que teníamos en la boca. Polilla, temblándole la

voz, dijo:

-¿Quién te lo ha dicho?

Él nos miró a las dos, y nos tiró el reproche a la cara:

-Parece mentira, que me tenga que enterar por la gente de la calle de que Polilla es mi tía.

Con razón me parezco a ti y tengo el mechón blanco de la coronilla igual que tú, si llevas

mi sangre. ¿Por qué nunca me lo habéis dicho?

Las dos nos relajamos. Ella no podía hablar, así que respondí yo:

-Cosas oscuras de la familia, hijo. ¿Para qué te íbamos a contar amarguras que pasaron

hace tanto tiempo?

-¿Para qué, dices? Para que no me tenga que informar la gente de la calle de las cosas de

mi familia, por ejemplo. Creo que entraría dentro de lo normal que me hubieseis hecho

saber el porqué de cosas que me he preguntado muchas veces. ¡Parece mentira, lo

oscuras que sois las dos! En muchas ocasiones, cuando me han preguntado quién era

Polilla, tenía que decir: “la recogieron mis abuelos al nacer”. ¡Me parece injusto por ella y

por mí!

Nos entró el descanso en el cuerpo; creíamos que había descubierto que era su madre. Y

lo del mechón de pelo blanco lo achacamos a la casualidad de los genes de tía. Él lo

creyó. Si después ha sabido por su cuenta que es su madre biológica, se lo ha callado.

-Manola, ¿usted se enamoró de su segundo marido? - preguntó Cristel.

-Bueno, verás: nunca me enamoré de él como lo estuve de mi amigo de la infancia; ese

fue y será para siempre el gran amor de mi vida, tal vez porque no me dio tiempo a

conocer lo negativo que siempre existe dentro de cada persona. Si lo volviera a ver alguna

vez, hasta me atrevería a confesarle lo que sentí por él y lo importante que ha sido para mí

aquel sentimiento a lo largo de mi vida. Ahora, de vieja, qué importancia tendría… pero me

21
gustaría hacerle saber que no fue cosa mía, que me obligaron a casarme en contra de mi

voluntad. Siempre me he sentido en deuda con ese muchacho, de verdad. Estoy segura

de que él tampoco me olvidó. Siempre en todo momento ha estado conmigo.

Mi segundo marido fue otra cosa; nunca me inspiró ternura, confianza o seguridad. Yo

diría… que fue una pasión desbordante, un enamoramiento feroz, al menos por mi parte.

Yo tenía necesidad emocional de afecto, deseaba sentirme amada, valorada… Tenía tanto

amor para dar dentro de mí, que cuando aquel hombre que tanto me atraía me mostr ó su

deseo y clavó su mirada clara en mis ojos, en mi cuerpo, perdí la voluntad… Era

exageradamente guapo y me sentí atraída por él desde la primera vez que lo vi. No dejaba

de recordar cada instante su mirada de fiera que resaltaba en el moreno de su piel como

las luces en la noche. Tal vez él se percató del efecto que causaba en mí. Supongo que mi

turbación cuando me miraba sería evidente. Él traía su plan trazado, y yo le facilité el

camino inconscientemente. Todos los consejos que me daban se me antojaba que iban

contra mi felicidad. La cuestión era que él se esforzaba por ser atento conmigo, e incluso

provocaba situaciones donde hubiese intimidad entre nosotros. Era un hombre guapísimo,

fuera de lo corriente.

Un día se pudo una yegua de parto. El viejo capataz le encargó:

-Muchacho, hay dos yeguas a punto de parir y tengo que ir al campo, a dar una vuelta a

los trabajadores. Tardaré unas horas: si se presenta el parto y necesitas ayuda, llama a mi

mujer, Salvadora, que en eso es una experta.

Sin embargo, él no recurrió a Salvadora; llegó a la casa y llamó a la puerta:

-Señora, perdone mi atrevimiento. Necesito que me echen una mano. Es que hay una

yegua de parto.

En otra ocasión yo no habría colaborado, nunca lo había hecho, aunque sí estuve presente

en muchos alumbramientos de estos animales. Pero aquella vez sólo pregunté:

-¿Dónde está el capataz?

22
-Está en los campos, señora, con las cuadrillas. Me dejó encargado que llamara a su

mujer, pero me siento mal delante de ella; creo que no le caigo bien a Salvadora, y

tampoco es mucho lo que hay que hacer… Yo me las apaño solo, pero por si acaso

necesito una mano, para acercarme algo, es mejor que haya otra persona presente, y no

tener que pedir ayuda en el último momento.

Ese día se dio cuenta de su triunfo. Una señora de mi posición no se prestaba a esos

menesteres, ni a él le correspondía pedir tal cosa. Pero se la jugó, y dio en la diana.

Por mi parte, yo podría haber recurrido a Salvadora, aunque hubiese sido para hacer acto

de presencia, pero me atraía su mirada como un imán, e inconscientemente deseé

colaborar y estar a solas con él. Y acepté a la primera. Eso fue como decirle: voy contigo

hasta el infierno. Y, efectivamente, era el lugar que me tenía preparado. Pasado el tiempo,

después de casada, cuando las cosas empezaban a ponerse crudas entre nosotros, me

tiraba a la cara reproches, diciéndome:

-Tú querías un esclavo y no te ha dado resultado, pero bien loca que estabas por mí. Yo

no tenía nada que perder y sí mucho que ganar; nunca me enamoré de ti, eras tú quien me

lo ponías en bandeja. ¡Supe enseguida que te morías por mí, señora Manola!

Era una de sus tantas maneras de humillarme. Puede que tuviese razón, deseaba ser

amada por él. Era hermoso y fuerte, y yo no sabía lo que era el amor de un hombre desde

que tuve que apartarme de aquel chico al que tanto quería… aunque al fin y al cabo no

éramos más que dos niños, y lo único que existió entre nosotros, después de amistad y

compañerismo desde la infancia, fueron sólo unos besos de adolescencia, que resultaron

ser un tesoro para mí a lo largo de mi vacía existencia.

Cuando conocí al mozo de cuadra, un revoltijo desconocido se formó dentro de m i ser;

supongo que me había enamorado, o al menos lo deseaba y me ilusionaba. Fue el único

tiempo en que me olvidé de mi amor de adolescencia. Y, por desgracia, duró bien poco. El

tiempo justo de tomar las riendas del cortijo para mostrar su cara oculta. A partir de ese

23
momento, el deseo platónico y sin barreras que sentía por él se convirtió en pánico y

miedo profundo. Ya sabía cuál era su propósito y hasta dónde era capaz de llegar.

-Bueno, dijo Cristel, quedándonos con lo mejor de la situación, al menos usted vivió el

amor durante un corto espacio de tiempo, con un hombre que le gustaba y del que estaba

enamorada, aunque luego se llevara un desengaño.

-Sí, Cristel, pero en esa relación siempre hubo una incertidumbre, una sombra de duda a

mi alrededor; nunca fue completa. No me sentía segura de mi matrimonio ni en los mejores

momentos. Mi boda fue un escándalo en nuestro círculo de conocidos. La viuda de

Sanjuán debía rendir culto al padre de su hijo y al apellido familiar, yo me lo había saltado

todo a la torera. Nadie descartaba que me volviera a casar; algunos pretendientes había.

Pero se esperaba de mí que al menos eligiera a un hombre que no desmereciera al

difunto. Un mozo de cuadra era una afrenta al gremio. Todos los que me querían me

advertían de mi equivocación, y aunque yo me negaba a reconocerlo, algo dentro de mí

me avisaba de que no iban mal encaminados aquellos que me aconsejaban. Aun así, era

un hombre físicamente perfecto y mi deseo era de locura. Él, sabiendo a lo que me

enfrentaba, me trataba con tanto cariño y con una pasión, que sin voluntad alguna me

entregué a él bajo el cielo de la noche en medio de los trigales; cerré los ojos y dejé de ver

todo cuanto me rodeaba. Los primeros tiempos de casados fueron de pasión y locura sin

freno…

Él cambió de actitud después de unos meses de la boda. Mi recelo comenzó por su

dominio, que se extendía sobre todo lo que me rodeaba. Noté que lo registraba todo:

cajones, archivos, joyeros y armarios. Ese detalle, más los consejos recibidos, me puso en

guardia, y no me permitió nunca ser feliz a plenitud. Luego surgió todo lo demás, con el

maltrato al niño incluido. Tengo que reconocer que no mereció la pena; se ha hecho un

daño irreparable a cambio de nada.

24
-Es increíble que hayáis pasado vuestras vidas limitadas a este entorno, sin haber

intentado en ningún momento salir al exterior, conocer a otras personas y costumbre s. No

habéis hecho nada por vosotras. Y la peor parte, a mi modo de ver, se la ha llevado Polilla.

Quiero decir: que se le fueron los años jóvenes, toda una vida sin conocer el amor de un

compañero… aunque, como se suele decir, “para mal acompañada más vale sola” y en

malas compañías las dos sois expertas.

-¿Te enamoraste alguna vez, Polilla?

-Verás, Cristel, yo me había mentalizado de que en mi circunstancia ningún hombre me

aceptaría por esposa después de lo que me había ocurrido. Aunque legalmente no era hijo

mío, casi nadie lo sabía y no tenía por qué decirlo. Era consciente de que si un hombre se

fijaba en mí, y decidía aceptarlo, tendría que confesar lo que me ocurrió. No sabría

engañar a nadie y menos aún ocultarlo. Estaba preparada para afrontarlo. Lo había

madurado durante un tiempo, encerrándome en mí misma; era muy duro lo que callaba.

Me sumergí en la lectura; era mi manera de viajar, aprender a dialogar, conocer paisajes y

cosas, ver el mar que jamás había visto, teniéndolo tan cerca, saber que otras personas

tenían problemas similares a los míos… la lectura para mí era vivir una realidad que me

hacía olvidar lo que tenía encima.

Leyendo un libro, encontré un personaje que me dio una idea: “El licenciado vidriera”. El

buen hombre había decidido ser de vidrio. Y decía:

-No me toquen, no me abracen porque soy de vidrio.

Y me gustó la idea de ponerle a mi corazón un aislante de protección. El vidrio me parecía

un material muy frío, por eso decidí que mi corazón sería de corcho. Debía ser así por mi

propio bien y por el de todos. Tenía en mi mente clavada a fuego las palabras que me dijo

mi tía el día de la boda de Suso tercero y Manola. Las dos nos quedamos en casa, y ella

aprovechó para hablar conmigo. La pobre, en su desesperación, se preocupaba por mi

inciierto futuro.
25
-Polilla, tu tío me ha encargado decirte que, de común acuerdo él y yo, te hemos

reconocido como hija nuestra. Debimos haberlo hecho hace años. Tambien debes saber

que hemos puesto la finca “Las bellotas” a tu nombre. Somos conscientes de que, después

de la desgracia que te ocurrió con nuestro hijo, ningún hombre querrá casarse contigo si

se entera de la verdad. Una verdad que no tienes por qué revelar: eres una niña, y nadie

sospecharía que un día tuviste un hijo. Los únicos que saben de tu estado son los viejos

capataces, y ya no están aquí. Salvadora y su marido jamás lo dirían porque te quieren

mucho, y saben lo que eso significa para una mujer. Así que el secreto esta asegurado. La

vida es así, hija, al menos no serás una mujer pobre. Debes tener muy en cuenta lo que te

estoy diciendo: estamos asegurando tu vida.

Eres una niña muy bonita muy buena, muy trabajadora, tienes muchas virtudes Polilla.

Pero nunca debes olvidar que ningún hombre vendrá a ti con buenas intenciones si se

entera de que no eres virgen. Y si no se lo dices y lo descubre después, no sé qué

pasaría. ¿Cómo explicarlo? Si alguna vez te enamoras de un hombre, tendrás que decirle

que un desgraciado te violó. Tendrás que hacerlo, hija. Si es un hombre inteligente y

bueno, y lo acepta, se encontrará con el tesoro que eres, te quitarás un peso de encima y

serás feliz.

Ándate con cuidado en cuanto a los hombres, Polilla, que para vivir bien no te va a faltar y

cuentas con el amparo de una familia. Tu tío y yo estamos escacharrados, él por viejo y yo

por enfermedad; tengo tristeza, hija, me muero de pena porque he sufrido mucho desde

los diecisiete años… Presiento que ninguno de los haremos huesos viejos. Pero siempre

tendrás a mi hijo porque, a pesar de haber arruinado tu vida, ha descubierto por mi propia

boca que eres su medio hermana y se siente dolido, culpable y avergonzado. Y no sólo

eso; es consciente de que por su acción, me estoy muriendo a chorros.

Polilla, tú eres casi toda mi vida. He sido tu madre, y lo que te ha pasado nunca podré

superarlo, hija, quiero que sepas lo mucho que te quiero.

26
También tendrás a Manola. Sois dos niñas de la misma edad; ella también necesitará

mucho consuelo: no quiere a mi hijo, lo vi en su cara el día del trato. Y por propia

experiencia sé por lo que le tocará pasar. Hija mía, en el pecado va la penitencia. Mi hijo,

por desgracia, no será feliz jamás.

También tendrás al hijo que esperan.

Yo permanecía callada, sin saber qué decir. Aquellas palabras no me daban consuelo ni

alivio, no me hacían sentir agradecimiento. Mi estado era el de una desolación completa.

En una palabra: muerta en vida. Una vieja prematura, que esperaba como salida airosa

morir. Aun así, respondí:

-Al hijo que esperan, a mi hijo, ¿no?

-Sí, mi niña, tu hijo, pero a todos los efectos lo será del matrimonio. ¿Qué harías con una

criatura con la edad que tienes y soltera, si tú necesitas una madre? Aunque no te hace

ninguna ilusión, ¿cómo iba a hacértela? Eres una niña y encima has sufrido abusos. Pero

la sangre tira, Polila, te lo digo por propia experiencia. Yo nunca dese é tener un hijo con mi

marido, y me aseguré de no tener ninguno más, pero cuando nació el mío y me lo pusieron

en los brazos, lo amé con toda mi alma. Y tú, al final, lo querrás. Yo no creo que viva para

verlo. En fin, los consejos a veces no valen para nada. La vida nos presenta la cara que le

da la gana, y nosotros lo solucionamos como buenamente podemos y Dios nos da a

entender; los caminos que se abren delante de nosotros nos sorprenden unas veces para

bien y otras para mal, nunca están a la altura de nuestros deseos.

Ojalá conocieras algún día a un hombre de tu agrado a quien pudieras abrirle tu corazón y

fuera comprensivo y aceptara de buen grado a la persona tan hermosa que hay en ti.

Te doy consejos porque no quiero que te hagan daño; ya has recibido demasiado castigo

sin mover ni un dedo.

El niño, o niña, a todos los efectos será hijo de ellos, así se te has librado de toda mancha.

27
-Tía, una criatura no es una mancha. Lo peor es la llaga que llevo en el alma. Nadie ha

denunciado mi atropello; se ha callado como si nada hubiese pasado, cuando ha

destrozado mi vida.

-Polilla, eres inocente, algo propio de tu edad. Yo no hice las normas de la sociedad. Si se

hubiese puesto denuncia, a ti te caería la peor parte. Tendrías que afrontar algo para lo

que no estás cualificada, ni tú ni ninguna mujer. Pero, en este caso, eres una niña. Si hay

denuncia, tienes que enfrentarte a declarar delante de la guardia civil y de un juez, todos

ellos hombres escépticos ante cualquier causa femenina. Por otra parte, no sé si mi hijo

reconocería su culpa y si el padre lo permitiría. El patriarca, tratándose de su casta, es

implacable: sería capaz de desheredarlo, y no creo que Suso tuviera valor para aceptar

ese reto. De no reconocerlo, tú siempre quedarías en entredicho, y por desgracia hay

cosas que no se pueden demostrar. El viejo te quiere más a ti que a Suso, pero jamás

echaría estiércol sobre su hijo, no por la dignidad del muchacho, que a él nada le importó

nunca, sino por el orgullo de no deshorar su apellido más de lo que él lo ha hecho. Pero

ningún cagado se huele su mierda. Este mundo aparente es muy cruel con las mujeres,

Polilla. Ya sean ricas, pobres o princesas, la mujer nace esclava y sin honores. Los

hombres desde que llegan al mundo hacen gala de sus atributos sus propios padres. Si es

un varón, hay fiesta; si es hembra, se conforman y esperan que al menos sean hermosas

para, llegado el momento, poder negociar con ellas.

Cuando tu tío hizo el trato con el padre de Manola, tú bien sabes que yo no estaba de

acuerdo, aunque mis deseos importan muy poco. Ya ves, no soy dueña ni de lo que me

correspondió por herencia. Pero, dentro de lo malo, me doy cuenta de que lo que se ha

hecho es lo mejor para librarte de algo que tú no habías buscado.

Cuando pase algún tiempo, amarás a tu sobrino o sobrina, e incluso olvidarás que tuviste

un hijo; eres muy joven y la juventud lo supera todo. No tienes por qué contárselo a nadie.

Haz tu vida y trata de pensar. Cuando la criatura nazca, tiene a sus padres legales y bien

28
casados, y no le faltará ni gloria. Pasará el tiempo, tendrá otros hermanos y tú serás su tía

favorita, una mujer libre después de amamantarlo, que comprenderá el período de un año.

Es importante darle leche materna para que crezca sano. Solamente un año, Polilla. Ahora

bien, recuerda esto: jamás debes decir que la criatura es tuya. No sólo por ti, también por

él. Esto es una cosa que ha de quedar en familia.

-Tía, esto no es justo. ¿Dice que queda entre nosotros? ¿Acaso no se lo contó su marido a

los padres de Manola?

-Eso era obligado, hija, pero ellos por su honor jamás lo dirían.

Después de esta conversación con la Señora, para mí los hombres eran como una

enfermedad contagiosa. No me sentía capaz de hablar con nadie sobre lo que me había

pasado, aunque me constaba que algunas personas lo sabían.

Por el cortijo pasaban muchos trabajadores jóvenes, que me miraban, pero ninguno de

ellos se atrevía a poner sus ojos en mí; al fin y al cabo, era una señora hacendada.

También frecuentaban la finca, por motivos de negocios, señores que eran amigos de la

familia. Me sentía tan acomplejada, que creía que se me notarían en la cara las marcas

que llevaba en el alma. No me encontraba en disposición ni siquiera de sonreírle a nadie.

Yo misma me atribuía el sambenito de mujer marcada, no merecedora de que un hombre

se fijara en mí. No era virgen, no valía nada. Tenía la convicción de que mi desgracia

ocurrió por mi culpa. Como dijo el patriarca: mi atrevimiento me jugó una mala pasada.

Ahora tenía que acostumbrarme a sobrellevar mi vida destrozada. Por una cosa o por otra,

a nadie le di la oportunidad de atravesar la capa de corcho con la que, por mi bien, yo

misma había envuelto mi corazón.

A pesar de todo fue pasando el tiempo y era feliz. Teníamos al niño y no me faltaba nada,

ni siquiera el dinero. Me acomodé a mi privilegiada situación y tomé una firme resolución:

así debía ser para el resto de mi vida.

29
No se me ocurría nada que me rescatara de la miseria de aquel corredor sin salida. Me

daba miedo el mundo que me rodeaba, y el exterior no lo conocía. Tenía el presentimiento

de que, si asomaba la cabeza a él, me devorarían como perros rabiosos.

Un par de años antes de morir el papá de Susito, ocurrió algo que a punto estuvo de

cambiar el rumbo de mi existencia, y pude hacerlo, e incluso lo deseé con toda mi alma. Si

no llegó a consumarse fue porque, para lo poco que me quedaba en la vida, me di cuenta

de que mi dignidad estaba intacta, y era importante para mí conservarla.

Verás, Cristel. El marido de Manola, Suso tercero, iba cada día al pueblo para hacer las

compras. Llevaba al niño al colegio, a clases de música, iba al médico o tenía reuniones

periódicas con Israel. La dirección de la finca, era el mayoral quien la llevaba

prácticamente.

Un día, Suso tercero le comentó a Manola que tenía un amigo que, por motivos de trabajo,

estaba de paso en el pueblo. Este señor era dibujante y pintaba de maravilla: por lo que él

le dijo a Manola, era muy bueno en su oficio y había venido contratado por unas grandes

bodegas. Él pretendía hacerle al niño un retrato para colocarlo en la pared del salón. Y

añadió que, si queríamos, podría hacernos uno de nosotras.

Como allí nunca ocurría nada interesante, Manola me lo comentó ilusionada y me pareció

bien, y hasta nos reímos porque era una novedad y nosotras necesitábamos algo nuevo.

Suso tercero le propuso a su esposa que el artista ocupara la casita del jardín, para que

estuviera cómodo y con intimidad, si le parecía bien a ella, y asignó a los guardeses la

tarea de adecentarla y darle un aire de habitabilidad hasta que terminara su obra.

Se lo comentamos a Salvadora, y a ella le pareció una gran idea y quiso apuntarse al

juego.

-Yo, si el dueño lo paga, también me haré uno -dijo, y añadió: -El mayoral dice que a él lo

dejemos de tonterías, pero a mí me hace gracia, ¡Caramba… estamos aquí enclaustradas!

Manola preguntó a su marido:


30
-¿Cuándo vendrá el artista?

-Cuando lo vea, le diré que habéis aceptado, y él mismo se presentará aquí el día que le

venga bien.

-Pero tú nunca estás en casa, a ver si viene otra persona y creyendo que es el dibujante lo

instalamos en casa.

-No creo que los artistas abunden por los caminos como los caracoles… pero le diré que

me dé una foto suya a ver qué te parece, y cuando lo decidas, le digo que se deje caer por

aquí.

A él le ha impresionado mi propuesta de pasar en el cortijo una temporada trabajando al

aire libre, ya sabes… los artistas son bohemios y les agrada cualquier aventura. Este ha

venido de Córdoba, contratado por una bodega para hacer un trabajo importante, y una

oferta así, de rebote, le viene como anillo al dedo.

Dos días después, Suso tercero trajo una fotografía del dibujante. Manola nos la mostró a

Salvadora y a mí. No sé qué reacción fue la mía al ver aquella imagen masculina. Me

quedé mirándolo ensimismada. Me gusto tanto, que estaba deseando conocerlo en carne

y hueso. E, inexplicablemente, me quedé con la fotografía y la puse en mi mesita de

noche. Fue una experiencia curiosa; pasaba las horas mirándolo, como cuando era niña y

me ensimismaba recortando mis cromos de colores, tal vez porque mi corazón era una

tarjeta en blanco donde no se había escrito nada que pudiera ser contado: sólo contenía

miedos e inseguridades, y de una fotografia nada tenía que temer… así que me enamoré

de él sin conocerlo.

Aquel rostro me encantó: un óvalo de cara perfecto, eso sí, con poco pelo, aunque

tampoco lo necesitaba; la boca bien dibujada y bordeada por una fina línea; unos bellos

ojos de mirada escrutadora; una leve sonrisa que armonizaba su semblante… el blanco y

negro de la imagen me pareció misterioso y absolutamente encantador. Me distraía

intentando adivinar el color de su tez y el de sus ojos. Y llegó el día en que apareció el

31
dibujante con sus bártulos. Ni yo misma podía creer cómo mi corazón se alteró al verlo

delante de mí. Sus ojos resultaron ser de color miel verdosa; tenía unas manos preciosas y

la piel morena. Era como si lo conociera de mucho tiempo atrás. Sentí algo tan íntimo y

fuerte, que no me atreví ni a comentarlo con Manola, con quien lo hablaba todo. Yo no

sabía qué sentimiento producía el amor de un hombre, pero a través de los días se me

manifestó con tal intensidad, que me resultaba molesto que aquel desconocido alterara mi

relajada vida hasta el punto de no tener descanso en mi pensamiento.

Él, sin saberlo, se apoderó de mi mente; mi corazón se desbocaba como un caballo

salvaje, mi pulso se disparaba, su mirada me cautivaba, y para colmo de males, admiraba

la obra de sus manos. ¿Qué estaba pasando conmigo? Sencillamente, mi necesidad de

amar me llevó a prendarme de una fotografía en blanco y negro, y por arte de magia se

materializó.

El día que el artista se presentó en casa, Suso lo instaló. Todos estábamos contentos e

ilusionados por el acontecimiento. Claro, él no podía imaginar que dentro de aquella

hacienda contaba con una admiradora enamorada. Porque lo cierto es que su arte aún no

lo conocíamos.

Empezó el trabajo por Susito junto a su madre; me refiero a Manola, claro.

Los demás estábamos de espectadores. Para los habitantes de la hacienda, era toda una

circunstancia coyuntural que alteraba nuestras vidas, sazonándola después de tanto tedio.

Pero mi inclinación se dirigía más a su persona que a su trabajo; lo contemplaba como si

se tratara de un animal desconocido. Me encantaba la destreza de sus bellas y varoniles

manos, la concentración que ponía mezclando colores sobre su paleta y el resultado tan

acertado que obtenía. Luego nos impresionaba con su arte, sacando a flote la e sencia de

la persona. Yo pensaba:

-Es más guapo que en la foto. ¡Maldito hombre!

32
En aquel destierro, la única muchacha joven y soltera era yo. Había cumplido los veintiún

años y lógicamente se fijaba en mí, aunque era bastante mayor que yo. En mis reflexiones

internas me decía:

-Polilla, el arte y el amor no tienen edad…

Pasaban los días, y la rutina de la hacienda había tomado un tinte diferente. La alteración

novedosa nos alegraba la vida. Para mí que aquel señor traía magia en sus pinceles. El

cielo se me antojaba más azul, el aire más perfumado y el verde de los campos mucho

más intenso. Siempre estábamos alrededor del artista. Él no consentía bajo ningún

concepto que la persona que posaba viera su imagen hasta su total realización. Jamás

habíamos visto a un artista en plena faena y resultaba impresionante cuando veíamos

aparecer, pincelada a pincelada, el rostro conocido sobre el lienzo. Aquello parecía un

milagro.

Recuerdo que, por coquetería femenina, antes de bajar me arreglaba con más cuidado

que de costumbre. En realidad, allí no iban más hombres que los trabajadores del campo.

Y cuando llegaban señores por motivo de compras de ganado o cualquier otra cuestión, yo

por mi complejo me quitaba de en medio.

En aquella ocasión estábamos expectantes, deseando que sacara el caballete y sus

bártulos para sentarnos a mirar y admirar al ingenioso malabarista de arte.

Él me insinuaba que se sentía atraído por mí. Sus gestos, sus miradas, la actitud de

seguridad que usaba, me avisaban de que era un experto en amores. Me encantaba ser

su centro de atención. Sus constantes halagos alimentaban mi vanidad de mujer, en una

palabra: cada día que pasaba me sentía más colada por aquel desconocido que había

llegado a nuestras vidas poniéndolas patas arriba. Y la mía, en particular, a corazón

abierto. Con sus miradas elocuentes y sus insinuantes gestos de cortesía, me hacía

olvidar mis pesares. Me decía:

33
-La próxima en posar serás tú, no pienses que te vas a escapar.

Pero yo no me decidía, y fue Manola por segunda vez la que posó para él, en esta ocasión

sin el niño; estaba guapísima. Por aquella época tenía veintitrés años. Era una buena

oportunidad que había que aprovechar para inmortalizar a la familia y de paso alegrar las

paredes de la casa, de las que colgaban fotografías de los abuelos, bisabuelos y

tatarabuelos, que en lugar de adornar, daban ganas de llorar al verlas.

El de la madre y el niño quedó precioso, y el de Manola espectacular: era ella, en carne y

hueso. Por cierto, aún permanecen todos colgados en la pared de la sala. Supongo que

ahí llegaran a apulgararse hasta la posteridad, mientras esta finca pertenezca a la familia

de los Sanjuán.

Durante los meses que el artista estuvo en casa, Suso tercero no salía nada más que para

hacer las compras y llevar al niño al colegio y a las clases de guitarra. Eran buenos

amigos, y por las tardes se sentaban a echar sus partidas de cartas entre copas y tapas.

Las comidas principales se las servían en su casa provisional.

La siguiente fue Salvadora, que resultó ser una modelo complicada, porque no podía

permanecer quieta durante mucho tiempo. Y el mayoral, riéndose, decía:

-¡Qué barbaridad, estas mujeres no tiene freno! Maestro, usted con su arte se ha hecho

amo del cotarro. Ninguno de nosotros habíamos visto un artista en persona, más que al

retratista del pueblo, pero ese mete la cabeza por una manga negra ¡y ahí que va! Te dice:

“¡mira el pajarito!”, y te suelta un fogonazo. Y sale uno en blanco y negro con los ojos

espantados y una cara que en el cementerio los hay mejores. Pero usted le pone colores y

alegría de vida. Eso explica la expectación que produce entre las mujeres. Incluso a mí,

que soy más de campo que una mazorca, me hace sentir curiosidad.

Pero al capataz le impactó: cuando empezó a ver la imagen de Salvadora que salía del

lienzo, no pudo pasar de largo y manifestó su admiración:

34
-¡Sí, señor Felipe! No sé si es usted un artista, un mago, o un brujo… Ha pillado la

expresión de mi mujer cuando está furiosa. Me gusta mucho su trabajo. Además, es el

único hombre que ha sido capaz de sentar a Salvadora, mantenerla callada y que se

quede quieta un rato. Es usted un tío por derecho.

El pintor se reía de la espontaneidad y sinceridad del mayoral, que hablaba con los reaños

de su alma, y la expresión de chiquillo grande de su rostro más que por las palabras. Isidro

se arrimaba al lienzo, atraído y picado por la íncredulidad.

-No crea usted, mayoral, que yo hago milagros. Sí que he conseguido que su señora se

siente a ratitos, pero callada y conforme para nada, siempre está protestando.

-Maestro, desde chiquitita fue así.

El pintor permaneció varios meses en casa, hasta terminar todos los encargos. Y, si soy

sincera, soñaba con él despierta y dormida.

Fue la única persona que me llamó por mi nombre de pila.

-Pilar, ¿cuándo te vas a decidir a posar para mí? El señor Suso ha dicho que los paga

todos, y ya está casi listo el de la señora Salvadora.

-¿Quien le ha dicho mi nombre?

-Perdona, como eres tan reservada y escurridiza, me atreví a preguntarle al patrón, y él me

dijo que tu nombre es Pilar, aunque te llamen cariñosamente Polilla. Los dos nombres me

gustan. Pero no me encuentro con confianza para llamarte por tu apodo, a menos que tú

me lo permitas… ya me gustaría.

¿Sabes, Pilar? Si tú quisieras, me quedaría aquí para siempre. Pienso mucho en ti.

Traté de mentalizarme de que no era más que un cumplido. Él insistió, e incluso habló de

ello con Suso tercero. Por lo visto, el patriarca manifestó que él no intervenía en esos

asuntos, que era cosa mía.

Salvadora, siempre pendiente de mis intereses, me instó:

35
-Niña, tengo que hablar contigo. Ese hombre está interesado por ti. Incluso habló con Suso

tercero. Me lo ha dicho mi mayoral, que lo oyó. ¿A ti qué te parece?

-¡Por Dios, Salvadora! De sobra sabes que para mí ese tema del amor encierra muchas

dificultades. ¿Cómo voy a decir que tuve un hijo, si no lo tengo? Pero tampoco puedo

engañar a un hombre ocultándole la verdad. Y, en consecuencia, no soy virgen. Al menos

si tuviera a mi hijo, no habría nada que explicar. Aquel día habría tenido que pegarme un

tiro en la cabeza y todo solucionado.

-No seas cobarde, niña, es difícil pero no imposible. Si es de tu agrado sé amable con él,

hazte amiga suya, y si es preciso, en confianza, amigablemente, cuéntale la verdad, a ver

cuál es su respuesta. Luego, actúa en consecuencia. Debes probar, eres joven y bonita,

no tienes por qué decir que eres madre de un hijo que no tienes, pero tarde o temprano,

por desgracia y honestidad, es necesario confesar que te forzaron con trece años.

Cualquiera podría comprender lo que te pasó y no tenerlo en cuenta. Al menos haz el

intento, no tienes nada que perder por hacerlo, y hasta puede que te sorprenda

gratamente. Él me pregunta mucho sobre ti; si tú me das permiso, yo misma le hablaría de

lo que pasó. Una confesión como esa pondría a cada uno en su sitio y te permitiría seguir

adelante, o por el contrario, dar un paso atrás. Al menos debes intentarlo.

-Ni se te ocurra, Salvadora, me moriría de vergüenza.

Pronto me di cuenta de que aquella situación alteraba mi vida, mi pulso y el ritmo de mi

corazón, lo cual me hizo comprender que el amor para mí equivalía a una enfermedad.

Manola y Salvadora, haciéndose eco de su demanda, insistían en que posara para él, pero

no me encontraba con fuerzas para estar en su presencia, con su mirada sobre mi cuerpo.

Sabía que notaría mi enamoramiento, mi turbación y la angústia que me azotaba.

Definitivamente, por unos días, con dolor de mi corazón, dejé de hacer acto de presencia.

Manola me conocía tanto, que se atrevío a intentarlo ella también:

36
-Polilla, yo creo que el dibujante está por ti; no deja de preguntar acerca de tu persona. Y

conociéndote, sé que tú estás por él. Es un hombre muy interesante, ¿no te parece?

Lo negué rotundamente, no sé por qué lo hice.

-¡No digas tonterías, Manola…!

-Polilla, lo estás negando porque eres cobarde, pero te delatas sola, te pones tan roja

como la grana. No es malo que un hombre te guste. Tienes veintiún años, te has

convertido en una verdadera mujer y eres guapísima. Tienes derecho a saber qué es el

amor.

Manola tenía razón, sentía la imperiosa necesidad de hablar con él y conversar, aunque

mis conocimientos eran muy limitados en amores, y en términos generales, pero mis

sentimientos eran muy fuertes y no podía contenerlos dentro de mi pecho. Y confesé:

-Tienes razón, Manola, me muero por él, pero no tengo fuerzas para correr el riesgo de su

rechazo. No deseo amar a nadie; estoy queriendo a ese y es un sufrimiento constante, una

enorme inquietud. He llegado a la conclusión de que el amor, para mí, no es más que una

enfermedad que no me deja pensar con claridad.

-Polilla, cuando el amor te deja ver con claridad, es cuando ha terminado.

Ella insistía:

-Mujer, sal y habla con él de manera natural y amistosa; tal vez si lo conoces más de cerca

puede que cambies de opinión. Es un hombre de mundo, un artista algo bohemio y con

pocos prejuicios.

Hice caso de sus consejos. Aquella mañana bajé para ver qué cariz tomaba mi asunto.

Escuché su voz templada y agradable intentando que la capataza permaneciera quieta:

-¡Señora Salvadora, por favor! ¡Relájese, mujer, aunque sea por unos minutos! Quédese

quietecita un momento… a ver si logro captar esa expresión tan salvaje que usted tiene en

el perfil.

Y, a continuación, la voz de Salvadora, que respondía entre risas:

37
-Lo siento, don Felipe, pero no tengo paciencia.

En cuanto bajé el último peldaño, Salvadora me miró y él giró la cabeza.

-Bueno, la dejaré descansar, en otro momento continuaremos.

-Hola, Pilar; eres cara de ver, he preguntado por ti varias veces… Mira, ¿qué te parece

como esta quedando el retrato de Salvadora?

Ella preguntó:

-¿Puedo verlo yo?

Pero él le contestó:

-No, señora, es usted muy bella, pero no sé como la soporta su esposo. Cuando se quede

quietecita y termine, entonces lo verá.

-¡Mira que la manía del hombre…! -protestó ella. -Bueno, ya que no me deja ver mi retrato,

porque no le da la real gana… os dejo, que tengo cosas que hacer. -Y se fue

refunfuñando: -¡Con los dichosos retratos, a veces llega mi mayoral del campo y está la

comida a medio hacer! ¡Eso no me ha pasado a mí nunca en la vida!

Quitándole importancia a su comentario, le contesté en voz alta:

- ¡Salvadora… de sobra sabes que al mayoral no le importa! Al contrario, está contento y

se ríe cuando nos ve aquí reunidos pasándolo bien.

Ella, sin volver la cara, respondió:

-Tienes razón, es un cielo mi marido.

Y se alejó hacia su casa.

Me quedé mirando el lienzo y me encantó. Era ella, aunque le faltaba mucho por hacer. La

admiración me salió del corazón:

-¡Me gusta, es usted un gran artista!

-¿Te gusto? Eso es lo que estaba deseando oír.

-He dicho que me gusta el lienzo donde aparece Salvadora…

38
Él, riéndose, comentó medio en broma:

-¡Ufff, chica… has conseguido que mi corazón latiera apresuradamente! Mira, voy a poner

este complicado trabajo dentro de la casa, apoyado contra la pared, no sea que algún

insecto me lo estropee. Y ahora mismo empezamos contigo. ¿Qué te parece?

-¡De ninguna manera! Sólo he venido a ver cómo iban los retratos de los demás; yo no

quiero hacérmelo.

Él no dijo nada, dejó el lienzo y volvió como el rayo. Con toda naturalidad, me tomó del

brazo y con autoridad me llevó hacia el sillón donde minutos antes estaba sentada

posando la esposa del mayoral.

-Venga, siéntate, a ver si vas a estar peor que Salvadora… esa mujer es increíble, no para

un minuto quieta. Pero es tan graciosa, que merece la pena luchar con ella.

Él hablaba sin parar, tratando de disuadirme de mi escapada.

Me dejé llevar… no me quedaban arrestos para marcharme, ni valor para enfrentarme a su

seductora e inquietante mirada color miel. Traté de poner en práctica la coraza de corcho

con la que aislar mi corazón de tan tremenda batalla. Siempre tenía el lienzo pintado de

blanco y luego iba integrando los colores de forma magistral, así que no le costó empezar

su trabajo. De vez en cuando se me aproximaba, para arreglar un mechón de mi pelo

echándomelo hacia otro lado, o me ladeaba un poco la cabeza. Su contacto producía un

impacto brutal en todo mi ser. Agradecía sus miradas charlatanas, su forma de mirarme…

me decía muchas cosas que yo deseaba oír, aunque fuera en mi imaginación. Me sentía

envuelta en un torbellino de sensaciones desconocidas. Mi entusiasmo por aquel hombre

aumentaba por minutos, e incluso me estaba volviendo romántica y soñadora, algo nuevo

en mí haber que jamás me había ocurrido, tal vez porque no tuve oportunidad.

39
Capítulo XX.

Que química más extraña se genera en las personas cuando se enamoran: es un

sentimiento transitorio, tan fuerte que no se atiende a razones. Nos encontramos dos

personas, los dos somos hierro, los dos somos imán. Por la noche, antes de que el sueño

me rindiera, me pasaba el tiempo mirando su fotografía, ¡cómo me hubiese gustado

mirarlo de frente, sin nada que temer! Pero no me atrevía. Dentro de mí existía una

inseguridad muy arraigada. La fotografía que nos trajo Suso tercero parecía que me

sonreía; me resultaba tan real, que incluso la volvía contra la pared cuando me

desnudaba. Pensé:

-Qué absurdo y fantasioso es el amor. Sentirse enamorada es una forma diferente de

respirar y vivir la vida, azotándote una vibración emocional especial.

Aunque, en los momentos de lucidez, cuando ponía los pies sobre la tierra, se me

enturbiaban mis fantasías y empezaba a ver con lógica. Mi máximo deseo consistía en

creer en su indulgencia, en su aceptación, a mi causa con mis defectos y virtudes, pero

algo dentro de mí me decía que no sería así.

En días sucesivos, me sentía tan imbuida en el contacto cercano de su presencia que,

ensimismada en mi mundo de colores, me olvidé de mi eterno problema. A ratos posaba

Salvadora, y a otras veces yo. Conversábamos animadamente, e incluso nos reíamos

juntos. Fue toda una experiencia apasionante; hasta entonces, nunca me había reído con

un hombre. Me dijo algo que me hizo perder el control, aunque lo disimulé lo mejor que

pude:

-A ver, Pilar, antes de empezar a trabajar, tenemos que hablar en serio: cuando posas

para mí, necesito que pongas tu mente en blanco y te concentres en lo que estamos

haciendo. Quiero ver en tu cara la dulzura de tu sonrisa juvenil, esa sonrisa tuya tan fresca

y personal, que me cuesta la misma vida apartar los ojos de ti. Llevas un sello muy

especial, un enigma envuelto, una timidez de ausente que enamora. Eres preciosa, Pilar.
40
Ahora bien, normalmente tengo la impresión de que esa Polilla interior se encuentra lejos

de aquí, y me molesta. Durante el tiempo en que permaneces conmigo, quiero tenerte para

mí. ¿Lo comprendes? Te veo en guardia, triste, lejana y distante. Para mi propia

satisfacción como artista, quiero inmortalizar en el lienzo todo eso que presiento a través

de tu expresión cuando crees que nadie te observa. Si me dejas hacerlo, lograré captarlo;

¡colabora un poquito conmigo, no te pido tanto!

Incapaz de sostener su mirada audaz, tratando de penetrar en mi interior, como movida

por un resorte, me puse de pie de un salto:

-Si empezamos con tantos rodeos, me largo. No entiendo lo que intenta sacar de mí: lo

que se ve es lo que hay, nada más.

Intenté marcharme y debería haberlo hecho. Aquello era para mí una carga emocional

insoportable: con sus palabras sabía tocar mi punto débil, y el diálogo de sus ojos al

mismo tiempo, dirigiendo su atención hacia mi persona como una saeta envenenada,

alteraba mis pulsaciones. Pero él, atrevido como siempre, me paró tomándome por el

brazo, intentando evitar mi huida.

-Pilar, no me dejes así; sólo quiero captar y llevar al lienzo a la mujer interior que hay en ti.

Eso es lo que me interesa de la persona que tengo delante: su verdadera personalidad. Si

el artista no logra ver y plasmar el espíritu del ser humano que se pone en sus manos, ha

fracasado, y te quedas con la sensación de haber copiado una fotografía plagiando la idea

de otra persona, pero nunca tuya.

Eso me dio una idea, a modo de evasiva:

-Hace poco me hicieron una foto para arreglar unos papeles; si le parece bien la traigo y

trabaja sobre ella, sería lo mejor.

-Pilar, observo que oyes lo que te digo porque no eres sorda, pero no me escuchas. Te lo

voy a explicar de forma sencilla. Vuelvo enseguida.

41
Cuando le vi entrar en la casa, respiré profundamente y me relajé. Volvió con un libro en

las manos y lo abrió.

-Fíjate en esto, Pilar.

Lo entendía perfectamente, pero trataba de viajar con el pensamiento a otra parte; no

quería bajo ningún concepto que mis sentimientos quedaran al desnudo ante sus ojos.

Tenía miedo y deseaba huir.

Abrió el libro y didácticamente me informó:

-Mira, por poner un ejemplo con algo que es incomparable. Esta pintura es de un genio

llamado Diego Velázquez. Se trata de la familia de de Felipe IV. Como puedes apreciar,

hay un grupo de personas de la nobleza, y algunos de sus servidores. No están posando.

Cada cual se ocupa en su actividad personal. Es una composición barroca muy compleja.

Mirálo detenidamente: los cuadros que adornan la estancia, la puerta del fondo… el

espejo… la propia imagen del pintor reflejada en él, los impresionantes claro oscuros, la

somnolencia del perro aguantando el pie de la niña… Bien, sobre esta obra podríamos

estar hablando durante días enteros, y tendríamos tema sobrado para ello. ¿Qué quiero

decirte con esta demostración? Pilar, podrían haber estado presentes en ese mismo lugar

mil pintores, cada uno reflejando en su obra su capacidad de percepción. Estoy seguro de

que habrían captado otras cosas, pero ninguno de ellos hubiese tenido el poderío artístico

de hacer tan creíble y perfecta esa estampa familiar. Pues bien: a lo largo y ancho de los

años, podrán plagiarlo millones de veces, e incluso lograrán copias imposibles de distinguir

del original, pero nadie será acreedor de gloria y de talento por reproducirlo, a mayor o

menor grado o tamaño. Toda reproducción, por buena que sea, será fácil para cualquier

buen profesional, pero siempre trabajará sobre lo conseguido por su verdadero autor, y

verá a través de sus ojos lo que el genio vio y fue capaz de captar con su propio talento

para la posteridad; lo demás será por siempre el plagio de un Velázquez. ¿Lo entiendes,

Pilar? Eso es lo que yo deseo: verte e interpretarte a través de mis ojos, y plasmar en mi

42
obra aquello que presiento en ti. El verdadero artista ha de hacer su propia obra para que

le sea dada por buena.

-Sí, Felipe, lo entiendo perfectamente. Después de la lección magistral que me ha dado,

intentaré ser yo misma, sin distraerme.

-Muy bien, ahora siéntate y haz lo que te diga.

Él no se daba cuenta de que procuraba estar con la vista y el pensamiento en otra parte,

para que no notara mi ciega inclinación hacia su persona. Cuando lo tenía cerca, siempre

estaba meditando profundamente en otra cosa, intentando edificar una pared, ladrillo a

ladrillo entre los dos, preguntándome: ¿cómo podría decirle lo que me ocurrió siendo niña?

En mis cábalas pasaba el tiempo interrogándome a mí misma qué tal se lo tomaría, cu ál

sería su respuesta. Pensaba: “qué bonito sería que me dijera: eso a quién le importa a

estás alturas…”, hasta el punto de que vi claro y posible aquello que un día me dijo mi tía,

la Señora, de que podría encontrar a un hombre que no le diera importancia, porque

entonces era una niña de trece años. Ahora creía haberlo encontrado y mi corazón saltaba

en mi pecho de júbilo. Un día, me preguntó:

-Pilar, ¿tienes novio?

-No, nunca lo he tenido.

-Me extraña mucho que no te hayan comprometido con alguien.

-Soy yo quien no quiero compromisos, me encuentro bien así.

-Creo que no sientes lo que dices, eres una mujer preciosa y temperamental, y alguna vez

tendrás que comprometerte.

Cuando se metía en ese terreno, me azotaba la imperiosa necesidad de echar a correr y

quitarme de en medio; me sentía muy vulnerable en su presencia hablando de esos temas.

Recuerdo como algo especial una tarde, estando sentada como de costumbre, mientras él

seguía con su trabajo. Yo, una vez más, me encontraba ausente, divagando, inmersa en

43
mis pensamientos, buscando la manera de confesarle, por qué razón permanecía soltera a

los veintiún años.

Después de hacerme ciertas recomendaciones que yo no seguía, vino hacia mí ligero

como el rayo con el rostro crispado.

-¿Donde está tú mente Pilar? Ya no sé cómo decírtelo. A ver…

Se inclinó sobre mí, de un tirón desnudó mi hombro y me mordió. Yo salté:

-¿Qué hace?

Mirándome muy de cerca, me dijo:

-¡Esa, esa es la expresión que quiero ver en ti: viva, atenta y con rabia!

A continuación, me tomó por los hombros y me besó. No hubo reacción en mí; me quedé

petrificada, con los ojos cerrados… y él siguió besándome… Creo que yo le correspondí;

no sabría decir qué pasó: me sentí transportada a no sé qué mundo irreal e ideal… fue un

momento mágico en el que por instinto nos abrazamos. Él susurró en mi oído:

-Tenemos que hablar de esto detenidamente, Pilar, estoy enamorado ti. Vivo solo hace

muchos años y nunca había sentido nada semejante por una mujer a lo que siento ahora.

He cumplido cuarenta y ocho años, pero en el amor la edad carece de importancia. ¿Te

parezco viejo para ti? Por favor, dime algo.

Me costó salir del trance. Recordé un refrán que decía con frecuencia Salvadora…

-No, en absoluto; a barco nuevo, capitán viejo. Pero, ¿qué sabemos el uno del otro?

-Gracias por lo de viejo… Pregúntame lo que quieras saber, yo no guardo secretos. Tengo

mi estudio en mi casa en Córdoba; he venido a esta zona de Cádiz por unos encargos que

me interesaban mucho, y casualmente conocí al señor Suso tercero: jugamos unas

partidas por las tardes, mientras el niño daba las clases de guitarra. Bebimos juntos.

Hablábamos. Lo llevé a ver algunos de mis trabajos y me propuso hacerle un retrato a su

hijo, y aquí estoy. Desde que te he conocido, no pienso en otra cosa que no seas tú.

44
Mi respuesta se hacía esperar. Deseaba con todo mi corazón gritarle: “¡yo también te

quiero”, pero me contuve, guardando para mí mis sentimientos. Aquello era lo más bonito

que me había pasado en toda mi vida. Aunque no a plenitud, sí conocí un vislumbre de lo

que era sentirse viva y enamorada de un hombre. Durante las tardes, dábamos románticos

paseos por el campo al atardecer, durante los cuales yo le explicaba anécdotas de mi

niñez, y lo feliz que fui. Él siempre iba a lo mismo: formalizar nuestra relación, hacerla

pública.

-Pilar, tenemos que formalizar lo nuestro, estoy impaciente. Creo que todos se han dado

cuenta de nuestro amor. Nuestros paseos juntos, día tras día, ponen de manifiesto

nuestras intenciones. No lo alarguemos más.

Debido a sus hermosas palabras, sus halagos y atenciones, olvidé mi situación y dije algo

que yo sabía sobradamente que no tenía sentido:

-No sé qué decir, Felipe. Déjame pensarlo; esto me ha pillado por sorpresa, y en estos

días me encuentro confusa y aturdida. Nuestro encuentro ha sido muy fuerte para mí.

Él me dio un breve plazo, intentando romper mi inseguridad.

-Vale, mañana hablamos. Te concedo toda la noche para meditar sobre ello. Pero antes de

que termine mi trabajo en esta hacienda, has de decirme que me quieres. Tienes que

decírmelo, Polilla, es muy sencillo: “te quiero”.

Sonreí: al fin él también me llamaba Polilla. Sólo añadí:

-Hay que ver lo que hace la confianza… Ahora tengo que marcharme.

-Claro, me lo esperaba. Ya sé por qué no te has casado, cuando te sobran belleza y

cualidades: eres cobarde y no te atreves a enfrentarte a tus miedos, te gusta dominar la

situación y, cuando se te va de las manos, ante el amor de un hombre te sientes

vulnerable. Por eso huyes de mí. Pero mañana, si no te veo, te buscaré y tendrás que

darme una respuesta. Sólo deseo que me digas una simple frase que aún no he oído: “Te

quiero, Felipe”.
45
Sentí que se me debilitaban los tobillos y, sin decir nada, como una chiquilla asustada me

fui corriendo; aquel hombre me apabullaba porque tenía poder sobre mí.

Aquella noche no pude dormir ni pensar en otra cosa que no fuera su preciosa declaración,

y el latigazo cimbreante sin límites que sentí al contacto de su boca sobre mi hombro, el

suave mordisco que me hizo reaccionar de inmediato, aquel cálido contacto de sus labios

sobre los míos. Era como un sueño; el hombre al que yo amaba se había enamorado de

mí. No encontraba las fuerzas necesarias para rechazarlo, aunque una voz interior me

gritaba: “¡desengáñate, no puede ser!”. Era mi amor, mi primer amor, y estaba dispuesta a

arriesgar y gritarle aquello que él deseaba oír. Tenía la necesidad de ofrecerle mi cariño y

mi vida; lo deseaba con toda mi alma.

Como siempre, comenté con Manola cada detalle de lo ocurrido y nos reímos juntas. Ella

me dijo:

-Polilla, es la primera vez que veo tus ojos brillar tanto como las estrellas.

Fui incluso capaz de bromear:

-Como las estrellas que cuenta el patriarca, ¿no?

-Más o menos.

Y seguimos riéndonos, felices. Manola empezó a especular:

-Polilla, ¿no le has preguntado nada sobre su vida?

-Qué va, me comen los nervios en su presencia; sólo quiero huir por no arrojarme en sus

brazos, colgarme de su cuello y comérmelo a besos para no soltarlo jamás.

-Pues ya tienes tarea para mañana, y no me vayas a decir que no te has atrevido; esto

puede cambiar tu vida. Tú tienes un secreto pero, ¿crees que él no tendrá otros? Lo que

realmente importa es lo que ocurra de hoy en adelante. El pasado no tiene validez. ¿Acaso

crees que él es virgen?

-No, claro que no, pero es un hombre y eso no tiene importancia.

46
-¡Qué asco de vida! -exclamó Manola.

Al día siguiente, decidida a jugármelo todo, fui a su encuentro. Me sentía ligera como una

pluma llevada por el viento, ilusionada y feliz. Salvadora estaba sentada a merced de sus

ojos, de sus pinceles y colores, con cara de impaciencia. A mi artista se le iluminaron los

suyos al verme, y Salvadora soltó un bufido de alivio.

-¡Anda, Polilla, que ya te toca! Y, aquí donde me ves, este señor aún no me ha dejado ver

mi retrato.

-Todo llegará, señora Salvadora… nunca he tenido una modelo más impaciente que usted.

Cuando se fue la capataza, me miró como él sólo sabía hacerlo. Sus ojos color miel me

resultaron tan hermosos y apasionados que me cortaba el aliento.

-Mi querida Polilla, ¿tienes algo que decirme? ¿Hablamos o pintamos?

-Bueno, podríamos hacer las dos cosas, ¿no te parece?

Él miró hacia todas partes y luego me besó sin pedir permiso, pero yo se lo concedí al

devolverle beso por beso.

-Ayer me preguntaste si yo había tenido novio. Y tú, ¿no has tenido ninguna mujer en tu

vida?

-Lógicamente la he tenido, como es natural, pero no era nada serio. He conocido a

muchas mujeres; he tenido modelos con las que me he mantenido ciera relación, es

normal, pero sólo eran nubes de paso, nada serio. También yo sería un pasatiempo para

ellas, como lo habrían sido otros. Pero la vida de un hombre llega un momento que se

encuentra vacía, y no se sabe cómo ni con qué llenarla, hasta que aparece la persona

adecuada, ese alguien especial a quien se llama alma gemela, o como se suele decir: tu

media naranja. Nadie te lo dice, pero tu corazón, al igual que una brújula, te lo indica

claramente. Cuando encuentras a ese alguien y sientes dentro de ti un deseo, desde lo

más profundo de tu alma, de ser atado y privado de libertad para pasar el resto de tu vida

47
a su lado, es lo más hermoso que te puede pasar. Y yo lo he sentido al verte y tratarte,

Polilla.

¡Dios mío, qué experiencia…! La emoción me embargaba cuando su mirada me envolvía,

como el sol cubre los campos cuando los ilumina la luz brillante y limpia de un tibio

amanecer. Sus palabras sonaban en mis oídos como los cantos de los campanilleros a los

oídos de las mozas en noches de ronda.

-¿De verdad te comprometerías conmigo? –pregunté, incrédula.

-Insinuante pregunta… Nunca creí que lo diría, Polilla, porque ninguna de las relaciones

que he tenido me llenaban lo suficiente como para formar un hogar y una familia; pero la

suerte me ha sonreído poniéndote en mi camino. Una mujer como tú, tan hermosa y pura

como la tierra virgen, ni siquiera lo voy a pensar dos veces. Quiero casarme contigo,

cuando tú lo decidas; mañana mismo, si es preciso.

Me acarició la cara pasándome sus artísticos dedos con ternura.

En aquel momento sentí que un espíritu gélido me abrazaba, absorbiendo la calidez de

mis venas.

-¿Te encuentras bien? Te has puesto pálida.

-No me encuentro bien, estoy mareada.

-Por lo visto, provoco en ti un efecto repelente. Estábamos tan bien… y de buenas a

primeras, me dices que tienes que irte. ¿Qué pasa, Pollilla, he dicho algo que te ha

incomodado? ¡Habla, mujer...!

Sus últimas palabras hicieron un efecto en mí mucho más fuerte que su mordisco en mi

hombro. Tomó mi mano, impidiendo mi marcha.

-Dime, mi querida Polilla. No temas nada de mí; seré un esposo que te hará feliz. ¿Cuándo

nos casamos? El señor Suso me dijo que era cosa tuya; que por su parte, como cabeza de

familia, no había ni el menor impedimento.

48
-¡¿El señor Suso?! –pregunté, alterada. Pensé: “¿quién será él para dar consentimiento

con respecto a mí el causante de todas mis desgracias?

Decidí ser valiente por una vez en mi vida; no tenía nada que perder. Y si ganaba, sería lo

más hermoso de mi existencia. Armándome de un valor que no sé de dónde me vino,

hablé con el corazón en los labios, como jamás pensé que me atrevaría a hacerlo. Era mi

vida la que demandaba amor verdadero y poner fin a tanta incertidumbre.

-Te quiero, Felipe, y deseo con toda mi alma casarme contigo; nunca podría decirte con

palabras lo mucho que significas para mí. Eres el primer hombre al que he amado, el único

que me ha besado y ha alterado la paz de mi corazón… pero, antes de dar un paso más,

he de confesarte algo importante para mí. Si después de oír mi versión, mantienes la

misma postura, estará todo resuelto y me casaré contigo.

Él me miraba emocionado, con los ojos brillantes; me tomó por los hombros con intención

de besarme, pero yo lo paré. Cerré los ojos y bajé la cabeza sin ser capaz de mirarlo de

frente; era la única manera de poder contarle aquel problema que amargaba mi existencia

y me convertía en una mujer marcada y adulterada. Y arriesgué cuanto tenía, aunque en

realidad no tenía nada más que ilusiones y un corazón enamorado, lleno de pasión para

aquel hombre. Felipe, nunca me he atrevido a pensar en el amor; desde que era niña

siempre he tenido mucho miedo a los hombres. Un día, cuando sólo tenía trece años, un

tío me violó, y desde entonces mi existencia nunca fue vida. He estado encerrada en mí

misma, creyéndome devaluada y sin ningún mérito como mujer. Ese es todo mi secreto y

mi gran problema. No podía aceptarte sin decirte la verdad. Si después de saberlo sigues

pensando lo mismo, te querré más que a mis propios ojos el resto de mi vida.

Él, pillado por sorpresa, guardó un silencio mortal para mí. Abrí los ojos, levanté la cabeza

y lo miré. Lo hallé con la mirada ausente en la distancia, en un punto indefinido, cabizbajo,

con el semblante roto y una expresión desconocida en su rostro. Aun así, sentí dentro de

mí el valor suficiente para preguntarle:

49
-Felipe, ¿tienes algo que decirme? Contéstame tú ahora. ¿Quieres casarte conmigo?

Él esquivó mi mirada y sólo dijo:

-Lo siento mucho, Pilar; me duele que hayas tenido que pasar por ese trance tan

doloroso para una mujer. No me lo esperaba. Ha sido tan fuerte la sorpresa, que debo

asimilar el golpe y meditar en ello, ahora no podría darte una respuesta; estoy

conmocionado… es lo que jamás hubiese esperado en una muchacha de tu posición.

-Me parece bien que te des tiempo; ahora ya sabes por qué no me dieron marido. Tal

como me dijiste a mí, tienes toda la noche para consultarlo con la almohada.

Todo mi castillo de ilusiones se había derrumbado de pronto. Yo buscaba una palabra de

consuelo, un abrazo de amparo, un gesto de aliento, todo aquello que nunca tuve. Pero su

silencio embarazoso me hirió en lo más profundo de mi ser. Lo entendí tal como era: un

rechazo en toda regla, aunque aún albergaba la esperanza de que recapacitara sobre ello

y no le diera importancia a mi desgracia.

Él deseaba una mujer virtuosa como una tierra virgen para formar un hogar. Y yo no daba

la talla. Fue curioso: por primera vez, ante mi problema me sentí fuerte, lo suficiente como

para mirarlo de frente una vez más y decirle algo que realmente pensaba en aquel

momento:

-Te mereces todo lo bueno que deseas y mucho más, eres un hombre extraordinario.

Pero, ahora me vas a perdonar, he recordado algo.

Esta vez no intentó impedir mi marcha.

Me alejé con el alma rota ante su decepción y la mía. Sentí una tormenta desgarrada

dentro de mi pecho, y un chaparrón de lágrimas que subía por mi garganta con la fuerza

de un dique roto. Temí que de mi corazón brotaran canales de sangre. Corrí escaleras

arriba hasta alcanzar mi habitación. Enseguida llegó Manola, porque ella se mantenía

vigilante; y después de contarle, entre hipidos incontrolados y lágrimas amargas, mi triste

50
experiencia, como de costumbre lloré en sus brazos hasta quedarme dormida por tiempo

breve.

Aquella noche, hablando conmigo misma sobre mi almohada, tomé una resolución: opté

por no volver a verle. Estaba dolida en lo más profundo de mi ser. La costra que cubría mis

antiguas heridas se había desprendido brutalmente, y recordé la total crueldad de aquella

noche maldita. Volví a rememorar el día en que Suso segundo hizo aquel trato en

presencia de todos, humillándome hasta la saciedad.

A pesar de todo, aún no perdía la esperanza de que recapacitara y al día siguiente se

disculpara commigo y reiterara su amor por mí y el deseo de casarnos. Lo hubiese

comprendido y perdonado; le quería demasiado como para guardarle rencor por su

reacción ante algo relevante para una mujer dentro de nuestra sociedad y que él no

esperaba.

Pero no fue así. A los dos días, zanjó el trato que tenía con el patriarca, dejando mi retrato

a medio terminar, y preparó su equipaje.

Estaba destrozada, aunque procuraba que no se me notara. Manola me apremiaba

insistente y una vez más tuve que confesarme ante ella: era imposible ocultarle algo, me

conocía demasiado bien. Ella me aconsejaba:

-Ve y habla con él, cuéntale la verdad: dile quién fue tu agresor, pero no le dejes marchar.

Es tu primer amor, Polilla… lucha por él.

-Manola, ¿no te das cuenta de lo humillada que me siento? Él ha tenido tiempo de

pensarlo y rectificar, y no lo ha hecho. Cuando, en una situación así, alguien no te

responde, ya te ha contestado. No me quedan fuerzas; si hiciera lo que me aconsejas y él

me rechazara, me sentiría hundida para siempre. Cuando lo vea salir por el portal de Los

cañaverales, dejaré de pensar en él. La distancia es el bálsamo para el olvido, y volveré a

recuperar la paz.

51
Él se marchó. Era un hombre con mucha experiencia de la vida, y con su silenciosa

respuesta hizo que me sintiera una vez más despreciada, pero no insegura. Fue mejor así.

Cristel se compadeció:

-¡Polilla, qué historia tan bella… y qué pena, un final tan triste! ¿Lo olvidaste, Polilla?

-No. Ten en cuenta que era la primera vez que me enamoraba. Lo pasé muy mal cuando

empecé a cavilar sobre el alcance insoluble de mi situación. Era una muchacha de veintiún

años, en plena flor de mi vida, y tenía que aceptar ser un desecho humano sin haber

hecho mal a nadie, yo, que era la victima, mientras mi verdugo no tenía que temer ninguna

consecuencia porque era hombre, señor y dueño. Momentáneamente sufrí un bajón y me

abandonaron las fuerzas, azotada por la impotencia. Me hundí por completo en un pozo de

oscuridad, pero esta vez fue distinto: llevaba conmigo la rebeldía y un afán de justicia

humana y divina, que era lo único a lo que podía apelar. Manola y Salvadora me hicieron

ver que el problema no era nuevo, sino el mismo de siempre. Alguien a quien amaba me

había hecho un recordatorio inaceptable. Salvadora me hizo reaccionar con sus palabras:

-Polilla, estoy orgullosa de ti; has sido capaz de afrontar tu problema ante otra persona por

primera vez. Nada tenía y por lo tanto nada has perdido. Pero lo que has hecho demuestra

capacidad, valor y madurez. Eres una mujer valiente. Y la respuesta de él, estando según

él enamorado de ti, me dice que es un cobarde. Si te hubieses casado con ese hombre, te

habría fallado en cualquier momento. Ha sido mejor así.

Ambas me ayudaron a encontrarme conmigo misma, a sentir respeto por mi persona.

Manola, casi meditando, recitó en voz alta:

-¡Polilla, son normas sociales! Tendrías que ser alguien excepcional para enfrentarte a

ellas. Yo no esperaba una reacción así en este hombre. Creo que hemos valorado

demasiado a la persona. Como artista es indiscutible, pero como ser humano no ha sabido

llegar hasta donde creíamos que lo haría. Nadie es perfecto, Polilla.

Estas palabras me fortalecieron.

52
Manola estaba tan nerviosa como yo ante la injusticia que sufríamos las mujeres, y se

paseaba por la habitación como un animal enjaulado con las manos en las caderas

gritando.

-Tú has probado suerte, estabas en tu derecho y has encontrado falsedad: el mundo en

que vivimos le da al varón tantos derechos, que hace de los hombres seres insensibles,

los cuales exigen de la mujer méritos que ellos no tienen ni por asomo… Nos usan como

papel secante para absorber sus excesos. Creéme, nosotras merecemos mucho más.

Espero que llegue el día, aunque yo no pueda verlo, en el cual las mujeres podamos decir:

“¡Esta boca es mía, y hablo por ella lo que me da la gana!”, “¡este cuerpo es mío, y lo

utilizo como quiero!”, “tengo un cerebro y pienso”… “tengo un corazón y siento”… “tengo

derechos, porque soy un ser humano”…

Manola se tiró en el sofá tapándose la cara, y lloró su dolor y el mío porque eran análogos.

Habían pasado dos meses de mi mala experiencia, y yo casi me había repuesto. Un día,

inesperadamente, Manola entró en mi habitación jubilosa, diciéndome:

-¡Polilla, agárrate! ¿Quién crees que está en el salón, preguntando por ti, esperándote?

-¡Habla, Manola! No tengo ni la menor idea.

-Felipe, que quiere hablar contigo.

-¿Está ahí abajo?

-Sí, Polilla… Quizás nos precipitamos al juzgarlo; creo que ha recapacitado, le veo

arrepentido.

Me invadió una sensación indescriptible; tardé unos minutos en procesar aquella noticia.

Pensé que tal vez deseara darme una explicación para no terminar tan mal conmigo, o

quizás me dijera que era demasiado joven para él, por encontrar una forma de quedar bien

con la familia. En fin, fuera lo que fuera, deseaba hacerle frente y pasar página de un

capitulo que me había enseñado mucho. El zarpazo recibido, aunque era de esperar, me

había fortalecido, y en unos meses me convertí en una mujer madura interiormente, en

53
una verdadera mujer. No sé qué ocurrió dentro de mí, pero en ese momento me sentí

poderosa y combativa. Manola me miraba silenciosa, expectante, aguardando una

reacción en mí, una respuesta.

-Dile que espere. Bajo en unos minutos.

Me invadió una extraña relajación; no sufrí perturbación ni sobresalto. Fui a mi habitación y

me tomé mi tiempo. Por inercia, me puse un traje celeste que acababan de hacerme para

ir a misa los domingos, arreglé mi cabello, me puse polvos perfumados de arroz en cara y

cuello, y pinté mis mejillas y mis labios con pétalos rojos de los geranios del balcón; por

último, abrí un perfume que me habían regalado, toda una novedad, llamada “Madera de

oriente”: derramé un abundante chorrito sobre mis manos y la distribuí por mi cuerpo. Me

sentía un poquito recargada y sonreí.

Bajé las escaleras como lo haría una reina. Al pasar junto al gran espejo, miré mi imagen y

me encontré guapa. Iba tranquila y segura de mí misma. Entré en el salón bajo su atenta

mirada y no me puse nerviosa, no me sentí afectada en absoluto. ¡Lo había superado!

Él al verme se levantó caballerosamente, y se acercó sonriente con la clara intención de

besarme. Sin embargo, su mirada no me inquietó ni me me parecieron tan bellos sus ojos;

mantuve las distancias tendiéndole la mano sonriente, él quiso besármela pero yo la retiré.

Hacía años que me encontraba anímicamente baja de moral e insignificante a todos los

niveles por los ultrajes padecidos, pero en aquella ocasión algo inexplicable a mi entender

estaba ocurriendo en mi metabolismo, tal vez un ataque controlado de dignidad. Sonriente,

le ofrecí hospitalariamente asiento con agrado, incluso me esforcé por ponerle a mis

gestos una pizca de gracia:

-Por favor… siéntate Felipe, no me gusta hablar de pie. Me ha sorprendido tu visita, ¿qué

te trae de nuevo por aquí?

54
Él respondió con una risilla nerviosa. Se le notaba contraído e inseguro, algo inusual en su

persona.

-Tal vez… el lienzo que dejé a medio terminar… que no me deja dormir tranquilo.

-Pues relájate, amigo, a mí me encanta tal y como está.

-Polilla, te encuentro… muy cambiada, con un brillo especial; yo diría que er as una niña y

te has convertido en una mujer preciosa.

-¡Oh, Felipe! Cómo se nota que tienes ojos de artista: ves un poco más allá que otras

personas… Es verdad, yo también me encuentro distinta: he madurado.

Este pequeño diálogo le dio la confianza necesaria para retomar la conversación con su

habitual desenvoltura.

-Verás, Pilar, no sé por dónde empezar. He estado pensando en nosotros estos dos

meses; he recapacitado sobre lo que me dijiste, estuve muy torpe y no sabía por dónde

entrarte para pedirte disculpas. Incluso fui al encuentro del señor Suso tercero, y hablé con

él de hombre a hombre mientras tomábamos unas copas. Fue sincero conmigo y me

confesó que él había sido tu agresor, y agregó que ocurrió un día de borrachera, por celos

y por revancha hacia su padre. Me aseguró que eres una gran persona, y que jamás se

perdonaría lo que hizo. Me explicó con detalle quién eres, una heredera de su padre igual

que él. Ese hombre está destrozado por su acción, y no me extraña.

-¡No me digas! Pobrecito, qué pena…

-Pilar, siento mucho haber tenido una respuesta tan mediocre. Yo sigo sintiendo lo mismo

por ti. Y estoy dispuesto a pasar por alto el hecho de que no seas virgen… al fin y al cabo,

eras una niña y no pudiste evitarlo.

Me eché a reír abiertamente, mientras respondía:

-Creí que ibas a decir: “De todas formas, es un cacharro de mujer: tarde o temprano tenía

que romperse”…

-Mejor que lo tomes así; en realidad, carece de importancia.


55
Lo encontré tan ridículo que sonreí. Y me vi tan por encima de aquella persona como no lo

había estado jamás con nadie. Comprendí lo vulnerable y efímero que llega a ser un

enamoramiento; al fin y al cabo, Cupido está representado por un niño con los ojos

tapados. Aquel hombre, que hacía nada de tiempo lo significaba todo para mí, de pronto

me pareció patético; ese sentimiento me resultaba muy familiar. Me reí en su cara ante su

ridícula indulgencia y su perdón generoso. El hombre se sentía altruista al perdonar mi

defecto. Si había sido el jefe mi agresor y yo era una heredera de la casa Sanjuán, el

hecho carecía de importancia.

Estaba tan relajada que no dejé de sonreír. Noté que mi actitud segura le ponía nervioso.

Yo seguía sonriendo, porque así lo sentía, como si me estuviese contando algo agradable.

Y no fue una impostura: me comporté con la naturalidad que me inspiraban mis

sentimientos.

-¿Qué más te contó el patriarca, Felipe?

-Lo que te he dicho, ¿te parece poco? Comprendo que no quisieras descubrir la identidad

de tu violador. Aunque fuera en estado de embriaguez, es un hecho muy grave… y te

repito, Polilla: estoy dispuesto a pasarlo por alto, porque está más que prescrito, y yo te

amo.

-¿Para quién ha prescrito, amigo? Yo sigo sufriendo las consecuencias. Las violaciones

son como los crímenes de guerra, no prescriben nunca, no se olvidan mientras haya un

corazón herido que lo recuerde. Felipe, sólo han pasado algo más de ocho años. Para mí

siempre será un acto inquisitorial. Forzar a una criatura, cualquiera que sea su edad, no es

una palabra que se escribe en la orilla de una playa y se borra al pasar la ola. Es una

herida en la mente y en el alma que degrada, no sólo a su autor: es una maldad tan grave,

que alcanza al ser humano en general; quien no lo condene como merece, es tan culpable

como el agresor. Para mí, lo que ese señor me hizo es un crimen, un muerto que arrojó a

un pozo… y él, como criminal, siempre sentirá temor de asomarse a ese brocal. Una
56
agresión así a una mujer, más si es una criatura de trece años, no tiene perdón ni olvido.

La muerte es la única condena justa.

-También yo estuve pensando durante este tiempo trascurrido desde tu marcha. Creo que

Suso tercero no tenía ningún derecho de hablarte sobre mi vida privada. No me importa en

absoluto su opinión. No es mi cabeza, cuento con la mía propia. Nuestro padre me dejó

libertad de acción al hacerme heredera en vida. Cuando quiera tomar una decisión, no me

hará falta su parecer; al fin y al cabo, no es más que un pobre hombre desgraciado y

enfermo. Jamás le he deseado nada malo a nadie, pero confío en que Dios sabe lo que

hace. ¿Sabes? Es curioso, pero agradezco a la vida haberte encontrado en mi camino,

Felipe. Gracias doy, sí, por haberme atrevido a abrir mi corazón a otra persona… es como

si se hubiesen ampliado mis horizontes por primera vez desde hace muchos años. Cuando

era niña no conocía límites, tenía tal seguridad en mí que asombraba a propios y extraños.

Ya ves, Suso tercero me envidiaba a muerte y yo no lo sabía. Ahora, gracias a ti vuelvo a

sentirme segura de mí misma, muy virgen y limpia, y si no lo soy tampoco lo necesito ni

me preocupa lo más mínimo: hay muchas formas de ser mujer íntegra, y yo lo soy. En

ningún momento he pedido la intervención ni alabanza del patriarca, y por supuesto,

tampoco necesito tu indulgencia perdonándome la vida.

-Querida, no lo interpretes así, te juro que no era esa mi intención.

-Ya, como te decía, Felipe: he pensado mucho en estos dos meses. De algo me ha servido

el tratar por primera vez con un hombre, aunque nuestra relación se haya quedado como

mi retrato: a medias.

-Pilar, no tiene por qué quedarse a medias; estoy aquí para reanudar nuestro amor,

terminar el retrato y convertirte en mi única modelo para siempre. No sabes cómo me

agrada haberte quitado un peso de encima, un peso que no merecías llevar. Eras una

criatura inocente. Como te he dicho, he pensado mucho en ello y quiero ofrecerte cuanto

tengo en la vida.
57
-Ya somos dos los pensadores, Felipe… y me pregunto: ¿qué podrías ofrecerme tú que yo

no tenga?

-Amor, Polilla, todo mi amor.

-Felipe, siempre pensé que la buena formación, la educación y el tacto iban unidos. A

veces es así, pero no necesariamente. Estuve cavilando en aquel día; durante uno de

nuestros apasionados paseos al atardecer, me dijiste algo que no he olvidado: “Me

encantas Polilla, a mí me gustan las mujeres jóvenes”. ¡Cómo tonto! Después de

marcharte, pensé en ello y me dije: “¡Este hombre creerá que las mujeres jóvenes somos

tontas y los preferimos viejos!

-¡Por Dios, Polilla! ¡Es que tú interpretas las cosas de una manera…! A veces, a las

mujeres le gusta la experiencia…

-Sí, hombre, lo entiendo, pero eso lo dicen algunas mujeres cuando encuentran en el

camino algún millonario. Algo tienen que alegar para justificar su elección. Felipe, en ese

tiempo (que me parece lejano, aunque sólo hayan pasado dos meses) yo estaba

predispuesta a amarte antes de que llegaras: eras mi primer amor. Tú atacaste fuerte y me

pillaste desprevenida… fue un conjunto de cosas que favorecieron al romance. Gracias a

ti, he aprendido a quererme y he dejado a un lado mis rancios complejos, sin necesidad de

que ningún tío tenga que colocarme su etiqueta para ser considerada apta. Me he mirado

al espejo y la imagen que me devolvió, me dijo entre otras cosas: que soy una mujer

guapa, rica y joven. Jamás hice daño a nadie, y por condición nací señora hacendada. Es

verdad, me enamoré de ti, creo que fue consecuencia del acercamiento. ¿Sabes? Admiro

mucho tu trabajo, pero has reaccionado tarde. He llegado a una conclusión: no eres lo

bastante bueno como para casarme contigo. Reconozco que fue una experiencia

agradable, dejémoslo en una amistad, digamos… transitoria. He meditado mucho en lo

que podía haber sido y no fue. En realidad, pensándolo con la mente fría, la verdad queda

patente en nuestro aspecto: eres muy viejo para mí.

Me levanté y, mirándole su cara descompuesta, le solté:


58
-Por ahí fuera te estará esperando el patriarca para tomar unas copas. Adiós, Felipe.

Gracias por tu amable visita, ha sido un placer volver a verte.

Esta vez le dejé sin saber qué decir. Le di la espalda y subí las escaleras tal como las

había bajado.

-¿Sabes, Cristel? Hay hombres, que tienen muy mal perder: están acostumbrados a ganar

siempre ante las mujeres y decir la última palabra. Aquel perdonavidas pasó a ser un

recuerdo agradable, y algo bueno me dejó: saber lo que se siente cuando se ama, pero no

lo consideré digno de mí. Era un charlatán con gran facilidad de palabra, un engreído,

porque alguien le habría dicho que era guapo y su ego personal superó al artista. Y, como

todo el que se coloca a sí mismo en un pedestal, se perdía como el pez: por su propia

boca. A partir de entonces, me fortalecí, me acepté y me amé, haciéndome una promesa:

jamás consentiría que mi vida fuera opinable ni sometida a juicio. Recordé las palabras de

la Señora: que las mujeres no habíamos podido participar en la elaboración de las normas

y las leyes en la sociedad, pero si permanecíamos solteras, éramos dueñas de nuestras

vidas… Y, como puedes ver, me convertí en una solterona. Es cierto, tuve un debut difícil

en mi vida, dentro de nuestra sociedad era imposible para una mujer superar mi estado, ni

nadie me ayudó a hacerlo, porque no era posible. No estuve dispuesta a volver a declarar

delante de un tío mi problema: mantuve mi dignidad a flote.

Manola, que a vista de pájaro parecía la más afortunada en el amor, fue mi más claro

ejemplo. Por arriesgarse a querer, lo pasó peor que nadie. Y a partir de su fracaso, y su

posterior liberación seis años después, nos convertimos en dos bloques de hielo con

respecto a los hombres. El mundo en el que vivíamos no nos permitía hacer otra cosa.

Hemos permanecido encerradas en nosotras mismas, y ella igual que yo echó mano al

corcho.

-Por Dios, señoras, siempre creí que mi experiencia había sido lo peor, de lo peor -dijo

Cristel. -Ahora me doy cuenta de que ser mujer y andar por el camino de los Susos,
59
aunque sea de paso, te marca para el resto de tu vida: es como si entraras en una

carbonería con un traje blanco; aunque sea de refilón, te manchas.

-Sí, así es, Cristel -aseguró Manola. -Bienvenida al club.

-Yo entré en el club, pero me fui a tiempo y, gracias a Dios, he conocido el amor

verdadero. Tengo dos hijos varones, y espero recuperar a Susana. Mi marido es

maravilloso. Ya me apremian las ganas de que conozcáis a la familia que os espera,

porque ellos cuentan con vosotras. Hablamos mucho de este lugar. Mis padres recuerdan

los días tan agradables que pasaron aquí, a pesar del contratiempo que l es trajo. Es

curioso, pero mis hermanas jamás han vuelto a España después de aquello. Para ellas fue

muy traumático lo que les hice pasar. Luego, ocurrió todo muy precipitadamente y los

acontecimientos se sucedieron vertiginosos, uno tras otro. Creyeron que me perdían y se

consideraban culpables. ¡Pobrecitas! Mis padres decidieron dejar correr el agua hasta que

yo pidiera auxilio (porque estaban seguros de que ocurriría), dejarme tocar fondo: era la

única forma que veían de recuperarme. Reconozco que tenéis razón: aunque me escapé

de este enrejado espinoso, de alguna manera permanecí todos estos años dentro del club,

bien atrapada; lo pasé tan mal, que jamás lo he podido sacar de mi mente. Puedo

comprender mejor que nadie lo que significa ser mujer de un Suso, aunque fuera durante

un corto espacio de tiempo.

-Cristel, ahora nos entenderemos mucho mejor -aseguró Manola. -Hemos decidido

contártelo, para que no dejes en el olvido a Susana e intentes, al menos, que ella rompa la

maldición. Fue inevitable que, a través de su desgraciado matrimonio, probara la hiel

familiar en su propia piel. No podíamos explicarnos qué veía en aquel hombre; tal vez las

ganas de no depender del padre que la trataba con tanto esmero, que parecía que la niña

era de cristal. Era ayudante de veterinario, eso sí, muy guapo. Le dijimos mil veces que no

era apropiado para ella. Pero no hubo manera: no veía más que por sus ojos, y nosotras lo

entendíamos. Menos mal que duró poco tiempo; dentro de lo malo, eso tiene que

60
agradecerle a su padre. Tanto Manola como yo deseamos que haya sido la última porción

amarga de su vida. Cristel, lo dejamos en tus manos. Nosotras, ya puedes ver, ninguna de

las dos fuimos capaces de encontrar una la salida por donde escapar. ¿Cómo vamos a

ayudar a Susana? A ver si tú puedes influir en ella para que venda esta maldita finca y

tarde o temprano se vaya contigo. Aquí nada tiene que hacer con dos viejas, un loco y el

mal precedente de su familia, cuatro generaciones de negreros rateros de inocencia.

Solamente mencionar el nombre de “los Cañaverales” basta para que la gente toque

madera, y digan: ¡lagarto, lagarto!

Polilla dijo, preocupada:

-La niña tendrá que deshacer muchos nudos para desprenderse de todo lo que le ata a

esta finca y a esta saga de campos y ganados.

-No os preocupéis, soy su madre y lo intentaré. Ella es una chica inteligente y al final

comprenderá que lo que hay aquí son recuerdos tan amargos como el agraz, que nunca

generará felicidad ni vida para una mujer joven.

Polilla apuntó:

-Susana no reaccionará hasta ver qué pasa con su padre. Me consta que, al igual que

nosotras dos, no le dejaría por nada del mundo. Cristel, el campo es como la sangre, tira

mucho.

-En ese aspecto lo tiene difícil -aseguró Manola. -Susana es una mujer muy responsable y

se encuentra sujeta a tres viejos a los que quiere, y a una finca que representa mucho

para ella. Habrá que tener paciencia, y darle tiempo al tiempo. No es fácil dejar atrás

doscientos años de historia, desde su tatarabuelo don Antonio de la Torre, el endiosado.

Suso primero el norteño lo entendió, pero dejó a su hijo a expensas del abuelo. Hay varias

vida que impregnan estas tierras en corto espacio de tiempo. Ella es la quinta generación,

y siempre se ha sentido orgullosa de su dinastía, con sus errores y aciertos. Lo está

pasando muy mal desde que empezó a destaparse la caja de los truenos familiar.

61
-Si, abuelas, me hago cargo de lo que mi hija lleva sobre su espalda. Creo que Susana

tiene ante sí un nudo gordiano con carreta y buey, con muchos cabos imposibles de cortar.

Hará falta algo más que un Alejandro con su espada para que ella se sienta liberada.

62
Capítulo XXI.

Susana acudió, como de costumbre, a su visita semanal a su padre. Esta vez las abuelas,

dejándose llevar, aceptaron el consejo de Cristel: había que darle un giro vertiginoso a los

asuntos de los Cañaverales, para ayudar a la heredera a superar los sabores rancios y

cargados de dificultades que le habían legado sus ancestros.

Polilla y Manola decidieron acompañarla. Deseaban abrazar a Suso, aunque les costaba la

misma vida verlo encerrado y atado a un asiento.

Como no podía ser de otra manera, allí estaba Suso Sanjuán cuarto, sentado en su silla de

ruedas en el jardín.

En principio, para ambas partes resultó impactante, también muy emotivo e incluso

positivo el encuentro de Suso con sus dos madres, como él las llamaba. Lo encontraron

relajado y envejecido, con la apacibilidad propia de un tratamiento intenso, lo cual no

impidió que reconociera al instante a Manola y a Polilla, aflorando las lágrimas a sus ojos.

Pasados los primeros momentos de intensa emoción, Suso preguntó con voz apagada:

-Es muy gratificante para mí que hayáis venido; lo necesitaba. ¿Ya se fue la extranjera?

-Papá, no hablemos de eso… las abuelas están aquí porque deseaban verte abrazarte y

charlar contigo un ratito, y no es el momento de crear tensiones. A mí me pareció bien,

incluso creo que será bueno para todos que estas visitas se repitan con frecuencia a partir

de ahora.

-Tienes razón, Susana; de ahora en adelante, yo deseo colaborar en facilitar las cosas.

Creo que lo estoy poniendo muy difícil, y no es justo. Pero ahora debes ir a hablar con los

médicos; tengo entendido que tienen algo que decirte. Y nosotros aprovecharemos para

ponernos al día. Quiero hablar en privado con mis dos madres.

63
Susana se alejó y entró en el centro con avispas en el estómago, sin imaginar qué tendrían

que decirle después de que su padre confesara sus crímenes abiertamente. Podía esperar

cualquier cosa.

El doctor al verla se levanto cortésmente, adelantándose para saludarla.

-¡Señora Susana! La hemos llamado porque no quería dejar pasar la oportunidad…

-¿Qué ha pasado, doctor?

-No se preocupe, es algo bueno. Susana, aunque le parezca mentira, por primera vez he

podido mantener una corta pero coherente conversación con su padre. Fue él quien lo

pidió. Ha decidido colaborar con nosotros para recibir ayuda. Estaba muy preocupado por

lo que hubiese podido decir aquel día que perdió los estribos. Pero logramos tranquilizarlo

diciéndole: “Suso, no tiene nada de que temer, lo importante es que converse con sus

médicos y se abra. No es bueno que esté siempre contraído y encerrado en sí mismo

después de tanto tiempo en el centro”. Y nos sorprendió su respuesta: “Doctor, sé que la

madre de mi hija explicó muchas intimidades familiares; pude oír algo y puse atención en

atar cabos, pues no estaba dormido. Yo también tengo mi propia versión y no permito que

nadie airee mi vida privada y la de mi familia.

-Suso, hoy tengo que atender a otro paciente, pero mañana te prometo que hablaremos; lo

estoy deseando, y sabemos que el desahogarte será fundamental en tu recuperación.

Susana, como puede suponer le dimos ese margen de tiempo para comunicarle la petición

de su padre; teníamos que contar con su consentimiento.

-Pues lo tiene, doctor: quiero lo mejor para él, y si está dispuesto a colaborar con el equipo

médico, me parece fantástico.

-Bien, quiero dejarle claro que, si él cuenta alguna cosa que la familia considere

confidencial, y él nos pide que guardemos en silencio el contenido de su confesión,

tendremos que respetarlo, incluso respecto a usted.

64
-Por supuesto, doctor, en casa sólo deseamos que mejore, y si él confía en ustedes y logra

sacar lo que lleva dentro que tanto le atormenta, podría ser un paso importante, si no para

un restablecimiento total, tal vez para una mejora. ¿No cree?

-No le quepa la menor duda de que será así. Se ha decidido porque, al parecer, escuchó

algo de la conversación que mantuve con la señora Cristel. Creímos que estaba dormido y

no era así; su padre es un hombre de cuidado: de algo le ha servido tantos años en la

legión. Por lo visto, él desea dar su propia versión de los hechos. Creo que por ahí van los

tiros.

-Pues si la visita de mi madre le ha servido para que reaccione, bendito sea.

-Eso era todo lo que deseaba decirle. Toda vez que usted está de acuerdo, empezaremos

con él una nueva terapia, dejándolo a su aire, sin forzar la situación. Intentaremos que

como paciente se sienta a gusto. Ya le iremos informando sobre la marcha, si no se

arrepiente.

Cuando Susana se acercaba hacia el grupito formado por su padre y las abuelas, Manola

decía:

-Sí, hijo, pórtate bien y colabora con los doctores, a ver si te dejan volver a casa con

tratamiento.

Una enfermera la abordó y se saludaron y charlaron. Aunque Susana no pudo oírlo,

Manola hablaba con cariño:

-Eso sería estupendo, Suso. Te cuidaríamos como cuando eras pequeño, y tú nos

cuidarías a nosotras, que también lo necesitamos. La niña tiene mucho trabajo, no sólo en

la finca, también por fuera. Esta criatura nos ha salido muy luchadora.

-Os voy a hacer una pregunta y quiero que seáis sinceras conmigo: ¿es bonita nuestra

niña?

-¡Por Dios, Suso! ¿Es que no la ves? Es preciosa y muy hermosa, además de buena e

inteligente. ¿Por qué dices eso?

65
Suso se echó a llorar.

-Siento en el alma haber dicho que mi hija era fea. No sé por qué razón se me metió eso

en la cabeza; tal vez porque se parece a mí.

-No te preocupes, Suso, no llores -añadió Polilla. -Tú sabes, hijo, que en tu cabeza

algunas veces andan muchas cosas sueltas que no son ciertas. Pero cuando se acerque,

mírala bien, con los ojos del alma, y te darás cuenta de que tienes la hija más linda del

mundo.

-Será que siempre decíais que se parecía a mi abuelo y a mí, y yo me consideraba tan feo,

que creí que mi hija también lo era.

En aquel momento llegó la heredera de la casa Sanjuán, y vio los ojos húmedos de su

padre.

-Pero, ¿qué pasa aquí? ¿Estás llorando, Papá?

-No, hija, se me ha metido una brizna en el ojo.

Suso miró a su hija detenidamente: ella se inclinó y le acarició la cara:

-¿Qué pasa, papá? Deberías estar alegre: tus madres han venido a verte, y no todo el

mundo tiene la suerte que tenemos nosotros, ¡dos madres para los dos solitos! Y a tu edad

es difícil tenerlas vivas y tan sanas como ellas.

Él tomó la cara de Susana entre sus manos, mientras que las lágrimas rodaban por su

cara.

-Hija mía, siempre estuve tan loco, que no me había dado cuenta de lo guapa que eres.

-¡Papá, me vas hacer llorar a mí también! ¡Eso no me lo habías dicho nunca! Al contrario,

siempre me creí fea porque tú, que tanto me querías, me lo dabas a entender.

-Estaba equivocado, Susana: eres preciosa. Por una vez en mi vida, voy a ser sincero: me

lo hizo ver la extranjera. Con mucho genio, me dijo que no te parecías a mí ni un pelo, sino

a ella y a su familia. Y, a pesar mío, tengo que reconocer que ella es muy hermosa.

Perdóname, Susana.
66
-Papá, por Dios… me parezco a los dos, y me siento orgullosa de ello. ¿Qué, habéis

charlado mucho? Supongo que sí; hacía tiempo que no os veíais.

-Sí, hija, hemos hablado. Pero, dejando eso aparte, quiero que sepas algo: estuve

meditando seriamente en mis momentos de lucidez, porque el nuevo tratamiento me está

haciendo buen efecto. Yo estoy poniendo de mi parte: he decidido esforzarme y no

escuchar la voz de mi fantasma, como tú me has aconsejado tantas veces, Susana.

Quiero colaborar con los doctores.

-Me lo han dicho, papá, y me parece una decisión extraordinaria que me ha hecho muy

feliz. Lo que tú sueles escuchar y ver, tus fantasmas, sabes de sobra que no existen; un

hombre inteligente como tú no puede dejarse llevar toda una vida por una fantasía: por real

que te parezca, no deja de ser una alucinación motivada por una enfermedad. No tienes

que preocuparte por nada. Los doctores son muy comprensivos, y agradecen tu

colaboración. Esta respuesta era algo que desde hace tiempo esperaba de ti. Eres todo

un señor (con tus defectos y virtudes, como todo el mundo), aunque, eso sí, muy

impulsivo. Sabía que algún día ocurriría: esa era mi esperanza y, mira por dónde, se ha

realizado.

-También me lo hizo ver la extranjera -declaró Suso.

-¿Tu ves, papá, como las cosas fluyen pacíficamente cuando somos comprensivos con los

demás? Tengo la ligera impresión de que va a empezar una nueva etapa en Los

Cañaverales de los Susos. Las cosas siempre pasan por algo. Papá, la extranjera, como tú

la llamas, es una señora con un corazón que no le cabe en el pecho: no guarda rencores,

ni amarguras pasadas. Ella viene en son de paz y con buenas intenciones. Hemos de

reconocer que ha puesto alivio en nuestras heridas y no debemos desaprovecharlo. Esta

va a ser la mejor etapa de nuestra saga familiar, estoy segura.

67
Suso Sanjuán avanzaba por el pasillo del hospital lentamente, ayudado por dos

enfermeros pero sin silla de ruedas, tal como le habían ofrecido en innumerables

ocasiones y él había rechazado.

Un enfermero abrió la puerta. El médico estaba sentado en su sillón de alto respaldo,

repasando unos papeles tras la mesa. Al ver a Suso, se levantó y salió a su encuentro,

saludándole con las manos extendidas y una amplia sonrisa.

-¡Suso! Siéntenlo aquí, junto a mí -dijo, señalando uno de los cómodos sillones de la

pequeña salita. -¡Qué bien, Suso! Así me gusta, que le des trabajo a las piernas, ¡es muy

importante el ejercicio físico!

A continuación, arrastró el sillón y tomó asiento enfrente del enfermo.

- Suso, hoy no hablaremos como médico y paciente: vamos a intentar que sea una reunión

entre dos amigos que tienen mucho que decirse. Vosotros ya os podéis marchar. Llamaré

cuando os necesite.

Los dos enfermeros salieron.

-Suso, quiero que te sientas a gusto. Cuéntame lo que desees, lo que consideres que te

hace daño interiormente guardándolo para ti solo. Es imprescindible la comunicación entre

los seres humanos, y sobre todo entre médico y paciente. Suso, hace mucho tiempo que

te escondes detrás de tu silencio, algo muy perjudicial para tu salud. Me consta que eres

un hombre bien preparado intelectualmente y, por lo tanto, sabes bien que el médico y el

abogado cumplimos la misma función de un confesor: lo que hables conmigo, si es tu

deseo no saldrá de esta sala.

-Pues sí, doctor, parece que me ha leído el pensamiento. Eso precisamente iba a pedirle:

que lo que hablemos, quede entre usted y yo. -Suso estiró el cuello y afirmó, con cierta

importancia: -Usted ha dicho bien, doctor: hice dos años de derecho antes de ingresar en

el ejército. Allí tuve la oportunidad de continuar y terminar la carrera. El abogado de la

familia era amigo de mi padre y, a falta de mi progenitor, él ocupó su lugar, entre comillas,
68
claro. Israel me ayudaba en mis estudios. Yo, al verme en el ejército con tanto trabajo por

delante y sin él, me aburrí. Había otro motivo… mi cabeza estaba embotada y no me

encontraba con capacidad para seguir estudiando. Cuando entré en la legión, me sentía

enfermo. No era una enfermedad al uso. Mi cabeza me jugaba malas pasadas, y veía

cosas que aún me persiguen hoy en día: veo personas que no existen, pero que siguen

influyendo en mí. Con usted no voy a disimular que no estoy loco; sé que estoy como una

regadera, doctor. También sé que la madre de mi hija le ha puesto al corriente de muchas

cosas, lo cual me pareció en un primer momento de un atrevimiento imperdonable. Pero,

según van transcurriendo los acontecimientos, creo que incluso voy a tener que

agradecérselo.

La conversación que mantuve con ella me sacó de quicio, y cuando pierdo el control me

transformo en el animal que llevo dentro. Doctor, si callo es para que no me tomen por loco

de remate…

-Suso, eso de loco, que tanto repites, son términos que no usamos en medicina,

vulgaridades que se dicen por ahí, como otras tantas cosas.

-Doctor, le aseguro que intento ser razonable y lucho contra mis propios fantasmas, esos

que me hacen ver lo que no existe, y toman forma y vida en mi mente fantasiosa, como

suele decirme Susana. Celebro no haber matado a la madre de mi hija, y que todo haya

quedado en una alucinación de mi mente enferma.

-Hubiese sido muy lamentable, amigo. Así que hace bien en aprovechar la oportunidad

que la suerte le ha brindado.

-No quiero perder a mi Susana, ni hacerle daño. Hay momentos en que no soy yo. El que

está dentro de mí me ordena.

-Cuéntame eso Suso, me interesa. ¿Quién está dentro de ti?

69
-El marido de mi madre… soy consciente de que es una locura… yo lo maté con mis

propias manos. Pero esa cosa, no sé cómo se las apaña para permanecer en mí,

torturándome día y noche; no encuentro la explicación, pero le juro que es así. Empezó a

irrumpir en mis sueños al cumplir los quince años; cuando seis años después dejó de

existir, creí que me había deshecho de él, pero no fue así. Él me visita con frecuencia, me

insta a hacer cosas e incluso lo que no quiero. Doctor, yo quisiera recuperar la normalidad,

pero algo en mi cabeza no funciona adecuadamente.

-Suso, creo que esta conversación te va hacer mucho bien. Cuando guardamos en secreto

cosas graves, nosotros mismos las magnificamos haciéndolas una bola que va

engordando cada día. En cambio, cuando compartimos con otras personas lo que para

nosotros son secretos inconfesables, esos grandes motivos y sufrimientos empequeñecen,

e incluso a veces llegan a desaparecer. Suso, creo que tu vida ha sido muy dura; eres un

hombre sensible aunque no lo creas, y tus traumáticas vivencias han dejado en ti una

marca muy profunda, lo cual no quiere decir que tenga que ser algo sin solución. Te

aseguro que, si sigues colaborando con el equipo médico, lo vas a notar. Tienes una edad

avanzada y, como bien has dicho, hay cosas que se hacen crónicas, pero cuando las

personas deseamos reparar nuestros errores y nos esforzamos en poner de nuestra parte,

como lo estás haciendo tú ahora, tarde o temprano se consigue. Nunca es tarde, amigo.

Quiero que sepas que yo te creo. Los dos sabemos que el marido de tu madre no existe

en realidad, pero tu enfermedad te permite verlo. No eres el primer caso. Eso que te ocurre

tiene una explicación científica. No es ninguna tontería, Suso, es una enfermedad.

-Doctor, aunque usted pueda pensar que mi locura no tiene límites, le aseguro que, desde

el día que murió mi padre, mi vida sufrió un vuelco tan brutal que nunca pude reponerme.

Contaba sólo diez años. Era el niño más feliz del mundo. ¡Cuánto me tenía reservado la

vida! Cuando ingresé en el ejército con veinte años, yo mismo me consideraba un criminal,

un maleante, y de hecho lo era, aunque no por naturaleza. Acababa de matar a un hombre

y la legión me sirvió de tapadera, pero no de solución. Aquel asesinato era algo obligado
70
que tenía que hacer, no me quedaba otra salida… Cuando lo llevé a cabo, un extraño

descanso se apoderó de mí, pero nunca dejó de golpear mi conciencia.

Una vez dentro del ejército, matar era nuestro trabajo. Y esa parte invisible que llamamos

conciencia, se adormecía con el alcohol y las drogas que nos administraban.

Me convertí, al igual que el marido de mi madre, en una máquina de matar.

Esa fue la enfermedad que me contagió el intruso que se apoderó de mi familia y de mi

propia casa. Él tenía la idea fija de destruirnos. Yo, como heredero legítimo, fui su objetivo

directo, un blanco fácil. Por si esto fuera poco, en el ejército, por razones obvias, esa mala

enfermedad se hizo en mí un vicio inveterado hasta el día de hoy.

-Suso, observo que dentro de tus abundantes recuerdos, hay algunos que prevalecen y te

hace feliz recordarlos, los repites con mucha frecuencia. Eso significa que no todo fue

malo en tu vida. Tuviste la suerte de disfrutar de personas y cosas que no todos hemos

tenido.

-Es cierto, hay momentos de mi vida que deseo retener, porque es lo único que merece

ser recordado. Pero hay situaciones intercaladas en mi existencia que jamás conté a

nadie. Y precisamente fueron la base del descontrol que invadió mi vida.

No sé si podré tener los arrestos y las fuerzas necesarias para contárselo a usted. Estoy

haciendo un enorme esfuerzo, y me siento cansado…

-Muy bien, Suso, no quiero cansarte; si lo deseas, lo dejaremos para el próximo día. Creo

que por hoy has estado muy bien. El nuevo tratamiento está haciendo su efecto, y la

vigilancia para que te lo tomes también tiene mucho que ver en ello. Te enfadas con las

enfermeras cuando te obligan a beber agua, pero, si no tomas los medicamentos

adecuadamente, en lugar de beneficiarte pueden ser perjudiciales. Suso, sigue

colaborando como lo estás haciendo, y puede que pronto te puedas ir a casa.

Tres días después, volvía Suso Sanjuán cuarto a la reunión amistosa con su psiquiatra.

71
-¿Como te encuentras Suso?

-No lo sé, doctor; intento ser coherente, sincero, buscando a tientas por los caminos

distorsionados de mi mente, eso que la gente llama normalidad… y a mí me suena de

algo, pero, si alguna vez lo tuve, se me ha olvidado. Voy tropezando con esas cosas que

resultan reales en mi vida, aunque sé que no lo son. En fin, muy complicado. Una vida la

mía donde he mantenido la lucha a brazos partido por la puta supervivencia, intentando

siempre tomarle la delantera al enemigo, perdiendo en ocasiones hasta la propia dignidad.

Sí, he dicho bien, doctor, ¡hasta la dignidad! ¿Y usted me pregunta cómo me siento? A

estas alturas de mi vida, soy un extraño para mí.

-Suso, no lo he pensado a tiempo, pero otro día hablaremos tomando una cervecita. ¿Te

parece bien?

-¡Claro que sí, doctor!

-Amigo, cuéntame cuál fue ese momento clave en el que te sentiste tan acorralado que

creíste perder la dignidad.

-Doctor, no sólo la dignidad: lo perdí todo. El día que cumplí quince años, lo celebramos en

casa de los guardeses, nuestros mayorales. Ellos eran para nosotros como de nuestra

misma sangre: fueron dos generaciones las que sirvieron en casa, y mis dos madres,

Manola y Polilla, acudían a ellos para todo; cuando tocaba celebrar cualquier

acontecimiento, siempre se hacía en aquel hogar acogedor.

-¿Por qué las llamas tus dos madres?

-Porque lo son, doctor; esto es muy largo de explicar, pero con el tiempo lo haré. Mi familia

es una caja de sorpresas, no sólo para los ajenos… para mí también.

Como le iba diciendo, cuando cumplí los quince, ya hacía un año que teníamos al enemigo

en casa. Unas semanas después, un sábado al atardecer, mis dos madres, con los

alimentos que habían sobrado en mi cumpleaños, hacían dulces en casa de Salvadora. Yo

me quedé estudiando en mi cuarto. El marido de mi madre llamó a mi puerta y me pidió de

buenas maneras que le echara una mano. Yo fui con él, como en otras ocasiones. Polilla
72
siempre me aconsejaba que no me pusiera en su contra, que procurara colaborar y

transigir un poco. Al fin y al cabo, era el esposo de mi madre, algo que no se podía volver

atrás. Ese era su consejo. Yo a duras penas procuraba esforzarme, aunque mi odio hacia

aquel hombre me superaba; no me sentía con fuerzas para disimularlo.

-Anda, vamos a darle la última vuelta al ganado.,

-¿Para qué? Nuestro capataz dice que no hace falta hacer eso.

-Claro, al capataz poco le importa si algún animal se enreda, o mete la cabeza por el

alambrado. Ese viejo es “el maestro liendres: de nada sabe y de todo entiende”.

-No es un viejo, y además sabe mucho -respondí, bastante contrariado.

Los trabajadores no volvían hasta el lunes, y los que vivían en la finca estaban a cierta

distancia, recogidos en sus hogares después de un día duro de trabajo.

Él tenía esa manía de dar la última vuelta antes de recogerse, no sé por qué. Nuestro

capataz decía que era por darse importancia como dueño, ya que todo estaba en perfectas

condiciones y no era necesario, nunca se había hecho. Le seguí hasta lo profundo de la

dehesa, lugar ocupado por el ganado vacuno. Él siempre trataba de provocarme, y le

resultaba fácil, pues yo era un perfecto idiota, un inocente. El odio entre los dos era mutuo,

sin disimulo. Y, con el tono irónico que solía usar conmigo, me dijo:

-¡Que calladito vas, Susito! Claro, yo comprendo que a ti te gustaría estar entre las

mujeres haciendo dulces, en lugar de atender tu obligación.

-Sí, quisiera estar con ellas, no tengo de qué avergonzarme. Me encanta estar en casa de

mis capataces, son las mejores personas que conozco. Pero cuando usted me ha llamado,

estaba estudiando.

-Siento contradecirte, muchachito, pero los capataces son dos lameculos, tal como fueron

los anteriores: gente comprada por tu casta para que le dijeran lo que querían oír, y una

tapadera para sus fechorías.

73
-No admito que usted les ofenda; son nuestras personas mayores, en quienes confiaron

mis abuelos y continuaron haciéndolo mis padres hasta el día de hoy.

-Pero, hijo, quién se acuerda de tus muertos… ya están bajo tierra.

-Mi madre, Polilla y yo, estamos vivos y les respetamos -respondí.

-Mira, niñato, no voy a seguir discutiendo contigo, cuando no tienes ni media guantá.

Incapaz de soportar sus insultos, di media vuelta para marcharme porque no podía tolerar

sus formas. Pero me agarró por el brazo:

-No intentes largarte: tú vas a cumplir con tu obligación. Ahora mando yo, y es menester

que lo vayas comprendiendo cuanto antes, mejor. Ese aire de señorito heredero que tienes

tan engreído, y que tan a menudo usas conmigo, quiero que lo dejes en tu cuarto antes de

salir, o te va a costar muy caro.

-¡Suélteme el brazo! Quiero irme a casa, no voy a seguir discutiendo con usted.

Pero no me soltó. Aún tenía algo más para mí.

-No te dejaré ir; te voy a contar un secreto, entre tú y yo. Hace tres años no te conocía,

pero sabía de tu existencia. Y mi objetivo era encontrarte y terminar con la maldita casta

de los Susos. Ya ves, la vida cambia cuando uno menos lo espera, ¡claro, hay que saber

esperar y estar atento a las señales de la vida! El día que me di cuenta de la atracción que

tu madre sentía por mí, supe que el final de los Sanjuán estaba enteramente en mis

manos.

Yo intentaba zafarme de sus dedos que me apretaban como garfios, y sin miramiento los

clavaba con fuerza en mis brazos, inmovilizándome. Yo seguía forcejeando e intentando

soltarme:

-!Déjeme!

Pero él apretaba en mi carne su garra encallecida con energía, y me hablaba tan cerca,

que sentía pánico de sus ojos de tigre. Seguí dando tirones, procurando escapar de

74
aquellas garras de pájaro carroñero que me oprimían los brazos y el corazón. Él tenía

aquella tarde un plan, como todo cuanto hacía.

-No forcejees más, Susito, es inútil: eres un chaval enclenque, el muñeco de las mujeres

de tu casa, pero en tu ignorancia crees que te librarás de mí echándome cojones, cuando

no los tienes. Y esa poquilla de bravura infantil que te hace tan rebelde, yo me encargaré

de exterminarla, como hago con las malas hierbas.

Me sentía sin fuerzas para aguantar tanta humillación a manos de aquel intruso.

Comprendí que su intención no era matarme, al menos en aquel nomento, porque me

estaba haciendo advertencias, prohibiendo que hablara de su comportamiento conmigo.

Los nervios me hicieron perder el control y me puse a gritar, aunque era consciente de

que, desde la dehesa, mi voz se perdía en los jirones del viento.

-¡Suélteme, estúpido… me está haciendo daño! ¡Esto lo voy a contar a todos, para que lo

echen a la calle! Mi madre es una idiota, ¿qué ha podido ver en usted, si no es más que un

salvaje que ha crecido entre la mierda de los cerdos?

-Hijo… sufres un retraso evidente, tienes a quien salir. ¿Ahora te das cuenta de que tu

madre es una idiota? Mira, nena, no voy a perder el tiempo contigo; eso sí, te voy a repetir

la advertencia: no hablarás con nadie de lo que pase entre tú y yo. Te lo repito… ¡con

nadie! Porque, si lo haces, me enteraré enseguida, y tu madre pagará las consecuencias.

Ten en cuenta que soy un maestro matando. Si te vas de la lengua, te juro que tu madre

será la próxima victima… un simple accidente. Y detrás de ella irá la carcoma, la Polilla de

mierda esa, a la que odio.

Entonces, agarró mis muñecas violentamente y, tomando una cuerda que colgaba de su

cuello, me las amarró una con otra por delante del cuerpo, como si yo fuera un reo. Yo le

daba patadas, forcejeé hasta que me largó una bofetada que me dejó temblando; creí que

me había roto el tímpano. No tenía ninguna posibilidad de escapar. Yo era un niño y él un

75
hombre fuerte. Ya era de noche y sentí mucho miedo; creí que, por mi agresiva respuesta,

había decidido acabar conmigo… Ojalá lo hubiese hecho.

Doctor, esto no he sido capaz de contárselo a nadie, jamás. Pero ahora soy viejo y estoy

enfermo; quiero marcharme vacío de dolores del pasado.

Me llevó a empujones con las manos atadas hasta un viejo olivo centenario. Yo me

defendía como podía:

-¡Suélteme, estúpido! ¿Quién se ha creído que es, para hacer esto? Si me va a matar,

hágalo pronto; así le pierdo de vista.

-Nada sería de más agrado para mí -respondió el maldito. -Pero hay muchas formas de

matar y seguir siendo inocente, Susito… Habla cuanto quieras: no te voy a matar, pedazo

de cabrón; eso sería muy fácil. Te prepararé el camino para que te mates solo.

Me ató al tronco del olivo. Un miedo profundo me embargaba, sin imaginar qué pretendía

hacer conmigo aquel maldito. Me bajó los pantalones, y allí mismo me destrozó la vida,

sodomizándome. Yo gritaba en mi desesperación, esperando que se abriera la tierra y se

tragara a aquel asesino.

Mientras lo hacía, me decía:

-Susito, ya no eres ni serás jamás un hombre: ahora eres un maricón. Ninguna mujer te

querrá, porque no valdrás como tío. Y si cuentas a alguien nuestro encuentro, ya tengo

pensado lo que haré con tu madre. Esto que estoy haciendo contigo, te juro por mi madre

que no volverá a ocurrir, porque no me gusta, pero es la única manera de aplacar tus

humos y hacerte saber cómo me las gasto. Si quieres, puedes contarlo; yo no tengo

inconveniente, pero todo el que lo sepa te considerará un mariquita. Porque lo que te está

pasando, es lo mismo que cuando violan a una mujer: pierde todo su valor. Así lo hizo t u

abuelo con mi madre: lo que se siembra, se recoge. Mi madre perdió su honra y fue

vendida. Tú has perdido la hombría gratuitamente; te lo has buscado a pulso.

76
A pesar del desorden que se producía en todo mi contorno, tomé conciencia de lo que me

estaba pasando. Un descontrol absoluto se apoderó de mí; sentí que me hacía pipí

encima. Aun así, cuando aquel tío terminó conmigo, comprendí que mi vida había

acabado. Fue la primera vez que me meé encima; vomité y, al parecer me desvanecí.

Según me informaron, él mismo me llevó a casa en brazos, diciendo que me había

encontrado en el suelo, desmayado. Cuando desperté, me encontraba en mi cama y mis

dos madres estaban a mí lado esperando al médico, el cual me examinó el pecho y la

espalda… todo, menos lo que debía examinarme. Al final, dictaminó:

-No hay de qué preocuparse, ha sido un bajada de azucar.

Aquel tío acabó con mi equilibrio para siempre.

Doctor, esto tiene que quedar entre usted y yo; por nada del mundo puede llegar a otros

oídos: lo que le he contado es un secreto importante para mí. Pero necesitaba hacerlo.

Ahora soy un viejo y poco importa; aun así, no es agradable que alguien sepa que fui

humillado hasta la saciedad de manera bochornosa.

-Suso, has hecho bien en sacar de ti ese terrible malestar que te ha estado corroyendo

durante tantos años. Puedes estar tranquilo: cuanto hables conmigo, quedará entre tú y

yo; soy tu médico y tu confesor. Ahora comprendo por lo que pasaste siendo un niño. Y

todo lo demás es consecuencia de lo mismo. No sé cómo fuiste capaz de callar semejante

abuso.

-El miedo me hacía enmudecer, doctor. No podía consentir que le hiciera daño a mi

familia. Quedarme solo con él me horrorizaba. A partir de entonces, empecé a ver cosas

raras. Sabía que no eran ciertas aquellas visiones de personas conocidas que me decían

cosas… Iba mal en los estudios, y la imagen del porquero aparecía cada noche en mis

sueños. Me despertaba con temblores de agonía, e incluso las estrellas me abandonaron

por un espacio de tiempo.

77
Ese hecho repugnante marcó mi vida para siempre. Y todo mi mundo cambió a mi

alrededor. Estaba siempre pensativo, deseando escaparme de aquel entorno, perder de

vista a mi madre y al perro de su marido. Pero mi padre me dejó encargado de que cuidara

de lo mío. Y no quería defraudarle. Mi buen capataz me preguntó:

-¿Por qué estás tan triste, hijo?

Yo respondí:

-Mayoral, deseo hacerme un hombre y echar de nuestra casa al puerco ese.

-Ojalá viva yo para verlo. Lo vamos a celebrar juntos, pichita.

Ese hecho causó en mí el efecto que él deseaba. Me hice mayor, pero hasta que no fui al

ejército, jamás tuve una relación consentida con ninguna mujer. A la menor oposición,

creía que me estaba despreciando porque notaba algo raro y no veía en mí un hombre de

verdad. Sentía inseguridad, y me precipitaba por la fuerza en demostrar lo contrario. A

pesar de que me hice grande y fuerte, me valió de poco, porque la pesadilla crecía de

manera proporcional a mi cuerpo.

A partir de entonces, cada vez que empezaba una relación con una muchacha y notaba el

menor rechazo por parte de ella (cosa normal, que una mujer se haga respetar), para mí

era una ofensa degradante. Y dentro de mí escuchaba esa voz interior que me llamaba

“maricón”. En ese momento, llegaba él del otro mundo, diciéndome:

-¿Te lo dije? Si no le demuestras que eres un tío, seguirás siendo un maricón toda tu vida.

Un impulso superior a mí me zarandeaba e imponía la necesidad imperiosa de demostrarle

(a él, a la chica y a mí mismo) que era un hombre, aunque tuviera que usar la violencia.

Despues de muchos fracasos, comprendí que un hombre de verdad no debía usar esas

armas tan degradantes. Esa luz me llegó después de perder a la madre de mi hija. Tuve

mucho tiempo para reflexionar. Los consejos y riñas de mis dos madres, más el añadido

78
de ver crecer a Susana, me dejaron meridianamente claro que mi comportamiento era

indecente, y no volví a las andadas.

Muchas veces he querido convencerme, sin reparar en los hechos, y he comentado con

los amigos, que no sabía por qué las mujeres me dejaban plantado. Ellos tampoco se lo

explicaban. Claro, ni ellas, ni yo, por razones obvias, mencionábamos los verdaderos

motivos. Ninguna mujer quería permanecer al lado de un violador.

Me propuse respetar a Cristel: la amaba mucho y estaba muy enamorado de ella. Estaba

convencido de que casándome se acabaría mi martirio. Durante el corto período de tiempo

en que estuve ilusionado con ella, todo fue normal en mi vida: aquella chica ocupaba mi

mente y mi corazón sin dejar lugar a mis fantasmas. Fue perfecto, hasta que se torció la

cosa. Cuando la vi titubear ante la proximidad de nuestra boda, la voz de mi cabeza acudió

nuevamente y me decía: “Ya se ha dado cuenta de que no eres un hombre”. Al menos, así

lo interpreté. Enseguida se presentó el porquero al rescate, incitándome a actuar. Me

dominó el complejo que arrastraba, y seguí el consejo de mi padre: me puse a contar

estrellas, intentando contener el deseo de evidenciar que yo era un hombre completo. Fui

incapaz de contener mi impulso y acallar la boca de aquel muerto viviente que se ocupaba

de mí desde el otro mundo. Así fue como perdí a Cristel.

Don Leopoldo, qué le voy a decir que usted no sepa. Mi cabeza no anda bien. Siempre

estuve rodeado de amigos que alegraban mi vida; cada vez que venía con permiso, ellos

acudían a mi llamada. Organizábamos fiestas en casa y lo pasábamos muy bien. Me

trataban como a un héroe; me admiraban por mi carácter alegre y dicharachero, por mis

anécdotas de legionario, porque sabía cantar y tocar la guitarra, por el recibimiento que les

deparaban mi madre y Polilla, que son encantadoras, y en mi casa no les faltaba ni gloria.

Sin embargo, todo mi esfuerzo se concentraba en disimular el destrozo que llevaba dentro.

Me sentía, como hombre, sólo una fachada, un sepulcro blanqueado, incapaz de encontrar

la fórmula para limpiar mi cuerpo y mente de la inmundicia del porquero. Yo, el último

79
Suso, era una basura humana. No podía contar a nadie lo que aquel malnacido había

hecho conmigo. Sólo contaba estrellas, buscando a mi padre, odiando a mi madre,

sintiéndome solo. Dominado por una gran impotencia, dentro de mí resonaban temblores

de inseguridad. Deseaba tener fuerzas y agallas para matar al marido de mi madre, aquel

demonio maligno que se había apoderado de mi casa y de mi familia, con el propósito de

destruirla.

Esa es la triste verdad de mi vida, doctor.

-Suso, tendremos que trabajar ese punto, hasta que comprendas su significado correcto y

se acaben tus pesadillas. Ese hombre te introdujo en un episodio maníaco; probablemente

era un enfermo mental. Tú pasaste por una terrible experiencia; sólo fuiste una v íctima en

manos de un verdugo. No tienes nada en absoluto de qué avergonzarte: eras un niño

amenazado y con las manos atadas, nunca mejor dicho. Una cobardía imperdonable. La

idea que anidó en tu mente y el silencio, fueron lo peor. Trabajaremos en esa línea. Suso,

te agradezco que hayas confiado en mí; no era fácil lo que tenías que decir. Me pongo en

tu lugar y lo comprendo perfectamente. Por desgracia, no eres el primero ni el último.

Suso, me gustaría que acercáramos distancias y fuéramos amigos. Los médicos siempre

nos tomamos la libertad de tutear a nuestros pacientes. Pues, a partir de hoy, si te parece

bien, tú también lo harás conmigo. Me llamarás Leopoldo, a secas.

-Me parece bien, don Lopoldo. Al fin y al cabo, soy un viejo a su vera.

-No está mal, señor Sanjuán, pero tendrá que hacer un pequeño esfuerzo, si quiere ser mi

amigo de verdad. El “usted” distancia mucho, a la hora de la comunicación.

-Es que así, de golpe… ¡cuesta! Pero quiero ser su amigo. Se lo diremos a mi Susana, y

algún día podríamos ir a comer a mi casa; me hace mucha ilusión pisar los linderos de mi

hacienda, aunque fuera por unas horas.

80
-Si aceptas que nos acompañen los enfermeros, con ropa de calle y sólo para ayudarte,

entraría dentro de lo posible, e incluso sería bueno para tu recuperación reencontrarte con

el entorno familiar. Es una buena idea para empezar una amistad.

-Claro que sí; estaría dispuesto, Leopoldo, me hace ilusión. Que nos acompañen los

muchachos es lo suyo; yo ando muy torpe de remos y necesito ayuda. Se lo comentaré a

Susana.

-Muy bien, Suso, en pocos días hemos adelantado mucho. Y, mientras trabajamos en lo

tuyo, yo tambien compartiré, o mejor dicho: me gustaría consultar contigo, algunos

problemillas que arrastro desde mi juventud. Por ejemplo: por una cuestión de salud, no

pude ir a la mili, y eso me afectó bastante… tú sobre ese tema tienes mucho que

enseñarme. ¡Los médicos también somos humanos!

-¡Bueno! En ese aspecto, soy perito: tengo en mi haber muchos años de experiencia en el

cuerpo de la legión. Grandes anécdotas y riesgos, incursiones temerarias y acciones

indescriptibles, y un montón de cosas que me gustaría sacar a la luz. Retazos de vida que

esperan en ese trastero que todos llevamos dentro, algunos con contenidos más podridos

y apulgarados que otros. Me gustaría compartirlas contigo, amigo. Me encanta hablar de

ese tiempo. Ya que vamos a intentar acercar distancias entre hombres, te contaré cosas

de las que, a día de hoy, no me siento orgulloso, y jamás hice mención de ello delante de

nadie. Si después de oírlas sigues aceptándome, podríamos edificar una buena amistad.

Ser legionario en esos tiempos, amigo Leopoldo, era todo un desajuste, una aventura

temeraria y una desventura sin límites.

-Suso, creo que esto va a funcionar.

81
Capítulo XXII.

El día amaneció brillante en la rústica y espléndida cocina de los Sanjuán. Las cuatro

mujeres desayunaban juntas. A través de los cristales de las ventanas, las alegres

tonalidades de un día joven inundaban el recinto con aristas de luces limpias en forma de

lenguas claras procedentes de un sol naciente que prometía ser radiante. Cristel comentó:

-Mi querida Susana y abuelas, aunque esto suena a epístola: llevo aquí casi dos semanas,

y me he sentido muy a gusto; he encontrado personas y cosas de enorme valor para mí

que, con dolor de mi corazón, consideraba perdidas. Aunque los momentos no vividos no

se pueden recuperar, si hay buena disposición, como la que me habéis brindado vosotras,

al menos podemos hacer proyectos para el presente y el futuro. Ahora vuelvo a casa. Me

voy con una savia nueva, llena de energía y felicidad; me siento renovada por dentro, y

con fuerzas para enfrentar la vida con otros ánimos en los días venideros. Ahora tengo que

regresar. Allí están deseando que llegue y les cuente cómo es su nieta, qué tal es su

hermana, a quién se parece su sobrina. E incluso mi marido está expectante por conocer a

mi hija, aunque en este momento sólo sabe de ella por referencias, a través de mis relatos.

Creí que volvería, como dicen por aquí, “con el rabo entre las patas”; sin embargo, he

encontrado una familia generosa y comprensiva hasta la saciedad. Vuelvo a casa jubilosa.

Creo que, en lo sucesivo, tendréis que hacer hueco en Los cañaverales para una extensa

familia. Mis padres se mueren de ganas por abrazar a Susana. Las dos veces que he

telefoneado a casa de mis padres, mi madre se ponía al letéfono y no podía hablar.

Cuando lograba hacerlo, sólo quería saber cómo es la niña, y si mostraba interés por

conocerlos. Han sufrido mucho. Primero, por mi testarudez durante un año de pesadilla

familiar; luego, por mi lenta recuperación, y siempre, por saber que tenían una nieta a la

que no conocían y no sabían de qué forma llegar hasta ella sin levantar nuevas ampollas.

No tengo con qué pagarle a mis padres lo que han hecho por mí. Ahora es obligado mi

82
regreso a casa. Voy llena de una savia nueva, que me permite empezar a edificar planes

para un futuro inmediato.

-Ve tranquila, Cristel; con tu presencia me has hecho el mejor regalo que podías darme.

Tenía una gran necesidad de conocer a la mujer que me trajo al mundo. Tengo que

reconocer que mis fantasías han sido superadas. Me sentía abandonada y olvidada por mi

madre, pero hemos hablado tanto y aclarado tantos puntos negros, que al fin he llegado a

la conclusión de que tu marcha tenía una justificación de peso. Me ha encantado el haber

podido repasar juntas las cosas que dejaste en tu huida. Y te has arriesgado a venir sola

sin saber qué ibas a encontrar. Te lo agradezco mucho, Cristel. Comprendo que tengas

que volver; son muchos días fuera de tu casa.

Polilla sacó un pañuelo para secar sus ojos, emocionada.

-No llores, abuela, esto es un motivo de felicidad.

-Lo sé, Susana, pero de felicidad también se llora. Tus dos abuelas sabemos que eres una

mujer competente y preparada para hacerle frente a la vida. Aun así, hemos hablado

muchas veces de tu soledad. Ahora tenemos el consuelo de que, cuando nos toque

marcharnos de este mundo, te dejamos en contacto con tu familia, lo cual te abre nuevos

horizontes. Eso nos emociona y nos aporta tranquilidad y alegría al mismo tiempo.

-Cristel, estábamos muy preocupadas por Susana. Tampoco es igual, a todos los efectos,

convivir con dos abuelas con ideas del pasado, que aunque hay mucho amor entre

nosotras y la vida es corta, para algunas cosas, en ocasiones, resulta larga: la manera de

pensar llega a alejar mucho… Como te digo, no es lo mismo tener una madre joven con

quien poder hablar de asuntos de su tiempo. Nosotras no entendemos casi nada del

mundo de ahora, más que en teoria. Y, a una muchacha, le valemos de poco. Con nuestra

escasa experiencia, no tenemos capacidad ni para dar consejos. Incluso le negamos a la

chiquilla la posibilidad de comunicarse contigo, por temor a lo que pudiese ocurrir. Cuando

nunca has arriesgado, al final te conviertes en una cobarde; el miedo te domina y no te


83
atreves ni a cruzar la sombra que el sol traza sobre el suelo. Como suelo decir: hemos

pasado nuestras vidas dentro de la caverna. Somos dos viejas rancias y pasadas de

moda. Nuestros años han transcurrido con más penas que gloria. La forma de vida ha

cambiado, la gente habla y se comporta de otra manera. La televisión es un mundo que

nos muestra cosas fantásticas, inalcanzables a nuestras edades. Vamos asimilando

cuanto vemos a través de esa pequeña pantalla, pero no lo relacionamos con nosotras; a

estas alturas, somos residuos de un pasado que te obligaba a no pensar, a no desear.

Para ser buenas, había que mostrar obediencia y humildad absoluta, aunque fuera en

apariencia. Al final era una rutina aceptada, absorbida hasta la médula y puesta en

práctica hasta el último día de tu vida. Todo cuanto hoy vemos a través de la televisión,

para Manola y para mí es como contemplar una nube que cambia de forma muy lejos de

nuestro alcance.

Siempre tuve la impresión de que la felicidad era algo muy hermoso que pasaba por

delante de nosotras, brindándose a regalarnos vida, pero nuestros brazos resultaban

cortos y pesados, y no éramos capaces de alargar la mano y tomar una porción.

Cristel, contigo ha llegado a este rincón una renovación, una savia nueva; ojalá nuestra

niña pueda palpar con sus manos aquello que a nosotras nos fue negado.

-Abuela Manola, está muy callada.

-Sí, Cristel; escucho a Polilla y es como oír la voz de mis propios pensamientos, cosas que

siento pero no sé expresar. Ella siempre me aconsejó que leyera. Cuando éramos más

jóvenes me decía:

-Manola, los libros son como los trenes, te transportan a lugares insospechados. A través

de ellos, podemos conocer cosas maravillosas que existen en el mundo, personas y

situaciones que alimentan la mente y el alma.

84
Pero yo no la entendía. Aunque me admira verla siempre con un libro en la mano, lo único

que a mí me gustaba hacer, era: bordar, coser, tejer punto y escuchar la radio. Muchas

tardes de invierno, antes de llegar la televisión, nos sentamos al calorcillo de la chimenea,

o tapadas con las faldas de la estufa junto al brasero, y ella me leía. Eso siempre me

gustó. Pero Polilla se enfadaba porque me quedaba dormida. Ahora ella lee menos y yo no

hago labores apenas. Nos distrae mucho esa cajita cuadrada, eso sí que es un mundo

nuevo. ¡Si nuestras madres abrieran los ojos!

-Abuelas, me encanta escucharos hablar. Para mí, vuestras charlas son más amenas que

cualquier programa de televisión, son… como un libro abierto, con argumentos de un

pasado del que se puede aprender mucho, y una vez asumido su contenido las mujeres

más jóvenes no deberíamos olvidarlo nunca. Porque en el tiempo todo se repite. Tenéis

mucha razón: el tren de la vida ha seguido su curso, avanzando, pero de alguna manera,

siempre habéis sido aquellas niñas de clase alta, que nacíais y crecíais para ser monedas

de cambio, unir apellidos y ensanchar riquezas que a vosotras os valían de poco, pajarillos

a los que cortaban las alas antes de empezar a volar. Abuelas, aún s ois jóvenes y sanas;

entre Susana y yo haremos algunos cambios que os van a favorecer. ¿Verdad que sí,

Susana?

-Sí, Cristel, creo que es absolutamente necesario. Por ejemplo, la tarde que pasaron ayer

en Jerez, comprando los regalos. Nunca las había visto tan alegres y satisfechas; fue una

muestra de lo que podemos hacer en el futuro. Pero ahora debemos marcharnos, o

perderás el vuelo. No me gusta conducir con prisa.

En el aeropuerto, a Cristel se le llenaron los ojos de lágrimas mirando a su hija:

-Susana, gracias por ser tan generosa. Me voy tan dichosa, que tengo la sensación de

haber crecido por dentro. Llevaba tantos años soportando ese nudo interior en la

conciencia, recordándome el hecho de no haber sabido cumplir con mi obligación… Sin

embargo, no he movido un dedo para que fuera posible remediar esa carencia. Vosotras
85
tres, con vuestra bondad y nobleza, habéis hecho posible que parezca que un solo gesto

por mi parte ha bastado para borrar mi error de toda la vida. Mil gracias, hija mía.

-Hasta pronto, mamá.

Susana conducía con alegría: la vida le sonreía de nuevo, como cuando era estudiante,

con más fuerza quizás. Aunque un poco tarde, acababa de vivir una experiencia que le

había valido de mucho, y ahora tenía una madre como todos los mortales.

Paró el coche a la entrada de la portada de su casa, y leyó aquellas letras doradas donde

decía: “Los cañaverales de los Susos”. Lo miró atentamente, pensativa; luego, dijo en voz

alta:

-Me parecen muy pretenciosas esas letras doradas. Nunca había caído en ello. Mi

antepasado, el norteño… por lo visto, era un poquito arrogante. ¡Las cambiaré!

* * *

Un bullicioso trajín de obreros, carpinteros y jardineros iban y venían por la finca,

cumpliendo con sus respectivos quehaceres. En Los cañaverales se respiraba un

ambiente distinto. Los pintores encalaban la fachada de la casa y los jardineros plantaban

flores. A la joven señora se la veía cambiada, sonriente y alegre, mientras daba

instrucciones. En el interior de la casa, Manola y Polilla compartían las tareas con las

sirvientas.

Una jovencita que hacía sólo unas semanas que se había incorporado al servicio del

cuerpo de casa, preguntó a la cocinera:

-¿Qué es lo que van a celebrar?

86
-Mira, chica… llevo aquí un par de años nada más, pero siempre han hecho limpieza a

principios de verano. Este año creo que se están esmerando bastante más. Incluso están

plantando flores. ¿Sabes? No me gusta hablar de la cosas de los señores, pero no es

nada del otro mundo lo que te voy a decir. Según tengo entendido, el dueño de esta

hacienda, hijo de doña Manola y padre de doña Susana, por cuestión de enfermedad lleva

algunos años internado en un sanatorio; no sé cuál es su padecimiento. Como las señoras

son mayores y doña Susana están tan ocupadas, allí está mejor atendido. Según he oído,

lo van a traer a Los cañavarales. No te puedo decir si por unos días, o unas horas. No lo

sé. Pero lo cierto es que quieren causarle buena impresión al viejo.

-Con lo ricos que son, podrían tener al padre aquí, ¿no crees?

-¡Yo qué sé! Son cosas de ellos.

-Desde luego… pero dicen tantas cosas de esta gente por ahí… Me dio mucho miedo,

cuando un hombre muy mayor me dijo en la tienda, cuando fui a comprar, que en esta

casa desaparecían las mujeres en vida del bisabuelo.

-¿Y eso qué nos importa a nosotras, si fue mentira o verdad? Pasó en el tiempo de María

Castaña.

-Mira, Lolita, yo no sé leer ni escribir; lo único que sé hacer es escuchar: lo que no me

conviene, por un oído me entra y por el otro me sale. Toda mi vida no he hecho más que

trabajar como una mula, mal pagá y mal comía. Nunca estuve en una casa con gente tan

buena como esta. Así que yo, soy sorda ciega y muda, y si viene el bisabuelo del otro

mundo y me coge el culo, le digo:

-¡Mira… que tú ya lo tiene tó muerto, échate p’allá!

-Tiene razón. Nosotras nos reímos, pero dice el refrán que cuando el río suena, agua y

piedra lleva.

87
-Es verdad, pero mira, chica: la gente cuenta y no acaba. Mi abuela, que tenía muy buenos

refranes, decía: “los tiempos pasados nunca fueron ni mejores ni peores”. Seguro que

ahora también pasan esas cosas, porque los ricos mandan y los pobres obedecen... No lo

olvides.

Mi abuela me decía:

-Mira, hija, en mi tiempo, cuando las cosas no se podían explicar, eran milagros o brujería.

Había fantasmas que asustaban por todas partes, Dios sabrá quiénes eran y qué

pretendían: lo hacían para que nos quitáramos de enmedio. En aquella época, los santos

se aparecían, pero ahora no hay ni santos ni fantasmas. ¿Sabes por qué? Te lo voy a

decir: porque la gente tienen la mente más despierta… no corren, sino que les hacen

frente. Recuérdalo, hija: cuanto más ignorantes somos, más tonterías nos meten en la

cabeza, y nosotros las creemos.

-La gente vieja siempre ha contado muchos cuentos de cosas que no se podían

demostrar; eran muy crédulas y fáciles de engañar con cuatro pantomimas.

-No sé, chica, yo no me meto en camisas de once varas de lo que ocurriera en esta casa.

Aquí, si eres prudente, sabes cumplir con tu obligación y no le das curso a los chismes que

cuentan fuera de estos linderos, puedes tener faena para mucho tiempo. Son personas

que se portan bien con el servicio, trabajo hay suficiente y bien pagado; eso es lo que a

nosotras nos interesa. Yo hago lo mío lo mejor que puedo, porque me gusta trabajar en

esta casa, y a final de mes pongo la mano, y a juí. Lo que escucho por fuera me lo echo a

la espalda, porque no va conmigo. Y tú deberías hacer lo mismo. Esta gente son ricos

podríos, y como en las mejores familias hay de tó. Lo que la gente del pueblo cuenta es

sobre sus antepasados.

-No, perdona, a mí me dijeron cosas horribles del señor que está en el sanatorio.

88
-¿Pues sabes qué te digo? A mí no me las cuentes. No quiero perder mi trabajo por meter

las narices donde no me llaman. En esta vida todos tenemos que hacer alguna vez borrón

y cuenta nueva. Y esas que tanto charlan, más tienen por donde callar. Yo soy vieja a tu

lado, y sé por experiencia que la gente agranda los defectos ajenos para tapar los suyos.

¿Qué nos importa a nosotras lo que pasó aquí hace un siglo, si ahora estamos más a

gusto que un arbusto?

Durante la comida del medio día, Susana y sus abuelas conversaban animadamente sobre

la marcha de las tareas de la casa.

-Luego voy a ver qué flores estan plantando -comentó Polilla.

-Claro, acercaos las dos, por si se os ocurre algo. Veréis qué lindos están quedando los

arriates. Hemos tenido que poner plantas que estén en flor para que se vean vistosas y le

haga ilusión a mi padre, a ver si sigue esforzándose y pronto lo traemos a casa. Los

médicos me han dado esas esperanzas. Él tiene muy buen fondo; si no se siente

provocado, es un hombre agradable y hasta gracioso. No sé por qué ni en qué momento lo

ha decidido, pero el médico me dice que está colaborando de forma impensable. Eso es

una alegría que nosotras tenemos que celebrar. Al fin y al cabo, mi padre, sin culpas ni

pecados de nadie, por supuesto, ha sido una víctima más. Pienso que si le dejaran venir a

casa con su tratamiento, y él pudiera disfrutar de la paz que se respira en la finca, y de lo

bien que marcha nuestra empresa, le sería de gran ayuda en su restablecimiento.

-Estamos de acuerdo contigo, niña. Qué más podríamos pedir nosotras que tenerlo cerca,

cuando las dos hemos vivido para él.

-Y para mí.

-Tú fuiste lo mejor de nuestras vidas. Después de tanta tempestad, contigo llegó la calma.

Hasta que se desató de nuevo. Pero no hablemos de cosas tristes. Como dice la cocinera

con mucha gracia cuando se enfada y algo le sale mal:

89
-¡A joder al parque y a tomar por culo la bicicleta!

A Susana le dio un ataque de risa:

-¡Por favor, abuelas, os está pervirtiendo esa mujer!

-Ya era hora, hija. ¡Quién pudiera volver hacia atrás y nos quitaran lo bailao! Porque

nuestro baile en esta vida ha sido al compás de una marcha fúnebre.

Manola y Polilla se echaron a reír. Polilla comentó:

Creo que Cristel ha traído un soplo de aire fresco y vamos a vivir una etapa nueva y dulce,

donde la felicidad nos va a compensar de “las amarguras viejas”, como escribió el poeta

que tanto me gusta.

-Sería estupendo que tu padre pudiera quedarse unos días con nosotras; se lo diremos al

médico, para ver si se lo permiten.

-No, abuela, el médico sabe lo que ha de hacer; no forcemos la situación. Ellos quieren ver

cuál es su respuesta cuando se vea en su casa, en el lugar de los hechos. Hay que darle

su tiempo. La dirección del sanatorio se está portando muy bien con nosotros. Tienen

mucha experiencia en estos asuntos de la mente y tenemos que confiar en ellos sin tratar

de precipitar acontecimientos. Hay que tener en cuenta que mi padre es un esquizofrénico

peligroso. En el fondo, es una persona buena, hasta que ve a sus fantasmas y se le cruzan

los cables. Los médicos hacen más de lo que pueden. Solamente el hecho de ofrecerse a

traerlo a casa, no deja de ser un riesgo, y es de agradecer.

-Susana, ¿te has planteado verder la finca?

-¿Qué pregunta es esa, abuela Polilla?

-Cariño, te lo pregunto porque esta hacienda se lleva consigo todo tu tiempo; estás

prácticamente dedicada a ella en cuerpo y alma. Eres joven, vital y millonaria. Nos gustaría

mucho que vivieras la vida a plenitud.

90
-Abuelas, no podéis esperar que yo viva por vosotras lo que nunca tuvisteis. No me siento

atada; estoy orgullosa de mi familia. Sí, es cierto que mi bisabuelo, Suso segundo, dejó

sentado un mal precedente. Mi abuelo, Suso tercero, contribuyó a fortalecer la desgracia

familiar. Y mi padre ha rematado el cómputo. Claro, como mandan las leyes de la vida,

toda siembra da sus frutos. En cambio, yo no me rijo por el ejemplo de ellos. Para mí hay

un espejo de oro donde me miro, y donde deseo seguir mirándome. Y ese espejo s ois

vosotras dos, y todas mis antepasadas. La primera señora de esta hacienda de la que hay

constancia fue la esposa de don Antonio, que murió de parto al querer darle a un marido

egoísta una mejor descendencia porque, según el padre, la hija que tenían era fea para

negociar.

La segunda: mi tatarabuela, precisamente la niña fea a la que no lograron encontrarle un

marido de la talla de su apellido y que, posteriormente, con más de cuarenta años, se casó

con el norteño, el primer Suso. A ella le dieron el mote de “la hacendada”: una mujer

fuerte, con redaños. La pobre dio a luz a un hijo muy deseado, Suso segundo, pero por la

razón que fuera, resultó un acomplejado con mala cabeza, según cuanta mi padre, un gran

enemigo de las niñas pobres.

La Señora, mi bisabuela, según tengo entendido, fue una mujer maravillosa que se quitó la

vida por desesperación, sin poder soportar la prueba final.

Y qué puedo decir de vosotras, dos esclavas de las circunstancias, habéis dedicado

vuestras vidas a criarnos a mi padre y a mí. Gracias a todas ha podido sobrevivir “Los

cañaverales de los Susos”; por la fortaleza de sus mujeres, esta familia ha resistido hasta

nuestros días los embates de los peores temporales. Y no puedo dejar de mencionar a

Cristel, que me dio la vida y continuó la saga. Y fue tan inteligente que se echó atrás, con

una retirada a tiempo. Mi padre dice de ella:

-Fue un hermoso ejemplar que dio su fruto, pero me faltó tiempo para sacrificarla.

91
Ella rompió una desgraciada concatenación, y me siento agradecida y orgullosa de tener

una madre que supo distinguir que la vida era otra cosa muy distint a de lo que aquí se le

ofrecía.

En honor a todas, yo, la primera mujer heredera de la casa Sanjuán, tengo un gran

proyecto en mente, que he de madurar, con el cual voy a renovar esta finca, y la haré

resplandecer con nombres femeninos, porque se edificó con la grava de sus sufrimientos y

la sangre de sus mujeres. No tengo nada mejor que hacer que atender mi hacienda, mi

familia y mi profesión. Jamás se venderán Los cañaverales; al menos, mientras yo viva.

Manola observaba callada, y decidió dar su opinión:

-Pues, hija, si esa es tu decisión final, como acabas de decir, más te vale pensar en tener

descendencia, si no… todo el gozo en un pozo.

-La tendré, abuela; ahora me encuentro preparada para ello, tengo seguridad en mí misma

e incluso puedo manifestar algo que creí jamás poder decir: me gusto… ¡Oye, me

encuentro resultona!

Las tres mujeres se echaron a reír. Polilla y Manola se levantarón al mismo tiempo,

mientras se la comían a besos.

-¡Gracias a Dios que te has dado cuenta! ¡Eres la muchacha más hermosa del mundo!

Ella, quitándoselas de encima como si fueran moscas, riéndose de buena gana dijo: -

¡Tampoco hay que exagerar… que parecéis andaluzas, abuelas! Mi hermosura no reside

en mi físico, que tampoco estoy mal del todo. Pero, hoy día, las mujeres podemos

ponernos en valor por nuestro esfuerzo y talento. En estos tiempos, tenemos la

oportunidad de ir y venir por los caminos del mundo, sin que nos impidan el paso, al

menos tan a las claras como lo hacían en vuestros tiempos. Además, tenemos la

oportunidad de disfrutar de una profesión que nos hace fuertes mientras permanecemos

solteras. Caminos que estaban abiertos, gracias a mujeres preparadas intelectualmente,

92
pioneras de gran valor y empuje: sí, ellas fueron capaces de salir a la calle, gritar y exigir

derechos cuando les estaba prohibido alzar la voz. Aunque no les permitieron andar por

los senderos que con esfuerzo habían abierto, la brecha ya existía y muchas mujeres

deseaban seguir ampliándola. Era muy fuerte la presión, e incluso iban sus vidas en ello.

La mujer es un enemigo demasiado fuerte, y el deseo de toda religión y de todo poder

siempre ha consistido en reducir al enemigo: la mujer. La vida es una lucha constante,

abuelas, no existe la paz. Pero las hembras nacemos guerreras; mi mejor ejemplo han

sido y son las batalladoras de mi familia.

-¡Hija mía, poco pudimos hacer! Lo peor era no tener derechos propios ni a donde acudir

en demanda de justicia. Los cabezas de familia eran nuestros dueños y jueces

indiscutibles. Si había agresión con sangre, te escuchaban un poco, pero al final, después

de un rapapolvo sin consecuencias, te ponían de nuevo en manos de tu agresor. Eso

resultaba peor, porque buscaban la manera de torturarte sin dejar huella. Las mujeres

llegábamos a la conclusión de que callar y aguantar era nuestro más seguro recurso.

-Abuela Manola, no creáis que a ese respecto ha cambiado mucho la situación de las

mujeres. Pero la resistencia es una manera de luchar. Y vosotras, me refiero a todas las

mujeres de esta familia, habéis sido grandes resistentes, en ningún momento entregasteis

la fortaleza. Esa ha sido la clave para que la última, o la primera mujer de la casa Sanjuán,

pueda decir: soy libre, sin necesidad de tener un varón por cabeza.

* * *

El Mercedes negro de Susana Sanjuán paró en la portada de la hacienda antes de entrar.

Ella miró a su padre, sonriente.

-Estamos en casa, papá. Mirá el letrero dorado que puso tu antepasado, el norteño.

93
Él, sentado a su lado, miró a su alrededor y hacia donde su hija le indicaba; los ojos se le

llenaron de de lágrimas.

-Susana, ¿puedes creer que la última vez que reparé en ese letrero, fue cuando volví

licenciado?

-Pues fíjate bien en él, papá, porque, con tu permiso, deseo cambiarlo.

-Si tú lo deseas, lo hablaremos, hija.

Susana volvió la cara hacia los asientos traseros:

-Señores, seguimos adelante: entramos en casa.

El lujoso coche de Susana siguió la cuesta arriba lentamente.

El doctor comentó:

-No imaginaba que tuvieseis una hacienda tan importante.

-Pues donde la ve, Leopoldo -dijo orgulloso Suso Sanjuán cuarto- esta finca está en

manos de mi familia desde finales de 1700. Con cada matrimonio que se celebraba,

extendían sus dominios. Y mi abuelo el norteño la amplió y la hizo florecer. Así ha ido en

ascenso hasta nuestros días.

El coche subía despacio por el largo camino bordeado de recios y polvorientos olivos que

conducían hasta la mansión de los Sanjuán.

Por petición de la heredera, allí plantado, delante de la escalinata de entrada, esperaba el

personal de servicio, muy acicalados todos, esperando la llegada del señor de la casa, al

que no conocían, para presentarle sus respetos: el nuevo capataz, con su esposa, las dos

señoras del cuerpo de casa y la cocinera. En el último escalón, Polilla y Manola

aguardaban impacientes, como madres que eran del que estaba a punto de llegar.

Susana preguntó:

-Papá, sacamos tu silla, ¿verdad?


94
Suso respondió:

-Nada de eso, hija; tengo que mantener la dignidad: quiero entrar en mi casa por mi propio

pie. Si no, pensarán los sirvientes que soy un cascajo viejo, y aún quiero salvar la honrilla.

Todos se echaron a reír por el pundonor del jefe.

Los enfermeros bajaron rápidos, e intentaron ayudar al paciente, pero Suso, muy metido

en su papel de señor de la casa, pidió:

-No me ayudéis, muchachos; acercadme mis muletas y entraré por mi propio pie.

El doctor lo alentó:

-Muy bien, señor Suso, como debe ser.

Manola y Polilla lo recibieron emocionadas. Con la cortesía que las caracterizaba, dieron la

bienvenida y las gracias más efusivas al doctor y a los dos enfermeros que los

acompañaban. Luego, el personal de servicio le fue presentado a Suso. Se acercó hasta él

una pareja de mediana edad; Susana informó:

-Papá: te presento al nuevo capataz y su esposa.

-Por casualidad, no te llamarás Isidro, ¿verdad?

-No, señor; me llamo Andrés, para servirle.

Suso enterneció su semblante y cerró los ojos para no llorar. Luego se dirigió a la pareja:

-Encantado de verte, Isidro, y también a ti, Salvadora. Siempre estaréis conmigo.

A Suso cuarto se le escapó un sollozo.

-¡Venga, papá… no te pongas nostálgico!

Suso no pudo aguantar la emoción, y con lágrimas corriéndole por la cara, exclamó:

-¡Isidro, amigo mío! ¡Mi maravillosa Salvadora! ¡Mis queridos mayorales! Sabía que íbais a

estar aquí, esperándome. Hace años que salí de casa…

95
Y, tirando las muletas, los abrazó entre lágrimas. En aquel momento, quedó de manifiesto

que el dueño de Los cañaverales vivía en el pasado, hablando con sus fantasmas una vez

más. Se apresuraron a darle las muletas. Él volvió la cara hacia la derecha, donde no

había nadie, y exclamó:

-No es verdad; tú no existes, cabrón.

-¡Pero, papá…! ¿Con quién hablas?

-No te preocupes, hija, es el porquero, que trata de seguir dando por culo.

El médico le hizo un gesto a Susana para que intentara cambiar de tema.

Los enfermeros, el doctor y Susana se miraron en un gesto de compasiva complicidad.

Suso miró al frente, hacia un punto indefinido, y con un gesto de superioridad despectivo,

afirmó:

-Te sigo viendo, porquero, pero ahora sé que no existes. Yo soy Suso Sanjuán cuarto, el

heredero por derecho.

Los sirvientes enseguida comprendieron la clase de enfermedad que padecía el señor de

la casa. Locura.

Nadie le contradijo. Sencillamentente le dieron sus muletas y él continuó hacia la casa.

Esta vez sí permitió que le ayudaran a subir los cuatro amplios escalones que daban

acceso al interior.

Don Leopoldo miraba en todas direcciones; ni por asomo había sospechado el poderío

económico de aquella familia. Susana, percatándose de su perplejidad, comentó:

-Doctor, después de la comida, mientras mi padre descansa un poquito, os enseñaremos

parte de la finca; le va a gustar.

-Estoy sorprendido. Demasiada casa para tres habitantes, ¿no?

96
-Así es, pero pronto le voy a dar un giro a todo esto. Esperaré hasta que venga mi familia

por parte de madre. Pronto estarán aquí; quiero que encuentren el mismo ambiente que

dejaron cuando vinieron hace veintisiete años. Luego, mis abuelas y yo iremos a vivir al

pueblo, y empezaré las obras. Quiero convertir la hacienda en un negocio para

celebraciones y eventos importantes, conservando toda su esencia. Y cada uno de los

salones, llevará el nombre de una de las mujeres de esta familia, presidido por su retrato.

Es un homenaje que les debo.

-Si no es mucho preguntar… ¿cuáles serán esos nombres?

-Venga por aquí, le enseñaré sus retratos… La hacendada. La Señora. Doña Manola.

Doña Pilar, la Polilla. Y doña Cristel. Algún día, alguien colgará el mío en un salón

especial, con un rótulo que diga: “Susana primera, la mujer que cambió el rumbo de la

casa Sanjuán porque bebió de la fuente de sus antepasadas, unas enormes guerreras”.

Aquella tarde después de la merienda, Suso Sanjuán regresaba a la clínica lleno de

energía, e incluso el psiquiátrico le pareció más acogedor, sabiendo que podría volver a su

casa de vez en cuando. Se sentía orgulloso de haber podido mostrar el esplendor de su

hacienda al médico, su nuevo amigo Leopoldo, y a los enfermeros que normalmente se

ocupaban de él.

* * *

Dos meses después, uno de los párrafos de una de las cartas de Cristel decía:

“Mi querida hija, hay dos opciones: o vienes tú, o vamos nosotros. La fami lia no aguanta

más. Todos están deseosos de conocerte”.

Susana Sanjuán deseaba de corazón abrazar a su madre de nuevo, saber cómo era su

familia al completo y qué tenía en común con ellos. Tantos años preguntándose quién era

realmente, y ahora sabía que tenía hermanos, abuelos y tías. Y se moría de ganas de
97
conocerlos. En dos semanas estarían por Los cañaverales siete miembros de fu familia:

sus abuelos, las dos tías y Cristel con sus dos hijos.

Susana en aquellos días tan llenos de sorpresa, euforia, amor, alegría, y consolidación

familiar, se dijo:

-La restauración de Los cañaverales ya ha comenzado en el corazón de mi persona. En

poco tiempo ha rodado todo de tal forma, y he recuperado tantas cosas que creía

perdidas, que me cuesta trabajo creerlo. Me siento diferente: una mujer nueva. Lavaré la

imagen de esta familia, dándole un rostro nuevo y un aire limpio, tan fresco que se olvidará

para siempre la leyenda urbana, la negra estela que dejó Suso segundo, el feo.

98

También podría gustarte