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Los autodidactas

Te conocí
en la escuela nacional,
no comíamos mierda de nadie
y, al final,
el director firmó
la hoja de expulsión
le dijimos adiós
y a la mierda.

The Clash x Fun People

En un campamento escolar en el que me tocó ir de “acompañante”, nombre que le da la


institución al ladino que está entre los adultos y los más jóvenes, un grupo de docentes
se sintió fastidiado porque los estudiantes hacían lo que ellos les hubiesen sugerido que
hiciesen sin que se lo hubiesen ordenado. La cuestión es que ese grupo predispuesto al
aprendizaje, con facilidad para entablar relaciones entre sí y con un alto grado de
conciencia de lo que se esperaba que hicieran durante una “estadía en la naturaleza”, se
ponía en ronda, cantaba canciones, colaboraba de forma coordinada en el desarrollo del
campamento y hasta me hacía quedar como una especie de bribón, que en nombre de la
rebeldía y el “hacer bullicio” no podía entender que tan bien cumplieran con lo que se
esperaba de ellos. Las actividades, en su mayoría autogestionadas, dejaban en evidencia
algunos sobrantes: las grillas y los profesores. Si bien este grupo no tenía nada de
paradigmático, sí lo tenía la actitud de los profesores, quienes difícilmente podían
aceptar la disolución de su existencia como un cuerpo separado. Es precisamente esa
cuestión la que habilita lo que me interesa plantear: frente a una posible comunidad de
autodidactas, el cuerpo docente y la educación institucionalizada según el modelo
maestro-alumnos reinsertan la diferencia, estratifican, jerarquizan, imposibilitan una
comunidad de pares en un camino de aprendizaje.
Este desfasaje que desactiva la potencia de una posible comunidad de pares autodidactas
pone en tela de juicio la figura del “docente”. Y se acelera y acentúa en función de lo

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que “Bifo” Berardi denomina el paso de lo “conjuntivo” a lo “conectivo”, el cambio de
paradigma propiciado por la transformación de casi todas las dimensiones de la vida a
partir de las tecnologías de la información y la comunicación. La puesta a disponibilidad
del conocimiento por parte de estas tecnologías y la construcción de subjetividades
desde una semioesfera conectiva, con pericias para establecer vínculos informales de
enseñanza-aprendizaje entre pares y para recorrer el archivo “infinito” de la red, han
subrayado la arbitraria distancia entre los que tienen el rol social de enseñar respecto de
los que tienen que o quieren aprender. Los años de transición que hemos vivido, los
últimos treinta, parecieran haber instaurado una asincronía irreductible entre
generaciones basada en la falta de capacidad de unos para entender las necesidades de
los otros y, sobre todo, para entender sus posibilidades.
Volvamos a un episodio iniciático de mi experiencia en el colegio nacional de mi
ciudad. En 1998 en la camada de los que empezamos el secundario se incluía un joven
con un breve pero intenso recorrido por el mundo de la informática. A través de un
camino propio, habilitado por la solidaridad de las comunidades virtuales, este joven
había aprendido los rudimentos del programador y, fundamentalmente, se había
formado en el espíritu idealista-libertario, participativo y horizontal el software libre y
el copyleft. En las clases de informática, aparecía de nuevo la cuestión de la grilla
institucionalizada, en la que los docentes hacían valer, a través de su posición
jerárquica, una agenda de aprendizaje ideológicamente contraria al programa libertario
y con un claro tinte de operatividad capitalista básica: “aprenderán” a usar el Word, el
Excel, el Photoshop; es decir: “aprenderán” el uso de las herramientas, no los lenguajes
que las codifican. Y, para colmo, las aprenderán para cumplir funciones específicas y
cumplir órdenes.
Este estudiante incurrió en un in crescendo de faltas disciplinares que desembocó en su
expulsión. Las “faltas” eran un modo de conducta disidente, “mala”, propias de una
subjetividad inquieta y altanera que no podía tolerar el sometimiento jerárquico y formal
a una autoridad que, en los hechos, no lograba legitimarse por falta de capacidad
respecto de los conocimientos propios de la asignatura, por falta de adecuación
curricular y por el desfasaje ético que vulneraba los presupuestos del software libre en
los que el estudiante se había formado. Una y otra vez incurrió en la puesta en evidencia
del desfasaje en la formación de los docentes, de la falta de relevancia de los
contenidos, de la falta de adecuación y del entorpecimiento que significaba ponernos a
aprender a consumir, a través del uso, herramientas en lugar de reinventarlas. Lo hizo

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discutiendo, interrumpiendo, levantándose, saliendo con portazos y boicoteando las
clases hasta hackear la computadora del docente a cargo, rastreando su currículum vitae
y armando una página web en la que lo ridiculizaba con imágenes de la cara del
profesor sobre cuerpos de mujeres y con la irreverencia de exhibir un currículum que
hablaba por sí solo. Ese año fue iniciático, quedó a la vista de todos cómo la institución
se cerraba frente al autodidacta y lo llevaba a exponerse a la expulsión o a someterse al
disciplinamiento de la obligada relación jerárquica entre quien decide y enseña y los que
“aprenden”. Incluso fue ejemplar, en la medida en que más adelante hubo otro tipo de
“faltas disciplinarias”, como el robo entre pares, la destrucción de mobiliario y la
agresión verbal a profesores, sin que las consecuencias fuesen de igual tenor. Se podía
hacer de todo, salvo exponer lo que sobra.
Diez años más tarde, estuve frente a un autodidacta en pleno proceso de convertirse en
tal cosa. Durante una residencia en la ciudad de Buenos Aires, durante el primer
semestre de 2009, conviví con un amigo que estudiaba medicina y trabajaba pero su
deseo/energía no se agotaba ahí. En esos meses había conocido a alguien que lo inició
en los rudimentos de la programación y desde entonces robaba horas al sueño porque
había entrado en el circuito de aprendizaje de la programación y no quería parar. En
poco tiempo, dos años, devino programador y comenzó a trabajar en el área,
abandonando las otras actividades. De regreso en Mar del Plata, conocí a un joven de
diecisiete años que manejaba a la perfección los programas de animación digital,
habiendo aprendido en base a prueba y error y con los caminos de aprendizaje
disponibles en la web.
Durante todo ese tiempo y a pesar de haberlos visto de cerca, haber convivido, haber
trabajado juntos, no se me ocurrió la posibilidad de que también podría convertirme en
un autodidacta. Ingresé tarde a la transformación del mundo propiciada por la
informática e internet, sin embargo, las ganas de hacer, el trabajo en equipo, los
tutoriales disponibles en la red y la disponibilidad de algunos dispositivos técnicos,
básicamente una PC y programas pirateados, habilitaron el aprendizaje de los
rudimentos para poder concretar el montaje de un video digital.
Con esa experiencia entendí que algo tan complejo y lejano poco tiempo atrás, como el
rodaje y el montaje de una película, ahora estaba al alcance de nuestras manos y que
esos programas, tan crípticos en un principio, habían logrado generar una relación de
ida y vuelta con los usuarios con el fin de tornarse simples, en tanto estaban diseñados
para habilitar un uso intuitivo y de prueba y error, aquí la importancia de la interfaz

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gráfica y el comando “Control+Z”, y además, aquí la subjetividad construida entre el
tejido conjuntivo y el conectivo: nuestra intuición se acomodaba al territorio de ese
programa. Así, la construcción de un entorno familiar y la posibilidad de la
experimentación en el terreno de lo virtual, me permitían hacer sin temer al desastre y
eso que rehabilitó la capacidad de aprendizaje.
Este proceso, en algún punto contado como una fábula, dado que en retrospectiva
resaltan algunos mojones en detrimento de otros que podrían ser igual de significativos,
reestableció una suerte de “potencia de autodeterminación”. Entre 2003 y 2009 había
cumplido con los rigores de la academia y me había convertido en “Profesor en Letras”.
Es decir, en gran medida, mi pasaje por la institución académica y el cumplimiento de
sus rigores no sólo me habían dado un título sino que me había convertido en eso,
perdiendo de vista el amplio sistema de opciones que el pulso del autodidacta rehabilita
cada vez. Sin embargo, aquí otro de los recortes en retrospectiva, quien pretende lidiar
con “lo literario” termina por entender que no hay tal cosa como un título que de cuenta
de que una persona sabe algo sobre ese objeto, en todo caso un título en Letras sólo
implica tener cierta idea de la dimensión de su desconocimiento. Por que si bien no
todos somos iguales ante la Ley, todos lo somos frente a lo literario, dado que se trata en
el discurso de lo inabarcable, de lo desmesurado, de lo que no acepta generalización, de
lo que se resiste a la reducción. Frente a es inmensa heterogeneidad, el lugar de quien
“sabe” es siempre despreciable y refracta toda jerarquía. Así es que, podríamos decir,
frente a la literatura sólo es posible una comunidad de pares, igual de ignorantes, igual
de perplejos. En definitiva, ese es el tipo de posición que construí y eso, creo, me daba
cierta dimensión performativa sostenida en no haber perdido ni calcificado mi
capacidad de aprendizaje.
Esta larga crónica que termina conmigo de protagonista convirtiéndome en -sobre todo
redescubriéndome- autodidacta, no pretende ser monumento, si no abrir el juego, como
preguntar: si hasta un idiota pudo advertirse autodidacta, cómo puede ser que no haya
muchos más a nuestro alrededor. Además, no pretende ser un elogio de nuestras
capacidades, desde antes de iniciar la educación formal fuimos permeados por todos los
códigos que creemos descubrir cuando, por ejemplo, montamos una película.
El arco, que va desde aquel compañero expulsado a la revelación de lo que siempre
había estado ahí, la posibilidad de ser aprendices permanentes por fuera de un marco
institucional, evidencia una transformación que no pasa por lo individual sino por la
gestión de las potencias comunes. En 1998, aquel autodidacta era una suerte de

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iluminado fuera de serie que la institución expulsaba por no poder contenerlo, mientras
que diez o quince años después, las y los autodidactas sí proliferan, las experiencias de
aprendizaje no institucionalizadas son cada vez más corrientes y van desde lo micro,
doméstico y práctico hasta lo más delirante, amplio y teórico.
La pregunta que me hago es por qué pareciera hacer falta una suerte de (des)iniciación,
buscada o casual, para recuperar algo que se tiene, la posibilidad de aprender, sobre
todo después de un cambio de paradigma informativo-comunicacional que potencia esa
posibilidad. Lo que me pregunto es por qué no hay más, por qué no está lleno de
autodidactas, por qué no se produjo una suerte de revolución educativa basada en estas
posibilidades. Aclaro, además, que estoy pensando en una versión conservadora de la
revolución: ya no la invención de lo nuevo sino la puesta a disposición de lo ya
existente, de lo posible.

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fundamentalmente tendríamos que poder articular qué es


lo que queremos, lo que equivaldría a dearticular el
meollo que el capital forma con el deseo y la tecnología
de consumo.
Mark Fisher, Realismo capitalista.

La bibliografía acerca del cambio de paradigma sucedido prolifera desde hace ya casi
medio siglo y un mapeo -desde el Bourroughs de la “revolución electrónica” hasta los
actuales aportes de Mercedez Bunz, Byul Chung Han y principalmente de Franco
“Bifo” Berardi, pasando por Donna Harraway, Vilém Flusser, Judith Bluter y Giles
Deleuze, contando incluso algunos contratiempos como puede ser Homo Videns de
Giovanni Sartori- nos pone al tanto de que leer para tratar de dar cuenta de nuestro
presente, con alguna pretensión de exhaustividad, nos puede dejar un poco aturdidos,
además de que resulta bien complejo organizar tanta escritura para comprender qué
hemos sufrido y protagonizado en los últimos treinta, cuarenta años. Sin embargo, haré
el intento de listar algunos ítems: ha habido cambios en la relación humano-maquina, en
el modo de concebir la moneda y de comerciar, en el modo de capturar, reproducir,
mezclar e intercambiar elementos semióticos de todo tipo, en el modo de relacionarnos
con otras personas, en el modo de memorizar, en el modo de acceder a la información,
en el modo de gestionar el tiempo, en el modo de construir la subjetividad en la niñez a

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partir de la interacción con máquinas parlantes, en el modo de intervenir el cuerpo, ya
sea por técnicas farmacológicos, alimenticias o de instrumentos mecánico-digitales, en
el modo de relacionarse con uno mismo en el paso del block de notas al Smartphone, en
el modo en que se construye, dispersa y ejerce el poder, en el modo en que se hace
política, se construye consenso y gobierno, en el modo de valorar las diferencias entre lo
real y lo virtual, en el modo de producción y consumo artístico-cultural, en el modo de
aprendizaje y uso de lenguas no maternas, en el modo de accionar a distancia
instrumentos electromecánicos en escala micro y macro, en los modos de resistencia y
sabotaje, en el juego, en la construcción de vínculos y así hasta abarcarlo todo, o casi.
Se trata de transformaciones de módulos interconectados cuya variación implica
reacciones en cadena y amplificación exponencial. Basta con uno sólo para ponderar
cómo puede haber cambiado la vida de los seres vivientes, humanos y no humanos, y
basta combinar algunos de esta lista abierta para perder la noción de hasta qué punto
podríamos habernos convertido en otra cosa respecto de nuestros antepasados, más o
menos inmediatos, creo estar hablando de madre y padre y los que los siguen hacia
atrás.
Así es que desde diferentes ópticas y alcances la mayor parte de los citados ponderan
cambios que abarcan desde el entramado tecno-cultural entendido en un sentido
restringido hasta un sentido amplio que involucra un cambio histórico y global e incluso
de índole biológica. En fin, que lo que quisiera señalar es el acuerdo sobre el drástico
cambio de todos los órdenes de la vida y, al mismo tiempo, la imposibilidad de listar sus
particularidades, porque dónde miremos las encontramos. A su vez, la dificultad de
ponernos de acuerdo en lo general, porque cada definición intensiva implica
reducciones que no estaríamos dispuestos a aceptar, en la medida en que no estamos
dispuestos a dejarnos capturar en un complejo conceptual que encorsete las
posibilidades de una transformación aún con posibles en reserva.
Respecto de los alcances, me gustaría pensar una analogía entre la dicotomía base-
superestructura propia del marxismo y preguntarnos si no vale la pena, antes de
descartarla por su carácter reduccionista, apelar a ella una vez más. Y hacerlo desde un
ajuste propiciado por las nociones de principios y parámetros de Noam Chomsky. Me
preguntaría si en un determinado momento histórico la “base” no podría funcionar como
una suerte de gramática tácita, con ciertos principios y parámetros que “determinan”
-como diría Raymond Williams establecen límites y ejercen presión- las posibilidades y
los modos de vida.

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En este sentido, me preguntaría si la transición actual no implica un salto respecto de
esos principios y parámetros configurados por el capitalismo, es decir una modificación
de base de lo que para muestra bastaría traer a colación la propiedad intelectual y el
derecho de controlar la reproducción técnico-digital de pongamos por caso una canción.
Sin embargo, está claro que siendo dogmáticos en nuestra interpretación deberíamos
decir que estos principios y parámetros ya han sido “parametrizados”, es decir,
actualizados en función del peso de la tradición institucional: estamos hablando de una
serie de nodos que atraviesan nuestras culturas como pueden ser la propiedad privada, la
familia, la herencia, el trabajo, la educación, la salud pública, etc.
Propongo una nueva correlación: mientras lo real prolifera y en gran medida repone y
actualiza potencias y dimensiones inexploradas de lo posible, la realidad se lo reapropia
y empobrece en función de una serie de instituciones que no se mueven al mismo ritmo.
Para ponerlo en los términos de nuestra preocupación, mientras los autodidactas
proliferan, o podrían proliferar, la educación, tal como la concebimos, los recaptura,
ordena, desactiva.
A su vez, dentro de este ámbito, dejaría de preguntarme con Mark Fisher -y Fredric
Jameson- si es posible imaginar algo después del capitalismo que no implique el fin del
mundo. Diría que ya podemos dejar de preocuparnos por la alternativa futura, porque no
está en nosotros esa posibilidad y porque además ese es uno de los juegos del
capitalismo y, también, del marxismo (¿y del cristianismo?)–imaginar el futuro para
venderlo y/o prometerlo de forma metonímica, en un presente que resulta siempre la
(peor) parte de un todo que no se hace presentiza. Responderé a los problemas de
previsión, con estas palabras de Flusser: “quien prevé no ve lo que se aproxima, sino
que ve la dirección hacia la cual se aleja el presente” (179), para enseguida agregar que
la dificultad de nuestra imaginación es negativa. No es tan difícil imaginar las
cosas nuevas, lo difícil es imaginar la eliminación de las cosas antiguas: la
desaparición de las cartas, de los periódicos, de los libros, del teatro, del cine, de
la sala de concierto; más difícil aún es imaginar la desaparición de la escuela, de
la tienda, de la oficina, del dinero, de los cheques. Lo difícil es imaginar la
desaparición del tejido social en el que vivimos, la descomposición final de los
grupos a los que pertenecemos. (111, 112)

Entre la imposibilidad de imaginar, la imposibilidad del duelo y la gestión de la agonía,


“estamos ocupados” mientras otras fuerzas se instalan.1 Frente a esto, recurriré a un
1
Giles Deleuze sostendría unos años más tarde, en sintonía con Fluser, que: “Reformar la
escuela, reformar la industria, reformar el hospital, el ejército, la cárcel; pero todos saben que, a
un plazo más o menos largo, estas instituciones están acabadas. Solamente se pretende

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Freud particular, y antes a Judith Butler. Es probable que de todo esto resulte una
tergiversación de los espacios discursivos de origen, pero en todo caso, estas citas y este
diálogo me ayudarán a decir lo que necesito. Nuestros actos de aprendizaje son actos
performativos, en cada momento podemos confirmar o no la norma que nos dice dónde,
cómo y cuándo aprender. En cada momento, diremos, podemos dejar que nuestra
subjetividad, nuestro sistema perceptivo, cognitivo, intuitivo, con sus posibilidades y
contradicciones, se deje hacer por lo social institucionalizado y jerarquizado o participe
de una inserción comunitaria, también social, pero que nos permite armar y desarmar
instancias de aprendizaje autodeterminadas. Decía que recurriré a un Freud particular
porque me refiero al de la “transitoriedad” frente a la experiencia de la guerra.
Recordemos que Fisher, ante la pregunta recurrente por el desfaje entre el realismo
capitalista y lo real como cúmulo de posibilidades, encuentra el suicidio como
alternativa.2 Frente a esto, diría con Freud que tomemos su transitoriedad como punto de
partida, que esa experiencia anticipada del duelo no sea aquietante y también, que
dejemos de “imaginar” y performemos otras instancias y modalidades de aprendizaje. Y
aquí ya empieza a haber una enunciación que entra de lleno en el deseo, sí.

***

EPIGRAFE

Y ahora, volvamos a lo que me preguntaba: por qué no está lleno de autodidactas, por
qué no se produjo una suerte de revolución educativa basada en estas posibilidades.
Comencemos por el habitus. Podríamos decir, con Bourdieu, que hay una serie de
disposiciones sociales que nos hacen hacer, decir y pensar ciertas cosas. Y además,
también, hay disposiciones bien individuales que se conjugan con aquellas. Y de su
combinación resultan subjetividades a las que les está vedado concebir la posibilidad de
aprender algo por fuera del vínculo maestro-estudiante que, aclaro una vez, no
implicaría la soledad del autista sino en la proliferación de lazos desjerarquizados en la
relación con los otros que, ya sea cara a cara o mediada por la web, tenemos a
disposición. Aclaro otra cosa: nada más distante del espíritu de los “autodidactas” la
gestionar su agonía y mantener a la gente ocupada mientras se instalan esas nuevas fuerzas
que ya están llamando a nuestras puertas.” (150)
2
Tal vez sea improcedente encadenar los libros de Fisher a su último acto como si este tuviese
alguna carga semiótica que confirmara o no una perspectiva. Tal vez sea una forma de
violencia desconocer la asignificancia del suicidio.

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prepotencia del self made man. Acá aparece la lectura que hace Jacques Rancière de la
experiencia de Joseph Jacotot.
he aquí que ese niño que aprendió a hablar por medio de su propia inteligencia y
sin maestros que le explicaran la lengua comienza su instrucción propiamente
dicha. Y a partir de ese momento, todo sucede como si ya no pudiera aprender
con la ayuda de la misma inteligencia que le sirvió hasta entonces, como si la
relación autónoma del aprendizaje con la verificación le resultara ajena de allí en
más (…) Justamente esa incapacidad es la ficción estructurante de la concepción
explicadora del mundo. Es el explicador quien necesita del incapaz, y no a la
inversa: es él quien constituye al incapaz como tal. Explicar algo a alguien es, en
primer lugar, demostrarle que no puede comprenderlo por sí mismo. (26, 27)
En la línea de las instituciones que van desde el estado a la familia, pasando por la
escuela y la cárcel, casi toda idea de educación se basa en el “modelo explicador”. La
posibilidad de aprender algo por cuenta propia implica que el maestro ponga en duda la
necesidad de su existencia. Motivos de autoestima, reproducción social y necesidad
gremial parecen llevar a que cada cual tenga que redescubrir por caminos individuales
la posibilidad del aprendizaje no tutelado por el modelo explicador.
El diagnóstico de Rancière sobre el “modelo explicador” resultaba obvio para Jacotot en
la primera mitad del siglo XIX. Doscientos años más tarde, con un cambio de
paradigma que hace redimensionar todas los aspectos de “lo humano”, sus
posibilidades, incluida su definición, me pregunto cuánto más obvia resulta hoy la
necesidad de una reinvención, no una reforma, de ese modelo. Es decir, qué aspecto
irreductible del rol del maestro no es reemplazable mediante una agilización de la
relación de los estudiantes con otros estudiantes, con fuentes de información, de
enseñanza y de aprendizaje, con terminales humanas o artificiales, a través de la
disponibilidad de la web. ¿Por qué no podríamos declarar la obsolescencia de ese rol? Y
para poner el problema en su lugar, ¿hasta qué punto la existencia de ese rol no
entorpece la posibilidad de aprendizaje?
Podría entrar una cuestión que voy a enunciar pero que quedará pendiente: cómo entra
en la comunidad de los autodidactas quien no tiene ni un gramo de libido objetivada en
el aprendizaje. La verdad es que no lo sé y este sería uno de los desafíos a encarar. Otro
desafío está en generar que los autodidactas encuentren caminos de desarrollo no
determinamos por el mercado, porque sabemos que en dónde una puerta se abre, una
casa de deconstruye, una institución se desmantela, ahí aparece el mercado. En estas dos
preguntas podríamos encontrar algunos roles sustitutos, por si algún adulto se siente
excluido.

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Mientras tanto puedo decir que el modelo explicador no ofrece mucho más que castigos
y premios pobres para quienes no han sido configurados para dejarse hacer por el
ímpetu civilizatorio de nuestras culturas. Desconfío de que haya un modelo mejor que
otro para el estudiante ataráxico que se ha parado en la desidia y, en todo caso, esa falta
de deseo debería ser revisada desde otro lugar. La comunidad de autodidactas no
excluye, todo el mundo está invitado, pero no obliga ni goza del optimismo progresista.
Cuando esbozo estas respuestas, estoy pensando en una educación para la
emancipación, la autonomía y la autodeterminación lo que implica la búsqueda y la
construcción de alternativas al obligatorio modelo explicador. En una educación que
tenga como principio, en su programa, una suerte de cláusula de autodestrucción, de
desmantelamiento, de búsqueda de un objetivo que alcanzado implicaría la retracción de
dicha institución. Es decir, la primera emancipación que debería construir el profesor
con sus estudiantes es la de su prescindencia. El maestro podría honrar su trabajo
instalando un protocolo que implique la sed, el deseo y la necesidad, motivar la
curiosidad, el rigor y pensamiento crítico. Y una vez instalados podría hacer un juego de
prestidigitación, algo así como hacer un gesto y despedirse con un “yo no estuve aquí”
eran ustedes y seguirán así. Construir un factor de aprendizaje, no una dependencia
respecto de quien enseña. Sin embargo, en 1990 Deleuze ya señalaba que la cosa iba en
sentido lo contrario: la sociedad de control implica la dispersión y la inacababilidad del
modelo explicador en ese otro dispositivo conocido como “formación permanente”.
Volvamos una vez más, retrocedamos en la pregunta. Qué podemos enseñar. La raíz
cuadrada de una enseñanza: que habilite factores de curiosidad, experimentación y
crítica, sea en el ámbito que sea, porque está claro que por más que juguemos a los
estereotipos, podría haber momentos de gran similitud entre los autodidactas, que las
derivas propias de cada camino terminarán por convertir en algo particularizado.
Porque esos son tres dispositivos –curiosidad, experimentación y crítica- que una vez
incorporados no dejan de abrir el juego. La cuestión no está basada en que la escuela
mate a la creatividad, como hace circular el orador protagonista de charlas Ted, Ken
Robinson, el problema es que va en contra de la emancipación de los autodidactas, aún
en los casos en los que cumple sus objetivos.
Además, si volvemos a la reflexión sobre el par base-superestructura, pareciera ser que
el capitalismo tiene dos capacidades que le son inherentes: la capacidad de mejorar las
condiciones de producción junto con la capacidad de reinsertar el trabajo como
institución determinante de la sociedad. Es decir, las reivindicaciones de los

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trabajadores son lentas y torpes respecto de la aceleración y eficiencia a la que tiende el
modo de producción. Respecto de la educación, podríamos decir algo parecido: como
institución normalizadora instaura la ignorancia sobre las capacidades de aprendizaje no
institucionalizadas, como institución que instruye para el trabajo está lejos de estar a la
altura del cambio de paradigma y no habilita el acceso a la potencia de aprendizaje.
Frente a la constante puesta en evidencia del “fracaso” institucional, frente a la gestión
de su agonía, nos ponemos biopolíticos: para qué la escuela, no sé, pero que al menos
“los” discipline.
Vuelta al día a día. Con un diagrama de vanguardia, propio del siglo XVIII, y con
objetivos disciplinadores sin las herramientas para disciplinar, la escuela deja de
interpelar al estudiante, porque ni lo castiga ni le ofrece ganancias, las lógicas a las que
nos hemos acostumbrado. ¿Por qué? Porque especializa el conocimiento que se
corresponde con la vida laboral y académica pero no con la plasticidad del cerebro que
la neurociencia no deja de aclamar, porque implica un modo de cortar la cosa, la
realidad, el mundo, las relaciones que tiene que ver con la ubicación disciplinada de los
cuerpos y no con los flujos de movimiento que estos piden, porque racionaliza en
función de las necesidades gremiales (y ni siquiera) y de la disponibilidad de docentes
en función de los “contenidos” y en ningún momento en función de las formas, que
permiten aprender y construir nuevos sentidos, porque sostiene la lección y la unidad
del docente frente a los alumnos, donde la relación se jerarquiza por defecto y hasta en
contra de las intenciones del docente particular; porque reproduce modos del
corporativismo que agrupa a adultos y los enfrenta a los niños y los jóvenes; porque
construye situaciones que exceden las capacidades profesionales y sobre todo
psicológicas del que enseña; por una falta de capacidad para articular lo que se dice con
lo que se hace de parte de los docentes basada en cuestiones económicas, de formación
y de predisposición que carga de sinsentido y llena de ironía el sometimiento al que
deben entregarse los estudiantes durante, por lo menos, doce años.
De a poco, la cuestión de los autodidactas nos llevó a un aquí y un ahora muy concretos.
Porque estoy listando un diagnóstico personalísimo, basado en mi trayecto experiencial
desde mis momentos de escolarización hasta mi desempeño como docente y el de mis
pares, amigos y colegas, hasta llegar a Mar del Plata, al período que va de mayo a
septiembre de 2017, lapso en que fue escrito este ensayo. Y entonces, de nuevo la
crínica: en 2010, trabajé en una escuela bien conflictiva en la zona oeste de la ciudad de
Mar del Plata. En una de las primeras reuniones de docentes me explicaron que habían

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tapeado con material las ventanas que daban al frente por los permanentes ataques
vandálicos que la escuela sufría. Un amable colega me acercó a casa esa tarde y lo
planteó de forma clara, como suelen hacer los profesores de educación física: “se trata
de una guerra, están ellos -los alumnos- y estamos nosotros -los docentes-”. A los
meses, un martes, cuando faltaba poco para que se terminaran mis funciones en dicha
institución, una mañana, escribí un mensaje a la preceptora en el que le pedía que
anunciara que llegaría algo retrasado. Su respuesta fue reconfortante: “No te preocupes,
el sábado robaron en la escuela y el lunes la prendieron fuego”. Entendí que la “gestión
de la agonía” de determinadas instituciones para los “estudiantes” se trata de eutanasia.
También entendí que ninguno de esos colectivos en “guerra”, aquel “nosotros” y este
“ellos”, me incluía y que, en todo caso, estaba del lado de los estudiantes y aún de los
vándalos. Fueron momentos de reivindicación y autoexclusión personalísima: yo, que
creía o quería creer en el poder civilizatorio de la educación, que venía de un complejo
de viviendas sociales cuyos habitantes solían hacer recorridos más o menos parecidos –
desocupación, barras bravas, fuerzas de seguridad, delincuencia y religión-, yo que no
quería ser evangelista, hincha, chorro ni policía, me empezaba a dar cuenta de que me
estaba convirtiendo en parte de un colectivo que me reinsertaba en el juego del
“nosotros” y el “ellos” que me había diagramado con sinceridad e incorrección política
mi compañero de trabajo.
Así, mientras la declaración de la obsolescencia de la educación pública le hace el juego
al funcionalismo servil de la educación privada, parece, de nuevo, no haber alternativa.
¿Dónde podría estudiar una autodidacta?, ¿qué tipo de institución no ofendería su
existencia?
Una vez más, volvamos a la “alternativa” y a la “previsibilidad” flusseriana: ¿cómo
recuperar ese factor de imprevisibilidad, como devolver la potencia al futuro pero, sobre
todo, al presente? Yendo sobre y contra la educación y convirtiéndola en una
comunidad de autodidactas, abriendo sus posibilidades, su curiosidad, su entusiasmo.
Falta una revuelta educativa, que active lo que está, que se vuelva más informe, más
impredecible y que se deje de preocupar por el futuro –laboral- para embalarse sobre el
presente.
Entonces, una revuelta educativa en la que el que la subjetividad deje de formarse en
términos violentos sino que se informe, se la ponga a jugar con otras, se permita la
exploración de la curiosidad y la búsqueda singular. A la pregunta del para qué todo
esto, basado en una lógica foránea de la infantojuvenil y, al mismo tiempo, instalada en

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ellos y ellas, que la respuesta sea para nada y que entre las posibilidades de quien sea
sometido esté el ritornello del “preferiría no hacerlo” antes que las propias del modelo
explicador que en lo mejor de los casos inspiran la dependencia de la mirada del
superior con un eterno “¿esto está bien?”. Porque así se rehabilita la posibilidad de un
interés legítimo y la posibilidad de que haya un vínculo con lo que se hace dentro de la
institución que exceda el precepto de sometimiento a la norma y al que manda que
implica la educación.
Lo que es necesario que quede claro sobre este punto es que por más caduco que esté el
sistema de educación en cualquiera de sus niveles, la transformación que necesita no es
en orden de desfinanciación y competencia neoliberal. Frente a descentralización acá
decimos autodeterminación y autonomía propiciadas en la escuela pública y garantizada
por el financiamiento colectivo y cooperativo a través del estado.
Como en los siglos de las revoluciones burguesas, cuando parecía estar claro que el
capital había empezado a funcionar de un modo poco afín al sistema político que
defendía las diferentes monarquías, hoy pareciera que sucede algo parecido: el fuerte
desfasaje entre las posibilidades y lo existente. Pero a diferencia de esas “revoluciones”
sería hora de que nos apropiemos de esas posibilidades y no las dejemos libradas a una
explotación milimétrica. Como decía, no estoy planteando un trabajo sobre el futuro, si
no sobre lo que está disponible acá y ahora. Bifo define la sublevación como
el levantarse de un cuerpo que estuvo demasiado plegado, comprimido, incapaz
de mirar de frente, incapaz de desplegar completamente sus miembros, sus
potencias, sus motores sensibles e intelectivos. La sublevación es la
recomposición del intelecto general (fuerza productiva fundamental del
presente) con su cuerpo físico, social, afectivo, erótico. (XX)

En el momento exacto en que escribo estas notas, un policía local le dice a la chica del
café en que estoy leyendo y escribiendo: “en Belisario Roldán –otro barrio de Mar del
Plata- está jodido, se cagan a tiros, entre ellos.” Y ella le responde: “mientras sea entre
ellos…”. Bifo se refiere a una guerra civil global. Qué características podrá tener en
Argentina, en Latinoamérica, ¿civiles matando civiles? No necesariamente, pero sí y
sobre todo con policías y docentes tratando de que los civiles de segundo grado se
maten entre sí pero no maten a los de primer grado. Se trata de fijar las fronteras de esa
“guerra civil” no de desactivarla.
Esa lógica de “nosotros” y “ellos” podría ser desarticulada por los autodidactas que
“verifican” la igualdad entre sí. Como Jacotot, que tenía entre sus axiomas de partida, el

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de esa igualdad frente a la posibilidad de aprender. Qué manera habría de verificar una
cierta igualdad sin autonomía. Ahí se reinserta el problema educativo-social
nuevamente: a la pregunta del homoaeconomicus que trata de traducir todo en un valor,
monetario, y que se reinserta en el estudiante que pregunta para qué me sirve, la falta de
respuesta del docente, que también es un homoaeconomicus altamente insatisfecho, no
le permite imaginar el espacio de autonomía que los iguala y que les permite construir
un sentido no economicista del aprender y del hacer.
La escuela, en gran medida, como la cárcel, reinserta la escisión cuerpo/alma en la
medida en que se trata de subjetividades que están en un lugar sin querer estar ahí, de
manera que la evasión se vuelve un mecanismo básico de supervivencia. La
autodeterminación implica volver a poner en juego el complejo indiscernible cuerpo-
subjetividad y no obligarlo a desligarse. Cómo. Con la construcción de una comunidad
escolar de docentes dispuestos a discutir, ponerse de acuerdo y trabajar en pos de su
autodestrucción; con el desarrollo de una autonomía institucionalizada, que no implique
individualismo suicida, que posibilite la construcción de una propuesta educativa
adecuada a la comunidad en la que se emplaza cada escuela; desde el punto de vista
edilicio, un lugar adecuado para formar autodidactas indisciplinados: aulas pequeñas
para determinadas tareas, amplios salones multipropósito para la investigación y el
juego; por último, desde el punto de vista conceptual teórico, no una educación para el
trabajo, no una educación para la disciplina, no una educación para el clisé de la vida.
Una wikieducación de autodidactas para lo que sea que la comunidad construya y
decida.

***

En cuanto tuve acceso a una computadora, lo primero que


hice fue aprender a programar, tenía unos 11 años. Creo
que esa es la única clave para aprender: ser curioso.
Antes era obviamente mucho más difícil, lo mejor que me
pasó en la vida es Internet…
Juan Sebastián Gómez

Mientras desarrollaba esta crónica y construía, al escribir, estos pensamientos, entrevisté


a los personajes a los que me referí al inicio de este escrito. En los tres casos
coincidieron en que las capacidades que encontraron en sí mismos están disponibles
para todos y desde diferentes discursos apelaron a la necesidad de contemplar la

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condición “autodidacta” que tendríamos en cierta forma “innata”, algo de lo que plantea
la experiencia Jacotot. En sus voces distingo el ímpetu del que se descubrió autodidacta
y piensa que se trata de una experiencia que cada uno podría hacer y, al mismo tiempo,
el pulso de una de las mañas neoliberales: el emprendedurismo y el código del éxito.
Uno de ellos dice que “nuestra mente está diseñada para aprender” y que “desde la
panza empezamos a desarrollar la máquina de aprender que somos”, en analogía con las
machines learning de la informática. Al referirse a la educación institucional, sostiene
que su énfasis estaba en el “maestro”, el que te enseña, y poco en la curiosidad: “Eso me
enseñó que aprendo cuando alguien me enseña. De esa forma ‘desaprendí’ que podía
aprender solo, creé esa necesidad de pensar que aprendo cuando se me enseña”.
También cuenta que estudió japonés desarrollando un método de juego y
autoexaminación y alcanzó un nivel que luego puso a prueba en clases particulares y
advirtió que había sido por demás exitoso: “fundamentalmente mi experimento de
estudiar por cuenta propia me demostró que aprender como uno mismo aprende es la
herramienta para aprender exponencialmente más rápido de lo que nos dicen podemos
aprender. Desde entonces usé lo que aprendí de cómo aprender en muchas otras áreas:
medicina, software, psicología”. Como podemos leer, hay una suerte de carácter
tautológico que leído se convierte en uno de los modos de la crítica, en tanto aprenden
por vía introspectiva cómo aprenden. En esa línea, les pregunté qué pensaban del sufijo
“auto” de “autodidacta”: “significó desaprender que no necesitamos estímulo de otra
persona para adquirir conocimiento. Alejarse de la noción de que somos nenes que nos
retan cuando no hacemos la tarea, y de que sin otra persona que te evalúe, castigue y
mantenga a raya, no podemos progresar”. Al mismo tiempo, el carácter
pseudotautológico también puede leerse como pseudocontradictorio en el siguiente
caso, en tanto el “autodidacta” también aprende a aprender de otras personas: “Solo
aprendemos de otras personas. Nuestro conocimiento es colectivo. Sabemos como
sociedad mucho más que como individuos. Aprender a aprender de otra persona porque
realmente queremos el conocimiento que esa persona tiene es una de las cosas más
jodidas de... aprender. Aprender que cuando somos los ignorantes en una relación es
cuando realmente ganamos conocimiento es clave”. En las diferentes charlas también se
llegó a una afirmación común en la que se desarma el carácter distinguido o exclusivo
que los identifica: “todos somos autodidactas, no creo en el concepto de que alguien
pueda enseñarte algo. Un profesor puede hacer su tarea de enseñar, pero el acto de
aprender es un acto profundamente solitario, que nadie puede hacer por vos. Incluso si

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asistís a clases en un entorno formal, la diferencia entre meramente memorizar lo
suficiente para pasar un examen y verdaderamente aprender se da en soledad en tu
cabeza”.
Es llamativo que casi sin conocerse entre sí los tres entrevistados coincidieran en un alto
grado en sus opiniones y en su modo de entender el aprendizaje en términos
individuales y, al mismo tiempo, como una posibilidad distribuida de igual modo en
todos. Aquí tiene que ingresar una instancia crítica, de otro modo nos quedaríamos en la
loa. Parece tratarse del “interés”, la “curiosidad”, la “instrospección”. Si leemos
entrelíneas, los tres en algún momento están permeados por nociones de “éxito”,
“talento” y “emprendedurismo”. Porque pareciera ser que todos “somos iguales” ante la
condición autodidacta y sin embargo “algo” sucede que no en todos se activa. Ahí sí
podríamos decir, ya no se trata de tautologías y contradicción, si no que se trata del
modo en que codifica el capitalismo a partir de la supuesta igualdad de oportunidades
nunca comprobable ni ejecutable por las propias determinaciones que el capitalismo
construye y reproduce. En los tres casos se trata de personas que se vincularon con el
mundo digital -la programación y la animación- que tienen un perfil “emprendedor” y
que se conectaron con las posibilidades de ascenso social que esta época de transición
habilitó. En cierto sentido, fueron a ocupar roles abiertos cuya ocupación tienen que ver
más con la idoneidad que con la acreditación formal de un título.
Me pregunto qué tipo de vida frágil tiene la condición autodidacta que se necesita una
gran voluntad, en cierto punto propia de una subjetividad avasallante, para conseguir
subsistir a la institución educativa. Los autodidactas podríamos empezar a construir
espacios en los que podamos proliferar en lugar de tener que generar técnicas de
supervivencia. En esta línea, hay una tradición que concibe a la literatura como un
espacio de apertura, heterogeneidad, sobre el cual no puede plantearse un saber, más
bien sólo la incertidumbre, de manera que la situación de paridad entre los supuestos
roles de quien enseña y quien aprende se manifiesta por imposición del objeto, aunque
siempre, por medio de una jerarquización arbitraria y autoritaria, quien enseña podría
jugar el rol disciplinador. En buena medida quien lee en un sentido pleno -quien
entiende que se puede leer el texto de la Ley a través del cual se articula el Poder pero
también aprende que se puede leer el Texto que enseña a escaparse del poder o, por lo
menos, a suspender sus veredictos (Link: 86)- entra en el terreno de los autodidactas,
para aprender a leer hay que estar abocado a la experimentación, la introspección, la
curiosidad y en gran medida la excentricidad que se sale del juicio de los otros. De esta

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manera, enseñar a leer constituye una paradoja en tanto leer, en el sentido propuesto,
implica suspender el dictum del poder y enseñar parece, todo el tiempo, reinsertar el
modelo explicador que necesita estructuralmente del lugar del poder.
Empieza así a delinearse un modelo de maestro autodestructivo, que genere condiciones
pero que sobre todo invite a considerarlo prescindible, que recuerde el título de los
Coen, The man who wasn´t there, y que como un prestidigitador se haga ausente, genere
autonomía.

***

De vuelta. En ese estar en el medio que introduce Bifo al cartografiar el pasaje desde
una preponderancia de la “sensibilidad” hacia la “conectividad”, la interacción con otras
terminales a través de la web, humanas o no humanas, pueden suplir buena parte de los
procesos de aprendizaje tal cual los conocemos actualmente en un pasaje que iría de la
“trasmisión” a la “adquisición”. Podríamos preguntarnos -¿con cierta pena?- si el rol del
docente/maestro está obsoleto: diremos que no, que claramente no está obsoleto, que
para una educación para el “semiocapitalismo” debería ocupar un rol preponderante que
colabore en la incorporación de lo singular al tejido conectivo. Tampoco está obsoleto
para una educación crítica del “semiocapitalismo” que genere espacios de autonomía y
autodeterminación, que recomponga algo del tejido conjuntivo y permita generar
experiencias que no estén ligadas a la lógica recombinante de la cadena de montaje
actual -virtual, anónima y colaborativa- desde la soledad conectada de la casa
convertida en lugar de trabajo. En diálogo con el Agamben más hermético, el de La
comunidad que viene (1990), Daniel Link sintoniza los planteos sobre la educación y la
escuela actuales, entre los que se incluyen los nuestros, y señala que
no es justo acusar a la escuela de inactual, anacrónica o inoperante, precisamente
en tiempos en los que la inactualidad, el anacronismo y la inoperancia surgen
como predicados de una ética futura.
No se trataría, entonces, de hacer funcionar una máquina de inclusiones-
exclusiones de acuerdo con tal o cual cuento (universalizante) para la producción
de una ciudadanía cualificada, sino de pensar una escuela que solo se proponga
el entrenamiento (para el uso) de sujetos qualunque, de una escuela no pensada
para la ‘liberación nacional’, sino para la felicidad singular. (191)

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Singularidades qualunques: aquellas no construidas desde un discurso humanista
burgués y tampoco en la construcción de sujetos acoplables al modo de producción
semiocapitalista:
Esa felicidad singular no se fundaría ya en la cualificación, sino precisamente en
la asunción plena de una subjetividad cualunque. Hoy la escuela encuentra la
posibilidad de ser pensada como “comunidad de trabajo” nuevamente, desde sus
raíces más profundas hasta sus efectos más microscópicos (incluida su
extemporánea y anacrónica relación con la cultura actual): la impropiedad, la
inactualidad, la inoperancia y el uso deberían constituir el horizonte de una
pedagogía de lo imposible (en vez de una pedagogía de lo necesario) (191)

***
Post-revolución informativo-comunicacional, se ridiculiza al autodidacta solitario de la
misma manera que ridiculiza la relación docente-grupo de alumnos. El “autodidacta”
entendido en su inscripción actual está en la antípoda del ser solitario, recluido, autista
encerrado en un proceso de aprendizaje que lo aísla del exterior. Al contrario, nuestro
“autodidacta” está entregado, abierto, expuesto, su curiosidad lo obliga, así se emancipa
del vínculo jerárquico y entra en un circuito heterogéneo, la vida, en el que cada hecho,
cada relación, cada proceso, cada conexión es plausible de estar enseñando algo. La
técnica del autodidacta se basa en un saber sensitivo, un saber mirar, un saber oír,
palpar, degustar, es una técnica del olfato, porque su carácter exploratorio es un poco a
ciegas, intuitivo. También es un saber introspectivo, un conocerse a sí mismo, por
paradójico que esto resulte desde la otredad constitutiva, hay una posibilidad de
conocimiento de sí que la disciplina no admite, un saber introspectivo que reconoce
ritmos y cadencias de la curiosidad y el deseo que difícilmente se acomodan a los
tiempos programáticos de la escolaridad. También es un saber dejarse hacer por lo otro,
no ser-dicho, pero sí un estar dispuesto a que la multiplicidad de conexiones, anónimas
o no, libres de derechos o no, cara a cara o through the keyword, que vienen desde el
pasado o que constituyen un diálogo aquí y ahora, que viene desde otro espacio y otra
lengua o está en la lengua balbuceada del niño. El autodidacta es un ser abierto y su
capacidad de aprendizaje tiene las características del oído, no puede cerrarse, eso sí,
puede atrofiarse con el entrenamiento monogámico de una sola voz que enseña a leer y
dice “aquí entenderás, allá explicarás, ahí en cambio interpretarás, acá deberías armarte
de un relato, dotar a las cosas de un poco de sentido” (Libertella, 1997: 449).
La emancipación autodestructiva del maestro hacia el estudiante, aquella que invita al
inicio de un proceso de aprendizaje autotutelado, que prescinde de la institución,

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necesita un momento previo, de delegación, el momento en el que las instancias de
aprendizaje del niño son delegadas, insertas y compartimentadas. Ese “delegar” implica
un sacrificio supremo, que constriñe la apertura al aprender y la institucionaliza, es
decir, la recorta del fluir de una vida y hasta le da una fecha de cierre, el “egreso”. En
ese tiempo, se reinserta la posibilidad de la apertura que se pueden recuperar a través de
las reflexiones de De Diego sobre la enseñanza de la literatura: “Si a algo podemos
llamar -finalmente- enseñar literatura, esta práctica se definiría no como la transmisión
de un saber, sino más bien como el ‘contagio’ de una pasión” (18, 19).
La idea del contagio, podríamos suspender el efectismo de lo enfermizo, se trata del
contacto con. La literatura y su enseñanza entra en la escuela, sobre todo en la
secundaria, a la par de tantas otras asignaturas y sería bueno considerar el peso relativo
de la enseñanza. Si extendemos la analogía de la pasión, desde ese lector que De Diego
quiere contagiar hacia el autodidacta, qué tipo de maestro podría configurarse: un
maestro ignorante, un maestro enfermo de autodestrucción que antes que la cura busca
el contagio, que antes de la reproducción del orden jerárquico que lo diferencia del
estudiante busca la desdiferenciación. Ante esto, Rancière se muestra bien reacio, no
tiene sentido plantearlo en términos institucionales, eso está claro, coincidimos.
Ni la pasión ni la curiosidad ni el gusto ni el placer ni la enfermedad pueden
institucionalizarse. Pero tal vez puedan garantizarse condiciones de existencia para
subjetividades en las que la curiosidad pueda aparecer, es decir, que no estén asediadas
por el pragmatismo de la hambruna ni el exitismo servil de la ambición vacía. Y, en los
casos en que se ingrese a una institución con ese tipo de inquietud, que se habilite la
posibilidad, que haya más disponibilidad de tierra y menos tutores, porque la pulsión de
los autodidactas no es una delicada flor, es más bien una hierba mala, pero tarde o
temprano, se desactiva.
¿Entonces? No lo sé. Pero sí estoy seguro de que el capitalismo está en la lista de los
relatos que habrían caído en esta transición que vivimos y el neoliberalismo es la
evidencia de ese declive, evidencia que se ve en la contradicción pornográfica de que en
pos de la libertad y la autodeterminación del mercado tengan que aparecer cada vez más
apuntalamientos, intervenciones y operaciones que obligan en esa dirección. Ese
realismo es conservador a tope. El semiocapitalismo no está a la altura de las
condiciones que construyó como modo de producción. Los autodidactas son una pista.
Sin embargo, no dejan de reinsertarse el envite a la disputa por la determinación: la

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sociedad de control de los individuos articulada a través de la psicopolítica o qué. Está
por verse, estaría siendo nuestro turno de decirlo, de decir qué queremos.
Sin embargo, siempre hay un sin embargo, siempre hay un preferiría no haber dicho
todo esto, siempre parece hacer falta otra vuelta de tuerca, siempre aparece una nueva
lectura que vuelve a hacernos entrar en un régimen de covariación que, por suerte no
termina, digo: quisiera también plantear que tal vez nos hayan puesto a correr atrás de
una zanahoria y ahora es hora, ya, de clavar los tacos, de mirar a los costados.
Revisar Danowski, Viveiro de Castro

Berardi, Franco “Bifo”


Bunz, Mercedez
Butler, Judith
De Diego, José Luis
Deleuze, Giles
Fisher, Mark
Flusser, Vilém
Freud, Sigmund
Guattari, Félix
Han, Byung-Chul
Haraway, Donna
Libertella, Héctor
Link, Daniel
Rancière, Jacques
Robinson, Ken
Sadin, Erik
Sartori, Giovanni
Viveiro de Castro, Eduardo

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