Está en la página 1de 63

[POEMAS EM PROSA DE POETAS DO ESTADO ESPANHOL]

In Dossiê ‘Poema em Prosa’, Inimigo Rumor, nº 14, 2003]

Pedro Serra, trad.

Jenaro Talens

EL LUGAR DE LAS COSAS SIN NOMBRE

El visitante se ha detenido en un lugar cualquiera del amplio salón.


Horas de recorrido (que es previsible imaginar por la apariencia de lo que
ahora vemos) apenas si han dejado signos de cansancio en un rostro que la
penumbra trata de absorber. Quizá el frunce imperceptible de unos ojos que
han meditado mucho en corto tiempo (furioso laberinto el de la imagen) y
ahora se fijan con desgana en el cuadro que la pared ofrece y su atención ha
de aislar en el salón vacío.
La tela muestra un hombre junto al mar. Agua que no envejece ni
transcurre. Invención de la luz por un efecto óptico. Al fondo el aire casi
azul por un simple problema de contagio. Frente al hombre un panel y unos
borrosos trozos que habrán de ser un bosque. Más: un bosque de pinos. O tal
vez no. Su historia no concluye. Son los errores de la perspectiva. El hombre
junto al mar no mira el mar. Sería posible intuir que el hombre busca
aniquilarlo (de ahí el tema del bosque). Eso conferiría al cuadro una actitud
simbólica. No en vano diseñar paisajes frente a un mar que se ignora es una
forma de desprecio. Y así sus manos fingen dar vida a unos esbozos sin
color. Y es el gesto asesino lo que el acto trasluce. Su verdadera
significación. En tanto un viento que no existe cruza el espacio por azar. La
muerte irremediable.
El visitante parece comprender (según podemos deducir), aunque,
discreto, intenta simular indiferencia tras un rostro todavía en penumbra.
Hay a su alrededor cierto embarazo (el visitante se ha quedado solo), como
un silencio opaco que le sería muy difícil concretar, silencio que sólo
interrumpe el roce del pincel perfilando el contorno de un hombre en un
salón, frente a un cuadro cualquiera en un museo.

O LUGAR DAS COISAS SEM NOME

O visitante deteve-se num lugar qualquer da ampla sala. Horas de


itinerário (que é previsível imaginar pela aparência do que agora vemos)
quase não deixaram signos de cansaço num rosto que a penumbra trata de
absorver. Talvez o franzir imperceptível de uns olhos que meditaram muito
em pouco tempo (furioso labirinto o da imagem) e agora se fixam com
pouca vontade no quadro que a parede oferece e a sua atenção há-de isolar
na sala vazia.
A tela mostra um homem junto ao mar. Água que não envelhece
nem transcorre. Invenção da luz por um efeito óptico. Ao fundo o ar quase
azul por um simples problema de contágio. Diante do homem um painel e
uns difusos fragmentos que serão um bosque. Mais: um bosque de pinheiros.
Ou talvez não. A sua história não conclui. São os erros da perspectiva. O
homem junto ao mar não observa o mar. Seria possível intuir que o homem
procura aniquilá-lo (daí o tema do bosque). Isso conferiria ao quadro uma
atitude simbólica. Não em vão desenhar paisagens diante de um mar que se
ignora é uma forma de desprezo. E assim as suas mãos fingem dar vida a uns
esbozos sem cor. E é o gesto assassino o que o acto transluz. A sua
verdadeira significação. Enquanto um vento que não existe cruza o espacio
ao acaso. A morte irremediável.
O visitante parece compreender (segundo podemos deduzir), ainda
que, discreto, tenta simular indiferença por detrás de um rosto ainda na
penumbra. Há à sua volta certo embaraço (o visitante ficou sozinho), como
um silêncio opaco que lhe seria muito difícil de concretizar, silêncio que só
interrompe o roçar do pincel perfilando o contorno de um homem numa sala,
diante de um quadro qualquer num museu.

EL BOSQUE DE LOS SUICIDAS

Palabras y palabras y palabras. Una pasión que sobrevive al pairo del


lenguaje. No retratar un hombre o su dolor, ni la indelicadeza de algún
símbolo. Imágenes tan sólo. Imágenes que narren una historia. Aquel claro
del bosque, verbigracia, donde el rugoso tronco, devorador de pájaros (quién
destruye los nidos), no segregó corteza sino esta lluvia dulce que es la tarde
en otoño. Floración de las plumas, un incierto follaje. Quejas que impelan
claridad. Sangre o savia, palabras. Sí, palabras y palabras y palabras. Aquel
árbol soñado sobre el que pende el reino de la sombra. El césped hoza un
aire donde el muerto ha vertido su obscenidad, este discurso inmóvil. Y así
su soledad se balancea como si declamase el amor, la ternura qe dicen que
los muertos sienten por los vivos, mientras su piel recibe la salubre bofetada
del atardecer. Su lágrima humedece el claro de los árboles. Esa imagen tan
sólo, que ahuyente realidad. Construir sin palabras (las palabras ocultan lo
que el silencio intenta desvelar). Por ejemplo: «Vuelve la indiferencia al
cuadro y el mágico cronista se pierde en el sendero. Sus pies apagan las
luciérnagas con un leve chasquido.»
Y la absurda costumbre que los ojos poseen de pensar asumirá de
pronto su fracaso: esta estúpida forma de belleza.

O BOSQUE DOS SUICIDAS

Palavras e palavras e palavras. Uma paixão que sobrevive ao pairar


da linguagem. Não retratar um hombre ou a sua dor, nem a indelicadeza de
algum símbolo. Imagens tão só. Imagens que narrem uma história. Aquela
clareira do bosque, verbi gratia, onde o rugoso tronco, devorador de
pássaros (que destrói os ninhos), não segregou cortiça mas sim esta chuva
doce que é a tarde no outono. Floração das penas, uma incerta folhagem.
Queixas que impelem claridade. Sangue ou seiva, palavras. Sim, palavras e
palavras e palavras. Aquela árvore sonhada sobre a qual pende o reino da
sombra. A relva levanta um ar onde o morto verteu a sua obscenidade, este
discurso imóvel. E assim a sua solidão se balanceia como se declamasse o
amor, a ternura que, dizem, os mortos sentem pelos vivos, enquanto a sua
pele recebe a salubre bofetada do entardecer. A sua lágrima humedece a
clareira de árvores. Essa imagem tão só, que afugente a realidade. Construir
sem palavras (as palavras ocultam o que o silêncio tenta descobrir). Por
exemplo: «Regressa a indiferença ao quadro e o mágico cronista perde-se no
caminho. Os seus pés apagam os pirilampos com um leve estalido.»
E o absurdo costume que os olhos possuem de pensar assumirá de
repente o seu fracaso: esta estúpida forma de belleza.

Cenizas de sentido, 1989


Leopoldo María Panero

BLANCANIEVES SE DESPIDE DE LOS SIETE ENANOS

Prometo escribiros, pañuelos que se pierden en el horizonte, risas que


palidecen, rostros que caen sin peso sobre la hierba húmeda, donde las
arañas tejen ahora sus azules telas. En la casa del bosque crujen, de noche,
las viejas maderas, el viento agita raídos cortinajes, entra sólo la luna a
través de las grietas. Los espejos silenciosos, ahora, qué grotescos,
envenenados peines, manzanas, maleficios, qué olor a cerrado, ahora, qué
grotescos. Os echaré de menos, nunca os olvidaré. Pañuelos que se pierden
en el horizonte. A lo lejos se oyen golpes secos, uno tras otro los árboles se
derrumban. Está en venta el jardín de los cerezos.

BRANCA-DE-NEVE DESPEDE-SE DOS SETE ANÕES

Prometo escrever-vos, lenços que se perdem no horizonte, risos que


empalidecem, rostos que caem sem peso sobre a erva húmida, onde as
aranhas tecem agora as suas teias azuis. Na casa do bosque estalam, de noite,
as velhas madeiras, o vento agita coçados cortinados, entra apenas a lua
através das gretas. Os espelhos silenciosos, agora, que grotescos!,
envenenados pentes, maçãs, malefícios, que cheiro a fechado!, agora, que
grotescos!. Terei saudades vossas, nunca vos esquecerei. Lenços que se
perdem no horizonte. Ao longe ouvem-se pancadas secas, uma após outra as
árvores sucumbem. Está à venda o jardim das cerejeiras.

MATARRATOS

Pruebe Vd. a bailar en una habitación a oscuras. O a llegar, a través de la


cornisa, a la habitación de al lado. Pruebe a desconectar el teléfono. O a
tirarse a la piscina, para sentir el agua helada sobre la piel, y temblar,
temblar hasta no ver nada.

***

Todos temen que el gigante vuelva a entrar en acción.

***

¡Gargantas ardientes!

El Hombre Amarillo fue acribillado a balazos, desde un automóvil en


marcha, en la Calle Mayor, delante de un escaparate de librería. Todos, se
acercaron a él para escuchar sus últimas palabras, que más tarde habrían de
figurar en el Libro de Frases Célebres. Pero el Hombre Amarillo no tuvo,
para ellos, últimas palabras. La situación era embarazosa. El Arzobispo
pronunció un discurso.

***
Fue la primera vez que hablé con el Hombre Amarillo. Pronunció algunos
nombres, lo recuerdo confusamente. Pero no habló del sol, ni aludió a
ninguna persona conocida. Tampoco habló de sí mismo.
¿Y cómo podría hacerlo? ¿Quién era el Hombre Amarillo? ¿Cuándo había
llegado a la ciudad? En ontra ocasión, él mismo me confesó que no sabía
nada al respecto. El Hombre Amarillo no era como los demás, de eso no
cabía duda. Pero tampoco era un superhombre, como Supermán, o
Mandrake, o Batman, puesto que no ayudaba a resolver casos a la policía.
Hubo quien se atrevió a afirmar que hasta era amigo de los delincuentes. Sin
embargo, no se encontraron pruebas. El Hombre Amarillo estaba en libertad.
Era cuanto se podía decir de él.

***

Ha muerto el inventor del DDT. Se llama Oscar Frey, y aunque su


descubrimiento no tuvo la trascendencia de los de un Koch, un Pasteur o un
Fleming, bien merece que le recordemos, pues gracias a él nuestros hijos tal
vez nunca lleguen a saber lo que eran los tormentos de la picadura de un
chinche o de una pulga.

MATARRATOS1

1 N. T.: A tradução mantém a forma do poeta, que não existe no

acervo lexical do espanhol. A forma é alusiva, eludindo uma


tradução unívoca. Sugere matarratas (em port. mata-ratos), ao
mesmo tempo que o lexema ratos (esp.) pode referir 'momentos
breves'.
Experimente você a dançar num quarto às escuras. Ou a chegar, através da
cornija, ao quarto ao lado. Experimente a desligar o telefone. Ou a atirar-se à
piscina, para sentir a água gelada sobre a pele, e tremer, tremer até não ver
nada.

***

Todos temem que o gigante volte a entrar em acção.

***

Gargantas ardentes!

O Homem Amarelo foi cravejado de balas, desde um automóvel em


andamento, na Calle Mayor, diante de uma montra de livraria. Todos se
aproximam dele para escutar as sus últimas palavras, que mais tarde
haveriam de figurar no Livro de Frases Célebres. Mas o Homem Amarelo
não teve, para eles, últimas palavras. A situação era embaraçosa. O
Arcebispo proferiu um discurso.

***

Foi a primeira vez que falei com o Homem Amarelo. Pronunciou alguns
nomes, recordo-o confusamente. Mas não falou do sol, nem aludiu a
nenhuma pessoa conhecida. Tão-pouco falou de si próprio.
E como poderia fazê-lo? Quem era o Homem Amarelo? Quando tinha
chegado à cidade? Noutra ocasião, ele próprio me confessou que não sabia
nada a respeito. O Homem Amarelo não era como os demais, disso não
restavam dúvidas. Mas tão-pouco era um super-homem, como o Super Man,
o Mandrake, o Batman, já que não ajudava a resolver casos à polícia. Houve
quem se atreveu a afirmar que até era amigo dos delinquentes. Todavia, não
se encontraram provas. O Homem Amarelo estava em liberdade. Era quanto
se podia dizer dele.

***

Morreu o inventor do DDT. Chama-se Oscar Frey, e ainda que a sua


descoberta não teve a transcendência das de um Koch, um Pasteur ou um
Fleming, bem merece que o recordemos, pois graças a ele os nossos filhos
talvez nunca cheguem a saber o que eram os tormentos da picadura de um
percevejo ou de uma pulga.

Así se Fundó Carnaby Street, 1970


Luís Javier Moreno

EL REY Y LA REINA (HENRY MOORE)

El rey y la reina, en la escultura homónima de Moore, pese al bronce


de su masa, transmiten un desasosiego próximo a la inquietud... El modo de
resolver las figuras contradice la tranquilidad artesana de los objetos inútiles,
a la que (según orales tradiciones) aspiraba el artista como actitud de cada
personaje...
No viven su materia... Copias de un original inexistente, juntas, cada
una ocupa (o lo parece) un lugar diferente. En alguna ocasión las he visto a
cubierto, no bajo el cielo gris de ahora, para el que como techo se pensaron,
sino a la luz matizada de los interiores, ante un sol filtrado y equitativo y
eran las mismas copias, no variaban... Iguales a si mismas.
Algunos de esos sitios non son Inglaterra, ni tienen luz inglesa... A
ellos no les importa, han perdido vista, no miran hacia atrás, a ninguna otra
parte que les permita establecer contrastes. Sobre el azafrán del mediodía, un
cuervo grazna y deslizándose de repente cielo abajo se posa en la rodilla de
la reina... Tampoco a ella le importan las leyendas del ave... Alguien que lo
oyó dice que, como en un susurro, repitió la reina varias veces: «Nunca he
tenido miedo de la vida y ahora menos... De la muerte diré que ya no me
concierne».
El rey y la reina, más verticales que horizontales, por lo reiterado de
su exilio (exilio de la intención, del sentido útil, de la primera materia en la
que fueron hechos, exilio de su reino)... No han sido destronados ni vagan
por un mundo distinto al de su pueblo. Será por lo que, alternativamente,
aparecen inquietos o tranquilos? Por el flanco derecho (lo puede comprobar
quien se les acerque), entre el cuello y las manos, reparten una actitud de
suspicacia. El rey tiene otros ojos que la reina, mayor campo de vista, la
pradera completa, y a su espalda una loma que asiente a la parsimonia de sus
ombros y a la vegetación del espliego, últimas lindes de la english lavander
Atkinson que usaba en los inviernos menos fríos, cuando le consultaba el
viento acerca de la fuerza de su ritmo.
La cabeza del rey es más plana, aún conserva el soporte para un
yelmo que Su Magestad usó en las cacerías africanas, ante las puertas
abiertas de las arenas grises. El rey ha sido previsor, apoyando su mano en el
extremo del asiento, protege enteramente el flanco izquierdo, en el sentido
de quien les contempla. No sé si tal actitud es de defensa (como al primer
vistazo parece inducirse) o de reposo, o de hastío hacia el reglamentado
protocolo.
El rey y la reina no se tocan, parecen esperar... Como en el tiempo
aquel, recogido en sus Crónicas (cuando ambos, cada cual por su parte, se
entregaron con fruición al bestialismo) no llegan nunca a situaciones
íntimas. No desean, les repugna, reanudar sus antiguos debates ni por donde
los dejaron, ni por ninguna parte; han encontrado su reposo final.
Indefinidamente han suspendido el atavismo inherente a los días de
recepción y las audiencias concertadas.
Mengua la claridad del poniente y casi desaparecen los matices del
contorno. Se adensa la calma, la tibieza del aire se extravía en la encrucijada
de las habitaciones. El rostro de la reina no muestra hostilidad (ni en todo, en
parte) respecto a la línea ondulada de la que nace y que delimita su espacio,
son las ventajas de una forma en volumen que puede rodearse y ofrece casi
infinitos puntos de vista, infinitos aspectos: procaces, hieráticos, graves,
dulces, emergentes, necesitados, ausentes, despectivos, ambiguos,
suficientes, autosuficientes... Un sentido ancestral impulsa hacia el abrazo de
los semejantes, pero no se da, ni se otorga cuartel al desvalido... Esa actitud
estuvo en el gesto de una mujer a la que quise por algunos meses, mas esa
analogía termina en el modo de sentarse, en la separación oblicua de sus
senos, en la forma resuelta de hacerse con el mundo tras galopar hasta la
fortaleza de su trono, donde ha dispuesto el sueño el letargo escarlata de las
flores... Nada más. Nihilne plus? Nihil omnino.
En algún momento (momento que no podrá incorporar nunca la
escultura) han debido abrazarse... Presiento el suceso, adoptaron las formas
un aire de indiferencia; indudablemente han aspirado a algo de lo que ya
tienen memoria... Ambos están descalzos, lo que contribuye a perpetuar
(perentoria necesidad de subsistencia) su postura sedente desazonada y
rígida: el camino que tienen frente a ellos está recubierto de cortantes
fragmentos de silex y de vidrio que destrozarían sus pies si intentasen dar un
solo paso. Piadosamente, el escultor ha dispuesto bajo sus plantas una
plancha metálica donde se apoyan... Ellos son, y lo saben, trofeo de sí
mismos y nada les importa. Sólo aspiran, para evitar la corrosión del óxido,
que el vientre oree pronto la húmeda y pálida sustancia del amanecer... Las
nubes, en su entorno, no complementan nada.
Reina y rey han ya sobrepasado la melancolía de pasadas
grandezas... Les respeta el invierno, les matiza la luz, dan dignidad al modo
de sentarse, simetría al hastío, inquietud a los pájaros, veneración al modo
con que orientan los ojos... El aire les rodea, les protege, de todos los errores
del cielo y de la tierra.

O REI E A RAINHA (HENRY MOORE)

O rei e a rainha, na escultura homónima de Moore, apesar do bronze


da sua massa, transmitem um desassossego próximo à inquietação... O modo
de resolver as figuras contradiz a tranquilidade artesanal dos objectos
inúteis, a que (segundo orais tradições) aspirava o artista como atitude de
cada personagem...
Não vivem a sua matéria... Cópias de um original inexistente, juntas,
cada uma ocupa (ou parece) um lugar diferente. Nalguma ocasião as vi a
coberto, não sob o céu cinzento de agora, tecto para que foram pensadas,
mas sim à luz matizada dos interiores, diante de um sol filtrado e equitativo
e eram as mesmas cópias, não variavam... Iguais a si próprias.
Alguns desses lugares não são a Inglaterra, nem têm luz inglesa... A
eles não lhes importa, perderam vista, não olham para trás, a nenhum outro
lado que lhes permita estabelecer contrastes. Sobre o açafrão do meio-dia,
um corvo grasna e deslizando-se de repente céu abaixo vai pousar no joelho
da rainha... Tão-pouco a ela lhe importam as lendas da ave... Alguém que o
ouviu diz que, como num sussurro, repetiu a rainha várias vezes: «Nunca
tive medo da vida e agora menos... Da morte direi que já não me concerne».
O rei e a rainha, mais verticais que horizontais, em virtude do seu
exílio reiterado (exílio da intenção, do sentido útil, da primera matéria com
que foram feitos, exílio do seu reino)... Não foram destronados nem vagam
por um mundo diferente ao do seu povo. Será por isso que, alternativamente,
aparecem inquietos ou tranquilos? Pelo flanco direito (pode comprová-lo
quem se lhes aproxime), entre o pescoço e as mãos, repartem uma atitude de
suspicácia. O rei tem olhos diferentes da rainha, maior campo de visão, a
pradaria completa, e às costas uma lomba que assente à parcimónia dos seus
ombros e à vegetação de alfazema, últimos lindes da english lavander
Atkinson que usava nos invernos menos frios, quando o vento o consultava
sobre a força do seu ritmo.
A cabeça do rei é mais plana, ainda conserva o suporte para um elmo
que Sua Majestade usou nas caçadas africanas, diante das portas abertas das
areias cinzentas. O rei foi previsor, apoiando a sua mão no extremo do
assento, protege inteiramente o flanco esquerdo, no sentido de quem os
contempla. Não sei se tal atitude é de defesa (como à primeira vista se
parece induzir) ou de repouso, ou de fastio pelo regulamentado protocolo.
O rei e a rainha não se tocam, parecem esperar... Como naquele
tempo, recompilado nas suas Crónicas (quando ambos, cada qual por seu
lado, se entregaram com fruição ao bestialismo) não chegam nunca a
situações íntimas. Não desejam, repugna-os, reatar os seus antigos debates,
nem por donde os deixaram, nem por parte alguma; encontraram o seu
repouso final. Indefinidamente suspenderam o atavismo inerente aos dias de
recepção e às audiências concertadas.
Mingua a claridade do poente e quase desaparecem os matizes do
contorno. Adensa-se a calma, a tibieza do ar extravia-se na encruzilhada dos
quartos. O rosto da rainha não mostra hostilidade (nem no todo, nem na
parte) a respeito da linha ondulada de que nasce e que delimita o seu espaço,
são as vantagens de uma forma em volume que pode ser rodeada e oferece
quase infinitos pontos de vista, infinitos aspectos: procazes, hieráticos,
graves, doces, emergentes, necessitados, ausentes, pejorativos, ambíguos,
suficientes, auto-suficientes... Um sentido ancestral move ao abraço dos
semelhantes, mas não se dá, nem se outorga quartel ao desvalido... Essa
atitude esteve no gesto de uma mulher que amei durante alguns meses, mas
essa analogia termina no modo de se sentar, na separação oblíqua dos seus
seios, na forma decidida de enfrentar o mundo depois de galopar até à
fortaleza do seu trono, onde dispôs o sono o letargo escarlate das flores...
Nada mais. Nihilne plus? Nihil omnino.
Nalgum momento (momento que não poderá incorporar nunca a
escultura) devem ter-se abraçado... Pressinto o acontecimento, adoptaram as
formas um ar de indiferença; sem dúvida aspiraram a algo de que já têm
memória... Ambos estão descalços, o que contribui a perpetuar (peremptória
necessidade de subsistência) a sua postura sedente indisposta e rígida: o
caminho que têm diante deles está coberto de cortantes fragmentos de sílex e
de vidro que destruiriam os seus pés se tentassem dar sequer um passo.
Piadosamente, o escultor dispôs sob as suas plantas dos pés uma prancha
metálica onde se apoiam... Eles são, e sabem-no, troféu de si próprios e nada
lhes importa. Só aspiram, para evitar a corrosão do óxido, que o ventre areje
depressa a húmida e pálida substância do amanhecer... As nuvens, à volta,
não complementam nada.
Rainha e rei já estão para além da melancolia de passadas
grandezas... Respeita-os o inverno, matiza-os a luz, dão dignidade ao modo
de sentar-se, simetria ao fastio, inquietude aos pássaros, veneração ao modo
com que orientam os olhos... O ar rodeia-os, protege-os, de todos os erros do
céu e da terra.

Inédito
Jorge Riechmann

ANTROPÓFUGOS

Junto con la marca de nuestra irredimible incompletud nos fue dada


la intuición del reino de la inminencia: y así se hizo posible estar en el
mundo, ahí. No nos hacemos la ilusión de llegar, mas sabemos que estamos
aproximándonos. Pero ellos...

No pueden soportar el dolor de estar en el mundo sin hallarse nunca en casa,


y no les ha sido dado el arte —logrado o maldito— de construir un frágil
cobijo con palabras, imágenes, olores, los restos desperdigados en los altos
desvanes de la memoria. No les ayuda la intuición del reino de la
inminencia, ese talismán infinito dentro de las landas de la finitud. Así que
reniegan de su propio nombre y se entregan a una agitación febril, un
embestir, un horadar que no puede encontrar salida. La leche nocturna no los
alcanza, los dedos de la mujer no hallan acceso a su turbia alcancía. Su
rostro delata tanta codicia y ferocidad cuando pronuncian las palabras
“calidad de vida”, que uno se echa a temblar. En tales condiciones, apenas
atinan a figurarse el desmayo sobre las dunas de un desierto abrasador, y a la
postre sólo una obsesión se magnifica ante la desmesura de ese horizonte
rojo: deseo de ser devorado por el Ángel, deseo de ser poseído por la
Máquina.
ANTROPÓFUGOS

Juntamente com a marca da nossa irredimível incompletude foi-nos


dada a intuição do reino da iminência: e assim se tornou possível estar no
mundo, aí. Não temos a ilusão de chegar, mas sabemos que estamos a
aproximar-nos. Mas eles...

Não podem suportar a dor de estar no mundo sem sentir-se nunca em casa, e
não lhes foi dada a arte — conseguida ou maldita — de construir um frágil
refúgio com palavras, imagens, cheiros, os restos dispersos nos altos sótãos
da memória. Não os ajuda a intuição do reino da iminência, esse talismã
infinito dentro das charnecas da finitude. Assim, renegam do seu próprio
nome e entregam-se a uma agitação febril, um arremeter, um esburacar que
não pode encontrar saída. O leite nocturno não os alcança, os dedos da
mulher não encontram acesso à sua turva alcanzia. O seu rosto delata tanta
cobiça e ferocidade quando pronunciam as palavras “qualidade de vida”, que
uma pessoa desata a tremer. Em tais condições, apenas atinam a imaginar o
desmaio sobre as dunas de um deserto abrasador, e no fim só uma obsessão
se magnifica diante da desmesura desse horizonte vermelho: desejo de ser
devorado pelo Anjo, desejo de ser possuído pela Máquina.

APARICIONES

Doña Estética, apesta usted a autocomplacencia. Doña Dueña, ama de la


enfermedad y enfermera de la melancolía: le huelen los bajos, si me permite
esta grosería, o incluso cuando no me lo permita. Sólo cuando se dé cuenta
de que sus inquisiciones no pueden apelar directamente a la belleza, sino que
han de buscar el diálogo con los lienzos de la misericordia, o incluso —me
atreveré a decirlo— tratar de restañar aquello que se pierde por entre los
tabancos de la inmolación, sólo entonces, y desde ese otro lugar más difícil
donde estar y donde no estar, desde aquella hemorragia, ámbar que se pierde
hacia la resina, me avendré a hablar con usted de lo que realmente nos
importa a ambos: la belleza.

APARIÇÕES

Dona Estética, você apesta a auto-complacência. Dona Senhora, ama da


doença e enfermeira da melancolia: as suas partes baixas cheiram mal, se me
permite esta grosseria, ou mesmo que não mo permita. Só quando se der
conta de que as suas inquisições não podem apelar directamente à beleza,
mas sim deverão procurar o diálogo com as telas da misericórdia, ou
inclusive — atrevo-me a dizê-lo — tratar de estanhar de novo aquilo que se
perde por entre as barracas da imolação, só então, e desde esse outro lugar
onde é mais difícil estar e não estar, desde aquela hemorragia, âmbar que se
perde para a resina, concordarei em falar com você sobre o que realmente
nos importa a ambos: a beleza.

TEOLOGÍA POLÍTICA
DEL RESTO IRREPRESABLE

Encauzar es necesario. Todo el trabajo de lindes y de acequias, de


numerología y diccionarios. Pero siempre, al final de tantos loables
esfuerzos, surge incontenible la fuerza de un resto que no tolera cauce
alguno.

Ayer supimos que compartimos con el hermano ratón noventa y nueve de


cada cien genes, y lanzamos un suspiro de alivio: si desaparecemos de la faz
de la Tierra, bastará con dejar trabajar a la naturaleza un rato, apenas cien o
doscientos millones de años, para que vuelvan a ser posibles el genocidio y
la poesía.

Administrar es necesario. Intentar llegar a acuerdos razonables, dar a cada


cual lo suyo, juntar fuerzas para acometer los trabajos útiles para todos. Y
sin embargo, en la hora vigésimo quinta se muestra siempre un pájaro
inesperado que, con un raro grito o un chascarrillo incomprensible, relativiza
las sagradas aspiraciones y llega a desbaratar los consensos laboriosamente
logrados.

Irrepresable resto último, con todo vuestro poder de destrucción y salvación:


en Vos confío.

TEOLOGIA POLÍTICA
DO RESTO IRREDUTÍVEL

Canalizar é necessário. Todo o trabalho de lindes e de acéquias, de


numerologia e dicionários. Mas sempre, no fim de tantos louváveis esforços,
surge incontinente a força de um resto que não tolera nenhum leito.

Soubemos ontem que compartimos com o irmão rato noventa e nove de cada
cem genes, e lançamos um suspiro de alívio: se desaparecemos da face da
Terra, bastará com deixar trabalhar a natureza um pouco, apenas cem ou
duzentos milhões de anos, para que voltem a ser possíveis o genocídio e a
poesia.

Administrar é necessário. Tentar chegar a acordos razoáveis, dar a cada um o


que lhe pertence, juntar forças para acometer os trabalhos úteis para todos. E
todavia, na vigésima quinta hora sempre aparece um pássaro inesperado que,
com um estranho grito ou uma anedota incompreensível, relativiza as
sagradas aspirações e chega a desbaratar os consensos laboriosamente
logrados.

Irredutível resto último, com todo o vosso poder de destruição e salvação:


em Vós confio.

Conversaciones entre alquimistas, 2001-2002


Ángel Campos Pámpano

EL CIELO SOBRE BERLÍN

para Luis Costillo

Un perro abandonado entra en la casa. Hay un olor metálico,


anónimo, a pintura seca y desolada. Los ojos tibios del animal se clavan en
quien habita, solo y perplejo, la sombra húmeda del cuarto. Se miran en
silencio. Deliran juntos. Ni una gota de sangre fluye de los tres cuchillos
verticales que penden del techo. Afuera, una luna afilada, cortante, poda el
césped que ha crecido en la mente de quien ha vivido en la casa aguardando
tan sólo este momento.

II.

Un hombre camina en la sorpresa, recobra levemente su pasado en la


mirada fiel de este animal con el que ahora comparte voz y gesto. Hay un
presentimiento de inocencia en este cuerpo vivo que se esparce hasta el
fulgor más limpio de una lágrima. Ya casi sin esfuerzo la mano del hombre
es capaz de modelar lo inevitable, lo que nunca se impone y sin embargo
golpea como una murmuración. como un ligero aleteo que acecha no se sabe
qué sombras.
El pasado es un eco sordo que resuena en las bocas metálicas de la
ciudad. Quien vive abajo desconoce las nubes, el cielo en primavera, la luz
que tiene enfrente. Por más que digan, el pasado —fragmentario y
disperso— no es sino un presente oculto, oxidado, la edad de una mirada que
se perdió para siempre, un corazón que respira como respira el mar o una
boca que crece frente al vacío, suspendida en medio de la noche…

III.

Cuando me lo contaron, sentí el frío de una hoja de acero en las


entrañas. Evité las preguntas. El mundo de los vivos no conoce el fondo
ceniciento de los párpados, el silencio plural de esa mirada que se aferra a la
luz, a su reminiscencia, porque sabe que adentro sólo existe la verdad
replegada de la muerte.

IV.

Ahí tienes la intuición. Un día, los rostros de la ausencia pesarán en


la sangre, duros como el hielo, y pondrán en tus manos un silencio tan lleno
de distancias que sentirás cómo se resbala de entre los dedos la áspera
textura de la melancolía. Un día, el espacio que ocupaban sus nombres se
quedará vacío para siempre, olvidado en el fondo quebrado de un espejo,
será apenas un simple hueco en donde recoger la ceniza del último
relámpago.

V.
Se mira desde aquí el laberinto, la soledad poblada de presagios, de
fríos amuletos que enmascaran la agonía: un minotauro azul en zapatillas,
una virgen negra que le cambia el agua a las flores del mal, un animal ebrio
que lame las ingles de una muchacha alada en un columpio, los círculos
blancos de los caballos del miedo, la muerte en Puerto Hurraco, el cielo
sobre Berlín…

VI.

Un hombre perfila el movimiento vertical de una mano abierta en el


vacío, de una mano tendida que procura taladrar la nube, tocar el cielo. Él
sabe que la sed es indecible, pero la mano en su pobreza sólo aspira a
modelar la lluvia, a construirla, para colmar al menos un vaso con agua, que
al derramarse le haga sentir que sigue vivo.

VII.

Su pintura era el perro, el aliento del perro, la mirada de perro —flor


intensa— fija en sus ojos. El animal era el secreto curso de la luz que
sombreaba el lienzo, el latido de luz que todo lo engendraba; y era la vida, la
quietud, la duración…

Por eso hoy, sin su presencia, acude el llanto, el ojo frío del llanto o
el de la muerte impregnándolo todo: los papeles resecos, el hueso sin su
carne, los pinceles, dos botes de cristal llenos de tierra, tapados con un
corcho...

Ya tan sólo cabe habitar el edén, lejos de casa.


Badajoz, 8 de marzo de 2003

O CÉU SOBRE BERLIM

para Luis Costillo

Um cão abandonado entra na casa. Há um cheiro metálico, anónimo,


a pintura seca e desolada. Os olhos tíbios do animal cravam-se em quem
habita, só e perplexo, a sombra húmida do quarto. Olham-se em silêncio.
Deliram juntos. Nem uma gota de sangue flui das três facas verticais que
pendem do tecto. Lá fora, uma lua afiada, cortante, poda a relva que cresceu
na mente de quem viveu na casa aguardando tão-só este momento.

II.

Um homem caminha na surpresa, recobra levemente o seu passado


no olhar fiel deste animal com que agora comparte voz e gesto. Há um
pressentimento de inocência neste corpo vivo que se espalha até ao fulgor
mais limpo de uma lágrima. Já quase sem esforço a mão do homem é capaz
de modelar o inevitável, o que nunca se impõe e contudo golpeia como uma
murmuração, como um ligeiro adejo que espreita não se sabe que sombras.
O passado é um eco surdo que ressoa nas bocas metálicas da cidade.
Quem vive em baixo desconhece as nuvens, o céu na primavera, a luz que
tem diante. Por mais que digam, o passado — fragmentário e disperso —
não é senão um presente oculto, oxidado, a idade de um olhar que se perdeu
para sempre, um coração que respira como respira o mar ou uma boca que
cresce diante do vazio, suspensa a meio da noite…

III.

Quando mo contaram, senti o frio de uma folha de aço nas


entranhas. Evitei as perguntas. O mundo dos vivos não conhece o fundo
grisalho das pálpebras, o silêncio plural desse olhar que se aferra à luz, à sua
reminiscência, porque sabe que dentro só existe a verdade dobrada da morte.

IV.

Aí tens a intuição. Um dia, os rostos da ausência pesarão no sangue,


duros como o gelo, e vão pôr nas tuas mãos um silêncio tão cheio de
distâncias que sentirás como escorre por entre os dedos a áspera textura da
melancolia. Um dia, o espaço que ocupavam os seus nomes ficará vazio para
sempre, esquecido no fundo quebrado de um espelho, será apenas um
simples côncavo onde recolher a cinza do último relâmpago.

V.

Observa-se desde aqui o labirinto, a solidão povoada de presságios,


de frios amuletos que mascaram a agonia: um minotauro azul de chinelos,
uma virgem negra que muda a água às flores do mal, um animal ébrio que
lambe as virilhas de uma rapariga alada num baloiço, os círculos brancos dos
cavalos do medo, a morte em Puerto Hurraco, o céu sobre Berlim…
VI.

Um homem perfila o movimento vertical de uma mão aberta no


vazio, de uma mão estendida que procura furar a nuvem, tocar o céu. Ele
sabe que a sede é indizível, mas a mão na sua pobreza só aspira a modelar a
chuva, a construí-la, para encher pelo menos um copo de água, que ao
derramar-se lhe faça sentir que continua vivo.

VII.

A sua pintura era o cão, o hálito do cão, o olhar do cão — flor


intensa — fixa nos seus olhos. O animal era o secreto curso da luz que
sombreava a tela, a palpitação de luz que tudo engendrava; e era a vida, a
quietude, a duração…

Por isso hoje, sem a sua presença, acode o pranto, o olho frio do
pranto ou da morte impregnando tudo: os papéis ressequidos, o osso sem a
sua carne, os pincéis, dois boiões de vidro cheios de terra, tapados com uma
rolha...

Já tão-só cabe habitar o éden, longe de casa.

Badajoz, 8 de Março de 2003

Secções I e V, La voz en espiral, 1998


Secções II, III, IV, VI, VII, Inéditas
Lupe Gómez

AS FOTOS DO SEXO

A pornografía é a cara cortada das mulleres. É un campo libre, onde


todos corremos buscando palabras, paz e sexo. É o título do meu primeiro
libro, no que escribo, protesto e revento. É abrir o baúl gardado da nenez e
da inocencia. É roubarlle á relixión a súa parte falsa. É ir pólo monte,
buscando corpos que te amen. É rachalas bragas. Sermos putas que sangran
moito e de forma moi profunda na noite. Cando aman. Cando lles escapa o
corazón da caixa dos soños mortos. Pornografía é escupir na cara violada
dun home. Os homes non entenden este falar noso e feminino, ou loitan por
entender. Eu creo nas fotos do sexo. Como creo na sinceridade da poesía.
Palabras brutais cargadas de beleza. Creo que o ser humano naceu para
vencer o medo a través do amor e o sexo. Que a historia non deixou falar ás
mulleres e agora deixamos de calar. Sacamos as saias e os zapatos que nos
lastimaban e imos como vacas póla vida, cos ollos abertos, animais, salvaxes
e por fin libres, abertas, faladoras, liberadas.

AS FOTOS DO SEXO

A pornografia é a cara cortada das mulheres. É um campo livre,


onde todos corremos buscando palavras, paz e sexo. É o título do meu
primeiro livro, onde escrevo, protesto e rebento. É abrir o baú guardado da
infância e da inocência. É roubar à religião a sua parte falsa. É ir pelo monte,
buscando corpos que te amem. É rasgar as cuecas. Sermos putas que
sangram muito e de forma muito profunda na noite. Quando amam. Quando
lhes escapa o coração da caixa dos sonhos mortos. Pornografia é cuspir na
cara violada de um homem. Os homens não entendem este falar nosso e
feminino, ou lutam por entender. Eu creio nas fotos do sexo. Como creio na
sinceridade da poesia. Palavras brutais cargadas de beleza. Creio que o ser
humano nasceu para vencer o medo através do amor e do sexo. Que a
história não deixou falar as mulheres e agora deixamos de calar. Tiramos as
saias e os sapatos que nos doíam e vamos como vacas pela vida, com os
olhos abertos, animais, selvagens e por fim livres, abertas, faladoras,
liberadas.

Poesía fea, 2000


Felipe Núñez

FALSIFICACIONES Y OTRAS PREVENCIONES

Tal era el título de cierto género de circulares que nos mandaba la


central para dar noticia de los brotes periódicos de moneda falsa, o de los
robos y extravíos de talonarios, o del libreto de las nuevas estafas —y
recordatorio de las clásicas—, o de la facha, la ruta previsible y otras señas
de los timadores. Y sacara yo de ahí mucha novela verosímil si no fuera por
lo que me incomoda y me empalaga —pero a la vez me tienta— eso del
guiño cómplice y el mutuo regodeo en el retrato del tiempo que vivimos, que
es retrato sin modelo vivo ni muerto, sino invención de la novela misma.
Pues aquello que la novela jura que halla, antes ella misma lo puso allí de
tapadillo, y atestigua ver algo que, bien mirado, sólo es niebla y legaña que
en los ojos trajo.

Aunque también es verdad que se trata de ilusión forzosa y niebla


pertinaz que no levanta, y que es legaña a priori y pitaña trascendental e
indesprendible, porque el mirar de la novela —salvo casos contados: Beckett
por excelencia, algo menos Bernhard, en otro sentido Kafka—, viene apenas
como despliegue y pormenor (o taxidermia) del mirar a secas, y así resulta
que la novela hereda del ojo diario y común su afición a ver lo que no hay, y
luego esa querencia la devuelve a su origen corregida y aumentada, y vuelta
a empezar, de suerte que entre el uno y el otro ojo inflan el globo al que
llamamos ‘mundo’ (con palmaria impropiedad), y, siendo dos los ojos, urden
divinamente, por mecanismo conocido, cierta apariencia de hondura y
espesor en aquello que es plano como lienzo —o pantalla, o página—.

(No menos planas, por cierto, las artes voluminosas, ya que sólo les
importa el lustre de su cara vista, y su meollo es borra o paja que impide que
lo hueco resuene, o es dispendio de material y peso muerto si la obra es
maciza, o en otro caso es vacío y viento. No hay debajo la médula que
debiera: ni mucosas húmedas y tibias ni tripas voraces ni corazón bullente en
las estatuas, ni Dios ni dioses en los templos. Sólo, tal vez, el sepulcro, la
arquitectura funeraria, hace frente a la planicie unánime del arte y se toma en
serio lo que aprisiona en su volumen. Pero ved qué atesora: primero palor y
podredumbre, y luego polvo, nada.)

Cosa estupenda aquélla del ver lo que no hay, no lo niego, con la que
pasamos muy buenos ratos, y es medicina excelente contra el tedio y
bálsamo del alma herida —pero a veces su daga—, siempre y cuando, no
obstante, las tales miradas, madre e hija, no se suban a la parra y no
pretendan para sí el rango de vía de conocimiento, y encima via regia o Gran
Vehículo, ni usurpen la peana de maestras de la vida, que a tanto extremo
hemos llegado en el decir que sí es de lo que no lo es ni por el forro. Y, por
lo demás, empeño bobo ése de dibujar el bosque del mundo desde su centro,
desde donde no se aprecia ni siquiera que es bosque ni su pánico, sino, a lo
más, miedos locales, aptos para menores: este lobo, esa bruja, aquel
salteador de caminos, cuyo peligro cesa tras unos buenos estacazos, y no así
el pánico, al que no sabes dónde darle porque nunca se te encara.

Aun así, ya digo que me tienta la novela, porque seguir su señuelo,


subirme a su voz en marcha, eso me reconforta y me iguala: me hace
muchos —sucedáneo no tan malo del hacerse nadie—. Mecido en esas
ondas, me olvido por un momento de la quimera en que ardo —que me
quemaba ya antes de saber que tiene nombre, aunque fuera tentativo, y es
fuego raro como zarza ardiente, pero no insólito; siendo yo mismo, en esa
imagen, no Moisés ni las tablas ni la Voz Tremenda, ni el pueblo que
aguarda en la llanura, dado a sus temas, sino la propia zarza en llamas que el
fuego no consume—, esto es, y sin más arabescos laterales: no perderme el
movimiento inicial, sorprenderlo in fraganti. Que ninguna cosa me preceda
sin mi licencia expresa, sin que yo le pida los papeles. Pues me quiero
policía de mí mismo, Gestapo de lo que por mí circula, y ay de aquello que
me contradiga lo más mínimo o me sea desafecto. Es un anhelo de principio
absoluto, siempre defraudado, que a mí me mueve más que el dinero, lo juro,
o el poder o la borrachera de salud o el lecho de las bellas —que no diré que
todo eso no me mueva algo, o bastante, ya que aspiro a otra quimera: que
todo lo que digo se me crea—. Debo de parecer un loco al confesarlo, pero
sin vergüenza ninguna lo confieso, y bato palmas.

Valgan verdades: de la selva del mundo pinta la novela algunas


menudencias que vienen a los ojos solas, motu proprio: ramas, flores, frutos
y hojas. Con detalle exquisito, si se quiere, de peciolos, pétalos, nervaduras y
nudos, lo que no es poco, aunque sea minucia respecto de la jungla, y tendría
que contentar a quien lo da y quien lo toma, y tenerse ambos en sus términos
y límites. Pero no, pues de natural los hombres tendemos al énfasis, y nos
gusta decir de cualquier cosa que es más que lo que es, y es así como
acabamos diciendo de todo que es su contrario.

Uno al que le mando un croquis del mundo que saqué con gran
esfuerzo —y generoso, puesto que yo tal mapa lo guardo en la cabeza, y
ninguna necesidad tenía de trasladarlo al papel, donde se desluce—, va éste
susodicho y me responde, no que yo acierte o desatine en lo intentado, sino
que no le agrada porque, según dice, me olvidé de dibujar aquella miniatura
vecina del ojo. Y añade que él prefiere “las distancias cortas”, como si no
fuera ésa la preferencia por defecto, lo que va de suyo y, por tanto, no hace
falta preferir. O sea, y por resumen de su reparo (que encima era prolijo): yo
someto a su consideración mi mapamundi y él me objeta que es un plano
muy malo de mi casa.

(A mayores del error radical del enfoque, vi en su respuesta mucha


mala baba y deliberada caricatura de lo mío, de modo que su nombre fue
derecho a alargar mi ya nutrida lista negra de nadies —pero este suyo
subrayado en rojo, para no olvidarme de olvidarlo—. Cada poco conviene
así suprimir del balance de la vida los activos ficticios, las deudas de amor
incobrables, las sumas de afecto confiadas a insolventes y morosos, cuyas
rúbricas huecas a menudo se mantienen en su lugar por costumbre, o por
incredulidad —ésa enorme que provoca siempre lo más cierto—, o por
pereza de hacer inventario, o por cariño que se le toma al eco familiar de sus
sílabas. Y ese saneamiento de lo huero, más prudente es hacerlo una
madrugada de verano, cuando parece que hasta la noche hay tiempo de sobra
para recuperarse del quebranto, y, si un ancho día de estío no basta, queda
tiempo para convalecer hasta el invierno.)

Malentendidos de esa clase me amargan la vida desde chico, pues


convierten en diálogo para beocios cualquier plática mía u otro comercio
mudo, incluso los más banales y alimenticios, cosa que da risa sólo las
primeras veces, y a la larga cansa. ‘Mal de escala’ lo llamé alguna vez,
porque no coincide jamás, ni por chamba, la proporción de nuestros planos
respectivos. Superpuestos en capas, parece que ambos pisamos el mismo
suelo firme, pero no (al cabo no tan firmes ni el uno ni el otro suelo, puesto
que son, los dos, suelos pintados). De manera que si digo ‘mesetas’, él
entiende ‘mesas’, y si menciono mares, él interpreta charcos. No se piense,
sin embago, que yo desprecio la pequeña escala. Por el contrario, la practico
a menudo, y creo que con pericia. Lo que ocurre es que me paso de
resolución y entonces regresa el despropósito por el extremo opuesto.

Así, por más que en el catón de la novela se aprendan vida y muerte


—y el amor que las mezcla—, o por más que a coro digan todos: “esto es” o
“esto era”, no es eso, no es eso ni lo fue, ni es lo que nos vive ni nos muere,
que es otra cosa que la novela y sus secuelas tapan y confunden.

“Falsificaciones y otras prevenciones”: lo cierto es que según se


recibían, y sin leer, se archivaban, a veces aún dentro de su sobre sólo a
medias abierto, lo bastante para comprobar que no traía cosa de mayor
sustancia. Se embutían sin orden en un enorme cartapacio de fuelle —casi
cofre—, repleto ya de otras de su especie y de más basura impresa
miscelánea, y comido de moho y roña añeja por los cantos de cartón, y
pringoso de verdín en los remaches dorados de los ángulos. Cada mucho —
pues tardaba en rebosar—, el ordenanza lo bajaba al sótano y lo vaciaba
sobre un gran montón de otro papel de varia procedencia que usaba luego
como yesca para encender la caldera.

Camuflado entre aquel amasijo que por entonces colmaba el


cartapacio, le pilló la inspección a Pedro Sevilleja todo el papeleo
acumulado del trabajo pendiente de tres años: cheques de viaje, seguros
sociales y tributos sin tramitar de medio pueblo, francos belgas de los
emigrantes —el otro medio pueblo trabajaba en Charleroi, en la industria del
clavo— y cosas suyas peregrinas: la foto remota de un banquete, una
estampa de la Virgen del Prado —Ella con barba negra, sobrepintada con
rotulador, y el Niño con mostacho de la misma traza—, calendarios viejos,
resguardos de quinielas, gomas elásticas, clipes, grapas, un par de lápices
minúsculos de tantas veces afilados —de ésos que llaman caganenes—, y
algunos trozos de pan ya pétreos, e incluso una rodaja momificada de
chorizo. Esa amalgama rara la explicaba —más tarde confesó a preguntas
del inspector jefe— el hecho de haber volcado dentro del cartapacio el
contenido entero del cajón en que guardaba la tarea atrasada. Luego empujó
hacia el fondo el corpus delicti con su aliño extravagante, retocó la
superficie, al modo en que se ahueca la hojarasca sobre una tumba
clandestina, y santas pascuas.

Para mal de Sevilleja, y como es lo frecuente en enterramientos


furtivos, el cadáver acabó por emerger. No se sabe cuándo ni obediente a
qué física extraña, asomó la esquina un cheque de viaje de American
Express haciendo alarde de su guarismo inconfundible. Y fuera porque
Sevilleja cada poco volvía con los ojos al lugar del crimen, y así se delataba,
o porque los inspectores son gentes entrenadas en ver la gota de lo insólito
en el mar de lo ordinario, el caso es que al rato de comenzada la visita
sacaron de aquel hilo buena parte del ovillo, y hubo entre ellos mucho
revuelo en voz baja y mucha contenida excitación. Lo primero procedieron
al secuestro sumario del cartapacio, que encerraron bajo llave en el armario
palastro. Luego el inspector jefe tocó a rebato y el equipo al completo
celebró conferencia en el despacho del director —a quien desalojaron con
más apremio que modales—. Y al cabo de unos minutos lentos y espesos —
ese tiempo venido a primer plano que, en imagen feliz de Le Pera, “el
minutero muele”—, al cabo de ese lapso vimos espantados cómo en todos
los teléfonos parpadeaba el chivato rojo de la línea de dirección, y
escuchamos en sordina y a pedazos la delación del incidente a la central.

Si me sé al dedillo algún detalle menudo del episodio, no es por


omnisciencia torpe de narrador, ni porque añada a lo que vi mi fantasía —
juro que no—, sino porque Benigno Cuesta, un inspector segundo de saña
célebre, me tomó a su cargo como ayudante involuntario —aunque contento
yo de escapar a la rutina—, y me tuvo dos jornadas reponiendo el orden, si
alguno, de aquel pozo de papel en que ahogó su futuro Sevilleja. Me exhortó
muy mucho, con gesto policiaco de película, a no despreciar ningún indicio,
por insignificante que a mí me pareciera. Yo debía clasificar ciegamente
cada hallazgo, que luego él “aplicaría criterio” —sic—. Fui colocando, pues,
las circulares por tema y fecha, los dípticos de propaganda todos juntos, en
un grupo de varia lo inclasificable, y en una batea especial lo referente al
caso. Poco más encontré que sumar a lo ya descubierto: algunos billetes
desprendidos de su fajo, cuatro o cinco liquidaciones de impuestos, la
estampa de la Vigen, y, en el fondo, los restos fósiles de almuerzos y los
lápices mínimos. (Estas últimas irrelevancias incómodas fueron sin más a la
basura —previa consulta con Benigno Cuesta—, pues no eran pieza de
convicción y sí vagos atenuantes, porque mueve a clemencia alguien del que
se sabe que almuerza o aguza lápices.)

No terminó ahí mi concurso y bautizo en las labores inspectoras.


Como quiera que el percance comprometía la duración programada de la
visita, Cuesta me encomendó más tarde el mecanografiado de ciertos
epígrafes de la memoria, justo aquéllos insulsos y plomizos. Nada
emocionante, nada relativo a fraudes ni a faltas en caja ni a créditos mal
dados ni, por supuesto, nada concerniente, sino era de soslayo, al asunto
Sevilleja. Todo eso ameno, por cuanto salpicado de culpa, castigo, dolor y
nombres propios —tal la secreta fórmula, y ruin, del éxito de un relato—,
todo eso se lo reservaban.

Cada inspector redactaba a mano, sobre cuartillas de papel basto, el


texto explicativo de las faltas detectadas, y luego, bajo doble raya, la
amonestación correspondiente. Cuando las dichas notas manuscritas
pertenecían al apartado insípido que me asignó Benigno Cuesta, las dejaban
en mi mesa, cara abajo, y yo fielmente las copiaba a máquina en
sextuplicado ejemplar, y osaba apenas añadir de mi cosecha algún acento
que omitieran. No sufrí, como yo me temía, esa prueba terrible que acecha al
copista: tener que transcribir y respetar, verbatim, disparates y yerros
manifiestos, sin otra defensa que el diminuto sic o el escolio aparatoso (y en
este caso ni siquiera eso). No: era gente, en general, de ortografía correcta,
buena sintaxis y letra pulcra y redonda, casi femenina, y en esto último se
echaba de ver su poca prisa. El vocabulario, sin embargo, y el estilo,
resultaban a la larga formularios y monótonos, e indistintos entre unos y
otros redactores, como si hubieran bebido todos de un mismo abrevadero,
que luego supe que así era.

Se veía que a Benigno Cuesta —no imagino por qué ni quiero— yo


le llenaba el ojo, de modo que en contrapartida y premio de mi apoyo me
propuso sacar una séptima copia para mi uso y provecho. Eso me lo vendió
como merced suya cercana de lo ilícito, y, desde luego, como favor
extraordinario. “Una memoria de inspección —vino a decirme—, es como
compendio o enciclopedia del saber bancario, porque el inspector lo examina
todo, y todo casi siempre está mal, y, cuando no, peor, y, en cualquier caso,
nunca perfecto. Si quieres prosperar en la empresa, aprende primero lo árido
de las formalidades administrativas, que no están por capricho aunque a
veces lo parezca. Tiempo habrá para que te impongas en materia de créditos
y préstamos, donde tratas ya con personas y no sólo con fríos papeles. Eso,
además de entretener, forma el espíritu y templa el ánimo, porque hay que
ejercitarse en decir ‘no’ y saber no ser pródigo ni temerario con los caudales
que no son tuyos. En el negociado de riesgos se aprende algo que sirve luego
en la vida de puertas afuera: resistirse a la súplica, a la amenaza y al soborno
(y este último, bien lo sé yo, se viste a veces con ropajes más sutiles, y más
tentadores, que el grosero fajo bajo mano). Pero es también asunto
peliagudo, y su buena gestión requiere una edad y una experiencia que tú
aún no tienes.”
Ahora bien, la dicha copia séptima, de tan lejana del original y tan
gastado el papel carbón, me salía ilegible, por más que golpeara las teclas
con violencia, y así tuve luego que ir perfilando a bolígrafo, uno por uno,
cada carácter.

Aunque reticente yo al principio sobre el valor y la utilidad de aquel


obsequio oneroso, en los meses subsiguientes me di cuenta de lo verídico de
su carácter de biblia bancaria, pues, en efecto, recorría ce por be y en su
orden sistemático el amplio espectro de los procedimientos. No me
explicaba yo, por tanto, cómo era que el director y los apoderados titubeaban
y erraban a cada paso sobre el recto modo de cualquier operación, siendo así
que disponían del árbol de la ciencia. La verdad: la memoria de inspección
apenas se leía. Vencido el plazo concedido para la respuesta, y a veces tras
dos o tres reclamaciones, todas las incidencias se contestaban con la misma
fórmula: “tomamos nota, seguimos pauta”.

En adelante fui anotando en los márgenes y entre líneas las


novedades habidas en la normativa, de modo que, llegado el caso, podía yo
citar en un escrito a la central, no sólo el precepto que alegaba, sino además
su historia crítica. Eso me reportó prestigio y excelentes informes, y luego
promociones y ascensos, y no pocas veces el cargo oficioso de oráculo de
dudas y dilemas. Mucho después, cuando tuve la llave de mejores fuentes —
y yo mismo hice de fuente, y caudalosa, lo que me reprochaban—, guardé
aquella copia pintarrajeada como fetiche y reliquia de un tiempo muerto, y
ya sólo por muerto, perdonado de su mucha cochambre.

Este Benigno Cuesta, al que llamaban a sus espaldas ‘Don Maligno’,


como quiera que en la inspección no destacaba lo bastante la figura de su
malicia sobre un fondo ya feroz del oficio, migró más tarde al departamento
de personal, donde hizo de las suyas, y con fama tanta, dentro y fuera de la
casa, que al poco lo fichó la competencia para enmendar el rumbo una filial
de leasing que iba a a la deriva, y pronto a pique. Lo último que supe de él
vino en la prensa: que encarnaba un personaje secundario en el chanchullo
financiero más notorio de los tiempos recientes, y que el fiscal le pedía
nosecuantos años. Se le veía en la foto, en la segunda fila del banquillo, algo
menos calvo y más flaco que lo pintaba mi recuerdo —gajes, supongo, del
ascenso social—, pero con la misma mueca amenazante y aviesa (que a mí,
por cierto, siempre me ahorraba), signo ése de dureza de corazón y además
de sandez grande, pues tomaba él ahora a grandes dosis del brebaje mismo
que antes daba, y eran vueltas las tornas, de modo que pareciera más
prudente mudar el gesto hacia lo manso.

De resultas de aquello, Sevilleja fue a la calle, pero no por la desidia


ni por el dolo de su encubrimiento. No: eso le hubiera costado, a lo más, su
chusquera jefatura de cuarta en plaza del grupo C, y, seguramente, un
traslado forzoso a las Canarias. Lo despidieron porque Benigno Cuesta le
hizo proceso universal, y, como perro sabueso, acabó por sacarle lo
impensable, al menos para mí: que Sevilleja participaba en beneficios por
vías oblicuas y al margen del convenio, o sea, que abonaba en su cuenta día
tras día una fracción de lo cobrado a los clientes por cambio de divisas,
aunque bien es verdad que la parte mayor la acreditaba en su lugar debido y
bajo el apropiado epígrafe contable. No llamó la atención aquel goteo
cotidiano de pequeños ingresos porque el infeliz de Sevilleja regentaba
también una muy modesta correduría de seguros —a nombre de su mujer,
para burlar el veto que ponía al repecto el reglamento de régimen interior—.
El tráfico mercantil de ese negocio generaba un sinfín de apuntes de poca
monta en su cuenta, entre los que se enmascaraban y diluían aquéllos de su
fraude.
FALSIFICAÇÕES E OUTRAS PREVENÇÕES

Era este o título de certo género de circulares que nos mandava a


central para dar notícia dos rebentos periódicos de moeda falsa, ou dos
roubos e extravios de livros de cheques, ou do libreto das novas fraudes — e
recordatório das clássicas —, do figurino ou do caminho previsível e outros
sinais dos defraudadores. Extrairía daí muito romance verosímil se não fosse
pelo que me incomoda e me enjoa — mas ao mesmo tempo me tenta — essa
coisa da referência cúmplice e do mútuo regozijo no retrato do tempo em
que vivemos, que é retrato sem modelo vivo nem morto, e sim invenção do
próprio romance. Pois aquilo que o romance jura que encontra, antes ele
próprio o colocou lá às escondidas, e testemunha ver algo que, bem vistas as
coisas, só é névoa e ramelas que nos olhos trouxe.

Ainda que também seja verdade que se trata de ilusão forçosa e


névoa pertinaz que não levanta, e que é ramela a priori e ramela
transcendental e inalienável, porque o olhar do romance — salvo casos
contados: Beckett por excelência, algo menos Bernhard, noutro sentido
Kafka —, vem apenas como desenvolvimento e pormenor (ou taxidermia)
do olhar puro e simples, e assim temos que o romance herda do olho diário e
comum o gosto por ver o que não há, e depois essa querença devolve-a à sua
origem corrigida e aumentada, e volta a começar, de modo que entre um e
outro olho incham esse globo a que chamamos ‘mundo’ (com palmária
impertinência), e, sendo dois os olhos, urdem divinamente, por mecanismo
conhecido, certa aparência de profundidade e espessura aquilo que é plano
como uma tela — ou écran, ou página—.

(Não menos planas, aliás, as artes voluminosas, uma vez que só lhes
importa o lustre da sua cara vista, e o seu miolo é borra ou palha que impede
que o que é oco ressoe, ou é dispêndio de material e peso morto se a obra é
maciça, ou noutros casos é vazio e vento. Não há por baixo a medula devida:
nem mucosas húmidas e tíbias nem tripas vorazes nem coração alvoroçado
nas estátuas, nem Deus nem deuses nos templos. Só, talvez, o sepulcro, a
arquitectura funerária, se enfrenta à planície unânime da arte e leva a sério o
que aprisiona no seu volume. Mas vêde o que entesoura: primeiro palor e
podridão, e depois pó, nada.)

Coisa estupenda essa de ver o que não há, não o nego, com a qual
passamos muito bons momentos, e é medicamento excelente contra o tédio e
bálsamo da alma ferida — mas por vezes a sua adaga —, sempre e quando,
não obstante, os tais olhares, mãe e filha, não tenham manias de grandeza e
não pretendam para si a patente de via de conhecimento, e ainda por cima
via regia ou Grande Veículo, nem usurpem a peanha de mestras da vida, que
a tanto extremo chegámos no dizer que sim é o que não é, nem pelo forro. E,
em tudo o mais, empenho bobo esse o de desenhar o bosque do mundo desde
o seu centro, de onde não se aprecia nem sequer que é bosque nem o seu
pânico, apenas, no máximo, medos locais, aptos para menores: um lobo, uma
bruxa ou um salteador de caminhos, cujo perigo cessa depois de umas boas
pancadas, e não assim o pânico, a que não sabes onde bater porque nunca se
te enfrenta cara-a-cara.

Ainda assim, digo que me tenta o romance, porque seguir o seu


engodo, montar-me na sua voz em andamento, reconforta-me e é igual a
mim: torna-me muitos — sucedâneo não tão mau de tornar-se ninguém —.
Embalado nessas ondas, esqueço-me por um momento da quimera em que
ardo — que me queimava já antes de saber que tem um nome, ainda que
aproximado, e é fogo estranho como sarça ardente, mas não insólito; sendo
eu próprio, nessa imagem, não Moisés nem as tábuas nem a Voz Tremenda,
nem o povo que aguarda na planície, dado aos seus temas, mas sim a própria
sarça em chamas que o fogo não consome —, isto é, e sem mais arabescos
laterais: não perder o movimento inicial, supreendê-lo in fraganti. Que
nenhuma coisa me preceda sem a minha licença expressa, sem que eu lhe
peça a documentação. Pois quero ser polícia de mim próprio, Gestapo
daquilo que por mim circula, e ai daquilo que me contradiga minimamente
ou me seja desagradável. É um anelo de princípio absoluto, sempre
defraudado, que a mim me move mais que o dinheiro, juro, ou o poder ou a
bebedeira da saúde ou o leito das belas — não direi que tudo isso não me
mova algo, o bastante, já que aspiro a outra quimera: que tudo o que digo
seja crível —. Devo parecer um louco ao confessá-lo, mas sem vergonha
nenhuma o confesso, e bato palmas.

Valham as verdades: da selva do mundo pinta o romance algumas


miudezas que vêm aos olhos sozinhas, motu proprio: ramos, flores, frutos e
folhas. Con detalhe requintado, se se quiser, de pecíolos, pétalas, nervuras e
nódulos, o que não é pouco, ainda que seja minúcia em relação à selva, e
tería que contentar quem o dá e quem o tira, e conter-se ambos nos seus fins
e limites. Mas não, pois por natureza os homens tendemos ao ênfase, e
gostamos de dizer de qualquer coisa que é mais do que aquilo que é, e é
assim como acabamos a dizer de tudo que é o seu contrário.

Um tipo a quem mando um bosquejo do mundo que fiz com grande


esforço — e generoso, uma vez que tal mapa guardo-o na cabeça, e nenhuma
necessidade tinha de passá-lo a papel, onde se deslustra —, o dito cujo
responde-me, não que eu acerte o desatine na tentativa, mas sim que não lhe
agrada porque, segundo diz, me esqueci de desenhar aquela miniatura
vizinha do olho. E acrescenta que prefere “as distâncias curtas”, como se não
fosse essa a preferência por defeito, não pode ser de outro modo e, portanto,
não faz falta preferir. Ou seja, e resumindo os reparos que me fez (pois ainda
por cima era prolixo): eu submeto à sua consideração o meu mapa-mundi e
ele objecta que é um plano muito mau da minha casa.

(Para além do erro radical de focalização, vi na sua resposta muita


baba má e deliberada caricatura do que é meu, de modo que o seu nome foi
imediatamente a aumentar a minha já nutrida lista negra de ninguéns — mas
sublinhado a vermelho, para não esquecer-me de o esquecer —. De vez em
quando convém, assim, suprimir do balanço da vida os activos fictícios, as
dívidas de amor incobráveis, as somas de afecto confiadas a insolventes e
morosos, cujas rúbricas ocas frequentemente se mantêm no lugar por
costume, ou por incredulidade — essa coisa enorme que provoca sempre
aquilo que é mais certo —, ou por preguiça de fazer inventário, ou por
carinho que tomamos ao eco familiar das suas sílabas. E esse saneamento do
que é chocho, mais prudente é fazê-lo durante uma madrugada de verão,
quando parece que até à noite há tempo de sobra para recuperar-nos do
quebranto, e, se um longo dia de estio não basta, sobra tempo para
convalescer até ao inverno.)

Mal-entendidos desse género amargam-me a vida desde criança,


pois convertem em diálogo para beócios qualquer conversa minha ou outro
comércio mudo, inclusive os mais banais e alimentícios, coisa que faz sorrir
só as primeiras vezes, e com o tempo cansa. ‘Mal de escala’ chamei-o
alguma vez, porque não coincide jamais, nem por um acaso, a proporção dos
nossos planos respectivos. Sobrepostos em capas, parece que ambos pisamos
o mesmo chão firme, mas não (ao fim e ao cabo não tão firmes nem um nem
outro chão, já que são, ambos, chãos pintados). De modo que se digo
‘mesetas’, ele entende ‘mesas’, e se menciono mares, ele interpreta charcos.
Não se pense, todavia, que desprezo a pequena escala. Pelo contrário,
pratico-a frequentemente, e creio que com perícia. O que acontece é que
exagero na resolução e então regressa o despropósito pelo extremo oposto.)
Assim, por mais que no catão do romance se aprendam a vida e a
morte — e o amor que as mistura —, ou por mais que em coro digam todos:
“isto é” ou “isto era”, não é isso, não é isso nem o foi, nem é o que nos vive
nem o que nos morre, é outra coisa que o romance e as suas sequelas tapam
e confundem.

“Falsificações e outras prevenções”: o certo é que mal se recebiam, e


sem ler, se arquivavam, por vezes ainda dentro do envelope meio aberto, o
suficiente para comprovar que não trazia coisa de maior substância. Eram
embutidas, sem ordem, num enorme cartapácio de fole — quase cofre —,
repleto já de outras da sua espécie e de mais lixo impresso miscelâneo, e
comido de mofo e ronha antiga pelos cantos de cartão, ensebado de limo nos
rebites dourados dos ângulos. De tempos a tempos — pois tardava em
transbordar —, o ordenança trazia-o à cave e esvaziava-o sobre um grande
monte de outro papel de vária procedência que usava depois como
combustível para acender a caldeira.

Camuflado entre aquela massa que por então abarrotava o


cartapácio, a inspecção confiscou a Pedro Sevilleja toda a papelada
acumulada do trabalho pendente de três anos: cheques de viagem, seguros
sociais e tributos sem expedir de metade da aldeia, francos belgas dos
emigrantes — a outra metade da aldeia trabalhava em Charleroi, na indústria
do prego — e coisas suas peregrinas: a foto remota de um banquete, uma
estampa da Virgem do Prado — Ela com barba negra, sobre-pintada com
marcador, e o Menino com bigode do mesmo traço —, calendários velhos,
papéis do totobola, elásticos, clips, agrafos, um par de lápis minúsculos por
terem sido afiados muitas vezes — desses a que chamam caganenes —, e
alguns pedaços de pão já pétreos, e inclusive uma rodela mumificada de
chouriço. Essa amálgama estranha era explicada — mais tarde confessou,
respondendo a perguntas do inspector-chefe — pelo facto de ter deitado
dentro do cartapácio o conteúdo inteiro da gaveta em que guardava o
trabalho atrasado. Depois, empurrou para o fundo o corpus delicti com a sua
ordem extravagante, retocou a superfície, do modo como se afofa a
folhagem sobre um túmulo clandestino, e já está.

Para mal de Sevilleja, e como é frequente em enterros furtivos, o


cadáver acabou por emerger. Não se sabe quando nem obedecendo a que
física estranha, assomou à esquina um cheque de viagem da American
Express fazendo alarde dos seus algarismos inconfundíveis. E fosse porque
Sevilleja voltava, com os olhos, ao lugar do crime, e assim se delatava, ou
porque os inspectores são pessoas treinadas para ver a gota do insólito no
mar do ordinário, o caso é que pouco depois de começada a visita puxaram
por aquele fio boa parte do novelo, e houve entre eles muita agitação em voz
baixa e muita excitação contida. Primeiramente procederam ao sequestro
sumário do cartapácio, que fecharam a sete chaves no armário de ferro.
Depois, o inspector-chefe convocou a equipa completa e celebrou
conferência no gabinete do director — que desalojaram com mais pressa que
bons modos —. E, ao cabo de uns minutos lentos e espessos — esse tempo
que se eleva a primeiro plano que, numa imagen feliz Le Pera diz ser “el
minutero muele” —, ao cabo desse lapso vimos espantados como em todos
los telefones piscava a luz vermelha da linha da direcção, e ouvimos em
surdina, e por partes, a delação do incidente à central.

Se sei de cor algum detalhe miúdo do episódio, não é por


omnisciência torpe de narrador, nem porque acrescente ao que vi a minha
fantasia — juro que não —, mas sim porque Benigno Cuesta, um sub-
inspector de sanha célebre, me escolheu como ajudante involuntário —ainda
que me alegrasse escapar à rotina —, e assim estive duas jornadas repondo a
ordem, se é que tinha, daquele poço de papel em que afogou o seu futuro
Sevilleja. Exortou-me mesmo muito, com gesto policial como nos filmes, a
não desprezar nenhum indício, por insignificante que me parecesse. Deveria
classificar cegamente cada achado, que depois ele “aplicaria critério” — sic
—. Fui colocando, pois, as circulares por tema e data, os dípticos de
propaganda todos juntos, num grupo de varia as coisas inclassificáveis, e
numa bandeja especial tudo o referente ao caso. Pouco mais material
encontrei que se pudesse somar ao já descoberto: alguns bilhetes
desprendidos do respectivo molho, quatro ou cinco declarações de impostos,
a estampa da Virgem, e, ao fundo, os restos fósseis de almoços e os lápis
mínimos. (Estas últimas irrelevâncias incómodas foram sem demora para o
lixo — prévia consulta a Benigno Cuesta —, pois não eram provas de
convicção mas sim vagos atenuantes, porque move à clemência alguém de
quem se sabe que almoça ou afia lápis.)

Não terminou aí a minha participação e baptismo nas tarefas de


inspecção. Uma vez que o percalço comprometia a duração programada da
visita, Cuesta encomendou-me mais tarde que mecanografiasse certos
epígrafes do relatório, justamente aqueles que eram ensossos e plúmbeos.
Nada emocionante, nada relativo a fraudes nem a faltas em caixa nem a
créditos mal dados nem, claro, nada respeitante, a não ser de soslaio, ao
assunto Sevilleja. Tudo quanto era ameno, porquanto salpicado de culpa,
castigo, dor e nomes próprios — tal a secreta fórmula, e ruim, do êxito de
um relato —, tudo isso era reservado.

Cada inspector redigia à mão, sobre folhas de papel basto, o texto


explicativo das faltas detectadas, e depois, duplamente sublinhado, a
admoestação correspondente. Quando as ditas notas manuscritas pertenciam
ao item insípido que me destinou Benigno Cuesta, deixavam-nas na minha
mesa, voltadas para baixo, e eu fielmente copiava-as à máquina por
sextuplicado, e ousava apenas acrescentar da minha lavra algum acento que
tinham omitido. Não sofri, como temia, a provação terrível que ronda o
copista: ter que transcrever e respeitar, verbatim, disparates e erros
manifestos, sem outra defesa que o diminuto sic ou o escólio aparatoso (e
neste caso nem sequer isso). Não: era gente, regra geral, de ortografia
correcta, boa sintaxe e letra pulcra e redonda, quase feminina, e neste último
facto se constatava a pouca pressa que tinham. O vocabulário, todavia, e o
estilo, resultavam no fim formulistas e monótonos, e indistintos entre uns e
outros redactores, como se tivessem bebido todos de um mesmo bebedouro,
que depois soube que assim era.

Via-se que Benigno Cuesta — não imagino porquê nem quero — me


estimava, de modo que como contrapartida e prémio ao meu apoio me
propôs uma séptima cópia para meu uso e proveito. Vendeu-mo como mercê
sua próxima do ilícito, e, desde logo, como favor extraordinário. “Um
relatório de inspecção — viria a dizer-me —, é como compêndio ou
enciclopédia do saber bancário, porque o inspector examina tudo, e tudo
quase sempre está mal, e, quando não está, pior, e, em qualquer dos casos,
nunca está perfeito. Se queres prosperar na empresa, aprende primero a
aridez das formalidades administrativas, que não existem por capricho ainda
que por vezes o pareça. Haverá tempo para que te imponhas em matéria de
créditos e empréstimos, onde tratas já com pessoas e não apenas com frios
papéis. Isso, para além de entreter, forma o espírito e tempera o ânimo,
porque há que exercitar-se em dizer ‘não’ e saber não ser pródigo nem
temerário com os cabedais que não são teus. No serviço de riscos aprende-se
algo que serve depois na vida lá fora: resistir à súplica, à ameaça e ao
suborno (este último, bem o sei, veste-se às vezes com roupagens mais
subtis, e mais tentadoras, que o grosseiro maço na mão). Mas é também
assunto delicado, e a sua boa gestão requer uma idade e uma experiência que
tu ainda não tens.”
Pois bem, a dita séptima cópia, de tão afastada do original e tão
gasto o papel-carvão, era quase ilegível, por mais que golpeasse as teclas
com violência, e assim tive depois que ir perfilando a caneta, um por um,
cada caracter.

Ainda que estivesse reticente de início sobre o valor e a utilidade


daquele obséquio oneroso, nos meses seguintes dei conta do verídico de seu
carácter de bíblia bancária, pois, com efeito, percorría de a a z,
sistematicamente, o amplo espectro dos procedimentos. Não podia explicar,
portanto, como era que o director e os mandatários titubeavam e erravam a
cada passo sobre o modo correcto de qualquer operação, uma vez que
dispunham da árvore da ciência. Eis a verdade: o relatório de inspecção
quase não se lia. Expirado o prazo concedido para a resposta, e por vezes
depois de duas ou três reclamações, a todas as incidências se respondia com
a mesma fórmula: “tomamos nota, seguimos a pauta”.

Daí em diante fui anotando nas márgens e entre linhas as novidades


havidas na normativa, de modo que, chegado o caso, poderia citar num
escrito para a central, não apenas o preceito que alegava, mas ainda a sua
história crítica. Este facto granjeou-me prestígio e excelentes pareceres, e
depois promoções e subidas de escalão, e não poucas vezes o cargo oficioso
de oráculo de dúvidas e dilemas. Muito depois, quando tive a chave de
melhores fontes — e eu próprio fui fonte, e caudalosa, facto que me
criticavam —, guardei aquela cópia mal feita como fetiche e relíquia de um
tempo morto, e apenas pelo facto de estar morto, perdoado da sua muita
imundície.

Este Benigno Cuesta, a que chamavam por trás ‘Dom Maligno’,


como na inspecção não destacava suficientemente a figura da sua malícia
sobre um fundo já de si feroz do ofício, migrou mais tarde para o
departamento de pessoal, onde fez das suas, e com tanta fama, dentro e fora
da casa, que em pouco tempo o contratou a competência para emendar o
rumo de uma filial de leasing que andava à deriva, e ameaçava ir a pique. A
última coisa que soube dele veio na imprensa: que encarnava uma
personagem secundária numa trapaça financiera mais notória dos tempos
recentes, e que o fiscal pedia para ele nãoseiquantos anos. Via-se na foto, na
segunda fila do banco, algo menos calvo e mais magro do que o pintava a
minha memória — ossos do ofício, suponho, da ascensão social —, mas com
o mesmo esgar ameaçador e arrevesado (que a mim, aliás, sempre me
poupou), signo esse de dureza de coração e ainda de sandice grande, pois
tomava ele agora em grandes doses a beberagem que antes dera a beber, a
sorte tinha mudado, de modo que pareceria mais prudente amansar o gesto.

Como resultado de tudo aquilo, Sevilleja foi para a rua, mas não por
incúria nem pelo dolo do seu encobrimento. Não: isso ter-lhe-ia custado,
quando muito, a sua repartição de quarta e cargo do grupo C, e,
seguramente, um traslado forçado para as Canárias. Despediram-no porque
Benigno Cuesta lhe moveu um processo universal, e, como cão sabujo,
acabou por descobrir o impensável, pelo menos para mim: que Sevilleja
participava nos benefícios por vías ínvias e à margem do convénio, ou seja,
que depositava na sua conta dia após dia uma fracção do que cobrava aos
clientes por câmbio de divisas, ainda que seja verdade que a parte maior a
depositava no devido lugar e no item correspondente da contabilidade. Não
chamou a atenção aquele gotejo quotidiano de pequenos proventos porque o
infeliz do Sevilleja dirigia também uma muito modesta agência de seguros
— em nome da mulher, para burlar o veto que lhe impunha o regulamento
do regimento interior —. O tráfico mercantil desse negócio gerava um sem-
fim de apontamentos de pouca monta na sua conta, entre os quais se
mascaravam e diluiam os da sua fraude.
Inédito
Andrés Sánchez Robayna

SISTEMA

A Severo Sarduy

El hilo de la tarde descansa sobre la hoja roja. Ved el otoño. Ved. Sobre la hoja
ved el otoño. La hoja roja en que descansa el otoño, vedla. El hilo de la tarde
descansa. Vedlo rojo.
Diríase que la hoja roja descansa sobre una hora indecisa. La hora
indecisa como el lecho en que la hoja descansa. Digo: Diríase que la hoja roja
descansa sobre una hora indecisa; lo escribo y lo leo. Y lo desleo: preveo que
hoja y hora pueden asociarse de otra forma, establecer una corriente: ved la
hora como una hoja, en su descanso de otoño.
Vedla. Ved el hilo que va de hoja a hora. Vedlo en su otoño. Sobre la
hoja ved el otoño. Ved. Hora roja en que descansa otoño, vedlo. El hilo de la
tarde descansa.
Ved la hora roja.

SISTEMA

A Severo Sarduy
O fio da tarde repousa sobre a folha vermelha. Vejam o outono. Vejam. Sobre a
folha vejam o outono. A folha vermelha em que repousa o outono, vejam-na. O
fio da tarde repousa. Vejam-no vermelho.
Dir-se-ía que a folha vermelha repousa sobre uma hora indecisa. A
hora indecisa como o leito em que a folha repousa. Digo: Dir-se-ía que a folha
vermelha repousa sobre uma hora indecisa; escrevo-o e leio-o. E desleio-o:
prevejo que folha e hora podem associar-se de outra forma, estabelecer uma
corrente: vejam a hora como uma folha, no seu repouso de outono.
Vejam-na. Vejam o fio que vai de folha a hora. Vejam-no no seu
outono. Sobre a folha vejam o outono. Vejam. Hora vermelha em que repousa
o outono, vejam-no. O fio da tarde repousa.
Vejam a hora vermelha.

EL RESPLANDOR

El cielo, herido.
Los nudos de la tormenta corrían sobre los charcos de la llanura.
Oscuro, el cielo herido. Oscuro de oscuridad remota, allá arriba,
celebrado en las pizarras celestes, tumultuosas sombras sopladas en un cielo sin
luz.

II
Allá estaban las torres sombrías, las escalinatas que llegaban hasta la
cúspide truncada en cuyo interior dormían los siglos de los dibujos y de las
inscripciones, los plumajes alzados en la celebración terrestre.
Sobre la piedra henchida dormía el dios.
Estaba allí la luz quebrada en sordos centelleos, en la felicidad del
color y en el color del polvo sobre la piedra bullente.
De pie, ante las paredes interiores sobre las que caía una leve luz de
mármol, inmóviles, permanecíamos en un silencio sólo roto por el canto de un
pájaro invisible.

III

En otro tiempo se deslizaron sobre estas escalinatas las enormes


cascadas, las aguas tempestuosas desde las circunvoluciones celestes, las aguas
llamadas por las voces que se enhebraban abajo en la llanura. Las aguas
convocadas. Las aguas que salían de su naciente hasta la tierra para calmar la
sed, para crear la forma de los cuencos, para dotar al barro del hermoso poder
la modelación. Para llegar a los humanos limos.
Afuera, la lluvia tejía el aire quieto sobre el llano.

IV

Dios de las aguas, ahora también herido. En su líquida lengua


pronunciábamos los nombres, las sílabas que decían los cielos y las aguas, sus
salivas anteriores, su interior.

V
Bajábamos. Manos de antigua adoración, manos de antigua
convocación levantaron la pirámide bajo el silencio de los cielos, la hollaron
luego con minuciosas figuras de la humana indefensión y de la sed terrestre
bajo la lengua de interminable aspereza como imposible imagen de lo humano.
Esculpieron con figuras geométricas la piedra destinada a la permanencia.
Sonreían al ver agolparse las nubes que anunciaban las trombas, levantaban la
vista hacia lo alto y allí la suspendían, expectantes.
El orden de las aguas, las arquitecturas de cuanto fluye, los canales, los
hombres en la oscura sumersión.
Tierra lacustre, tierra escrita por la infinita puntuación de la lluvia.

VI

Bajábamos. Vimos, de pronto, un resplandor entre las nubes, la luz


acumulada en el cielo vacío.
Pareció detenerse aún más el polvo sobre la inmensidad de la llanura,
inmovilizarse aún más el reflejo de las negras imágenes en los charcos,
suspenderse en el aire el aire atravesado por el ave sombría.
Bajábamos. Sólo entonces supimos que aquella construcción se alzaba
entre la tierra y el cielo como imposible lugar de mediación entre la humana
lengua y la lengua del dios.

VII

Cuando nos retirábamos, al atardecer, nos fue ofrecida una hermosa


piedra pequeña, brillante como un cuerpo que sale de la orilla.
La miramos, absortos. Mirábamos la luz detenida, los reflejos del
resplandor que habíamos visto revolverse, entre las nubes agolpadas, en busca
de la humana mirada.
El resplandor latía aún en la piedra. En los contornos pulidos, sobre la
reluciente superficie que reflejaba la luz del cielo atormentado, vimos aún
deslizarse las nubes.
Un breve dios de multiplicada piedra fulgurante nos había sido
entregado como resto del naufragio celeste.

O ESPLENDOR

O céu, ferido.
Os nós da tempestade corriam sobre os charcos da planície.
Escuro, o céu ferido. Escuro de escuridão remota, lá em cima,
celebrado nas ardósias celestes, tumultuosas sombras sopradas num céu sem
luz.

II

Lá estavam as torres sombrias, as escadarias que chegavam até à


cúspide truncada em cujo interior dormiam os séculos dos desenhos e das
inscrições, as plumagens alçadas na celebração terrestre.
Sobre a pedra cheia dormia o deus.
Estava ali a luz quebrada em surdas cintilações, na felicidade da cor e
na cor do pó sobre a pedra bullente.
De pé, diante das paredes interiores sobre que caía uma leve luz de
mármore, imóveis, permanecíamos num silêncio apenas roto pelo canto de un
pássaro invisível.

III

Noutro tempo deslizaram sobre estas escadarias as enormes cascatas,


as águas tempestuosas desde as circunvoluções celestes, as águas chamadas
pelas vozes que se enfiam lá em baixo na planície. As águas convocadas. As
águas que saíam da sua nascente até à terra para acalmar a sede, para criar a
forma das tigelas, para dotar o barro do formoso poder a modelagem. Para
chegar aos humanos limos.
Fora, a chuva tecia o ar quieto sobre a planície.

IV

Deus das águas, agora também ferido. Na sua líquida língua


pronunciávamos os nomes, as sílabas que diziam os céus e as águas, as suas
salivas anteriores, o seu interior.

Descíamos. Mãos de antiga adoração, mãos de antiga convocação


levantaram a pirâmide sob o silêncio dos céus, calcaram-na depois com
minuciosas figuras da humana indefensão e da sede terrestre sob a língua de
interminável aspereza como impossível imagem do humano. Esculpiram com
figuras geométricas a pedra destinada à permanência. Sorriam ao ver amontoar-
se as nuvens que anunciavam as trombas de água, levantavam a vista ao alto e
ali a suspendiam, expectantes.
A ordem das águas, as arquitecturas de tudo quanto flui, os canais, os
homens na escura submersão.
Terra lacustre, terra escrita pela infinita pontuação da chuva.

VI

Descíamos. Vimos, de repente, um resplendor entre as nuvens, a luz


acumulada no céu vazio.
Pareceu deter-se ainda mais o pó sobre a imensidão da planície,
imobilizar-se ainda mais o reflexo das negras imagens nos charcos, suspender-
se no ar o ar atravessado pela ave sombria.
Descíamos. Só então soubemos que aquela construção se erguia entre a
terra e o céu como impossível lugar de mediação entre a humana língua e a
língua do deus.

VII

Quando nos retirávamos, ao entardecer, foi-nos oferecida uma


formosa pedra pequena, brilhante como um corpo que sai da margem.
Observámo-la, absortos. Observámos a luz parada, os reflexos do
resplendor que tínhamos visto agitar-se, entre as nuvens acumuladas, em busca
do humano olhar.
O resplendor latia ainda na pedra. Nos contornos polidos, sobre a
reluzente superfície que reflectia a luz do céu atormentado, vimos ainda
deslizarem-se as nuvens.
Um breve deus de multiplicada pedra fulgurante fora-nos entregado
como resto do naufrágio celeste.

FUEGO BLANCO

Ardió durante todo el día, y aún pude ver las brasas sobre los círculos
nocturnos. Las piedras hirvieron. Humearon los árboles resecos, los animales
se retiraron hasta sus bordes de sigilo. Enrojeció la breve nube única como
mancha celeste. Jadearon los muros de desprendida cal. Aún pude ver la luz
abrevar en lo oscuro, por los invernaderos destrozados.

FOGO BRANCO

Ardeu durante todo o dia, e ainda pude ver as brasas sobre os círculos
nocturnos. As pedras ferveram. Fumegaram as árvores ressequidas, os
animais retiraram-se até aos seus bordos de sigilo. Avermelhou-se a breve
nuvem única como mancha celeste. Ofegaram os muros de desprendida cal.
Ainda pude ver a luz abrevar na escuridão, pelas estufas destruídas.
David Ferrer

APUNTES PARA UNA POÉTICA

Imaginemos que una palabra no alcanzara jamás la posibilidad del eco.


Anclada por una inmediata sonoridad que lleva en sí misma la necesidad de
desvanecimiento y de pérdida. Imaginemos unas sílabas ausentes de sentido.
Una imagen que no supiéramos ubicar en el tiempo: la fotografía detenida de
un niño al que no se ha permitido otro tipo de plenitud o de dicha que
aquella inmediata que le proporciona un perdido paisaje. Imposible territorio
en el que nada se oye, se percibe o se siente. He imaginado por unos
segundos (allá donde tu lectura no alcanza) que esta mesa en la que escribo
transita hacia un espacio todavía más puro. He tocado las piedras que
pisaron aquellos que jamás me conocieron y he conversado yo solo frente a
unos ojos, vidriosos mas sinceros, buscando una respuesta a esa pregunta
formulada en futuro. Pero ahora comprendo porqué existe esta mesa, estas
manos, una tinta que muere en su leve propósito. Desde niño me gustaba
jugar con las sombras y habitar abandonados espacios. Este es uno de ellos.
Y ahora, imaginemos de nuevo. ¿Una palabra alcanza su eco?
II

Poderosa es la caída. Casi más que el ascenso. Supone en sí misma una


invitación perpetua para abrir el diálogo. De Trajano leemos en Gibbon su
irresistible ambición y gusto por repetirse e inmortalizarse. Había aprendido
de Alejandro. Apenas una inmensa columna, unos datos en libros, un paseo,
unas decapitadas esculturas y unos versos sobreviven hoy a su nombre.
¿Entonces para qué tanta entrega? Tuvo suerte al menos. Pensamos a veces
en la inmensidad de las cenizas, aquellas que apenas son capaces de albergar
otro fuego. Recordamos los tópicos del tiempo y de la muerte, del pasar y el
quedarse, y también tantos libros invadidos por polvo. La sed de gloria es el
vicio de los caracteres exaltados, leemos en la Historia. Pero yo lo dudo: no
son sólo ellos. Una línea de tinta aspira a erigirse en una línea de vida, un
seguro perfecto para la más pobre de las ambiciones. De Trajano, queda una
columna. Pobre emulación la nuestra si pretendemos conservar una vida,
solamente aprehendida en el mínimo espacio de un verso.

III

Las ciudades grandes están siempre rodeadas de suburbios. Son espacios


inmensos, grises, de una desolada armonía de ladrillo barato y materiales
efímeros. De una acera a la otra cruzan los cables, como si éstos fueran la
medida única de comunicación entre los edificios. Algunas calles esconden
una pequeña tienda, normalmente un establecimiento de categoría semejante
al barrio que ocupa. Tiene una luz tan mortecina y tan pobre que no permite
siquiera hacerse ilusiones sobre el género que alberga. Es extraño. Me gusta
ver estos barrios. A veces me subo a un tren o un autobús nocturno con la
insólita idea de contemplar de pasada esos espacios que ocultan los libros.
Recorro en silencio las cuadrículas, los puntos de luz tan equidistantes, las
ventanas cerradas todavía en la noche. Regreso siempre pronto. No tengo
afán de permanencia pero sí un miedo porque una luz temprana muestre
desconocidas y nuevas sombras. Sé que existe allí la vida. No la toco, la
siento. Por la mañana describo en un mapa (extraña vocación de cartógrafo)
el camino recorrido. Con eso me basta.

APONTAMENTOS PARA UMA POÉTICA

Imaginemos que uma palavra não alcançasse jamais a possibilidade do eco.


Ancorada por uma imediata sonoridade que leva em si mesma a necessidade
de desvanecimento e de perda. Imaginemos umas sílabas ausentes de
sentido. Uma imagem que não soubéssemos localizar no tempo: a fotografia
parada de uma criança a quem não foi permitido outro tipo de plenitude o de
felicidade que aquela imediata que lhe proporciona uma paisagem perdida.
Impossível território em que nada se ouve, se percepciona ou se sente.
Imaginei por uns segundos (lá onde a tua leitura não alcança) que esta mesa
em que escrevo transita para um espaço ainda mais puro. Toquei as pedras
que pisaram aqueles que jamais me conheceram e conversei sozinho diante
de uns olhos, vítreos mas sinceros, procurando uma resposta a essa pergunta
formulada no futuro. Mas agora compreendo porque existe esta mesa, estas
mãos, uma tinta que morre no seu leve propósito. Desde criança gostava de
brincar com as sombras e habitar abandonados espaços. Este é um deles. E
agora, imaginemos de novo. Uma palavra alcança o seu eco?
II

Poderosa é a queda. Quase mais que a ascensão. Supõe en si mesma um


convite perpétuo a abrir o diálogo. De Trajano lemos em Gibbon a sua
irresistível ambição e gosto por se repetir e imortalizar. Tinha-o aprendido
com Alexandre. Apenas uma imensa coluna, uns dados em libros, um
passeio, umas decapitadas esculturas e uns versos sobrevivem hoje ao seu
nome. Então para quê tanta entrega? Teve sorte pelo menos. Pensamos por
vezes na imensidão das cinzas, aquelas que apenas são capazes de albergar
outro fogo. Recordamos os tópicos do tempo e da morte, do passar e do
ficar, e também tantos livros invadidos por pó. A sede de glória é o vício dos
caracteres exaltados, lemos na História. Mas duvido: não são só eles. Uma
linha de tinta aspira a erguer-se numa linha de vida, um seguro perfeito para
a mais pobre das ambições. De Trajano, fica uma coluna. Pobre emulação a
nossa se pretendemos conservar uma vida, somente apreendida no mínimo
espaço de um verso.

III

As cidades grandes estão sempre rodeadas de subúrbios. São espaços


imensos, cinzentos, de uma desoladora harmonia de ladrilho barato e
materiais efémeros. De um passeio a outro cruzam-se os fios, como se estes
fossem a medida única de comunicação entre os edifícios. Algumas ruas
escondem uma pequena loja, normalmente um estabelecimento de categoria
semelhante ao bairro que ocupa. Tem uma luz tão débil e tão pobre que não
permite sequer iludirmo-nos sobre a mercadoria que alberga. É estranho.
Gosto de ver estes bairros. Por vezes subo a um comboio ou um autocarro
nocturno com a insólita ideia de contemplar rapidamente esses espaços que
ocultam os livros. Recorro em silêncio as quadrículas, os puntos de luz tão
equidistantes, as janelas fechadas na noite ainda. Regresso sempre pronto.
Não tenho afã de permanência mas sim medo de que cedo uma luz mostre
desconhecidas e novas sombras. Sei que existe vida ali. Não a toco, sinto-a.
De manhã descrevo num mapa (estranha vocação de cartógrafo) o caminho
percorrido. Com isso basta.

Inédito

También podría gustarte