Está en la página 1de 30

Citación:

Castillejo Cuéllar, Alejandro. “El Árbol Dolido” En: La Palabra Nómada: Fragmentos y Relatos sobre la
Violencia y las Pedagogías de lo Irreparable. Bogotá: Universidad de los Andes (en preparación).
No citar sin permiso explícito del autor

Capítulo 4

EL ÁRBOL DOLIDO1

“El tremor de los espíritus2. Esquina de Prestwich Street (Green Point), Ciudad del Cabo.
Un antiguo cementerio de esclavos sin nombre, enterrados antes de 1818, fue hallado durante
la construcción de un edificio en junio del 2003. Hombres y mujeres traídos del Asia,
probablemente de Ceilán y la India. El sector es un bullicioso barrio del centro de la ciudad y
es camino a las famosas playas de Camps Bay. Nuevas construcciones corrían a lo largo de
Main Road. Hacia arriba de la avenida, bellas casas victorianas y edificios de apartamentos
corrían paralelo a la calle que se extiende también a lo largo de la costa. No obstante su
carácter residencial (donde en alguna época vivía buena parte de la comunidad judía de Cape
Town) hoy era abrigo de negocios oscuros de prostitución y droga a la vez que enclave de
nigerianos y sus mafias. A lo largo de Main Road, el vecindario del cementerio, algunos
hoteles elegantes convivían con habitantes de la calle: los herederos de esos esclavos. Hijos de
poblaciones Khoi y San locales (venidos del Kalahari), fueron “emparentados” bajo
condiciones de dominación y violencia con esclavos traídos a través del sistema de trabajos
forzados. Sus hijos fueron educados en la religión y el idioma del colonizador, el que hoy es
propio: se les llama coloured, ni negros ni blancos, racialmente hablando. ¿Qué tan ciega
puede ser una sociedad para no reconocerse en un pasado poco glorioso? Pocas veces he visto
tanta destitución en una mirada. Harapos humanos, andrajos vivientes, “fantasmas”
deambulando por las calles. Nadie los nota, son parte de los objetos rutinarios, de las ruinas de
lo social. Ellos condensan las relaciones estructurales de las violencias de larga data, de sus
daños históricos. Hordas de niños y diminutas personas embriagadas y ebrias de pegante y de
ácidos. Los blancos se ven más altos, gruesos. Los herederos de los esclavos, por el contrario
se ven pequeños, delgados, casi insignificantes a los ojos de otros. Cape Town: una ciudad de
esclavos, un puerto de explotación y tráfico humano, desde el siglo XVII.
Al encontrar los restos humanos, el comité Hands Off Prestwich Street Committee le
exigió a los constructores que “los huesos de los muertos no fueran excavados” ni “removidos”
por arqueólogos. Ciertamente, eran más que “restos humanos”: eran fosas comunes que
hablaban del carácter histórico del trauma, del carácter endémico de la violencia que las
transiciones políticas no reconocen. A veces la idea de trauma nos engaña con la ficción de un
pasado que queda atrás y no un presente aun dañado, continuo. Como si en algunos casos no

1
Este capítulo se vincula íntimamente con un tema peculiar, el de los asesinados hablándole a los vivos desde
las fosas, tratado hace varios años en un texto sobre la experiencia del desplazamiento forzado en Colombia,
a finales de la década de los 1990, Castillejo, Alejandro. Voces desde el Sepulcro: terror, espacio y
alteridad en la guerra colombiana. En: (Des)territorialidades y (no)lugares: Procesos de Configuración y
transformación social del espacio, Diego Herrera y Carlo Piazzini (eds.). Medellín: Instituto de Estudios
regionales, Universidad de Antioquia, 2006.
2
Retomo esta cita de mi texto Los Archivos del Dolor: Ensayos sobre la Violencia, el Terror y la
Memoria en la Suráfrica contemporánea. 1ª reimpresión. Bogotá: Universidad de los Andes, 2013.

existiera una genealogía más profunda en el tiempo de eso traumático, como si no fuera más
bien una mutación: la vida después de la vida.
En un momento dado, los huesos también fueron recuperados del silencio histórico. Un
“psíquico” o “médium”, un especialista de lo sagrado, habló con los ancestros enterrados allí:
“Algunas de sus voces”, dice ella, “están pidiendo ser escuchadas […]. Muchos fueron
sepultados sin dignidad […]. Estas gentes están contentas por haber sido desenterradas –más
aún, porque lo ven como una oportunidad para ser reconocidas. Tiene que haber honor y
dignidad […], dicen. Los espíritus están pidiendo que se los deje descansar y al contar su
historia esto sucederá”. La restitución de la voz. Muchos vieron en esta conversación entre la
médium y los muertos pura superchería primitiva. Pero, ¿qué hace una sociedad con sus
fantasmas, sobre todo cuando los ha producido casi industrialmente?. Como convivir con lo
espectral: este es el tema central que se esconde detrás de la posibilidad del “sanar”, del
“restituir”, “reparar”, “tejer” o “suturar”. Indistintamente de las metáforas que en una sociedad
se usen para hablar de la fractura o de la violencia, sanar es aprender a cohabitar con quien no
está, y para eso hay que escucharlos.
El cementerio fue desenterrado, no obstante la presión de grupos e iniciativas
sociales de memoria. Terminó guardado en los cajones universitarios de los arqueólogos
(Notas de campo, Ciudad del Cabo, 2003)

Introducción

Y si quienes nos hablan de la guerra lo hacen desde el más allá, desde el reino de la
muerte, como nos dice el poeta T. S. Eliot en The Hollowed Men, Los Hombres Huecos,
¿cómo los escuchamos?3. Si nuestra labor como maestros, como intelectuales o como
escritores es entender cómo la violencia implanta complejas sensibilidades en el “mundos-
de-la-vida”, ¿que hacemos con esas sensibilidades que no se sitúan en nuestras vidas y en
nuestros cuerpos, sino que más bien provienen de seres a los que ni siquiera les
reconocemos “sensibilidad”?4. Hay una dimensión de la transmisión de un saber sobre las
guerras y las violencias que tiene que ver con lo fantasmal, con las presencias, o con los
invisibles, como dicen los Curacas y abuelos conocedores del Yagé en la selva amazónica.
Desde una perspectiva de este tipo, la posibilidad de la “reconciliación” con el pasado
violento es el “momento” en el que una sociedad aprende a convivir, literalmente, con sus
fantasmas, o mejor, con sus antepasados, incluso con lo “inconvivible”.

3
T. S. Eliot, Poesías Reunidas, 1909/1962, Traducción de José María Valverde. Madrid: Alianza Tres, 1984,
páginas 101-106.
4
Sensibilidad implica hacerse la pregunta por el habitar (incluso en las circunstancias más límite, en el otro
mundo, En “el reino de los muertos”), por las conexiones entre “lo sensible” y lo “inteligible”, es decir por
los sentidos del habitar. Evoco la palabra “sentido” en tres registros distintos pero íntimamente articulados:
“sentido” cuando hace referencia al tránsito corporal a través de un territorio, y sus modos implícitos del
pensar geográfico o cartográfico, a través de un sistema de coordenadas espaciales o sociales: una forma
particular de situar el cuerpo en el espacio: por ejemplo, cuando se dice “la calle va en sentido sur-norte”; o
su metaforización, cuando “se abandona el zapato “de camino a” la frontera. El abandono, la ruina-en-
tránsito, son operaciones cartográficas, dinámicas y corporales a la vez. Dos, cuando se hace referencia al
significado, a lo inteligible: por ejemplo, “ahora sí, tu testimonio y tu vida tienen sentido (…) para mí”. Y
finalmente, hace referencia a lo sensible, a lo que se siente del mundo a través de los sentidos, a través de sus
modos y órganos particulares de captar información. Sobre el habitar se puede consultar Juhani Pallasmaa.
Habitar. Madrid: Editorial Gustavo Gili, 2016; Martin Heidegger. “Construir, Habitar y Pensar”. En:
Conferencias y Artículos. Barcelona: Ediciones Serbal, 2001 páginas 139-159

El problema, me parece, ha sido reconocerlos como reales, como agentes en el


presente inmediato, deambulantes, conversantes incluso. Las ciencias sociales no
reconocen la existencia de fantasmas y por tanto difícilmente entendemos la relación entre
ellos y la guerra. Me pregunto qué tan lejos debemos nadar en otras epistemologías para
darles presencia5. El lenguaje de la ciencia ilumina tanto como oscurece6. Aquí no hago
referencia a la idea de la ausencia como la forma radical de presencia, idea que ha estado
precisamente en el centro de las diversas discusiones y aproximaciones a lo traumático7.
Para un maestro, la transmisión de “lo inenarrable” sigue siendo aún enigmática: ¿cómo
hablar de aquello que se sitúa en el borde externo del sentido? Esa es la pregunta, en todo
caso, que circunda este libro.
En esta parte del texto, sin embargo, quisiera salirme un poco del oficio del
profesor en el aula, en el sentido formal, para situarme en el ámbito de la experiencia
peripatética, del caminar como pedagogía y como vínculo con los ancestros; del hablar con
los muertos y de las mediaciones, transmisiones o comunicaciones con lo fantasmal8. En el
ámbito de lo que voy a contar, se enseña hablando y caminando, no encerrado en un salón9.
Con esto en mente, quisiera relatar la historia de un árbol herido, y dolido, en Colombia, a
la vez que traer a colación, a manera de fotos instantáneas, historias similares que
provienen de mi trabajo de campo en otros lugares en el continente africano y en el Sudeste
del Asia hace unos años: como la que acabo de presentar en la viñeta traída de Sudáfrica, a
la manera de un caleidoscopio, tomo imágenes de esclavos hablando desde ultratumba,
afroamericanos que retornan a Dakar a manera de peregrinaje en busca de sus ancestros. Si
se quiere esta es una etnografía de la ausencia.
No obstante las diferencias de contextos, y haciendo hincapié en que mi interés se
centra en la presencia de los incorpóreos, hay otros elementos que conectan estos
fragmentos: las conversaciones con estos fantasmas se realizan en momentos en que
algunas de estas sociedades, particularmente Sudáfrica y Colombia, instauran discursos y
prácticas asociadas a las transiciones políticas y a sus pilares de justicia, verdad y
reparación. Los expertos relacionan a este momento de administración social del daño con
una serie de mecanismos legales y extralegales reconocidos internacionalmente para
enfrentar las graves violaciones a los derechos humanos. De ese momento me interesan las
socialidades que se gestan y las maneras como se asume el sentido del pasado y del futuro

5
Elisabeth Povinelli, “Radical Worlds: The Anthropology of Incommensurability and Inconceivability”
Annual Review of Anthropology (2001) 30: 319-334; Eduardo Viveiros de Castro, “Cosmological Deixis and
Amerindian Perspectivism” Journal of the Royal Anthropological Institute (1998) 4: 469-488
6
Véase Avery Gordon, Ghostly matters: Haunting and the sociological imagination. Twin Cities:
Minnesota University Press
7
Derrida, Jacques. Espectros de Marx: el estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva
internacional. Madrid: Editorial Trotta, 2003.
8
Frédéric Gros, Andar, una filosofía. Madrid: Taurus, 2014. Volveré sobre este inquietante libro más
adelante para tratar de mostrar la relación entre el pensamiento y la movilidad corporal.
9
Aquí tomo ideas de dos bellos libros: Jacqueline de Romilly, Los Grandes Sofistas de la Atenas de
Pericles. Madrid: Gredos, 2010) y George Steiner, Lecciones de los Maestros. México: Fondo de Cultura
Económica, 2007.

en un momento dado, en una sociedad concreta. Es la comunalidad entre espíritus y


personas la que me interesa resaltar.
En este orden de ideas, el proyecto transicional, y todas sus tecno-políticas10 de
reinscripción del Estado, implica el trazado de una línea imaginaria pero literal que moldea
un presente liminal en torno a la fractura con un pasado violento y en función de un
porvenir, de “una nueva nación imaginada”11. Esa “promesa transicional” busca, a través
de su propia teleología, facilitar el tránsito hacia una sociedad “post-violencia”, “reparar”
los daños ocurridos y restituir el orden legal. En mi trabajo me he interesado más bien por
la desnaturalización de dicha promesa, por indagarlas etnográficamente, en donde las
micro-políticas de la palabra (cómo y qué decimos en un momento dado) se intersectan con
las geopolíticas del testimoniar en tanto formas sociales de administración del sufrimiento.
Para mí, la palabra “transición” hace referencia entonces a momentos liminales,
intermedios, cuando los conceptos recibidos sobre el mundo, sobre el otro, sobre su
projimidad (quién constituye un prójimo y quien no) son puestos en cuestión en la
experiencia social en un momento de paz, por difusa y evasiva que parezca12. Aquí me
salgo adrede, aunque reconozco su importancia y necesidad, de las codificaciones legales
que siempre cifran las discusiones sobre estos temas (derechos de las víctimas, derechos a
la verdad, derecho a la reparación) para situarme en la frontera de lo decible y lo indecible,
de lo visible y lo invisible. Es decir, en la frontera que constituye lo político y donde se
realiza el dispositivo transicional. La historia del árbol dolido es la historia de una manera
de hacer la pregunta por el daño, y los caminos que “otras” sociedades y otras
epistemologías siguen para remendarse a sí mismas. 13


10
Timothy Mitchell, Rule of Experts: Egypt, techno-politics, modernity. Berkeley and London: California
University Press, 2002.
11
Sobre una crítica al discurso transicional mi texto “Dialécticas de la Fractura y las Continuidad: Elementos
para una lectura crítica de las transiciones en América Latina”. En: Alejandro Castillejo (Editor). La Ilusión
de la Justicia Transicional: Perspectivas Críticas desde el Sur Global. Bogotá: Universidad de los Andes,
2017
12
Sobre la projimidad véase mi Poética de lo Otro: Una Antropología de la Guerra, La Soledad y el
Exilio Interno en Colombia, 2ª Edición. Bogotá, Universidad de los Andes, 2016, particularmente el
capítulo 3.
13
Aquí, como en otros textos, retomo la genealogía que conecta las palabras “enmendar”, “remendar”, o
incluso “enmienda”: el verbo Emendare del latín (“corregir las faltas”), se traduce también como “remediar”,
“mejorar” o “perfeccionar”. Derivado de menda y mendum (falta, error, o defecto) de donde provienen
términos como “mendigo”, de ahí el estigma que conlleva. Del diccionario de la Real Academia de la Lengua
Española, enmendar en sus densidades semánticas significa: 1. arreglar, quitar defectos, 2. resarcir o subsanar
daños, y 3. variar el rumbo (según la necesidad). Cuando se habla de los efectos de la violencia y de lo que
requerimos para sobreponernos se usan, en español, una variedad de términos y metáforas médicas,
mecánicas o textiles subyacentes: reconstruir (algo roto o dañado), sanar, curar o suturar (una enfermedad o
una herida), tejer algo desanudado (la trama y la urdimbre) o restituir (el lazo o tejido social), etc. Aquí
quisiera usar una más local, si se quiere, más inmediato, más honesto en el proyecto inacabable de enfrentar
las heridas: remendar (la sociedad) es mendar de nuevo los lazos en espíritu de futuro. Una metáfora textil
que junta lo desjuntado, que no se queda en la cicatriz, sino que la lleva consigo, donde se le nota la costura,
el tejido, el hilo (en toda la obviedad del término remendar) pero que no se queda en ese momento sino que,
como “enmendar”, fragua el cambio de rumbo, un nuevo destino, y un nuevo porvenir.

I. ¿Y qué es el daño?

“Sobre los objetos que la violencia abandona. Objetos extrañados, des-localizados, des-
lugarizados en busca de (o de regreso) a un hogar. Están, efectivamente, “a medio
camino”, extrañados incluso de sí: es decir, que son “hechos extraños”, “hechos
ininteligibles”, situados más allá, o por fuera, en la “distancia cognitiva” y
fenomenológica de nuestro entorno. Están más allá de nuestro esfera familiar. Pero
también son extrañados, es decir, porque se les extraña: “objetos” que se extrañan por
alguien. En estos objetos cohabitan, se yuxtaponen, se sobreponen, las dos cualidades:
la de la intimidad y la de la alteridad radical. Son de hecho sujetos y objetos
liminalizados, (el participio pasado es muy importante) (…) En eso consiste la metáfora
de su singularidad: en el principio de su incertidumbre, pues son objetualidades
inciertas. A esta convivencia le podría llamar “rastro”, “huella”, “ruina”, siendo el
investigador por definición un rastreador, un olfateador, un observador, un escucha de
lo que queda, de lo que van las personas (el desplazado, el desaparecido, el inmigrante)
dejando atrás: sus objetos, su silencios, sus ausencias constitutivas de las relaciones
sociales, sus palabras, sus intimidades: las ruinas de lo social. Claro, emerge la pregunta
moral: ¿qué hacemos con eso que encontramos o con aquello que nos confían? (…)

Notas de campo, Sierra Nevada de Santa Marta,


Colombia, 2016

La posibilidad de un testimoniar de los espíritus nos hace pensar inmediatamente en


el significado del daño y los efectos de la violencia. En cierta medida, la violencia incluso
afecta e interviene en la naturaleza del mundo de los que ya no están. Así, cabe la
posibilidad de que el daño sea más diverso y complejo de lo que nuestros conceptos
sicológicos o legales quieran reconocer. Hablar con fantasmas es un modo de sanar heridas
históricas, ese es de mi argumento, y que como tal requiere de mediaciones concretas,
expertos en el mundo de los muertos, sabios en el equilibrio cósmico. El problema sobre el
que me quiero centrar ahora es el tema del significado del daño, las formas como
nominamos la violencia, o le asignamos un nombre (quizás a lo innombrable), y las
maneras cómo emerge la voz del otro.
Entonces, la pregunta “¿y qué es un daño?” adquiere un valor particular: ¿Qué le
hace la “violencia” a los seres humanos?, particularmente si lo vemos desde una
perspectiva que privilegia la vida interior, la subjetividad y la manera cómo personas o
comunidades asignan significados al mundo violentado. ¿Cómo transmitirle a otros el
efecto que la guerra ha tenido en esos otros mundos?. Contestar esto depende mucho de
cómo definimos violencia (como un asalto a los derechos humanos, una violación del
cuerpo, una invasión a la comunidad, un desequilibrio cósmico, etc.) y por tanto de cómo
definimos el “daño”. Los lenguajes técnicos hablan de daños sicológicos, daños materiales,
daños morales, daños físicos, siempre alrededor de seres humanos: se podría decir que
nuestras teorías del daño y del trauma en cierta manera son antropocéntricas, giran en torno
a los seres humanos. Sin embargo, como lo voy a relatar enseguida, y arrastrando e

invocando los espíritus de Prestwich Street, pueden haber formas inexploradas mediante
las cuales la violencia afecta una sociedad, al punto que no sabemos qué nombre ponerle a
esa violencia, cómo sanar y mucho menos cómo enunciarla, si se puede. Emerge entonces
la pregunta por el daño, por dónde lo “situamos”: ¿en el cuerpo, en la mente, en mi alma?.
Enseñar sobre eso me recuerda una frase de Sören Kierkegaard: “hay dos caminos: uno es
sufrir; el otro es convertirse en profesor del sufrimiento ajeno”.
Quisiera entonces realizar algunas preguntas en torno a la localización y definición
de la “herida” (del “trauma” para usar la acepción latina14), así como sus múltiples
registros, tanto existenciales como comunales, y sobre el instante en el que se le asigna (o
se signa), incluso literalmente, un nombre a la violencia. Pregunto entonces, de nuevo:
¿donde se localiza el “daño” y cómo se define la “violencia”?: ¿en la subjetividad?, ¿en el
cuerpo?, ¿en la “comunidad”?, ¿en la “sociedad” o en su “estructura”? o ¿en la “nación” o
“naciones minoritarias”?, ¿en la historia de la exclusión crónica y en sus largas
temporalidades? Pero, cómo podemos “ver” la “herida” en todos estos registros, ¿dónde y
cómo “suturamos” y quién dice qué es una “herida”, o un “trauma”? ¿Quién “certifica” el
dolor? y ¿cómo escuchamos al doliente? La pregunta se hace más apremiante aún: ¿Cómo
indexar o indizar ciertas formas de violencia y descartar otras (si son descartables),
reconfigurando el “archivo” e incluso sus “documentos” y hasta el “museo”? ¿Cómo se le
asigna un nombre, o el contenido de una imagen, a una experiencia a ese “daño” o a los
rastros que produce? y ¿cómo los hacemos legibles, inteligibles y hasta sensibles?. ¿Cómo
aprenden las sociedades a reconocer las heridas como heridas, es decir, aquellas
experiencias humanas que, en su multiplicidad de posibilidades vitales, fracturan la vida y
el orden del mundo mediante el cual se navega en la vida cotidiana?. En esta serie de
preguntas, el elemento que me parece central es la relación entre la identidad y la herida,
entre la nación y la herida. En mi opinión, paradójicamente somos constituidos por
aquellas experiencias que nos disgregan, que nos fracturan. Habitamos aquello que nos
fractura. La marca de la herida como memoria es también la marca de la identidad.
En lo que sigue, voy a relatar una experiencia peripatética de rememorar un saber
(la relación entre el territorio, los espíritus y las palabras), a través del andar un espacio de
terror, la Finca La Alemania, con líderes campesinos, Afros e indígenas desplazados
forzados de Colombia, organizados en una red de organizaciones llamada Agenda Caribe.
Posteriormente me voy a centrar en el diálogo con los espíritus (o la restitución del lazo
con lo sagrado) a través de un árbol dolido en el marco de la Escuela de Saberes
Ancestrales en la que participé como aprendiz, como escuelante, y como amigo y profesor.
La escuela es un ejercicio de acompañamiento itinerante de reconocimiento del territorio y
del daño que se realiza con comunidades afectadas por violencia. Su objetivo es trabajar
esa relación fisurada por la guerra. En la comunión de todas estas personas forjamos lazos

14
Allan Young, The harmony of illusions: inventing Post-traumatic stress disorder (Princeton: Princeton
University Press, 1995); Didier Fassin y Richard Rechtman, The Empire of trauma: an inquiry into the
condition of victimhood (Princeton: Princeton University Press, 2007); Michel Agier, Gérer les
indésirables: des camps de refugies au gouvernement humanitaire (Paris: Flammarion, 2008)

de projimidad y reconociendo al calor de la palabra como parte de un proceso de aprender


a construir en una suerte de pedagogía sobre el camino, a pie.
Al ver la experiencia de retornar y caminar en el Caribe, y aquí tomo un corto
desvío, no pude menos que relacionarlo con otras organizaciones en Sudáfrica. Ya había
visto algo parecido algunos años antes, en el 2002 (en medio de la ebriedad propia del fin
de una fiesta: el limbo y el sopor de la reconciliación nacional): había recorrido las
localidades segregadas en Ciudad del Cabo, particularmente Gugulethu donde trabajé, en
compañía de un grupo de excombatientes en un proyecto que se llamaba Western Cape
Action Tours. Recorríamos, en una suerte de seminario-en-movimiento, los lugares más
importantes en la cartografía de las localidades durante los años que pertenecieron al brazo
armado del Congreso Nacional Africano, Umkhonto we sizwe o la flecha de la nación. En
esos recorridos, combatientes hechos invisibles en cuanto a su aporte al proceso de
liberación del apartheid se reconectaban con la historia global. El recorrido giraba en torno
a la inserción de su experiencia vital. Si hablamos de la “reinserción” o “reincorporación”
(a la vida civil) de excombatientes, no es sólo un problema de dejar las armas y volver al
lugar donde nacieron. En algunos casos, tiene que ver con su inserción dentro del proceso
histórico. En este contexto, eso se hacía restituyendo la relación entre lugar y biografía.
Más adelante desarrollaré esta idea.
Para muchas comunidades negras e indígenas en Colombia, al igual que en muchas
otras culturas (como lo describo en el apartado al comienzo de este capítulo), la salud y la
enfermedad no son leídas desde una visón biológica del cuerpo individual, de órganos y
sistemas15. Tiene que ver, más bien, con el restablecimiento del orden del “cosmos” (por
ponerle un nombre a nuestra integralidad con el universo) a través del dialogo con los
antepasados, con los anteriores, en un trabajo realizado, en este caso, por Mamos y
mayores, sabedores de los pueblos de la Sierra Nevada de Santa Marta, Kogis y Arhuacos
particularmente. Su visión del sanar las heridas de la guerra era totalizante: había que
restaurar el lazo con los anteriores.

II. Donde “los pájaros no cantaban”

La Finca la Alemania queda ubicada en la Costa Caribe colombiana, en el


Departamento de Sucre, corregimiento de Las Pavas. Con 552 hectáreas, fue adjudicada
como “propiedad colectiva” por el antiguo Instituto Colombiano de Desarrollo Rural
(INCODER) en el año 1997 a un grupo de familias campesinas para la formación de una
Empresa Comunitaria, una iniciativa de vocación agrícola. Para su desarrollo, la
comunidad de La Alemania solicitó a un banco un préstamo. La adjudicación del
INCODER coincide con la intensificación del paramilitarismo en Colombia, lo cual se
traduce en que para el año 2000 un paramilitar con el alias de “Cadena” (Rodrigo Mercado

15
Una genealogía de esto se puede consultar en Lawrence I. Conrad, Michael Neve, Vivian Nutton, Roy
Porter y Andrew Wear, The Western Medical Tradition, 800 BC to AD 1800. Cambridge: Cambridge
University Press, 1995.

Peluffo), al mando de los llamados Héroes de Montes de María, incursiona en la finca,


desplazando, torturando, desapareciendo, esclavizando a algunas de sus mujeres y
asesinando sus líderes. Hasta el año 2005 (con la desmovilización de las Autodefensas
Unidas de Colombia a través del cuestionado proceso de Justicia y Paz) el lugar fue centro
de operaciones del paramilitarismo en esa región del país. Como es obvio, debido a los
desplazamientos y amenazas, a los saqueos y robos de ganado, la comunidad no pudo
pagar los prestamos adquiridos con la Caja Agraria. Desconociendo esto, el propio
INCODER solicita a un juez el embargo de la propiedad, a espaldas del presidente y
representante legal de la Empresa Comunitaria. En su momento el banco le vende la deuda
a una empresa privada de cobranzas (CISA Central de Inversiones) quien a su vez se la re-
vende a otra empresa de cobranzas muy conocida en Colombia, COVINOC, con sede en
Medellín.
A menos de 25 kilómetros del Caribe en las playas (o puertos informales) de
Berrugas y Rincón del Mar, San Onofre (Municipio donde se encuentra la finca) es un
punto de tránsito de la carretera Central del Caribe. Relativamente cerca, se reconocen la
tradicional playa de Santiago de Tolú, y Montería y Sincelejo (capitales departamentales)
hacia el sur, conectándose con Chala, Arboletes hasta el Urabá, punto de tránsito hacia el
Pacífico Colombiano y Panamá. No en vano, a sus alrededores reconocemos una
cartografía de la guerra en lugares como María la Baja, Montes de María, Ovejas, o El
Salado.
En el 2014, varias de estas familias desplazadas retornan luego de una década y
comienzan el intento por mantener la finca, la propiedad colectiva y restituir alguna
semblanza de productividad. La Alemania se encuentra, sin embargo, bajo presiones de los
mismos grupos armados que los amenazaron como las hoy llamadas Águilas Negras (sin la
presencia de Cadena) y de los intereses de la agroindustria y la minería, abaratando los
costos de la tierra y creando las condiciones sociales para el despojo. Habría que decir
adicionalmente que hasta el notario único estuvo involucrado en los procesos de despojo.
Eventualmente, la informalidad de la tenencia de la tierra, los errores en asesoramiento
técnico para la puesta en marcha de proyectos productivos, aunado a la amenaza,
facilitaron la venta forzada de predios a precios irrisorios para ser revendidos años después
a empresas agroindustriales. Como en otras partes del país, lo que se instaura es una
desposesión estructural de pequeños tenedores. Hay un interés de parte de diversos grupos
en fracturar la propiedad colectiva para facilitar la venta individual de lotes, desestimular
reclamos comunitarios operando sobre las diferencias internas de los campesinos (algunos
por ejemplo, fueron colaboradores de la empresa paramilitar) y sus proyectos disímiles de
vida: unos no quieren cultivar, otros no quieren volver o no pueden. En suma, los
retornados, “regresan” a un lugar fracturado, roto, a punto de explotar en mil pedazos. La
gran pregunta que emerge de esto, es por el significado del “retorno”.
En Colombia, a raíz de los más de 7 millones de desplazados de la guerra, han
habido diferentes caminos institucionales para asistir estas personas en su tragedia. En su

10

momento, ayudas humanitarias y mercados fueron parte de esto. Ese éxodo lo estudié a
fondo. En los últimos años, a raíz de la promulgación de leyes como la Ley de Víctimas y
Restitución de Tierras (2012), han emergido otras instituciones del Estado que han
complementado formas de acompañamiento jurídico o psicológico. El retorno, producto
además de la terminación del conflicto con las FARC, ha permitido con dificultad volver a
los lugares donde fueron violentadas las personas. Digo con dificultades porque, como
sabemos, hay una plétora de grupos armados y actores legales compitiendo por esos
territorios. Para el Estado, este “volver” es efectivamente una acto de acompañamiento
burocrático, una formalización legal acompañada de elementos diferenciales dependiendo
del origen regional o cultural del retornante. Con el Estado, todos son procedimientos,
lenguajes técnicos, o temporalidades específicas. Este “acompañamiento” está bien,
incluso es necesario, pero no es todo. Fue esta incertidumbre sobre la idea del “hogar”, del
“retornar”, lo que facilitó la participación de la Agenda Caribe y lo que voy a contar ahora.
Descubrí al llegar que el lugar (La Alemania) estaba plagado de fantasmas: los del
jefe paramilitar mismo de cuyo paradero nadie sabe, aunque los rumores dicen “dizque que
anda por ahí”, deambulando. En todo caso, las redes de clientelismo que sustentaron el
proyecto paramilitar que él formó siguen operando parcialmente en la región, aunque bajo
otras características luego de su desmovilización en el 2005. Pero a ellos, a estos espectros
de la violencia les pasa algo similar a lo que le pasa a la “brujas” y que se refleja en un
dicho popular: “¡que [las brujas] no existen, pero de que las hay, las hay!”. Estos fantasmas
aún amenazan, y llegan de noche a las puertas a mirar en su moto, sigilosamente.
Pero no eran los únicos fantasmas: también rondaban los de los asesinados por él:
varios líderes comunitarios, las mujeres a las que esclavizó y encerró, otros que salieron y
nunca volvieron a la casa, y otros que vinieron a ser enterrados en fosas a escondidas,
desaparecidos. Las historias en general cuentan de la actividad típica de los lugares del
miedo creados por la lógica paramilitar, donde el terror y el rumor, el chisme y la
circulación de la incertidumbre a través de la amenaza, de la muerte pospuesta (no sólo en
el pasado sino en el presente inmediato), se entrelazaba con la vida diaria. En una zona de
guerra (y aquí uso el término de manera muy amplia), la certidumbre de la muerte cohabita
con la incertidumbre de la vida. El terror como mecanismo de control, el terror
normalizado: es decir, la normalización de aquello que fractura la vida cotidiana, que
fractura la vida!. Tamaña paradoja: violencia estructurada y estructurante. Incluso hay
historias de funcionarios de la Fiscalía (evocados de manera fantasmal) realizando
supuestas exhumaciones de cuerpos que no quedaron registrados, de los que la institución
no sabe porque dice que nunca las realizó. Retiros de cuerpos, extracción de evidencia,
como quiera llamarse. La desaparición de desaparecidos, refuerza la dimensión siniestra,
en el sentido que Freud indago en esa palabra, de ese lugar16.


16
Sigo evocando interiormente el término Das Unheimliche en el sentido que yuxtapone, según la etimología
que Freud traza, la alteridad radical y la familiaridad, donde lo otro y lo mismo constituyen una suerte de
ambivalencia, de paradoja mutuamente constituyente. La traducción al español es siniestro, palabra que tiene

11

Salimos a caminar al día siguiente de la llegada. Realizamos un sobrio ritual de


agradecimiento y “pagamento” (como dicen los indígenas Arhuacos en la Sierra Nevada)
la noche anterior, en medio de una gran fogata en la Colombia tropical y tórrida: una
presentación del grupo de acompañantes, una docena, y los líderes del proceso de retorno
al lugar del que habían sido desplazados hace una década. Todos pusimos con nuestra
palabra y sobre la mesa quiénes éramos y a qué habíamos ido. Los Mayores, los Mamos y
los amigos del pueblo Wayuu, junto con representantes de los Afros de Cartagena, Tierra
Bomba, y en particular, uno venido de la Boquilla en pleno proceso formativo en la
santería Cubana, agradecen a los antepasados por recibirnos en esa tierra. “Mucho Aché!”
decía Gustavo al final de la recitación, uno a uno, cada uno de sus nombres; algo que había
visto muchas veces en mi propia vida y que me inspiraba familiaridad. Sin duda, un
encuentro en el que se intersectaban diversas “tradiciones” o “prácticas religiosas” (traigo a
colación estas palabras con mucho cuidado y duda), de vínculos y mediaciones complejas
con el mundo de los muertos, de los “dioses” y de lo sagrado.
Y aquí me desvío de nuevo. Me recordó entonces una visita que hice una vez a
Canadá, en el 2012, a la Universidad de British Columbia en la ciudad de Vancouver,
construida sobre territorios no cedidos por los indígenas Musqueam ni a la corona
Británica ni al gobierno de Canadá. Aunque a lo largo y ancho del país, las disputas por los
derechos territoriales de los pueblos originarios no se han resuelto, los Musqueam
consideran Point Grey, donde se localiza la Universidad, aún suyo. Por esta razón, el
encuentro de investigadores al cual fui invitado comenzó, para sorpresa de los académicos
presentes, con notas de agradecimiento a los antepasados de parte de sus actuales
representantes a tono de cantos y tambores sagrados. “Es agradecer la invitación”, me dice
una de las mujeres lideresas durante aquella velada, “como cuando se agradece a quien lo
invita a uno a su casa”.
La Alemania, fue un caso similar, sólo que no llegábamos a territorio indígena, lo
cual no quiere decir que no se reconozca la relación, el vínculo, entre el “lugar” (que es
más grande que el “sitio”) y la gente. De hecho, la idea de todo el ejercicio itinerante es
precisamente reconocer esto como elemento central en el retorno al lugar de la violencia.
Es esta reconexión, a los rituales que lo sustentan, lo que en el contexto de ejercicio se
denominó “conocimiento ancestral”. Tiene dos momento: uno cuando la itinerancia se hace
pedagogía y cuando la palabra con los antepasados se sella como didáctica. La mañana
siguiente a la sesión de pagamento y agradecimiento, el grupo se encamina a recorrer una
pequeña parte de la enorme finca. Es un recorrido por la historia reciente de la región, en
particular, de la relación que esta finca tiene con los años de incursión paramilitar. El
recorrido se centra en la experiencia íntima de sus habitantes.


un contenido asociado a lo terrorífico. Yo prefiero resaltar la paradoja, lo extrañamente familiar o lo
familiarmente extraño. Freud. Sigmund. 1976 [original 1919]. Lo Sinestro [Das Unheimliche]. Obras
Completas volumen xvii. Buenos Aires: Amorrortu Editores; Waldenfels, Bernhard. 1998. “La pregunta por
lo Extraño” Logos: Anales del Seminario de Metáfisica (Universidad Complutense de Madrid) 1: 85-98

12

El recorrido comenzó temprano, al despuntar el sol. El grupo de gente que salió a


caminar, tomó un buen desayuno, previendo la caminata de varias horas. Habría que decir
que esta zona del país es particularmente caliente y aunque no hay mucha humedad,
comparada con otras, el sol abrasador e inclemente no se hace esperar. Aquí comienza uno a
pensar en la labor agraria, al esfuerzo físico que implica la vida del campo, tan demeritado y
desconocido en las ciudades y abstraído en los supermercados de cadena. El grupo era
liderado por Aura, la esposa de uno de los líderes asesinados. Ella asumiendo la posta
dejada por su marido unos años antes. En alguna ocasión, recordando los excombatientes
que mencionaba más arriba, le llamé a este tipo de proceso “memorialización peripatética”,
haciendo alusión a los filósofos peripatéticos (Del griego peripatein, que significa caminar o
pasear) de la antigua Grecia, herederos de Aristóteles, y quienes enseñaban mientras
caminaban. La palabra por supuesto, que terminé cambiando por “itinerante”, implica un
conocimiento que se adquiere en movimiento, pero no sólo un movimiento en un territorio,
sino adicionalmente uno que involucra (intuyo que como cualquier otro) una experiencia
corporal. El retorno a La Alemania requería de un proceso ritual (un modo de contar el
tiempo de lo social) en donde el “reconocimiento del territorio”, con todas sus heridas, era
la parte central. La palabra “peripatética” tenia la intención de resaltar la integralidad de ese
caminar.
Tuvimos varios momentos y paradas. En el lugar donde fue encontrado su marido
asesinado, hoy con una pequeña placa conmemorativa, Aura cuenta la historia, habla de su
hombre, de lo que pasó y dejó de pasar, y del porvenir. Recorremos las lagunas medio secas
del furioso verano, los pastizales que quedaban, mientras el sol hacía su definitiva entrada.
Grandes árboles emergen de la sabana, el sonido de los pájaros, los murmullos de las
personas. En algún otro punto, nos detenemos para hablar de las otras personas muertas, de
las historias más macabras, de la “exhumación” de un automóvil y sus cuerpos por
funcionarios fantasma. En la medida en que recorríamos, se iban formando pequeños grupos
de conversadores, parejas de conversantes con quienes las horas se pasaban compartiendo
de sí mismos. Diminutos archipiélagos de conversaciones que cambiaba de compañero de
cuando en cuando, como una especie de danza colectiva. A medio camino, la casa principal
de la finca, con aspecto de abandonada, situada en la única loma desde donde Cadena no
sólo vigilaba el acceso al lugar sino desde donde operó y forzó a mujeres a su voluntad por
años. Hoy está habitada, por ella misma, Doña Aura. Nunca la pregunta por el retorno se
había hecho más patente para mí, ¿cómo se puede volver a tal sitio?, ¿cómo se retorna al
lugar donde se fue violentada? En este lugar nos detuvimos a media mañana, a tomar algo
que los habitantes o la “comunidad” había preparado. Mientras tanto, los dos Mamos de las
comunidades indígenas Arhuacas que estaban presentes recorren los alrededores de la casa
y la colina circundantes. Habían pasado la noche anterior, con sus cosas bajo la hamaca que
habían guindado bajo un gran árbol, recorriendo parte del terreno buscando el lugar sagrado
desde donde se tenía que reconstruir el lazo con los antepasados, restablecer el equilibrio.
Es aquí desde donde emerge la historia del árbol quemado y luego del árbol dolido. Lo que

13

quisiera resaltar, antes de continuar, es la posibilidad de ver y entender las raíces de un árbol
dolido como testimonios de guerra y, obviamente, como sujetos de dolor.
Este viaje tiene como precedente otro en el que un sabedor muy conocido, el Mamo
Zalabata, había sido invitado en su momento a realizar “pagamentos” en esta tierra
inhóspita habitada por espíritus a medio camino. Zalabata acude a la invitación y reconoce
que el territorio debe ser sanado, porque tiene muchas heridas y “mucho muerto”. Ubica
efectivamente, un árbol particular, justo al lado de la casa, como centro ceremonial para el
ritual. Así fue, el Mamo hizo su “trabajo” en uno de los árboles de la finca. Árbol que debía
ser cuidado porque era el receptáculo central que le permitía al territorio restablecer su
equilibrio. Era el lugar más sagrado. Unas semanas después de este primer evento, la dueña
de casa, en un intento por sacar una madriguera de zorros que se había instalado en el
dichoso árbol, intenta sacarlos a punta de humo de periódico, perdiendo el control del fuego
y quemándolo en su integridad. Los animales huyeron y el lugar sacramental desapareció, lo
cual generó una angustia familiar ante la posibilidad de la mala suerte, de la amenaza, la
muerte o algún otro mal. Dos semana después, el Mamo Francisco Zalabata muere. Dicen
los Mayores de la Sierra, que nos acompañaron en esta ocasión, que eso estaba “escrito”.
Que luego del “trabajo” se había creado una íntima relación entre el Mamo y el árbol. La
solución a este desajuste era retomar el proceso de Zalabata con otros sabedores y realizar
de nuevo los rituales, incluso para acogerlo a él también.
Reconocer el territorio implica, como parte del ejercicio de retorno, una
intermediación ritual (como diría cualquier antropólogo o antropóloga). No se puede volver
así, aunque a mucha gente le toque, sin un proceso significativo de reencuentro, un rito de
paso. Sin embargo, yo creo que el retornar implica, más bien, restituir el lazo con lo
sagrado, restablecer el diálogo directo con los anteriores. Y eso se hace con otros, en
compañía, en la projimidad de otros. Reconocer el territorio herido implica reconocer sus
heridas, sus cicatrices, aprender a convivir con ellas. El territorio como cuerpo, pero
también el cuerpo como territorio. Eso es lo que he visto en otros lados. Y este acto se
realizaba de manera itinerante, corporal, porque ante todo la idea de “territorio” (con toda y
las reducciones epistemológicas implícitas en la palabra) convoca la experiencia
condensada del significar: este es mi territorio, o mi hogar; aquí habito, este soy yo, esto
somos nosotros. El espacio y el cuerpo se relacionan a través de la sedimentación de la
memoria hecha corporalidad.
Habiendo pasado algunas horas, llegamos entonces a la casa principal, donde
efectivamente se encontraba el árbol quemado. Los Mamos Juan Rácigo y Rafael Izquierdo
proceden, luego del refrigerio, a juntar a las personas en torno a otro árbol, no muy lejos del
anterior. Hombres a un lado y mujeres al otro. Veíamos a los Mamos sentados frente al
nuevo árbol, todos en silencio, mientras el pronunciaba palabras. A lo largo de todo el
camino hasta llegar a este punto, y luego después, dispuse mi grabadora de audio para que
registra sonoramente el trayecto completo. Me sentaba en una esquina del camino a
escuchar la gente transitar, a oír los pasos, el calor, el viento que de vez en cuando nos

14

acompañaba por segundos. Aquí frente al árbol, sentía la incomodidad de algunos, los
sonidos amplificados de la carraspera de la garganta, la respiración taciturna de otros, los
momentos de silencio tecnológico, las palabras del Mamo.
Durante un rato largo, el hombre conversa con los invisibles que habitan el nuevo
árbol. Posee una gesticulación que pareciera no expresar mucho, impenetrable. En
Colombia, los indígenas de la Sierra poseen un aura atrayente, de hombres sabios, de
cuidadores, hombres y mujeres, de la “madre tierra”, de sus hermanos y hermanas
“menores” (el resto de la sociedad) a quienes hay que recordarles constantemente que
estamos destruyendo todo, y que el gran problema de los blancos es que “hablan mucho”.
Los ve uno en documentales, llevados por medio mundo como en una especie de
peregrinaje. Han sido entrevistados, filmados hablando del cosmos, se han batido en duelo
con físicos profesionales y han hecho sus propios documentales, en sus lenguas hablando de
sus mundos. Cuando los oigo, sus pensamientos, como cualquier pensador, me son casi
ininteligibles. Siendo la única sociedad amerindia en Colombia que resistió la Conquista,
Arhuacos (o Ikas), Wiwas, y Kogis son una mezcla entre sabedores, cosmólogos,
conservacionistas, agricultores, conversadores, y políticos: tienen una casa en Santa Marta,
una de las ciudades capitales que colinda con la enorme Sierra, que opera como centro
cultural17.
Algunos de sus objetos, territorios y símbolos, como las mochilas (en su tejido, en
sus tramas y urdimbres, se escribe la historia cósmica de la tejedora y del tejedor) y la
subida hasta Ciudad Perdida (un gran sistema espacial-arquitectónico-sagrado construido
por sus lejanos antepasados Tayronas) han sido apropiados por mucha gente, desde
buscadores de conocimientos, aprendices de Mamo con acento europeo, senderistas y
caminantes, conservacionistas nueva era y profesionales, mochileros de todos los tipos,
bohemios sin esperanza, perdidos en la vida, uno que otro estudiante de ciencias sociales
colombiano, hordas de turistas con sus guías bilingües y hasta pasionistas católicos
buscando redimir sus pecados a través del dolor físico, subiendo los tres largos días de
montañas. Subida que por cierto no pierde político nacional en helicóptero, de presidentes a
ministros, si necesitan mostrar sensibilidad con el mundo indio. Sobra decir, por este mismo
hecho, que sus fisuras comunitarias, sus clivajes políticos, sus relaciones con el poder
estatal no son homogéneas y son complejas. “Mambeadores” o masticadores de hoja de
coca, resuelven sus diferencias hablando durante días o semanas, “poporeando” o
macerando la hoja en un “poporo” (un “contenedor” sagrado) y masticándola con cal como
se hace con el tabaco. Con sus largas cabelleras, hombres y mujeres caminadoras
representan la Sierra misma en su cuerpo, en lo que usan, en lo que portan consigo. En
parte, debido a este exotismo, a la imagen de esta especie de místico a la manera de Don

17
También existen los Kankuamos, indígenas (y sobre la realidad de esto hay un gran debate no sólo entre
académicos sino entre lo pueblos de la Sierra) que han perdido su lengua y su conexión histórica.
Recientemente ha habido un esfuerzo por “rescatar” ese pasado “étnico”: la memoria del pueblo Kankuamo
habita en la memoria del Pueblo Kogi. Pero esta “re-etnización” al igual que otras en la Sabana de Bogotá, es
visto con mucha suspicacia.

15

Juan, la Sierra ha sido parte de las obsesiones científicas desde hace más de 100 años,
atrayendo consigo además de misioneros religiosos y laicos, a la antropología y sus
fiduciarias cuasi-coloniales a través de fundaciones, empresas de turismo ecológico,
extranjeros reconocidos pero de dudosa reputación, frentes de colonización epistemológica,
escuelas de campo, carreras académicas y sus aburridos, repetitivos y nostálgicos mitos de
origen.
A pesar de tanto interés, quienes quedan son las personas. La Sierra y sus gentes,
han sido símbolo de esperanza y de guerra. Los lagos sagrados y sus picos nevados, a donde
no se puede subir por prohibición de la autoridades indígenas (el Consejo Supremo de
Mamos de la Sierra Nevada de Santa Marta), todos casi por los seis mil metros de altura (y
en proceso de deshielo), son el centro sagrado que los vincula incluso con otras
comunidades indígenas y sus sabedores en la Amazonía o en las tierras del Putumayo donde
viven la abuelos-médicos y taitas ingas.
Las poblaciones y el territorio han estado en la mira de los guerreros, de los
paramilitares, de las guerrillas, de las Fuerzas Militares, de los cultivadores de coca y
marihuana, de los narcotraficantes y productores, de la violencia estructural y la carencia
crónica (y sus desgracias colaterales), la masiva deforestación en las zonas bajas que
bordean el resguardo indígena, de los “loteadores” ilegales o vendedores piratas de terrenos,
de los proyectos de desarrollo y sus industrias extractivas y mineras, de las empresas de
turismo (otra forma de extracción) que han colonizado la costa, los parques naturales y los
arrecifes, de los funcionarios del Estado y sus promesas a medias, del cambio climático, y
ahora, posiblemente, de la transición a la paz neoliberal. Nunca faltan, ya en Ciudad
Perdida, el flujo de algunos curiosos que llegan para sentarse con alguno de los Mamos que,
visiblemente exasperado pero generoso con su tiempo, dice alguna cosa incomprensible (o
sencillamente se quede en silencio) para que el turista despistado la lleve consigo como una
píldora de conocimiento ancestral.
En momentos de alta complejidad, de riesgo para su integridad, fue la gran montaña
con silueta de pirámide y “centro energético” para “abrazadores de árboles”, quien los
resguardó, quien los ha resguardado durante centurias. Estos eran los mismos hombres que
se encontraban sentados frente al árbol.

16


Foto 1. Atanquez, Pueblo Kankuamo, 2017

Sentados alrededor del árbol, en el espacio sagrado, el Mamo, en una voz apenas
audible y hablando en su lengua (casi en privado y en secreto), agradece a los antepasados,
dirigiéndose al árbol durante varios minutos. Los Mamos nos piden guardar los aparatos,
los teléfonos, las grabadoras. Lo que se va a decir y a hacer será un secreto entre nosotros.
Acto seguido, el Mamo saca de su mochila una madeja de lana blanca con las que tejen las
mochilas. Extrae una hebra de donde saca hilachas cortas de hilo que él enrolla entre sus
dedos para luego repartirlas, una a una, entre los asistentes. Sabemos que las mochilas, la
estructura de su tejido en forma de espiral, reflejan la estructura misma del cosmos, de la
Sierra, y por lo tanto, el hilo es una conexión con ella misma, en la que somos
sencillamente una continuidad. Los hilos nos están conectados, y entregarlos es un acto de
memoria, con quienes vinieron antes, con los presentes y con los futuros.
Cada persona con su lana (concentrados en ella), entre las manos, es invitada
entonces a hablar espontáneamente, gestando una especie de largo estado de letargo
meditativo. Como las polémicas obras musicales de John Cage (particularmente su 4’33’’)
el letargo meditativo y auto-reflexivo desató en mí, más que el impulso para hablar, la
posibilidad de escuchar el enjambre de sonidos y silencios que emergían a esa hora del día.
La gente no habla con facilidad. Poner las personas ante la expectativa del hablar, ante la
posibilidad de la escucha, de la enunciación sonora, o de cualquier orden, es instaurar el
silencio como posibilidad de la propia enunciación. Así es el testimonio, así es la música.
Guardar silencio es esperar. En ese lapso de tiempo, desde unos segundos hasta unos
minutos, descubrimos que el silencio no existe: un suave viento corre entre los árboles
mientras nos sentamos en la hierba. Las moscas deambulan con intransigencia entre las
personas y las hojas secas. El viento trae consigo olores irreconocibles, aromas del monte,
tenues, casi imperceptibles. Mi cuerpo sentado sobre el suelo se mueve de aquí a allá en

17

una especie de combate con la incomodidad. Rasguño el piso, carraspea mi vecino, y en el


fondo, con el silencio sobrecogedor de los presentes, el Mamo a la espera que alguien
hable, le apueste al momento, nos diga qué la ha traído hasta ese punto, hasta estas matas
quemadas que yacen sobre el piso. ¿para qué incomodarse en la vida? ¿para qué
arriesgarla, sabiendo que hay gente que nos mira y nos vigila? ¿para qué todo esto?
El pagamento se sella con la palabra, con su circulación. La tomamos de la ruta de
la que veníamos (porque igual veníamos hablando) y, al llegar al lugar, la retomamos, la
circulamos, y finalmente la cerramos. Una a una, muchas de las personas asistentes, los
miembros de la comunidad que representaban las familias retornadas, la gente de la
Agenda, los representantes del Estado medio aturdidos, tomaron la palabra. El tiempo, la
escucha, la palabra, la conexión: todos en función del nuevo árbol, del nuevo lugar sagrado
donde se restituye el equilibrio con los que no están, con quienes aparentemente ya no se
puede hablar, con sus incorpóreos. Yo guardé silencio rotundo, casi inmóvil.
El Mamo termina el pagamento que comienza con sus palabras, y como un círculo,
se cierra con la misma palabra. Todos los círculos se deben cerrar. Han pasado varias
horas, el sol arrecia. Nos levantamos, lentamente, con nuestros secretos, con los dichos y
los no dichos. En la medida que nos movíamos para continuar lo que faltaba del recorrido
de aquel territorio, me acerco con cautela al nuevo árbol. El ritual de pagamento (de pagar,
de agradecer, de devolverle a la madre tierra —¿o a la madre en general?— lo que ella nos
había confiado, los árboles, el rio, el viento, el otro), implica restituir el orden del cosmos,
el orden del tiempo, el orden del espacio. Para mi la violencia es la factura de un orden: el
de lo corporal, el de lo verbal, el de lo espacial. Para ellos era algo más grande. Una
teodicea que explica el sufrimiento humano (el gran tema de muchas religiones laicas o no)
como desorden cósmico, como ruptura con los antepasados, y cuyo equilibrio y diálogo
debía restituirse. Restituir el diálogo con los que no están, oírlos. Tamaño sacrilegio para
una sociedad judeo-cristiana que sólo “cree”, y con dudas, en un “espíritu” abstracto (que
no es un antepasado) a través de un libro.
Me acerco sigilosamente a ese árbol, y con sorpresa descubro que para muchos, si
no todos los presentes, pasan desapercibidas una serie de cortadas o machetazos visibles en
una de las zonas laterales del tronco. De arriba abajo, la hoja del gran navaja había dejado
sus huellas y el árbol había crecido con ellas. Era como si alguien lo hubiera agarrado a
golpes de machete limpio, una y otra vez, con meticulosidad y precisión. Justo en medio de
esta epifanía, de ese momento de descubrimiento, agacho la cabeza con curiosidad hacia el
viejo árbol, el calcinado, a pocos metros. Unos pequeños retoños de otras matas emergen
de su tronco ennegrecido por el fuego. Claramente, la vida continúa ahí, donde todos
pensábamos que no había sino muerte. Un torrente de preguntas circundaron mi cabeza
durante días y meses. La primera es la más obvia, tiene que ver con el orden del discurso
académico: nuestras concepciones del daño y de lo efectos de la guerra, en el marco de lo
que llamamos justicia de transición, giran exclusivamente en torno a los seres humanos,
son antropocentristas. Los únicos que sufren son las personas, lo único sanable son las

18

personas. Y si sufre lo no humano, no es porque un árbol se considere un sujeto de dolor,


sino porque acarrea “daños ecológicos” tasables y medibles, cosa que es muy distinta. Pero
las preguntas más hondas me avasallaron: ¿es en realidad el árbol un sujeto de dolor? ¿Son
las raíces una forma de testimonio? ¿Qué es una herida? ¿Qué es una cicatriz y cuál es su
relación con el tiempo? Y los invisibles, ¿cuál es nuestra relación con ellos o ellas, porque
no sabría decir si son o no sexuados?. Y los Mamos, ¿sabían de estas heridas? ¿las veían
como heridas? Siempre supuse que sí (aunque nunca les pregunté). Hay cosas que es mejor
dejar en silencio. “Quizás”, me dice uno de los acompañantes, “sean los golpes de algún
campesino desmontando matas”. ¿Campesino? ¿Habrá sido este árbol testigo de la
violencia paramilitar? ¿qué nos dirán los espíritus que en él habitan?18
El proceso de reconocimiento del territorio, de sus lugares de memoria, sus lugares
sagrados, el ritual de pagamento, la circulación de la palabra y mi “descubrimiento”
personal de las heridas del árbol, termina con el resto de la larga caminata. A todo este
entramado de formas de pensar, de formas de caminar, de formas de entender que emerge
desde el mundo de la vida de quienes han vivido la violencia se le llamaba, como yo lo
veo, “saberes ancestrales”. Para mi lo ancestral aquí no es el rescate cultural de los
antropólogos, sino el rescate de la projimidad del otro. Hay algo fundacional en esa
projimidad. En algún momento, pasamos por uno de los predios re-habitados, donde don
Jacinto nos cuenta su visión de la paz, la que yo llamo la “paz a pequeña escala” o la paz
“en plural”. “Las paz significa vida”, nos dice con vehemencia el viejo de mil batallas, “y
mire usted, aquí en esta finca, y hablando de toda Colombia, los pájaros antes no cantaban
(…) y los venados, no salían. Los hombres su boca la tenían cerrada. Es más, le puedo
asegurar, en ese pasado, hasta (…) en la cama habían dos mujeres (…) Muchas veces nos
tocaba al hombre dormir con la mujer y uno no sentía cumplir (…), con ese compromiso
de hombre para la práctica del amor.” La vida y el amor vienen con la paz, para don
Jacinto.
Pegado el sol del mediodía sobre la inmensa bóveda azul del cielo, continuamos el
trayecto de retorno al lugar donde comenzamos, en la entrada de la finca. Aquí, o mejor, en
ese largo momento de muchas horas, reconocimiento y conocimiento adquieren su
verdadero valor sensorial y corporal. Llevados quizás por la infinita alegría del momento,
por esa “projimidad” que constituye el “estar con” otros, las horas se pasaron y el camino,
sin agua ya, se duplicó. Estábamos mucho más lejos de lo que pensábamos. Las
conversaciones se disminuyeron, el grupo de caminantes se partió en pedazos de fortaleza
y debilidad. Cada uno contra sí mismo, y consigo mismo.
Aquí se hizo obvio: reconocer el territorio, es decir, volver y conocerlo, asignarle
un nombre a ese “retorno” (que es en realidad un palimpsesto de retornos), a esas heridas
(como las del árbol), es como recorrer un cuerpo. Sobre esto vuelvo en unas páginas más

18
La idea de los árboles o las plantas habitadas por espíritus es un tema transversal para diversas sociedades.
Mia Couto, escritor mozambicano, ha escrito en A Varanda do Frangipani un bello relato de los efectos de la
violencia desde la visión de un muerto conmemorable que vive en un arbusto de plumeria.

19

adelante en este capítulo. Aquí el conocimiento se incorpora, se hace corporalidad. Creo


firmemente que el único conocimiento posible es el que permite el vínculo, inseparable,
entre el pensamiento y la vida de los sentidos, entre lo inteligible y lo sensible. De pronto,
si uno es afortunado, la vida profesional (lo que eso quiera decir) es la morada, como
dijera Santa Teresa de Jesús, de ese diálogo constituyente. Faltaba pues cerrar el propio
circulo que se había abierto la noche anterior, faltaba nuestro propio retorno al lugar de
donde partimos muy temprano en la mañana.

**

“Como un rayo. Me atravesó como un demonio y se instaló en mi mundo interior


como un hacha perdida”, escribía en el cuaderno de notas en San Onofre. Lo que nos
quedó luego del encuentro con el árbol fue caminar. En el andar aprendemos a conocer los
ritmos propios y los del otro, a verlos jadear y respirar azarosamente, mientras el aire llega
a sus pulmones ya expandidos al límite. Al caminar se hace “filosofía” y “pensamiento”
(literalmente), y en cierta forma, las ideas se incorporan a nuestro cuerpo, a su movimiento,
como un tatuaje, como “un hacha perdida”19.
Creo que eso fue lo que ocurrió al comenzar el camino de regreso: comenzamos a
crear un mapa del territorio no sólo con las ideas que recolectamos, con los encuentros que
tuvimos, sino con nuestros propios cuerpos. El acto de reconocer es un acto corporal, en
sentido radical. En ese punto, cuando el cuerpo aún no se exige, se pueden resolver
problemas en el mundo de las ideas, contradicciones teóricas, dilemas morales o
simplemente imaginar largos argumentos consigo mismo, sobre lo que se desea o lo que no
se tiene, mientras se camina, mientras se mira “hacia atrás”, en ese gesto que nos recuerda
a Wittgenstein. Nietzsche escribió el Zaratustra (un viajero y un solitario) mientras
caminaba, para apaciguar el dolor de su temible enfermedad20. Por eso su pensamiento
respira, es montañoso, expansivo, intuitivo y errabundo. Rimbaud, por otro lado, murió
enfermo y muy joven en el camino de regreso a Francia desde Abisinia, luego de
abandonar o de huir de la poesía (y algunos dicen que de la relación con Paul Verlaine)
siendo apenas un adolescente. Son épicas, durante su periodo de producción poética, sus
largas caminatas sin destino atravesando su país. Como si fuera un personaje imaginario de

19
Los relatos de viaje, como lo mencioné al comienzo de este libro, son un género inmenso en sí mismos y
diversos histórica y culturalmente. Los relatos sobre el caminar son más bien limitados. Sobre el andar, vagar
o errabundear, y sobre el perderse, orientarse, o sumergirse: Bruce Chatwin, Los Trazos de la Canción
(Barcelona: Ediciones Península, 2007); Matsuo Basho, Por Sendas de Montaña (España: Satori, 2016);
David le Breton, Caminar: Elogios de los Caminos y la Lentitud (Buenos Aires: Waldhuter Editores,
2014); Rebecca Solnit, Wanderlust: una Historia del Caminar (Santiago de Chile: Hueders, 2015);
Francesco Careri, Walkscapes: el Andar como Práctica Estética (Barcelona: Gustavo Gili, 2017); Dopp
Kunikida, Musashino (Madrid: Ardicia, 2014)
20
Frédéric Gros escribe en Andar, una filosofía un conmovedor retrato del lento proceso de postración y
locura del filósofo. Como ninguno, quizás el propio Nietzsche hizo del caminar larguísimas jornadas no sólo
una terapéutica de sus enfermedades sino su filosofía misma. Rompió con la figura esquemática del filósofo
que hacía del sedentarismo condición para el pensar.

20

su propio poema, El barco Ebrio. Duró después años deambulando por el norte del África
vendiendo y traficando con armas en medio de las pugnas de los decadentes imperios
coloniales21. La historia de los pensadores enigmáticos, hombres y mujeres en muchas
tradiciones, está llena no sólo de viajeros-poetas (los que más me interesan), sino de
andariegos urbanos y flâneurs. Digo enigmáticos, porque la pregunta central es esta: ¿cuál
es la relación entre el andar y el conocimiento, entre el movimiento y el saber, entre los
viajeros, los teóricos y sus saberes? ¿Cómo se instala el enigma de la incertidumbre en el
conocimiento sin llegar al punto de su domesticación?22
Andar con otros, aunque se ande en solitario, es un momento de communitas, de
comunión, de estar con, de projimidad. Lo que se crea ahí es la posibilidad del otro como
posibilidad, del sello que se pone con el dolor del esfuerzo como testigo, del amuleto que
como una herida milenaria tejida de océanos y semillas otorga permanencia y posibilidad
al porvenir. El dolor tiene un carácter fundacional al permitir la creación de una comunidad
moral. Algunas religiones sellan su communitas precisamente con el dolor como memoria,
como el judaísmo a través de la circuncisión, y todas con la asignación de un nombre al
recién nacido y con el recuerdo de un sufrimiento. Esto no lo digo de manera ingenua, lo
creo incluso para quienes pasan dolores terribles infligidos por la mano de otro ser


21
Enid Starkie. Arthur Rimbaud: una biografía. (Madrid: Ediciones Siruela, 2007)
22
La pregunta más vertebral: si el viaje (o el andar) implica una forma de des-familiarización de sí mismo, de
descentramiento de sí, cuales son las relaciones entre la producción de un conocimiento (sobre el mundo,
sobre el universo, sobre dios o su inexistencia, sobre lo social y lo humano, etc.) y esta des-familiarización?
¿Qué metodologías, qué formas de concebir el acto pedagógico emergen cuando perderse es el acto didáctico
central? Por supuesto, el “viaje” adquiere una connotación más amplia: se me vienen a la cabeza, a vuelo de
pájaro, las exploraciones de los primeros anatomistas que realizaron disecciones durante el renacimiento
europeo, los auto-disciplinas religiosos en Santa Teresa de Jesús y su recorrido del alma o Castillo Interior, el
mismo psicoanálisis (o incluso la propia estructura de la psicología como disciplina) que es una exploración
del mundo interior, los vagabundeos de los monjes y monjas budistas tailandeses y de la India (en diversas
corrientes) que se dejaban perder en el bosque para adquirir un saber, los modos de contemplación, “silencio”
y “soledad” culturalmente diversas como condición para un saber y sus modos de trasmisión, y por supuesto,
los lugares: cuevas, bosques, desiertos, riscos, selvas, montañas en muchos casos, pero también laboratorios,
cuerpos, y hasta mentes. Jonathan Sawday, The Body Emblazoned: Dissection and the Human Body in
Renaissance Culture (London and New York: Routledge, 2002); Tadeo Siraisi, Alderotti and His
Disciples: Two Generations of Italian Medical Learning (Princeton: Princeton University Press, 1981);
Peter Brown, The Rise and Function of the Holy Man in Late Antiquity The Journal of Roman Studies,
Vol. 61 (1971), pp. 80-101; Daniel Caner, Wandering, Begging Monks: Spiritual Authority and the
Promotion Of Monasticism in Late Antiquity (Berkeley Los Angeles London: University of California
Press, 202); Santa Teresa de Jesús, Obras Completas: Las Moradas y el Castillo Interior (Burgos:
Editorial monte Carmelo, 2004); Tiyavanich, Kamala, Forest Recollections: Wandering Monks in
Twentieth-Century Thailand. Bangkok: Silkworm Books, 1997); Ibish, Yusuf, and P. L. Wilson,
Traditional Modes of Contemplation and Action (Tehran, Iran: Imperial Iranian Academy of Philosophy,
1997).

21

humano. Ese dolor es paradójicamente fundacional y fracturante. Sin embargo, aquí me


concentro en otro cosa. Al caminar le damos sentido (en sus múltiples acepciones) al
mundo, le damos vitalidad y enormidad al pequeño esfuerzo y volatilidad a los sueños.
El camino, luego de horas, parece abrirse ante la esperanza del regreso. Me sigo
preguntando, de manera obsesiva y en abstracto ¿qué sentido tiene retornar al lugar donde
nunca se ha estado pero del cual jamás ha salido?. Es un ritual de reencuentro, una
manera de habitarse. Pero ese habitar se hace con el cuerpo, con los sentidos, mientras nos
movemos. Caminamos con los ojos, caminamos con el tacto del sol y la piel, con los olores
que surcan por momentos la vida. Con la sed y con el cansancio entramados con el
pensamiento. Siempre he dicho que, como académico, sólo se puede escribir y “teorizar” el
mundo desde el abismo, de cara a su vacío, de cara a lo más íntimamente extraño. No se
escribe desde la devoción de lo familiar. El camino de regreso del árbol constituyó ese
abismo, esa corporalidad.
Pero lo que comenzó con el reconocimiento del territorio terminó por ser un
combate con el agotamiento y la deshidratación. Lo que prima ahora es el dolor intenso. Lo
sentí precisamente subiendo a Ciudad Perdida, la ciudad de los Mamos: el de los pulmones
subiendo, el del ahogo, el del abandono, el de las piernas temblando bajando las
interminables colinas. En esos momentos, como en La Alemania, la concentración apenas
daba para el siguiente paso. La llegada a un lugar cualquiera se convertía en una especie de
enseñanza: la montaña, la sierra, la planicie inmensa extrae lo que se tiene (y lo que
pensamos que no teníamos); está hecha de perseverancia, de lentitud, de constancia.
Cuántas veces en la existencia no sentimos que vamos a medio camino, ya agotados: el
desahucio en las estaciones de metro, las soledades en el trabajo de campo, las
conversaciones profundamente íntimas con los hijos de un desaparecido (y uno sin nada
que decir realmente), los panfletos, las amenazas, los monstruos interiores, los monstruos
de otros, los exilios y las ausencias familiares. El tiempo entonces se vuelve una
abstracción a la vez que se hace milimétrico. Hay momentos en que los sentidos
desaparecen, donde la atención se focaliza en dar un paso. Desaparece el olfato,
desaparece la mirada panorámica, el sol incomoda y emerge el miedo al punto de no
retorno (al momento de Krisis, como dijeran los Griegos) cuándo es más difícil volver que
continuar. El cambio corporal más profundo es el dolor mismo, duele lo que nunca dolía.
El dolor, nos recuerda la tierra, nos entierra en ella, nos devuelve a lo inmediato, a la
contingencia que somos. Abandonamos los sueños vanos de trascendencia. Nos recuerda
que cuando se siente así, el mundo desaparece.
Y entonces emerge el silencio, ambivalente y ambiguo. El paso del caminante, el
agotamiento, la sequedad y la sed no dan para hablar. La voz del otro incluso se hace
insípida, inútil, innecesaria. Ya pasamos el momento de la voz como communitas. Estamos
en el momento de la voz como peso muerto, no obstante los momentos de solidaridad. Un

22

silencio que en otras circunstancias estaríamos buscando, huyendo del ruido23. Nuestra
sociedad es la sociedad del ruido. No encontramos sosiego en medio de los sonidos de la
contemporaneidad. O lo que puede ser peor: encontramos sosiego entre ellos. Nuestras
mentes y espíritus parecen invadidos de voces, de loops eternos de fragmentos sonoros,
conversaciones, murmullos y en algunos casos, como en mis noches, alaridos y gritos que
nos despiertan.

“El ruido me ha expropiado de mi sueño: de mis sueños, y de mi sueño”.

Con la caminata de regreso, con el esfuerzo, se descubre que (algunos habitantes


del mundo contemporáneo) hemos adquirido ciertos hábitos de escucha: nos hemos
apropiado de imaginarios sonoros que ahuyentaron el “silencio”. Nuestro cuerpo se ha
habituado, o ha aprendido a habitar, el flujo permanente del ruido generado por la actividad
maquinal humana, al punto que el silencio (o la ausencia de ciertos sonidos) parece un ser
extraño. Inmediatamente, en medio de la lejanía del cambuche donde habíamos pasado la
noche anterior, volví a recordar la subida a la Sierra Nevada. Alguien nos contó, durante la
larga caminata, que había sacado sus audífonos porque el sonido del espeso bosque tropical
húmedo lo había cansado en su monotonía. Pero no es cierto del todo. La selva, la sabana
o el océano tiene momentos, horas, con sonidos específicos, con animales que salen con el
sol y otros que emergen cuando él no está. Reconocer el lugar es reconocer esa rítmica del
espacio, esa especie de palpitación, de respiración de la montaña. Los campesinos de La
Alemania podían cartografiar ese mundo en un balance entre lo inteligible y lo sensible.
Ese balance es lo que constituye el reconocimiento. La invasión y posesión de nuestro
campo auditivo por las pulsaciones digitales de la música permanente, la imagen televisiva
penetrando en nuestra intimidad más íntima, por mencionar algunas máquinas, se
incorporan en nuestros modos de habitar el mundo. Me pregunto ahora, ¿Qué corporalidad
tiene el silencio, aunque sepamos que en realidad es una abstracción?, ¿Cómo se nos
incorpora? ¿Qué nos dice de nuestro mundo?
Finalmente llegamos. A media tarde. El agua no alcanzo para apaciguar la sed. El
sol en su crepúsculo se enlodó de nubes. Los mosquitos diminutos hicieron de las suyas.
Habíamos retornado.


23
Adam Ford, En Busca del Silencio (Barcelona: Siruela, 2017); Sara Maitland, Viaje al Silencio
(Barcelona: Alba Editorial, 2010); Peter France, Hermits: the Insights of Solitude (New York: Saint
Martin’s Press)

23

***

En el acto de andar Me siento a mí mismo—ambos, del verbo “sentir” (con la


misma reflexividad del poema del viejo Walt Whitman: “me canto y me alabo a mí
mismo”)24, y del verbo “sentar”— me siento frente a estas nubes que se mueven en la
tónica del viento, acompañadas de rocas que resbalan atraídas por la tierra. El viento sopla,
un poco. Es verdad, estamos aún caminando, a medio camino de algo, siempre. Sin
embargo, “como un rayo, me atravesó y como un demonio se instaló en el mundo interior
como un hacha perdida!”.

III. Corporalidad, sensorialidad y dolor25

“Y entonces (…) ¿Qué es palpar? (¿o escuchar u observar?) y ¿Qué o quién


palpa? ¿Las manos, la piel, el cuerpo entero? ¿Qué hay en nuestras corporalidades, en
nuestros hábitos, qué asociamos el “palpar” (o el tocar) con nuestras palmas,
fundamentalmente, así incluso no se toque nada?, como los “palpadores” que tocan el
cuerpo sin tocarlo, como una especie de masaje invisible. Y si queremos palpar con la
piel, ¿no deberíamos palpar entonces con nuestro cuerpo entero, desnudo, al aire libre,
para sentir la corruguez del piso, el viento frío o el aire caliente? ¿Qué diferencia hay
entre palpar (o escuchar u observar) con amor, con deseo, con odio, o con placer, o con
esperanza en esa conversación que llamamos amor? Diría: si el amor es un lenguaje
que aprendemos con y desde la vida (el lenguaje de la mirada, del tacto, o del aroma)
claramente se puede ser políglota. ¿Y dónde recae la memoria del palpar, del sentir?
(…) Sentir el mundo, sentir el cuerpo o ser sensible a los cuerpos y territorios de otros
y sus ausencias —a sus interioridades y exterioridades— es lo que está hecha la
nostalgia, la melancolía, “la bilis oscurecida por el paso del tiempo”. Se extrañan todos
los sentidos, en todas las acepciones de la palabra. ¿En qué momento el “ruido” se
hace “sonido”, la información reticular se hace “color”, el estímulo háptico se hace
“roce”?. ¿No constituyen, todas estas, sistémicamente, las texturas de la experiencia?”

Notas de campo, Colombia, 2016.

Recorrer el territorio es como recorrer el cuerpo de otro ser humano, el cuerpo como
territorio, y en este caso, el territorio como cuerpo. Hay sensorialidades, intimidades,
temporalidades, reconocimientos, alteridades y sorpresas. Recuerdo, para poder ir cerrando
esta reflexión sobre el recorrido por la Finca La Alemania y su árbol dolido, un ejercicio
que le solicité a mis estudiantes en un seminario de posgrado hace algunos años, en alguna
universidad precaria del Sur Global, con grandes deseos y con muy pocos recursos. Lo


24
Walt Whitman. Hojas de Hierba. Traducción de Francisco Alexander (Barcelona: Organización Editorial
Navarro, 1979)
25
Este apartado fue terminado el 26 de Septiembre del 2016 en la ciudad de Cartagena de Indias, día en que
se firma en Acuerdo de Paz entre el gobierno de Colombia y las Fuerzas Revolucionarias Armadas de
Colombia, Ejército del Pueblo, FARC-Ejército del Pueblo. La historia del Árbol Dolido nace del Caribe y
retorna al Caribe a través de ese bucle interminable que son la literatura y la vida.

24

retomo en este momento por dos razones: Por una parte, porque el ejercicio itinerante que
acabo de describir, nos llevó finalmente al árbol dolido y a la manera como interpela las
preguntas que me hice anteriormente, ¿qué es el daño y cómo se le asigna un nombre a esa
experiencia? Y una vez reconocida la herida en tanto herida, ¿qué es sanarla, si es que se
sana? Segundo, ese reconocimiento de la herida (o del territorio como herida) pasa por una
reflexión por el acto mismo de “retornar” al lugar donde se fue violentado, en tanto acto
sensorial y perceptivo. Retornar al “hogar” es un acto corporal, entre otros. El relato de mis
estudiantes condensa estas dos dimensiones vinculantes. Retornar y reconocer: una
instancia fundante de lo social en la medida que asignar un nombre implica una disposición
corporal.
Con esta idea de la corporalidad del espacio y la espacialidad del cuerpo quisiera
resaltar, como lo he intentado hasta ahora, la experiencia de reconocer el territorio (su
territorio) con un grupo de campesinos: una experiencia multiforme, texturada, y compleja
que implica muchos registros sensoriales que conectan el presente y el pasado. Recorrer
implica reconocer. Esta analogía entre el cuerpo y el territorio me permite mostrar lo que el
ejercicio de caminar por la Alemania implicó: repito de nuevo el epígrafe inicial de Derrida
que aparece en este libro, a manera de mojón temporal (en realidad de varias
temporalidades), a manera de flashback: se camina (el territorio), se recorre (el cuerpo),
justo en este momento, para “exorcizar, no con el objeto de ahuyentar los fantasmas, sino
con la intención más bien de concederles el derecho (…) a una memoria que los acoja”.
Recorrer implica trasegar esos fantasmas, buscarles (como lo he dicho mil veces) un hogar
y permitirles un habitar26. Aquí entonces se unen dos fantasmas: los del narrador (los de
este narrador) y los de los narradores, por mucho tiempo “enmudecidos”, de los espacios y
cartografías del terror27.
Como decía, este era un seminario pequeño sobre las relaciones entre la
epistemología, esas tecnologías de percepción que llamamos “metodologías”, y la
violencia. Por una parte, el curso buscaba cuestionar el hecho casi obvio de que las ciencias
sociales se fundamentan, desde el siglo XVIII (aunque podamos rastrearlo con
anterioridad), en una dicotomía en la que la “razón” se considera un antídoto contra la
violencia, como la “civilización” contra la “barbarie”. Variaciones sobre el mismo tema del
“hombre” que sale del “estado de naturaleza” (según Locke, el gran filósofo que justificó
las plantaciones y la explotación) a través del contrato social y su coincidencia de
racionalidades28. Ni que decir de Europa y Estados Unidos que empalaron su camino del

26
Martin Heidegger, “Construir, Habitar y Pensar”. En: Conferencias y Artículos. España: Ediciones del
Serbal 1991. Sobre el “habitar” véase también dos textos de Juhani Pallasmaa, Los Ojos de la Piel: La
Arquitectura y los Sentidos, Barcelona: Gustavo Gili, 2014; Habitar, (Barcelona, Gustavo Gili, 2016)
27
Walter Benjamin, “El Narrador” En: Las Iluminaciones. Madrid: Editorial Taurus, 1991. Sobre el
concepto de cartografía del terror véase mi “Anatomía de la Intimidad” En: Poética de lo Otro: una
antropología de la guerra, la soledad y el exilio interno en Colombia. Bogotá: Universidad de los Andes, 2ª
edición 2016 (original 2000).
28
Barbara Arneil, Trade, “Plantations, and Property: John Locke and the Economic Defense of Colonialism”

25

“estado de naturaleza” a golpes de racionalidad técnica y “progreso” hacia sus otros, desde
el Congo Belga y Léopoldville hasta los territorios de Sitting Bull29, desde el propio
Holocausto —a punta de experimentación científica e industrialización de la muerte—
hasta Abu Ghraib y la expoliación planeada de Irak en la primera década del siglo XXI bajo
la égida de la libertad. La violencia es constitutiva de la razón.30
Sin embargo, en medio de esta crítica a la llamada civilización, mi intención en ese
seminario era explorar las enormes dificultades que emergen en el momento que nos
acercamos a tratar de entender los mundos de otros violentados. El ejercicio consistía en
realizar un mapa de un “territorio” (en parte, un ejercicio de reconocimiento) escogido por
los estudiantes, utilizando sólo uno de los sentidos como instrumento de “captación” de
“datos”: la vista, el tacto, el oído, el gusto, o el olfato. Por supuesto, el ejercicio se inspiraba
en la manera que Gregory Bateson, el gran pensador de la ecología, desarrolló esta relación,
en una interpretación del lingüista Alfred Korzybski, cuando afirmaba que “el mapa no es
el territorio”, de la misma manera que la idea no es “la cosa en sí”.31 Nominar el mundo,
asignarle un nombre, implica un proceso de codificación y de clasificación, una descripción
que se sustenta, como cualquier descripción, sobre unos presupuestos subyacentes32. No
hay descripción objetiva. Todas nuestras descripciones están sujetas (en su doble acepción)
a nuestros modos de pensar y de organizar el mundo que nos rodea.
Para los estudiantes, mi solicitud fue algo inquietante: cómo “traducir” los datos
sensoriales en un sistema de codificación (es decir, un mapa) y qué tipo de producto
podríamos llamar o reconocer como “mapa”, y que esté más allá de las representaciones
visuales del mapa tipo Mercator al que nos hemos habituado desde el colegio: una
representación visual, bidimensional, de un objeto (el “territorio”) que en realidad es, como
mínimo, tridimensional.33
El primer hecho interesante del ejercicio, para mencionar un par de generalidades, fue
el intento de individualizar los sentidos: ¿cómo usarlos separadamente unos de otros?, un
tema tanto epistemológico como logístico (por no llamarle fisiológico). Por ejemplo, cómo

Journal of the History of Ideas Vol. 55, No. 4 (Oct., 1994), pp. 591-609
29
Sobre las relaciones entre violencia y la civilización la literatura es amplia: Caroline Elkins (2005)
Britain’s Gulag: the brutal end of empire in Kenya. London: Pimlico; Mike Davis (2002) Late Victorian
Holocaust: El Niño famines and the Making of the third World. London: Verso Books; Adam
Hochschild (1999) King Leopold’s Ghosts: a Story of Greed, Terror, and Heroism in Colonial Africa.
London: Papermac; David Olusoga y Casper Erichsen (2011) The Kaiser’s Holocaust: Germany’s
forgotten genocide. London: Faber and Faber; Bob Drury and Tom Clavin (2013) The Heart of everything
that is: the untold story of Red Cloud. London and New York: Simon and Schuster; y finalmente, sobre
colonialismo y filosofía se puede consultar Istvan Hont (2005) Jealousy of trade: international
competition and the nation-state in historical perspective. Cambridge: Harvard University Press.
30
Klein, Naomi. “Contragolpe Ideológico. Un desastre muy Capitalista” En: La doctrina del shock: el auge
del capitalismo del Desastre. Barcelona: Paidos, 2007.
31
Gregory Bateson. 1977. Espíritu y Naturaleza. Buenos Aires: Amorrortu
32
Quizás el momento más fundante de lo humano es el momento cuando se le asigna un nombre a un recién
nacido, a través de diversos rituales de paso o iniciación como el bautizo en el catolicismo. Asignar un
nombre es acoger un nuevo miembro en una communitas, una comunidad moral. Hay una historicidad en el
nombre, una tradición que se replica y que se condensa en el nombre mismo.
33
Jerry Brotton (2014) Historia del Mundo en 12 Mapas. Bogotá: Editorial Debate

26

oler sin la intermediación de lo visual o lo táctil, si es que intervienen. ¿Cómo aislar la nariz
del resto de los sentidos que le dan contexto e inmediatez? Esto era como intentar rehacer la
metáfora del laboratorio que se abstrae de la contingencia a través de sus experimentos en
condiciones de control. A los estudiantes les estaba pidiendo una abstracción, un ejercicio
de “laboratorio” sobre el mundo de lo inmediato, casi un contrasentido.
Esto probó ser muy complejo y des-familiarizante, que era la idea. Desde mi punto de
vista, el conocimiento se construye, como lo mencioné al comienzo de este libro, de cara al
abismo, en las fronteras externas de la curiosidad, de lo irreconocible, de la alteridad
radical; cuando el mundo es en esencia una sorpresa. No sólo el conocimiento del otro en
tanto otro, en sus límites fenomenológicos, sino el conocimiento (por ponerle un nombre)
que producen las ciencias sociales. Este no emerge de la familiaridad repetitiva ni del
discurso amaestrado. Producto de forzarlos a habitar este borde, del seminario emergieron
las preguntas sobre lo que nos fundamenta, sobre lo que significa ser un ser humano: ¿cómo
leemos el territorio o la profundidad del lugar con el sentido de la piel o con el sentido del
oído? Reconocer el territorio, como corporalidad, como intimidad, requiere de esta
articulación sensorial. Sentir el mundo, sentir el cuerpo o ser sensible a los cuerpos de los
otros —a sus interioridades y exterioridades— es parte de una disposición que se aprende.34
El trabajo más fascinante y bello que de esas sesiones emergió consistió en la
selección, por parte de una mujer, de un territorio algo inusual. Valga la pena decir que
durante el desarrollo del curso, jamás definí el término “territorio”: no hicimos revisión
bibliográfica ni repaso conceptual de lo que creo es uno de los conceptos más comunes en
las ciencias sociales. Dejé a los estudiantes seleccionar de acuerdo a su intuición, a su
disposición para hacer, o a aquello que se delimita a través de sus hábitos de pensamiento o
de sentimiento. Como resultó ser el caso, la mayoría giró en torno a su mundo familiar y
circundante: la plaza de mercado local, las calles de su barrio, o trayectos que generaban
confianza.
Recuerdo aún la presentación pública de sus resultados y los rostros estupefactos de
sus compañeros cuando nos cuenta que el mapa olfativo que había realizado fue del cuerpo

34
Siempre he planteado que la antropología, la disciplina en la que finalmente me formé (luego de trasegar
por la medicina y la ingeniería) constituye una “sensibilidad particular” sobre el mundo de lo social y su
artificial frontera con lo natural, es “sensible” a “algo”. Aquí la palabra “sensible” la uso como metáfora de
algo que “reacciona”, como un a estímulo o una película fotosensible a la luz o a los rayos infrarrojos. La
película reacciona ante el “contacto” con estos rayos de tal manera que la imagen fotográfica (o la música) es
producto de esta sensibilidad. Así operan, en sus diferencias, los demás sentidos, y diría yo, las demás
ciencias sociales. Ergo, la ciencias sociales plantean diferentes “sensibilidades” de lo social: sensibilidad
epistemológica que proviene de la “escala” de su “mirada”, de su “escucha”, etc. Sensibilidad, en cuanto
seres vivientes, nos permite hablar de la idea del sentir el mundo: nuestra piel, por ejemplo, constituye una
película sensible a cierto tipo de información (háptica). Así mismo, el ejercicio de la “indagación” social (en
este me remito a la idea de Tim Ingold) es en el fondo una compleja marea de formas de codificación de lo
sensible (o “particiones”, como dijera Jacques Rancièr). Del adjetivo sensible, podemos movernos hacia el
verbo sentir y al final hacia los “sentidos”. Sensibilidad implica la artesanía de los “sentidos”: un balance
entre el “significado” y lo “sensorial”. La antropología es una poética de los “sentidos”, un acto creativo.
Véase Ashley Montagu (1986) Touching: The Human Significance of the Skin. New York: Harper; Tim
Ingold, Anthropology is not Ethnography.

27

de un hombre que no era su compañero sentimental. La reacción de sus colegas siempre fue
metodológico-moral: los estudiantes se imaginaban o bien una escena sexual o la potencial
e incluso aterradora posibilidad de la violación de los tabúes de lo íntimo, es decir, de lo
sensible, de lo que podemos sentir del otro, literalmente. Sin embargo, las dudas se
disiparon rápido (al menos en lo relativo al sexo) cuando la persona con la que había
trabajado era además de ciego, gay. A punta de paciencia, el trabajo se desarrolló a través
de una serie de encuentros, en el sentido más amplio posible de la palabra, a lo largo de un
semestre completo. Ella auscultándolo olfativamente, él imaginándola en su mente. Ambos
en la oscuridad, la de la ceguera o la de la ausencia total de luz. Los dos intercambiando sus
mapas del mundo y reformulando sus códigos establecidos. Visto de manera retrospectiva,
he llegado a pensar que nuestra relación entre el sentido del olfato y el cuerpo del otro está
atravesada necesariamente por lo erótico. Es esa especie de umbral cuando la química de lo
corporal se hace sensualidad. No se ausculta el cuerpo, se ausculta tu cuerpo porque es un
acto de intimidad, de reconocimiento, de comprender los límites de lo posible, las fronteras
de lo visible y los sensible. Y eso se hace marca, se hace memoria, se hace rastro.
De su experimento entendí varias cosas. Primero, preguntarse por el significado que
tiene la imposición de nombres a olores específicos, es decir la articulación de la
experiencia olfativa en el lenguaje. Algo parecido a lo que hacen los enólogos en las catas
de vino, quienes cuentan con guías terminológicas estandarizadas para describir una cepa
particular de uva y las condiciones de su crecimiento. ¿Qué tan grande o amplio es el
mundo de las palabras que se usan para describir un olor corporal?. Descubrimos también
que la nariz (en el contexto del ejercicio) opera en pequeñas escalas, y que requiere de
cercanía relativa, alrededor de una cierto espacio vital. Es más, nuestro espacio vital
(nuestro Lebensraum) se define en parte por la capacidad o limitación biológica de ese
órgano que llamamos nariz. Cabe la pregunta: ¿en qué momento el ruido o la experiencia
auditiva se convierte en sonido o en música; o en qué momento la sensación de “oler” se
hace “aroma”? ¿Y en qué instante estos órganos se convierten en “tecnologías”? En otras
palabras, requerimos que el aroma o el miasma se acerquen a nosotros. Nuestra nariz no va
hasta allá!. Hay una relación entre cercanía y olfatividad. Por ejemplo, no en vano en las
catedrales e iglesias católicas la cercanía de Dios, su presencia, se codifica a través del olor
del incienso, pues aunque no lo veamos (y por ende imaginemos a Dios en la distancia) lo
tenemos cerca. Algo similar a lo que decía Baal Shem, un parabolista de la Torá que cita
George Steiner en su bellísimo libro Lecciones de los Maestros: “Cuando un padre enseña a
su hijo a andar, le pone las manos a los lados y lo sujeta bien, por temor a que el niño se
caiga; pero cuando el pequeño está muy cerca de él, las aparta para que su hijo aprenda a
andar solo”. De ahí proviene la abismal sensación de soledad, no obstante la cercanía y la
presencia. ¿Cuál es la relación entre comprensión y sensorialidad y cómo esta relación nos
habla de las posibilidades del reconocimiento del mundo como íntimo, como próximo? La
pregunta por el reconocimiento es una pregunta por la projimidad.

28

Por supuesto, la exposición de la estudiante nos llevó al tema de lo sensual, de lo


erótico. Contaba por ejemplo que para el hombre ciego la atracción hacia otro hombre no
pasaba por los ojos, obviamente, por el tipo de relaciones de cercanía y distancia que se
podían establecer ocularmente. La atracción que sentía por alguien radicaba, más bien, en la
capacidad de su olfato, en la colonia que utilizaba, en sus olores corporales y lo que ellos
decían de él. La experiencia de la sensualidad y la sexualidad está atravesada por capacidad
para oler, por asociar una persona a un aroma, por lo límites de los olible, cuando la
percepción se convierte en sensualidad como el “ruido” en una nota musical. Por el
contrario, para ella la atracción se centraba en un concepto y una experiencia de la belleza
asociado a lo que veía, a la fisionomía de otro ser humano, a su atuendo, a su modo de
ubicarse en el espacio, a su performatividad, a su corporalidad, a la integralidad sensorial de
ese otro. Lo interesante es el mapa que emerge de todo esto, el repertorio limitado para
asignar palabras a experiencias sensoriales: al parecer tenemos una amplio abanico de
opciones para describir visualmente el cuerpo de alguien e intuyo que mucho más limitado
para describirlo en términos táctiles, olfativos o sonoros. Todo esto juega un papel
preponderante en la idea del reconocimiento.
Reconocer un territorio es como reconocer el cuerpo de otro ser humano, el cuerpo
como territorio, el territorio como cuerpo. Y si es el dolor lo que lo atraviesa: ¿qué pasa con
ese reconocimiento si el territorio está marcado por una herida? ¿Y qué pasa cuando
nosotros, quienes lo recorremos o quienes somos recorridos, también estamos trazados por
una herida?

***

“(…) El cuento del árbol dolido me parece impresionante, entre otras


cosas, porque en la clase 35 (…) estamos leyendo las traducciones de la
Constitución (…). Un ejemplo de esa traducción de Constitución entre los
arhuacos es “kun,” que significa árbol y raíz. Para ellos (…) es claro que en
nuestro caso la Constitución es kun material, más no espiritual porque todavía
nos falta desarrollar la sensibilidad que nos permite conectarnos de raíz, y
así oír la palabra del rio, la palabra del viento, la palabra del árbol en nuestra
Constitución. Para que sea completa la Constitución nos hace falta incluir las
lenguas que invocas de manera tan linda en tu discurso. Tenemos, como
antropólogos y ante todo como seres humanos, que buscar desarrollar las
sensibilidades individuales y colectivas (estoy completamente de acuerdo que
nos falta mucho de esta colectividad en nuestra disciplina) para trascender lo
propio, y así, conectarnos con lo otro, lo que nos rodea.
Para los arhuacos, es a través del kun-samu (la historia de raíz) que
se logra esa conexión con los antepasados. Kunsamu es la raíz del árbol que se
hereda para poder atravesar el tejido social de generación en generación, y


35
Intercambio personal con la antropóloga María del Rosario Ferro, a raíz de una presentación pública de la
historia del árbol dolido, por aquellos días post-plebiscitarios de la paz en Colombia (noviembre del 2016),
cuando todo el Acuerdo de la Habana temblaba hasta el tuétano.

29

alimentar la raíz que nos conecta con nuestros antepasados y por consiguiente,
también con futuras generaciones. Creo que alguien como Nelson Mandela tenía
esta conexión más que clara en su cuerpo, en su ser.
Los Kogi, como Mamo Salabata en esa finca, también tiene esa noción
de trascender para conectarse con los antepasados, precisamente a través de la
raíz, no “kun” sino “shi” que significa hilo. Es decir, se reconoce y se le paga a
los antepasados con “shi-bulama” (lo traducen como historia) que como el
kunsamu de los arhuacos tiene raíz, el shi (hilo) que nos permite caminar a través
del pensamiento y conectarnos, como lo hiciste con el hilo de algodón que
sostuviste entre tus manos para depositar tus pensamientos cuando te estabas
conectando a ese sitio a través del pagamento. La sensibilidad de la que hablas al
reconocer el árbol doliente es sin duda hacer shibulama, hacer historia (…).”

En resumen, de la historia del árbol quisiera resaltar la palabra como didáctica y la


itinerancia como pedagogía. Aquí reconocer un territorio de violencia es como reconocer
un cuerpo, es asignarle un nombre a esa experiencia multiforme. En este contexto, lo que
hicimos fue hacer legible el territorio, leer sus rastros, acercarnos a las ruinas de lo social.
Esto mediante un balance entre lo inteligible y lo sensible. Hacer legible el pasado,
caminando sobre una cicatriz en tanto de marcación, en tanto mojos narrativo y temporal.
Con el Mamo se restaura el orden ritual del mundo y concebimos la posibilidad que eso
pase por la restitución del diálogo fundamental con los antepasados. Hay, en ese orden de
ideas, una cierta inefabilidad en ese daño: no tenemos el lenguaje para enunciarlo, no le
asignamos agenciamiento a los fantasmas, ni subjetividad al árbol. Nuestro discurso de “la
justicia, la verdad y la reparación” obedece a ciertas epistemologías, a ciertas concepciones
de dolor colectivo, centrado en lo humano. No es de extrañar que las críticas más radicales a
la promesa transicional, a la reinscripción del Estado sobre sí mismo que llamamos Justicia
Transicional, provenga de estas sociedades, de estas naciones minoritarias o de los
descendientes de esclavos en el Pacífico.

V. Sabedores y conversantes: sobre la muerte de los ancianos sabios

La quema del árbol fue asociada con la muerte o al tránsito del Mamo Zabalata al
mundo de los invisibles, al mundo de los ancestros. El Mamo que realizó la ceremonia de
la palabra toma la batuta del anterior y continúa el proceso de reconocimiento (y sanación)
del territorio. En la historia del conflicto en Colombia, y de la historia de violencias
estructurales de larga data (yo le llamo a ese impacto no reconocido por el discurso de la
justicia transicional “un daño histórico”) siempre han estado presentes las muertes de los
ancianos sabios. El árbol representaba el centro del mundo, el canal de comunicación con
el mundo de los ancestros. Cuando trabajé en algunas comunidades negras en Sudáfrica
(que no es difícil imaginar, pero difícil de realizar), entendí la importancia del testimonio
de quien no está, de los espíritus de los esclavos, y la manera como sus voces se hacen
corpóreas. Los espíritus requerían testimoniar.

30

La pregunta por la muerte del árbol me hizo pensar por lo que implicaría, como fue
el caso, la muerte de un taita, un curaca, o un Mamo; una de esa figuras centrales en una
sociedad que intermedia con lo sagrado. En la selva amazónica colombiana, por ejemplo,
los curacas constituyen el vínculo con las entidades paralelas que habitan la selva,
constituida de zonificaciones mágicas cuyos flujos, relaciones y movimientos están
tramados (como en un tejido) con estas presencias. La moral, los prejuicios, el destino, el
futuro, la enfermedad, la salud son leídos desde esas interconexiones. Cómo caminamos,
por dónde caminamos, y cuándo caminamos por la selva esta relacionado por esas
presencias. El asesinato de un curaca, de un taita, o de un Mamo, significa la fractura de
ese vínculo con el mundo que está más allá del territorio, ese diálogo entre el mundo de los
vivos y los muertos. De hecho, la palabra “territorio” es una simplificación de esa
complejidad, en donde los arboles, los ríos, y los antepasados son entidades vivientes que
interactúan, que tienen agencia en el mundo de lo inmediato36. En este mundo, los arboles
también duelen, también se hieren, también sangran y requieren ser sanados. Cuando eso
se hace, se restituye un lazo fundacional de lo social. Tengo en mi mente la larga
conversación con el taita Santos del Sibundoy, al sur-occidente de Colombia, alrededor no
sólo de los fantasmas y la conversación que con ellos se puede tener a través de la planta
del yagé sino también de lo que significan estas presencias literales en nuestras vidas.
Retomo las mismas preguntas del comienzo, para terminar. ¿dónde se localiza el
“daño” y cómo se define la “violencia”?: ¿en la subjetividad?, ¿en el cuerpo?, ¿en la
“comunidad”?, ¿en la “sociedad” o en su “estructura”? o ¿en la “nación”? ¿Cómo lo
mapeamos? ¿Cómo lo hacemos nuestro a la vez que habitamos lo que nos separa? La
interconexión entre estos registros, y sus epistemologías, sigue siendo el reto portentoso de
nuestro porvenir, de nuestra enseñanza.

Coda: El sueño del esclavo retornado

Ile de Gorée, Senegal. De camino a Dakar, desde la pequeña ciudad de Saly, atravesé un gran
jardín de baobabs, en medio del desierto. Nunca los había visto. Ngaparou, La Lagune de
Somone, y otros pequeños poblados servían de telón fondo para este borde occidental del
Sahara que colinda con el Océano Atlántico. Los famosos árboles invertidos del Principito. Se
siente la presencia de las arenas de Malí y Mauritania. En medio de la emoción, un hombre
negro camina con un bellísimo turbante morado profundo por las calles de la ciudad, como una
especie de fantasma venido al mundo, un presencia caminante. El desierto siempre me ha
aterrado. Crecí en medio de montañas, entre el Amazonas y el Caribe. Las calles arenosas
tenían su magia, las mezquitas, el llamado musulmán a la oración, el extraño acento francés de
los senegaleses, el mercado pirata y a lo largo de las avenidas hileras de personas durmiendo en
la calle en improvisados cambuches. Venía de Johannesburgo, donde se siente un miedo
constante en la calle. Dakar era distinto.
Llegué, al día siguiente, a La Maison Des Esclaves, localizada en la Isla de Gore. Como el
Slave Lodge en Cape Town, este lugar se convirtió en el centro del tráfico de esclavos durante


36
Eduardo Kohn. How Forest Think: Towards an Anthropology Beyond the Human. Berkeley and
London: University of California Press, 2013

31

centurias. Museo, lugar de memoria, lugar histórico. Al entrar a la casa se encuentra el patio
central y una escalera de doble acceso a la segunda planta del edificio donde operaban los
administradores. Aun lado en la primera planta, la oficina del “conservador en jefe” Joseph
Ndyade, guía de la casa. Un archivista y narrador de historias polémico, entrado en años y
rodeado de fotos colgadas tomadas con celebridades internacionales como Bill Clinton o
Nelson Mandela, papeles encima de la mesas, libros polvorientos. La primera planta contiene
varios recovecos medio oscuros y los socavones donde mantenían los esclavos a ser
embarcados al Nuevo Mundo. A un lado, en una habitación que se atraviesa, hay una salida sin
puerta hacia el mar. Sobre ella se deslizaba la plancha de madera de unos pocos metros que
conectaba el barco que se los llevaría con La Maison. Por ahí caminaban con los ojos clavados
el infinito del sufrimiento, como reza la placa sobre la puerta: “De cette porte,” dice Ndyade,
“pour un voyage sans retour, ils allaient les yeux fixés sur l’infini de la souffrance”. La pared
contigua a este túnel del tiempo, rojiza, esta rayada y firmada con cientos de nombres.
A la salida, antes de irme, un grupo de unos 20 norteamericanos negros había llegado en
peregrinación. Estaban retornando al lugar de donde “salieron”, reconstituyendo los lazos y
pasos perdidos con sus “hermanos” esclavizados. Ndyande contaba la historia con pasión
teatral mientras un traductor muy hábil lo vertía al inglés. El grupo era musulmán, como los
senegaleses, e interpelaban con una alláh akbar colectivo y largas oratorias en respuesta a lo
dicho, a las frases del traductor. Eran los hermanos retornados buscando restituir los lazos con
los que no están, no sólo en sentido histórico sino en sentido literal. Buscando que los espíritus
les hablaran. Para eso por supuesto, si de los invisibles africanos se trata, les tocaría explorar
las religiones africanas que hablan con sus muertos, los Sangomas en Sudáfrica por ejemplo,
hablar con una médium como lo hicieron en Prestwich en Ciudad del Cabo, o viajar a Cuba,
Brasil o Colombia donde los Santeros, los Babalaos, los Paleros, los Vudúes y el Candomblé
son su línea directa.

32

También podría gustarte