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La vulnerabilidad del mundo
Democracias y violencias en la globalización

Leopoldo Múnera Ruiz


Matthieu de Nanteuil

(Editores)

Bogotá, Colombia
2014
© La vulnerabilidad del mundo
Democracias y violencias en la globalización

© Universidad Nacional de Colombia, Sede Bogotá


Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales
Instituto Unidad de Investigaciones Jurídico-Sociales Gerardo Molina - Unijus

Leopoldo Múnera Ruiz


Matthieu de Nanteuil
(Editores)

ISBN: 978-958-775-139-0

Primera edición, Bogotá, octubre de 2014

Serie Investigaciones Jurídico-Políticas


de la Universidad Nacional de Colombia
Tomo 13

Producción y diseño editorial: Torre Gráfica Limitada


Revisión de textos: Bibiana Castro y Ángela Arias

En la portada: Silencio triste.


Fotografía de Juan Manuel Echavarría
Serie Silencios, 2013. 101x152 cm. Digital C-Print

Impresión: Corcas Editores SAS


Impreso en Colombia

Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio sin la autorización del titular de los
derechos patrimoniales

Agradecimientos a: Juan Manuel Echavarría, Andrea Barrera, Christian Fajardo, Diego Mauricio
Hernández, Andrés Felipe Mora y Marie Estripeaut-Bourjac

Catalogación en la publicación Universidad Nacional de Colombia


La vulnerabilidad del mundo : democracias y violencias en la globalización / Leopoldo
Múnera Ruiz, Matthieu de Nanteuil (Editores). – Bogotá : Universidad Nacional de
Colombia. Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales. Instituto Unidad de
Investigaciones Jurídico-Sociales Gerardo Molina (UNIJUS), 2014
xxx páginas. -- (Serie de Investigaciones Jurídico-Políticas de la Universidad
Nacional de Colombia ; 13)

Incluye referencias bibliográficas

ISBN : 978-958-775-139-0

1. Violencia 2. Conflicto armado 3. Vulnerabilidad humana 4. Justicia transicional


5. Derechos humanos 6. Democracia 7. Globalización - Aspectos sociales I. Múnera
Ruiz, Leopoldo Alberto, 1957- II. Nanteuil, Matthieu de III. Serie

CDD-21 303.6 / 2014


Tabla de contenido

Presentación 9

Introducción 11
Pensar la violencia después del totalitarismo 11
» Matthieu de Nanteuil

Reflexión teórica sobre la violencia 31


(A partir de la experiencia colombiana)
» Leopoldo Múnera Ruiz

Parte I.
Democracia, violencias y derecho en la Colombia
contemporánea 49

Orden, nomos, excepción: la violencia desnuda como punto cero


del orden estatal y económico 51
» Raul Zelik

Estado, pobreza y desigualdad: Colombia, la violencia socioeconómica


y la ruptura del pacto constitucional de 1991 73
» Andrés Felipe Mora Cortés
Construir la memoria en medio del conflicto armado. 93
Desafíos para la sociedad colombiana
» Grupo M de Memoria

Parte II.
Memoria y resolución de los conflictos en América Latina 111

Alcances de las políticas de reparación a víctimas del conflicto armado 113


interno en Colombia y en Perú. Análisis comparado de la Comisión de la
Verdad y Reconciliación en Perú y la Comisión Nacional de Reparación y
Reconciliación en Colombia
» Marcela Ceballos Medina

“Paz social”: verdad, justicia, reparación y memoria en Chile 133


» Elizabeth Lira

La sociedad civil frente a la violencia y la impunidad en México 151


» Geoffrey Pleyers y Pascale Naveau

Políticas latinoamericanas de exclusión de las memorias culturales 173


no occidentales: la violencia de los imaginarios nacionales
» Alfredo Gómez Muller

Intermezzo 1.
Política de lo visible: arte y violencia de masas en Colombia 201
Entrevista con Juan Manuel Echavarría
» Matthieu de Nanteuil

Intermezzo 2.
Testimoniar en Ruanda: trabajo de la memoria, exigencias de justicia 229
y prácticas artísticas en relación con el primer genocidio después
de la guerra fría
Entrevista con Pacifique Kabalisa y Marie-France Collard
» Matthieu de Nanteuil
Parte III. 259
¿Globalización de las violencias, globalización de la
democracia? Miradas cruzadas sobre el mundo a comienzos
del siglo XX

Sobre la brutalización de Europa 261


» Etienne Balibar

Democracia, violencias y el papel del Estado en la modernización 279


en Asia del Este y del Sudeste
» Jean-Philippe Peemans

Revolución y transición democrática en Túnez: ¿la invención de 299


un nuevo compromiso político?
» Mohamed Nachi

Parte IV.
Aperturas… Miradas filosófica, histórica y jurídica 321

Eric Weil. Violencia y democracia en un mundo globalizado 323


» Patrice Canivez

Violencia, democracia e historia global 343


» Hugo Fazio Vengoa

Justicia transicional y derechos humanos. Sus aportes para el mundo 363


contemporáneo
» Hernando Valencia Villa

Bibliograf ía general 383

Los autores 421


la vulnerabilidad del mundo
p r e s e n ta c i ó n
El presente libro es el producto de la
colaboración plurianual entre el Grupo de Investigación en Teorías Políticas
Contemporáneas (Teopoco), de la Universidad Nacional de Colombia, y el
Centro de Investigaciones Interdisciplinarias Democracia, Instituciones y
Subjetividad, de la Universidad Católica de Lovaina (CriDIS/IACCHOS/
UCL). Sus artículos y entrevistas pretenden presentar una reflexión amplia y
variada sobre diversas situaciones de violencia en el mundo, mediante
contribuciones de autores invitados que provienen de diferentes disciplinas
(ciencias políticas, derecho, filosofía, historia, sociología y sicología). Su punto
de partida es el interés compartido por un país como Colombia, donde la
violencia ha adquirido características estructurales, a pesar de que haya sido
analizada generalmente como una simple “disfuncionalidad”. Además, hemos
ampliado el campo analítico a otros países de América Latina (México, Perú y
Chile), a África (Túnez y Ruanda), al sudeste de Asia y a Europa, para tener
una perspectiva más compleja, aunque no exhaustiva, sobre un fenómeno
social que refleja la vulnerabilidad del mundo contemporáneo.
En un mundo globalizado, donde las sociedades civiles tienden a eman-
ciparse cada vez más de los poderes estatales, un hilo rojo común las atraviesa:
salir de los límites trazados por la guerra fría, pero intentado profundizar las
resistencias y los procesos de emancipación en diferentes niveles, que incluyen

_ _
el derecho, las políticas públicas, el análisis socioeconómico o el arte… En el
libro, dos entrevistas con artistas resaltan la importancia del tratamiento estético
de la violencia para contribuir a superar sus efectos sociales. En contraste con la
barbarie, la búsqueda de la belleza desestabiliza la retórica del olvido, favorece el
trabajo crítico y propicia el cuidado de sí mismos por parte de las víctimas
individuales y colectivas.
El libro concluye con tres aperturas (filosóficas, históricas y jurídicas)
que invitan a ampliar la reflexión contenida en él. Le deja la última palabra a
un exprocurador delegado para los derechos humanos en Colombia, espe-
cialista reconocido en el tema de la justicia transicional, y a su llamado a una
construcción normativa global que sirva para contener la administración
destructiva de la violencia en el mundo. Al mismo tiempo, nos recuerda que
la globalización no debe ser interpretada en una forma abstracta, pues solo
adquiere sentido si sigue la curva sinuosa de una pluralidad de situaciones,
en las que las violencias y las democracias tienen el rostro concreto de una
experiencia vivida.
Este libro se publica gracias a los numerosos y fructíferos intercambios
entre la Universidad Nacional de Colombia y la Universidad Católica de
Lovaina. Para subrayar la colaboración entre las dos instituciones, se incluyen
sus logos respectivos, tanto en la versión francesa como en la española. En
este último caso, contamos con la colaboración amable y efectiva de las
personas que trabajan en el Instituto Unidad de Investigaciones Jurídico-
Sociales Gerardo Molina (Unijus) de la Universidad Nacional de Colombia.
A todas ellas, les agradecemos su participación para que esta edición fuera
posible.

Leopoldo Múnera Ruiz


Matthieu de Nanteuil

_  _
la vulnerabilidad del mundo
introducción
Introducción

Pensar la violencia
después del totalitarismo *

Matthieu de Nanteuil

Para muchos intelectuales o ciudadanos que han conocido en su juventud


la monstruosidad de los campos hitlerianos o estalinistas, el asunto parece
evidente: el totalitarismo habría constituido el equivalente político de la
violencia absoluta. Por supuesto, la historia de las naciones occidentales adhe-
ridas al liberalismo después de las revoluciones inglesa (1688), estadounidense
(1776) y francesa (1789) es todo excepto una historia pacífica. El naciona-
lismo habría constituido, en particular, la nueva cara de la violencia guerrera
a lo largo del siglo xix y durante la primera mitad del siglo xx. Aunque es
posible decir, siguiendo a Ernest Renan (1987), que la nación habría sido el
gran asunto de la modernidad industrial, la amplia variedad de símbolos y de
afectos que trajo ella consigo alimentó tanto la solidificación del Estado de
derecho como la movilización de masas hacia la guerra total.

* Traducción de Andrea Barrera y Christian Fajardo

_  _
Sin embargo, la marca de fábrica de la segunda mitad del siglo xx habría
sido el fenómeno totalitario, mezcla del odio antiliberal y de la hipermoder-
nidad que rompió con toda la historia política anterior. A este propósito,
parece difícil evocar una simple metamorfosis del sentimiento nacional,
como si no hubiera sido más que una cuestión de diferencia de escala en el
grado de coerción o de destrucción; como si se hubiese tratado de llevar tan
lejos como fuera posible los umbrales de tolerancia de la violencia del Estado.
Lo sabemos después de los trabajos pioneros de Hannah Arendt (2005),
Claude Lefort (1986), Jan Patočka (1998) o Václav Havel (1995): más allá de
la formación de un Estado policial, que conduce a la confiscación del poder
en todas las escalas de la sociedad, el totalitarismo se basa, en el plano antro-
pológico, en la alianza de tres elementos, a saber: la desestructuración de las
identidades y de los anclajes sociales, el odio del presente —compartido por
las élites y la gente1, como nos lo recuerda Arendt— y la negación de la vida
subjetiva, de la identidad de sí mismo.
Es suficiente con releer las páginas más lúcidas de Vida y destino, la
gran novela de Vasili Grossman (1980), para entender la mutación que se
dio en el seno de la civilización moderna entre las formas de violencia preto-
talitarias y el totalitarismo en sí mismo. Tan cruel o abyecta como haya sido,
la violencia requería antes la existencia de combatientes fuertemente compro-
metidos2 con la defensa de un ideal (patriotas, militantes, revolucionarios,
ideólogos, etc.). En el fenómeno totalitario, cada uno queda atrapado en el
sistema. Este mantiene vivos a sus miembros mientras sirvan a sus intereses,
pero puede volverse en su contra en cualquier momento, retirarlos del
mundo, borrar sus huellas. Tanto el resultado final como esta incertidumbre
radical son lo que caracteriza tal modo de gobierno. Como recuerda Hannah
Arendt, el sistema totalitario gobierna las existencias y les impone una preca-
riedad sin límites, bajo la perspectiva de que “todo lo puede”.
Pensamos en Krymov, el personaje de Grossman, antiguo miembro del
Comité Central que trabaja en la retaguardia del frente de Stalingrado. Al
1 El autor usa el término populace, que pude ser traducido como el populacho o la plebe. (N. de los T.).
2 El autor usa el término acharnés, que puede ser traducido como empeñados o ensañados. (N. de
los T.).

_  _
inicio de la novela, Krymov —enamorado de una de las protagonistas del
libro— envía soldados al campo de concentración porque estos no están en
conformidad con los “comportamientos” esperados por el Comité Central,
aunque hubiesen luchado hasta la plenitud contra el ejército alemán. A lo
largo de la novela, en la medida en que los lazos con la mujer amada se
distienden, él es llevado a modificar su posición… hasta ser condenado por
el mismo Comité Central por los mismos motivos. En esas líneas, magistrales
y audaces a la vez, Grossman se convierte en el etnólogo de este descenso
hacia el infierno, en el que la vida termina por convertirse en su contrario:
Él sabía ahora cómo destrozar a un hombre. El registro, los botones que le
arrancábamos, las gafas que le retirábamos, todo aquello que generaba en el
individuo el sentimiento de impotencia. En la oficina del juez de instrucción,
el hombre se daba cuenta de que su participación en la revolución […] no
cuenta, de que sus conocimientos, su trabajo, no eran más que tonterías. Y
llegaba a esta segunda conclusión: la caducidad del hombre no solo era física.
Aquellos que se obstinaban en reivindicar el derecho de ser hombres eran,
poco a poco, quebrantados y destruidos, destrozados, anulados, picoteados
y hechos pedazos, hasta el momento en que esperaban un grado tal de
fragilidad […] que no pensaban más en la justicia, en la libertad, ni incluso
en la paz, y no deseaban nada más que ser liberados, tan rápido como fuera
posible, de esta vida que odiaban […] ¿Quién había podido traicionarlos?,
¿quién los había denunciado?, ¿calumniado? Él sentía que esto ya no le
interesaba. (1980, pp. 1136-1137)

En Patočka o en Arendt, el totalitarismo se desarrolla a medida que la


matriz intelectual en referencia —la “ideología”— se separa del mundo de
la vida y ninguna experiencia vivida es susceptible de desviar su trayectoria.
En los términos de Claude Lefort, una situación así supone asimilar el cuerpo
social a un cuerpo orgánico: lejos de proteger la singularidad de las trayecto-
rias y la diversidad de las comunidades, el totalitarismo utiliza la metáfora
del cuerpo para fusionar la intimidad y la totalidad. La sociedad es obser-
vada en sus más pequeñas acciones y gestos, no hay límite a la publicidad de
los actos, el poder se insinúa en los detalles cotidianos. Es un punto orgánico

_  _
ideológico porque, sometiendo a los miembros de la sociedad al metabo-
lismo del sistema, se trata de dar a la planificación de la muerte la apariencia
de la vida. Haciendo esto, el totalitarismo engendra una violencia en dos
niveles: el de la pauperización de las masas y el de la negación de la sociedad.
Es esta superposición de las violencias la que dota a la experiencia totalitaria
de la intensidad dramática que conocemos.

Democracia liberal vs. totalitarismo: pensar la continuidad


en la discontinuidad

Fue necesario que las intelligentsias políticas se tomaran el tiempo para


que se hubieran medido los alcances de esta excrecencia monstruosa de la
modernidad y se hubieran dejado de justificar los fundamentos de las
acciones partisanas, incluyendo las más violentas, en nombre de la pureza de
los sistemas. Fenómeno histórico u horizonte filosófico, el totalitarismo
recuerda la distorsión, siempre posible, de las producciones intelectuales
dirigidas a la toma del poder, en particular cuando las instituciones llamadas
a garantizar las libertades fundamentales abren paso al poder “sin límites3”
del Estado. Frente al desarrollo y posterior caída del nazismo o del estali-
nismo, la crítica del totalitarismo constituyó una etapa intelectual mayor,
sobre todo en la izquierda. Ella permitió actualizar aquello que podemos
designar como una violencia contra la democracia, por cuanto exhuma esta
parte antihumanista de la modernidad, reflejo, ella misma, de una concep-
ción cientificista y calculadora de la vida en sociedad.
Pero así como esta crítica representaba un verdadero avance, a medida
que la guerra fría imponía su marca, también se volvía contraproducente en
el momento —que puede ser ubicado en la revolución “liberal-conservadora”
de los años ochenta— en que se erigió como norma hegemónica del espacio
público. Por haber sido utilizada oportuna e inoportunamente, la retórica
antitotalitaria terminó generando una sucesión de atajos ideológicos, que
iban desde el desprecio refinado frente a las aproximaciones sustanciales de la
3 El autor usa el término illimitation que traduce ilimitación; hemos decidido traducirlo como sin
límites para facilitar la comprensión del texto. (N. de los T.).

_  _
economía y de la política, hasta el descrédito profundo alrededor de las
utopías concretas de transformación social, pasando por la deconstrucción
paciente de los fundamentos teóricos y prácticos del Estado de bienestar.
En una serie de conferencias que datan de los años cincuenta —cuando
la Francia de la iv República estaba sumergida en la guerra contra Argelia y el
mundo estaba en plena guerra fría—, Raymond Aron meditaba sobre las fuerzas
y las fragilidades de la democracia frente al totalitarismo. A este último lo
definía como régimen de partido monopolístico y a la democracia como régimen
constitucional-pluralista. Como sociólogo reflexivo, Aron (1965) abordaba la
temática del liberalismo de manera circunspecta, esencialmente para expresar
el proceso de reflujo de los regímenes totalitarios, frente a las condiciones de
la economía mundial o a los movimientos salidos de la soberanía popular.
Aunque sus análisis no estén exentos de controversias, su camino podría
inspirar el que desarrollamos aquí: mostrar que la tentativa de hacer de la
economía de mercado y de la democracia liberal un simple “contramodelo”
frente a la violencia totalitaria se revela doblemente problemática.
Primero que todo, problemática desde el pasado. Después de haber
deconstruido los sistemas totalitarios, esta tentativa se centró en la recons-
trucción de una imagen homogeneizadora del momento democrático, cuyas
dimensiones constitutivas fueron ligadas a la existencia de un “núcleo
liberal”, aún más indestructible en tanto fue concebido para ser inexpug-
nable. Sin embargo, sin negar los aportes de Constant o de Tocqueville, una
parte de la tradición crítica se ha centrado en restituir las contradicciones
que han acompañado la génesis de los procesos democráticos, desde su
aparición en la Europa del Siglo de las Luces hasta hoy. Ya se trate de la histo-
riografía (Hobsbawm, 1969; Rosanvallon, 2004; Thomson, 2002), de la
filosofía política (Bobbio, 2007; Lefort, 1986; Mouffe, 2000) o de la antropo-
logía política y social (Gauchet, 2007a, 2007b, 2010; Godelier, 1984;
McPherson, 2004), numerosos trabajos han señalado los procesos de dilata-
ción y de retractación del ideal democrático en la democracia. Estos han
puesto en evidencia la parte sombría de un modo de gobierno que, incluso
sancionado por la soberanía popular, jamás llegó a abandonar la violencia
que caracteriza a toda práctica de poder.

_  _
Problemática desde el presente y, enseguida, desde el futuro. Una de las
principales dificultades de esta empresa de revalorización exclusiva fue que
suponía resueltas las cuestiones que, sin embargo, se reabrirían durante los
años 1990-2000 y revelarían las fallas de una tradición política definida
como el único espacio ideológico legítimo frente a los daños del totalita-
rismo. Sin entrar en el detalle de los argumentos, señalemos tres series de
problemas: las ambigüedades de la cultura individualista, la brutalidad del
capitalismo de mercado y la permanencia del Estado de excepción. Desarro-
llemos brevemente estos tres puntos.

Las ambigüedades de la cultura individualista

Cuando el bloque soviético parecía aún inatacable y cuando muchos


analizaban el fenómeno totalitario como la expresión de una fuerza sin
límite (una fuerza concebida como estrictamente exterior a la sociedad), los
signatarios de la Carta 77 mostraban que este fenómeno no podía existir sin
una forma de “autototalitarismo”, es decir, sin que la sociedad se diera a la
tarea de hacer una inversión en las expectativas sociales que el totalitarismo
generaba: esta era la famosa fábula de Václav Havel (1990, pp. 72-94) sobre el
mercado de legumbres. Paradoja central del totalitarismo: este presupone
una sociedad capaz de conformarse con sus preceptos y que rechaza, al
mismo tiempo, el derecho de existir por ella misma. De allí el uso constante
—y costoso— de la máquina represiva, la única capaz de reducir esta
distancia. Ahora bien, ¿qué espera el sistema totalitario de la sociedad? Una
cultura individualista y, de manera más radical aún, una cultura de cada uno
para sí mismo.
Esta cultura no es producida directamente por el totalitarismo. Encuentra
su origen en la antropología individualista, forjada por la tradición liberal de
los siglos xvii y xviii. Esta buscaba salir del oscurantismo defendiendo la
libertad de conciencia contra los poderes, pero con el riesgo de reducir la
sociedad a la suma de intereses individuales. Esta antropología no debe ser
caricaturizada: su concreción no ha dejado de ser objeto de apropiaciones y de
traducciones múltiples. En términos de lo que C. B. McPherson (2004, p. 97)

_  _
ha llamado una sociedad de mercado, presente en el origen de las grandes
crisis sociales que jalonaron el nacimiento del capitalismo industrial, esta
antropología fue el punto de apoyo de la primera generación de los derechos
humanos, así como de numerosos movimientos de emancipación que emer-
gieron en los siglos xix y xx. De manera más extensa, ha constituido un
elemento cultural decisivo en el trabajo de elaboración de las regulaciones
sociales y jurídicas emprendido por las sociedades industriales para recons-
truirse desde la Segunda Guerra Mundial. Es lo que ha puesto de presente
Robert Castel (1995) en una obra que se constituyó en hito: el individualismo
negativo, que define la libertad como ausencia de limitaciones y defensa de
cada uno por sí mismo, ha cohabitado siempre con un individualismo posi-
tivo, que busca inscribir las reivindicaciones individuales en una dinámica
colectiva, concentrándose en definir las condiciones sociales de la libertad.
Este equilibrio se rompió a partir de los años ochenta. Operando una
doble confusión entre mercado y sociedad civil, de una parte, y entre democracia
y liberalismo, de otra, nuestras sociedades posindustriales han descalificado
progresivamente este individualismo de “destino compartido”. A los trabajos
sociológicos no les falta señalar ese diagnóstico tanto en Europa como en los
Estados Unidos (Ehrenberg, 1998; Sennett, 1998). En el plano cultural, no se
trata de que hayamos tomado las lecciones de la experiencia totalitaria que
caracteriza a la época actual. Vivimos, más bien, una suerte de vuelta al punto
de origen, aquel de un individualismo sin modificaciones que el totalitarismo
usó como fuente íntima de su funcionamiento social. A la inversa, no fue el
individualismo en sí mismo el que sirvió de contrafuego a las derivas totalita-
rias, sino que contribuyó a la invención de regulaciones que tenían
implicaciones individuales y colectivas simultáneamente, capaces de encauzar
la sociedad de mercado y de construir instituciones autónomas, exentas de su
dependencia excesiva respecto del Estado. “El individualismo no es la huma-
nidad”, escribió entonces Vasili Grossman (como se cita en Todorov, 2000, p. 79).
De no salir nunca de esta ambigüedad constitutiva, se corre el riesgo de
mantener las imprecisiones sobre las fuentes profundas de la violencia en las
sociedades contemporáneas.

_  _
La brutalidad del capitalismo de mercado

A esta primera problematización se une la amplitud de las crisis gene-


radas por la extensión del capitalismo de mercado sobre todo el planeta.
Tanto en el plano más normativo como en el factual, se ha hecho imposible
considerar esas crisis como simples accidentes de su trayectoria, pues tienen
una naturaleza sistemática: conjugan la emergencia del capitalismo patrimo-
nial desconectado de las realidades industriales, la quiebra de los sistemas
nacionales de redistribución y el triunfo de un consumismo privado de toda
barrera cultural (De Nanteuil y Laville, 2013). Sus efectos ecológicos y sociales
son considerables (Arnsperger, 2005; Juan, 2011; Dupuy, 2005; Martin,
Metzger y Pierre, 2003), y sus consecuencias económicas también lo son
(Aglietta y Berrebi, 2007; Aglietta y Orléan, 2002).
En el seno de la Unión Europea, este fenómeno estuvo acompañado
por una política de concurrencia que favoreció las estrategias no coopera-
tivas y acrecentó los desequilibrios entre las economías nacionales (Aglietta,
2013; Herzog, 2012). En lugar de permitir una recalificación de los sistemas
productivos a través del perfil de los gastos —en vista de la adaptación de
esos sistemas a las oportunidades energéticas emergentes—, las políticas
masivas de contratación del gasto público han reforzado los desequilibrios y
han fragilizado de manera duradera las economías más inestables. De este
modo, han generado tasas de desempleo que Europa no conocía hacía mucho
tiempo. Al fuerte retorno de las desigualdades se une el hecho de que, en
nombre de la austeridad, las sociedades civiles han sido consideradas como
simples variables de ajuste; privadas del poder de actuar, no disponen de un
lugar de apropiación o de renegociación de las políticas que se adoptan en la
Unión Europea, pues no han encontrado en los parlamentos nacionales los apoyos
institucionales adecuados. Retrospectivamente, esta disimetría de los planos de
acción aparece como una de las principales características de la crisis europea.
Aunque en el pasado fue el hogar del pensamiento antitotalitario, la Unión
Europea ha dejado de reconocer a las sociedades que la componen como
actores plenos de la política europea. La idea de una “sociedad civil europea” es
embrionaria, por no decir inexistente.

_  _
Este movimiento no se limita a Europa. Se inscribe, también, en la
prolongación de las políticas de ajuste estructural iniciadas hace varias
décadas por las instituciones públicas internacionales (el Fondo Monetario
Internacional [FMI], el Banco Mundial), destinadas a los países en vía de
desarrollo. En nombre de la lucha contra el clientelismo y la corrupción, las
características4 del espacio público han sido redefinidas en función de los
parámetros del capitalismo de mercado. Las regulaciones locales (burocrá-
ticas, corporativistas, pero también tradicionales y religiosas) han sido
desmanteladas en beneficio de una comercialización generalizada de bienes y
servicios, independientemente de las necesidades estimadas. Tales regula-
ciones han sido —y continúan siendo— frágiles. Sin embargo, su alcance no
podía apreciarse solo en función de los preceptos de la eficacia mercantil. En
su diversidad, proporcionaban apoyos de significación, vectores de anclaje de
la economía en las sociedades en transición, confrontadas a las exigencias de la
división internacional del trabajo. Adicionalmente, su reducción no contribuyó
en lo absoluto al mejoramiento del funcionamiento de las instituciones en las
que estaban basadas. Al desplazar solamente el perímetro otorgado respecti-
vamente al mercado y al Estado, este movimiento abandonó el proyecto de
una reforma de las instituciones encargadas de la conducción de las econo-
mías emergentes, que habría necesitado engancharse a la complejidad y a la
diversidad de los dispositivos de regulación. El recrudecimiento de la corrup-
ción y, en muchos países, la usurpación del aparato estatal por parte de las
redes mafiosas demostraron, si es que hacía falta, la aporía que ha represen-
tado la voluntad de mejorar el funcionamiento de las sociedades en su
conjunto solamente a través de la mercantilización.

La permanencia del estado de excepción

Tal evolución sería imposible de teorizar sin detenerse en las transfor-


maciones de la violencia del Estado que han acompañado a la constitución

4 El autor usa el término coordonnées, que puede ser traducido como los datos, las señas o, más
exactamente, las coordenadas. (N. de los T.).

_  _
de la democracia liberal como un referente universal. Le debemos a Giorgio
Agamben una teorización renovada del estado de excepción que designa una
zona gris entre política y derecho; una zona de indeterminación que, en razón
de la vaguedad que la caracteriza, da la posibilidad permanente de instituir
la fuerza en los parajes del derecho. Nunca completamente en el interior,
nunca completamente en el exterior…
Es esta no man’s land entre el derecho público y el hecho político, y entre el
orden jurídico y la vida, lo que el presente estudio se propone investigar […].
(Agamben, 2004, p. 10)
En verdad, el estado de excepción no es ni exterior ni interior al orden
jurídico y el problema de su definición se refiere propiamente a un umbral,
o a una zona de indiferencia, en la que adentro y afuera no se excluyen, sino
que se indeterminan. La suspensión de la norma no significa su abolición y
la zona de anomia que instaura no está (o, por lo menos, pretende no estar)
desvinculada del orden jurídico. (p. 43)

En otras palabras, el empleo de la violencia del Estado no sería extraño


a la acción política, como lo estimaba Hannah Arendt, sino que designaría la
parte imborrable de la política misma.
A Agamben le hace falta un análisis de las condiciones prácticas de la
emergencia del estado de excepción, en cada una de las sociedades que
observa (esencialmente, en las sociedades occidentales). En lenguaje socio-
lógico, podríamos decir que le hace falta una teoría de la sociedad. Sin
embargo, debemos subrayar la fuerza de la puesta en perspectiva histórica,
lo cual permite la emergencia del estado de excepción como una característica
que trasciende las expresiones políticas momentáneas, ya sean democráticas o
totalitarias. De esta manera, en el caso de la Alemania nazi, es menos impor-
tante la llegada de Hitler al poder por el sesgo de la elección (lo que vuelve
problemática la idea de hermetismo indiscutible entre democracia y totalita-
rismo), que el hecho de que el deslizamiento progresivo hacia un sistema
totalitario hubiese sido prácticamente imposible sin que existiera antes un
núcleo de excepcionalidad en el seno del modelo liberal de la República de
Weimar (Agamben, 2004, p. 31). Y, además, si los dispositivos jurídicos que

_  _
aparecieron en Estados Unidos después del 11 de septiembre del 2001, en el
marco de “la legislación antiterrorista”, han transformado las representa-
ciones del momento, es porque hicieron patentes las ambigüedades que no
han parado de habitar el campo político, aun si la caída del muro de Berlín
las enmascaró durante un tiempo.
En una obra reciente, Domenico Losurdo (2013) hace recordar que, en
Estados Unidos, los inventores de la teoría liberal del derecho y de la política
eran al mismo tiempo propietarios de esclavos. Justificaban la esclavitud
como práctica derogatoria e inevitable, como contrapartida de la pacifica-
ción de las costumbres5 políticas. Francia no se puede excluir: desde las
ambigüedades fundadoras de la Revolución, hasta el estado general de sus
cárceles, pasando por la guerra en Argelia y la experiencia de Vichy, no ha
cesado de hacer girar su aparto de Estado alrededor de esta ambivalencia. En
cuanto a las mutaciones de la escena internacional, las crisis de la burocracia
de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), su dependencia en rela-
ción con las fuerzas entre naciones-pivote (en particular, los miembros
permanentes del Consejo de Seguridad), así como la voluntad de las poten-
cias occidentales de construir umbrales de legitimidad en la periferia del
mandato de las Naciones Unidas (en Irak como en Siria), subrayan el resur-
gimiento de esta zona de indeterminación que caracteriza la geopolítica
contemporánea. El hecho militar y político se encuentra allí en la necesidad
de justificar la fuerza sin obviar el derecho.
¿Habría que insistir en este asunto? Una brecha irreducible separa la
violencia practicada por Estados de derecho, o por las coaliciones de estos,
de los sistemas totalitarios. Esta diferencia es, primero, una cuestión de
escala o de amplitud, o aun de medios. Es también una cuestión de finalidad.
La finalidad de la violencia contemporánea no es la guerra mundial, ni el
advenimiento de un nuevo orden universal fundado sobre la erradicación de
un segmento de la especie humana, sin importar cuáles sean las razones
evocadas para construir dicha segmentación. Las violencias no totalitarias
son medidas —en los dos sentidos del término—. Suponen un trabajo sobre

5 El autor usa el término moeurs que tiene una connotación moral y ética. (N. de los T.).

_  _
el límite, sobre el lugar y el no lugar, el adentro y el afuera, en pocas palabras,
una topografía de la legitimidad. No obstante, no sabríamos deducir una
diferencia de naturaleza entre estos dos regímenes de violencia. Lo propio de
la política moderna es que nos obliga a pensar las coordenadas del actuar
político bajo la figura común de la racionalidad —una racionalidad que
articula planificación de los crímenes en masa y razón de Estado, pero también
razón de Estado y Estado de derecho (Bauman, 2008)—. Continuidad
perturbadora, en la discontinuidad radical de los sistemas y de las instituciones.

¿La democracia más allá del liberalismo?

Llegados a este punto de nuestro razonamiento, aparece una pregunta:


¿podemos todavía salvar la democracia del liberalismo sin caer en el encierro
totalitario? En un sentido más amplio: ¿el concepto de democracia es aún
capaz de erradicar la violencia que parece caracterizar la condición humana?
Detengámonos brevemente sobre las dos vertientes de este cuestionamiento.
Como lo dicen varios especialistas (Audard, 2009; Jaume, 2010; Spitz,
2001), el liberalismo designa diversos niveles de realidad. En el plano
socioeconómico, bosqueja un tipo de relaciones humanas fundado en la
preeminencia del individuo; abre, entonces, la “sociedad del libre mercado”,
de la cual el capitalismo va a hacer uso para redefinir los parámetros de la
economía política. Se completa así este primer estrato mediante una racio-
nalidad jurídica, cuyo cimiento está constituido sobre el derecho de propiedad.
Como lo indica McPherson (2004, pp. 322-431), no se trata únicamente del
individuo, sino del individuo propietario que aparece progresivamente como
el fundamento normativo del liberalismo. El individuo liberal no es sola-
mente propietario de la tierra, o de los objetos que lo ligan al mundo. Es,
igualmente, propietario de sí mismo —característica que conduce a definir
la libertad como libre-disposición de sí mismo-. “Posee” su propia
conciencia… ¿Pero quién estaría en derecho de poseer algo así como una
“conciencia común”? El Estado percibe siempre al Estado como una potencia
extraña, aun si su función de regulador del orden social no está puesta en
duda, sobre todo porque se trata de asegurar que la sociedad se conforme

_  _
con los presupuestos normativos enunciados hace un momento. Al mismo
tiempo, no podríamos hacer del liberalismo un simple egoísmo; este se
refiere siempre a la utilidad social, pero definida a través de la suma de las
utilidades individuales.
Sin embargo, la entrada en escena de una forma política supraindivi-
dual, en el lugar mismo de una antropología individualista, modifica las
coordenadas del debate. Se trata menos de una aceptación o de un rechazo
que de una cuestión de consentimiento. Lo que instituye la tradición liberal es
la organización del consentimiento frente a la institución estatal. Más aún, a
diferencia de lo que implica el movimiento social, esta operación se realiza
esencialmente por el sesgo de la representación: porque sostiene su acción
sobre la ley —siendo ella misma un producto del parlamento—, el Estado
puede disponer de instituciones de coerción encargadas de llevar a cabo el
contenido de la norma. Pero, como lo ha mostrado Bernard Manin (1996), la
construcción de un sistema político fundado sobre el privilegio de la repre-
sentación no es obvia. Esta supone un largo trabajo de configuración de las
identidades individuales y colectivas, de tal manera que cada una se repre-
sente a sí misma y perciba a las otras como portadoras de una opinión. Es esta
mediación de la categoría ficticia y selectiva de “la opinión” la que asegura a la
representación nacional su legitimidad, ya sea en la génesis de una demo-
cracia de partidos fundados en la conjunción de opiniones comunes (el
ciudadano sería ante todo el poseedor de una idea, que los partidos tienen
por función cristalizar con miras a la conquista del poder) o en la disemina-
ción de los puntos de vista sobre la forma de un público sin frontera propia
(cada ciudadano tiene algo que decir sobre el estado del mundo, pero su rela-
ción con la política se reduce a esa opinión). Podemos, igualmente, tomar la
noción de representación en otro sentido complementario, el de la cuantifi-
cación, que remite a un gobierno de los números (Desrosières, 2000). En un
régimen liberal, la igualdad no cobra sentido sino hasta que hace referencia
a las desigualdades representadas y representables, para crear instituciones
que otorguen a cada uno los medios que hagan posible la libre disposición
de sí mismo. Cuando el todo o una parte de esta arquitectura vacila, el
recurso de la fuerza llega al rango de violencia legítima.

_  _
Existe un último plano alrededor del cual el liberalismo se despliega: el
epistemológico. Incluso allí, bajo la forma de una intensa diversidad de
registros, el liberalismo presupone la razonabilidad universal de los agentes
sociales, y rechaza así cualquier determinismo histórico o especulativo. Esta
afirmación implica que los motivos que guían los comportamientos son
razones y que estas no solo son audibles o decibles, sino que están llamadas
a tomar parte en el espacio público. Las razones son argumentos que deben
ser construidos. La estructura argumentativa del lenguaje aparece entonces
como el dominio íntimo y universal de una teorización de la sociedad en la
cual el individuo propietario es el punto de partida.
Nosotros sabemos que, tomadas una por una, esas operaciones suponen
reduccionismo, abandono o brutalidad. No obstante, no podemos considerar
que el concepto mismo de democracia no deba nada a esas transformaciones,
o incluso que sería posible reinventar la democracia por la estricta superación
de una herencia como esa. Pocos sistemas de pensamiento han llegado a tal
superposición de estratos, a tal ajuste de niveles y de lógicas. No solo el
concepto de democracia no sale indemne de dos siglos de influencia recí-
proca, sino que las contradicciones de la normatividad liberal han conducido
progresivamente a una interrogación sobre la democracia en sí misma, como
un concepto puesto a prueba por la historia.
Es posible aprehender este concepto como el fruto de un lento trabajo de
subversión, como el resultado de un largo proceso de apropiación y de decons-
trucción de la normatividad liberal. Individualismo, derecho de propiedad,
rol del mercado, privilegio de la representación, teoría de la argumentación:
cada una de esas secuencias ha dado lugar a reformulaciones profundas,
fundamentadas sobre una crítica sólidamente sustentada. Se trataba, y se
sigue tratando, de encontrar salidas frente al riesgo de una sociedad que
sería arrollada por la ilusión liberal de una violencia ineluctable, conse-
cuencia de la competencia generalizada de los intereses y de las opiniones.
Pero la radicalidad de las críticas se encuentra acompañada frecuentemente
de concesiones. En el momento de su superación, el liberalismo ha dejado
huellas, ya se trate del socialismo reformista, del sindicalismo industrial o del
anarquismo libertario. Y si tomamos el ejemplo de ciertos avances mayores

_  _
que opusieron al liberalismo una concepción no-individualista de la sociedad
—como ocurre con el derecho a la protección social o con el derecho a las
relaciones colectivas de trabajo—, es necesario reconocer que estos nacieron
de un compromiso frente al mercado, que ha hecho legítima la idea de que el
trabajo sería asimilable a un “bien” que puede ser comprado y vendido en el
mercado (Esping-Andersen, 1999; Polanyi, 1983). Aparte de aquello que
parece, retrospectivamente, como la única tentativa de una superación
global —el comunismo—, no existe democracia que pueda pensarse como
una alternativa de la misma naturaleza.
¿Debemos lamentarlo? No necesariamente, si consideramos que lo
esencial está afuera. Fue, en primer lugar, contra la pretensión de una tradi-
ción específica a “decir la verdad del dêmos” que el concepto de democracia
apareció, bajo su vertiente más tajante. Desde este punto de vista, la focaliza-
ción liberal sobre la verdad de los hechos (Popper, 1945/1979), pese al riesgo
de reducir la vida cultural a un conjunto de datos cuantificables, no tiene
nada que envidiar a la tradición opuesta. Aunque por caminos radicalmente
diferentes, las dos pretenden circunscribir el “pueblo” a una modelización
rígida, sin dejar lugar a ninguna interpretación. La democracia no se reduce
a ese tropismo. Como lo decía Aristóteles, es un modo de gobierno en busca
de la felicidad, fundado sobre la participación igualitaria de ciudadanos
libres, pero es también un modo de gobierno que se altera, se forma y se
deforma en la práctica del poder. La felicidad siempre es deseable, su negación
es permanente. La democracia debe ser aprehendida como un movimiento,
un trabajo sobre la significación; supone resignificar constantemente lo real
para evitar que sea condenado a una repetición sin fin. Michel Foucault
agregaría que la democracia ha estado vinculada en gran parte con la ambi-
güedad del poder. Ha desenmascarado las astucias de este y ha legitimado su
uso. Forma conciencias críticas, sin resolverse a confiarles las riendas de la
ciudad. Es, al mismo tiempo, un llamado a un horizonte de simbolización, a
un ethos más vasto que la clausura del poder sobre sí mismo.
Así, frente a la violencia, la democracia no se constituye en una solución
sino en una problematización. Al hacer del pueblo el fundamento de la
soberanía, refuta la tesis de una violencia que sería el fruto de una pura

_  _
exterioridad, ya se trate del Cosmos, de la Naturaleza o del Príncipe, por lo
menos cuando este último se define como la simple encarnación de una
divinidad. Con ella, la sociedad pierde definitivamente la posibilidad de
exonerarse de las violencias que la atraviesan o que produce en otros países,
aunque construya en su seno una jerarquía social encargada de asumirlo en
la responsabilidad práctica. Por otra parte, la democracia no se reduce nunca
a tales violencias, porque ella inventa los recursos de significación, capaces
de conjurar la actualidad o de desbaratar los efectos. Aquí aparece Weber
como el autor que ha teorizado esta inmanencia de la violencia en el Estado
de derecho y ha liberado la promesa de una sociología comprehensiva en el
seno del mundo racionalizado.

Sobre la violencia: en las fuentes del cuestionamiento ético

La violencia, justamente. ¿Debemos, podemos, proponer una definición?


A primera vista, es posible aprehender la violencia como un proceso de deses-
tructuración de los lazos sociales que socava, bien sea la integridad de las
personas o los principios generales sobre los cuales estas fundan su integridad.
Tal definición resulta insuficiente por dos razones:
• La violencia no solo es desestructurante. También puede conducir a
reestructurar las sociedades enteras (especialmente, las sociedades que
han conocido una violencia endémica en un contexto de conflicto
armado que se ha extendido por varias décadas). Incluso puede aparecer
como una característica estructural de ciertos comportamientos sociales
(la violencia conyugal en las relaciones hombres-mujeres, el racismo en
las confrontaciones etnoculturales, la humillación social frente a las
reestructuraciones, etc.).
• Si la violencia toca los principios del orden social, es necesario reco-
nocer que estos son divergentes. Una sociedad abierta se caracteriza por
un conflicto de principios. La violencia podría entonces servir para
afirmar la superioridad de un principio sobre otro, y así encontrar la
base de una justificación.

_  _
Una definición como esa parece remitir a aquello que las teorías de la
justicia han puesto en evidencia desde hace décadas, a saber, que la aprecia-
ción de la violencia supone una teoría enteramente normativa. Pero tal
producción teórica exigiría, a su vez, situar la violencia en el exterior de su
propia esfera para pensarla, reflexivamente, como aquello que viene a
suspender un cierto estado del orden social. De Rousseau a Rawls, pasando
por Arendt o Habermas, toda una trayectoria filosófica tiene la extrañeza de
la violencia como fundamento de una teoría normativa de la sociedad, como
anclaje de una sociedad que procura realizarse en la puesta en práctica de
una ética universal.
Se siente, sin embargo, la dificultad de un gesto como ese. ¿Hasta dónde
una teoría normativa de la sociedad puede tener la violencia a distancia?
¿Esta manera de proteger el razonamiento de las incursiones de la violencia
no escondería un mecanismo de defensa? En su teoría de la alienación, el
joven Marx había intuido que es imposible separar el plano normativo del
plano experiencial. ¿Qué es la alienación sino la imposibilidad de razonar
sobre la violencia, de mantener a flote el sistema filosófico cuando demasiadas
personas experimentan la negación de sí mismas? Como lo mostró Michel
Henry (1976a, 1976b), la alienación da lugar a una fenomenología de la filo-
sofía, que se refiere a la proximidad del abismo… y a la prueba que representa
esta proximidad para el pensamiento. Nos abstendremos entonces, en este
texto introductorio, de proponer una definición estabilizada de la violencia o,
más aún, de hacer un recorte detallado de los tipos de violencias (civiles, polí-
ticas, económicas, etc.) o de los esquemas explicativos que moviliza (violencia
simbólica, mimética, etc.). Siempre en plural, la violencia no se contenta con
desgarrar el orden social: desestabiliza el orden normativo que organiza nues-
tras maneras de pensar.
Compartiendo esta perspectiva, Christian Arnsperger (2005, 2009)
recuerda que el sistema capitalista funciona a partir del ajuste de distintas
violencias, que forman la contraparte oscura de las promesas de libertad de
la economía de mercado, y tienen por telón de fondo la angustia de la finitud
de cada uno de nosotros. En una corriente próxima, Jean-Pierre Dupuy
(2002) considera que la economía política dominante no consigue resolver

_  _
los problemas que plantea incesantemente —el desequilibrio ecológico, por
ejemplo— y gira siempre alrededor de una violencia antropológica impo-
sible de teorizar: aquella de nuestra relación con el mal. Por consiguiente,
fundar una ética de la economía no consiste en medir las ventajas respec-
tivas de tal o cual “incitación” hacia un reparto más igualitario de la riqueza,
sino en develar la complicidad de cada uno de nosotros con este encadena-
miento de violencias… que subyace a nuestra aspiración a la libertad.
Podríamos decir lo mismo del campo político.
Volviendo a la cuestión de Guantánamo, Judith Butler (2009) muestra
que la noción de humanidad es atribuida de manera diferenciada a ciertas
categorías y no a otras. Para los primeros (blancos, cristianos, hetero-
sexuales), consiste en el derecho de llorar públicamente a sus muertos; para
los segundos (negros o árabes, musulmanes, homosexuales), en una ciuda-
danía de segundo rango. El acceso al estatus de identidad reconocible se
hace a través de cuadros (frames). Estos designan un amontonamiento de
normas por medio de las cuales percibimos a los otros y les atribuimos —o
no— el derecho a una muerte digna. La relación de Occidente con el resto
del mundo no está regida por las reglas de una humanidad genérica, sino
por una serie de dispositivos normativos que seleccionan los grupos que
pueden pretender ese rango, especialmente cuando se trata de decidir una
intervención militar, organizar el tratamiento de los prisioneros o acordar
una atención mediática a los “acontecimientos”. La noción de humanidad no
es inherente al género humano: aparece sobre todo como el indicio del poder
humano que la manipula. Por tanto, fundar una ética de la política no
consiste en definir normas fuera de la violencia, sino en reconocer la violencia
de la norma. Se trata, a la vez, de develar los juegos de poder y de ampliar
constantemente el campo de las identidades reconocibles, es decir, teniendo
el derecho al estatuto de identidad plenamente humana. Como lo resumen
Haud Guéguen y Guillaume Malochet (2012), a propósito del trabajo de
Butler, el objetivo de una ética de la política consiste en obrar por la forma-
ción de “normas más igualitarias de reconocibilidad6” (p. 107).
6 El autor emplea el término reconnaissabilité, que no traduce reconocimiento (reconnaissance),
razón por la cual hemos decidido traducirlo como reconocibilidad. (N. de los T.).

_  _
¿Cómo asegurarse de que una iniciativa como esta no sea atraída por la
violencia que pretende denunciar? Étienne Balibar (2010) llama antivio-
lencia a la tentativa consistente en querer reabsorber la violencia sin ceder a la
contraviolencia, es decir, al uso de una violencia que sería solamente la réplica
negativa de la primera. Por consiguiente, la antiviolencia no es la simple apli-
cación de una teoría normativa producida con anterioridad a ella, por la vía
“apacible” del razonamiento; es una práctica de la deslegitimación. Designa
un lento y paciente trabajo de desestabilización, de desmonte de los puntos
de apoyo de la violencia en las sociedades contemporáneas, que pone en
juego la democracia como tal. Una tarea infinita, es seguro. Pero ¿no es esen-
cial a nuestra condición de sujetos éticos comprometidos con el camino de
su propia humanización?

_  _
la vulnerabilidad del mundo
introducción
Reflexión teórica sobre la violencia.
(A partir de la experiencia colombiana)

Leopoldo Múnera Ruiz

El carácter instrumental y destructivo que se le ha asignado a la


violencia en Occidente, después de la denominada Segunda Guerra Mundial,
condena a los hechos sociales agrupados bajo tal concepto a vivir en un
limbo analítico, como la causa o el efecto de una anomia que desestabiliza el
orden social o erosiona el sistema político. Al mismo tiempo, y por tal razón,
en un país como Colombia dificulta su comprensión como un elemento o
factor estructurante, es decir, como parte sustancial de las relaciones de
producción de la vida social. En este texto reflexionaremos sobre este aspecto
de la violencia, a partir de la problematización del paradigma negativo que
fundamenta Hannah Arendt, cuando construye el concepto de poder polí-
tico desde una perspectiva normativa. Con tal propósito, tendremos como
referencia los análisis de Orlando Fals Borda y Walter Benjamin. La preten-
sión comprensiva de esta reflexión exige que nos aproximemos a la “cara
oculta” de la violencia, con respecto a la mirada normativa, es decir, al rostro

_  _
que expresa la producción o conformación de subjetividades, relaciones
sociales, formas de poder político, instituciones, sistemas o roles. De esta
manera, evitaremos quedar atrapados por el impacto moral que ocasiona su
“cara visible”, la de los asesinatos, los destierros internos y externos, las viola-
ciones, las torturas, las víctimas, la destrucción de la solidaridad social o el
estado de excepción.

El paradigma negativo de la violencia

En 1970, Hannah Arendt configura paradigmáticamente este rasgo


negativo de la violencia, al diferenciarla del poder y convertirla en su opuesto.
Sin definirla con exactitud, la caracteriza a partir de su perfil instrumental,
como una técnica coactiva destinada a imponer la dominación sobre los
otros, mediante la obtención forzada de la obediencia. En un claro contraste
conceptual, distingue la violencia del poder político, que concibe como “la
capacidad humana […] para actuar concertadamente” (Arendt, 2005, p. 60)1.
Aunque acepta que ambos fenómenos, a pesar de ser distintos, “normalmente
aparecen juntos”, concluye que su relación es contradictoria y que, aun
cuando la violencia surja al estar en peligro el poder, puede llegar a destruirlo
y es “absolutamente incapaz de crearlo” (p. 77). No puede estructurarlo. El
análisis de Arendt tenía como objetivo contrarrestar la importancia que, de
acuerdo con su interpretación, le otorgaban el movimiento estudiantil del 68
y la nueva izquierda en Europa a la violencia como instrumento revolucio-
nario. Sin embargo, también pretendía desvirtuar la función que en el mundo
contemporáneo se le asignaba como generadora del poder político, al equi-
parar a este último con la violencia organizada, como lo hizo Weber cuando
definió el Estado. Frente a tal función y a su naturaleza técnica, rescataba
normativamente la noción de poder basada en el consenso, propia de la
ciudad-Estado ateniense o de la civitas romana (pp. 55-56).
La crítica de Arendt abría la posibilidad para pensar de otra manera el
cambio social e incluso la revolución, con base en un poder político que se
1 También la diferencia de otros términos, menos relevantes para su análisis, como la potencia, la
fuerza y la autoridad (Arendt, 2005, pp. 61-62).

_  _
fundamentaba en la construcción concertada de un sentido colectivo y no en
la imposición de un mandato mediante la fuerza o el engaño; sin embargo,
en forma simultánea, condenaba analíticamente a la violencia a vivir en el
mismo limbo de disfuncionalidad o instrumentalidad que le había asig-
nado el estructural-funcionalismo. La violencia quedaba limitada a ser el
efecto de la disminución o reducción del poder, una anomalía con relación al
ideal clásico de la política2 o la causa de nuevas anomias3. Convertida, así, en
una simple desviación frente a una norma práctica, perdía gran parte de su
pertinencia para el análisis social.
La forma bajo la cual Arendt configuró el paradigma negativo de la
violencia, para criticar su carácter técnico en la sociedad contemporánea,
refleja con claridad las ambivalencias que tal concepto tiene dentro de la
modernidad política en Occidente. En la trastienda de un consenso ideal,
representado por la acción colectiva y concertada, constitutiva del poder
político, Arendt ocultó la violencia que lo estructura en el seno de la sociedad
esclavista griega, la cual, además, le sirvió como referente normativo de la
política. Así, enmascarada, la violencia o, más precisamente, su utilización
instrumental, emerge como una desviación práctica que, a partir de una
suerte de patología social, debe ser explicada en función de las causas
mórbidas que la generan o de los efectos nocivos que produce. Su carácter
estructurante con respecto al poder político y al Estado moderno, señalado
en forma recurrente por los estudios históricos y sociológicos, particular-
mente por Weber (1997), Elias (1994), Skocpol (1984) y Tilly (1992), queda
de esta manera parcialmente desvirtuado. Sin embargo, en otro sentido, es
reforzado, pues la idea de que el consenso libre, con referencia a cualquier
tipo de coerción, es el fundamento último del poder político, constituye un
elemento esencial para establecer la frontera entre la violencia legítima y la

2 “[…] sabemos, o deberíamos saber, que cada reducción de poder es una abierta invitación a la
violencia; aunque solo sea por el hecho de que quienes tienen el poder y sienten que se desliza de sus
manos, sean el Gobierno o los gobernados, siempre les ha sido difícil resistir a la tentación de
sustituirlo por la violencia” (p. 118).
3 “La práctica de la violencia, como toda acción, cambia el mundo, pero el cambio más probable
originará un mundo más violento” (p. 110).

_  _
ilegítima. El paradigma negativo de Arendt exacerba la idea moderna de que
el poder político se legitima a sí mismo mediante la acción colectiva concer-
tada, la cual es comprendida como ajena y opuesta a la violencia, a pesar de
que la experiencia histórica de Occidente demuestra que esta última parti-
cipa en la creación de las condiciones sociales necesarias para la formación
de los consensos políticos.
La perspectiva normativa contenida en el paradigma negativo oscurece
la histórico-sociológica, bien resumida por Luhmann cuando afirma que “la
violencia del Estado se utiliza para apaciguar la violencia que viene de otros
lados” (en Torres Nafarrete, 2004, p. 213), y que la distinción entre la violencia
legítima y la ilegítima, basada en el consenso, se convierte en la condición
necesaria de posibilidad de la política (p. 215). Arendt, en contra de uno de
los propósitos explícitos de su ensayo, que consiste en diferenciar concep-
tualmente el poder político de la violencia, contribuye a velar el fundamento
violento del poder político en la sociedad contemporánea, al idealizar
normativamente la acción concertada y el consenso que se deriva de ella. De
esta manera, le da la forma definitiva al paradigma negativo, dentro del cual la
violencia ilegítima o ilegal es analizada como el efecto de una causa que denota
una disfuncionalidad social y la causa de una serie de efectos que desestruc-
turan la sociedad. La violencia legítima, por el contrario, es comprendida
como un instrumento necesario e inevitable para garantizar la eficacia del
poder político, derivado del consenso libre.
El paradigma negativo, sin la referencia explícita a Arendt, ha sido el
dominante dentro de la literatura sobre la violencia en Colombia y ha arras-
trado tras de sí consecuencias prácticas en los diferentes procesos de paz
entre las guerrillas y el Gobierno. Sin duda, los efectos desestructurantes de
la violencia resultan evidentes en las estadísticas sobre la violación de los
derechos humanos y el derecho internacional humanitario en el país. Las
explicaciones causales que se derivan de este tipo de interpretaciones han
sido sistematizadas por diferentes estudios, entre los que vale la pena destacar
los realizados por González, Bolívar y Vásquez (2003, pp. 25-40) y por
Valencia Agudelo y Cuartas Celis (2009). En términos generales, el conflicto
armado y la violencia son entendidos como el efecto de causas subjetivas y

_  _
objetivas que los determinan. Por consiguiente, la paz es vista como el resul-
tado de la transformación de dichas causas.
Las causas objetivas han sido clasificadas en cuatro tipos: socioeconó-
micas, políticas, institucionales y culturales. No obstante, también se ha
resaltado que el conflicto armado y la violencia son el efecto de estas causas
consideradas en su conjunto y no de forma separada. Las causas socioeconó-
micas harían relación a la evidente desigualdad social que existe en Colombia,
y se manifestarían en la pobreza, la inequidad en la distribución de los
ingresos, la ausencia histórica de una reforma agraria o de una reforma rural,
la precarización e informalización del empleo o la debilidad de la seguridad
social. Las causas políticas se configurarían alrededor de la forma como se
caracteriza la democracia en Colombia, antes y después de la Constitución
de 1991 (formal, limitada, restringida, simbólica…), y del sistema oligár-
quico de poder que sigue existiendo a nivel regional y nacional. Las causas
institucionales radicarían en la ambigüedad de la institucionalidad existente
en el país, la cual ha permitido la coexistencia de principios políticos, sociales
y económicos contradictorios y excluyentes, por ejemplo, los del Estado
social de derecho y los de las políticas públicas neoliberales, de tal manera
que los segundos se legitiman en función de los primeros, al tiempo que, en
la práctica, los anulan. Las causas culturales harían relación a una brumosa e
indefinida “cultura de la violencia”, en virtud de la cual la sociedad colom-
biana se habría resistido históricamente a aceptar el monopolio del uso de la
violencia por parte del Estado y, por consiguiente, habría dado lugar a la
emergencia de ejércitos guerrilleros, grupos paramilitares y bandas armadas
vinculadas a la delincuencia organizada y el narcotráfico.
Las causas subjetivas, por otra parte, se originarían en la creencia en los
beneficios individuales y colectivos derivados de la utilización de la violencia,
con el propósito de alcanzar fines políticos o personales, fundamentada en la
racionalidad instrumental de los actores políticos (cálculo de medios y fines,
y de costo y beneficio) o en prejuicios ideológicos inherentes a concepciones
revolucionarias maximalistas o a doctrinas como la de la seguridad nacional
o el antiterrorismo. Las causas subjetivas podrían ser clasificadas en dos tipos:
instrumentales e ideológicas. Las instrumentales residirían en la utilización

_  _
sistemática de la violencia con fines individuales por parte de actores
armados que han perdido los proyectos políticos, como sería el caso de los
miembros de la guerrilla, o de actores institucionales o parainsitucionales
que no respetan o no tienen los referentes éticos y legales a los cuales debe-
rían ajustar sus prácticas, como sería el caso de los paramilitares y los
miembros de las Fuerzas Armadas que actúan por fuera de la ley. Las ideoló-
gicas implicarían la justificación metadiscursiva del conflicto armado y la
utilización sistemática de la violencia, independientemente de las secuelas
que conlleven, en función de la transformación radical de la sociedad o de la
conservación del orden existente.
El causalismo presupone que la desaparición progresiva de los factores
determinantes de la violencia y el conflicto armado normaliza la vida social y
genera las condiciones para la formación de un consenso libre. Por ende, la
paz es entendida como un efecto de la eliminación de las causas objetivas y
subjetivas de la violencia y de la adopción plena de la democracia política. No
obstante, desde el primer estudio sistemático sobre la violencia en Colombia,
publicado en la década del sesenta del siglo xx, Orlando Fals Borda había
elaborado los elementos analíticos iniciales para comprender el carácter
estructurante de la violencia considerada como ilegal o ilegítima. Es decir,
para entenderla como una práctica social, dotada de sentido propio e irreduc-
tible a la naturaleza técnica del instrumento, productora de órdenes alternos y
complementarios al estatal, que no puede ser vista como una simple anomalía
o desviación de la sociedad colombiana, sino como el resultado de las formas
históricas de su ejercicio, dentro de las relaciones de poder que la enmarcan.

Los órdenes alternos de la violencia

Ocho años antes de la publicación del libro de Arendt, Orlando Fals


Borda, en compañía de Germán Guzmán y Eduardo Umaña Luna, empe-
zaba a explorar una relación más compleja entre la violencia y el poder, a
partir del análisis sociológico del conflicto social y político de los años
cincuenta del siglo pasado en Colombia y de la llamada Violencia, escrita
con inicial mayúscula, que le otorgó su signo distintivo (Guzmán Campos,

_  _
Fals Borda y Umaña Luna, 1962). Fals Borda problematizó la disfunciona-
lidad de la violencia como una anomalía excepcional con respecto a los
sistemas sociales y, desde luego, al poder político. Por el contrario, consideró
que, debido a su constancia, debía ser interpretada como un atributo normal
de dichos sistemas o de tal concepto (Guzmán Campos, Fals Borda y Umaña
Luna, 2005, p. 436)4. En el origen de esta suerte de disfuncionalidad-
funcional, estaría la coexistencia en la sociedad colombiana, y probablemente
en cualquier sociedad contemporánea, de los fines formales y las normas
ideales, propios del poder jurídico-político, con los fines derivados y las
normas reales, generados por la violencia. Los roles institucionales adquiri-
rían así una faz doble: por un lado, regular y, por el otro, deformado (p. 434)5.
Fals caracterizó el resultado de esta dualidad entre lo formal-ideal y lo deri-
vado-real como un agrietamiento estructural, producido por la saturación de
violencia en las relaciones sociales, mediante un movimiento de ida y vuelta
entre lo nacional, lo regional, lo comunal, lo vecinal, lo familiar y lo diádico.
De acuerdo con su interpretación, las grietas (cleavages) que se formaron
con ocasión de este sismo social dejaron al descubierto “puntos débiles de la
estructura social colombiana”, como “la impunidad (en las instituciones jurí-
dicas), la falta de tierras y la pobreza (en las instituciones económicas), y la
ignorancia (en las instituciones educativas) […]” (p. 438).

4 Utilizamos para las citas la edición corregida del 2005, que no altera el contenido del análisis.
Fals Borda aclara que el concepto de disfunción solo puede ser utilizado si se dan la cuatro
condiciones siguientes: “1.º Si se relaciona con un grupo social específico o de referencia en un
determinado nivel de integración; 2.º si se condiciona a la disparidad entre los fines formales y
los derivados de un sistema social; 3.º si se relaciona especialmente con normas sociales y con
deformaciones de status-roles reconocidos; y 4.º si toda esta combinación de elementos queda
aún dentro del marco institucional o del sistema social básico” (Guzmán et al., 2005, p. 437).
5 Fals ilustra esta doble faz con el ejemplo de la policía: “Implícita se encuentra aquí también una
deformación de roles dentro de las instituciones. El policía ya no es guarda del orden sino un
agente del desorden y del crimen. Mas no puede argumentarse que esta conducta no vaya
involucrada en el nuevo rol del agente de Policía, puesto que esta en realidad se ha amoldado a las
normas impartidas por su grupo y por los grupos a él vinculados en otros niveles de integración,
que exigen el desorden y el crimen. Estos grupos (al nivel estatal, de los partidos nacionales y de
la máquina política vecinal) han legitimado en el agente de Policía un nuevo rol, un rol violento,
distinto al contemplado en los códigos” (Guzmán et al., 2005, 434).

_  _
Más allá del lenguaje estructuralista utilizado por Fals, con el propósito
de demostrar desde su semántica las limitaciones analíticas que le eran inhe-
rentes, es conveniente subrayar la relación que establece entre la violencia
ilegal o ilegítima, definida en relación con los fines formales y las normas
ideales, y la transformación del poder político y del sistema social en
Colombia. Incluso, llega a sostener una tesis que califica de extraña desde la
lógica estructural-funcionalista, pero probable socialmente: las disfunciones
pueden llegar a ser institucionalizadas (p. 435). Podríamos afirmar que, en
este sentido, para Fals, la anomia en relación con el orden formal puede
mutar hacia los órdenes reales de la violencia. Sin embargo, en su ensayo
todavía perdura el paradigma negativo que tiende a fragmentar el análisis en
términos de legitimidad e ilegitimidad, de tal forma que la violencia aparece
estructurando básicamente el espacio de lo ilegal y solo subsidiariamente el
de lo estatal, bajo la formación de órdenes alternos y complementarios.
El contraste analítico entre Arendt y Fals es evidente: para Arendt, la
violencia es un instrumento social que no puede crear poder político, mien-
tras que, para Fals, es uno de los elementos que lo estructuran. No se trata
aquí simplemente de enfoques disciplinares diversos, debido a los campos
de conocimiento de referencia, en un caso la filosofía y en el otro la socio-
logía, sino que las diferencias reflejan la brecha enorme entre la pretensión
normativa del texto Sobre la violencia y la comprensiva del capítulo sobre
“El conflicto, la violencia y la estructura social colombiana”, incluido en la
Violencia en Colombia. Además, resaltan un aspecto relevante en el debate
contemporáneo sobre la violencia: su carácter estructurante, que es nece-
sario aclarar, pues, en la propuesta de Fals, la relación entre violencia y poder
no permite comprender la interrelación entre los diferentes órdenes produ-
cidos por la violencia, la cual traspasa las fronteras demarcadas por lo legal y
lo legítimo. Empero, abre un horizonte mucho más amplio para interpretar
el sentido social de la paz en un país como Colombia, que exigiría desmontar
los órdenes sociales y políticos alternos construidos fundamentalmente alre-
dedor del ejercicio sistemático de los diferentes tipos de violencia social,
simbólica y política.

_  _
La violencia estructurante

En 1921, entre las dos guerras europeas y ante la crisis de la democracia


representativa, Walter Benjamin esboza su crítica de la violencia, la cual gira
alrededor de la fundación o la conservación del derecho6. La violencia
aparece, así, como estructuradora de un poder político que es legitimado
bajo la forma jurídica. No es un simple instrumento que debe ser justificado
con respecto a un fin determinado, como en Arendt, sino la fuerza coactiva
que se legitima como poder reconocido y aceptado socialmente. Para
Arendt, la violencia, como todo instrumento, se justifica en relación con un
fin futuro, mientras que el poder lo hace con respecto a un origen colectivo
pasado. Por eso, afirma que “la violencia puede ser justificable pero nunca
será legítima” (2005, pp. 71-72). En Benjamin, la violencia se legitima social-
mente cuando convierte el fin que justifica su uso pasado en el fundamento
del poder presente y futuro; cuando los sentidos colectivos concertados son
construidos socialmente, en virtud de su utilización pretérita y de la amenaza
de su utilización venidera, como sucede en el Estado moderno. No obstante,
la reflexión de Benjamin tiene otro objetivo menos visible: aportar los
elementos para analizar y cuestionar el carácter meramente instrumental de
la violencia y los criterios para establecer si puede ser considerada como
ética, con independencia de los fines, justos o injustos, que se pretenden
alcanzar mediante su utilización7.

6 “La tarea de una crítica de la violencia puede circunscribirse a la descripción de la relación de


esta respecto al derecho y a la justicia. Es que, en lo que concierne a la violencia en su sentido
más conciso, solo se llega a una razón efectiva, siempre y cuando se inscriba dentro de un
contexto ético. Y la esfera de este concepto está indicada por los conceptos de derecho y justicia.
En lo que se refiere al primero, no cabe duda de que constituye el medio y el fin de todo orden de
derecho […]” (Benjamin, 2001, p. 21).
7 “Porque de ser la violencia un medio, un criterio crítico de ella podría parecernos fácilmente dado.
Bastaría considerar si la violencia, en caso preciso, sirve a fines justos o injustos. Pero no es así.
Aun asumiendo que tal sistema está por encima de toda duda, lo que contiene no es un criterio
propio de la violencia como principio, sino un criterio para los casos de su utilización. La cuestión
de si la violencia es en general ética como medio para alcanzar un fin seguiría sin resolverse. Para
llegar a una decisión al respecto, es necesario un criterio más fino, una distinción dentro de la
esfera de los medios, independientemente de los fines que sirva” (Benjamin, 2001, p. 21).

_  _
Para realizar el análisis crítico del perfil instrumental de la violencia, la
clasifica en tres tipos: la instrumental, la mítica y la divina. Las dos primeras
fundan y conservan el derecho. La última lo destruye. De acuerdo con
Benjamin, mediante la violencia instrumental, los teóricos del derecho
natural pretenden “‘justificar’ los medios por la justicia de sus fines”, mien-
tras que los teóricos del derecho positivo buscan “‘garantizar’ la justicia de
los fines a través de la legitimación de los medios” (p. 24). En ambos casos, la
violencia es vista, al igual que en Arendt, como un instrumento para alcanzar
un propósito que la condiciona. Sin embargo, Benjamin destaca que, en las
dos corrientes, la violencia también es estructurante: funda el derecho y crea
el poder político. Por ende, si las instancias jurídicamente competentes no
son las encargadas de aplicarla, se convierte en una amenaza para el orden
jurídico, al estar por fuera de su ámbito y atentar contra su estructura, la cual
está basada en su uso exclusivo y excluyente (pp. 26-27). Las limitaciones del
enfoque que pretende restringir la violencia a la condición de un medio
subordinado al fin que lo determina surgen a la vista, cuando resulta claro
dentro del ensayo que esta no puede ser escindida del derecho, de los órdenes
sociales modernos, pues los constituye como uno de sus elementos esen-
ciales8.
La disgresión sobre los medios no-violentos que no fundan ni conservan
el derecho, como la esfera del “mutuo entendimiento” (del lenguaje) o la
huelga general soreliana, lleva a Benjamin a concluir que los medios legítimos
8 “La violencia como medio es siempre, o bien fundadora de derecho o conservadora de derecho.
En caso de no reivindicar alguno de estos predicados renuncia a toda validez. De ellos se
desprende que, en el mejor de los casos, toda violencia empleada como medio participa en la
problemática del derecho en general” (Benjamin, 2001, p. 33). Derrida (1997) y Esposito (2002)
insisten en la superación de la dicotomía entre medios y fines, aplicable al poder político, que se
da en el ensayo de Benjamin: “La violencia no se limita a preceder al derecho ni a seguirlo, sino
que lo acompaña —o mejor dicho, lo constituye— a lo largo de toda su trayectoria con un
movimiento pendular que va de la fuerza al poder y del poder a la fuerza. Dentro de este circuito
se pueden distinguir tres pasajes distintos y concatenados: 1) al comienzo siempre es un hecho
de violencia —jurídicamente infundado— el que funda el derecho; 2) este último, una vez
instituido, tiende a excluir toda otra violencia por fuera de él; 3) pero dicha exclusión no puede
ser realizada más que a través de una violencia ulterior, ya no instituyente, sino conservadora del
poder establecido. En última instancia el derecho consiste en esto: una violencia a la violencia
por el control de la violencia” (Esposito, 2002, p. 46).

_  _
no están orientados necesariamente por fines justos o que existen violencias
que no sirven de medio para un fin predeterminado (p. 38). En este contexto,
introduce la diferencia entre la violencia instrumental y la mítica, que no
sería medio para sus fines, sino pura manifestación de los dioses, de su
voluntad y de su existencia (p. 39). Las leyendas de Níobe y Prometeo,
humanos arrogantes que provocan la ira de los habitantes del Olimpo,
permiten caracterizar este tipo de violencia que, según Benjamin, no es ejer-
cida “por ultrajar el derecho, sino por desafiar al destino a una lucha que este
va a ganar, y cuya victoria necesariamente requiere el seguimiento de un
derecho” (p. 39). La referencia mítica sirve para representar la violencia que
funda el derecho como la manifestación de la voluntad y la existencia de un
sujeto que domina y no como un fin buscado intencionalmente. En tal
medida, garantiza el poder estableciendo los límites de lo permitido, “aun en
aquellos casos en que el vencedor dispone de una superioridad absoluta de
medios violentos” (p. 40). Impone la igualdad de lo que no es equivalente o
institucionaliza las jerarquías derivadas de la guerra, bajo la forma de la
igualdad de los derechos9. No tiene un propósito, materializa la voluntad de
quien domina y establece las condiciones de la subordinación. Por haber
desafiado a seres superiores, Níobe debe vivir petrificada, y llorar con lágrimas
de mármol la culpa por la muerte de sus hijos e hijas. Ese es el nuevo derecho
de los dioses que responde con la violencia de su supremacía a la “arro-
gancia” de los seres humanos.
El tercer tipo de violencia, la divina, no tiene finalidad y su principio es
la justicia. Destruye o revoca el derecho, el fin por excelencia, no lo funda,
no lo conserva. Arrasa fronteras, es redentora, letal, pero incruenta. Acepta
sacrificios, no los exige, y es ejercida “sobre todo lo viviente y por amor a lo
vivo” (p. 42). Las características de esta violencia, a la que Benjamin consi-
dera pura e inmediata, son mas herméticas en su texto y permiten diferentes

9 “Aquí asoma con terrible ingenuidad la mítica ambigüedad de las leyes que no deben ser
‘transgredidas’, y de las que hace mención satírica Anatole France cuando dice: la ley prohíbe de igual
manera a ricos y a pobres pernoctar bajo puente. Asimismo, cuando Sorel sugiere que el privilegio (o
derecho prerrogativo) de reyes y poderosos está en el origen de todo derecho, más que una conclusión
de índole histórico-cultural, está rozando una verdad metafísica” (Benjamin, 2001, p. 40).

_  _
formas de interpretación alrededor de la revolución o del estado de excep-
ción, como lo ilustran Žižek (2009) y Agamben (2003b) e incluso, en forma
equívoca, Derrida (1997), en la línea del nazismo. A pesar del pluralismo
hermenéutico que posibilita, es Bojanić (2010), al estudiar el único ejemplo
que utiliza Benjamin para ilustrar este tipo de violencia, el de Korah10, quien
ofrece pistas convincentes para su comprensión. La violencia divina, pura o
absoluta, sería la ejercida como un acto de justicia (un acto de Dios) contra
todas las injusticias, incluida la de los falsos mesías y los pseudorrevolucio-
narios, quienes se rebelan contra el derecho para fundar un nuevo derecho.
Pero, además, sería la última violencia, la que anticiparía la no-violencia. Por
tal razón, la violencia divina no crearía ni conservaría el derecho, sino que lo
destruiría (Benjamin, 2001, p. 41). Representa la ilusión de una violencia reden-
tora que hace innecesaria la utilización posterior de la violencia misma, pues
crea una condición social pospolítica. Arrasa el poder constituido para
mantener vivo el poder constituyente. Es un acto mesiánico y fundacional
que intenta crear el reino divino de la justicia en medio de los seres
humanos11. Sintetiza la pretensión de Benjamin de congelar la violencia
revolucionaria en el momento mismo de la revolución. Sin embargo, a pesar
de él, en el mundo de los seres humanos configura un nuevo orden y un
nuevo derecho que desvirtúa su sentido. No es instrumento, no es la manifes-
tación de la voluntad de dominio, es la expresión de una emancipación o
una liberación que abre a la sociedad hacia la estructuración de nuevos
órdenes o desórdenes ajenos a la intención de los actores que la utilizan. Sus
efectos son, por ende, consecuenciales, no buscados.

10 Según la Bilblia, Korah es un líder del pueblo hebreo que en nombre de la igualdad se rebela
contra Moisés, Aaron e, indirectamente, contra su Dios, el cual lo castiga en forma violenta.
11 “Para que la violencia cometida sea imputada, ya sea al Mesías o a Dios —esta sería al parecer la
consecuencia de la sugestión de Benjamin—, sería necesario que el hecho mismo de la violencia
borrara y conservara simultáneamente (protegiera, aplazara, conservara y reservara) el
momento revolucionario y negativo de una comunidad. La supresión revolucionaria de Korah y
de su tribu exige una nueva reparación de la comunidad, pero según una nueva medida. Esta
medida solo es posible a la sombra de un mundo por venir, cuando el Mesías levante ‘a toda la
comunidad’ de la tierra, incluidos los malos y los rebeldes (Sanhedrín, 108a). ‘Sí, todos ellos son
santos [kedoshim] y en medio de ellos’” (Bojanić, 2010, pp. 158-159).

_  _
Más allá de las connotaciones metafísicas implícitas en el análisis reali-
zado por Benjamin, su crítica aclara las tres formas en que la violencia
estructura el poder político y los órdenes sociales: como medio para alcanzar
un fin institucionalizado, como expresión institucionalizada de un dominio
y como consecuencia de una lucha redentora (emancipadora) contra las
injusticias. Como medio estructurante, no es un simple instrumento, pues
moldea el ejercicio mismo del derecho y del poder político y establece las
condiciones para la formación de los consensos sociales. Como expresión
institucionalizada de un dominio, delimita el ámbito de su legalidad o legiti-
midad, o las pautas para su aceptación social, en virtud de las creencias y los
referentes culturales que hacen políticamente tolerable la práctica de una
determinada violencia. Como consecuencia de una lucha redentora, revo-
luciona o trastoca las fronteras entre lo legítimo y lo ilegítimo, lo legal y lo
ilegal. Bajo las tres formas, la violencia resulta inseparable del poder polí-
tico en la modernidad política en Occidente; pues, en ella, la política y lo
político se estructuran como administración de la violencia o, más precisa-
mente, de las violencias: físicas, simbólicas o sociales. Aunque el poder no es
violencia, e incluso la violencia puede constituir su negación, al ser una
imposición que impide el gobierno de los otros y la economía de las energías
sociales en la búsqueda de propósitos colectivos12, el poder político, inde-
pendientemente de la distinción entre lo legítimo y lo ilegítimo, lo legal y lo
ilegal, implica administrar la violencia pasada y la eventualidad de la violencia
futura en función del presente13. Por tal razón, la violencia lo estructura,

12 Al hablar de la legitimidad en la modernidad occidental, Guglielmo Ferrero explica con candidez


y claridad el desgobierno y el despilfarro social que en términos del poder político puede
implicar el uso indiscriminado y permanente de la violencia (asimilada a la fuerza): “Hemos
visto que los instrumentos de la fuerza aterrorizan a la vez a quienes los sufren y a quienes los
emplean. Como también hemos visto que el miedo al Poder se exaspera hasta el paroxismo por la
acción y reacción recíproca entre Poder y súbditos; que el miedo de los súbditos aterroriza al
Poder porque engendra el odio y el espíritu de revuelta también aumentan: cuanto más miedo
despierta el Poder, más miedo siente; cuanto más miedo tiene, mayor es su necesidad de hacer
sentir miedo” (1998, p. 312).
13 Así lo entiende Luhmann al hablar de la relación entre poder y violencia física en el Estado
moderno: “La violencia se establece como el comienzo del sistema que conduce a la selección de
las reglas, cuya función, racionalidad y legitimidad las hace independientes de las condiciones

_  _
aunque su ejercicio permanente lo destruya, como bien anotaba Hannah
Arendt.
La sociedad colombiana ha vivido los tres tipos de violencia simultá-
neamente, de tal forma que es imposible comprender la estructuración del
poder político sin tener en cuenta la interrelación entre la violencia instru-
mental, la mítica y la divina, y la conformación en este entramado de
diferentes órdenes de la violencia, desde el estatal hasta el guerrillero, pasando
por el paramilitar y el de los traficantes de drogas; o por los órdenes que son
moldeados al mismo tiempo por diferentes tipos de violencias, aun cuando
estas sean contradictorias desde el punto de vista bélico. Pero la intersección
entre los tres tipos de violencia también ha abierto en el país un espacio de
indeterminación en donde todo orden es suspendido, una tierra de nadie y
de todos, en la cual reina la violencia desnuda, que, en palabras de Giorgio
Agamben, da lugar a una zona de anomia caracterizada por la ausencia del
derecho: el estado de excepción14. Dentro de él, la vida de los seres humanos
está absolutamente desprotegida: cualquiera puede acabar con ella sin nece-
sidad de seguir rituales y procedimientos, al haber sido reducida a la nuda
vida del homo sacer (Agamben, 2003b, pp. 106-112). Las estadísticas sobre
asesinatos políticos, secuestros, desapariciones forzadas, ejecuciones extraju-
diciales, violaciones, detenciones arbitrarias o destierros internos y externos
son elocuentes al respecto; es innecesario repetirlas, ya que reflejan la cara
visible de la violencia colombiana. Basta recordar que cada uno de los actores
políticos en el país es responsable de violaciones sistemáticas a los derechos
humanos o al derecho internacional humanitario —Fuerzas Armadas,
Policía, guerrillas, paramilitares, traficantes de drogas o bandas criminales—,

iniciales para la acción. Al mismo tiempo, la violencia se describe como un evento futuro, cuyo
inicio se puede evitar en el presente, es decir, en la codificación dual del poder por medio de la
ley. Reemplazan la mera omnipresencia de la violencia con la presencia de un tiempo presente
regulado, que es compatible con los límites temporales de un pasado o futuro diferente, pero no
activo” (1995, p. 93).
14 “El estado de excepción no es una dictadura (constitucional o inconstitucional, comisarial o
soberana), sino un espacio vacío de derecho, una zona de anomia en que todas las
determinaciones jurídicas —y, sobre todo, la distinción misma entre lo público y lo privado—
son desactivadas” (Agamben, 2004, p. 75).

_  _
y que para ejecutar tales crímenes han contado con la complicidad tácita o
expresa de miembros de diferentes gobiernos (nacionales, regionales o
locales), partidos y movimientos políticos reconocidos legalmente. Esta
violencia desnuda en Colombia no es simplemente el resultado de la
violencia divina que destruye el derecho, como lo interpreta Agamben
(2003b, pp. 86-87) cuando analiza el ensayo de Benjamin, sino de la libera-
ción en el ejercicio de cualquier tipo de violencia de las ataduras que le
imponen el derecho o la ética. De allí su desnudez.
La crítica de Benjamin nos invita a estudiar el carácter estructurante
que tiene la violencia en la sociedad contemporánea. En Colombia, después
de la pausa causalista y del olvido relativo de las tesis de Fals Borda, desde
finales de la década del siglo pasado, investigaciones representativas de la
literatura nacional retoman la pregunta sobre la relación estructurante entre
la violencia y el orden social y político, a partir del libro de Daniel Pécaut
(1987); o entre la violencia y la formación y el funcionamiento del Estado-
nación, en textos como los escritos por González et al. (2003), fundamentados
en un análisis historiográfico y teórico riguroso; o por Marco Palacios, bajo
la forma de un ensayo fragmentario sobre la violencia pública entre 1958 y
2010. No obstante, en estos trabajos predomina una visión fragmentaria de
la violencia, comprendida fundamentalmente a través de la dicotomía entre
lo legal y lo ilegal, y no una perspectiva que permita dar cuenta de la interre-
lación entre los diferentes tipos de violencia, de la complementariedad entre
la normalidad y la excepcionalidad, y de la producción simultánea de los
órdenes y desórdenes en los que se ejerce el poder político en el país. Así, por
ejemplo, en los últimos años, los territorios, las subjetividades, el conflicto
social, la política o las relaciones de producción se han reestructurado a
partir de esta interrelación, como puede ilustrarlo la siguiente descripción.
Los territorios. Tanto desde el punto de vista político como económico,
el campo y las ciudades colombianas han sufrido mutaciones ocasionadas
por el conflicto armado. Los desplazados han transformado las ciudades; la
parapolítica ha cambiado el mapa electoral; las violaciones de los derechos
humanos y del derecho humanitario han favorecido la concentración de la
tierra y alterado los ecosistemas.

_  _
Las subjetividades. En más de cincuenta años, el país ha asistido a la
formación de nuevas subjetividades que han alterado profundamente el
mundo de las organizaciones populares y el de las élites. Al lado de los viejos
y los nuevos movimientos, han surgido las organizaciones de víctimas, al
tiempo que las élites emergentes han asumido el control de diferentes
regiones y relegado a un segundo lugar a las élites tradicionales. En otro
sentido, los militares se convirtieron en policías y los policías en militares o,
a la sombra de la mixtura entre las violencias, diferentes actores político-
militares transitaron hacia el tráfico de drogas ilegales.
El conflicto social. Los conflictos entre los actores y los movimientos
populares y las élites y los gobiernos de los partidos tradicionales, o deri-
vados de ellos, pasaron del antagonismo social al antagonismo bélico, hasta
tal punto que los luchadores populares han sido asimilados a terroristas,
dentro de la lógica del derecho penal del enemigo, o los adversarios políticos
han sido tratados en forma indiscriminada como “enemigos ónticos de
clase”, que deben ser eliminados física o simbólicamente.
La política. La imposición de una lógica bélica en la política, propia de
la distinción entre los amigos y los enemigos públicos, ha impedido el desa-
rrollo de movimientos sociales y políticos alternativos, sin que corran el
riesgo de ser estigmatizados y exterminados como adversarios a los cuales,
en la práctica, no se les reconocen los más mínimos derechos, o la condición
de ciudadanos o de subjetividades alternas.
Lo productivo. La implantación del extractivismo y la reprimarización
de la economía en el país han ido de la mano con la degradación del conflicto
armado. Así mismo, han estado acompañadas de los ciclos de violación
sistemática de los derechos humanos en vastos territorios que son esenciales
para implementar políticas de soberanía y seguridad alimentarias o para
apoyar las alternativas productivas del campesinado, sin las cuales leyes
como la de tierras se pueden convertir en la formalización de la propiedad
adquirida gracias a las violencias.
Frente a las características estructurantes del entramado de violencias,
las cuales son apuntaladas por las violencias simbólicas y sociales, la propuesta
de Arendt adquiere otro sentido cuando la despojamos de su pretensión

_  _
analítica y la reafirmamos en su propósito normativo. Si reconocemos la
tensión maquiavélica entre violencia y consenso libre como constitutiva del
poder político en la modernidad occidental, la paz y la democracia
dependerían de reducir el ámbito de las violencias y ampliar el de la acción
colectiva y concertada en todas las esferas de la vida social. Más allá de la
modernidad, podemos aspirar a una política que no sea la continuación de la
guerra por otros medios, como en la inversión del aforismo de Clausewitz
realizada por Foucault (2001, p. 29), sino la antiviolencia sugerida por Balibar
(2010). Tal vez ninguna práctica política que renuncie a ser atrapada por la
tensión moderna puede ser pensada, si
[…] no se fija simultáneamente como objetivo hacer recular en todas partes,
bajo cualquiera de sus formas, la violencia subjetiva-objetiva que suprime
incesantemente la posibilidad de la política. Entonces, la política ya no puede
ser pensada simplemente ni como relevo de la violencia (superación hacia la
no-violencia) ni como transformación de sus condiciones determinadas (lo
cual puede requerir la aplicación de una contraviolencia). La política no sería
más un medio, un instrumento para otra cosa, tampoco un fin en sí misma.
Más bien sería una apuesta incierta de la confrontación con el elemento
irreductible de la alteridad que ella lleva en sí misma. (Foucault, 2001, p. 38;
traducción libre del autor)

La paz y la democracia implicarían el desmonte y la asfixia de los


órdenes de las violencias y de las causas que en función de ellos las generan.

_  _
Parte I.

Democracia, violencias y derecho


en la Colombia contemporánea
C o n t e n i d o pa rt e I .

» Raul Zelik
Orden, nomos, excepción: la violencia desnuda como punto cero del 51
orden estatal y económico
¿Nomos como paz?  54
El paramilitarismo: una informalización de la violencia del Ejecutivo 55
El orden que precede al derecho 64
¿Justicia transicional en Colombia? 68

» Andrés Felipe Mora Cortés


Estado, pobreza y desigualdad: Colombia, la violencia socioeconómica 73
y la ruptura del pacto constitucional de 1991
Presentación 73
Estado y producción de la pobreza y la desigualdad 75
Hacia un concepto de la violencia socioeconómica 78
Estado y violencia socioeconómica en Colombia 82
La forma bélico-asistencial del Estado en Colombia 88
Conclusión 90

» Grupo M de Memoria


Construir la memoria en medio del conflicto armado. Desafíos para 93
la sociedad colombiana
Introducción 93
¿Por qué no estamos en un contexto transicional en Colombia? 97
Alcances y limitaciones de la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras 101
Demandas contra la Ley de Víctimas 102
La memoria colectiva y la memoria histórica en un contexto no transicional 105
Conclusiones 109

_  _
P a rt e I . D e m o c r ac i a , v i o l e n c i a s y d e r e c h o
e n l a C o lo m b i a c o n t e m p o r á n e a
la vulnerabilidad del mundo
Orden, nomos, excepción: la violencia
desnuda como punto cero del orden estatal
y económico

Raul Zelik

A mediados del 2011, la película colombiana Saluda al diablo de mi parte


llegó a los cines internacionales. Al comienzo, y en los créditos, el thriller
rodado por los hermanos Orozco cuestiona la ley de reinserción en Colombia.
Esta ley, acordada por el gobierno derechista de Álvaro Uribe y las Autode-
fensas Unidas de Colombia (AUC) durante un proceso de negociación, hizo
que unos treinta mil paramilitares pudieran reinsertarse a la vida civil en la
década de los 2000. Sus crímenes, no obstante —miles de masacres, decenas
de miles de asesinatos, el desplazamiento de entre dos y tres millones de
campesinos— quedaron impunes1.
Estas trastiendas son ocultadas por los hermanos Orozco. Los direc-
tores colombianos se limitan a un comentario general sobre los límites del
1 Aunque los líderes paramilitares están recluidos hoy en los Estados Unidos, fueron acusados y
condenados allí por narcotráfico y no por sus crímenes de lesa humanidad.

_  _
perdón. Insinúan que la ley de desmovilización se dirigió a todos los grupos
ilegales —tanto a guerrillas como a paramilitares— por igual. Si bien, en
cuanto al texto legislativo, esto no es del todo incorrecto, hay que anotar que
la ley fue diseñada originalmente para permitir la reinserción y legalización
de los paramilitares2. Con esta primera imprecisión, inadvertidamente se
establece una tesis de envergadura: los actores ilegales en Colombia, al fin y
al cabo, son todos idénticos.
Al comenzar la película, una voz en off postula la tesis que luego sirve
como punto de partida de la historia: un proceso de perdón nunca puede
derivarse de decisiones gubernamentales. Solo las víctimas —y no los gober-
nantes— pueden definir un punto final. La película pretende narrar lo que
ocurre si las víctimas no están dispuestas a perdonar. A primera vista, Saluda
al diablo de mi parte se declara partidaria de la perspectiva de las organiza-
ciones de víctimas. Como es sabido, los comités internacionales de Auschwitz,
las Madres de la Plaza de Mayo argentinas o el Movimiento Nacional de
Víctimas de Crímenes del Estado (Movice), de Colombia, defienden la
consigna “Ni perdón ni olvido”. Con ello, postulan que solo se puede hablar
de justicia —también en el sentido de una justicia transicional— si hay escla-
recimiento y castigo de los crímenes de derechos humanos.
En la película, sin embargo, se debate esta reivindicación en un contexto
totalmente cambiado. Saluda al diablo de mi parte cuenta la historia del
millonario Lehder, que ha quedado paralítico como consecuencia de un
2 Al principio, la propuesta de ley del gobierno Uribe preveía condenas menores y la posibilidad de
una reinserción política de las AUC. La dinámica del proceso de desmovilización, sin embargo,
obstaculizó esta legalización fáctica. Respondiendo a presiones internacionales e intervenciones
de ONG de derechos humanos, la Corte Suprema primero modificó la ley. Algunos de los
paramilitares, que ahora enfrentaban condenas mucho más serias de lo que se había acordado
con el gobierno Uribe, a continuación empezaron a hacer declaraciones sobre las estructuras
paramilitares y sus relaciones con los poderes políticos y económicos. Además, entablaron
conversaciones directas con organizaciones populares sobre una reparación de las víctimas,
según han afirmado organizaciones de derechos humanos. La derecha uribista, que había
mantenido una alianza política, económica y operativa con el paramilitarismo, empezó a
preocuparse por este desarrollo. Por consiguiente, el presidente Uribe —temiendo posibles
testimonios incriminatorios y una repartición de tierras— marcó cada vez más distancia frente
a sus antiguos aliados. En 2008, finalmente, hizo extraditar sorpresivamente a los líderes
paramilitares a los Estados Unidos, donde fueron judicializados y condenados por narcotráfico.

_  _
secuestro por la guerrilla. Ahora que sus verdugos, gracias a la Ley de Justicia
y Paz, han regresado a la vida civil, Lehder diseña un plan de venganza. Hace
secuestrar al exguerrillero Ángel y a su hija. El millonario aclara que solo
dejará a la niña si Ángel mata a todos los integrantes del antiguo comando
guerrillero.
De este modo, la historia de la guerra sucia en Colombia es insertada y
resignificada en la película. El millonario Lehder no financia el asesinato de
sindicalistas o campesinos, tal como ocurrió en miles de casos. No. Él es la
víctima que resiste. Convierte a Ángel, el exguerrillero y victimario, en un
escuadrón de muerte contra sus antiguos cómplices. Para salvar a su hija,
Ángel tiene que ejecutar a sus antiguos compañeros, entre ellos, a su mejor
amigo, Serge, un profesor universitario francés.
Entre los secuestradores, sin embargo, también se encuentra el policía
quien, siendo guerrillero, se había infiltrado a las fuerzas de seguridad. Moris,
hombre clave en el secuestro de Lehder, se destaca por su actitud sádica y
violenta. Cuando Ángel trata de matarlo, Moris, con la ayuda de sus colegas
de la Policía, pasa al ataque. Hace secuestrar a Ángel para asesinarlo y desapa-
recerlo. No obstante, cuando Moris finalmente da inicio a esta masacre bien
planeada, sus colegas se enteran de que otrora pertenecía a la guerrilla. Se da
un tiroteo entre los funcionarios; todos, menos Ángel, mueren.
Es cierto que las películas no tienen la función de retratar la realidad
social. Sin embargo, es revelador —sobre todo si uno compara la película
con el tratamiento de los crímenes de la dictadura en el cine argentino—
cómo Saluda al diablo de mi parte resignifica la realidad colombiana. El
thriller insinúa que la Ley de Justicia y Paz sirvió a las organizaciones guerri-
lleras. La víctima principal de la historia pertenece a las élites económicas.
La violencia ilimitada del Estado, representada por el policía Moris, se debe
a la infiltración de los insurgentes.
En cuanto a su estética, la película apuesta, como muchas de este género,
por la escenificación de la violencia. La representación que hace de los asesi-
natos, masacres y torturas es bastante fiel a la realidad. Las imágenes de la
masacre organizada por Moris parecen conocidas. El interés por la realidad,
no obstante, se limita a esta superficie. Los hermanos Orozco recogen los

_  _
imaginarios del horror, mientras se encubren los contextos y se omiten las
explicaciones. De esta manera, la violencia se transforma en fuerza mística,
inexplicable, proveniente de una oscuridad caótica, que devora a sus prota-
gonistas, porque no hay normas ni un poder estatal que puedan poner límites
a los impulsos arcaicos —venganza, sed sanguinaria, sadismo—. Queda la
impresión de que la película casi celebra esta anomia que pretende criticar. El
horror, finalmente, solo es un medio para generar un escalofrío entretenido
entre los espectadores.
Disfrazado críticamente y con las imágenes narrativas de la industria
del entretenimiento, se reafirma así el mensaje del uribismo: las víctimas
tienen que aprender a perdonar. Esto, sin embargo, no se predica a los despla-
zados, torturados y sobrevivientes de las masacres (que provienen —lo cual
poco se menciona en los medios de comunicación y los debates acadé-
micos—, casi exclusivamente, de las clases populares), sino a una clase alta y
media-alta que sufrió más bien periféricamente las consecuencias del
conflicto colombiano.

¿Nomos como paz?

Saluda al diablo de mi parte va a la moda. Desde finales de los años


noventa, tienen vigencia los discursos neohobbesianos y neoschmittianos
que derivan la violencia de la ausencia del orden, y reivindican la mano dura
del Ejecutivo (no en contravía de la desestatización neoliberal sino, más
bien, como elemento complementario de esta). En la ciencia política, esta
tendencia se ha manifestado en el discurso de las “nuevas guerras”, que
plantea una supuesta expansión del desorden proveniente de la periferia
global.
Mary Kaldor (2001) coinventó el término de nuevas guerras, que para
entonces todavía servía para incluir los conflictos “pospolíticos” de los
Balcanes y de África, étnica o religiosamente movilizados, en las discusiones
críticas de las ciencias sociales. En el contexto de los nuevos discursos de
seguridad, en cambio, la noción de las nuevas guerras se convierte en un para-
digma imperial. Los escritos de Van Creveld (1997, 1998, 2003) o Münkler

_  _
(2002) evidencian cómo se instrumentaliza el eslogan de las nuevas guerras
para promover un cambio paradigmático en las políticas internacionales.
¿De qué tipo es este cambio paradigmático? Los tradicionales estudios
de conflicto y paz de los años setenta y ochenta (de los cuales proviene
Kaldor), en primer lugar, discutían la pregunta de cómo acotar, mediante la
movilización social, los enormes potenciales de destrucción de los grandes
Estados. Los estudios de conflicto, por tanto, implicaban una perspectiva
crítica del nomos, el orden estatal e interestatal. Con las nuevas guerras, esta
perspectiva se desplaza. Ahora son los actores no-estatales, como los terro-
ristas y delincuentes, quienes representan la amenaza principal para la
humanidad. De ahí se deduce la necesidad de defender la gobernabilidad
global (de los países industrializados, se entiende) contra las tendencias
anómicas de la periferia. Lo “otro”, no-estatal y premoderno, se convierte en
enemigo.
El desplazamiento de la perspectiva —que sustituye la crítica del nomos
por su afirmación ofensiva— no se limita a las publicaciones académicas. En
las intervenciones militares en Somalia, Colombia, Congo o Afganistán, el
Estado fallido (failed state) sirvió como figura legitimadora principal al Occi-
dente, y marcó el supuesto desmoronamiento del nomos interestatal. El
discurso, igualmente, se ha insertado en el sentido común estético de los
países occidentales. Películas como Black hawk down o Proof of life han sumi-
nistrado el material imaginario para este escenario de anomia violenta
expansiva, proveniente de las periferias globales incapaces de un proceso de
modernización.

El paramilitarismo: una informalización de la violencia


del Ejecutivo

Para entenderlo, hay que mirar atrás. Aunque Colombia sufre de un


conflicto armado desde mediados del siglo xx, a finales de los años setenta,
la situación volvió a agravarse tras un periodo algo más tranquilo. Frente al
fortalecimiento de los movimientos populares y al surgimiento de una
guerrilla urbana, el poder estatal reaccionó con una irregularización de la

_  _
represión. Desde los servicios de inteligencia militares y basándose en la
suposición de que la lucha contrainsurgente precisa apoyarse en métodos
no-convencionales, se crearon escuadrones de muerte que perseguían a la
oposición social y armada. Se podría afirmar que las fuerzas de seguridad,
para poder combatir al guerrillero anónimo, generaron su propio brazo
ilegal y encubierto.
Los escuadrones de la muerte, que nacieron en 1978 en Colombia, se
guiaron por los métodos de la Acción Anticomunista Argentina (Triple A) y
hasta clonaron su nombre. El Triple A colombiano empezó a cometer aten-
tados contra instalaciones del Partido Comunista, a enviar cartas amenazantes
a políticos y jueces de pensamiento izquierdista y a desaparecer a supuestos
militantes de las organizaciones guerrilleras (Giraldo, 1996, p. 82; “Deuda
con la humanidad”, 2004, p. 46).
Esta contrainsurgencia informal, sin embargo, pronto evidenció un
problema. Pese a que las acciones encubiertas crearon un clima de zozobra
generalizado que debilitaba a los grupos revolucionarios, los costos políticos
para el Estado eran altos. Las relaciones con los cuerpos de seguridad eran
demasiado evidentes, y ya que los conflictos irregulares obligatoriamente se
deciden en el campo político, es decir, en la batalla por “los corazones y las
mentes”, los escuadrones de la muerte conformados por los mismos servi-
cios secretos no podían ser una estrategia a largo plazo.
Ante este panorama, la contrainsurgencia pasó por un proceso de
“tercerización” y externalización a principios de los años ochenta. Los servicios
secretos colombianos se aprovecharon entonces de que algunos narcotrafi-
cantes estaban librando una guerra contra el Movimiento 19 de Abril (M-19).
Para defenderse de posibles secuestros y extorsiones, los narcos habían
creado su propio ejército privado, los llamados Muerte a Secuestradores
(MAS)3. Los cuerpos de seguridad empezaron a colaborar con estos grupos.
3 Poco antes de su muerte, el exmilitar y comandante de las AUC Carlos Mauricio García, alias
“Doblecero”, hizo públicas las relaciones entre el narcotráfico y los cuerpos de seguridad en
Medellín (Bloque Metro, 2007). García afirmó, entre otras cosas, que el otrora director de
Antinarcóticos de la Policía Nacional, y excomandante de la Policía en Medellín, José Leonardo
Gallego, recibiría mensualmente 25 millones de pesos del narcoparamilitar Diego Murillo. Hay
que recalcar que José Leonardo Gallego había sido investigado por su participación en la masacre

_  _
De hecho, las estructuras de coacción de la delincuencia organizada eran
perfectamente aptas para semejante cooperación. Primero —dado que el
cumplimiento de contratos en la economía ilícita siempre tiene que ser
asegurado mediante la intimidación—, estaban muy familiarizadas con el
uso de la violencia extrema, y segundo, por tratarse de un actor ilegal, no
tuvieron que tomar en consideración posibles consecuencias políticas de sus
acciones.
Muchos autores colombianos (p. e. Romero, 2005 y las publicaciones de
la Corporación Nuevo Arco Iris) interpretan esta alianza entre la delincuencia
organizada y fracciones del Estado como una “mafiotización” del Estado
colombiano. Esta lectura, sin embargo, es bastante cuestionable. Es cierto que
este tipo de cooperaciones también implican un elemento de corrupción, ya
que altos mandos militares y policiales han recibido, y siguen recibiendo,
pagos de los carteles del narcotráfico para garantizarles la impunidad. Esta
alianza, no obstante, también cumplió un papel político y, por lo tanto, fue
deseada. Mediante la cooperación con la delincuencia organizada, el Ejecu-
tivo pudo ejercer (o hacer ejercer) una represión extrema contra focos
rebeldes en el país sin tener que decretar ni responder por el estado de excep-
ción. Expresado de otra manera: la instrumentalización del crimen organizado
permitió una lucha antisubversiva más eficaz que en Chile, sin que el sistema
político tuviera que asumir los costos políticos ni desgastarse en prácticas
represivas.
Esta “vía informal” no es un fenómeno específicamente colombiano.
En otros países víctimas de crisis internas y dinámicas insurreccionales,
también se puede observar una “tercerización” de la contrainsurgencia
estatal. En sus esfuerzos por frenar el avance partisano en el sudeste asiático,
las potencias coloniales Inglaterra y Francia, por ejemplo, hicieron uso de
unidades paramilitares en la década de los cincuenta. El oficial francés Roger
Trinquier, cuyo escrito Modern warfare (1961/1963) planteó los fundamentos
teóricos para las políticas contrainsurgentes y fue exportado a América Latina

de Maripipán en 1997 y que había recibido el reconocimiento de la embajada estadounidense por


sus méritos en la lucha contra el narcotráfico en 1999.

_  _
como manual de combate de los ejércitos nacionales4, constata que los mili-
tares no son capaces de hacer frente, con métodos convencionales, a una
guerrilla que opera encubiertamente. A diferencia de la guerra regular, la
lucha con las guerrillas no se libra por el control de territorios, sino por el de
la población5. Así, el Estado estaría obligado a copiar parcialmente las
acciones de las guerrillas6. Trinquier plantea, por lo tanto, la necesidad de
desarrollar sistemas de control de la población civil7, de hacer uso de la
tortura para conseguir informaciones sobre las estructuras encubiertas del
adversario y de delegar la guerra parcialmente a unidades aliadas. En
resumen, propone irregularizar, desacotar y externalizar la guerra estatal.
Especialmente, la externalización de la contrainsurgencia resultó ser
bastante funcional. En primer lugar, el actor no-estatal, pero cercano al
Estado, puede actuar, como ya mencionamos arriba, sin respeto a limita-
ciones jurídicas; segundo, la violencia extrema terrorista genera un estado
de shock en la población civil, lo que permite aislar a los insurrectos de su
base social8; y tercero, una estrategia de violencia desregulada puede ayudar
a preparar el terreno para soluciones autoritarias, pues posiciona al Estado
como instancia de orden frente a la anomia generalizada —ello, sin embargo,
solo si se logra convencer a la opinión pública de la inocencia del Estado y de
que el actor paraestatal es una fuerza independiente y autónoma—.

4 El libro fue divulgado como manual contrainsurgente dentro de las publicaciones del Ejército
colombiano en 1963. Sus contenidos se conocen también por la representación de sus tesis más
importantes en la película La batalla de Argel, de Gillo Pontecorvo (1966).
5 En este sentido, se podría hablar de una biopolitización de la guerra.
6 Ya en tiempos de la ocupación napoleónica de España, los militares franceses llegaron a la
conclusión de que, para combatir eficazmente a la guerrilla, era necesario recurrir a métodos
partisanos.
7 En Argelia, Francia optó por el traslado y el internamiento forzoso de la población civil argelina.
Pierre Bourdieu ha documentado estos campos de internamiento en sus famosas fotos de Argelia
(2012).
8 El historiador alemán Bernd Greiner (2007) describe la posición de los militares estadounidenses
en Vietnam de la siguiente manera: “Si no era posible convencer a los campesinos de apoyar el
bando americano, por lo menos deberían comprender que la solidaridad con el Vietcong tenía un
precio más alto” (p. 215). Traducción propia.

_  _
Hay cada vez más indicios de que los servicios de inteligencia y las élites
políticas colombianas nunca dejaron de jugar un papel rector en el paramili-
tarismo. No obstante, también se evidenció que los paramilitares eran más
que una estructura típica de “terrorismo de Estado”. Con la desmovilización
de las AUC, el perfil político del paramilitarismo se desmoronó acelerada-
mente. El discurso anticomunista y antisubversivo, con el que las AUC
buscaban legitimar sus acciones “militares”, resultó ser una mera estrategia
de marketing, diseñada por asesores políticos y de publicidad. Al mismo
tiempo, la cúpula de las AUC se sumergió en un proceso de fraccionamiento,
característico de grupos mafiosos que luchan por el control del negocio. En
este contexto, Duncan (2006) propuso interpretar a los paramilitares como
empresarios de guerra o de violencia. Para estos “empresarios”, la guerra
representaría una estrategia de acumulación: el control de los territorios les
permite explotar las fuentes de la economía ilícita, como la extorsión o el
narcotráfico. Además, los comandantes paramilitares, en una suerte de
“acumulación originaria”, pueden apoderarse de tierras mediante el despla-
zamiento de campesinos y comunidades nativas.
Esta descripción de Duncan, sin embargo, no pudo explicar por qué la
contrainsurgencia formaba parte del cálculo empresarial paramilitar. Su
argumentación aclara por qué los paramilitares tenían interés en el control
de territorios periféricos, antes en manos de la guerrilla. No obstante, no
dilucida por qué los empresarios de la violencia desarrollaron todo tipo de
crímenes contra los movimientos sociales y evadieron, al mismo tiempo, la
confrontación con el Estado, que teóricamente era un obstáculo mucho más
serio para su control territorial.
Para entender este aspecto contrainsurgente, es necesario tomar en consi-
deración las relaciones de los paramilitares con el Estado, la derecha autoritaria
y las élites político-económicas. Si bien los paramilitares no (o apenas) perse-
guían fines políticos propios, sí cumplían una función política. Prestaban
servicios de seguridad de mucho valor para altos mandos militares, la clase
política e inversores nacionales e internacionales. Cometían homicidios contra
líderes de la oposición política, despoblaban regiones aptas para la inversión
económica, intimidaban a poblaciones rebeldes y eliminaban a movimientos

_  _
populares enteros, como la organización campesina Asociación Nacional de
Usuarios Campesinos (ANUC) que, con sus tomas de tierras, había repre-
sentado una fuerza social sumamente dinámica y estrechamente vinculada
con las organizaciones guerrilleras armadas. Como contraprestación, el
poder estatal concedió a los empresarios de la violencia el derecho fáctico a
realizar negocios ilícitos en las regiones controladas por ellos. Esta relación
entre delincuencia organizada y poder estatal/grupos dominantes parecía
una franquicia. Los paramilitares pudieron establecer órdenes locales (con el
apoyo o, por lo menos, la connivencia de las fuerzas militares) y asumieron,
en cambio, aquellas tareas represivas que las fuerzas de seguridad estatales
no debían o no podían ejercer9.
En esta relación de negocios existía, empero, un potencial de conflicto,
dado que las AUC perseguían intereses económicos propios. Además, la
economía del narcotráfico representaba un sector tan dinámico que, a
mediano o largo plazo, tendría que desembocar en un desplazamiento de los
poderes económicos tradicionales. Aunque las AUC cumplieron una función
importante para el Estado y las élites, estos también estaban interesados en
parar el ascenso de las clases emergentes vinculadas al narcotráfico.
Esta relación estrecha, pero a la vez problemática, entre el paramilita-
rismo, por un lado, y el Poder Ejecutivo y el establecimiento político, por el
otro, ha quedado en evidencia. Que los comandantes de las AUC no se
movían por una enemistad política —tal como ellos mismos y los medios de
comunicación lo afirmaron durante años—, sino por intereses económicos,
se manifiesta por el hecho de que la gran mayoría de ellos procedían del

9 Este tipo de relaciones de negocios “líquidas” también predominó dentro del paramilitarismo.
En su biografía autorizada, el excomandante paramilitar Carlos Castaño afirmó que las AUC
nunca disponían de unidades propias en Medellín, por lo cual se veían obligadas a reclutar a
pandillas juveniles (Aranguren, 2001, pp. 293-298). En este marco, fue la banda La Terraza la que
ejecutó la mayoría de los homicidios perpetrados por las AUC. Según Castaño, no obstante, La
Terraza nunca cobró directamente por los asesinatos. Más bien, las AUC pasaban información y
apoyo a la banda para que esta pudiera asaltar transportes de valores o joyerías. El documental La
Sierra (2004), realizado por Scott Dalton y Margarita Martínez, también muestra —sin comprender
la relación entre paramilitarismo y pandillas juveniles— cómo las AUC instrumentalizaron las
pandillas para ejercer un control territorial en los barrios populares de Medellín.

_  _
crimen organizado. Así, los hermanos Fidel y Vicente Castaño pertenecían
al mundo del narcotráfico cercano a Pablo Escobar antes de conformar las
autodefensas. El número dos de las AUC, el ganadero Salvatore Mancuso,
mantenía, como se supo durante el proceso de desmovilización, estrechas
relaciones con la ‘Ndrangheta calabresa. Y el “inspector general” de las AUC,
Diego Murillo, alias “Don Berna”, a finales de los años ochenta trabajaba
como sicario del cartel de Medellín. Incluso la cabeza visible de las AUC,
Carlos Castaño, todavía en 1989 ejercía sicariatos encomendados por el
cartel de Medellín, según ha declarado su otrora cómplice Diego Murillo
ante la Fiscalía colombiana (“Castaño participó”, 2012)10.
Al mismo tiempo, los líderes paramilitares han afirmado que sus
acciones fueron orientadas por personalidades políticas, militares y empre-
sariales. En este sentido, Carlos Castaño (Aranguren, 2001, pp. 115-120) se
refirió a la existencia de un supuesto “Grupo de los Seis”, cuyos integrantes
eran reclutados de las “altas esferas del poder”, el cual reivindicaba la defensa
de “la nación contra el comunismo” y decidía sobre la línea estratégica de las
AUC (p. 116). En los últimos años, se ha sabido más sobre estas trastiendas
del paramilitarismo. Con el escándalo de la “parapolítica”, se ha podido
comprobar que numerosos políticos, empresarios e intelectuales colom-
bianos habían firmado un pacto para la “refundación del Estado” (López,
2010). El objetivo de este pacto fue la conformación de un Estado autori-
tario, que no solo buscó eliminar a la izquierda sino desplazar también a
partes de las élites tradicionales bogotanas. Parece que los promotores de
este acuerdo consideraban la economía ilícita como el motor financiero para
la configuración del nuevo bloque de poder.
10 Diego Murillo y los hermanos Fidel y Carlos Castaño rompieron con el cartel de Medellín hacia
1989-1990, después de que Pablo Escobar declarara la guerra frontal al Estado colombiano para
cambiar las políticas antinarcóticos de este. Murillo y los Castaño fundaron el escuadrón de
muerte Perseguidos por Pablo Escobar (Los Pepes), que fue apoyado económica y logísticamente
por diferentes grupos, entre ellos el Gobierno colombiano, los cuerpos policiales, el cartel de Cali
y varias agencias y fuerzas especiales estadounidenses (cf. El Nuevo Herald, 20 de octubre de
2000; Philadelphia Inquirer, 11 de noviembre de 2000, Aranguren, 2001, pp. 143-155; Bowden,
2001; El Espectador, 4 de junio 2006; Semana, 17 de febrero de 2008). Gracias a Los Pepes, Pablo
Escobar cayó en diciembre de 1993. Luego, el escuadrón antiEscobar Los Pepes se convirtió en el
germen de la organización nacional paramilitar de las AUC.

_  _
Además, numerosos testigos han declarado que la derecha autoritaria
dentro del Estado11 hizo uso tanto del paramilitarismo como de los servicios
secretos para esta reconfiguración del poder. En 2011, el exdirector del Depar-
tamento Administrativo de Seguridad (DAS) —la policía de investigación
colombiana— y confidente del presidente Uribe, Jorge Noguera, fue conde-
nado a veinticinco años de cárcel por haber ordenado varios homicidios contra
sindicalistas (“Jorge Noguera”, 2011). En noviembre del mismo año, Juan
Carlos Sierra, alias “El Tuso”, paramilitar encarcelado en EE. UU. Estados
Unidos, explicó ante fiscales colombianos que la familia de Álvaro Uribe, con
ayuda del DAS y de los líderes paramilitares, había montado un complot
contra la Corte Suprema de Justicia (“Las confesiones de ‘El Tuso’”, 2012).
Algunas semanas más tarde, el otrora tercero al mando de las AUC, Diego
Murillo, alias “Don Berna”, afirmó que el exsecretario de Gobierno de Uribe en
la Gobernación de Antioquia, Pedro Moreno, y el vicedirector del DAS, José
Miguel Narváez, habían encargado asesinatos y masacres a las AUC (“Los
consejeros”, 2012). Según Murillo, la dirección estratégica externa de las AUC
habría encomendado, entre otros, los asesinatos del humorista Jaime Garzón y
del activista de derechos humanos Jesús María Valle Jaramillo en 1998.
Resumiendo, podemos constatar que, si bien el paramilitarismo es un
fenómeno multifacético, es evidente también que la anomia violenta no se
deriva exclusivamente de las amenazas externas. La crisis de legitimidad del
Estado y la existencia de la delincuencia organizada fueron la base de la
expansión y desregulación de la violencia. Este proceso, sin embargo, no se
habría dado si los militares y las élites político-económicas no hubieran
promovido deliberadamente una inclusión del crimen organizado en las
prácticas de seguridad. Por tanto, tenemos que considerar la anomia como
obstáculo, producto y requisito del orden estatal colombiano.

11 Es difícil distinguir si la ultraderecha colombiana promovió, con todos los medios a su alcance,
una transformación autoritaria del Estado o si el Poder Ejecutivo estableció un tipo de estado de
excepción informal para defender al Estado contra sus enemigos y críticos, tal como el programa
de la seguridad democrática lo postula. Sin embargo, no sorprende que diferentes procesos se
sobrepongan y entremezclen. Colombia no sería el primer país donde el fortalecimiento del
Estado vaya a la par con un apoderamiento del Ejecutivo (frente a otras instancias estatales) y un
ascenso de la derecha autoritaria.

_  _
Como ya se ha mencionado, esta relación aparentemente paradójica no
es un fenómeno exclusivamente colombiano. Examinando la historia reciente
de conflictos irregulares, nos daremos cuenta de que prácticas similares han
sido bastante comunes. En la década de los cincuenta, en Indochina, tropas
francesas usaron grupos paramilitares para luchar contra los partisanos del
Vietminh. Dado que no disponían de suficientes recursos para la financia-
ción formal de estos aliados, la potencia colonial empezó a cooperar con el
narcotráfico, encubriendo el cultivo y la comercialización de opio por parte
de los paramilitares (McCoy, 1972/1991, pp. 135-145). Asimismo, los Estados
Unidos —pese a su War on Drugs— conformaron alianzas puntuales con la
delincuencia organizada en el marco de conflictos geopolíticos. El apoyo
logístico de los servicios secretos estadounidenses para la contra nicara-
güense, por ejemplo, se canalizó en buena medida a través de estructuras del
narcotráfico centro y norteamericano. Una comisión parlamentaria de
investigación, dirigida por el senador demócrata John Kerry (Subcommittee
on Terrorism, Narcotics and International Operations, 1988), no se atrevió a
concluir que los servicios norteamericanos participaron directamente en el
narcotráfico. Sin embargo, la comisión sostuvo que estructuras delincuen-
ciales fueron protegidas, por motivos geopolíticos, ante la persecución
judicial. En Afganistán, ocupada por la Unión Soviética, las acciones de los
servicios secretos estadounidenses parecen haber seguido una lógica similar.
Con los muyahidines, los Estados Unidos apoyaban milicias fundamenta-
listas o étnicas financiadas por el narcotráfico. El ascenso acelerado de
Pakistán y Afganistán como productores de opio y heroína, durante la década
de los ochenta, se debe, en buena medida, a esta constelación. Incluso en las
guerras actuales en Irak y Afganistán, los Estados Unidos parecen aferrarse a
estrategias que profundizan la anomia mediante la subcontratación del
Poder Ejecutivo. De este modo, las tropas norteamericanas han delegado las
guerras de ocupación a grupos aliados, entrelazados muchas veces con
negocios ilícitos (por esta estrategia de externalización aboga Fourth Gene-
ration Seminar [2007]; algo más discretamente, el general David Kilcullen
[2006]; críticamente, Maass [2005]). La organización de derechos humanos
Human Rights Watch ha recalcado, en una investigación reciente (2011),

_  _
que estos grupos habrían generado una dinámica de violencia y arbitra-
riedad en Afganistán.
Si el monopolio de coacción es informalizado de esta manera, efectiva-
mente se puede hablar de un Estado anómico. Sin embargo, se trata de una
anomia generada desde el Estado para fortalecer al Ejecutivo. En este sentido,
el leviatán deja de poner límites a la violencia. Al contrario, profundiza e
irregulariza la anomia violenta para defender el statu quo contra movi-
mientos revolucionarios, populares o sencillamente democráticos.

El orden que precede al derecho

Se trata de un argumento circular extraño: orden y nomos son tan


importantes, que hay que defenderlos con todos los medios, hasta los más
crueles. Los medios crueles, a su vez, sirven como legitimación para la
reconstitución violenta del orden.
En los años veinte, Carl Schmitt suministró el esqueleto discursivo para
este tipo de lógicas. Según Schmitt (1979), el orden —los técnicos de la
gobernabilidad contemporánea dirían la “seguridad”— es el criterio funda-
mental de cualquier estatalidad. Ello implica que el mismo derecho tiene
que derivarse del orden.
No existe una norma que pueda aplicarse al caos. Debe establecerse el
orden para que el orden jurídico tenga sentido. Hay que crear una situación
normal y es soberano el que decide de manera definitiva si este estado normal
realmente está dado. (p. 20; la traducción es propia)

Schmitt, con este argumento, no solo buscaba incluir la violencia ilimi-


tada del estado de excepción en el orden jurídico, para legitimar las medidas
dictatoriales. Quería avanzar un paso más: convertir la violencia exitosa en
el centro de cualquier sistema político. Por lo tanto, describía el orden jurí-
dico como el producto de una imposición triunfante carente de criterios
normativos, la llamada decisión (Dezision). Asimismo, derivaba la soberanía
política de la capacidad de decretar la suspensión de los derechos.
El encanto de Schmitt por la violencia exitosa lo llevó a afirmar, incluso,

_  _
que un Estado no podía cometer crímenes. Según Schmitt (1989), “una pres-
cripción cualquiera solo puede convertirse en derecho en virtud del Estado,
en cuanto este la convierte en contenido de un mandato estatal” (p. 21; la
traducción es propia). Si el Estado suspende el derecho, su acto dejaría de ser
una infracción de la ley. Entusiasmado, Schmitt cita a Thomas Hobbes:
“Auctoritas, non veritas facit legem”12.
Sin embargo, asumir que cualquier orden obligatoriamente tiene que
nacer de la violencia sería sobreestimar a Schmitt. Siempre es pensable
también la vía del acuerdo hablado, del contrato social que, por cierto,
tampoco se efectúa en un entorno libre de violencias, pero no tiene que tomar
la forma de la decisión arbitraria schmittiana. No obstante, hay que constatar
que, en las crisis de dominación y de hegemonía (como la colombiana), se
evidencia el vínculo encubierto entre el poder de Estado y la excepción
violenta. Este vínculo forma una sombra oscura y duradera sobre el orden
jurídico.
En lo que respecta a Colombia, es cierto que en el debate político relati-
vamente abierto de 1991 el país construyó una nueva Constitución basada
en principios normativos. Sin embargo, el espacio fáctico de vigencia de esta
fue construido con todos los medios por el Estado, incluidos los terroristas
del paramilitarismo. Podríamos afirmar que la estatalidad colombiana se
estableció suspendiéndose.
De este modo, el Estado en Colombia queda atado a la anomia violenta.
El Ejecutivo no solo ha gobernado con decretos de excepción por décadas;
además, partes del Estado han promovido la expansión y radicalización de
un Estado anómico, delegando la contrainsurgencia a grupos del crimen
organizado. En este sentido, creó estructuras paralelas y paraejecutivas de
violencia para compensar su déficit de hegemonía.

12 Para una crítica de la violencia”, Walter Benjamin (1965/2001) discute la relación entre el orden
jurídico y la violencia. Plantea el problema de que la violencia revolucionaria también implica
una imposición decisionista y, por tanto, mantiene un vínculo oscuro con la arbitrariedad. Para un
proyecto social-revolucionario se plantea, por consiguiente, el reto de encontrar un camino
alternativo para fundar o crear el derecho. Benjamin destaca la importancia de una violencia
objetadora (como la huelga general) y del lenguaje. El acuerdo por medio del lenguaje puede ser
poder constituyente.

_  _
Esta no es la única sombra que existe sobre el Estado de orden y derecho
colombiano. Como pocos países en el mundo, Colombia evidencia que la
propiedad privada tampoco es una institución jurídica neutral. En el país
suramericano, los grandes patrimonios se deben, más evidentemente que en
otras partes del mundo, al robo, la guerra y la violencia. Ello se manifiesta,
entre otras cosas, en el despojo de los campesinos propulsado por los para-
militares y sus aliados. La Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación
(2006, p. 21) habla de entre 1,2 y 10 millones de hectáreas robadas; Sánchez
y Uprimny (2010, p. 197) consideran que 5,5 millones de hectáreas es una
cifra fiable. Por lo menos 2 millones de campesinos fueron expropiados de
esta manera desde inicios de los ochenta.
Si uno lee las reflexiones de Marx sobre la acumulación originaria
(1867/1973, pp. 741-791), puede pensar que este texto fue escrito sobre la
actualidad colombiana. En el capítulo 24 de El capital, Marx se pregunta por
el origen de los grandes patrimonios y muestra que la creación normal del
plusvalor (en el proceso industrial) solo era posible porque antes se habían
dado procesos violentos de expropiación. Las tierras comunales campesinas
habían sido robadas para pasar a manos de propietarios privados. Gracias a la
esclavitud y el trabajo forzoso, grandes cantidades de metales valiosos habían
llegado a Europa.Y la “liberación” de los campesinos desplazados había gene-
rado una reserva de mano de obra industrial. Por consiguiente, siempre,
según Marx, el desplazamiento y la expropiación tienen que ser conside-
radas condiciones contingentes13 para la expansión del capitalismo.
El caso colombiano demuestra que no se trata de un proceso histórico
acabado. La expropiación violenta de tierras comunitarias, el desplazamiento
de campesinos hacia las grandes ciudades, la concentración de tierras en
manos de unos pocos “nobles” y la creación de nuevas relaciones agrarias

13 Se debe recalcar el término contingencia. El marxismo siempre ha tratado de explicar semejantes


procesos con la expresión mágica necesidades históricas objetivas. Según esta interpretación, los
campesinos habrían sido liberados porque el capital industrial necesitaba mano de obra barata.
Esto, sin embargo, es esoterismo de izquierdas: una relación social naciente no puede crear
retroactivamente las condiciones de su existencia. El surgimiento del capitalismo en Europa,
más bien, es un proceso contingente, en el cual diferentes componentes se sobreponían y se
fortalecían mutuamente.

_  _
igualmente caracterizan la actualidad colombiana. Examinemos la toma de
tierras campesinas y comunales. Marx (1867/1973) afirma que la agricultura
productiva del pequeño campesinado europeo fue desplazada por un
“régimen despoblador de los pastos (depopulating pasture)” (p. 747), lo que
implicaba la “liberación” del campesino como mano de obra para la indus-
tria. Es cierto que, en la actualidad colombiana, la migración de la población
campesina no representa un factor productivo ya que aquí, a diferencia de la
situación histórica en Inglaterra, abunda la reserva de mano de obra barata.
Pero, aparte de ello, prevalecen las similitudes. La noción de régimen despo-
blador de los pastos podría ser inventada para el Magdalena Medio, donde el
paramilitarismo, el narcotráfico y la especulación de tierras han eliminado,
casi por completo, la economía campesina. Asimismo, deben revisarse los
pasajes de Marx sobre el carácter étnico de estos procesos de expropiación.
Marx describe cómo el latifundio inglés desplazó a 15.000 campesinos nativos
celtas mediante la fuerza del Ejército británico, y convirtió las tierras comu-
nales escocesas en pastos para ovejas. ¿En qué se diferencia esto de la práctica
de la xvii Brigada del Ejército colombiano la cual, junto a sus aliados parami-
litares, impuso la siembra de cultivos de palma de aceite en terrenos
comunales afrocolombianos del Chocó o del desplazamiento de comuni-
dades indígenas y campesinas por el latifundio ganadero en Urabá?
No hace falta remitirse al fenómeno poco apetitoso del latifundio
premoderno para reconocer la funcionalidad de la violencia extrema. Los
sectores más formales y respetables de la economía globalizada igualmente
se han beneficiado del terror paramilitar en Colombia. En los últimos años,
el país ha vuelto a ser altamente valorado por el capital: las inversiones
extranjeras directas subieron de 1.700 millones de dólares, en el año 2003, a
10.600 millones, en 2008 (Bonilla, 2011, p. 60), lo cual se debió, más que
todo, a la mayor seguridad para los inversores, producto del debilitamiento
de sindicatos, movimientos populares y guerrillas. El que unos escuadrones
de la muerte hayan eliminado a sindicalistas revoltosos y amenazado a
ambientalistas críticos de grandes proyectos mineros y energéticos, eviden-
temente ha surtido efectos positivos sobre la rentabilidad de las inversiones.
Hoy día, las empresas nacionales e internacionales en Colombia tienen que

_  _
responder mucho menos que hace treinta años frente a reivindicaciones
sociales y populares. Si tantas empresas financiaron al paramilitarismo, o
por lo menos supieron aprovechar su existencia —la multinacional alimen-
ticia Chiquita Brands ha admitido que pagó millones de dólares a las AUC;
en el caso de la empresa minera Drummond, hay numerosos indicios de
semejante relación; y en lo que respecta a Coca Cola y Nestlé, se puede
comprobar, por lo menos, que la gerencia local aprovechó la existencia del
paramilitarismo para destruir a los sindicatos más rebeldes—, no ha sido
simplemente por maldad, sino por un cálculo de costos y beneficios. La
violencia extrema puede resultar muy productiva también para la economía
formal.

¿Justicia transicional en Colombia?

El problema del proceso de pacificación en Colombia, por consiguiente,


no consiste en que las víctimas hayan sido presionadas para perdonar, tal
como lo insinúa la película Saluda al diablo de mi parte. Si hay que criticar al
proceso de Justicia y Paz, es porque no ha tocado (o incluso consolidado) las
relaciones políticas y socioeconómicas establecidas por el paramilitarismo.
La justicia transicional, por concepto, sufre un dilema. La noción parte
de la necesidad de un compromiso. Al aspecto jurídico —el castigo de
crímenes—, se contrapone la necesidad política de incluir a los victimarios
para poder poner a fin al conflicto armado. De este modo, por un lado se
reivindican “la verdad, la justicia y la reparación”, mientras que por el otro se
ponen límites a estas reivindicaciones para evitar que los victimarios vuelvan
a recurrir a las armas.
En cierto sentido, la justicia transicional evidentemente representa un
avance. En muchos procesos de democratización de las últimas décadas, el
aspecto de la justicia ha sido ignorado por completo. En la España posfran-
quista de los años setenta, por ejemplo, se renunció a la verdad, la justicia y
la reparación para no “volver a abrir las viejas heridas”. El pacto de moderni-
zación, acordado entre socialistas y la derecha franquista, hizo que las
víctimas de la dictadura hasta hoy no hayan sido rehabilitadas integralmente

_  _
y que muchos crímenes —entre ellos, ejecuciones masivas y adopciones
forzosas de niños— hayan quedado sin aclararse. Además, España sufre de
una fuerte continuidad de la derecha franquista en el aparato estatal.
Asimismo, en el proceso chileno la transición se limitó a una rehabilita-
ción simbólica de las víctimas. Solo en los últimos años, casi dos décadas
después del fin de la dictadura, las organizaciones de derechos humanos han
logrado la apertura de algunos procesos judiciales para aclarar crímenes y
lograr que algunos victimarios sean castigados.
Por tanto, es positivo que en procesos más recientes (como los de Guate-
mala, Perú o África del Sur) se hayan conformado comisiones de verdad y
memoria histórica para esclarecer las violaciones de derechos humanos por
parte del Estado (y de fuerzas insurgentes). El problema, no obstante, sigue
existiendo: la justicia transicional se limita a un reconocimiento simbólico.
Las víctimas son rehabilitadas como sujetos de derecho pero no como
actores políticos. Parece que se trata de ignorar la dimensión de los proyectos
de violencia. El problema principal de la represión extrema, tal como la
ejercen las dictaduras militares o los grupos paramilitares, no reside en la
suspensión de derechos, sino en la transformación radical (y la consolida-
ción) de las relaciones sociales, políticas, económicas y psicológicas en una
población.
Por ello la justicia transicional tiene un problema: quiere restablecer un
orden jurídico sin tocar los fundamentos sociopolíticos impuestos por la
violencia de excepción; quiere esclarecer los crímenes pero evade el debate
sobre los proyectos políticos y sociales planteados por las víctimas. De este
modo, cimienta —sin querer— la victimización de los que sufrieron la repre-
sión. Estos dejan de ser protagonistas de una transformación política o
luchadores de resistencia contra la dictadura, y se convierten en víctimas de
toda la vida. En este sentido, se trata de una rehabilitación envenenada. La
justicia transicional genera sujetos que deben hablar sobre su papel de
víctimas, pero no de sus proyectos políticos.
Por esta misma razón, hay que ser escéptico con el proceso de transi-
ción colombiano. Es cierto que la oposición, y sectores de la justicia y la
Comisión de Memoria Histórica han aportado elementos importantes para

_  _
el esclarecimiento de crímenes paramilitares y paraestatales. Además, el
gobierno de Juan Manuel Santos ha planteado una restitución de tierras
robadas. En vista de las correlaciones reales de fuerza, no obstante, todo
señala que esta transición solo llevará a una reconfiguración del poder esta-
blecido. La política de Santos pone límites a las élites regionales emergentes,
representadas por el expresidente Uribe, y los procesos jurídicos y la amenaza
de expropiación ejercen una presión sobre este sector político vinculado al
latifundio mafioso. Pero el orden político y socioeconómico impuesto por el
paramilitarismo y la derecha autoritaria solo se toca superficialmente. Las
relaciones de poder y violencia en las regiones (y en el Estado central mismo)
hacen que el proceso de verdad, justicia y reparación no pueda salir de un
marco definido. El mismo presidente Santos ha señalado estos límites cuando,
a principios del 2012, declaró su rechazo a un fallo de la Corte Suprema que
obligaba al Ejército a pedir perdón por las desapariciones de jueces y guerri-
lleros durante la toma del Palacio de Justicia en 1985 (“‘Más bien nosotros le
pedimos perdón al Ejército’”, 2012). También se perfila que, pese a la Ley de
Víctimas y Restitución de Tierras, solo una fracción de las tierras robadas
retornará a manos de sus antiguos propietarios. Por presiones y temores,
muchos campesinos ni siquiera tratarán de recuperar sus tierras o las
venderán inmediatamente. Es muy probable, por ello, que la restitución de
tierras, tal como lo critica el Movimiento de Víctimas, desemboque en una
legalización fáctica del despojo.
Se evidencia nuevamente que el orden jurídico, a diferencia de lo que
postula la teoría normativa del Estado, no se puede separar de los intereses
económicos dominantes en una sociedad. Pese a los discursos en defensa de
los desplazados, es claro que el gobierno Santos no puede estar interesado en
una restitución integral del pequeño campesinado. Para un presidente que
considera “locomotoras del desarrollo” a la gran minería y la agroindustria,
las estructuras rurales tradicionales necesariamente tienen que representar
un obstáculo a la modernización.
Tal como la ofensiva militar del paramilitarismo contribuyó a restablecer
la estatalidad, y preparó el terreno para la configuración de una hegemonía
más civil, a la Santos, la toma paramilitar de tierras muy probablemente no

_  _
será revertida. Aquí se cierra el círculo: en su ensayo “Tierra y mar”, Schmitt
(1942/2007) deriva el nomos de la palabra griega nemein, la cual tiene tres
significados: tomar/conquistar, dividir y explotar.
Este es el concepto al que remiten los discursos neohobbesianos y
neoschmittianos cuando hablan del nomos como orden. Es cierto que el
desorden tampoco puede ser un proyecto político. Sin embargo, los hechos
descritos evidencian que el nomos mantiene una relación tan intensa y
compleja con la anomia violenta, que no podemos quedarnos con una simple
restitución de la estatalidad y el derecho.

_  _
P a rt e I . D e m o c r ac i a , v i o l e n c i a s y d e r e c h o
e n l a C o lo m b i a c o n t e m p o r á n e a
la vulnerabilidad del mundo
Estado, pobreza y desigualdad: Colombia,
la violencia socioeconómica y la ruptura
del pacto constitucional de 1991

Andrés Felipe Mora Cortés

Presentación

La Constitución Política de 1991 edificó formalmente para Colombia


un Estado social y democrático de derecho. El que sea concebido constitucio-
nalmente de esta forma implica comprender que el Estado se somete a una
normatividad que limita sus poderes, pero también que debe trascender su
dimensión formal para ocuparse de la dimensión sustancial de las normas que
lo regulan y le atribuyen obligaciones. Esta doble connotación significa que,
además de imponerse limitaciones para el ejercicio del poder político, el
Estado está obligado a garantizar los derechos de los sujetos sobre los que lo
ejerce. Es decir, concibe un Estado social y de derecho con dimensiones nega-
tivas y positivas (Abramovich, 2006). Así, la Constitución Política de 1991 no
definió únicamente aquello que el Estado no debe hacer, sino también

_  _
aquello que debe hacer para lograr la plena materialización de los derechos
civiles y políticos, y económicos, sociales y culturales. Por ello se plantea que
Colombia, además de definirse como un Estado de derecho, debería ser
también un Estado de los derechos (Burgos, 2009).
La conjunción de las dimensiones formal y sustancial no es, sin
embargo, la única consecuencia de la Constitución Política de 1991 sobre el
Estado colombiano. Interpretaciones más recientes indican que el Estado no
solo debe ser concebido como defensor y garante de los derechos, sino
también proyectado como responsable de los metaderechos inherentes a
estos (Sen, 2002). Del concepto de metaderecho se deriva una exigencia al
Estado de tener políticas explícitas que garanticen que los derechos sean
alcanzables, así inicialmente su cumplimiento tenga un carácter progresivo.
Para el Estado colombiano es clara, entonces, la obligación de actuar incesante
y progresivamente en la concreción de los objetivos que las dimensiones
formales y sustanciales le imponen al definirse como “social, democrático y
de derecho”.
Lamentablemente, el Estado colombiano ha sustituido las coordenadas
prácticas y normativas que la Constitución le ha impuesto por diversas formas
de violencia socioeconómica que, en contravía de las dimensiones formal,
sustancial y de metaderechos que está obligado a cumplir y respetar, resultan
causantes de la reproducción de la pobreza y la desigualdad en el país. Así
mismo, ha roto el pacto constitucional de 1991; en cambio ha convalidado,
permitido o facilitado la expansión de lógicas de violencia socioeconómica
relacionadas con procesos de despojo, falta de oportunidades, desprotección
social y criminalización o eliminación de las luchas sociales redistributivas.
Además, en la intersección de los fenómenos de violencia socioeconómica y
conflicto armado interno, ha emergido en Colombia una forma estatal bélico-
asistencial que, mediante la combinación de dispositivos de represión y
contención social, garantiza condiciones de relativa estabilidad política y social,
pero impide la materialización de un pacto social más justo que facilite el
camino hacia una paz duradera y sostenible.
A continuación serán desarrolladas estas ideas. En la primera parte del
documento, se presentará un breve marco conceptual que permitirá comprender

_  _
los fenómenos de la pobreza y la desigualdad, desde el punto de vista de las
relaciones sociales y no desde la óptica estrecha de los objetivos e instrumentos
empleados para eliminarlas. Al respecto es clave la reivindicación que se hace del
Estado como contraestructura redistributiva capaz de detener o minimizar las
consecuencias sociales provocadas por estructuras mercantiles o internacionales
carentes de autoridad política o incapaces de impulsar procesos de justicia
distributiva.
Este marco conceptual servirá de fundamento para, en la segunda y
tercera partes, demostrar que en Colombia la función contrarrestadora del
Estado ha sido sustituida por diversas formas de violencia socioeconómica
que impiden o anulan la reproducción de la vida y la integración social. Bajo
el concepto de violencia socioeconómica propuesto, se demostrará que el
Estado colombiano, más que presentarse como solución esencial, se ha
convertido en causa eficiente de los procesos sociales que explican la produc-
ción y reproducción de la pobreza y la desigualdad. La pregunta por cuál es
la forma que adquiere el Estado en Colombia servirá para, en la cuarta parte
del documento, constatar que en el país las pretensiones de estabilidad y
armonía social han sido confiadas a un Estado bélico-asistencial, capaz de
encubrir o naturalizar las lógicas de violencia socioeconómica que produce, y
sustituto de las prescripciones socialdemócratas que fundamentan formal
y sustancialmente a la Constitución Política de 1991.

Estado y producción de la pobreza y la desigualdad

La necesidad de visibilizar las dimensiones políticas de la injusticia


social ha estado en el centro de las preocupaciones de las teorías relacionales
de la pobreza y la desigualdad. En efecto, en comparación con las perspec-
tivas instrumentalistas —cuyos análisis intentan establecer cuáles son los
mejores instrumentos para atacar la pobreza y la desigualdad en el marco de
una sociedad dada—, las perspectivas relacionales afirman que la pobreza y
la desigualdad son resultado de la acción de agentes que operan en contextos
históricos y estructurales que favorecen su producción y reproducción.
Dichas teorías son concebidas como relacionales debido a que se entiende

_  _
que la pobreza y la desigualdad son constructos sociales, sostenidos por
correlaciones de fuerza y dominación, validados por los Estados a través de
sus políticas sociales y económicas (Álvarez, 2005).
Dado que este enfoque reconoce que los procesos de producción y
reproducción de la pobreza se intersectan en escalas subnacionales, nacio-
nales, regionales y globales, es necesario establecer perspectivas integradas
capaces de reunir estructuras, agentes y criterios organizadores, que ayuden a
comprender los procesos sociales de producción y reproducción de la
pobreza y la desigualdad. En este sentido, Cimadamore (2008) propone una
teoría integral multiniveles que, contrario a las tesis que insisten en la “reti-
rada del Estado”, reivindica el papel que este mantiene como contraestructura
capaz de contrarrestar los resultados de la estructura económica en sus
diversos niveles. Especialmente, resalta el principio ordenador jerárquico
que mantiene el Estado, relativo a la promoción de procesos de justicia distri-
butiva tendientes a limitar la lógica de acumulación del mercado capitalista,
en el marco de ordenamientos constitucionales específicos. El esquema se
muestra en la tabla 1.

Tabla 1.
La producción de pobreza y desigualdad:
hacia un modelo teórico de dos niveles

Nivel 1: Sistemas nacionales


Principales elementos constitutivos Principales elementos constitutivos
del subsistema político del subsistema económico
Estructura: Estructura:
1) Estado. 1) Mercado.
Agentes:
Agentes:
1) Organizaciones de productores.
1) Gobierno.
2) Organizaciones de consumidores.
2) Grupos y organizaciones sociales.
3) Productores individuales.
3) Ciudadanos.
4) Consumidores individuales.
Criterio ordenador:
Criterio ordenador:
1) Anárquico (no se reconoce un superior
1) Jerárquico, basado en un orden
común), basado en leyes y principios
constitucional y relaciones de poder.
económicos.

_  _
Nivel 2: Sistema internacional
Principales elementos constitutivos Principales elementos constitutivos
del subsistema político del subsistema económico
Estructura:
Estructura:
1) Comunidad de Estados
1) Mercado internacional.
(formalmente no jerárquica).
Agentes: Agentes:
1) Organizaciones intergubernamentales. 1) Organizaciones de productores
2) Funcionarios internacionales. internacionales.
3) Representantes gubernamentales. 2) Productores internacionales
4) Organizaciones no gubernamentales. (empresas transnacionales).
Criterio ordenador:
1) Anárquico, basado en principios
Criterio ordenador:
comunitarios (por ejemplo, la igualdad
1) Anárquico, basado en principios y lógicas
soberana de los Estados) y relaciones de
económicas.
poder que se reflejan en distintos regímenes
internacionales.

Fuente: Elaboración propia a partir de Cimadamore (2008).

De acuerdo con lo expuesto en la tabla 1, el Estado es la única estruc-


tura jerárquica legítima que existe. Por ello, tiene la capacidad de contrarrestar
las estructuras mercantiles e internacionales caracterizadas por principios
ordenadores anárquicos, que condicionan a los agentes en distintos niveles y
que fomentan la producción de pobreza y desigualdad.
El Estado —como estructura jerárquica en la cual existe formalmente el
monopolio del uso legítimo de la fuerza, un orden constitucional que establece
funciones diferenciadoras para los agentes, un principio de soberanía con
base territorial y que tiene capacidad para aplicar “justicia distributiva”— es,
teóricamente, la única unidad que puede condicionar la influencia simultánea
de agentes que operan bajo la influencia de estructuras cuyos principios
ordenadores son anárquicos (mercados y estructura internacional). Sin
el Estado, los agentes nacionales e internacionales que operen bajo los
estímulos de los mercados nacionales e internacionales están destinados a
generar pobreza. Esto es así pues la combinación de estímulos que ofrecen

_  _
estas estructuras anárquicas (que premian las maximización de ganancias, la
búsqueda de control monopólico de los mercados, la acumulación ilimitada
de poder y ganancias, entre muchos otros efectos de la competencia y
sociabilización que promueven) ignora el objetivo de distribución del ingreso,
capacidades y derechos tendientes a limitar o evitar la producción de pobreza.
(Cimadamore, 2008, p. 25)

Esta teoría resulta apropiada para constatar que, en el caso colombiano


—complejizado aún más por la persistencia del conflicto armado interno—,
el Estado no ha cumplido su función de contraestructura y, más bien, ha
actuado como estructura reproductora de los procesos sociales de produc-
ción y reproducción de la pobreza y la desigualdad.
Como se comprobará a continuación, el orden constitucional que
impone obligaciones formales, sustanciales y de metaderechos ha sido reem-
plazado por diversas lógicas de violencia socioeconómica impulsadas por el
Estado mismo. Lejos de su función contrarrestadora, el Estado colombiano
ha convalidado, permitido o facilitado la permanencia y profundización de
procesos sociales asociados con dinámicas de despojo, desprotección social,
falta de oportunidades y criminalización de la protesta social. La forma
bélico-asistencial que ha asumido constituye una prueba irrefutable de cómo
se ha convertido en una estructura productora y reproductora de la pobreza
y la desigualdad.

Hacia un concepto de violencia socioeconómica

Las concepciones de la violencia convergen en definirla como un tipo


específico de relación social que, de acuerdo con las características que se le
atribuyen, puede abarcar situaciones más o menos amplias. La tabla 2 resume
dichas concepciones.
Según lo expuesto en la tabla 2, es evidente que la justa medida del espectro
de relaciones sociales que pueden analizarse bajo el concepto de violencia es clave,
por cuanto de ella depende la construcción de un concepto adecuado para el
análisis social. La necesidad de un concepto simultáneamente extenso y delimitado

_  _
Tabla 2.
Concepciones sobre la violencia
Violencia como violación. Relación social que produce la violación de un derecho
básico de una persona. En general, hace referencia a situaciones estructurales en
las que se produce un daño en la satisfacción de las necesidades humanas básicas.
La causa de la violencia se halla en los procesos de estructuración social (desde los
producidos a escala del sistema mundo, hasta los que se producen en la familia o en
las interacciones individuales), y no necesita de ninguna forma de violencia directa
para que tenga efectos negativos sobre las oportunidades de supervivencia, libertad,
bienestar e identidad de las personas. Puede ser equivalente a la injusticia social o a la
dominación. Por lo general, la violencia se refuerza por lógicas de violencia cultural,
expresada desde la infinidad de medios que legitiman o invisibilizan las violencias
Concepciones directa y estructural, o que inhiben o reprimen la respuesta de quienes la sufren.
amplias o Violencia como regulación no consensuada de conflictos. Toda resolución, o intento de
extendidas resolución, por medios no consensuados, de una situación de conflicto entre partes
enfrentadas es violencia. Esta comporta esencialmente una acción de imposición, que
puede efectuarse o no, con presencia manifiesta de la fuerza física. Esta concepción
establece un vínculo directo entre conflicto y violencia que indica, por una parte, que la
violencia es siempre consecuencia del conflicto, y por otra, que pueden existir conflictos
sin violencia, conflictos que no alcancen la situación de violencia y conflictos resueltos
sin violencia; es decir, conflictos resueltos sin la imposición o el uso de la violencia
explícita. En esta perspectiva, la cuestión esencial es hasta qué punto y por qué
medios la imposición y el consenso pueden ser relacionados entre sí como resultado
de un juego de suma-cero. En este juego hay, por lo tanto, grados de violencia y no
clases de violencia.
Violencia como fuerza. Toda relación mediada por el uso directo de la fuerza física que
acarrea la producción de un daño personal o material. En el marco de las concepciones
Concepciones
amplias o extendidas de violencia, este concepto se restringiría a las acciones directas y
restringidas u
visibles identificables en términos de daño destructivo físico o material. Esta definición
observacionales
es caracterizada como observacional, en tanto atiende a los resultados visibles de la
acción y no a su origen o propósito.
Violencia como fuerza ilegítima o ilegal. Relación social mediada por el uso de
la fuerza que no tiene legitimación social ni legalidad. La violencia es una fuerza
empleada contra un orden legítimo interno. Así, este concepto es restringido, en
cuanto asume la violencia como fuerza, y es estricto, en tanto acepta que la fuerza
Concepciones
física ejercida por una “autoridad debidamente constituida” no constituye violencia.
estrictas o
El término violencia solo debe ser aplicado, por lo tanto, a actos de coerción física
legitimistas
ilegal. La violencia será prescrita socialmente y definida como legítima (es decir,
como no violencia) cuando se trata de control o castigo, de acuerdo con prácticas
familiares a la sociedad y de forma que el daño destructivo sea medido y sus límites,
expuestos claramente.
Fuente: Elaboración propia con base en Aróstegui (1994), Galtung (1996) y Parra (2003).

_  _
de violencia es, por lo tanto, un elemento fundamental a tener en cuenta en la
construcción de un concepto de violencia socioeconómica.
En primera instancia, desde las concepciones amplias es posible inferir
que la violencia es una relación social, derivada de un conflicto, que puede
estar atravesada por métodos de violencia directa y reforzada por lógicas de
violencia cultural. Estos elementos configurarían, entonces, la dimensión
extensa del concepto de violencia socioeconómica. Seguidamente, el conjunto
de realidades sociales susceptibles de ser analizadas bajo el concepto de
violencia socioeconómica puede delimitarse si, de otra parte, se tiene en
cuenta que las situaciones de violencia son identificables: 1) por el efecto o
consecuencia que se produce (violación en la satisfacción de las necesidades
básicas, daño físico o material, o vulneración del orden o autoridad legí-
tima); o 2) por el proceso que caracteriza el tratamiento de un conflicto
(consenso o imposición). La ventaja del primer enfoque consiste en que hace
más fácil la identificación de los casos en que opera la violencia, pues
restringe de manera importante el número de situaciones a las que resulta
aplicable el concepto.
En efecto, es muy posible que, en la resolución de un conflicto, no sea
claro qué se comprende por consenso (decisión por mayoría simple o califi-
cada, consenso absoluto) o qué puede ser definido como una imposición
(dictadura de la mayoría sobre las minorías, procesos de discriminación
positiva). Más aún, puede ocurrir que consecuencias que deberían ser catalo-
gadas como violentas no lo sean, debido a que son producidas por una
autoridad legítimamente constituida y bajo criterios de legalidad compar-
tidos mayoritariamente (por ejemplo, personas que mueren de hambre en el
marco de una democracia constitucional de mayoría simple). Por estas
razones, una visión consecuencialista de la violencia tendrá una mayor capa-
cidad analítica y operativa que una perspectiva puramente procedimental.
Así, de los intentos que se han realizado para definir la violencia en
general, pueden extraerse varios elementos que contribuyan a una defini-
ción extensa y simultáneamente delimitada de la violencia socioeconómica en
particular.

_  _
En primer lugar, es posible establecer que la violencia socioeconómica
constituye una relación social que hace parte (y se interrelaciona) con un
conjunto más amplio de violencias, que no necesariamente es visible ni se
encuentra vinculada siempre al ejercicio de la fuerza física, y que emerge en
el marco de conflictos económicos y sociales relativos a la producción y
distribución del ingreso y la riqueza.
En segundo lugar, la identificación de una situación de violencia
socioeconómica debería realizarse desde el punto de vista de las consecuen-
cias sufridas por las personas; más allá del proceso social consensuado o
impuesto, legal o ilegal, legítimo o ilegítimo que ha llevado a dicha situación.
Desde este punto de vista consecuencialista, un primer acercamiento al
concepto de violencia socioeconómica podría darse a través del concepto de
vulnerabilidad social. La violencia socioeconómica surgiría en aquellos casos
en los que se identifica una situación de extrema vulnerabilidad social.
Este primer acercamiento permite establecer que, en un contexto de
extrema vulnerabilidad o de violencia socioeconómica, la política social deja
de cumplir su función primaria; es decir, la garantía de protección de los
sujetos frente a los riesgos naturales y sociales que ponen en peligro la repro-
ducción de la vida y de las poblaciones (Foucault, 2006). La violencia
socioeconómica podría considerarse, entonces, desde el punto de vista de
una situación de vulnerabilidad social extrema, referida a la imposibilidad
de reproducción de la vida en su sentido básico.
Bajo estas premisas, entonces, es posible definir la violencia socioeco-
nómica como una situación de vulnerabilidad extrema, provocada por
relaciones sociales y prácticas gubernamentales que eliminan las condi-
ciones base para la reproducción de la vida, que derivan en la eliminación
física y simbólica de los individuos o grupos sociales. En este contexto, las
lógicas de regulación de los conflictos relativos a la producción y redistribu-
ción del ingreso y la riqueza abandonan el horizonte de protección e integración
social y generan situaciones sociales de vida nuda; es decir, situaciones en las
que los individuos y los grupos sociales se ven desprovistos de todo derecho
humano elemental (formal o sustancial), o se ubican en el borde de esta
condición.

_  _
La violencia socioeconómica haría parte de un concepto más amplio de
violencia (o violencias), que imposibilitarían la realización de una vida digna
individual y colectiva. Además, podría estar atravesada por diversas formas
de violencia física y ser reforzada por lógicas de violencia cultural o simbó-
lica que naturalizan y/o legitiman la situación de vida nuda a la que son
sometidos los individuos o grupos sociales.
Si el origen de la violencia socioeconómica puede hallarse en las rela-
ciones sociales y los dispositivos gubernamentales y de protección social que
intentan regular los conflictos relativos a la producción y distribución del
ingreso y la riqueza, ¿ha funcionado el Estado como estructura contrarresta-
dora de la violencia socioeconómica en Colombia? En otras palabras, ¿ha
cumplido con las obligaciones formales, sustanciales y de metaderechos
consagradas en la Constitución Política de 1991, que garantizarían el ejer-
cicio pleno de la ciudadanía económica y social y eliminarían toda forma de
violencia socioeconómica?

Estado y violencia socioeconómica en Colombia

En concordancia con las claves teóricas ofrecidas en la segunda sección


del documento, es posible identificar tres expresiones claves de la violencia
socioeconómica en el país.
Los procesos de expropiación y despojo. Estos fenómenos se asocian con
la apropiación por expropiación de recursos naturales, tierras, territorios y
activos, y la separación de los sujetos individuales y colectivos de los medios
de producción y los medios de vida.
Los procesos de desprotección social e inseguridad económica. Aquí hacen
presencia las dinámicas de violación de los derechos económicos, sociales y
culturales, individuales y colectivos, asociados al mundo del trabajo (desem-
pleo, subempleo, informalidad, precarización).
Los procesos de no generación o eliminación de oportunidades. Estos
impiden el establecimiento y consolidación de dinámicas de movilidad social
ascendente, y cierran el paso a mecanismos maximalistas de creación de
oportunidades y lógicas de movilidad social, generacional e intergeneracional.

_  _
En primera instancia, se ha comprobado que el Estado colombiano, en
sus niveles nacional y subnacional, y bajo lógicas de cooptación, sirvió de
instrumento para despojar y expropiar de sus tierras a millones de campesinos.
En asocio y complicidad directa con el paramilitarismo, las autoridades
estatales (congresistas, notarios, jueces, ministros, gobernadores, organismos
de control) facilitaron el despojo violento o “legal” de al menos un millón de
hectáreas de tierra. El destino de estas tierras se ha relacionado con el
negocio de las drogas, la ganadería extensiva y el impulso dado a grandes
plantaciones de monocultivos y a la explotación minero-energética (Reyes,
2009).
En este contexto, la violencia socioeconómica da origen a un proyecto
de dominación económica y política territorial, promovido por aparatos esta-
tales claramente identificados. Este proceso ha llevado a la consolidación de
lógicas de autoritarismo subnacional, sustentadas en la parroquialización del
poder, la nacionalización de la influencia de las élites regionales y la monopo-
lización de los vínculos institucionales entre el orden subnacional y el nacional
(López, 2010).
Por otra parte, de las relaciones establecidas entre los asalariados y el
capital ha surgido otra lógica de violencia socioeconómica en Colombia: la
profundización de procesos de desprotección social, asociados a la violación
de los derechos económicos y sociales relativos a las garantías de seguridad
social y trabajo digno. En este sentido, es claro que las políticas estatales de
desregulación y flexibilización de los mercados laborales constituyen dispo-
sitivos que, directa o indirectamente, han facilitado la generalización del
trabajo precario y la consolidación del subempleo y la informalidad en
Colombia. De este modo han reforzado los límites estructurales que han impe-
dido la extensión de la relación salarial en el país y han sometido a gran
parte de la población a condiciones de fuerte inseguridad económica y
desprotección social.
De acuerdo con Garay y Rodríguez (2005), si se evalúa el grado de reali-
zación del derecho al trabajo en Colombia desde el punto de vista de: 1) salario
justo, 2) seguridad social de los trabajadores, 3) número adecuado de horas
trabajadas, 4) existencia de contratos formales escritos y 5) condiciones

_  _
adecuadas del lugar de trabajo, únicamente el 23 % de los asalariados del país
y el 3,6 % de los independientes cumplen con las cinco condiciones (del total
de ocupados en Colombia, el 46,1 % son asalariados, el 47 % son indepen-
dientes y el 7 % son trabajadores sin remuneración). Es decir, del total de
ocupados en Colombia, únicamente el 27 % cumplen con las condiciones de
un trabajo digno, el 41 % no cumplen con ninguna de las cinco condiciones
y el 32 % cumplen únicamente algunas de ellas. Esto sin olvidar que en
Colombia solamente el 24 % de la población económicamente activa está
afiliada activamente al sistema pensional, y que solo el 25 % de las personas
en edad de pensión acceden efectivamente a su derecho.
Las reformas laborales de 1990 (Ley 50) y 2002 (Ley 789), destinadas a
la reducción de los costos del trabajo como medio esencial para la creación
de empleo, han terminado por precarizar el mundo del trabajo y ampliar las
brechas salariales y de empleo entre hombres, mujeres y jóvenes. Además, la
política de lucha contra la inflación se ha sustentado en lógicas de conten-
ción salarial, que impiden que a los trabajadores se les retribuya su aporte al
mayor crecimiento económico y a la mayor productividad de la economía
(Moreno, 2009).
No obstante, las lógicas de la violencia socioeconómica no surgen
únicamente de las disputas por la tierra o la precarización del mundo del
trabajo. La violencia socioeconómica hace parte de la política social misma,
pues sus fundamentos, objetivos e instrumentos impiden el establecimiento
y la consolidación de dinámicas de movilidad social ascendente, y cierran el
paso a mecanismos maximalistas de creación de oportunidades y lógicas de
movilidad social, generacional e intergeneracional.
En este sentido, es importante anotar que, desde la década del noventa
en Colombia, se ha implementado un modelo de política social asistencial
basado en la focalización del gasto, los subsidios a la demanda, la inversión
en “capital humano”, el “manejo social del riesgo” y la instauración de cuasi
mercados para la asignación de bienes públicos. Este modelo de política
social, más que intentar incidir en las relaciones sociales que producen y repro-
ducen la pobreza y la desigualdad, ha asumido un carácter residual y

_  _
compensatorio, en el cual los pobres se convierten en los gestores de su
propia pobreza. Bajo las políticas asistenciales de la política social,
[…] no se trata de aumentar el bienestar de los ciudadanos, sino de mantener
a los trabajadores, los no trabajadores y los ciudadanos en un umbral, en la
línea de flotación de la vida. La promoción de la vida en los niveles básicos
coloca a este nuevo arte de gobernar produciendo vida también, pero no en
términos de un máximo razonable de “bienestar” […] sino en los mínimos
básicos casi a escala animal. (Álvarez, 2005, p. 269)

En este sentido, la profundización del modelo de política social asisten-


cial ha implicado la emergencia de nuevas prácticas gubernamentales que,
en relación con la fuerza de trabajo y sus condiciones de vida, pueden ser
comprendidas desde el punto de vista del contínuum normalización-exclu-
sión-extinción. Este proceso significa el abandono de las formas de
normalización antecedentes y el tránsito del homo faber al homo sacer. Homo
sacer es el término con el que Agamben designa “una vida absolutamente
expuesta a que se le dé muerte, objeto de una violencia que excede la esfera
del derecho y del sacrificio […] una vida a la que se puede dar muerte lícita-
mente” (Bialokowsky, 2008, p. 153).
Dicho contínuum entiende, metafóricamente, el concepto de biopolí-
tica de Foucault, para comprender las regulaciones del hacer vivir y dejar
morir, y para incluir la emergencia de formas tanatopolíticas del hacer extin-
guir. Con estos enunciados se hace referencia a las prácticas y procesos
sociales en los que se gubernamentaliza la imposibilidad de habilitar la fuerza
de trabajo empleable. Ello a través de procesos de segregación espacial (gueti-
ficación), gestión punitiva de la pobreza (gestión penal), invisibilización y
fragilización de los cuerpos.
Esta dinámica ha sido acompañada por un proceso de individualiza-
ción de los riesgos y por la sacralización de los derechos de propiedad por
encima de los derechos de ciudadanía. Dentro de las obligaciones del Estado,
entonces, la seguridad se restringe a su connotación civil y descuida su
dimensión social:

_  _
El supuesto nuevo rol del Estado sería velar por el orden legal, que
diera certidumbre y seguridad, defendiendo los derechos de propiedad,
olvidando también que la otra cara de la certidumbre se genera mediante el
establecimiento de medidas positivas para la distribución de la renta, así como
para la puesta en marcha de los servicios colectivos. (Vite, 2007, p. 128)

Los resultados de este tipo de políticas son verdaderamente perversos:


desigualdad en la oferta y en la calidad de los servicios de salud, inequidades
profundas entre los sectores privado y público en materia de calidad educa-
tiva primaria y secundaria, oferta y acceso precario y de baja calidad a la
educación superior, escasa oferta de vivienda de interés social (Garay y Rodrí-
guez, 2005).
Finalmente, es importante subrayar que la violencia socioeconómica suele
estar atravesada por otras lógicas de violencia directa que permean los conflictos
sociales distributivos. Es este el caso de los procesos de criminalización y elimi-
nación de los movimientos sociales presentes en los conflictos distributivos.
Por ejemplo, la defensa de la propiedad rural despojada a los campesinos
colombianos ha implicado el uso de la violencia privada y, desde el Estado, la
identificación de la protesta campesina con la lucha guerrillera. Al respecto,
Reyes (2009) señala que han sido dos los errores históricos del Estado en
Colombia: 1) aplastar con represión militar las movilizaciones pacíficas de las
organizaciones campesinas y, por tanto, cerrar la vía reformista, para enfrentar,
a cambio, la lucha insurgente de las guerrillas; y 2) auspiciar la creación de
ejércitos privados para defender la propiedad, cuando la tierra estaba pasando
a manos de los narcotraficantes.
Este tipo de violencia se presenta también en el contexto de las luchas
obreras en Colombia. En efecto, la criminalización y el uso de la violencia
contra el movimiento sindical han sido históricamente recurrentes, y han
convertido a Colombia en el país más peligroso del mundo para el ejercicio
de la actividad sindical. Diversas fuentes atestiguan que entre 1984 y 2010
han sido asesinados al menos 2.865 sindicalistas (PNUD, 2011b).
El paramilitarismo (en asocio con compañías multinacionales y la
fuerza pública) y la impunidad —que alcanza el 90 % en los casos de violencia

_  _
y violaciones a los derechos humanos y colectivos de los trabajadores— son
responsables no solo de la vulneración directa del derecho a la vida, a la
libertad personal y a la integridad física de los sindicalistas, sino que son, en
parte, el origen de la debilidad de la estructura sindical, ya que en Colombia
únicamente el 4,6 % de la población económicamente activa está afiliada a
algún sindicato (Carrillo y Kucharz, 2006).
Las lógicas de la violencia socioeconómica señaladas, unidas a los
mecanismos directos de violencia utilizados contra movimientos sociales
presentes en los conflictos distributivos, se manifiestan de manera dramá-
tica en las estadísticas sociales del país.
En efecto, la distribución del ingreso en Colombia continúa siendo la
peor de América Latina, pues el coeficiente de Gini prácticamente no ha
sufrido cambios: pasó de 0,573 en 2002 a 0,548 en 2011 (después de dete-
rioros recurrentes entre 2003 y 2010, años durante los cuales pasó de 0,554 a
0,560) (Mesep, 2010). También es clara la mayor desigualdad en la distribu-
ción de los frutos de crecimiento económico: la participación de la
remuneración de los trabajadores en el producto interno bruto (PIB) pasó del
34 % en el 2000 al 33 % en 2012. Por su parte, el desempleo se ha mantenido
en niveles cercanos al 11 %, la informalidad asciende al 53 % y el subempleo
ronda el 33 % (Moreno, 2012).
Asimismo, la concentración de la propiedad rural en Colombia es
demasiado elevada. Para el año 2009, el Gini de propietarios ascendió a 0,87
y el de tierras, a 0,86. Ambos datos son alarmantes y ubican a Colombia
como uno de los países con más alta desigualdad en la propiedad rural en
América Latina y el mundo (PNUD, 2011a).
El panorama hasta aquí presentado conlleva una pregunta funda-
mental: si el Estado colombiano ha renunciado a su función contrarrestadora
redistributiva, desconociendo los fundamentos constitucionales sociales
básicos, y persistiendo más bien en la puesta en marcha de diversos disposi-
tivos de violencia socioeconómica, ¿en dónde aspira a encontrar las bases de
la armonía y la estabilidad social?

_  _
La forma bélico-asistencial del Estado en Colombia

Colombia posee una característica esencial que igualmente ha definido


las prioridades de la agenda política, económica y social: el conflicto armado
interno. Durante las últimas décadas, esta situación ha servido de argumento
para postergar la obtención de logros estructurales y permanentes en materia
social, y subsumir las posibilidades de materialización de los derechos econó-
micos, sociales y culturales en la concreción previa de los derechos civiles y
políticos; todo ello en una lógica causalista y miope que desconoce la impo-
sibilidad de materializar los últimos sin garantizar la realización de los
primeros. La contradicción a la que se ha aludido, en términos del desplaza-
miento del Estado social por un Estado de la seguridad, se ha hecho palpable
en el país. En este punto se definen los rasgos bélico-asistenciales del Estado
colombiano.
Desde 2002, la política de defensa y seguridad se ha constituido en el
pilar sobre el cual se desarrollan las demás estrategias, con el propósito de
generar confianza en los inversionistas nacionales y extranjeros, y lograr
mayor crecimiento económico y bienestar (Arias y Ardila, 2003). Bajo esta
convicción, se incrementó de manera notable el gasto público destinado a
seguridad y defensa, y se profundizó la tendencia observada desde 1990. En
efecto, entre 1990 y 2008, el gasto en seguridad y defensa se ha multiplicado
por 5, pues pasó de 4,7 a 22,3 billones de pesos de 2008. Así, el volumen de
gasto en seguridad y defensa ha pasando de representar el 2,2 % del PIB en
1990 al 5,6 % en 2008.
No obstante, lo más significativo en los últimos veinte años es que el
mayor gasto en seguridad y defensa se ha visto acompañado por incrementos
importantes en el gasto social, pues este se ha triplicado entre 1994 y 2008.
De hecho, el gasto social (incluyendo las transferencias a los departamentos
y municipios) representa, en promedio, para este mismo periodo, un 65 %
del presupuesto general de la nación.
Bajo principios de mercantilización, subsidios a la demanda y focaliza-
ción del gasto social, se edifica el modelo asistencial imperante en Colombia.
Basta con observar el comportamiento del gasto social que, bajo los principios

_  _
antes enunciados, se ha multiplicado por 7 entre los años 2000 y 2009, al
pasar de 2,1 billones a 14,7 billones de pesos (Cardona, 2010).
Es claro, entonces, que el modelo asistencialista imperante contiene
pretensiones de contención social y subordinación política, pues es proclive
al clientelismo, es funcional a las apuestas recentralistas del régimen político
y constituye, en realidad, una salida que no doblega las lógicas de la violencia
socioeconómica producidas desde el Estado. De hecho, dicho modelo ha sido
clave en los objetivos de “consolidación de territorios” de la política de
seguridad y defensa, y en la doctrinas de “acción integral” de carácter
contrainsurgente que se han profundizado durante la última década en
Colombia:
[…] la Doctrina de Acción Integral es una respuesta seria a las limitaciones de
acción militar como única forma de actuación en el combate a los adversarios
del Estado o, si se prefiere, para consolidar la presencia del aparato estatal.
En paralelo, se reconoce que el primer paso necesario para instalar el Estado
en los territorios que resisten sigue siendo la fuerza armada, que es la que
permite despejar el territorio de enemigos para ejercer el control estatal, pero
con el agregado de que esta acción armada por sí sola es insuficiente. Para los
estrategas militares, es preciso desarrollar herramientas y mecanismos que le
permitan al Estado hacer uso combinado e integral de su fuerza legítima y de
la acción social, en su objetivo de ir consolidando, progresivamente, el control
del territorio nacional. (Zibechi, 2010, p. 8)

La coexistencia de enormes gastos en seguridad y defensa, unida a


incrementos sostenidos en gasto asistencial, constituyen elementos
imprescindibles para encontrar las claves de la legitimidad, la estabilidad y la
relativa armonía social en Colombia. El clientelismo propio de las lógicas de
asistencia social, unidas a los dispositivos de contención y cooptación social
que estas medidas implican, constituyen elementos complementarios a las
lógicas militaristas y represivas sobre las cuales el Estado en Colombia
asegura la “consolidación” de sus territorios. Las condiciones de pobreza y
desigualdad, que coexisten y se relacionan de manera recíproca con el
conflicto armado interno, dan origen a la edificación de un Estado bélico-

_  _
asistencial, garante de arreglos que aseguran la lealtad de ciertos sectores
sociales, pero productor de diversos dispositivos de violencia socioeconómica.
Con la puesta en marcha de diversos dispositivos de represión,
violencia socioeconómica y contención y cooptación social, el Estado
bélico-asistencial colombiano recrea condiciones políticas y sociales que
desconocen los imperativos formales, sustanciales y de metaderechos esta-
blecidos por la Constitución Política de 1991, y que bloquean la instauración
de un pacto social más justo que facilite el camino hacia una paz duradera y
sostenible.

Conclusión

La Constitución Política de 1991 fue considerada como el andamiaje


jurídico que garantizaría la paz en Colombia. Prescribió expresamente la
edificación de un Estado social y democrático de derecho, garante de las
dimensiones formales, sustanciales y de metaderechos definidas por el
constituyente primario, y sobre las cuales se aseguraría el tránsito hacia una
sociedad más justa y democrática. Lamentablemente, mediante diversas
lógicas de violencia socioeconómica, el Estado colombiano ha sustituido
dichos imperativos y ha renunciado a la función contrarrestadora que, bajo el
criterio de autoridad política, le obligaría a actuar como contraestructura
redistributiva fundamentada en el ordenamiento constitucional antes
señalado.
El Estado colombiano ha roto el pacto constitucional de 1991; en
cambio, ha convalidado, permitido o facilitado la expansión de lógicas de
violencia socioeconómica relacionadas con procesos de despojo, falta de opor-
tunidades, desprotección social y criminalización o eliminación de las luchas
sociales redistributivas. Los entramados institucionales formales e infor-
males que sostienen estas dinámicas darían cuenta, además, de la existencia
de diversos órdenes de violencia generadores de violencia socioeconómica.
Por esta vía, dichos órdenes se convierten en productores y reproductores de
la pobreza y la desigualdad.

_  _
La contradicción es evidente: mediante la consolidación de su forma
bélico-asistencial, el Estado colombiano intenta regular las consecuencias de
la violencia socioeconómica que él mismo produce. Así las cosas, las lógicas
de excepcionalidad política, consistentes en la regulación violenta de los
conflictos distributivos, desconocen el mandato del constituyente primario,
producen nuevos órdenes de violencia e imponen férreos obstáculos a la
consolidación de una situación de paz duradera y sostenible en Colombia.

_  _
P a rt e I . D e m o c r ac i a , v i o l e n c i a s y d e r e c h o
e n l a C o lo m b i a c o n t e m p o r á n e a
la vulnerabilidad del mundo
Construir la memoria en medio del conflicto
armado . Desafíos para la sociedad colombiana

Grupo M de Memoria

La memoria de un país enmarcado por el conflicto sugiere la


existencia de múltiples tensiones, de un pasado no lineal, 
en el que se entremezclan gran diversidad de fricciones, de
quiebres y de acciones de desmedida creatividad que
subvierten el olvido impuesto y se reconstruyen en el
escenario de la resistencia. (Maya, 2008)

Introducción

El objetivo del presente texto es analizar los procesos de reconstrucción


de la memoria colectiva y la memoria histórica, en el contexto de la violencia
sociopolítica en Colombia, y los desafíos que ello implica en un contexto no
transicional1.
1 La transicionalidad, concebida en un doble sentido, cuyos extremos constituyen la situación
opuesta entre la justicia y la impunidad, puede ser definida en función del peso otorgado por el

_  _
Este análisis exige abordar las implicaciones de la violencia sociopolítica
en la sociedad colombiana, teniendo en cuenta que las dinámicas de estigma-
tización, fundamentadas en lógicas de “limpieza social” apoyadas o
consentidas por el Estado, han afectado principalmente a sectores relacio-
nados con la oposición política, incluyendo a las organizaciones y movimientos
sociales2 que promueven la defensa de los derechos humanos, y a sectores
sociales no organizados, que han sido marginados históricamente.
Desde una perspectiva psicosocial (Grupo pro Reparación Integral,
2008), y teniendo en cuenta el carácter histórico de las prácticas violatorias
de los derechos humanos, tanto en Colombia como en otros países latinoa-
mericanos, es importante analizar los impactos individuales y colectivos de
las acciones sistemáticas que generan la victimización de determinados
actores y sectores sociales, y la ausencia de reconocimiento de las víctimas
como sujetos de derechos, en las sociedades afectadas por la violencia socio-
política. De acuerdo con Ignacio Martín Baró (1990), la naturalización de
dichas prácticas, basadas en el terror, el señalamiento y la persecución contra
quienes se atreven a reivindicar los derechos humanos y a denunciar los
atropellos por parte de los Estados, se refleja en la mentalidad fatalista con la
que las grandes masas que conforman los países de América Latina han
asumido su realidad política y social. Dicha mentalidad se alimenta de la
desesperanza y la impotencia aprendidas generación tras generación, y
configura sociedades fragmentadas y polarizadas, donde los individuos no
se identifican con su propia historia de despojo, negación y destrucción, y,
en esa medida, no intentan rescatar colectivamente sus memorias, resigni-
ficar el pasado y transformar el presente.
Estado y la sociedad al castigo de los victimarios y a las garantías de los derechos de las víctimas,
o en función de la importancia que el Estado y la sociedad confieren a las dinámicas de reconciliación
que promueven el perdón y el olvido de los hechos ocurridos en contextos de violencia política y
social. En Colombia, la tendencia histórica de los marcos jurídicos elaborados por el Estado para
promover los procesos de transición hacia la paz ha sido la de favorecer los procesos de
reinserción de los victimarios en detrimento de los derechos de las víctimas a la verdad, la
justicia y la reparación integral.
2 Movimientos sociales diversos, que representan y encarnan las reivindicaciones sociales de las
mujeres, los jóvenes, los campesinos, las minorías étnicas, la población desplazada, las organizaciones
sindicales, los sectores LGTBI, entre otros.

_  _
Desde esta óptica, uno de los obstáculos para construir la memoria
colectiva y la memoria histórica en medio del conflicto en Colombia es la
dificultad de las organizaciones y los movimientos sociales para convocar a
la acción colectiva, debido a factores culturales y psicosociales que generan la
indiferencia, el olvido y la impunidad.
Tales factores están relacionados, en primer lugar, con los mecanismos
arbitrarios de represión y control político y social, que generan el terror
generalizado. En segundo lugar, con la ineficacia del sistema judicial y su
consecuente falta de credibilidad social. Y, en tercer lugar, con el desgaste de
las estrategias discursivas de denuncia, que, en una situación caracterizada
por la desconfianza y la sensación masiva de vulnerabilidad, en lugar de
sensibilizar a las personas frente a su propia realidad, muchas veces generan
una reacción colectiva totalmente contraria. Esta consiste en la negación de
la realidad, que se expresa en la ruptura de los vínculos sociales, e impide la
identificación y la empatía con el dolor de quienes se ven directamente afec-
tados por la violencia. Se trata de una reacción que, de acuerdo con Elizabeth
Lira (2004), se presenta como respuesta a una especie de saturación del
horror en medio del terror, consciente o inconsciente.
Actualmente, Colombia afronta una de las peores crisis humanitarias
en todo el planeta. Durante los últimos 25 años, han sido desplazadas más de
4.500.000 de personas. Se estima que, desde 1989, más de 51.000 personas
han sido registradas como desaparecidas, y 23.000 fueron secuestradas durante
los últimos 11 años3. En su informe de enero de 2011, la Fiscalía General de
la Nación reportó 173.183 casos de homicidios, 1.597 masacres y 34.467
desapariciones forzadas perpetradas por grupos paramilitares entre 2005 y
2010. En este periodo, el alto gobierno aseguraba que estas estructuras se
habían desmovilizado y que eran cosa del pasado (“Fiscalía tiene documen-
tados”, 2011).
En agosto de 2011, la fiscal general, Viviane Morales, informó que las
autoridades de Colombia habían ubicado 3.304 fosas comunes, con 4.064

3 Véase:http://oasportal.policia.gov.co/portal/page/portal/UNIDADES_POLICIALES/Direc-
ciones_tipo_Operativas/Direccion_de_Investigacion_Criminal/Documentacion/REVISTA%20
2007/SECUESTRO%20EN%20COLOMBIA.pdf

_  _
cuerpos de personas desaparecidas durante el conflicto armado interno
(“Hallan tres mil fosas”, 2011). “Según la Confederación Sindical Interna-
cional (CSI) —en Colombia se presentó el 63,12 % de los asesinatos de
sindicalistas en el mundo durante la última década” (Colectivo de Abogados
José Alvear Restrepo, 2010). Entre el 1.º de enero de 1986 y el 30 de abril de
2010, se cometieron al menos 10.887 actos de violencia intencional contra
sindicalistas, de los cuales 2.832 fueron homicidios. Durante el primer
gobierno del presidente Álvaro Uribe, fueron asesinados 557 sindicalistas.
De acuerdo con las declaraciones del secretario general de la CSI:
Colombia ha vuelto a ser el país donde defender los derechos fundamentales
de los trabajadores significa, con mayor probabilidad que en ningún otro
país, sentencia de muerte, a pesar de la campaña de relaciones públicas del
Gobierno colombiano en el sentido contrario. (Como se cita en “Informe
anual de la CSI”, 2010)

A lo anterior hay que añadir que 7.800 personas fueron detenidas arbi-
trariamente a partir del año 2002; que 34 pueblos indígenas (de los cuales 18
están en riesgo inminente de extinción) afrontan una grave crisis humani-
taria; que 2.560 miembros de estas comunidades —de los cuales 900 eran
líderes o autoridades tradicionales— han sido asesinados en los últimos
cinco años. Del total de homicidios perpetrados en las últimas tres décadas,
el 56 % se cometieron durante los dos gobiernos de Álvaro Uribe Vélez. Se
calcula que 6.500.000 hectáreas de tierras fueron arrebatadas mediante la
intimidación y el asesinato de campesinos, afrodescendientes e indígenas,
por grupos paramilitares en asocio con empresarios, ganaderos y terrate-
nientes (Cepeda y Maya, 2009-2010).
Cabe señalar que en Colombia las prácticas violatorias de los derechos
humanos y el derecho internacional humanitario (DIH), a pesar de su carácter
masivo, son prácticamente invisibles para la sociedad. O, en el mejor de los
casos, cuando logran visibilizarse, no generan una reacción colectiva de
repudio, a pesar de sus repercusiones socioculturales, éticas y políticas. En este
sentido, es importante indagar por qué y cómo se ha logrado imponer un
discurso hegemónico de la paz, fundado en el perdón y la reconciliación,

_  _
cuando la sociedad colombiana aún no ha transitado por caminos de justicia
que impliquen el esclarecimiento de la verdad de los hechos y el reconocimiento
público de las responsabilidades implicadas, del origen y la trayectoria histórica
de la victimización, así como de sus impactos a nivel individual y colectivo.
Algunas posibles respuestas frente a estos interrogantes pueden basarse
en el hecho de que el trasfondo de la cultura política colombiana es la moral
de los sectores más conservadores e influyentes de la Iglesia católica, que ha
permeado profundamente las mentalidades. En esa medida, ha influenciado
las políticas públicas de excepcionalidad, a partir de las cuales se da prio-
ridad a los procesos de reinserción de excombatientes, frente a aquellos de
reparación integral de las víctimas. Desde la perspectiva de la moral católica,
la reconciliación es el eje central de la transición hacia la paz, sin considerar
que esta debería ser el resultado del esclarecimiento histórico basado en el
reconocimiento de la responsabilidad de los victimarios, y en la aplicación
de sanciones proporcionales a los daños ocasionados a las víctimas y a la
sociedad en su conjunto. Por tanto, la posibilidad de generar verdaderas
opciones de esclarecimiento histórico de los hechos de violencia sociopolí-
tica en Colombia exige la construcción de la memoria colectiva, aun en
medio del conflicto interno. Esto implica transformar las prácticas de la
cultura política. Diseñar estrategias que apunten al posicionamiento público
de las víctimas como actores sociales y sujetos de derechos es el primer paso
hacia una efectiva transición democrática que conduzca a la paz, teniendo
en cuenta que las garantías de no repetición de los actos violentos son funda-
mentales para construir escenarios reales y permanentes de posconflicto.

¿Por qué no estamos en un contexto transicional


en Colombia?

A partir de los procesos de documentación y sistematización de casos


que dan cuenta de la trayectoria histórica de la victimización, las diferentes
organizaciones defensoras de los derechos humanos en Colombia han ido
comprendiendo que, para construir la memoria colectiva de la violencia
sociopolítica, es importante analizar qué se entiende por memoria histórica,

_  _
a fin de establecer cuáles son los desafíos que han de enfrentarse en un esce-
nario que bajo ninguna circunstancia podría definirse como transicional. La
razón es que el conflicto armado interno, enmarcado en una violencia de
carácter estructural, no es un acontecimiento del pasado, pues continúan
ocurriendo hechos violentos que vulneran los derechos humanos y el DIH
por parte de los actores armados, legales e ilegales.
En el contexto colombiano actual, no es posible hablar de “crímenes del
pasado” exclusivamente, cuando la acción criminal sigue vigente, quizás bajo
nuevos modelos de encubrimiento oficial. “La expresión ‘crimen del pasado’
olvida las relaciones existentes en el presente para la persistencia del crimen y
distorsiona el sentido y el alcance de las relaciones vigentes” (Cepeda y Maya,
2009-2010). Tales relaciones reafirman la impunidad, la explotación, la lega-
lización de un poder que emerge de la criminalidad, la hegemonía cultural y
la imposición de una versión oficial de la historia, en la que no solo se desco-
noce la responsabilidad del Estado, tanto por acción como por omisión, en la
perpetración de crímenes de lesa humanidad, sino que se justifican dichos
crímenes por razones ideológicas.
Una de las premisas fundamentales de los procesos transicionales hacia la
paz es el reconocimiento de las víctimas como sujetos plenos de derechos y
la legitimación pública de sus versiones de memoria que dan cuenta de los
hechos violentos que afectaron sus proyectos de vida. La reparación integral
de las víctimas depende de una acción efectiva de la justicia, que revele públi-
camente toda la verdad acerca de lo sucedido y que sancione, penal y
moralmente, tanto a los autores intelectuales como a los autores materiales de
los hechos de violencia, de manera proporcional a los daños infringidos. De
esta manera dicha sanción tendría un efecto ejemplarizante en la sociedad.
La ausencia de voluntad política por parte de los sucesivos gobiernos
para generar condiciones que permitan que la sociedad colombiana pueda
hacer una verdadera transición hacia la paz —lo cual implica la democratiza-
ción de la sociedad, es decir, la transformación de las condiciones estructurales
que legitiman la victimización— se hace evidente en los enormes vacíos que
comportan tanto la Ley de Justicia y Paz (975 de 2005) como la Ley de
Víctimas y Restitución de Tierras (1448 de 2011).

_  _
La primera de estas leyes fue concebida desde el corazón de la política
de “seguridad democrática”, bandera ideológica de los gobiernos de Álvaro
Uribe Vélez comprendidos entre 2002 y 2010. La segunda, a partir de la polí-
tica de “prosperidad democrática”, insignia programática del actual gobierno
de Juan Manuel Santos. Ninguna de las dos refleja una propuesta de repara-
ción integral respetuosa de la Constitución nacional ni de los estándares
internacionales en materia de derechos humanos.
Las falencias evidenciadas en dichas leyes se expresan en la ausencia de
garantías de no repetición de los hechos atroces de revictimización, teniendo
en cuenta que esta hace referencia al daño del que es objeto una persona,
familia, comunidad u organización social, después de haber sido victimizada
previamente. Igualmente, se podría hablar de una victimización secundaria,
que se manifiesta claramente en la dilación de los procesos jurídicos, en la
falta de información sobre el estado de los procesos —cuando los hay—, en
la ausencia de medidas efectivas de seguridad para los denunciantes, y en la
relación que se establece entre la víctima y el sistema jurídico-penal, en la que
predomina el maltrato institucional, lo que incrementa el daño psicológico
de las víctimas.
La Ley 975 de 2005, promovida y sancionada en el año 2005, durante el
primer mandato del expresidente Álvaro Uribe, fue el marco jurídico resul-
tante de un cuestionado proceso de negociación entre el Estado y los grupos
paramilitares, que, de acuerdo con los principios del DIH, no eran propia-
mente un tercer actor en conflicto. Lo anterior, en tanto se entiende que los
paramilitares tomaron las armas para defender al Estado o suplantarlo en
razón de su ausencia en varias regiones del país4. En esa medida, no podían
ser definidos como grupos insurgentes, que, en calidad de tales, se hubieran
alzado en armas contra el Estado y, por ende, pudiesen ser considerados
como interlocutores válidos en un proceso de paz, que supone la existencia
de antagonistas o enemigos que deben llegar a un acuerdo.
El 9 de septiembre de 2005, diversas organizaciones sociales agrupadas
en el Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado (Movice)

4 Véase www.coljuristas.org

_  _
radicaron una demanda de inconstitucionalidad ante la Corte Constitu-
cional contra la Ley 975, al considerar que en esta se vulneran varios artículos
de la Constitución nacional y de diferentes instrumentos internacionales de
protección de los derechos humanos (Colectivo de Abogados José Alvear
Restrepo, 2006). La demanda afirma que el objetivo de esta ley fue la aplica-
ción de una justicia complaciente con los victimarios e indolente frente a las
víctimas; una justicia aparente y parcializada, a partir de la cual se pretendió
sancionar a los paramilitares que actuaron como ejecutores materiales con
penas no equiparables a la magnitud de los crímenes cometidos. De este
modo se garantizó, a su vez, la impunidad de quienes actuaron como actores
intelectuales en múltiples delitos atroces.
Según dicha demanda, la mayor falencia de la Ley 975 se evidenció en la
propuesta de reparación por vía administrativa, que, obviando las diferentes
dimensiones de la reparación de los daños y perjuicios, tanto materiales como
morales, de los que fueron objeto millones de personas, se redujo a establecer
un monto de indemnización pecuniaria para un sector bastante reducido del
universo total de víctimas, con lo que se pretendía traducir la asistencia
humanitaria en políticas de reparación. Además, esta ley nunca buscó juzgar
a los auspiciadores de los grupos paramilitares ni revelar los rostros de quienes
los dirigían desde el poder político, que, en últimas, son los principales
responsables y beneficiarios de sus crímenes. Incluso, tras el escándalo de la
llamada “parapolítica”, que permitió que varios dirigentes políticos fueran
retirados de sus cargos y llevados a prisión, la justicia no tuvo los alcances
esperados. Las condenas contra los involucrados, en la mayoría de los casos,
fueron demasiado laxas, dado que estos no confesaron toda la verdad acerca
de sus responsabilidades. Por otra parte, algunos de ellos, desde sus centros de
reclusión, continuaron manejando las estructuras criminales que mantienen
activas las dinámicas de victimización en amplias zonas del país.
Según el informe de la Comisión de Seguimiento a la Política Pública
sobre Desplazamiento Forzado de 2009, en cuanto a la restitución de las
tierras, la Ley 975 benefició principalmente a los victimarios al legalizar la
posesión de tierras y riquezas en manos de quienes se apropiaron de ellas a
través de acciones criminales de despojo. También, la Mesa Nacional de

_  _
Víctimas Pertenecientes a Organizaciones Sociales (en Maya, 2011a) señala
que la ley desconoce que el 94 % de la población víctima del desplazamiento
forzado no solo era propietaria de sus tierras y de los bienes de diversa índole
que se encontraban en ellas, sino que debía ser atendida, protegida y cobi-
jada de manera prioritaria por los beneficios que otorga la ley.
Desconocer los derechos de las víctimas a la verdad, la justicia y la repa-
ración integral, con garantías de no repetición, obstaculiza cualquier proceso
de reconciliación. Como bien enseñan los procesos transicionales en otros
países, la paz no se impone por decreto, sino que es el resultado de pactos
sociales en los que prevalecen el respeto y la dignidad de las víctimas. Desde
esta perspectiva, si se reconoce que en Colombia no se ha producido un real
desmonte de las estructuras narcoparamilitares, y que estas siguen teniendo
el control político en amplias zonas del país donde continúan operando bajo
la protección de agentes del Estado, se debe concluir que aún no se ha conso-
lidado un verdadero escenario de posconflicto que garantice a las víctimas, y
al conjunto de la sociedad, el derecho a la verdad y a la justicia.

Alcances y limitaciones de la Ley de Víctimas y Restitución


de Tierras (1448 de 2011)

A pesar que la Ley 1448 incurre en graves vacíos frente a disposiciones


internacionales en materia de derechos humanos, constituye un avance
significativo frente a la llamada Ley de Justicia y Paz (975 de 2005). Dicho
avance se refleja en el hecho de que, a partir de su implementación, se ha
intentado subsanar algunas de las falencias de la Ley 975, en la medida en
que el Gobierno actual ha dado un paso importante en el reconocimiento de
las consecuencias humanitarias —individuales y colectivas— del prolongado
conflicto armado interno. A propósito, ya han empezado a plantearse salidas
posibles de negociación entre el Estado y los grupos guerrilleros, cosa que
jamás se vio durante el doble gobierno anterior, cuya apuesta, paradójica-
mente, era la guerra total contra los grupos “terroristas”, en un contexto en el
que se negaba la existencia misma del conflicto, al tiempo que se negociaba
la reducción de penas y otros beneficios con los grupos paramilitares.

_  _
Demandas contra la Ley de Víctimas

Si bien la Ley 1448 puede representar un avance hacia la paz y un paso


fundamental hacia la democratización de la sociedad colombiana, en la
medida en que se apliquen las políticas públicas orientadas a garantizar los
derechos de las víctimas, varias organizaciones sociales han radicado
demandas ante la Corte Constitucional, no con el fin de derogar esta ley, sino
con el objetivo de que esta instancia module su contenido. El objetivo es
subsanar los vacíos en los que incurre y ajustarla a los estándares del derecho
internacional y a las disposiciones de las cortes nacionales para garantizar la
plena satisfacción de los derechos de las víctimas.
Uno de los puntos más cuestionados de la ley se refiere a que, aunque esta
reconoce la existencia del conflicto armado interno, desconoce su articulación
con los fenómenos históricos —socioeconómicos, políticos y culturales— que
se desprenden de la violencia estructural, traducida en una situación generali-
zada de exclusión, inequidad e impunidad que afecta a la sociedad en su
conjunto. Dicha situación constituye el caldo de cultivo del conflicto y de
dinámicas criminales, como el narcotráfico y el sicariato, entre otras, que se
retroalimentan mutuamente y perpetúan la victimización.
Por otra parte, teniendo en cuenta el carácter reciente de la aplicación
de sus medidas, el artículo de la Ley 1448 que mayor malestar ha generado
es el 3.°, que define el concepto de víctima y hace referencia al universo que
lo constituye:
Se consideran víctimas, para los efectos de esta ley, aquellas personas que,
individual o colectivamente, hayan sufrido un daño por hechos ocurridos a
partir del 1.º de enero de 1985, como consecuencia de infracciones al derecho
internacional humanitario o de violaciones graves y manifiestas a las normas
internacionales de derechos humanos, ocurridas con ocasión del conflicto
armado interno. (Ministerio del Interior, 2012, art. 3)

El artículo 3.° viola varias normas constitucionales, como el preámbulo


de la Carta política, cuya finalidad es asegurar a los ciudadanos colombianos el
acceso a la justicia y a la igualdad, dentro de un marco jurídico que garantice

_  _
un orden político, económico y social justo. En este sentido, la ley desconoce
diversas formas de victimización y establece fechas arbitrarias para el reco-
nocimiento de las víctimas. “Es necesario que la fecha establecida obedezca
a un análisis sobre periodización de la violencia y que tenga un sentido social
y un sentido histórico. La fecha, para que sea justa, tiene que ser lo más
incluyente posible” (Maya, 2011b).
Por otra parte, algunas de las demandas de inconstitucionalidad se funda-
mentan en la premisa de que la justicia debe ser restaurativa; el acto de perdón
debe ser reparador. Además de la contrición y el genuino acto de reconoci-
miento público de los daños causados, las peticiones de perdón público
deben ir acompañadas por acciones que no solo mitiguen el sufrimiento,
sino que restauren el daño moral, político, económico y social de las víctimas.
Según explica la Mesa Nacional de Víctimas Pertenecientes a Organiza-
ciones Sociales (en Maya, 2011a), la Ley 1448 vulnera el principio de
reparación integral de carácter patrimonial, y no contempla la figura de rein-
tegración del proyecto de vida de las víctimas, conforme a los estándares
internacionales. Se desconoce la jurisprudencia de la Corte Constitucional
tras la Sentencia T-025 de 2004, y se incurre en graves retrocesos en cuanto
al pleno reconocimiento de las víctimas como sujetos de derechos y del
Estado como garante de estos. Tales retrocesos impiden avanzar hacia el
logro de la paz, dado que generan ambigüedad moral, en tanto que mantienen
la confusión entre medidas de asistencia humanitaria y medidas de repara-
ción integral. La jurisprudencia del Consejo de Estado, la Corte Constitucional
y la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) ha estable-
cido, de manera reiterada, que no pueden confundirse las medidas de
reparación con la asistencia humanitaria y con otras obligaciones del Estado
para disminuir el sufrimiento de poblaciones vulnerables afectadas por
situaciones de crisis.
En cuanto a la restitución de las tierras, esta se limita a los bienes
inmuebles rurales y deja de lado los demás bienes patrimoniales. De este
modo, contradice los principios rectores de la restitución a la población
desplazada, conocidos como Principios Pinheiro, los cuales, de acuerdo con
la Corte Constitucional, hacen parte del bloque de constitucionalidad. Las

_  _
medidas de reparación relacionadas con la restitución, la rehabilitación, la
satisfacción, las garantías de no repetición y la indemnización no se encuen-
tran complementadas con medidas eficaces y concretas para determinar la
verdad acerca de las violaciones perpetradas, ni para garantizar la investiga-
ción e imposición de sanciones proporcionales a los autores y partícipes en
dichas violaciones en términos de justicia.
Por otra parte, el artículo 207 de la Ley 1448 sostiene que:
Cualquier persona que demande la condición de víctima en los términos del
artículo 3.º de la presente ley, que utilice las vías de hecho para invadir, usar
u ocupar un predio del que pretenda restitución o reubicación como medida
reparadora, sin que su situación jurídica dentro del proceso de restitución
de tierras despojadas y abandonadas forzosamente haya sido resuelta en
los términos de los artículos 91, 92 y siguientes de la presente ley, o en las
normas que las modifiquen, sustituyan o adicionen, perderá los beneficios
establecidos en el capítulo III del título IV de esta ley.

La anterior disposición condiciona el pleno reconocimiento de las


víctimas y amenaza con despojarlas de su condición y derechos constitucio-
nales. Además, ignora la situación de vulnerabilidad extrema de las víctimas
y las razones por las cuales muchas se ven impelidas a recurrir a las vías de
hecho para la exigibilidad de sus derechos.
En cuanto al derecho a la memoria histórica, el artículo 144 de la Ley de
Víctimas sostiene que los archivos sobre violaciones a los derechos humanos
e infracciones al DIH ocurridas con ocasión del conflicto armado interno
deberán ser sistematizados y preservados por el Centro Nacional de Memoria
Histórica. La ley establece que este centro no tendrá acceso a documentos de
carácter reservado. Esta disposición parte de la confusión entre el derecho al
acceso público y el deber de conservación de los archivos. Es claro que,
conforme a la Ley 594 del año 2000, los documentos amparados por reserva
legal no pueden ser de acceso público. Sin embargo, frente a documentos
oficiales que tengan relación con el esclarecimiento de violaciones a los dere-
chos humanos, los centros de memoria y archivos generales están en el deber
de conservarlos para garantizar su preservación durante el lapso de tiempo

_  _
necesario para que sean desclasificados y puedan ser de dominio público,
conforme a los artículos 56 y 57 de la Ley 975 de 2005 y al principio 14 de las
Directrices Joinet actualizadas. De lo contrario, se correría el peligro de que
fuesen destruidos, con lo que se vulneraría el derecho a la verdad de aquellas
víctimas de hechos relacionados con los contenidos de dichos documentos
(Mesa Nacional de Víctimas, 2011).
El actual gobierno persiste en establecer una dinámica de pronta
reconciliación en el marco de un modelo de justicia transicional, a pesar de
que se siguen registrando violaciones sistemáticas de los derechos humanos
y graves infracciones al DIH. Por ello, es necesario impulsar políticas
públicas de construcción de memoria colectiva y memoria histórica que
contribuyan al reconocimiento de los impactos individuales y colectivos de la
violencia, y al reconocimiento de la necesidad de saldar la deuda de verdad,
justicia y reparación integral, con garantías de no repetición, que siguen
reclamando las víctimas. Este reconocimiento conlleva que la sociedad
aprenda de lo vivido para que hechos semejantes nunca más vuelvan a ocurrir.

La memoria colectiva y la memoria histórica en un contexto


no transicional
 
Internacionalmente, se define la justicia transicional como
[…] una respuesta a las violaciones sistemáticas o generalizadas de derechos
humanos, cuyo objetivo es el reconocimiento de las víctimas y la promoción
de posibilidades de paz, reconciliación y democracia. La justicia transicional no
es una forma especial de justicia, sino una justicia adaptada a sociedades que se
transforman a sí mismas después de un periodo de violación generalizada de los
derechos humanos. (Centro Internacional para la Justicia Transicional, 2009)

Desde esta perspectiva, los procesos de transición indican que ha


llegado el fin del conflicto o que se ha retomado el orden democrático, lo cual
involucra un nuevo sentido histórico. Se trata de un ejercicio de construcción
de la memoria que permite establecer un antes y un después de los hechos de
violencia que se recuerdan y se reconocen como eventos traumáticos, que no

_  _
deben volver a ocurrir en la sociedad que ha transitado hacia una nueva
etapa.
 En Colombia, este ejercicio de construcción de la memoria en torno a
los eventos traumáticos que han afectado a la sociedad es sumamente
complejo. Si bien, desde hace varios años se vienen implementando marcos
de justicia transicional —como la Ley de Justicia y Paz, y la Ley de Víctimas
y Restitución de Tierras—, las dinámicas de violencia sociopolítica e impu-
nidad siguen plenamente vigentes.
 Teniendo en cuenta esta compleja realidad, el trabajo de reconstrucción
de la memoria histórica en Colombia debe partir del reconocimiento de la
dimensión colectiva de los daños que se desprenden de los fenómenos que han
ocurrido en el pasado y continúan ocurriendo. Este proceso necesariamente
pasa por la comprensión de los fenómenos estructurales de orden económico,
político y cultural, que han configurado una serie de representaciones sociales
acerca de la realidad histórica, que naturalizan y perpetúan dinámicas
violentas, y legitiman la negación de las víctimas como sujetos de derechos.
 Cabe preguntarse entonces por el sentido que la memoria y la historia
tienen para las víctimas y para la sociedad colombiana, en un contexto no tran-
sicional, pues las dinámicas relacionales que configuran las representaciones
colectivas de la realidad política y social no se han transformado porque las
prácticas violentas y excluyentes siguen siendo parte del presente. Ello remite a
la diferencia  entre la memoria colectiva y la memoria histórica. Aquella se
refiere fundamentalmente al proceso de  rescatar o recuperar recuerdos en
común, como factor constituyente de la vida social, que presupone y reproduce
un depósito común de significados, tanto por el repertorio de sentidos que
constituye la memoria social, como por las referencias guardadas en las memo-
rias individuales, en tanto recuerdos de experiencias o de relatos.
  Desde esta óptica, Halbwachs (1994)  y Pollak (2006)  contribuyen a
comprender la importancia política y cultural de los procesos colectivos de
construcción de la memoria. Según estos autores, la memoria colectiva no
apunta a ser una mera representación colectiva del pasado, porque está en
juego la tensión política entre las memorias hegemónicas y las memorias
subalternas. Esto plantea la complejidad de la diversidad de memorias y

_  _
representaciones colectivas de los acontecimientos singulares y relevantes,
vividos como tales (guerras, crisis, catástrofes, revoluciones, etc.), que cons-
tituyen referentes para la resignificación permanente del pasado.
 La memoria colectiva se distingue de la memoria histórica, pues aquella
aporta sin cesar nuevas interpretaciones, en el sentido en que —como afirma
Henry Rousso (1991)— interesa menos saber  qué pasó, que saber  qué se
hace con lo que pasó; pero no es posible saber qué se hace si se ignora lo
acontecido. Por ello, la memoria histórica estaría contenida en la memoria
colectiva; y, a su vez, sin esa memoria colectiva, sin la posibilidad real de
construir o recrear nuevos referentes, no podría haber historia. Es decir, la
memoria colectiva es la condición indispensable para la permanencia de un
sistema de comportamientos, valores o creencias, en tanto construye refe-
rentes históricos, pues sus efectos se relacionan con la experiencia colectiva que
construye comunidades políticas. De ahí que pensar la memoria colectiva en
Colombia —con los referentes que construyen comunidad política—
implique preguntarse: ¿qué recuerdos y qué olvidos son funcionales para
mantener o transformar la situación de impunidad?, ¿qué apuestas políticas
encierran las modalidades de producción de sujetos, objetos, lugares y
dispositivos de memoria en la esfera pública?
 Lo anterior nos lleva a plantear que el ejercicio de construcción de la
memoria colectiva en Colombia implica comprender cómo se elaboran y se
representan los múltiples referentes de sentido, en un escenario de conflicto
donde lo excluido o lo negado exige referentes concretos de dinámicas anti-
contrahegemónicas como posibilidad emancipadora del pasado, en aras de
alcanzar una transformación social que potencie la opción de confrontar la
versión oficial de la memoria histórica. 
 En el contexto reciente, las diferentes organizaciones y movimientos
sociales que trabajan en la defensa de los derechos humanos, a nivel local,
regional o nacional, aceptan, rechazan o critican las formas de representa-
ción pública de la memoria colectiva, construidas en torno a las nociones de
transición y posconflicto. Esto plantea discusiones ético-políticas respecto
de los marcos jurídicos de la Ley de Justicia y Paz y la Ley de Víctimas, a
propósito de lo cual es pertinente preguntarse: ¿cómo validar socialmente

_  _
los procesos de justicia transicional cuando el conflicto interno permanece
vigente?, ¿hasta dónde estas leyes contribuyen a posicionar públicamente a
las víctimas como actores sociales y sujetos de derechos?
 Así mismo, considerando la legitimación social de instituciones esta-
tales encargadas de reconstruir lo que pasó y de hacer algo con eso que pasó,
creadas a partir de la implementación de las leyes de justicia transicional,
como la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, el Grupo de
Memoria Histórica —ambos establecidos por la Ley de Justicia y Paz— y el
Centro Nacional de Memoria Histórica —instituido por la Ley de Víctimas y
Restitución de Tierras—, es necesario preguntase: ¿quiénes deben ser los
encargados de salvaguardar el patrimonio histórico y simbólico que encarna
la verdad de las víctimas?, ¿cómo poner en relación aquello que causó dolor
y daños a las víctimas con las acciones públicas de carácter permanente
encaminadas a reparar sus efectos y consecuencias individuales y colectivas?
 Teniendo en cuenta las falencias de los marcos normativos de la justicia
transicional, en un escenario que a todas luces no puede definirse como de
posconflicto, la posibilidad actual de avanzar en los diálogos de paz entre el
Gobierno y las guerrillas representa una oportunidad para que la sociedad
colombiana participe activamente en la construcción de un verdadero
Estado social de derecho. Ello depende, en buena parte, del rol que
jueguen  las instituciones estatales como el Centro Nacional de Memoria
Histórica. Este, en su tarea de reconstruir la memoria, debe ser plenamente
consciente de la responsabilidad que implica reconocer y rescatar los aportes
del pasado, y generar acciones responsables frente a la verdad que encarnan
las víctimas. Con este fin debe plantear una estrategia conjunta con los
movimientos y organizaciones sociales que desde hace décadas vienen
adelantando un trabajo riguroso de documentación, sistematización y
análisis de la trayectoria histórica de la violencia sociopolítica. Dicha estra-
tegia puede plasmarse en la creación de una red nacional de iniciativas de
construcción de memoria, que articule los procesos de acompañamiento a
las víctimas a través de acciones de incidencia política y exigibilidad de dere-
chos dirigidas a la democratización de la sociedad. Esta es una condición
intrínseca en cualquier proceso de transición política y social.

_  _
Conclusiones

En Colombia, es importante reconocer la conflictividad que encierran


los múltiples procesos colectivos, gubernamentales y no gubernamentales,
encaminados a la construcción de diferentes versiones de la memoria histó-
rica en torno a los acontecimientos violentos. Desde una perspectiva
psicosocial, es claro que los niveles de afectación de quienes sufren de manera
directa los impactos de la violencia sociopolítica pueden verse minimizados o
exacerbados, dependiendo del grado de visibilización y legitimidad social que
tengan las víctimas. En este sentido, es necesario desarrollar una propuesta de
pedagogía social de la memoria, que permita articular una estrategia de forma-
ción de opinión pública acerca de los estándares internacionales de verdad,
justicia y reparación integral; y, también, una estrategia de acompañamiento
psicosocial, que apunte a la sensibilización, el reconocimiento de las víctimas
y la elaboración de los duelos a partir de la resignificación de las experien-
cias traumáticas.
Uno de los principales desafíos de la implementación de la Ley 1448 de
2011 es la creación del Centro Nacional de Memoria Histórica, como parte
de las políticas públicas de reparación de las víctimas y de la sociedad en su
conjunto. La responsabilidad fundamental de esta instancia es investigar,
documentar y divulgar qué pasó, y consultar a los sectores afectados directa
e indirectamente por la violencia sociopolítica para determinar qué se hace
con lo que pasó. En este sentido, hay que promover la creación de una Red
Nacional de Iniciativas de Construcción de la Memoria, que fomente la
participación activa de las víctimas y organizaciones que trabajan en
procesos de exigibilidad de los derechos humanos. El objetivo de dicha red
es recuperar los ideales y propuestas de sociedad que encarnaban los
proyectos de vida truncados en el pasado por la violencia, para construir
nuevos procesos y relaciones sociales que contribuyan a la democratización
de la sociedad, y, por ende, a una verdadera transición hacia la paz.

_  _
Parte II.

Memoria y resolución de conflictos


e n A m é r i c a L at i n a
C o n t e n i d o p a r t e II .

» Marcela Ceballos Medina


Alcances de las políticas de reparación a víctimas del conflicto armado 113
interno en Colombia y en Perú
Introducción: Colombia y la supuesta transición hacia la paz 113
Estándares universales de la reparación integral a víctimas de conflictos 119
armados internos
La justa medida de la reparación 121
El caso colombiano 122
El caso peruano 126
Conclusiones 130

» Elizabeth Lira
“Paz social”: verdad, justicia, reparación y memoria en Chile 133
Amnistías, impunidad y paz social 134
Chile: 1973-1990 136
Transición politica: verdad, justicia y reparación 137
Otras medidas de reparación 141
La búsqueda de justicia 143
Traumas y pérdidas: el daño psicosocial 144
Una mirada retrospectiva 147
Reflexiones finales 148

» Geoffrey Pleyers y Pascale Naveau


La sociedad civil frente a la violencia y la impunidad en México 151
Introducción 151
La seguridad humana y el espacio de la violencia 153
La economía 156
Una democracia vacía 157
La sociedad civil frente a la violencia 159
Anonymous 168
Conclusión 169

» Alfredo Gómez Muller


Políticas latinoamericanas de exclusión de las memorias culturales
no occidentales: la violencia de los imaginarios nacionales 173
Introducción 173
La nación de “ciudadanos” 175
La nación de “blancos” 178
La nación de “ mestizos” 184
La deconstrucción contemporánea de los imaginarios etnocéntricos 190
de la “nación”

_  _
P a rt e II . M e m o r i a y r e s o l u c i ó n d e c o n f l i c t o s
e n A m é r i c a L at i n a
la vulnerabilidad del mundo
Alcances de las políticas de reparación a
víctimas del conflicto armado interno en
Colombia y en Perú. Análisis comparado de la
Comisión de la Verdad y Reconciliación en Perú
y la Comisión Nacional de Reparación
y Reconciliación en Colombia

Marcela Ceballos Medina

Introducción: Colombia y la supuesta transición hacia la paz

Este documento compara dos experiencias de comisiones de la verdad


creadas durante procesos de superación de la violencia sociopolítica, con el
fin de que el Estado y la sociedad pudieran identificar el daño causado por
esta y, así, enfrentar la reparación a las víctimas en su conjunto. Estas son: la
Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú, creada en junio del año
2001 por el presidente Valentín Paniagua, y la Comisión Nacional de Repa-
ración y Reconciliación de Colombia, creada en el año 2005 por el presidente
Álvaro Uribe Vélez. El análisis comparado de estas experiencias pretende

_  _
identificar los estándares de reparación individual y colectiva adoptados por
dichas comisiones, con el fin de determinar, así, las bases del proyecto político
que, en ambos casos, ha servido de referente para reconstruir el tejido social y
resarcir el daño causado por la violencia sociopolítica y el conflicto armado
interno. El segundo objetivo es dar cuenta del lugar que han ocupado las
víctimas en el proceso de superación de la violencia sociopolítica. Este docu-
mento busca aportar al debate actual acerca de las políticas de reparación
que permitirán superar la violencia sociopolítica y el conflicto armado, al
tiempo que la sociedad avanza en un proceso de construcción de paz.
Utilizo la expresión procesos de superación de la violencia sociopolítica y
no la de procesos de transición (desde situaciones de conflicto armado interno
o de violencia estructural hacia la paz, o desde regímenes autoritarios hacia
regímenes democráticos), porque este último implica: 1) que ha sido supe-
rado el conflicto armado interno (Uprimny, Botero, Restrepo y Saffon,
2006); 2) que se ha iniciado un proceso participativo, masivo y público de
esclarecimiento de los hechos y desmonte de las estructuras perpetradoras
de la violencia (Ceballos, 2008); 3) que, como resultado de este proceso, la
sociedad ha avanzado en la construcción de un consenso ético acerca del
pasado violento (Hayner, 2001). Esto último implica un acuerdo social respecto
de cuáles son los crímenes condenables, cuál es la dimensión del daño, cuál es
el universo de las víctimas, quiénes son los responsables de dichos crímenes,
cuáles son las medidas de justicia y de reparación a las que tienen derecho las
víctimas, cuáles son los mecanismos y estructuras que perpetuaron la violencia,
cuáles son las reformas y medidas necesarias para impedir que se repitan
estos hechos; 4) que se ha avanzado en medidas de reparación a víctimas de
la violencia sociopolítica. Estos dos últimos puntos son condiciones necesa-
rias, aunque no suficientes, del proceso de reconciliación en etapas de
posconflicto.
En Colombia, aunque con avances importantes en muchos de estos
puntos, los procesos de verdad, reparación integral y construcción de paz
apenas comienzan y enfrentan obstáculos asociados a la implementación del
marco normativo que les dio vida, en medio de un conflicto armado persis-
tente. La negociación con grupos armados en abierta confrontación con el

_  _
Estado ha sido incompleta. Se iniciaron procesos de desarme, desmoviliza-
ción y reinserción, en 1991, con algunos grupos guerrilleros, y solo hasta el
segundo semestre de 2012 ha habido avances en los diálogos con la guerrilla
de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), sin que se
hayan fijado acuerdos de paz que permitan hablar de una transición. En
materia normativa, durante el 2012 el proyecto de ley “Marco jurídico para
la paz” le entregó al Gobierno nacional los instrumentos para una justicia
transicional en caso de la desmovilización de algún grupo armado ilegal y se
convirtió en reforma constitucional tras su aprobación en el Senado.
No obstante, son múltiples las críticas que ha recibido el mencionado
proyecto por parte de organizaciones de derechos humanos y de la Organi-
zación de Naciones Unidas (ONU). Una de estas críticas se refiere a que el
proyecto contempla mecanismos de negociación con grupos al margen de la
ley y, al mismo tiempo, beneficios para miembros de la fuerza pública invo-
lucrados en violaciones a los derechos humanos. Esto implica un tratamiento
similar a unos y otros, sin tener en cuenta que el Estado tiene la responsabi-
lidad primaria de proteger la vida e integridad de todos los ciudadanos. En
esa medida, en el marco de un proceso político que busca fortalecer el Estado
social de derecho y consolidar la democracia, las fallas del Estado en el deber
de protección, consideradas como violaciones a los derechos humanos, no
pueden ser objeto de medidas de indulto, amnistía o beneficios.
Segundo, se mantiene la confrontación armada y la crisis humanitaria
derivada de la degradación del conflicto interno. Si bien, el informe del año
2011 elaborado por la Oficina en Colombia del Alto Comisionado de
Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ONU, Consejo Económico y
Social, 2011) reporta avances en la promoción y protección de los derechos
humanos, así como importantes iniciativas legislativas y de políticas públicas
de acción contra la corrupción y el despojo de tierras, también señala que
persisten las violaciones a los derechos humanos y las infracciones al derecho
internacional humanitario (DIH) por acción directa de agentes estatales y de
grupos al margen de la ley (ONU, Consejo Económico y Social, 2011). El
informe señala dos aspectos centrales que amenazan la consolidación de
una cultura y un régimen democrático: 1) la impunidad como un problema

_  _
estructural que afecta negativamente el disfrute de los derechos por parte de la
mayoría de la población colombiana; 2) la crisis humanitaria derivada de diná-
micas que perpetúan la violencia sociopolítica, entre ellas, la presencia de
grupos paramilitares reconfigurados, a los que se atribuye una serie de
amenazas y agresiones contra defensores de los derechos humanos, líderes
comunitarios, sociales, afrocolombianos e indígenas, sindicalistas y perio-
distas; así como prácticas persistentes de algunos agentes estatales en contra
de la población civil, por ejemplo, las ejecuciones extrajudiciales1.
En segundo lugar, la sociedad colombiana no ha participado abierta-
mente de un proceso de esclarecimiento público sobre los hechos y mecanismos
de perpetuación y legitimación de diversas prácticas de violencia dirigidas
contra actores sociales estigmatizados y perseguidos, sea a través de comi-
siones de la verdad o de audiencias públicas con participación de diversos
sectores de la sociedad civil. En su lugar, el esclarecimiento de la verdad se ha
concentrado en los mecanismos judiciales contemplados por la Ley 975 de
2005, que se enfoca en las versiones libres de miembros de grupos paramili-
tares, sin que las víctimas tengan un espacio con garantías para exponer su
versión de los hechos y dar cuenta de los daños causados por los victimarios.
En este mismo punto relativo a la verdad, los mecanismos extrajudi-
ciales han delegado la labor de reconstrucción de la memoria histórica a un
grupo de expertos, a través del Área de Memoria Histórica —previamente
adscrita a la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, hoy en día,
Departamento para la Prosperidad Social de la Presidencia de la Repú-
blica—. A partir de la aprobación y reglamentación de la Ley de Víctimas
(Ley 1448 de 2011), esta labor se delega al Centro Nacional de Memoria
Histórica. La metodología utilizada por este grupo de expertos, para los
análisis de los hechos, se basa en casos emblemáticos, considerados como
tales a partir de criterios definidos por los profesionales que conforman esta
instancia, más que en la construcción de un mapa completo que permita

1 Hasta agosto de 2011, la Unidad Nacional de Derechos Humanos de la Fiscalía tenía asignado un
total acumulado de 1.622 casos de presuntos homicidios atribuidos a agentes del Estado, que
involucraban a 3.963 miembros de la fuerza pública, y se habían proferido 148 sentencias
condenatorias.

_  _
construir una tipología del universo de crímenes de lesa humanidad y viola-
ciones a los derechos humanos en Colombia. Si bien, la labor de investigación
de esta instancia contribuye a la comprensión de las causas de la violencia, se
queda corta en la identificación del universo de las víctimas, los aportes a la
sanción de los responsables, un inventario de violaciones a los derechos
humanos en el sentido histórico y la medición de los daños. Por esta razón,
los procesos y resultados de este tipo de reconstrucción de memoria histó-
rica no se articulan adecuadamente con las políticas de reparación integral
dirigidas a las víctimas.
En síntesis, Colombia ha iniciado un proceso de reparación en medio
del conflicto armado, sin que se haya identificado previamente la magnitud
de los daños causados mediante un proceso validado socialmente y con
participación amplia de todos los sectores. Por ende, no ha habido el sustento
social y político necesario para las políticas de restitución de tierras y repara-
ción a víctimas del Gobierno nacional2.
Los estándares de reparación están determinados principalmente por
dos aspectos del marco normativo interno: el marco legal para la paz, que
incluye la legislación orientada a enfrentar y dar cuenta del pasado, y el
marco jurídico interno de prevención, atención, protección, restitución y
políticas de reparación integral a víctimas del conflicto armado interno. Esto
equivale a dos tipos de políticas públicas: aquellas que buscan desarticular
estructuras armadas y sancionar a responsables de violaciones a los derechos
humanos y las que buscan reparar a las víctimas de dichas violaciones.
Aquí se examinan principalmente las políticas de reparación dirigidas a
personas en situación de desplazamiento forzado por efecto del conflicto

2 Antes de la aprobación de la Ley 1448 de 2011, los cálculos del Gobierno sobre el despojo y
abandono forzado de tierras oscilaban entre 5 y 6 millones de hectáreas (incluían registros
oficiales de bienes abandonados desde el año 2004 hasta el año 2010), cifra similar a la presentada
por la Comisión de Seguimiento a la Sentencia T-025 sobre desplazamiento forzado. El nuevo
informe del Programa de Protección de Tierras y Patrimonio de la Población Desplazada (PPTP),
de enero del 2011, permite decir que el total de tierras abandonadas por desplazamiento forzado
supera los 8 millones de hectáreas, que corresponden a 280.000 predios. Esto es aproximadamente
el 10 % de los predios del registro catastral del país e incluye registros anteriores al año 2004
(González Posso, 2012).

_  _
armado interno, debido a que, del total del universo de víctimas, estas repre-
sentan el mayor número: en Perú, según el informe del representante del
secretario general de Naciones Unidas, Sr. Francis M. Deng, presentado con
arreglo a la Resolución 1997/39 de la Comisión de Derechos Humanos
(ONU, Consejo Económico y Social, 1998a)3, hay entre 600.000 y 1 millón
de personas en situación de desplazamiento forzado.
En Colombia, por su parte, la organización no gubernamental Consul-
toría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento (Codhes) registra un
acumulado de aproximadamente 5.281.000 personas internamente despla-
zadas (desde el año 1985 al 30 de junio de 2011). El conteo de personas
desplazadas fue realizado a partir de los eventos registrados por esta organi-
zación4.
El Gobierno nacional, en su sistema de registro de población despla-
zada, incluye solo las declaraciones aceptadas para recibir atención del
Estado, y reporta un número significativamente menor al planteado por
Codhes: 3.692.783 personas en situación de desplazamiento, desde el 1.º de
enero de 1997 al 30 de junio de 2011, año en que comenzó a operar el Sistema
de Registro Oficial (administrado hasta el 1.º de enero de 2012 por Acción
Social de la Presidencia). El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para
los Refugiados (Acnur) calificó a Colombia como el país con mayor número
de personas internamente desplazadas por la violencia en el mundo, y
calculó esta cifra en más de 3 millones (Acnur, 2010).
Teniendo en cuenta la gravedad y la magnitud del fenómeno del despla-
zamiento en Colombia, cabe decir que la reparación material a la población
en situación de desplazamiento forzado hace parte de los procesos de recons-
trucción nacional y, en esa medida, determina la sostenibilidad de la paz a
largo plazo. Los avances en materia de restitución de tierras que aporta la
Ley 1448 de 2011 son una base en la reparación material.

3 Presentado ante el 52o. Periodo de Sesiones del Consejo Económico y Social de Naciones Unidas,
E/CN.4/1996/52/Add.1, 1.º de abril de 1996. El informe de la Comisión de la Verdad, presentado
en agosto de 2003, menciona 600.000 personas desplazadas.
4 Esto significa que, si una sola persona se desplaza varias ocasiones, es probable que sea incluida
en el conteo repetidas veces, ya que no se trata de un censo de población desplazada.

_  _
Este documento está dividido en tres partes. La primera identifica los
estándares de reparación adoptados por la CVR en el Perú y por la CNRR en
Colombia. Para ello, retoma el concepto de reparación integral de la norma-
tiva internacional, con el fin de establecer hasta qué punto el marco jurídico
adoptado por los dos países, y los mecanismos para aplicarlo en procesos de
transición o de profundización democrática, se ajustan a esos “tipos ideales”.
En la segunda parte se examinan desarrollos normativos internos, previos o
posteriores a las mencionadas comisiones de Colombia y Perú, sobre están-
dares o referentes para una política nacional de reparación. Las conclusiones
cierran este análisis comparado.

Estándares universales de la reparación integral a víctimas de


conflictos armados internos

La llamada justicia transicional comprende una serie de medidas que


modifican el marco normativo de un país, con el fin de facilitar el paso de un
régimen dictatorial a uno democrático, o para que el fin de un conflicto
armado interno se traduzca en condiciones sostenibles para la paz y la esta-
bilidad nacional. El gran reto de las medidas adoptadas en el marco de la
justicia transicional es garantizar que se aplique para los casos de violaciones
a los derechos humanos y crímenes contra la humanidad, con el fin de avanzar
hacia procesos reales de desarme, desmovilización y reinserción de grupos al
margen de la ley.
El informe final del relator especial sobre impunidad (ONU, Consejo
Económico y Social, 1997) y el conjunto de Principios para la Protección y la
Promoción de los Derechos Humanos mediante la Lucha contra la Impu-
nidad5 (ONU, Consejo Económico y Social, 2005) de 1997 son el referente
primero en el acceso a la verdad, la justicia y la reparación durante periodos de
transición. La norma internacional que se desprende del Estatuto de la Corte
Penal Internacional (CPI), más conocido como Estatuto de Roma (ONU,
Asamblea General, 1998b), promulgado por la Conferencia Diplomática de

5 Denominado conjunto de Principios Joinet.

_  _
Naciones Unidas en 19986, es el segundo referente. Estos dos documentos
consagran la indivisibilidad del derecho a la verdad, la justicia y la repara-
ción integral.
El estándar más alto establecido por la norma internacional vigente
para la reparación integral contempla una dimensión individual y una
dimensión colectiva de los daños sufridos por las víctimas. En la perspectiva
individual, la reparación a las víctimas de violaciones a los derechos humanos
y de infracciones al derecho internacional humanitario adquiere las siguientes
dimensiones: 1) restitución de las condiciones iniciales en las que se encontraba
la persona antes de que sus derechos hubieran sido vulnerados; 2) indemniza-
ción, referida a las acciones por parte del Estado para enmendar los daños o
perjuicios causados a la víctima; 3) rehabilitación, que comprende programas
o políticas específicas enfocadas a garantizar el proceso de atención a la salud
mental y física que enfrentan las víctimas y sus familiares; 4) medidas de satis-
facción, y 5) garantías de no repetición.
En estos documentos se resalta la importancia del carácter público de la
verdad, como requisito sin el cual no es posible la reparación integral.
También, del carácter simbólico y restaurador del esclarecimiento de los
hechos de violencia, la participación de las víctimas en estos procesos, la
identificación y sanción de los culpables, el reconocimiento por parte del
Estado y de los responsables ante la sociedad de los hechos y efectos de victi-
mización. Estas medidas adquieren relevancia política cuando su fin es la
reparación colectiva de las víctimas. Si se considera la necesidad de sanar las
heridas del pasado para alcanzar una convivencia pacífica y un nuevo pacto
social que avance hacia la reconciliación nacional, basada en un genuino
reconocimiento de los daños ocasionados y de los impactos sufridos por los
afectados, estos procesos adquieren incluso una fuerza histórica esencial.
Finalmente, cabe mencionar las medidas de prevención y las garantías
de no repetición de violaciones a los derechos humanos e infracciones al

6 La CPI es el tribunal internacional encargado de investigar y procesar a aquellos individuos


acusados de cometer genocidios, crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra. La CPI
tiene jurisdicción sobre actores estatales y no estatales, tales como grupos rebeldes y organizaciones
paramilitares.

_  _
DIH, entre las que se cuentan la limitación de la jurisdicción de los tribu-
nales militares, el fortalecimiento de la independencia de la rama judicial y
la reforma de las leyes que permitan o contribuyan a la violación de derechos
humanos, entre otras.

La justa medida de la reparación

La CNRR en Colombia y la CVR en Perú han tenido que enfrentarse a


particularidades del proceso de transición que hacen difícil alcanzar los obje-
tivos planteados para la reparación integral. Surgieron en contextos de
gobiernos civiles, con vigencia de los mínimos derechos constitucionales —al
menos en el papel— y con el reconocimiento oficial de las libertades demo-
cráticas. No obstante, esta relativa estabilidad del régimen constitucional
contrasta con la inestabilidad política en medio de la cual se dio origen a las
comisiones en ambos países. En Colombia, el contexto es la persistente crisis
humanitaria y el conflicto armado interno que la genera, así como los escán-
dalos de colaboración de miembros del Gobierno nacional, la fuerza pública,
congresistas, concejales, alcaldes, gobernadores y miembros de asambleas
departamentales, con grupos armados al margen de la ley, principalmente
paramilitares7. Estos nexos entre políticos y grupos paramilitares fueron
confirmados por las declaraciones del exjefe paramilitar Salvatore Mancuso
en el año 2003, cuando afirmó que el 35 % del Congreso estaba al servicio de
las políticas de estas estructuras al margen de la ley.
En Perú, se trató de la caída del gobierno de Alberto Fujimori en el año
2000, después de los escándalos por fraude electoral y de corrupción; la
persistencia de acciones aisladas por parte de reductos de la guerrilla de
Sendero Luminoso, que aún hoy continúan causando desplazamientos
forzados a pequeña escala, y practicando el reclutamiento forzoso y el
7 De acuerdo con la ONG Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz), al 27 de abril
de 2012, dos congresistas —del total elegido para el periodo 2010-2014— habían sido detenidos
por participar o apoyar grupos paramilitares, nueve estaban siendo investigados y quince habían
heredado los votos de otro congresista implicado en investigaciones penales por apoyo a estos
grupos. Para el periodo 2006-2010, había dieciséis investigados y veintisiete detenidos (para un
total de cuarenta y tres) (Espitia, 2012).

_  _
bloqueo de caminos, a pesar de que la mayoría de sus líderes fueron captu-
rados en la década del noventa (Global IDP Project, 2004, p. 3).

El caso colombiano

En Colombia, el proceso de desarme y desmovilización de los grupos


paramilitares, autodenominados Autodefensas Unidas de Colombia (AUC),
adelantado por el gobierno de Álvaro Uribe Vélez (2002-2006), ha sido criti-
cado por organismos intergubernamentales y por organizaciones sociales y
defensoras de los derechos humanos, tanto nacionales como internacionales,
desde los inicios mismos de dichas negociaciones. Las irregularidades de
este proceso han sido ampliamente denunciadas por la Misión de Apoyo al
Proceso de Paz con los grupos paramilitares de la Organización de Estados
Americanos (MAPP/OEA, 2006) y por la Oficina del Alto Comisionado de
Naciones Unidas para los Derechos Humanos, en el informe anual para
Colombia (Oacnudh, 2006).
La CNRR surgió en un contexto complejo, marcado particularmente
por la ambigüedad moral y la corrupción política, en el año en que la opinión
pública conocía las investigaciones adelantadas por la Fiscalía por fraude
electoral y nexos con los grupos paramilitares contra el jefe de la campaña
política de Álvaro Uribe Vélez durante las elecciones presidenciales reali-
zadas en el año 20028. Según Oacnudh (2006), la profundización de la crisis
humanitaria en Colombia persiste a pesar de las negociaciones del gobierno
de Álvaro Uribe con los grupos paramilitares. Un ejemplo de la fragilidad de
este proceso transicional se refleja en el hecho de que las garantías electo-
rales se vieron amenazadas durante los periodos de los años 2002, 2003,
2005 y 2006, tanto por las acciones de la guerrilla de las Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia (FARC), como por las presiones y agresiones
8 El primer proceso en contra de Jorge Noguera, exjefe de campaña política del expresidente para
la costa atlántica, por fraude electoral, se adelantó en el año 2005 y aún no se ha resuelto. Después
de ser nombrado como director del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), máximo
órgano de la policía secreta que depende del presidente, se vio obligado a retirarse de su cargo a
finales de 2005 por denuncias en su contra debido a presuntos nexos con grupos paramilitares.
Véase Salazar (2006).

_  _
de los grupos paramilitares con intención de participar en la política (PNUD,
2006).
En estos contextos, los estándares de reparación a las víctimas de viola-
ciones a los derechos humanos y al DIH se han visto sometidos a fuertes
presiones por parte de la comunidad internacional y de la opinión pública
nacional, además de las expectativas de personas afectadas directamente por
conflictos armados internos prolongados, que esperan la aplicación de polí-
ticas de reparación en el ámbito nacional. La CNRR fue creada mediante la
Ley 975 de 2005 —llamada de Justicia y Paz—, bajo el Decreto Reglamen-
tario 4760 de 2005, los cuales constituyen el marco jurídico para el proceso
de desmovilización de las Autodefensas Unidas de Colombia. En estas
disposiciones legales, se definen los términos de la reparación integral con
los cinco componentes contenidos en el Estatuto de Roma de la CPI y se
establece el horizonte de la reconciliación como mandato ético. En la hoja de
ruta de la CNRR, se señalan cuatro principios fundamentales: transparencia,
integridad, independencia y autonomía.
La reparación colectiva ha sido definida por la CNRR en términos de la
reconstrucción psicosocial de las poblaciones afectadas y de los actos de
reparación simbólica, que apuntan a subsanar el daño moral. La reparación
individual comprende la restitución, la indemnización, la rehabilitación, la
satisfacción y las garantías de no repetición. Sin embargo, el marco jurídico
establecido por la Ley de Justicia y Paz y la CNRR se concentra, de manera
casi exclusiva, en la restitución económica de los daños materiales, mediante
la entrega de bienes obtenidos ilícita o lícitamente por los responsables de
los hechos que se acojan a los beneficios de la Ley 975 de 20059. Las legisla-
ciones penal y civil, respectivamente, contemplan diferentes mecanismos de
reparación de las víctimas de un delito. Dicha reparación estaba encaminada
principalmente a obtener indemnización económica a cargo de los autores
materiales e intelectuales del delito, “siempre y cuando hayan sido declarados

9 Las listas entregadas por el Gobierno nacional a la Fiscalía, con los nombres de los integrantes de
las denominadas AUC que se someterían a la Ley de Justicia y Paz (2.600 excombatientes), no se
corresponden con la información que esta entidad tiene sobre el número de personas que han
ratificado esta decisión (menos de 20). Véase “La verdad con cuentagotas” (2006).

_  _
culpables por la autoridad judicial competente y se imponga la respectiva
sentencia condenatoria” (CNRR, 2006, p. 5).
Así, el acceso a la reparación integral de la totalidad de las víctimas
estaba muy limitado, en la medida en que se condicionaba a los resultados
de la investigación penal sobre el responsable de los daños: “El Tribunal
Superior de Distrito Judicial, al proferir sentencia, ordenará la reparación a
las víctimas y fijará las medidas pertinentes” (Ley 975 de 2005, art. 23). Esto
significa que, por fuera de los mecanismos dispuestos por la justicia ordi-
naria, no había una política de reparación integral aplicable en el ámbito
nacional.
La Ley 1448 de 2011 intenta superar las falencias de la norma anterior,
estableciendo medidas de restitución de bienes a población que haya sufrido
el desplazamiento forzado por hechos reportados a partir del 1.º de enero de
1991. Esta definición excluye a gran parte de la población víctima de la
violencia sociopolítica desde el comienzo de los procesos de migración
forzada masiva reportados en la segunda mitad del siglo XX. Además, la
definición de víctima se remite a los hechos de victimización ocurridos a
partir del 1.º de enero de 1985, y deja por fuera violaciones a los derechos
humanos y crímenes de lesa humanidad cometidos antes de la mencionada
fecha y por fuera del conflicto armado interno.
De otro lado, no se han cumplido aspectos fundamentales de la repara-
ción colectiva, como la declaración pública que restablezca la dignidad de las
víctimas y de las personas vinculadas a ellas (art. 45.2 de la Ley 975 de 2005),
ni el reconocimiento público por parte de los victimarios de haber causado
daños a las víctimas, la declaración pública de arrepentimiento, la solicitud
de perdón a las víctimas y la promesa de no volver a repetir ni a justificar o
legitimar las conductas punibles (art. 45.3). Al contrario, los informes de
organismos nacionales e internacionales encargados de la defensa y promo-
ción de los derechos humanos han señalado la reincidencia de los grupos
desmovilizados en actividades ilícitas y la conformación de otros nuevos,
por lo que han calificado el proceso de reinserción de los paramilitares como
“endeble”10.
10 El último informe de la ONG Indepaz (2012) señala que, para el año 2011, se reportaron

_  _
En tercer lugar, aunque el Decreto Reglamentario 4760 de 2005 señaló
que quienes reincidieran en actividades delictivas perderían los beneficios
penales (penas alternativas) que otorga la Ley de Justicia y Paz, a pesar de
que se siguen constatando las prácticas de victimización y revictimización,
se han mantenido intactas las políticas de seguridad que vinculan a reinser-
tados de grupos paramilitares en actividades de policía cívica. Se ha
desconocido, así, el riesgo que implica para la población civil en regiones
donde, antes de la desmovilización, ejercieron el terror como método de
control político y social (Oacnudh, 2006).
La continuidad del fuero militar, inicialmente planteada en la actual Ley
de Reforma a la Justicia del gobierno de Juan Manuel Santos, cuestiona la
supuesta transición hacia la paz. En su lugar, el Gobierno debería promover una
estructura en la que los crímenes cometidos por agentes estatales, en el caso de
las fuerzas militares, sean juzgados por tribunales de la justicia ordinaria.
No obstante los avances que se desprenden de la sentencia de la Corte
Constitucional, el informe de Naciones Unidas hace una buena síntesis de
las limitaciones de la gestión de la CNRR en términos de verdad, justicia y
reparación. Respecto del esclarecimiento de la verdad se señala:
La Ley establece la creación de una Comisión Nacional de Reparación y
Reconciliación, la cual, a pesar de tener muchísimas y dispersas funciones,
cuenta con pocas atribuciones legales para tomar decisiones que redunden
en beneficio del derecho de las víctimas a la verdad, la justicia y la reparación
integral. Aunque en sus facultades se incluye la de presentar un informe
público sobre las razones del surgimiento y evolución de los grupos armados
ilegales, dicho informe no responde adecuadamente a garantizar los
principios internacionales en materia de derecho a la verdad. (ONU, Consejo
Económico y Social, 2006)

Por último, el informe es escéptico frente a la independencia de la


CNRR, dado que sus miembros son integrantes del alto gobierno y los repre-

aproximadamente 40 estructuras paramilitares en el país, con presencia en 406 municipios de 31


departamentos, lo que indica un incremento con respecto al año 2008, cuando se registró
presencia de estos grupos en 259 municipios de 31 departamentos.

_  _
sentantes de la sociedad civil fueron elegidos por el entonces presidente,
Álvaro Uribe Vélez. Por otra parte, no hay suficiente representatividad de las
víctimas en esta comisión (no hay ninguna en nombre de las organizaciones
de desplazados), que, además, comenzó a funcionar sin que se hubiesen
designado los representantes de estas organizaciones. Por último, cabe
agregar que si una de las labores de la CNRR es la de supervisar las medidas
de reparación que comenzaron a implementarse sin que antes se hubiese
avanzado eficazmente en la búsqueda de la verdad, ello implica que estos
estándares judiciales podrían estar desfasados de las necesidades reales del
país en materia de derechos humanos, como fundamento de una verdadera
transición hacia la paz.

El caso peruano

En Perú, el proceso de la CVR fue diferente. En primer lugar, aunque la


CVR tampoco tuvo atribuciones legales ni cumplió con funciones judiciales,
designó un ente para vigilar el seguimiento a sus recomendaciones, mediante
los proyectos de ley 7045 y 6857 de 2003, con el fin de regular las funciones
del Consejo Nacional de Reconciliación. Así, garantizaba la continuidad de
políticas de reparación, independientemente de la orientación del Gobierno
nacional, estableciendo estos criterios con base en la investigación previa
sobre los hechos sucedidos durante veinte años de conflicto armado interno.
El Plan Integral de Reparaciones de la CVR, mencionado en su informe final
y presentado en el año 2003, fue resultado de este proceso durante el cual la
comisión recogió aproximadamente diecisiete mil testimonios y consideró,
como parte de su enfoque diferencial, la inclusión de versiones sobre el
pasado en lenguas distintas al castellano, y otorgó un lugar primordial al
enfoque diferencial de género y étnico.
La CVR surgió con el propósito de investigar y hacer pública la verdad
sobre los veinte años de violencia política iniciados en Perú en el año de
1980, con el objetivo de establecer patrones de crímenes de lesa humanidad
y violaciones de los derechos humanos, y determinar cuáles fueron los
grupos y entes sociales, económicos y políticos comprometidos en los hechos

_  _
violentos y su responsabilidad. Así mismo, dentro de su mandato, la CVR
consideró la importancia de elaborar un estimativo en torno a la magnitud
de la violencia, medida en términos del número de personas afectadas y de
los impactos que el conflicto tuvo en las distintas dimensiones de la sociedad
peruana. Este mandato permitió tener una perspectiva más amplia de la
problemática analizada, lo cual contribuyó al diseño de criterios para la repa-
ración a las víctimas, ajustados a los estándares internacionales en materia de
derechos humanos. Los análisis para clasificar los hechos de violencia en las
categorías de crímenes y violaciones, así como para determinar las responsa-
bilidades de cada caso, se ciñeron a los criterios establecidos por el Estatuto
de Roma de 1998 —basados en la teoría del dominio del hecho y de los
aparatos organizados de poder—. Por ello, se recomendó a los jueces y
fiscales hacer la interpretación acorde con esta norma internacional.
En segundo lugar, la CVR, desde el principio, estableció metas a largo
plazo para el proceso de reparación integral, al fijarse un horizonte de recon-
ciliación y plantear al Gobierno reformas estructurales que hicieran posible
alcanzarlo:
La CVR propone que el gran horizonte de la reconciliación nacional es el de la
ciudadanía plena para todos los peruanos y peruanas. A partir de su mandato de
propiciar la reconciliación nacional y de sus investigaciones realizadas, la CVR
interpreta la reconciliación como un nuevo pacto fundacional entre Estado y
sociedad peruanos, y entre los miembros de la sociedad. (CVR, 2004, p. 465)

En síntesis, la reconciliación se asimiló a la eliminación de las prácticas


de discriminación que originaron el conflicto armado en Perú; es decir, la
CVR del Perú planteó una política pública para resolver las causas estructu-
rales del conflicto.
En tercer lugar, el conjunto de recomendaciones por parte de la CVR para
lograr la reconciliación contemplaba amplias reformas a la institucionalidad,
entre las cuales se plantearon: el control civil sobre los servicios de inteligencia
militar, el fortalecimiento de la independencia y la autonomía de la administra-
ción de justicia, el cumplimiento del debido proceso y el respeto a los derechos
humanos, así como cambios fundamentales en el sistema penitenciario. Este

_  _
tipo de recomendaciones contribuyeron a la reflexión sobre las garantías de
no repetición, y ayudaron a legitimar la necesidad de crear un ente encar-
gado de la supervisión de estas políticas.
En cuarto lugar, el Plan Integral de Reparaciones contempló las repara-
ciones simbólicas, las reparaciones en el campo de los derechos económicos
y sociales (salud y educación, específicamente), la restitución de derechos
ciudadanos a partir de un enfoque de discriminación positiva con accesos
preferenciales para las víctimas, el Programa de Reparaciones Económicas,
el Programa de Reparaciones Colectivas, el Plan de Investigaciones Antro-
pológico-Forenses, la protección de la información, entre otros aspectos. En
síntesis, estos estándares se fijaron con un horizonte de cambio estructural
más amplio que el mencionado en el caso colombiano. El marco normativo
en este último ha sometido la reparación a múltiples procesos judiciales y la
restitución, a la constatación del despojo como realidad jurídica.
La reparación integral en el caso peruano no estuvo centrada en la
restitución mediante entrega de ayudas económicas a las víctimas y sus
familiares, o en la restitución de bienes materiales, sino en el acceso a los
derechos económicos y sociales de una manera más amplia, que contem-
plaba el enfoque diferencial como base para el diseño de las políticas de
reparación integral. El reconocimiento de derechos colectivos de las comu-
nidades indígenas y el lugar especial que las mujeres ocuparon, a partir de
una perspectiva de género, son un ejemplo de este enfoque de reparación.
A pesar de sus fortalezas y alcances con respecto a la experiencia colom-
biana en materia de reparación de las víctimas de la violencia sociopolítica,
la experiencia peruana también tiene vacíos. Algunos se reflejan en el hecho
de que el informe de la CVR contemplaba la creación de un Comité Consul-
tivo de Víctimas de la Violencia, integrado por siete representantes de
víctimas de crímenes y violaciones a los derechos humanos, designados por
el presidente de la República. Esto implicó que se presentaran los mismos
problemas de falta de independencia y poca representatividad, y participa-
ción activa de los diversos sectores afectados, señalados anteriormente en el
caso colombiano.

_  _
En quinto lugar, el financiamiento para garantizar el funcionamiento
del Consejo Nacional de Reconciliación siguió un esquema similar al de la
CNRR y el Fondo de Reparación a Víctimas en Colombia (dineros prove-
nientes de la cooperación internacional y recursos no especificados, derivados
del presupuesto de la nación). Pero, en Perú, las medidas adoptadas posterior-
mente contaron con partidas presupuestales específicas y fueron incorporadas
a las distintas entidades estatales como parte de una política integral de repa-
ración. Los avances previos en materia de atención a víctimas se profundizaron.
El Plan de Apoyo al Repoblamiento, por ejemplo, había creado en 1996 un
registro provisional de identidad para los desplazados, y, en el año 2003, ya
tenía registrados aproximadamente a setecientos mil indocumentados
(Global IDP Project, 2004, p. 6).
En mayo de 2004, entró en vigencia la nueva ley sobre desplazados
internos en Perú, la cual reconoce la situación especial de las personas
víctimas del desplazamiento forzado interno. Fue adoptada en seguimiento
de las recomendaciones de la CVR y refleja la normativa internacional de los
Principios Rectores sobre Desplazamiento Interno de la ONU. El Ministerio
de la Mujer y el Desarrollo Social fue designado para implementar esta ley, en
coordinación con otras autoridades, y el presidente Toledo señaló que “la ley
debía proveer compensación a todos los peruanos afectados por el desplaza-
miento interno dentro del conflicto armado” (Acnur, 2004). Para ello, dicha
ley consignó la necesidad de desarrollar una base de datos con información
recabada sobre las personas retornadas e internamente desplazadas.
En resumen, el desarrollo de un marco normativo interno que comprende
medidas de reparación integral a víctimas del conflicto armado en Perú surgió
como consecuencia del proceso de búsqueda de la verdad promovido por la
CVR. Este desarrollo legislativo fue un efecto resultante de la importancia
que el mandato oficial de la CVR otorgó al seguimiento de sus recomenda-
ciones. También es relevante considerar que ese proceso se inició en una
etapa transicional, es decir, cuando se había finalizado el conflicto armado
interno.
En el caso peruano, también se pueden señalar serias dificultades simi-
lares a las del caso colombiano para aplicar estos estándares de reparación

_  _
integral. A modo de ejemplo, cabe decir que son escasas las medidas de
reparación moral y simbólica, tales como el reconocimiento público de la
responsabilidad y la petición pública de perdón en aras del restablecimiento
de la dignidad de las víctimas, por parte de las Fuerzas Armadas que partici-
paron en crímenes de lesa humanidad y violaciones a los derechos humanos.
En el mismo sentido, a pesar de que estaban contemplados formalmente,
puede afirmarse que en Perú, hasta el momento, no han sido significativos
los avances en la modificación de las estructuras sociales que originaron la
exclusión de los sectores sociales —campesinos e indígenas, principal-
mente— históricamente victimizados, en la medida en que persisten las
desigualdades sociales (Del Pino, 2004, pp. 11-62). Los procesos de retorno
de población desplazada se dieron sin acompañamiento ni seguimiento por
parte del Estado, y actualmente no se cuenta con información precisa sobre
el estatus jurídico y la ubicación de los bienes abandonados por la población
desplazada.

Conclusiones

El análisis previo permite señalar dos puntos esenciales sobre los están-
dares de reparación integral en Colombia y Perú. En Colombia, los estándares
de la reparación, adoptados por la Comisión Nacional de Reparación y
Reconciliación (CNRR), se acogieron a lo estipulado en el marco jurídico
para regular el proceso de desmovilización y reincorporación de las AUC
(Ley 975 de 2005 y los decretos reglamentarios que se desprenden de esta).
En este sentido, la gran falla fue desconocer un marco jurídico y legal previo,
bastante más amplio que el marco jurídico adaptado para unas circunstan-
cias específicas, cuyas particularidades generaron enormes limitaciones y
desajustes en lo relativo a la aplicación y el cumplimiento de los estándares
internacionales para atender a las víctimas del desplazamiento forzado
interno11.

11 Véanse Sentencia T-025 de la Corte Constitucional de Colombia sobre restablecimiento de derechos


a víctimas del desplazamiento forzado interno, Ley 387 de 1997 sobre política de atención al
desplazamiento forzado interno por causa de la violencia, Documento Conpes 3400 de noviembre

_  _
Esto implica una falla de fondo aún más grave. En Colombia, la CNRR
adoptó parámetros de reparación que, desde el comienzo, no se correspon-
dían con los resultados de un proceso real de búsqueda de la verdad, tanto
histórica como judicial. Este proceso comenzó después de la implementa-
ción de las medidas de reparación, de una manera bastante limitada. La
CNRR, representada por el Grupo de Memoria Histórica, centró sus investi-
gaciones en una serie de casos emblemáticos seleccionados por un equipo de
académicos e intelectuales escogidos por el Gobierno. A pesar de su idoneidad
profesional, el equipo no ha podido asumir una posición totalmente inde-
pendiente a la del Gobierno nacional.
Como se dijo anteriormente, el caso de la Comisión de la Verdad y la
Reconciliación (CVR) de Perú contrasta con el caso colombiano, en la medida
en que la CVR peruana se acogió a los estándares desarrollados en la norma-
tiva internacional contemplada en el Estatuto de Roma de la Corte Penal
Internacional. La legislación interna adoptó posteriormente las recomenda-
ciones de la CVR para elaborar la ley sobre desplazados internos de 2004, y
para darle seguimiento al informe final de la Comisión de la Verdad. Estos
desarrollos en el marco jurídico interno han resultado del proceso de
búsqueda del esclarecimiento histórico de la verdad y de las recomenda-
ciones de la CVR.
En síntesis, teniendo en cuenta los alcances y vacíos de estas dos expe-
riencias latinoamericanas, cabe afirmar que no es posible llevar a cabo un
proceso de reparación integral, coherente con las demandas y necesidades
de las víctimas y de las sociedades afectadas por la violencia sociopolítica
que está en la base de los conflictos armados internos, sin un proceso de
verdad previo, que permita entender el carácter estructural de dicha
violencia. En el caso de Colombia, primero se establecieron los estándares de
reparación —que, en buena medida, dependen de la discrecionalidad de los
victimarios (miembros de los grupos armados al margen de la ley, que se
acogieron a la Ley de Justicia y Paz, y que, en el contexto particular de dicha
ley, fueron mayoritariamente los grupos paramilitares)—.
de 2005, Documento Conpes 2804 de 1995, Documento Conpes 3057 de 1999, Decreto 2569 de
2000, Decreto 173 de 1998, Decreto 951 de 2001 y Decreto 2007 de 2001.

_  _
Además, dependen de las sentencias condenatorias provenientes de un
aparato de justicia que se caracteriza por sus altos niveles de impunidad, y
que excluye las reparaciones por daños causados por agentes del Estado.
Tampoco existe un proceso de esclarecimiento público de la verdad, por lo
que puede decirse que esta ley no satisface en lo más mínimo los estándares
internacionales en materia de protección de los derechos y las garantías
constitucionales de las víctimas. En Perú ocurrió lo contrario: la política de
reparación se elaboró a partir del informe de la Comisión de la Verdad, con
las limitaciones prácticas que pueda implicar un programa que pretende
cobijar a todas las víctimas del desplazamiento forzado.
Algunas fallas comunes se evidenciaron durante los procesos de confor-
mación de las comisiones en los casos mencionados. Por ejemplo, la presencia
marginal de las organizaciones de víctimas en ambas, lo que podría expli-
carse por el hecho de que, en los dos casos, las condiciones para garantizar la
seguridad a personas denunciantes no mejoraron sustancialmente, debido a
la polarización política, los niveles de filtración de grupos paraestatales en
estructuras del Estado y la fragmentación del tejido social. Es decir, porque
los Estados colombiano y peruano no podían ofrecer garantías de no repeti-
ción a las víctimas, sobrevivientes y testigos, entre otros. También, porque
los Gobiernos nacionales han mantenido un amplio control sobre las comi-
siones que nombraron —la CNRR y la CVR—, y limitaron los alcances
jurídicos y políticos de los resultados de sus investigaciones en contextos de
crisis políticas y humanitarias que no pueden ser consideradas resueltas. En
el caso colombiano, ponen en evidencia que la sociedad aún no está en un
contexto transicional.
En síntesis, puede decirse que el gran reto para los Gobiernos y las socie-
dades en transición hacia la paz, que apunten a la reconciliación y a la reparación
integral, más allá de la reparación a las víctimas —personas, familias y comuni-
dades afectadas directamente por la violencia sociopolítica— durante conflictos
armados internos de larga duración, es alcanzar cambios estructurales que
cobijen a la sociedad en su conjunto. Esto garantizará la sostenibilidad de las
condiciones políticas, económicas y culturales, ancladas en la equidad, la
dignidad y la justicia social, que hacen posible la paz.

_  _
la vulnerabilidad del mundo
P a rt e II . M e m o r i a y r e s o l u c i ó n d e c o n f l i c t o s
e n A m é r i c a L at i n a
“Paz social”: verdad, justicia, reparación
y memoria en Chile

Elizabeth Lira

Los procesos de verdad, justicia, memoria y reparación han formado


parte de la política diseñada desde 1990 para que el Estado de Chile asuma la
responsabilidad en relación con las violaciones de derechos humanos
cometidas entre 1973 y 1990, y la construcción de una convivencia democrática
basada en el reconocimiento de los derechos de todos. El objetivo político
propuesto desde 1990 por el primer gobierno de transición fue asegurar la
paz social como fruto de la reconciliación política.
Los llamados a la reconciliación política estaban asociados al viejo
modelo histórico fundamentado en el olvido jurídico. Sin embargo, identi-
ficar y reparar a las víctimas, reconociendo sus derechos como ciudadanas y
ciudadanos en un Estado democrático de derecho, modificó sustancialmente
esa tradición histórica. Este cambio se ha ido operando, no sin tropiezos, con
la introducción de una demanda creciente de juzgar y castigar a los culpables
de las violaciones a los derechos humanos desde 1973. Este proceso ha sido

_  _
lento, centrado al comienzo en casos “emblemáticos”, como el juicio por el
asesinato de Orlando Letelier y Ronnie Moffitt, ocurridos en Washington en
1976, que condenó a los jefes de la Dirección de Inteligencia Nacional en 1995.
La demanda de justicia se reactivó en 1998 con la presentación de querellas
contra Augusto Pinochet, que sumaron 299 hasta 2002, y la designación de
jueces con dedicación exclusiva, especialmente para los casos de desaparición
forzada. Sin embargo, la mayoría de los juicios no ha terminado. El esclareci-
miento del destino final de los detenidos desaparecidos, tampoco.
Este trabajo da cuenta de las políticas implementadas y de los asuntos
pendientes a más de cuarenta años del golpe militar, en relación con la
verdad, la justicia, la reparación y la memoria.

Amnistías, impunidad y paz social

En Chile, como en muchos países de América Latina, el olvido jurídico


ha sido la herramienta política principal para dar por terminados los
conflictos políticos durante casi dos siglos. Las leyes de amnistía se han
dictado para cerrar el pasado. Los argumentos para justificar esta vía política
afirmaban que solo el olvido garantizaría la paz. El edicto de Nantes, de hace
más de cuatrocientos años, fue una de las expresiones más claras de este hilo
de la historia. El fin del conflicto y la libertad de conciencia fueron garanti-
zados mediante una amnistía amplia:
Primeramente, que la memoria de todos los acontecimientos ocurridos
entre unos y otros, tras el comienzo del mes de marzo de 1585 y durante
los convulsos precedentes de estos, hasta nuestro advenimiento a la corona,
queden disipados y asumidos como cosa no sucedida. No será posible ni
estará permitido a nuestros procuradores generales, ni a ninguna otra persona
pública o privada, en ningún tiempo, ni lugar, ni ocasión, sea esta la que sea, el
hacer mención de ello, ni procesar o perseguir en ninguna corte o jurisdicción
a nadie. (“Édit de Nantes”, s. f./1598; la traducción es propia)

El acuerdo logrado en aquellos años implicaba establecer que la paz,


como bien superior, se fundaría en el olvido jurídico y político. Para ello, se

_  _
requería que los acontecimientos ocurridos fueran asumidos “como cosa no
sucedida”, por lo que se prohibía expresamente realizar cualquier acción
judicial. La obligación de suprimir la mención del pasado buscaba, a su vez,
extinguir la memoria del conflicto en un sentido cultural y psicológico.
La impunidad como fundamento de la paz social subyace a las tradi-
ciones políticas de Chile, desde los inicios de la República, y ha formado parte
también de las tradiciones políticas de América Latina (Loveman y Lira,
1999). Los textos de las leyes de amnistía dictadas antes o al inicio de las tran-
siciones políticas en América Latina dan cuenta de la reproducción de una de
las convicciones más antiguas sobre las condiciones de la paz social: la extin-
ción de las responsabilidades políticas y jurídicas, y la pretensión de que esa
medida traería como resultado la extinción de las odiosidades generadas por
el conflicto, al suprimir toda posibilidad de acción judicial. Sin embargo, la
resistencia a la impunidad de los crímenes cometidos en nombre de la salva-
ción de la patria ha sido una lucha constante de las víctimas y de sus familiares,
así como de los organismos de derechos humanos nacionales e internacionales.
Estas resistencias en el orden político y jurídico han modificado los procesos de
transición y han permitido la oposición a la impunidad de los crímenes contra
la humanidad en muchos países. Pero, ciertamente, es un proceso con avances
y retrocesos, muy dependiente de las coyunturas y de los consensos políticos
alcanzados en cada país.
Al mismo tiempo que se dictaban las leyes de amnistías, se acordaba
crear comisiones de la verdad, con el fin de examinar las pasadas violaciones
de derechos humanos. En cada una de estas comisiones, se ha construido un
relato sobre el marco político e histórico en el que se produjeron las viola-
ciones de derechos humanos y casi todas ellas han reconstituido lo sucedido
a las víctimas. Ha sido común que se propusieran medidas de reparación
administrativas y simbólicas, y que se recomendaran medidas jurídicas y
políticas para garantizar la no repetición de estos hechos. Las políticas
públicas en cada país han evolucionado con el curso del tiempo, ampliando
el reconocimiento de las víctimas e incluyendo la noción de lo irreparable
como una dimensión inherente e ineludible, aunque no siempre dichas polí-
ticas se hagan efectivamente cargo de las implicaciones que ello conlleva.

_  _
Chile: 1973-1990

El 11 de septiembre de 1973, las Fuerzas Armadas y de Orden derro-


caron al presidente constitucional Salvador Allende y ocuparon el país. El
nuevo régimen fue denunciado desde sus inicios por la violación masiva de los
derechos humanos a todos los que fueron calificados como enemigos de la
patria y de la nación chilena.
Muchas personas fueron ejecutadas en juicios sumarios y consejos de
guerra. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) requirió
al Gobierno sobre las denuncias de ejecuciones, torturas y desapariciones de
personas. Su primer informe (CIDH, 1974) dio cuenta de fusilamientos sin
juicio previo, torturas y violación del derecho de los detenidos a ser juzgados
por un tribunal establecido por una ley anterior al hecho de la causa y, en
general, de la violación del derecho a un debido proceso. Muchos años
después, los datos sobre el número de ejecutados y detenidos desaparecidos
serían precisados a partir del informe de la Comisión Nacional de Verdad y
Reconciliación en 1991 (“Informe Rettig”, 1991).
En los primeros meses de la dictadura, fueron detenidas cerca de
dieciocho mil personas (Informe de la Comisión Nacional sobre Prisión Polí-
tica y Tortura, 2005). El carácter masivo de la represión desencadenada llevó
a muchos a pedir asilo en las embajadas. Otros salieron del país por cuenta
propia. En 1982, la Comisión Chilena de Derechos Humanos estimó en
doscientos mil los que salieron al exilio. Decenas de miles fueron despedidos
de sus trabajos por motivos políticos. Cerca de cinco mil campesinos fueron
expulsados de las tierras en donde vivían y fueron excluidos del proceso de
reforma agraria (Lira y Loveman, 2005). La desaparición como modalidad
represiva empezó a ser identificada en 1974, cuando un cierto número de
detenidos no aparecían entre los que eran liberados o enviados a la cárcel, y
su rastro se perdía en algún recinto de detención, sin que volvieran a ser vistos
y sin saber nada acerca de su paradero. Los casos denunciados de detenidos
desaparecidos fueron publicados por la Vicaría de la Solidaridad (1979).
Estas situaciones preocuparon especialmente a algunas iglesias, a las
que acudieron los perseguidos para solicitar ayuda y protección. El cardenal

_  _
de la Iglesia católica Raúl Silva Henríquez, en conjunto con la iglesia lute-
rana, la metodista y la comunidad judía, formaron el Comité de Cooperación
para la Paz (1973-1975). Esta iniciativa ecuménica proporcionó asistencia
legal y social a los perseguidos y sus familias. Al cierre del comité, esa defensa
continuó en manos de la Vicaría de la Solidaridad (1976-1992). Mientras
estas instituciones recibían las denuncias de las personas perseguidas, las
autoridades negaban la detención y desaparición de personas y la práctica de
torturas.
En 1988, se realizó un plebiscito para definir la continuidad del régimen.
El resultado sorprendió al general Augusto Pinochet, quien esperaba gobernar
los siguientes ocho años. El 54 % del electorado se pronunció por el no y lo
rechazó como gobernante. En el mes de junio de 1989, se realizó un plebis-
cito sobre algunas reformas constitucionales, las cuales fueron aprobadas y
legitimaron la constitución del régimen. En diciembre de ese año, se realizó
la elección democrática del presidente de la República y del Congreso. Así se
iniciaba la “transición”, dentro del marco establecido en la Constitución de
1980.

Transición política: verdad, justicia y reparación

El programa de gobierno de la Concertación de Partidos por la Demo-


cracia, en su capítulo sobre derechos humanos, declaró que estos “constituyen
uno de los fun­damentos de la construcción de una sociedad democrá­tica”
(Programa de la Concertación de Partidos por la Democracia, 1989, p. 3).
Sin embargo, al iniciarse el gobierno, se hizo evidente que las pasadas viola-
ciones de derechos humanos eran un asunto extremadamente sensible y
controversial. La sociedad estaba polarizada y los discursos oficiales sobre la
reconciliación política tensionaban especialmente a las organizaciones de las
víctimas y a una parte de la sociedad. Resurgieron los viejos argumentos
para cerrar el pasado en nombre de la paz social, por parte de los sectores
partidarios del régimen militar, que eran confrontados con las lealtades y
convicciones de las víctimas y sus familiares, a quienes les resultaba inacep-
table fundar la convivencia y la reconciliación política en la impunidad de

_  _
los agravios padecidos. Para muchos de los familiares de detenidos desapa-
recidos, el pasado continuaba siendo un presente traumático, en la medida
en que se desconocía el paradero y el destino final de sus seres queridos.
El gobierno de Patricio Aylwin definió como asuntos prioritarios: a) la
situación de los detenidos desaparecidos, ejecutados y torturados con resul-
tado de muerte, así como los secuestros y los atentados contra la vida de las
personas cometidos por motivos políticos; b) la situación de los exiliados; y
c) la situación de los llamados “presos políticos”. Por otra parte, consideró la
política de derechos humanos como parte del proceso necesario para lograr
la reconciliación nacional.
El programa de gobierno había previsto crear una comisión de la verdad
para los casos con resultado de muerte, que tenía el propósito de identificar
y reconocer a las víctimas y proponer medidas de reparación. El presidente
Patricio Aylwin dio a conocer el informe de la comisión en marzo de 1991.
En nombre del Estado de Chile, pidió perdón a los familiares de las víctimas.
Es importante destacar que, aunque habían pasado varios años desde la
muerte o la desaparición de su hijo, de su padre, de sus hermanos, de su
esposo o esposa, el relato ante la comisión tuvo para muchas familias un
gran valor y significado emocional y moral, y dejó constancia de historias
desgarradoras y de sufrimientos prolongados. Las historias de las familias
fueron escuchadas como una verdad que formaba parte de la verdad de toda
la sociedad. Esta instancia contribuyó al reconocimiento de las víctimas.
El informe de la comisión Rettig expuso las graves consecuencias de la
desaparición y la muerte sobre las vidas de los familiares, y especialmente
sobre los niños. Recomendó medidas monetarias y derecho a determinados
beneficios, es decir, propuso reparaciones administrativas, pero también
recomendó que se creara un programa de salud y salud mental especializado
para las familias. El informe se refirió de manera detallada a las consecuen-
cias sobre la salud de las personas, y afirmaba que habían vivido experiencias
traumáticas, que por su calidad y magnitud no alcanzaban a ser procesadas
y asimiladas por la estructura psíquica de las personas, a menos que reci-
bieran ayuda especializada. Dejó constancia de que los familiares habían
menciondo en detalle sus padecimientos psicológicos, las distintas formas

_  _
de alteración del duelo, la incertidumbre prolongada, la búsqueda del
ausente, los daños a la integridad personal, la alteración de los proyectos
vitales y del proceso evolutivo de los niños y de la familia, los perjuicios
sobre la salud mental y física, el deterioro en el ámbito de lo afectivo y subje-
tivo, las alteraciones de la vida familiar, la debilitación de los vínculos, la
dispersión de la familia, el cambio de roles, la precariedad socioeconómica,
la sensación de transformación de los referentes habituales, la alteración del
sentido de la legalidad, la percepción de estigma de los proyectos políticos, la
pérdida de la seguridad; el estigma y la marginación, la denigración de las
víctimas por parte de las autoridades y la prensa, el maltrato a los familiares,
la sensación de haberse convertido en seres marginados y marginales. Con
estos antecedentes, recomendó la creación de un programa de atención de
salud para las víctimas (“Informe Rettig”, 1991, cap. iv).
Las Fuerzas Armadas y de Orden y la Corte Suprema rechazaron el
informe de la Comisión de Verdad y Reconciliación. La verdad ofrecida por
el documento constituyó, para esos sectores, una interpretación política que
desconocía el contexto nacional e internacional en el que se produjo la subver-
sión. Estas instancias reclamaron para sí el haber preservado a la nación de la
destrucción de sus valores, de su integridad cultural y de sus tradiciones
históricas. El enemigo, en el contexto de la guerra fría, era el comunismo
internacional. Convertido en enemigo interno, esos enemigos requerían ser
exterminados.
El efecto inmediato de la verdad fue limitado. A tres semanas de hacerse
público el informe, fue asesinado un senador del Partido Unión Demócrata
Independiente, quien había sido un hombre clave durante el régimen militar.
Los fantasmas de la violencia y del terrorismo de pequeños grupos diluyeron
el impacto de los grandes crímenes del terrorismo de Estado. Por otra parte,
a los pocos meses quedaría claro que había una desproporción evidente
entre esa verdad recogida en el informe y las reparaciones administrativas
ofrecidas por el Estado a las víctimas en ese momento. La mayoría de los
desaparecidos continuaban en esa condición, sin que se tuviera ninguna
noticia sobre su paradero y su destino final. La mayoría de los procesos judi-
ciales abiertos por casos de desaparecidos habían sido amnistiados en 1989.

_  _
Es decir, se había reconocido parte de las violaciones de derechos humanos,
pero parecía que no era posible hacer justicia.
En 1991, se creó el Programa de Reparación y Atención Integral de
Salud (Prais) para las víctimas de violaciones de derechos humanos en el
Ministerio de Salud. Fue instalado en el sistema público de salud, con el fin
de implementar las recomendaciones de la Comisión de Verdad y Reconci-
liación. Sus objetivos, instalación y funcionamiento fueron definidos en una
resolución ministerial, que dejó establecido que el propósito de este programa
era proporcionar atención gratuita de salud y salud mental para todas las
víctimas de violaciones de derechos humanos y sus familiares. Así mismo,
definió como beneficiarios a las personas y sus familias que fueron afectados
por todas las situaciones represivas reconocidas por el Estado.
El Congreso aprobó en 1992 la Ley General de Reparaciones (19123),
destinada a determinar medidas de reparación para las víctimas reconocidas
por la Comisión Rettig. La ley dispuso una pensión vitalicia para los fami-
liares directos (esposa, madre e hijos hasta los veinticuatro años, con
excepción de los discapacitados, que recibieron una pensión vitalicia), aten-
ción de salud especializada, educación para los hijos hasta los treinta y cinco
años y exención del servicio militar obligatorio. La Corporación Nacional de
Reparación y Reconciliación completó la calificación de las víctimas que
quedaron pendientes en la Comisión Rettig. La Comisión Asesora para la
Calificación de Detenidos Desaparecidos, Ejecutados Políticos y Víctimas de
Prisión Política y Tortura (2010-2011) dio un nuevo plazo para presentar
solicitudes de reconocimiento y calificó treinta nuevos casos. Una evalua-
ción del estado actual de las medidas de reparación fue realizada por el
Observatorio de Derechos Humanos de la Universidad Diego Portales y
permite apreciar las políticas y su desarrollo, así como también sus limita-
ciones (Observatorio Derechos Humanos, 2012).
La manera como cada sociedad construye el reconocimiento y la
responsabilización política acerca de lo sucedido tiene, a su vez, efectos
morales y psicológicos sobre las víctimas y sobre la convivencia en la
sociedad. En Chile, la verdad había dado lugar a una política de repara-
ciones, pero seguía pendiente la búsqueda de los detenidos desaparecidos. El

_  _
reconocimiento de la responsabilidad de los agentes del Estado en la desapa-
rición de personas se produciría solo hacia fines de 1999. El gobierno de la
época convocó a una Mesa de Diálogo sobre derechos humanos, con las
Fuerzas Armadas y de Orden. En ella, participaron delegados de los coman-
dantes en jefe, miembros de las fuerzas morales y religiosas del país, abogados
de derechos humanos y académicos. Concluyó con el compromiso de las
instituciones armadas de buscar información sobre los detenidos desapare-
cidos. En enero de 2001, el informe de las Fuerzas Armadas identificó a
personas desaparecidas que fueron lanzadas al mar y a otras que fueron
enterradas en cementerios clandestinos. Esta iniciativa permitió el reconoci-
miento oficial de la existencia de víctimas de desaparición forzada en manos
de las Fuerzas Armadas y de Orden (Mesa de Diálogo, 2001). El Gobierno
solicitó a la Corte Suprema la designación de jueces de dedicación preferente
o exclusiva para investigar estos casos. Desde entonces, se han abierto juicios
y se ha llegado a encontrar los restos de algunas personas desaparecidas,
pero, la mayoría de veces, solo se ha podido esclarecer el destino final, pues
los restos fueron lanzados al mar.

Otras medidas de reparación

El gobierno de Patricio Aylwin había enviado al Congreso varios


proyectos de ley, durante marzo de 1990, para abordar otras situaciones de
violaciones de derechos humanos ocurridas durante el régimen militar.
Entre ellas, los proyectos dirigidos a favorecer el retorno de los exiliados a
Chile. La Oficina Nacional del Retorno (ONR), creada mediante la Ley 18994
en agosto de 1990 y cerrada a fines de 1994, tuvo como función principal
impulsar programas de reinserción de chilenos exiliados que retornaran al
país y de sus hijos nacidos en el extranjero. Fueron atendidos 19.251 retor-
nados y se estimó que, con sus grupos familiares, regresaron al país 52.577
personas. Mediante la Ley 19074 se autorizó el ejercicio profesional a personas
que obtuvieron títulos o grados en el extranjero, y estos fueron convalidados
por la ONR. Además, la Ley 19128 concedió franquicias aduaneras. Estos
beneficios dejaron de operar al cierre de la ONR. Esta Oficina contó con el

_  _
apoyo de organismos internacionales y realizó convenios con varios países
para autorizar, entre otras cosas, el traslado de fondos previsionales desde
los países de exilio. Los retornados fueron considerados beneficiarios del
programa de salud Prais (Lira y Loveman, 2005).
Miles de personas fueron despedidas de sus empleos por razones polí-
ticas durante el régimen militar. Por ello, a través de la Ley 19234 (1993) se
creó el Programa de Reconocimiento al Exonerado Político (PREP), depen-
diente del Ministerio del Interior, para implementar las disposiciones de esa
ley. En 1998, se aprobó la Ley 19582 que ampliaba las categorías de quienes
podían ser calificados como exonerados políticos. En 2003, se extendió el
plazo de recepción de solicitudes para la calificación (Ley 19881). Los benefi-
cios establecidos consideraron como base los ahorros previsionales del
beneficiario para determinar abonos de tiempo y de esta manera completar
los años requeridos para obtener una pensión. En un gran número de casos, los
ahorros previsionales eran insuficientes y se les otorgó una pensión mensual
vitalicia y no contributiva (Lira y Loveman, 2005).
En 1995, se inició el Programa de Reparación para los campesinos
exonerados de la tierra, con el fin de reconocer a quienes se les aplicó el
Decreto Ley 208 de 1973, que dejó fuera de la asignación de tierras de la
reforma agraria a los dirigentes y activistas campesinos. Se les otorgó una
pensión equivalente a USD 150 mensuales (Lira y Loveman, 2005). En
marzo de 2009 llegaría a cinco mil la cifra de campesinos asimilados a la
condición de exonerados políticos. El programa concluyó con la entrega en
Ñuble de cuatrocientos certificados de reconocimiento.
El 11 de noviembre de 2003, se creó la Comisión de Prisión Política y
Tortura, mediante el Decreto Supremo 1040, de Interior, para
[…] determinar [...] quiénes son las personas que sufrieron privación de libertad
y torturas por razones políticas, por actos de agentes del Estado o de personas a
su servicio, en el periodo comprendido entre el 11 de septiembre de 1973 y el 10
de marzo de 1990.

Fueron reconocidas como víctimas de prisión política y tortura 28.459


personas, que corresponden a 34.690 detenciones. Del total de personas,

_  _
1.244 eran menores de 18 años y, de estas, 176 eran menores de 13 años. El
12,72 %, que equivale a 3.621 personas, eran mujeres. El 94 % señalaron
haber sido torturados. El informe identificó más de 1.000 recintos de reclu-
sión y estableció que la tortura fue una práctica sistemática durante el
régimen militar. El 24 de diciembre de 2004, se publicó la Ley 19992 que
estableció una pensión de reparación y otorgó beneficios en favor de aque-
llas personas que fueron calificadas por la comisión como víctimas de
prisión y tortura por motivos políticos (Lira, 2011).
El programa de salud Prais ha proporcionado atención gratuita de salud
y salud mental para todas las víctimas de violaciones de derechos humanos
reconocidas por el Estado y a sus familiares. El programa existe hasta el
presente y ha registrado como beneficiarios, hasta febrero de 2011, a 606.347
personas acreditadas a lo largo del país (Observatorio de Derechos Humanos,
2012).

La búsqueda de justicia

Pinochet fue detenido en Londres, en 1998, a requerimiento del juez


Baltasar Garzón, por un proceso abierto en Valencia, en 1996, por la desapa-
rición y muerte de ciudadanos españoles en Argentina y Chile. Después de
la Mesa de Diálogo de Derechos Humanos (1999-2000), la decisión de la
Corte Suprema de nombrar 9 jueces especiales de dedicación exclusiva y 51
jueces preferentes, a petición del Ejecutivo, para investigar 114 casos de dete-
nidos desaparecidos tuvo el propósito de acelerar los procesos y cerrarlos.
Haber hecho desaparecer los cuerpos había transformado los homicidios en
secuestros calificados, lo que hacía inaplicable la amnistía por tratarse de
crímenes contra la humanidad.
Entre 2007 y 2010, la Corte Suprema dictó 72 fallos relacionados con
causas por violaciones a los derechos humanos. En 48 de estos señaló que los
delitos de homicidio o secuestro, no obstante ser imprescriptibles en razón
de su carácter de lesa humanidad, se encontraban gradualmente prescritos.
La aplicación de una prescripción gradual permitió que los culpables fueran
condenados a penas tan bajas que la mayoría de ellos permanecían en

_  _
libertad, lo que implicaba una infracción a la obligación internacional de
sancionar los delitos de lesa humanidad, establecida para la protección de los
derechos fundamentales. Esto comprometía al Estado de Chile en su conjunto.
Entre 2000 y fines de febrero de 2011, 777 exagentes de servicios de
seguridad (incluyendo agentes con absoluciones actualmente en apelación)
fueron procesados o condenados por violaciones a los derechos humanos.
De estas 777 personas, 230 han recibido sentencias definitivas y han sido
condenados a diversas penas; 162 de los 230 no se encuentran recluidos. A
fines de marzo de 2011, se encontraban encarcelados 68 de los condenados
(Lira, 2011).
Paralelamente, el Gobierno se hizo cargo de garantizar las condiciones
científicas y tecnológicas necesarias para la identificación de los restos encon-
trados de los detenidos desaparecidos, dados los errores cometidos en al
menos 48 casos, reconocidos judicialmente en 2006 como mal identificados.
Con esta iniciativa, se buscaría dar respuesta a la necesidad de los familiares
de encontrar a sus deudos y darles sepultura de acuerdo con los rituales reli-
giosos y culturales requeridos por ellos (Bustamante y Ruderer, 2009).

Traumas y pérdidas: el daño psicosocial

El daño causado por la tortura afecta al mundo relacional más íntimo


de las víctimas y forma parte de los ámbitos y contextos en los que se desa-
rrollan sus vidas. La desaparición forzada mantiene a la familia en la
incertidumbre sobre el paradero y el destino final de su familiar. El sufri-
miento se mantiene por décadas y genera una experiencia de interrupción
de la vida personal y familiar, de separación y ausencia, que se hace intole-
rable cada vez que se tiene alguna noticia que pudiera vincularse con el hijo,
el padre, la madre o la hermana desaparecidos. De este modo se espera
revertir el temido desenlace de la muerte.
La micropolítica del exilio, del desplazamiento forzoso y de la expul-
sión del mundo rural por motivos políticos permite describir e identificar
claramente la dislocación de las vidas de las personas y familias, y los efectos
de las rupturas y distancias causados por el desarrollo del conflicto en la

_  _
sociedad. En muchos casos, otras lenguas u otras culturas favorecen los
encuentros y también los desencuentros de las familias, como efectos directos
de una situación política, cuyas dimensiones y duración en el tiempo exceden
las posibilidades de reparaciones eficaces en el ámbito personal, aunque estas
puedan tener efectos simbólicos y sociales en el ámbito social. Se sabe poco
sobre los años duros del exilio de cientos de miles de personas en cada uno de
los países que los recibieron. El paso del tiempo, y la instalación y adaptación
de las nuevas generaciones en el país de exilio desdibujan la percepción del
origen político de la situación y se asimila a las corrientes migratorias por
motivos económicos. Se pierde, así, la significación de que, en su origen, se
trató de la violación del derecho a vivir en la propia patria para los padres o
los abuelos. También se sabe poco sobre las miles de familias que perdieron
a uno de los suyos que fue ejecutado o apareció asesinado.
Los testimonios de miles de personas dados a la Comisión Nacional de
Prisión Política y Tortura permitieron concluir que la tortura constituyó una
agresión masiva destinada a quebrar las resistencias físicas, emocionales y
morales de las personas, bajo condiciones de absoluto desamparo. La comi-
sión registró, además, las consecuencias específicas de la tortura sexual, la
violación homosexual y las implicaciones de la tortura de mujeres embara-
zadas sobre los hijos que se encontraban en su vientre, reconocidos como
víctimas de tortura.
La dimensión traumática de la experiencia de tortura, desaparición o
ejecución de un familiar se vincula principalmente a las amenazas vitales, al
riesgo de morir o al temor por la muerte de personas amadas. Pero, también,
a la alteración de la relación con la realidad. Roles legítimos se transfor-
maron bruscamente en ilegales y objeto de persecución. La percepción de
amenaza imprecisa se instaló en las relaciones sociales. En ese marco, las
violaciones a los derechos humanos se constituían en una amenaza política y
generaban miedo en la sociedad. Personas adultas que habían desempeñado
funciones de poder se encontraron en el desamparo y en la impotencia ante
el riesgo de muerte establecido por las autoridades de facto. Los padres no
podían proteger a sus hijos y los hijos experimentaban el desamparo de sus
padres vulnerados. Estas situaciones producían un impacto de tal magnitud

_  _
que rompía la relación con el proyecto de vida y su continuidad en lo coti-
diano, público y privado.
Las nociones de trauma político, trauma psicosocial y trauma indivi-
dual permiten comprender el impacto en los individuos, grupos y
comunidades de la violencia política, que transforma a los adversarios polí-
ticos en enemigos y que legitima su exterminio. La reparación como
proceso requiere considerar todos los ámbitos en los que ha repercutido
este impacto y asumir la necesidad de una “terapia social”, complementaria
de los procesos terapéuticos de los individuos o familias. Esa terapia social
se sustenta en la verdad, en la justicia y en la memoria, de tal modo que el
discurso y las políticas públicas implementadas contribuyan a confirmar la
experiencia vivida por las personas como un hecho realmente sucedido,
para contrarrestar la negación sostenida por décadas por las autoridades
que instituyeron las violaciones de derechos humanos como política. La
actuación de las comisiones de la verdad, en cuanto escucha formal del
Estado, confirma y valida la experiencia vivida desde un lugar simbólico. El
reconocimiento de la persona y su padecimiento en las instancias oficiales
tiene efectos terapéuticos al modificar la vivencia de impunidad, la injus-
ticia y el abuso padecidos que han acompañado a la víctima desde que los
hechos ocurrieron.
La verdad ofreció una reconstitución de los hechos, una interpretación
de ellos y una identificación de las víctimas, con la finalidad de desagra-
viarlas y reparar las consecuencias de las violaciones de derechos humanos.
A raíz del informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, se
fueron desarrollando formas de memorialización y conmemoración, cuyo
centro era la vida de las víctimas, con el objetivo de difundir el conocimiento
acerca de lo sucedido y el rechazo moral y político de los crímenes come-
tidos. Con este propósito, se desarrollaron expresiones culturales, políticas,
sociales y educativas en sitios de memoria, en la enseñanza escolar y univer-
sitaria, en el cine, la novela, el teatro, las artes visuales, procurando construir
un sentido de responsabilidad colectiva sobre el futuro y el respeto a los
derechos humanos. Esas expresiones muestran cómo los procesos de verdad
y memoria son simultáneamente políticos, culturales y subjetivos; por lo

_  _
mismo, inevitablemente traducen las contradicciones y tensiones que generan
los hechos a los que se refieren entre los contemporáneos afectados por ellos.
Cada vez es menos factible el olvido, como hace cien años, pues no es posible
el borramiento de los datos y las imágenes, y la historia del pasado es acce-
sible como nunca antes. No obstante, eso no garantiza que se produzca un
proceso reflexivo de apropiación de esa memoria ni una conciencia activa de
sus consecuencias éticas y políticas. La memoria de ese pasado traumático
está dispersa en distintos lugares y formas, pero ha sido reunida en el Museo
de la Memoria y los Derechos Humanos, inaugurado el 11 de enero de 2010
en Santiago.

Una mirada retrospectiva

Cada cierto tiempo, se reactiva la controversia sobre la necesidad de


cerrar los juicios y clausurar la demanda de justicia de las víctimas y sus
familiares, o bien de agotar la investigación en cada caso hasta que el proceso
haya completado regularmente sus objetivos. En estas controversias se suele
argumentar que el término de los juicios y, eventualmente, un punto final
traerían enormes beneficios sociales y políticos para el proceso de reconci-
liación política, como habría ocurrido en el pasado. Pero, como nunca antes,
las víctimas han tenido voz y la han hecho escuchar nacional e internacio-
nalmente; y, como nunca antes, este asunto ha dejado de ser un tema privado
de las víctimas, para transformarse en un eje esencial del proceso democrá-
tico y de la paz social en el país.
El proceso de verdad, justicia, reparación y memoria se ha basado en el
reconocimiento de los derechos de las víctimas y no en la impunidad de los
crímenes cometidos en nombre de la patria, el orden social y la seguridad
del Estado. Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que estos procesos son
frágiles. Dependen de los criterios políticos que prevalecen en la sociedad en
relación con el reconocimiento de los derechos de las víctimas. Sigue vigente
la argumentación que reitera que en nombre de la paz social se requiere el
cierre de estos asuntos y el perdón recíproco, como si todos hubieran sido
ofendidos de la misma forma y hubiesen experimentado pérdidas análogas.

_  _
Como señaláramos al inicio, desde el siglo xix, el restablecimiento de la
paz social y la gobernabilidad dependía del olvido jurídico y político. La
habitualidad de estos procedimientos se encuentra en las numerosas leyes de
amnistía para cerrar conflictos mayores y menores en la historia del país. En
1978, se dictó el Decreto 2191 de amnistía en Chile. No ha sido derogado ni
anulado, pero, desde 2004, ha dejado de aplicarse por parte de los tribunales
de justicia en los casos de delitos contra la humanidad. Este decreto fue cali-
ficado como una autoamnistía. Sin embargo, la tensión entre justicia y
amnistía, entre memoria y olvido, sigue vigente. En una sociedad que ha
rechazado mayoritariamente las violaciones de derechos humanos se vive de
manera contradictoria la memoria del pasado, bajo la expresión de múltiples
memorias que reflejan las diferencias que subyacen a los proyectos políticos
que catalizaron el conflicto y la represión política subsiguiente.

Reflexiones finales

La memoria de las víctimas es en muchos casos una memoria traumá-


tica, es decir, el sufrimiento y el miedo permanecen vívidamente presentes, sin
que el transcurso del tiempo altere ese recuerdo, pero, al mismo tiempo, sin que
ese recuerdo pueda ser integrado en el conjunto de la vida y de las relaciones
sociales del presente.
La emocionalidad que tiñe esos recuerdos tiene la intensidad produ-
cida por una o muchas experiencias percibidas como amenazadoras y con
riesgo de muerte, a las que se asocian pérdidas o temor a la pérdida de
personas, de afectos y de relaciones significativas. Para cada persona, la
experiencia de violencia y destrucción, con sus consecuencias de pérdidas,
duelos y rabias, era y es particular. Fueron su vida, su proyecto de vida, su
propia identidad lo que resultó amenazado y fragmentado. Esos efectos
subjetivos eran consecuencia del proceso político que había vivido el país y
se podían entender en relación con la participación activa de cada persona.
Pero, en muchos casos, las personas sufrieron las consecuencias de un
proceso político en el que no estaban activamente involucradas. Las secuelas
se agudizaban en los casos en los que los afectados no tenían un marco que

_  _
les permitiera encontrar y dar sentido a esas situaciones, por horribles que
fueran.
Las políticas de reparación han sido una expresión de reconocimiento del
daño causado a las víctimas y han abierto la posibilidad de un proceso de
elaboración del pasado. Así, han permitido a los afectados integrar en sus vidas
las experiencias penosas, traumáticas y abusivas ocurridas a causa de la represión
política padecida en su propio pasado. En muchos casos, ese significado no
se vincula a la experiencia de las personas. La falta de sentido de la experiencia
de miedo y represión mantiene sus efectos destructivos a lo largo de los años,
pues la persona no logra entender por qué fue víctima de la violación de sus
derechos. Entonces, el padecimiento se independiza de los hechos que lo
causaron y genera sintomatologías crónicas, principalmente de tipo
angustioso y depresivo. Estos casos requieren de atención especializada de
salud mental.
La posibilidad colectiva y personal de resolver ese pasado entretejido
de experiencias personales y políticas penosas implica reconocerlo como un
asunto que no es únicamente privado y propio de las biografías e historias
individuales. Es un problema que concierne también al ámbito social y
público, y que puede ser resignificado en los rituales del reconocimiento
social, en los procesos judiciales y en las medidas de reparación.
La reparación es un proceso. Se basa principalmente en una actitud
social y cívica que busca reconocer a las víctimas, mediante gestos simbólicos
y acciones directas. Su intención es “reparar” la negación de lo ocurrido y
procurar colectivamente la inserción ciudadana de las víctimas. De esta
manera se busca la superación de esa condición, al asegurar su plena inte-
gración a la sociedad como ciudadanas y ciudadanos con plenos derechos.
Este proceso no puede desconocer que la mayoría de los daños y
pérdidas que dan derecho a ser reconocidos y reparados son, paradojal-
mente, irreparables. Por este motivo, una política de reparaciones debe
asegurar medidas de prevención en el ámbito de las instituciones compro-
metidas en la ocurrencia de los hechos que generaron las víctimas; también
en el ámbito sociocultural, para asegurar medidas educativas y de memoria

_  _
cívica que aseguren el pleno respeto a los derechos humanos de todos y la no
repetición de esas violaciones en un nuevo conflicto.
La formulación del deseo y del compromiso político de un “Nunca
más” con respecto al pasado oprobioso es una invitación a recordar para
aprender de esta experiencia en el ámbito social y político, y convoca a una
nueva forma de convivencia. Sin embargo, esta proposición no tiene mayores
efectos si no forma parte de un proceso que sea resultado de la elaboración
de lo vivido, padecido, renegado y destruido, es decir, de una forma inten-
cionada de construir la memoria política que reconozca y repare a las
víctimas y que forme parte de una cultura democrática, fundada en el respeto
intrínseco a los derechos humanos de todas y todos.

_  _
la vulnerabilidad del mundo
P a rt e II . M e m o r i a y r e s o l u c i ó n d e c o n f l i c t o s
e n A m é r i c a L at i n a
La sociedad civil frente a la violencia y la
impunidad en México *

Geoffrey Pleyers y Pascale Naveau

Introducción

México enfrenta una ola de violencia cuyas fuentes se localizan a nivel


local, nacional e internacional. Los conflictos violentos entre los carteles de
la droga y la guerra contra el narcotráfico emprendida por el presidente
Calderón en el año 2006 han dado lugar a una situación de violencia sin
parangón. Desde 2006, esta violencia ha causado la muerte de más de 70.000
personas, la desaparición de 35.000 individuos y el desplazamiento forzado
de otros 200.000. Frente a esta situación y con el impulso de la sociedad civil,
un movimiento social vio la luz en el año 2011. El Movimiento por la Paz con
Justicia y Dignidad (MPJD) agrupa a familiares de víctimas y activistas, y
desde hace dos años intenta ejercer influencia sobre el Gobierno mexicano.

* Traducción de Diego Mauricio Hernández.

_  _
Después de organizar mesas de diálogo con el Gobierno, el MPJD logró que
se votara una ley de víctimas. Más allá de los objetivos institucionales, el
MPJD presenta igualmente aspectos culturales y subjetivos que han tenido
repercusión en el tránsito de la condición de víctima a la de actor social polí-
ticamente crítico. De cara a la necesidad de tomar en cuenta las raíces
objetivas que crean un espacio de la violencia (Wieviorka, 2008), de una
parte, y de analizar los factores objetivos así como los culturales y subjetivos
de los movimientos ciudadanos por la paz, de otra, este capítulo presenta
una descripción de la violencia en México y un análisis del MPJD que
permite resaltar el rol de la sociedad civil en tal contexto de violencia.
La situación mexicana da la impresión de ser, en muchos aspectos,
inextricable. El Gobierno parece indefenso, y la ausencia de estrategias de
largo plazo así como las violaciones de los derechos humanos (Carlsen,
2012) han sido denunciadas por muchos analistas. Los ciudadanos de varios
estados mexicanos están entre la espada y la pared: de un lado, la militariza-
ción de una parte del país, los excesos que esto apareja (Amnesty International),
la corrupción de las fuerzas del orden; y, de otro lado, los carteles que dictan
sus leyes en una parte creciente del territorio nacional. En este contexto,
¿cuál puede ser el rol de la sociedad civil? Este capítulo aborda la pregunta,
en primer término, a partir de las perspectivas teóricas de Mary Kaldor y
Michel Wieviorka, quienes aportan las bases conceptuales para cuestionar
las políticas de militarización y para elaborar alternativas centradas en la
“seguridad humana”, perspectiva que ubica al humano en el centro de las
preocupaciones asociadas a la seguridad. En la segunda parte del capítulo,
analizaremos las movilizaciones ciudadanas que tuvieron lugar durante los
dos últimos años, en lucha por la seguridad y la paz justa y digna en todo el
país. Para tales efectos, nos apoyaremos en observaciones de terreno reali-
zadas en el verano de 2012, en el seno del MPJD, movimiento social
impulsado por Javier Sicilia. El estudio de este movimiento social tomará en
cuenta los componentes más subjetivos del compromiso ciudadano. Este
análisis está basado en los resultados obtenidos a lo largo de la recolección de
datos de terreno, a partir de trece entrevistas con miembros del MPJD, observa-
ciones, recortes de prensa y comunicados de este movimiento. Conjuntamente,

_  _
presentaremos la campaña de los piratas informáticos Anonymous en el
estado de Veracruz. Los dos casos tienen diferencias, pero el objetivo de
ambas movilizaciones es denunciar, responder y hacer visible la situación de
violencia en México.

La seguridad humana y el espacio de la violencia

En enero de 2012, la oficina del procurador general de la República


contabilizaba 47.5151 homicidios ligados a la guerra entre el Ejército y los
narcotraficantes, desde el ascenso de Felipe Calderón a la Presidencia de la
República, y su “declaración de guerra contra el narcotráfico” en diciembre de
2006. Los informes de las ONG registran, por su parte, más de 70.000 muertos
y 35.000 desaparecidos en el curso de los seis años de su mandato. Según
Reporteros Sin Fronteras, en 2010 México era, después de Irak, el segundo
país más peligroso para los periodistas (Reporters Sans Frontieres, 2013).
Para comprender la situación actual de México, así como para pensar
opciones que permitan avizorar salidas de mediano plazo, es necesario
adoptar enfoques alternativos de la seguridad. Algunos elementos de la
teoría de las nuevas guerras de Mary Kaldor, a partir de estudios de caso en
los Balcanes, África, Afganistán e Irak, permiten dar una mirada a la situa-
ción mexicana. Mientras que las guerras clásicas oponen Estados nacionales,
los actores de las nuevas guerras se enfrentan a redes, más que a enemigos
claramente identificables. La fuerte presencia del crimen organizado, y del
tráfico de drogas, armas y seres humanos, genera una situación tal que
algunos actores tienen el interés de que el conflicto se prolongue y, con él, las
zonas de no-derechos, la impunidad y la debilidad del Estado, lo que consti-
tuye un marco favorable para actividades criminales prósperas. Utilizar los
mecanismos para hacer frente a las guerras clásicas resulta contraprodu-
cente, en la medida en que adicionan represión a la violencia organizada y
fortalecen el clima de impunidad.

1 Disponible en: http://www.pgr.gob.mx/temas%20relevantes/estadistica/HOMICIDIOS%20POR


%2 0 PR E SU N TA %2 0 R I VA L I DA D %2 0 DE L I NC U E NC I A L %2 0 2 0 1 1 %2 0 %2 8 E nero -
Septiembre%29.pdf

_  _
En México, la declaración de “guerra contra el narcotráfico” del presi-
dente Felipe Calderón fue seguida por el uso masivo del Ejército y de los
medios de acción utilizados en las guerras clásicas, lo que condujo a nume-
rosos excesos y al irrespeto de los derechos humanos por parte de las fuerzas
de seguridad (Botello, 2012). La población y la sociedad civil son víctimas a
la vez del crimen organizado, de la militarización de ciertas regiones del
territorio, de la corrupción presente en toda la sociedad y de una impunidad
generalizada. En efecto, un estudio de la organización México Evalúa muestra
que, en el año 2010, el 80,6 % de los crímenes quedaron impunes (Zepeda,
2011: 20). El problema no es nuevo. El historiador Pablo Piccato (2008)
considera que, “a lo largo del siglo xx, el homicidio fue la manifestación más
visible de la impunidad”. El homicidio, sin embargo, se ha agudizado desde
el principio de la guerra contra el narcotráfico. En materia de corrupción, ya
sea debido al nivel de escolaridad, a los bajos salarios o a la falta de oportu-
nidades, los policías mexicanos son muy vulnerables. Según Latinobarómetro
(2012), el 70 % de la población mexicana no tiene confianza ni en la Policía
ni en la justicia de su país. La corrupción generalizada y las amenazas profe-
ridas por los carteles contra las fuerzas del orden y sus familias redujeron
considerablemente la eficacia de algunas instituciones, lo que facilitó en gran
medida el desarrollo del crimen organizado. Como lo señalan numerosos
trabajos de investigación, “la convicción de la inmunidad es un elemento
decisivo para el paso a la barbarie” (Wieviorka, 2008, p. 272).
Frente a esta situación, Mary Kaldor considera que las soluciones durables
exigen una aproximación centrada en el concepto de seguridad humana, que
lleva a señalar que la seguridad no puede ser concebida únicamente como la
ausencia de violencia (Kaldor, 2007; Kaldor y Beebe, 2010). Este concepto fue
promovido en el Informe sobre desarrollo humano del Programa de las Naciones
Unidas para el Desarrollo (PNUD), en el año 1994, para mostrar que:
[…] durante mucho tiempo, el concepto de seguridad ha sido interpretado
de una manera demasiado estrecha: como la seguridad de un territorio frente
a las agresiones exteriores o como la protección de intereses nacionales en los
asuntos extranjeros. La seguridad ha sido considerada como un atributo de
los Estados nacionales más que de las personas.

_  _
Mary Kaldor considera que el hecho de poner a las personas, antes que
a los Estados, en el centro de las políticas de seguridad obliga a tomar en
cuenta no solamente la violencia física, sino también todas las otras dimen-
siones que hacen la vida insegura y que son las condiciones de la violencia.
Apoyándose en numerosos estudios de caso, esta autora considera que la
única manera eficaz de prevenir la violencia y actuar al nivel de las condi-
ciones que favorecen su desarrollo consiste en poner en el centro de las
políticas de seguridad y de lucha contra la violencia el respeto de los dere-
chos humanos y la protección de la población civil; una justicia imparcial y
la lucha contra la impunidad; la legitimidad democrática de las autoridades
políticas elegidas, y la formulación de políticas de desarrollo económico y
social favorables a la poblaciones de las zonas afectadas por los conflictos.
Ninguno de estos cuatro elementos está asegurado actualmente en México.
Diferentes miradas convergen sobre la necesidad de reubicar los problemas
de la seguridad, la violencia y la impunidad, dentro de las condiciones políticas,
sociales y jurídicas de la sociedad en la cual se desarrollan. En esta perspectiva,
Michel Wieviorka (2004) resalta la necesidad de tomar en consideración, a la
vez, el contexto nacional y el internacional. Recuerda que:
[…] detrás de lo que llamamos mundialización, hay también —y sobre
todo— un vacío y un gran desorden. El agotamiento del antiguo orden social,
de un lado, y, de otro, el decaimiento de las formas de organización y de
integración estatales, y de los proyectos de desarrollo asociados a estas desde
los años setenta. (p. 50)

El desarrollo de la violencia encuentra igualmente condiciones propicias en:


[…] la regresión y el debilitamiento de las instituciones garantes del vínculo
social, ya sean las encargadas del orden y la seguridad, de la socialización
(la escuela) o que representen al Estado benefactor. […] Allí donde no hay
autoridad, ni normas y reglas impuestas a todos a través de las instituciones,
la violencia encuentra condiciones propicias para ser ejercida. (pp. 64-65)

Más que en otras partes, en México la mundialización y el fin de un


modelo nacional han aumentado considerablemente el espacio de la violencia.

_  _
La falta de seguridad humana (Kaldor, 2007) se refleja especialmente en el
aumento permanente de la tasa de refugiados y desplazados por causas
asociadas al conflicto. El International Displacement Monitoring Centre
(IDMC) da cuenta de un fuerte crecimiento del número de desplazados que
huyen de la violencia en México desde el año 2007. En 2010, 120.000 mexi-
canos dejaron su país en busca de seguridad (IDCM, 2013). Un estudio de la
Universidad Autónoma de Ciudad Juárez muestra que la cantidad de despla-
zados solo del estado de Chihuahua, uno de los grandes afectados por la
guerra contra el narcotráfico, se elevó a 230.000 entre el 2006 y el 2011
(Albuja y Rubio, 2011, p. 24).
Las fronteras de las zonas geográficas controladas por los capos de los
carteles son hoy menos claras que antes, lo que conduce a conflictos violentos
entre estas organizaciones por el control de los territorios. Si la puesta en
escena de ejecuciones o de mensajes dirigidos a otros carteles o a las autori-
dades, a través de cadáveres mutilados, daban la impresión de una crueldad
excesiva y poco racional, los analistas han mostrado, por el contrario, la gran
racionalidad de las estrategias implementadas por los principales carteles
que, en muchos sentidos, obedecen a las mismas lógicas que las grandes
empresas (Gómora y Gómez, 2009). Por ejemplo, los carteles se preocupan
por diversificar sus fuentes de ingresos y sus inversiones, para lo cual
combinan el tráfico de drogas con actividades legales e ilegales. Tales agrupa-
ciones están activas en la trata de personas (especialmente, de los indocumentados
provenientes de América Central), la prostitución, el secuestro, el tráfico de
armas, el raqueteo, el contrabando, los servicios de protección o el robo de
vehículos. Cada vez están más presentes en el sector legal de la economía,
especialmente en el hotelero, los bares o las discotecas. También son propie-
tarios de empresas de seguridad privada.

La economía

El narcotráfico en México no puede ser reducido a un problema de


seguridad pública, como tienden a hacerlo las estrategias gubernamentales.
Se trata de un asunto estructural de vieja data, en el que economía y política

_  _
están interconectadas, tanto a nivel microsocial como macrosocial (Pineyro,
2012). El sector representa un asunto económico considerable. El informe
de Global Financial Integrity, de 2012, muestra que, entre 1970 y 2010,
872.000 millones de dólares fueron lavados en México, cifra que experi-
mentó un crecimiento fuerte después de 1994, año de la entrada en vigor del
North American Free Trade Agreement (Nafta) entre México, Estados
Unidos y Canadá (Global Financial Integrity, 2012).
En un país profundamente afectado por la crisis económica del 2008 (el
producto interno bruto [PIB] cayó en un 7,1 % en 2009), y en el cual a una
parte importante de la población le cuesta encontrar lugar en un modelo
económico centrado en las grandes empresas exportadoras (Alba, 2006;
Blanke, 2009), los carteles han hallado un terreno fértil y han logrado una
importancia económica y social considerable. La fortuna les da a los carteles
un cierto poder e influencia, en un país donde la Policía y una parte de las
autoridades locales están afectadas por la corrupción.
A pesar de los excesos y de la violencia de sus prácticas, los carteles
cuentan con un cierto apoyo social en algunas regiones de México, por una
buena razón: ofrecen empleos en regiones donde la aplicación del Nafta deja
muy pocas alternativas a las capas populares y a los pequeños campesinos
(Bartra, 2009). Además, financian clubes deportivos, fiestas populares y
otras actividades abandonadas por el Gobierno.

Una democracia vacía

Esta evolución se inscribe en un contexto político particular: el ascenso


a la Presidencia de la República del candidato del Partido de Acción Nacional
en el año 2000, puso fin a siete décadas de poder del Partido Revolucionario
Institucional (PRI). Las grandes esperanzas suscitadas por la democracia
han sido masivamente defraudadas, por las denuncias de fraude electoral en
2006, por la falta de escucha de las reivindicaciones sociales, por el peso de
los grandes actores económicos y por el crecimiento de las desigualdades y
de la pobreza (Cortés y De Oliveira, 2010). De aquí que no pocos analistas
hablen hoy día de una democracia vacía (Bizberg, 2010).

_  _
Además de las enormes ganancias generadas por las actividades ilegales,
las causas del rápido desarrollo del narcotráfico y la violencia que lo acom-
pañan se explican, en parte, por el mal funcionamiento de las instituciones
políticas, económicas y jurídicas. Por complicidad o negligencia, las institu-
ciones mexicanas hacen parte del problema.
La organización del sistema político mexicano y algunos de sus malos
funcionamientos prepararon el terreno fértil para el desarrollo del crimen
organizado, y aún hoy orienta las estrategias operativas de los carteles. Desde
la Revolución, México es a la vez un república federal y un régimen presiden-
cial muy centralizado; un hiperpresidencialismo (Favela, 2010, p. 105) que no
solamente concentra los tres poderes en manos del Ejecutivo, sino que
también ha hecho inoperante el federalismo instaurado en México (Ward y
Rodríguez, 1999). El partido-Estado aunaba la represión de los movimientos
a la cooptación de algunas causas y de algunos líderes, para neutralizar el
potencial movilizador y democratizador de las principales movilizaciones
sociales (Favela, 2010, p. 140). El nuevo régimen ha abandonado las prác-
ticas de cooptación de actores sociales contestatarios.
En México, más que en otras partes, “la acción colectiva, la respuesta
gubernamental y la estructura institucional interactúan y forman un sistema
de relaciones que define mutuamente tanto las formas de expresión como las
orientaciones que toman los cambios” (Favela, 2010, p. 139). Como señalan
Goodwin y Jasper (2011), el enfoque largamente dominante de la estructura
de oportunidad política, que tiende a fijar dichas oportunidades, también
debe ser cuestionado, puesto que estas resultan de una interacción perma-
nente entre los actores de la sociedad civil y la multiplicidad de aquellos que
componen el Estado. Esta mirada permite comprender mejor la evolución
de las estrategias de los carteles y el alcance creciente de su violencia.
En la época en que el Partido Revolucionario Institucional2 concen-
traba los poderes nacional, estatal y local, la centralización permitía una
coordinación eficaz de la lucha contra el crimen organizado por parte del
Estado federal (Benitez, 2009; Velasco, 2005). La descentralización progre-
siva y la democratización electoral condujeron a repartir la responsabilidad
2 El PRI ocupó la Presidencia de la República entre 1927 y 2000.

_  _
de la seguridad entre diferentes niveles del poder (nacional, estados fede-
rados, municipalidades), que no estaban integrados por el hecho de que sus
líderes pertenecieran al PRI. La descentralización del poder estuvo acompa-
ñada por una descentralización a nivel de la organización de los cuerpos de
Policía, lo que ha causado problemas de coordinación, así como disputas
internas (Moloeznik, 2010), y ha facilitado la amplia penetración del crimen
organizado en los cuerpos de Policía y las instituciones políticas.
A nivel político, México se muestra a los ojos de muchos analistas como
una democracia vacía (Bizberg, 2010). La legitimidad del Gobierno reposa
más sobre el respaldo de grandes grupos mediáticos que sobre su capacidad
de responder a las demandas de la población. En el marco de una política
económica y comercial determinada por el Nafta, la influencia determinante
de la élite económica restringe las perspectivas de desarrollo económico en
el largo plazo. El Gobierno mexicano toma prestada la estrategia de lo que
Randeria (2007) llama los estados astutos (cunning states); invoca estratégi-
camente su debilidad o su incapacidad para orientar su política a partir de
tratados internacionales o de los mercados, para justificar decisiones que
obedecen a razones políticas poco populares, cuando en realidad tiene el
suficiente margen de maniobra para denunciar los tratados o privilegiar
otras elecciones políticas. El Gobierno mexicano invoca gustoso el Nafta para
justificar una política económica y comercial muy favorable a los grandes
empresarios y desfavorable a los pequeños campesinos y a la mediana
empresa, e invoca las exigencias de su poderoso vecino americano para justi-
ficar su política de seguridad y su lucha contra la droga.

La sociedad civil frente a la violencia

Ante una situación en muchos sentidos inextricable, en la cual las polí-


ticas gubernamentales resultan no solo impotentes para controlar la ola de
violencia sino que además contribuyen a crear un clima de impunidad e
inseguridad, la capacidad de acción de la sociedad civil queda bien limitada.
Sus denuncias no están exentas de peligros: muchos periodistas y defensores
de los derechos humanos han pagado con su vida las denuncias de la

_  _
violencia de los carteles, de los excesos de las fuerzas del orden o de la
corrupción de las autoridades locales o estatales. Por lo tanto, en homenaje a
todos esos muertos que el Gobierno se limitaba a archivar en las estadísticas
de homicidios, contra la impunidad que cobija a los criminales y a las fuerzas
del orden, y porque esta violencia pesa cada día que pasa sobre su vida coti-
diana, ciudadanos y ciudadanas se movilizaron y agruparon a lo largo y
ancho de México, primero puntualmente, y luego, a partir de abril de 2011,
en el seno de un vasto Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad.
Según Laura Loeza y Mariana Pérez-Levesque (2010), la respuesta de la
sociedad civil puede ser de tres tipos. Primero, puede no denunciar la situa-
ción; segundo, puede organizarse con el fin de responder a esta violencia, y,
para terminar, puede pedir asilo en otro país. Aquí nos interesa la segunda
opción, que es la organización ciudadana ante la violencia. En México,
existen diferentes organizaciones y colectivos que cotidianamente luchan
contra la impunidad y por el respeto de los derechos humanos. Existen
igualmente iniciativas más puntuales que actúan únicamente de manera
fuerte. A pesar de cierta desarticulación entre las movilizaciones sociales o
ciudadanas, hay actores que se levantan contra la violencia generada por los
carteles y el Estado. Para analizar e ilustrar estas diferentes movilizaciones,
recurrimos al MPJD y a la acción de Anonymous en el estado de Veracruz.

2000-2010: olas de movilización

En los años 2000, surgieron manifestaciones contra la inseguridad a lo


largo y ancho del país, que llegaron a reunir a varios miles de participantes
(Bizberg, 2010: 53), quienes expresaban sus temores frente al crecimiento de
la violencia. Estas manifestaciones integraron a personas de todas las clases
sociales y orientaciones políticas. Los movimientos México Unido contra la
Delincuencia (MUCD) o No más Sangre, por citar dos ejemplos, fueron
titulares de los medios de comunicación. El sociólogo Ilán Bizberg considera
que estas movilizaciones ciudadanas fueron más una expresión de la opinión
pública que de organizaciones capaces de movilizar a sus simpatizantes e
incidir sobre las políticas del Gobierno mexicano.

_  _
Fundado en 1997 por hombres de negocios mexicanos, la ONG México
Unido contra la Delincuencia fue reconocida en 2004-2005 como interlocu-
tora legítima de la sociedad civil por parte de las autoridades políticas. En
2008, la relación entre los dos actores fue institucionalizada por el Acuerdo
Nacional por la Seguridad, la Justicia y la Legalidad (“Acuerdo Nacional”,
2008). Según Loeza y Pérez-Levesque (2010), la principal debilidad del
movimiento MUCD fue su identidad, asociada a actores de las clases altas,
lo que constituyó un obstáculo para la inclusión de los medios socioeconó-
micos menos favorecidos. El MUCD no consiguió nunca suficiente
legitimidad en el vasto sector de las organizaciones de defensa de los dere-
chos humanos. Las desigualdades socioeconómicas se vieron reflejadas en la
organización de las luchas contra la violencia, que permaneció en estado
dicotómico durante largo tiempo. Algunos personajes de los medios empre-
sariales o de la política llamaron rápidamente la atención de los medios de
comunicación y de los poderes públicos cuando fueron víctimas de la
violencia organizada. En algunos casos, consiguió organizar movilizaciones
sociales importantes, que se situaban generalmente en la derecha del espectro
político y no lograban convocar a una parte de las clases populares, quienes
eran, sin embargo, las principales víctimas de la generalización de la
violencia. Solo a partir de 2010, con la iniciativa de actores del mundo
cultural y artístico, las movilizaciones contra la violencia lograron superar la
división y movilizar más durablemente a vastos sectores de la clase media y
popular. Además, pudieron mantener la distancia con respecto a los partidos
políticos. Sin embargo, el eje gravitacional de la mayor parte de estas se sitúa
en la zona de la centroizquierda.
Iniciado en 2010, el movimiento No más Sangre ‒ Basta de Sangre se
apoya sobre representaciones artísticas y caricaturas para denunciar la vista
gorda que aparenta la sociedad frente a la violencia y la impunidad. El obje-
tivo del movimiento era suscitar una vasta movilización ciudadana en un
contexto donde, según Eduardo del Río, caricaturista mexicano iniciador de
esta campaña, “la mayoría de las personas no están en posición, ni en condi-
ción de expresar públicamente su descontento” (Río y Hernández, 2011).
Con el logo “No+Sangre”, cada mexicano puede expresar, en cualquier lugar

_  _
o circunstancia, su indignación frente a la violencia, a la política de segu-
ridad del Gobierno y a los carteles. Esta campaña tuvo gran éxito en México
y en el extranjero, incluido el Festival Internacional de Cine de Marrakech,
dedicado en el 2011 al cine mexicano, en el que cineastas mexicanos difun-
dieron el logo mientras subían las escaleras (Olivares, 2011). Esta campaña
pone de relieve también los límites de las formas de acción que logran la adhe-
sión masiva de la población, pero que no produce ningún impacto en la agenda
política.

El Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad

El Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad nació en abril de


2010, luego del drama personal vivido por el poeta Javier Sicilia, cuyo hijo
fue asesinado por miembros del cartel de Los Zetas de Cuernavaca, una
pequeña ciudad cerca de la capital. La muerte del hijo del poeta y colabo-
rador de varios organismos de prensa tuvo un amplio eco mediático y suscitó
la compasión. Los días siguientes, miles de estudiantes, artistas, jóvenes
organizados contra la militarización del país, defensores de los derechos
humanos, ecologistas, representantes de la Iglesia, sindicalistas y ciudadanos
ordinarios (Estrello, 2011) salieron a las calles para manifestar su compasión
y para exigir una nueva política frente al narcotráfico. En mayo de 2011,
Javier Sicilia organizó una marcha hacia la capital (Ameglio, 2011), para
denunciar la magnitud de las consecuencias de la guerra impulsada por el
Gobierno y exigir el fin de la militarización, una justicia transparente y
eficaz, y el fin de la inseguridad.
El 8 de mayo de 2011, tuvieron lugar manifestaciones “por el restableci-
miento de la paz y la justicia” en cuarenta ciudades de México y en veinte
más en el exterior. A lo largo del proceso, otros actores se unieron al movi-
miento, ofrecieron a las víctimas un respaldo para construir una identidad
del nosotros y legitimaron las demandas presentadas por el MPJD (Maihold,
2012). Gracias a movilizaciones tan expresivas, subjetivas y pacíficas, entre
noventa mil y doscientas mil personas se reunieron en el Zócalo (Maihold,
2012), la plaza central de México, con el objetivo de abrir un debate en el

_  _
espacio público sobre la estrategia gubernamental frente a la violencia, un
tema esencial para la sociedad civil (Kaldor, 2003).
Esta marcha hizo nacer un movimiento ciudadano que daría lugar a
marchas de protesta regulares y a “caravanas de la consolación” (Estrello,
2011) en diferentes ciudades de México afectadas por los efectos mortíferos
del narcotráfico y la guerra contra los carteles. Durante seis días, una de las
caravanas atravesó doce estados mexicanos hasta llegar a la ciudad fronte-
riza de Ciudad Juárez, considerada como una de las más peligrosas del
mundo. Un pacto nacional ciudadano por la paz justa y digna fue firmado
por decenas de organizaciones ciudadanas. Otro objetivo de la caravana era
“liberar la palabra”, por lo que permitió a cientos de víctimas de familiares
dar testimonio de su sufrimiento. La experiencia vivida por la colectividad
durante el testimonio de las víctimas, denominado por Jorge Linares el baño
de dolor, llevó a la construcción de un sujeto como el MPJD (Linares, 2012).
De acuerdo con Mary Kaldor (2003, pp. 140-141), la creación de un saber
(indispensable para la comprensión de un conflicto y su resolución) tiene
origen en el testimonio de personas profundamente tocadas y comprome-
tidas por y con el conflicto.
A partir de la primavera de 2011, el MPJD presenta una plataforma de
diálogo regular con el Gobierno y diferentes actores políticos. El movimiento
tiene como objetivo impulsar “una movilización del capital político de las
víctimas” (Estrello, 2011, p. 156), para que se conviertan de víctimas en
luchadores y luchadoras por la justicia. La exigencia de ser reconocido como
actor social, y no solo como víctima, permite la construcción de una iden-
tidad positiva y determinada sobre cuya base se erige un movimiento social
(Mathieu, 2004; Wieviorka, 2008). Luego de marchas, caravanas y diálogos
con autoridades públicas, los miembros del MPJD se constituyeron en
actores.
Dos años después de la emergencia del movimiento, se siguen organi-
zando acciones cotidianas en México y en el extranjero. La campaña “En los
zapatos del otro”, por ejemplo, fue adoptada por grupos de solidaridad del
MPJD en diferentes ciudades occidentales3. Consiste en la difusión de una
3 Véase el video en el vínculo https://www.youtube.com/watch?v=isazZAwasmo

_  _
serie de testimonios de personas que relatan la vida de las víctimas de la
violencia en México. Otras iniciativas se anclan decididamente en el nivel
local e insisten en la necesidad de “reconstruir el tejido social”. En muchas
ciudades, grupos de médicos, estudiantes, padres de familia, mujeres o
artistas se organizaron para incentivar a los mexicanos a salir a la calle, recu-
perar los espacios públicos y recrear el lazo social. En efecto, la violencia y el
miedo que la acompaña desincentivan el salir a la calle y participar en activi-
dades públicas.
Gracias a los recursos emotivos (Jasper, 2012) de los que disponía el
MPJD en el momento, el movimiento pudo organizar diversas acciones, en
la cuales participaron más de noventa mil personas. Estas manifestaciones
subjetivas y emotivas no se limitaron a las reivindicaciones políticas. Las
acciones artísticas y los testimonios públicos de las víctimas no llamaron
solamente la atención de los medios, sino que también comprendieron de
manera profunda al manifestante en su ser, su espíritu y su voluntad de trans-
formar los marcos de acción de los narcotraficantes y los políticos del país.
Los sentimientos, la subjetividad, las emociones (Goodwin, Jasper y Poletta,
2001) y el cuerpo (McDonald, 2006) se localizan en un impulso que es a la
vez impulsivo, expresivo y compasivo, que pone de nuevo al ser humano en
el centro de las preocupaciones y reivindicaciones en aras de una nueva polí-
tica de seguridad.
Los actos y manifestaciones de estos movimientos juntaron reivindica-
ciones por una nueva política, con un repertorio de acción caracterizado por
una gran creatividad cultural y una gran fuerza expresiva. Frente a la guerra
contra el narcotráfico, el MPJD propone dirigirse a las causas profundas del
aumento de las violencias, comenzando por la impunidad, las políticas
económicas acusadas de aumentar la pobreza y la corrupción. El movi-
miento llama a reforzar el tejido social y a poner en marcha iniciativas
ciudadanas y políticas contra la miseria, la pobreza, el desempleo y la falta de
oportunidades (Sicilia, 2011), en el marco de políticas públicas e iniciativas
ciudadanas. El MPJD señala las fuentes socioeconómicas del malestar mexi-
cano y exige políticas de largo plazo que favorezcan la creación de empleo, el
acceso a la educación, y un sistema de salud de calidad y accesible para todos.

_  _
El movimiento no busca atacar la dimensión superficial de la violencia, sino
cerrar lo que Michel Wieviorka (2004) llama el espacio de la violencia.

Un movimiento expresivo y cultural

Presentar sus reivindicaciones a los responsables políticos, sin embargo,


está lejos de ser el único objetivo del movimiento. Los aspectos expresivos y
subjetivos (McDonald, 2006; Pleyers, 2010) están en el corazón del MPJD.
La compasión, la subjetividad y la experiencia vivida son celebradas y su
vulnerabilidad, puesta en escena a través de marionetas y performances artís-
ticas (MacDonald, 2007), que logran expresar lo que no pueden las palabras.
La poesía opone la vida a la guerra contra las drogas, la compasión al olvido,
las caras de los desaparecidos a las cifras estadísticas. La creatividad y la
subjetividad de los participantes hicieron visible la experiencia vivida y los
sufrimientos que el Gobierno disimulaba tras esta “guerra contra el narco-
tráfico”, aquello que las estadísticas escondían detrás de las cifras de muertos
y desaparecidos, que no representan nada cuando las víctimas se cuentan en
decenas de miles. Las performances artísticas y las acciones simbólicas para
representar a las víctimas se multiplicaron, como en el caso de la campaña de
jóvenes ciudadanos quienes, en abril de 2012, dispusieron sesenta mil figuras
de papel en las calles y plazas de la capital para representar a las víctimas de
homicidios durante la presidencia de Felipe Calderón. Los aspectos subje-
tivos y expresivos (McDonald, 2006; Pleyers, 2010, caps. 2-4) constituyen el
corazón del MPJD. Según Jorge González de León, poeta miembro del
MPJD, gracias a los artistas, el movimiento logró recuperar el sentimiento:
“las personas que entran en contacto con el movimiento y que permanecen
en él lo hacen porque se emocionan. Más que por razones sociales, lo hacen
por un sentimiento de solidaridad, más que de compasión” (entrevista con
Jorge González de León, ciudad de México, 20 de julio de 2012; realizada por
los autores).
Miles de manifestantes elevaron los retratos de sus desaparecidos,
recordaron la vida de sus prójimos, recitaron poemas en homenaje a la vida
y para desafiar a la muerte que puede aparecer en todo momento en las calles

_  _
de México. Estas acciones performativas, estas reuniones, estos cantos y estos
testimonios devolvieron la humanidad a cada una de las víctimas. En las
ciudades de Europa y América del Norte, los participantes en una campaña
fueron invitados a elegir el nombre de una víctima de aquella guerra y enviar
una carta en su nombre al presidente de la República de México. En aquella
larga lista figuraban, al lado de cada nombre, la edad, la ocupación y algunas
píldoras sobre su vida. Quienes no eran más que unidades en la columna de
“narcotraficantes abatidos”, “agentes de las fuerzas del orden muertos en
combate” o “víctimas de los narcotraficantes” volvieron a ser seres humanos
víctimas de una guerra sin salidas aparentes.
Fernando y Raúl, de 15 y 9 años, Ciudad Juárez. Dos hermanos que se
encontraban en el lugar equivocado y murieron en medio de un tiroteo.

Enrique, 32 años, dos hijos, policía secuestrado, torturado y asesinado en


Tijuana.

Muerta del lado de la población civil, del de las fuerzas del orden o del
de los narcotraficantes, cada víctima deja atrás una familia en llanto. “Escogí
un policía porque a veces se les olvida, pero también son víctimas de esta
guerra y el dolor por sus familias también es grande”, nos explicaba una
participante en una movilización en Bruselas.
En las performances activistas, el participante presta su cuerpo, su voz y
su pluma a las víctimas, en un impulso de doble incorporación (embodie-
ment) en el que habla a la vez en nombre propio y en nombre de los
desaparecidos. Tales manifestaciones subjetivas del movimiento ciudadano
no pueden resumirse en una puesta en escena de las reivindicaciones polí-
ticas. Están en el centro del movimiento. Las performances teatrales, las
representaciones artísticas o las declamaciones son más que simples aconte-
cimientos destinados a llamar la atención de los medios. Comprometen
profundamente al manifestante en todo su ser y su espíritu. Con la voluntad
de modificar los marcos en los cuales el poder y los narcotraficantes actúan
en la guerra, el participante pone igualmente en juego sus sentimientos, su
subjetividad, sus emociones (Goodwin et al., 2001) y su cuerpo (McDonald,

_  _
2006), en un impulso a la vez expresivo y compasivo que reubica al ser
humano en el centro de atención de la creación de otra política de seguridad.
El artista Gerardo Sánchez González explica:
[…] pienso que en el seno del MPJD es muy claro que la mayoría de las
víctimas no están interesadas por el arte ni la cultura. Están interesadas por sus
desaparecidos. Pero cuando se dan cuenta de que el arte es una oportunidad
para conocer y encontrar, a partir de la dimensión humana, el camino hacia la
justicia, aquello se convierte en algo bueno para ellas también. (Entrevista con
Gerardo Sánchez Gonzaléz, Ciudad de México, 19 de julio de 2012; realizada
por los autores)

Dimensión internacional del MPJD

El MPJD es a la vez un movimiento profundamente mexicano y una


movilización internacional presente en las ciudades globales del mundo
occidental (Los Ángeles, Nueva York, París, Barcelona, Londres, Berlín...).
Decenas de grupos de Facebook y blogs del MPJD fueron creados, así
como la página Web de la Red Global por la Paz de México4. El apoyo
internacional fortalece la legitimidad del movimiento y lo ayuda a ejercer
presión sobre el Gobierno (Keck y Sikkink, 1998). Mary Kaldor (2003)
subraya la importancia de la opinión pública global, que se expresa a través
de los medios, las redes militantes internacionales y los grupos de ciuda-
danos. Esto por cuanto da a los militantes nacionales la sensación de no
estar solos y constituye un mecanismo eficaz para cuestionar la legitimidad
de las autoridades nacionales o de las políticas emprendidas por el Gobierno.
En prueba del eco global del movimiento, la revista Time designó a Javier
Sicilia como el “personaje del año entre los miles de manifestantes en el
mundo que han recibido el título de personalidad del año” (Padgett, 2011).
Las diferentes acciones emprendidas por los actores internacionales
forman una cadena de solidaridad global en pro de los ciudadanos mexi-
canos y constituyen una contestación global a la política de seguridad
mexicana. ¿Pero es esto suficiente para imponer la paz en México?
4 Véase en: http://www.redglobalpazmexico.org/

_  _
Anonymous

Al lado del MPJD, el grupo de piratas informáticos Anonymous se


movilizó a su manera contra los carteles y la violencia reinante en México.
Esta red, compuesta por colectivos autónomos, respalda las acciones ciuda-
danas por la paz en este país. Mientras el Gobierno ataca a los carteles
militarizando el territorio nacional, Anonymous recurre a modos de
acción menos convencionales, pirateando los sitios Web del Gobierno
mexicano, de las instituciones financieras y las bases de datos de los carteles.
En un desafío abierto al cartel de Los Zetas en el estado de Veracruz,
Anonymous anunció, el 6 de octubre de 2011, la Operación Cartel (Villamil,
2011). En un video ampliamente difundido5, un activista enmascarado
anuncia que, “cansado de no poder contar con las autoridades para
disminuir la tasa de violencia y el número de muertos”, el grupo Anonymous
de Veracruz amenaza con divulgar información sobre las relaciones de
corrupción establecidas entre el cartel y diferentes políticos, policías,
militares y hombres de negocios. Luego de este anuncio, el cartel de Los
Zetas secuestró a uno de los miembros de grupo Anonymous durante una
manifestación en favor de Julian Assange, redactor en jefe y portavoz de
WikiLeaks, y amenazó con matar a diez personas por cada nombre
revelado. Una campaña internacional6 de Anonymous logró que se liberara
al rehén. Ante las amenazas de muerte, decidieron abandonar la Operación
Cartel el 31 de octubre de 2011. Este cara a cara entre Los Zetas y
Anonymous mostró el poder y los recursos de nuevas formas de acción
basadas en la información, así como sus límites ante la violencia de los
carteles.
Otras acciones fueron emprendidas por los Anonymous en el marco
de la lucha contra la violencia en México. En octubre de 2011, con base en
información obtenida tras piratear el sitio Web del político Gustavo
Rosario, antiguo procurador general del estado de Tabasco, los activistas
5 Video disponible en http://www.youtube.com/watch?v=wjjv3I0b8Wo
6 Video disponible en http: //www.guardian.co.uk/technology/video/2011/oct/31/ anonymous-
hackers-mexican-drug-cartel

_  _
denunciaron la relación que este mantenía con Los Zetas (Tuckman,
2011) y pusieron en su sitio el anuncio “Gustavo Rosario es un Zeta”,
firmado por Anonymous México. Persisten las dudas en cuanto a la iden-
tidad de los autores de este ataque informático (“Vinculan a exprocurador”,
2011). El carácter fuertemente heterogéneo y reticular de los piratas infor-
máticos les permite guardar el anonimato y llevar a cabo ataques eficaces,
pero esta estructura particular puede igualmente ser propicia para
“campañas de desinformación operadas por usurpadores o por los servicios
de seguridad de los Estados afectados” (Pinard, 2012).

Conclusión

Muchos analistas coinciden en señalar que la sociedad civil mexicana


que se ha movilizado recientemente contra la violencia en su país no ha
dado muestras de tener una fuerza organizativa suficiente para presentar
un proyecto político alternativo7 en los debates electorales nacionales de
julio de 2010. Es necesario reconocer que el gobierno de Calderón no
escogió el camino de una reorientación estructural de su política de segu-
ridad y que los movimientos ciudadanos no consiguieron suscitar el
entusiasmo de los senadores para aprobar la “ley general del respeto y la
protección de los derechos de las víctimas” (Martínez, 2012), contra la cual
el presidente impuso finalmente el veto. Las conclusiones de estos análisis
nos parecen fundamentalmente insuficientes, al menos por dos razones:
ignoran que, desde el ascenso a la Presidencia del PAN en el año 2000, las
autoridades mexicanas se han caracterizado por una actitud particular-
mente cerrada frente a los movimientos sociales (Kitschelt, 1986), así
como el alcance cultural y subjetivo de las movilizaciones recientes contra
la violencia.
En primer término, desde la transición electoral y a pesar de la
amplitud, la fuerza y la creatividad de las sucesivas movilizaciones sociales
de indígenas, campesinos, pequeños empresarios, electricistas o de la
clase media, el Gobierno ignoró las quejas que le dirigieron (Bartra, 2009;
7 Véase, por ejemplo, Moloeznik (2011).

_  _
Pleyers, 2011). En este contexto, es particularmente difícil para un movi-
miento incidir sobre la política gubernamental. La fuerza organizacional
y la calidad del proyecto político del MPJD no podría probablemente
modificar ese hecho.
En segundo término, tales análisis restringen el movimiento a su
componente político e ignoran la amplitud de su impacto cultural y subje-
tivo. Lo anterior aun cuando, de un lado, es precisamente a ese nivel que
puede situarse el principal impacto; y, de otro lado, la naturaleza misma
de los movimientos culturales en la era global (Pleyers, 2010, pp. 90-100)
los hace a veces poco compatibles con la construcción de una organiza-
ción fuerte o de una institucionalización que, según algunos politólogos,
permiten incidir más eficazmente sobre los actores políticos. Los jóvenes
alteractivistas y los actores más creativos defienden la autonomía de su
experiencia y de sus movimientos, y se oponen activamente a la emer-
gencia de líderes y de una institucionalización que afectarían su creatividad,
los harían menos horizontales y participativos, aunque más eficaces frente
a los actores de la esfera política institucional8.
¿Acaso pueden las movilizaciones de la sociedad civil y la poesía
tener un impacto en un contexto tan profundamente marcado por la
violencia? Mary Kaldor señala acertadamente que la sociedad civil puede
tener un rol fundamental en la resolución del conflicto, promoviendo una
manera alternativa de considerarlo, abriendo debates y proponiendo
alternativas. Sin embargo, esta perspectiva no puede conducir a subes-
timar la importancia de los asuntos en juego en la esfera política
institucional. Las consecuencias del discurso y de la concepción de la
seguridad del expresidente Felipe Calderón ilustran la importancia de las

8 Esta es la posición defendida por Gamson (1975). Su argumento fue rebatido por Piven y Cloward
(1979), quienes consideran que, en cuanto los movimientos desarrollan una organización fuerte
y estructurada, tienen menos posibilidades de obtener resultados sobre los asuntos que
suscitaron su emergencia, especialmente debido a que los intereses de la organización a menudo
superan los del movimiento. He aquí uno de los principales aspectos del dilema de la organización
en los movimientos sociales, puesto en evidencia por Jasper (2006). Este dilema es planteado con
especial agudeza por algunos movimientos contemporáneos. Véanse Mathieu (2011) y Pleyers
(2010, cap. 9).

_  _
posiciones de los dirigentes políticos. La amplitud y la originalidad de las
movilizaciones de la sociedad civil no lograron modificar ni la estrategia
de militarización del Gobierno, que sigue en pie, ni los marcos de análisis
de la situación que preceden a las políticas gubernamentales. La capa-
cidad del MPJD de incidir en el debate de la campaña electoral presidencial
fue limitada y esto constituye un fracaso para el movimiento. El discurso
presentado por los medios de comunicación dominantes sigue siendo el
de la guerra contra el narcotráfico, en la cual las víctimas civiles son ora
daños colaterales lamentables pero inevitables, ora un aumento en las
cifras de narcotraficantes dados de baja. Los movimientos ciudadanos
afirman hoy en día que el saldo de homicidios cometidos en el curso de
los seis años del mandato de Felipe Calderón se acerca a los setenta mil
muertos, y las esperanzas de que la seguridad humana sea ubicada en el
centro de las preocupaciones del nuevo presidente de la república mexi-
cana son moderadas.

_  _
la vulnerabilidad del mundo
P a rt e II . M e m o r i a y r e s o l u c i ó n d e c o n f l i c t o s
e n A m é r i c a L at i n a
Políticas latinoamericanas de exclusión
de las memorias culturales no occidentales :
la violencia de los imaginarios nacionales

Alfredo Gómez Muller

Introducción

El concepto de nación designa siempre una determinada forma de


unidad social, basada en alguna forma de autoidentificación colectiva. En la
perspectiva del concepto político-jurídico de nación, la autoidentificación se
hace con referencia a la ley común que instituye a cada miembro de la
sociedad como sujeto de un mismo sistema de derechos, es decir, como
ciudadano; en la perspectiva del concepto histórico-cultural de nación, la
autoidentificación remite a una memoria compartida y a contenidos cultu-
rales específicos (lengua, modos de vida, creencias y valores comunes). En la
realidad histórica de la modernidad política, ambos significados de la idea
de nación se entremezclan, a menudo de manera implícita, de tal modo que
la concepción político-jurídica nunca se da en estado “puro” sino siempre

_  _
asociada a determinados contenidos histórico-culturales1. Por esta razón,
construir una nación es siempre construir una memoria, es decir, una cierta
relación con el pasado en la cual son seleccionados o privilegiados determi-
nados hechos y referentes, y excluidos o subordinados otros. La unidad
nacional se construye invariablemente incluyendo y excluyendo memorias,
de tal manera que la construcción de la nación moderna se presenta históri-
camente como el campo de batalla —muchas veces en sentido literal— de
memorias rivales que se disputan el monopolio del reconocimiento de la
autoridad pública. Estas memorias en conflicto son memorias culturales o
tradiciones prácticas (MacIntyre, 1984, p. 187), esto es, conjuntos diversa-
mente articulados de prácticas, ideas, reglas e instituciones que confieren
sentido y valor a la actividad social y a la vida humana en general.
En América Latina, desde la fundación de los nuevos Estados-nación
en el siglo xix hasta la última década del siglo xx, los diversos procesos de
construcción de los imaginarios nacionales comparten, a pesar de sus dife-
rencias, un común denominador: la exclusión o la subordinación de las
memorias culturales “americanas” y afroamericanas. “Se pretendió esculpir”
—anotaba Manuel Gamio en 1916— “la estatua de aquellas patrias con
elementos raciales de origen latino y se dio al olvido, peligroso olvido, a la
raza indígena” (2006, p. 6). Nunca, en ninguna parte del continente, se
incluyó la cultura indígena o afroamericana en la “base común de los Estados
nacionales en formación” (König, 1998, p. 21). Reproduciendo y desarro-
llando las formas de invisibilizacion social y cultural instauradas por la
dominación colonial, las políticas “republicanas” de construcción nacional
buscaban más bien la “[…] superación del predominante pluralismo étnico-
cultural, en el sentido de una orientación hacia los principios liberales de
libertad, economía liberal, propiedad individual, rendimiento, competencia,
economía de mercado e igualdad” (König, 1998, p. 21). Para alcanzar este
1 Así, por ejemplo, lejos de ser culturalmente neutro, el discurso revolucionario de 1789 sobre la
nación político-jurídica se relaciona estrechamente con contenidos históricos (Sieyès) y culturales
(Grégoire y su proyecto de imponer el francés como “lengua nacional”). Pretender que en la
época revolucionaria francesa existió una nacionalidad puramente política, basada en la libre
adhesión a los derechos del hombre (Renaut, 1999, p. 368), es afirmar una pura ficción alejada de
toda base histórica.

_  _
objetivo de construcción de la unidad nacional mediante la “superación” de
la diversidad étnico-cultural, los grupos hegemónicos latinoamericanos
desarrollaron en los siglos xix y xx diversas políticas culturales, que asocian
diversamente las dos concepciones básicas de nación (nación político-jurí-
dica y nación histórico-cultural) y proceden diversamente a la exclusión de
las memorias culturales no occidentales. Podríamos formalizar estas polí-
ticas en tres modelos: la nación de “ciudadanos”, la nación de “blancos” y la
nación de “mestizos”. Históricamente, cada uno de estos modelos ha podido
construirse como hegemónico en determinados periodos, sin desplazar sin
embargo totalmente a los otros, y articulándolos cada vez de manera inédita
según las circunstancias y contextos. Desde finales de la década del sesenta,
que corresponde a la etapa inicial de la emergencia indígena en América
Latina y al desarrollo de nuevos movimientos sociales, portadores de reivin-
dicaciones de reconocimiento relacionadas con identidades y memorias no
occidentales, se observan elementos de deconstrucción de los tres modelos.
El presente artículo propone una caracterización inicial y general de estos,
así como de la fase contemporánea de crisis de los imaginarios establecidos
de la nación, y sugiere una guía de lectura de la historia de los imaginarios
nacionales en América Latina.

La nación de “ciudadanos”

La nación de “ciudadanos” (1810-1845), que parte de los supuestos


culturales de la modernidad política, es la nación de la igualdad ciudadana.
Siguiendo el liberalismo clásico, en esta concepción de la nación se pretende,
aparentemente, neutralizar toda referencia étnico-cultural. Así, en 1810, en
México, José María Morelos declara que “en esta América ya no se nombran
calidades de indios, mulatos ni castas; solamente se hace la distinción entre
americanos y europeos” (como se cita en Silva, 2007, p. 15; énfasis en el
original). En Chile, en la misma década, Bernardo O’Higgins decretó que los
araucanos “[…] deben ser llamados ciudadanos chilenos y libres como los
demás habitantes del Estado” (como se cita en Lynch 1989, p. 152). En
Argentina, el artículo 128 de la Constitución de 1819 estableció que, “siendo

_  _
los indios iguales en dignidad y en derechos a los demás ciudadanos, gozarán
de las mismas preeminencias y serán regidos por las mismas leyes” (Consti-
tución de las Provincias Unidas de Sudamérica, 2010). En el Perú, José de
San Martín promulgó, en 1821, un decreto según el cual “[…] en adelante no
se denominarán los aborígenes indios o naturales. Ellos son hijos y ciuda-
danos del Perú y con el nombre de peruanos deben ser conocidos” (como se
cita en Lynch, 1989, p. 274; énfasis en el original).
Frente al régimen colonial de las castas, que discrimina a las personas
en función de criterios étnicos (limpieza de sangre, equilibrio de sangre), la
afirmación republicana de la igualdad ciudadana comporta, indudable-
mente, un cierto significado de integración jurídica y social y de unidad
nacional. Sin embargo, esta modalidad de integración no es ni cultural ni
ideológicamente “neutra”. Referir la igualdad a “sujetos” abstractos y autosu-
ficientes (el ciudadano en tanto que puro sujeto de derecho) y no a
subjetividades concretas que se autoidentifican con relación a determinadas
memorias culturales y sociales, supone ya, de entrada, una referencia socio-
cultural particular (occidental) que se afirma como “universal” y absoluta.
Para este sujeto abstracto y autocentrado, la materialidad es, consecuen-
temente, una relación de apropiación privada, que se traduce jurídicamente
en el derecho inalienable del “individuo” a la propiedad privada. Por ello, en
América Latina, el proyecto de nación de “ciudadanos” individualistas y
separados es solidario del proyecto económico de desmantelamiento de las
formas de propiedad comunal que, como ya lo señalaba Mariátegui en 1928,
son constitutivas de memorias culturales americanas, desde el norte hasta el
sur del continente.
La resistencia indígena a las políticas de desmantelamiento de la
propiedad comunal iniciadas en Suramérica por Bolívar2 ha significado, al
tiempo que la defensa del recurso económico básico, la protección de un
modo de producción y de un modo de vida articulado por ciertos valores y
por una comprensión específica de la justicia, esto es, por una determinada
subjetividad. Por ello, sobre la situación del Perú de su época, Mariátegui
2 A través de los decretos de Trujillo (8 de abril de 1824), Cusco (4 de julio de 1824) y Pucará (2 de
agosto de 1825).

_  _
indicaba que “el indio, a pesar de las leyes de cien años de régimen republi-
cano, no se ha hecho individualista”, pues ha logrado conservar “variadas
formas de cooperación y asociación” (1977, p. 83). El pensador peruano
entendía ya claramente que el ataque a la comunidad (ayllu), “en el nombre
de los postulados liberales” (p. 69), remite a una forma específica de subjeti-
vidad: la que produce y es a la vez producida por la formación cultural-ideológica
propia de la modernidad individualista occidental. Con lucidez, Mariátegui
asociaba esta forma de individualismo autárquico con la libertad abstracta y
la soledad características de la subjetividad moderna: “El individualismo no
puede prosperar, y ni siquiera existe efectivamente, sino dentro de un
régimen de libre concurrencia. Y el indio no se ha sentido nunca menos libre
que cuando se ha sentido solo” (p. 83).
La imposición de la nación liberal de “ciudadanos” individualistas, en
tanto que modelo exclusivo y absoluto de unidad social, es en sí misma y por
sí misma violencia simbólica, esto es, negación de memorias culturales
basadas en otro modelo de relación entre la subjetividad, la sociedad y el
mundo natural. La concepción liberal individualista de la nación ciudadana
proporciona un sustento ideológico a las políticas de desmantelamiento de la
propiedad comunal. Estas, como se sabe, favorecieron la apropiación privada
de los ejidos y tierras comunales, por parte de grandes hacendados, y la
formación de extensos latifundios que empleaban mano de obra indígena en
condiciones de servidumbre.
Se ha dicho, para el caso de México, que “la influencia de los latifun-
distas y la búsqueda de una mano de obra dependiente condicionó la política
de los liberales hacia los indios, y detrás de sus opiniones abiertamente igua-
litarias se ocultaba el pensamiento de los hacendados” (Lynch, 1989, p. 324).
En realidad, tal “pensamiento” no se oculta detrás de las opiniones “igualita-
rias” de los liberales. El aparente desfase entre el proyecto de inclusión
igualitaria de todos en la nación y la realidad de las relaciones sociales no
remite a un “acto de hipocresía colectiva” (Quijada, 1994, p. 42). Pero menos
aún se debe a un simple error de apreciación, producto del “optimismo” de
los artífices de la nación cívica (ciudadana), que habrían tenido una “fe”
ingenua en la “magia” transformadora de las constituciones y la educación

_  _
(Quijada, 1994, pp. 41-44). Atribuyendo a los liberales, como algo evidente,
una “voluntad de ruptura de las prácticas tradicionales de servidumbre”
(Quijada, 1994, p. 41; énfasis en el original), este a priori subjetivista consi-
dera la voluntad abstractamente, independientemente de sus relaciones con
el mundo en que se despliega. Desde este punto de vista, el “desfase” entre la
supresión formal de la servidumbre (yanaconazgo, mita) y la reproducción de
la servidumbre en la realidad histórica resulta insignificante, y no cuestiona
para nada la “voluntad” de tal supresión, porque la voluntad y el mundo son
entendidos aquí como dos entidades independientes una de la otra.
En realidad, este “desfase” no es ni un accidente histórico, ni la expre-
sión de la hipocresía o un simple error de apreciación por parte de gobernantes
liberales bien intencionados. La práctica de la desigualdad es coherente con
la contradictoria retórica de una igualdad que no reconoce la cultura del
otro como portadora de los mismos derechos. En el siglo xix, la concepción
liberal individualista de la igualdad no reconocía espontáneamente la apro-
piación comunal de la tierra, porque se hallaba referida a un sujeto
individualista y posesivo, capaz solamente de establecer con la tierra una
relación de apropiación privada y exclusiva, independientemente de las
consecuencias sociales de tal modo de apropiación. Por ello, la retórica
liberal de la igualdad fue simultánea a la práctica de la servidumbre y del
despojo —así como la retórica ilustrada de la igualdad pudo coexistir histó-
ricamente con la práctica de la esclavitud y del colonialismo, e incluso
justificarla—. En este contexto, la concurrencia de la justicia formal y la
injusticia real es posible porque la injusticia real es la otra cara de la justicia
unilateral y etnocéntrica. Lo que Lynch interpreta como un desfase es, de
hecho, una estructura coherente en la configuración del mundo “republi-
cano” latinoamericano del siglo xix —y sin duda también en otras partes del
mundo—.

La nación de “blancos”

Alrededor de dos décadas después de las independencias, surgió en


América Latina un nuevo discurso sobre la nación y la “superación” de la

_  _
diversidad étnico-cultural, que con el tiempo desplazó progresivamente al
imaginario clásico de la nación de “ciudadanos”, sin romper sin embargo
totalmente con él. El nuevo discurso “resolvió” la contradicción fundamental
de la anterior política de la nación, basada en la afirmación de la ciudadanía
universal e igualitaria. Frente a la política que afirmaba la igualdad universal
mientras que, de hecho, excluía de la igualdad a las personas y grupos porta-
dores de horizontes culturales no europeos o no exclusivamente occidentales,
la nueva política nacional cuestionaba explícitamente el principio mismo de la
igualdad, negaba su contenido universal y lo reservaba a un grupo particular
que se autoidentificaba como “civilizado” o como “blanco”. Esta concepción
de la nación de “blancos”, que pretendía tener en cuenta la “realidad social” de
las sociedades latinoamericanas, encontró una de sus primeras expresiones
en el célebre ensayo Facundo. Civilización y barbarie (1845), del argentino
Domingo Faustino Sarmiento.
En este libro, la igualdad jurídico-política es rechazada por medio de
un discurso “antropológico” que articula la dicotomía civilización/barbarie y
propone una perspectiva racialista para entender la realidad histórica de
Argentina y, más generalmente, del conjunto de América Latina. En la medida
en que el racialismo se acompaña aquí de juicios de valor que caracterizan
como inferiores a grupos determinados de la población, el discurso de
Sarmiento adquiere visos claramente racistas, que serán desarrollados poste-
riormente en Conflicto y armonía de las razas en América (1884). La “barbarie
indígena”, que Sarmiento opone a la “civilización europea” (1988, p. 39), es
considerada como el mal fundamental que se debe extirpar para que el país
pueda alcanzar el “progreso” (p. 69): “las razas americanas viven en la ocio-
sidad, y se muestran incapaces, aun por medio de la compulsión, para
dedicarse a un trabajo duro y seguido” (p. 65). Con esta afirmación sobre la
“ociosidad” del indio, Sarmiento va construyendo una “justificación” del
despojo de las tierras indígenas: “¿Hemos de abandonar un suelo de los más
privilegiados de América a las devastaciones de la barbarie? […] ¿Hemos de
cerrar voluntariamente la puerta a la inmigración europea que llama con
golpes repetidos para poblar nuestros desiertos?” (p. 43).

_  _
Desde esta época temprana, Sarmiento propuso uno de los principales
dispositivos que serán utilizados durante la segunda mitad del siglo xix, en
Argentina y otros países latinoamericanos, para la construcción de una
nación de “blancos”: la inmigración europea. Para poblar los desiertos,
término que designaba en los siglos xviii y xix los territorios donde no
había habitantes “blancos” o “civilizados”, se concedía de manera práctica-
mente gratuita grandes extensiones de tierras —con frecuencia en territorios
indígenas— a los inmigrantes provenientes de Europa (y únicamente de
Europa). El significado y finalidad racialista de esta política de inmigración
fue claramente explicitado en 1852 por Juan Bautista Alberdi (1810-1884),
en sus Bases y puntos de partida para la organización política de la República
Argentina:
La América independiente está llamada a proseguir en su territorio la obra
empezada y dejada a la mitad por la España de 1492. La colonización, la pobla-
ción de este mundo, nuevo hasta hoy a pesar de los trescientos años transcu-
rridos desde su descubrimiento, debe llevarse a cabo por los mismos Estados
americanos constituidos en cuerpos independientes y soberanos […]. Nece-
sitamos constituciones, necesitamos una política de creación, de población,
de conquista sobre la soledad y el desierto […]. Así, en América gobernar es
poblar. (cap. xxxi)

Como lo precisará años más tarde en sus “Páginas explicativas” (1879)


de las Bases, Alberdi estima que gobernar es poblar solo en tanto que poblar
es civilizar, y esto únicamente se puede conseguir con “gente civilizada, es decir,
con pobladores de la Europa civilizada”; de otro modo, “poblar no es civilizar,
sino embrutecer, cuando se puebla con chinos y con indios de Asia y con
negros de África» (“Páginas explicativas”, en Alberdi, 1852). Poblar es
“mejorar la raza” argentina por medio de su cruce con una selecta inmigra-
ción europea, con lo cual parece sugerir el ideólogo argentino la idea del
mestizaje. Esta idea aparece ya en el texto de 1852, en el cual asegura curio-
samente Alberdi que el cruce con población inglesa será la única manera de
salvar al pueblo argentino de su “desaparición como pueblo de tipo español”
(1852, cap. XXXII). Según esto, el mestizaje que concibe Alberdi no tiene

_  _
nada que ver con lo indio ni con lo negro. Se trata de un extraño mestizaje en
el que solo interviene el elemento “blanco” o europeo; o, en todo caso, en el
que domina este elemento y desaparece lo extraeuropeo. La tendencia de
este mestizaje ideológico e imaginario sería la eliminación de lo indígena3 y
lo negro. Este discurso racialista y racista será en la Argentina la base de las
políticas públicas de inmigración a lo largo de todo el siglo xix y comienzos
del xx; iniciadas durante la presidencia de Justo José de Urquiza (1854-
1860)4, quien nombra a Alberdi representante diplomático argentino en
Europa, se desarrollarán grandemente durante los gobiernos sucesivos de
Bartolomé Mitre (1862-1868), del propio Sarmiento (1868-1874), de Nicolás
Avellaneda (1874-1880) y de Julio Argentino Roca (1880-1886). Este periodo
corresponde parcialmente a los grandes operativos militares contra las
poblaciones indígenas de la Patagonia (Guerra del Desierto, 1869-1888).
Durante esta etapa y hasta finales del siglo, alrededor de cuatro millones de
europeos se instalaron en Argentina (Sánchez-Albornoz, 2000, p. 113).
Según este imaginario de la nación “blanca”, el mestizaje es solo un
medio para hacer desaparecer la diversidad étnica y producir una nación
homogéneamente blanca. El mestizaje y la construcción nacional son imagi-
nados como un mismo proceso de “blanqueamiento” de la población. Así, el
ideólogo colombiano José María Samper5 imagina la “fusión de razas o el
mestizaje” (Samper 1861/1984, p. 101) como un proceso “feliz, porque la
observación prueba que la raza blanca es la más absorbente, la que predo-
mina por la inteligencia y las facultades morales”6 (p. 100). Aplicando esta
3 “¿Creéis que un araucano sea incapaz de aprender a leer y escribir castellano? ¿Y pensáis que con
eso solo deje de ser salvaje?” (Sarmiento, 1852, cap. XXXII).
4 Bajo la presidencia de Justo José de Urquiza, se instalaron en Argentina diversas colonias de
inmigrantes europeos, entre las que se cuenta una colonia galesa de 160 personas, que recibió un
extenso territorio en el Chubut.
5 Sobre el tema del blanqueamiento en la ideología de Samper, remitimos a nuestro estudio de
1990 (p. 69). Por su parte, Hans-Joachim König (1998) ha utilizado el término emblanquecimiento:
“Los indios eran una vergüenza nacional, por obstaculizar el progreso; progreso y desarrollo se
esperaban de un ‘enblanquecimiento’ de la población a través de la inmigración de blancos
europeos […]” (p. 22).
6 Bartolomé Mitre (1821-1906) expresará pocos años después la misma idea: “[…] la fusión de las
diversas razas en que fatalmente, y por una ley demostrada, la raza superior debe prevalecer,

_  _
“ley natural” a la interpretación de “datos” proporcionados por una demo-
grafía más o menos imaginaria, afirma Samper que, durante el primer medio
siglo de vida republicana, la “raza africana” se ha desarrollado principalmente
“por medio de mezclas, de modo que parece estar destinada a desaparecer un
día, como tipo especial, lo mismo que el elemento indígena” (p. 306). En el
imaginario ideológico de Samper, este último elemento ha de desaparecer
primero, puesto que es el más débil y negativo, a diferencia del africano, que
es fuerte “por su resistencia física y su fecundidad”, y del blanco, que es fuerte
“por la inteligencia, la voluntad y las tradiciones” (p. 338). La mezcla de razas
que hace “predominar el elemento europeo” es un “hecho providencial”, que
habrá de desembocar en la “absorción progresiva, más o menos evidente y
necesaria, por las fuertes razas blanca y negra, de las razas indígenas puras, las
únicas que oponen seria resistencia a las conquistas de la civilización” (p. 338).
El ideólogo liberal desarrolla aquí una especie de racialismo teleológico, según
el cual el proceso de mestizaje va liquidando primero a los grupos más débiles
y opuestos a la “civilización”, para terminar en la absorción general de lo no
blanco por lo blanco, la raza más absorbente. Consecuentemente, Samper
propone, en el segundo punto de su programa de acción gubernamental para
la América de habla hispana (“Hispano-Colombia”):
Favorecer poderosamente las inmigraciones europeas y de otras regiones,
escogidas con criterio y conducidas con tino y liberalidad, a fin de fortalecer
a la sociedad en su lucha contra la más formidable naturaleza, y de ilustrar,
depurar y equilibrar las razas y castas, mediante la infusión de una sangre
activa que lleve consigo grandes fuerzas para la civilización. (p. 238)

Tres décadas más tarde, este programa será retomado por el líder liberal
Rafael Uribe Uribe:

trayendo a la humanidad al fin a la unidad de un tipo perfeccionado físicamente con la noción de


la perfección de su mente, [es una de las] cuestiones filosóficas, fisiológicas e históricas, que
interesan tanto a la ciencia antropológica y la tecnología como a la sociabilidad […]” (carta a
Diego Barros Arana, 1875). En el Perú, Clemente Palma sostendrá, en 1897, que “[…] todo pueblo
inferior está fatalmente llamado a desaparecer ante un pueblo superior […]. A medida que la
civilización penetre en la sierra y las montañas, el elemento puramente indígena irá desapareciendo
progresivamente, como ha sucedido en los Estados Unidos con los pieles rojas” (1897, p. 3).

_  _
Dejemos que se derrame hacia nosotros el gran recipiente de población
caucásica que es Europa; no provoquemos ni permitamos la entrada de un
solo hombre más de las razas negra y amarilla; los africanos e indígenas puros
que tenemos acabarán fatalmente por desaparecer7. (1907, p. 48)

En la perspectiva de esta concepción teleológica y eugenésica del mesti-


zaje, que en la segunda mitad del siglo buscará una nueva sustentación
supuestamente científica en el positivismo, el darwinismo social de Spencer
y otras ideologías racistas de Occidente (Gumplowicz, Agassiz, Haeckel, Le
Bon), el cruce de razas es entendido como un simple medio para alcanzar un
fin supremo: una sociedad “blanca” (blanqueada), “civilizada” y “superior”.
El mestizaje no es aquí un mero fenómeno social, sino un instrumento natural
que debe ser dirigido por políticas públicas de construcción de la nación. La
unidad de la nación no es ya esencialmente política, como en la visión del
liberalismo clásico, sino racial y cultural. Para los liberales o “liberales-
conservadores” (Hale, 2000, p. 19) de la segunda mitad del siglo xix, construir
unidad nacional significa construir homogeneidad étnico-cultural, esto es,
erradicar la heterogeneidad, la diferencia. La diversidad cultural es enten-
dida como un mal y, frecuentemente, como el mal supremo que solo podrá
evitarse procurando que “[…] los indios olviden sus costumbres y hasta su
idioma mismo, si fuera posible. Solo de este modo perderán sus preocupa-
ciones [prejuicios] y formarán con los blancos una masa homogénea”
(Pimentel, 1864, p. 226). Para muchos autores y políticos —como Alberdi,
Sarmiento, Mitre, Samper y Palma—, el mal no es solo la diversidad cultural:
más profundamente, se encuentra en la “raza”, esto es, en la diversidad
étnico-cultural, que solo podrá tener un sentido positivo en la medida en
que conduzca a su propia desaparición, por la “fuerza superior” de la “sangre”

7 Conforme a la misma ideología racialista y eugenésica, la ley colombiana de inmigración de 1922


(Ley 114) establece que, para favorecer en el pueblo colombiano el “[…] mejoramiento de sus
condiciones étnicas tanto físicas como morales, el Poder Ejecutivo fomentará la inmigración de
individuos y de familias que por sus condiciones personales y raciales no puedan o no deban ser
motivo de precauciones […]. Queda prohibida la entrada al país de elementos que por sus
condiciones étnicas, orgánicas o sociales sean inconvenientes para la nacionalidad y para el
mejor desarrollo de la raza” (como se cita en Melo, 1992, p. 100).

_  _
blanca, la más absorbente según Samper y Mitre. Excluyente de las mayorías
y de los de abajo, este imaginario ideológico de la nación “blanca” sustentará,
a lo largo de la segunda mitad del siglo xix y buena parte del siglo xx, prác-
ticas de extrema violencia social y estatal, desde la discriminación, el despojo
y el desplazamiento de poblaciones, hasta la tortura, los asesinatos y las prác-
ticas de exterminio.

La nación de “mestizos”

El carácter propiamente imaginario de la ideología de la nación “blanca”,


esto es, de la interpretación del mestizaje como proceso natural y necesario
de blanqueamiento de poblaciones inicialmente no “blancas”, empieza a
resquebrajarse en América Latina hacia finales del siglo xix La observación
de la realidad étnico-cultural latinoamericana, por un lado, y la crítica de las
ideologías evolucionistas europeas, por otro, van generando un replantea-
miento del significado de la “fusión de razas” y de la idea nacional, que
conduce a una reinterpretación del mestizaje. Se abandona gradualmente la
idea de que la mezcla de razas y colores conduce de modo natural al blan-
queamiento de la población y, con ello, se comienza a relativizar la importancia
de lo “blanco” en la construcción nacional. Sin salir del imaginario de la
“fusión de razas”, es decir, sin dejar de imaginar la unidad nacional en
términos racialistas, se tiende ahora a conferir un nuevo sentido al proceso
de mestizaje y a la nación: el mestizaje ya no es blanqueamiento sino síntesis
de múltiples colores o “razas”, y la unidad de la nación es la unidad de esta
síntesis, la nación mestiza. Sin embargo, esta síntesis solo tiende a ser admi-
tida en el plano “racial” y no en el plano cultural.
A la par que se acepta un imaginario nacional hecho “con todos los
colores”, se expulsa tanto más categóricamente de este imaginario a los refe-
rentes culturales no occidentales, tradicionalmente considerados por las
élites criollas y republicanas como “bárbaros” y “atrasados”. La diferencia de
lengua, de modos de vida, de creencias y valores, de maneras de producir y
distribuir los frutos del trabajo, etc. sigue siendo considerada nefasta, como
ya lo afirmaba claramente Pimentel en 1864. Entre la nación mestiza y la

_  _
nación de blancos hay, a la vez, ruptura y continuidad: ruptura en cuanto que
se abandona el racialismo blanco, y continuidad por cuanto se reproduce la
secular exclusión de las memorias culturales no occidentales. En el modelo
de la nación mestiza, el dispositivo característico para la exclusión de las
memorias culturales indígenas o negras es, precisamente, el discurso sobre
el mestizaje. Interpretando el mestizaje como síntesis superadora de una
pluralidad inicial y transfiriendo esta superación de la diferencia de lo “racial”
a lo cultural, se tiende a excluir de hecho la diversidad cultural no occidental
del imaginario nacional. Esta transferencia de lo “racial” a lo cultural adquiere,
en algunos ideólogos de finales de siglo xix, la forma de una relativización
del paradigma de la “raza” (entendida en un sentido biológico y naturalista)
e incluso de una resignificación de esta noción. Así, el colombiano Rafael
Núñez, influido por el católico francés Ferdinand Brunetière, afirma en 1893
que “la raza es la nacionalidad histórica”, y agrega que no son los “dudosos
accidentes de la sangre” los que “modelan el espíritu de los hombres”, sino
“las ideas que adquieren, las costumbres y las especiales circunstancias en
que viven” (Núñez, 1950, pp. 132-133; véase Gómez Muller, 2011, pp.
143-144).
El nuevo paradigma identitario de la nación mestiza, base de una mesti-
zofilia (Miller, 2004) que va a inundar a América Latina durante buena parte
del siglo xx, encuentra algunas de sus formas más características en México.
Entre ellas, Forjando patria (1916/2006), del antropólogo Manuel Gamio
(1883-1960), representa sin duda una de sus expresiones más tempranas,
mientras que La raza cósmica (1926/1948), del filósofo José Vasconcelos
(1882-1959), se presenta en la historia de las ideas como una de sus elabora-
ciones más sistemáticas e influyentes a nivel continental.
No es ciertamente un azar que estas dos obras hayan sido producidas
en México y prácticamente en la misma época, a escasos diez años de inter-
valo. Elaboradas en el periodo revolucionario y posrevolucionario por autores
que fueron también actores de la Revolución y alineados por lo demás en las
mismas filas carrancistas, ambas obras reflejan, cada una a su manera, la
gran conmoción cultural y simbólica que fue también la Revolución de
1910. Antes de esta, escribe Silva Herzog, “era de mal tono admirar el arte

_  _
indígena” (2007, p. 57), por lo menos entre las élites blancas; después de ella,
se redescubre el arte prehispánico8 y se comienza a admitir que México es
también indígena. Hechos como la ocupación de la capital y del propio
palacio presidencial, en 1914, por las tropas zapatistas y villistas tuvieron un
efecto político limitado, pero produjeron sin duda un considerable impacto
simbólico (“los indios cuentan”). “La Revolución mexicana es un hecho que
irrumpe en nuestra historia como una verdadera revelación de nuestro ser”
(Paz, 1982, p. 122). El ser mexicano se revela, con la Revolución, más
complejo, múltiple y heterogéneo de lo que las élites gobernantes venían
afirmando desde la Independencia:
El movimiento revolucionario transformó a México, lo hizo “otro” […]. En
cierto sentido la Revolución ha recreado a la nación; en otro no menos impor-
tante, la ha extendido a razas y clases que ni la Colonia ni el siglo xix pudieron
incorporar. (Paz, 1982, p. 156)

En realidad, ambos sentidos se relacionan estrechamente: en la nueva


cultura que surge de la Revolución, la recreación de la nación se hace preci-
samente a través de la “incorporación” de lo indígena en el imaginario
nacional. Tal es la idea central que Gamio desarrolla en las primeras páginas
de Forjando patria, publicadas en el momento en que la insurrección zapa-
tista y villista comienza a perder terreno ante las fuerzas carrancistas.
Para decir la reconstrucción o recreación de la nación, Gamio utiliza la
metáfora de la forja: América es una gran forja, los Andes son un yunque
gigantesco, la raza latina es acero o hierro, la raza indígena es bronce; estos
“metales” se fusionan en un crisol y se cristalizan en un molde, antes de ser
cincelados y tomar la forma definitiva de una estatua. Con la invasión
europea, “[…] se volcó trágicamente el crisol que unificaba la raza y cayó en
pedazos el molde donde se hacía la nacionalidad y cristalizaba la patria”

8 “Podría decirle mucho respecto al progreso que puede realizar un pintor, un escultor, un artista,
si observa, analiza, estudia al arte maya, azteca y tolteca, ninguno de los cuales se queda corto
frente a ningún otro arte” (Rivera, 1921/1985, p. 323). “Debemos acercarnos a las obras de los
antiguos habitantes de nuestros valles, los pintores y escultores indios (mayas, aztecas, incas, etc.)”
(Siqueiros [1974], como se cita en Charlot, 1985, p. 24).

_  _
(Gamio, 1916/2006, p. 5), es decir, donde se formaban “grandes patrias indí-
genas”. Más tarde, los Libertadores intentaron forjar una “estatua hecha de
todos los metales, que serían todas las razas de América”, pero el proyecto de la
“gran Patria Americana” fracasó y dejó surgir una pluralidad de patrias sobre
la base de las divisiones territoriales y políticas de la época colonial. Pero en
la forja de estas patrias se cometió un error fundamental, que explica la gran
inestabilidad política de América Latina en el siglo xix: “Se pretendió
esculpir la estatua de aquellas patrias con elementos raciales de origen latino
y se dio al olvido, peligroso olvido, a la raza indígena” (p. 6), de tal manera
que la estatua inconsistente se ha caído repetidas veces. Corresponde, por
consiguiente, a la Revolución mexicana imaginar una nueva patria o nacio-
nalidad (términos utilizados por Gamio como sinónimos), a través de la
unificación de la diversidad, entendida como fusión de razas: “Toca hoy a
los revolucionarios de México empuñar el mazo y ceñir el mandil del
forjador para hacer que surja del yunque milagroso la nueva patria hecha de
hierro y de bronce confundidos” (p. 6). La patria unificada es la nación
mestiza.
Para asumir este nuevo proyecto de nación, la Revolución debe enfrentar
una serie de “obstáculos que se oponen a la unificación nacional, a la encar-
nación de la patria” (p. 167). Estos obstáculos, generados por la invasión
europea y la colonia, son, según Gamio: “desnivel económico entre las clases
sociales, heterogeneidad de razas que constituyen a la población, diferencia
de idiomas y divergencia o antagonismo de tendencias culturales” (p. 167).
Reproduciendo el esquema del Estado-nación moderno, el autor de Forjando
patria concibe la nación en términos de pueblo soberano, esto es, como una
forma de unidad absoluta que excluye la diversidad. Desde tal supuesto, la
diferencia étnica y cultural es considerada como un mal. La tarea de la Revo-
lución consiste, por consiguiente, en transformar esos “obstáculos” en
factores “favorables al desarrollo nacional” (p. 168). La “heterogeneidad de
razas” o la diferencia étnica ha de ser transformada en algo positivo, y esto
solo se puede hacer por medio del mestizaje: “esta homogeneidad racial, esta
unificación de tipo físico, esta avanzada y feliz fusión de razas, constituye la
primera y más sólida base del nacionalismo” (Armstrong-Fumero, p. 13). A

_  _
pesar de que la noción de raza tiene en Gamio un significado ambiguo y
variable (p. 14), en su discurso subsiste un contenido biologicista que se ha
podido asociar a un cierto tipo de eugenismo (p. 13). Al afirmar que la “feliz
fusión” de razas es fundamento de la nacionalidad (la primera y más sólida
base del nacionalismo), Gamio configura un imaginario nacional aún fuerte-
mente marcado por elementos racialistas. Se trata de un nuevo racialismo,
en el que se ha eliminado la referencia a la superioridad de la “raza blanca”.
El otro “obstáculo”, la diferencia cultural, y en primer lugar lingüística,
también ha de ser transformado en algo “favorable al desarrollo nacional”.
Después de la “raza”, “el idioma […] es el siguiente factor nacionalista”
(Armstrong-Fumero, 2010, p. 13). Así como supone la fusión de razas, la
forja o construcción de la nación exige la fusión lingüística y la fusión cultural
de la población (Gamio, en Armstrong-Fumero, 2010, p. 172). De manera
suficientemente explícita, Gamio opone la fusión y, por ende, la posibilidad
de la nación a la autonomía indígena. Al referirse a las formas de autogo-
bierno que han construido diversos grupos de indios “puros” (mayas de
Quintana Roo y del Petén, lacandones de Chiapas), que viven en la “libertad”
y el “aislamiento” y conservan su “idioma propio y cultura propia” (p. 172),
considera el autor de Forjando patria que no se puede abandonar “[…] a esas
criaturas a un sistema de vida que por propio y legítimo que sea, contribuye
a retardar la fusión étnica, cultural y lingüística de la población” (p. 172).
Claramente señala que la “divergencia cultural”, junto con el “alejamiento
material”, constituye un “perjuicio colectivo” para el conjunto de la pobla-
ción de la república, esto es, para la nación mexicana (p. 173). El verbo
retardar sugiere que Gamio imagina el proceso de fusión étnica, cultural y
lingüística como algo inexorable: con el tiempo, la diversidad étnica, cultural
y lingüística habrá de desaparecer. Tal es el ideal político y cultural que
Gamio y, poco después, Vasconcelos, Caso, Aguirre Beltrán y otros identi-
fican con el proyecto de nación mestiza, válido no solo para México sino
para toda la América Latina. El castellano —un castellano diverso según las
regiones (p. 111)— habrá de imponerse con el tiempo como la lengua única,
de tal manera que pueda existir “un solo cuerpo de exposición” (p. 117) a
partir de la diversidad de “orígenes” culturales: “la literatura nacional aparecerá

_  _
automáticamente cuando la población alcance a unificarse racial, cultural y
lingüísticamente” (p. 117).
Al igual que sus antecesores del siglo xix, Gamio, Vasconcelos y otros
autores, como Uriel García en el Perú, imaginan que este ideal se sustenta en
una ley natural de evolución de las sociedades. En conformidad con este
imaginario, Gamio se opone a la “brusca imposición” a las culturas indias de
modelos culturales ajenos, tal como lo hace el modelo político de fusión arti-
ficial, el cual produce en general la simple yuxtaposición de culturas.
Considera más eficaz una política de colaboración discreta con la fusión
evolutiva9 que, a diferencia de la fusión artificial, conlleva la adopción espon-
tánea de “moldes” culturales nuevos (p. 177). La institucionalización a nivel
continental de esta política de colaboración discreta llevará, en 1940, a la
creación del Instituto Indigenista Interamericano, del cual Gamio será
director desde 1942 hasta su fallecimiento en 1960. Durante medio siglo, hasta
los replanteamientos expresados en el xi Congreso Indigenista Interameri-
cano (Managua, 1993), el Instituto Indigenista Interamericano promoverá en
todo el continente una política de “incorporación” o de “integración” de los
pueblos indios a las diferentes sociedades “nacionales”, por medio de la reduc-
ción de la diferencia cultural.
El instrumento principal para el desarrollo de tal política ha sido la
creación, en los países con presencia indígena, de organismos oficiales
encargados de centralizar las políticas indigenistas de los diversos Estados
del continente americano. En concordancia con el proyecto básico de acul-
turación, estas instituciones indigenistas han sido en muchas ocasiones el
instrumento de una forma de gobierno vertical y autoritario de los pueblos
indígenas por parte del Estado promotor de la nación mestiza. Así, en México,
el Instituto Nacional Indigenista (INI), creado en 1948 bajo el sexenio de
Miguel Alemán, será durante varias décadas hostil a las formas de gobierno
propias de los indígenas. Desarrollará un modelo de tutela que Alfonso Caso,
su director de 1949 a 1970, explicita claramente: la comunidad indígena

9 “[…] debe facilitárseles [a los indios] el desarrollo espontáneo de sus manifestaciones genuinas,
colaborando discretamente en la fusión evolutiva —no artificial— de estas con las de la raza que
hasta hoy ha predominado” (p. 175). El subrayado es nuestro.

_  _
deberá permanecer bajo el “control y dirección” del INI hasta el momento en
que sea capaz de aceptar “los cambios culturales indispensables” y “haya
sido puesta en el camino de su integración” a la nación (como se cita en
Sánchez, 1999, p. 43). En la misma perspectiva, Gonzalo Aguirre Beltrán,
discípulo de Gamio, subdirector del INI en 1952 y director del Instituto
Indigenista Interamericano en 1966, se opone al reconocimiento del Consejo
Supremo de los Tarahumara —reclamado desde 1939 en diversos congresos
de este grupo—, alegando que un “gobierno de tribu” sería “un retroceso en
la evolución política de la nación” (como se cita en Sánchez, 1999, p. 49).
Aguirre Beltrán apoyará la creación, por parte del gobierno de Miguel
Alemán, de un Centro Coordinador Indigenista de la Región Tarahumara,
“dependiente del INI” (p. 49). Al igual que el INI, otros institutos indige-
nistas del continente desarrollarán durante más de tres décadas, con una
notable coincidencia ideológica, los mismos procesos de integración nacional
a través de la reducción de la diversidad cultural. Por medio de programas
educativos oficiales orientados esencialmente a la castellanización, a la trans-
misión en castellano o en lenguas indígenas de modelos culturales
exclusivamente occidentales y a la adquisición de tecnologías tendientes a
“modernizar” la economía indígena para integrarla al mercado nacional, los
institutos indigenistas nacionales y el Instituto Indigenista Interamericano
construirán un modelo de indigenismo oficial que, a partir de la emergencia
india iniciada a finales de la década del sesenta, será caracterizada crítica-
mente, por los propios indígenas y por una nueva generación de antropólogos,
como asimilacionista y paternalista.

La deconstrucción contemporánea de los imaginarios


etnocéntricos de la “nación”

La década del setenta corresponde, en varios países de América Latina, a


una reactivación de las movilizaciones indígenas que, con el transcurrir del
tiempo, van a revestir formas políticas inéditas. En el curso de estas
movilizaciones, cuyas primeras manifestaciones son visibles en ciertos países
desde finales de los años sesenta, se va construyendo un nuevo protagonismo

_  _
indígena, que tiende a liberarse progresivamente de la tutela del indigenismo
oficial. En la medida en que expresan reivindicaciones socioeconómicas
relacionadas en particular con la redistribución de tierras, estas movilizaciones
se ven con frecuencia asociadas en su fase inicial a la dinámica de otros
actores sociales (sindicatos y asociaciones de campesinos), políticos (los
movimientos de la nueva izquierda latinoamericana) y religiosos (teologías
latinoamericanas de la liberación), así como a ciertas transformaciones
teóricas (crítica de la antropología etnocéntrica en América Latina). En su
desarrollo, no obstante, las movilizaciones indias tienden a diferenciarse de
tales movimientos y producen reivindicaciones propias, vinculadas al
reconocimiento de identidades culturales. En el curso de este proceso de
diferenciación, los movimientos indios reconfiguran sus relaciones con
otros movimientos sociales, y adquieren una nueva autonomía.
La emergencia indígena produce un cuestionamiento radical del indige-
nismo político y “oficial”, esto es, del indigenismo paternalista y asimilacionista.
Este nuevo movimiento indio, que tiende a afirmar su autonomía frente al
Estado poscolonial y los partidos políticos establecidos, es ya una crítica de
las formas tradicionales de dependencia instituidas por el indigenismo polí-
tico, que les impone verticalmente a los indígenas decisiones tomadas
unilateralmente desde los centros de poder. De simple objeto pasivo de tales
políticas elaboradas por otros que prescinden de su participación, los indios
se hacen sujetos políticos que toman a cargo su propio destino. El protago-
nismo indígena subvierte la asimetría tradicional que opone el indigenista
no indio —aquel que se autoinstituye como “experto” y encargado de tomar
las decisiones— al indio —a quien se asigna el estatuto de sujeto “ignorante”
e incapaz de pertenecerse a sí mismo—. A partir de la primera mitad de la
década, esta crítica por los hechos —o crítica concreta— del indigenismo
político tradicional se articula discursivamente en numerosos llamamientos,
manifiestos y declaraciones públicas elaboradas por el nuevo movimiento
indio:
Todos los esfuerzos de la llamada política indigenista se conjugan abierta y
solapadamente para desarraigarnos de las comunidades indígenas, acabar
con nuestras lenguas y culturas y forzar sobre nosotros las pautas de la

_  _
explotación capitalista […]. Esta política solo ha agudizado el paternalismo,
la dependencia y el etnocidio en todas sus manifestaciones. (Planteamiento de
las organizaciones indígenas de Venezuela, como se cita en Bonfil, 1981, p. 345)

En este Planteamiento de las organizaciones indígenas de Venezuela,


publicado en 1974, la crítica al paternalismo parte de la idea de que, en tanto
sistema de dependencia, este tipo de relación vertical niega la “participación
indígena” (p. 345), es decir, la capacidad de actuar por sí mismo (agency). El
colonialismo interno excluye a los indios de “toda posibilidad de participa-
ción en la orientación de [su] propio destino” (p. 344). El poder de participar
es asociado en este texto a la cogestión dentro de un marco institucional, pero
también a la autonomía, a la autogestión y a la libre asociación. La construc-
ción de una “autogestión indígena real y efectiva” es presentada como la única
alternativa válida a las políticas indigenistas de no-participación indígena. La
exigencia de reconocimiento es política, no solo en el sentido de que supone
instancias públicas de participación, sino también, y más fundamentalmente,
en el sentido de que el reconocimiento del otro implica el reconocimiento de
su capacidad política, esto es, de su poder de participar libremente en condi-
ciones de igualdad en la organización de la vida pública de todos.
En México, país que elaboró y dio su forma más acabada al indigenismo
político, la crítica india del asimilacionismo y del paternalismo, iniciada por
lo menos desde 1975 en el seno del Primer Congreso Nacional de Pueblos
Indígenas, encuentra una expresión suficientemente clara y articulada en la
Declaración de Temoaya (julio de 1979). La afirmación principal de este
pacto suscrito por indios del estado de México (mazahua, matlazinca,
tlahuica y ñhañhus) aparece desde el primer párrafo:
Hoy estamos aquí reunidos porque sabemos que ha llegado el tiempo de
nuestra voz, de ser escuchados. Ya nadie hablará por nosotros, ni se sentará a
discutir qué harán con nuestros pueblos. […] Es el tiempo de nuestra palabra,
de la recuperación de nuestra historia, de acabar con una situación colonial
[…]. No nos dejemos robar las palabras. (Declaración de Temoaya, como se
cita en Bonfil, 1981, pp. 388-389)

_  _
El acontecer del tiempo de la palabra india es descrito, ante todo, como
el advenir de la exigencia de participación política y de “autogestión indígena”
(p. 392): “toda forma de libertad requiere una forma de poder. Sin poder, sin
participación en el poder global, no puede haber libertad” (p. 390). En la
esfera educativa, el reconocimiento de la palabra indígena exige la imple-
mentación de un sistema bicultural y bilingüe y, en el nivel de lo económico,
la restitución de las tierras comunales, la crítica del sistema económico capi-
talista y la preservación del medio natural. La conciencia étnica debe ir a la par
de la conciencia de clase (p. 395), lo cual hace posible y necesaria la conver-
gencia de una parte de las reivindicaciones indias con las de otros sectores
subalternos de la sociedad. En fin, en la esfera simbólica de la autoidentifica-
ción colectiva, el reconocimiento de la palabra indígena implica la
deconstrucción del imaginario instituido de la nación, la ruptura del “mito
del mexicano único, unificado”, así como la reconstrucción pública de
México como “Estado multiétnico” (p. 389).
En México, como en otras partes de América Latina, la exigencia de
justicia cultural no solo tiene que ver con reivindicaciones portadoras de conte-
nidos llamados “positivos”, tales como el uso de la lengua, las costumbres y
los sistemas de creencias. También se relaciona, y de manera esencial, con
los contenidos simbólicos del imaginario público de la nación o del Estado-
nación. En esta esfera, la exigencia de justicia cultural se presenta como una
crítica de la violencia simbólica producida a lo largo de dos siglos por los
discursos y prácticas establecidas de la nación. En positivo, esta exigencia se
traduce en prácticas de resimbolización de la idea nacional, así como en el
objetivo programático de construcción de una “nación plurinacional”. Una
de las expresiones más significativas del desarrollo de este objetivo de las
movilizaciones indígenas es, sin duda, el proceso de reforma o refundación
constitucional que se observa en distintos países latinoamericanos desde la
década del noventa.
Uno de los rasgos más característicos de este proceso es la aparición del
tema de la “identidad nacional”, asociado al reconocimiento de la diversidad
cultural, en los preámbulos o en los primeros títulos de las nuevas constitu-
ciones. De manera general, y a pesar de la diversidad de contextos e intereses,

_  _
estas cartas políticas afirman una idea diferente de lo nacional, que tiende a
ser descrito en términos de pluralidad o en un sentido que abarca la diver-
sidad étnico-cultural. Así, la Constitución colombiana de 1991 afirma que
“El Estado reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la Nación
colombiana” (I, art. 7). Por su parte, la del Ecuador de 1998 señala que este
“es un Estado social de derecho, soberano, unitario, independiente, demo-
crático, pluricultural y multiétnico” (I, art. 1); la de 2008 dice que “el Ecuador
es un Estado constitucional de derechos y justicia, social, democrático, sobe-
rano, independiente, unitario, intercultural, plurinacional y laico” (I, art. 1).
La reforma constitucional mexicana de 2004 establece que:
La Nación tiene una composición pluricultural sustentada originalmente
en sus pueblos indígenas que son aquellos que descienden de poblaciones
que habitaban en el territorio actual del país al iniciarse la colonización y que
conservan sus propias instituciones sociales, económicas, culturales y políticas,
o parte de ellas. (I, art. 2)

Así mismo, en la nueva Constitución venezolana de 1999 se alude en el


preámbulo al “fin supremo de refundar la República para establecer una
sociedad democrática, participativa y protagónica, multiétnica y pluricul-
tural en un Estado de justicia, federal y descentralizado”. Y la boliviana de
2009 declara que:
Bolivia se constituye en un Estado Unitario Social de Derecho Plurinacional
Comunitario, libre, independiente, soberano, democrático, intercultural,
descentralizado y con autonomías. Bolivia se funda en la pluralidad y el
pluralismo político, económico, jurídico, cultural y lingüístico, dentro del
proceso integrador del país. (I, art. 1)

Para hacerse una idea inicial del alcance y los límites de estos procesos
de refundación simbólica de la nación en lo público, conviene detenerse en
un modelo particular: el de Colombia, que ha podido ser descrito como el
inicio de la “era del multiculturalismo constitucional en América Latina”
(Van Cott, 2005, p. 190), y ha dado lugar a “uno de los regímenes de dere-

_  _
chos étnicos constitucionales más progresistas de la región, junto con
Venezuela” (p. 177).

Aspectos de la nacionalidad y la diversidad cultural en la


Constitución colombiana de 1991

En la nueva Constitución colombiana, que surge de los acuerdos de paz


de 1990 y, por ende, de décadas de lucha armada en el país, los temas de la
cultura, la identidad y la diversidad cultural se hallan presentes de manera
particularmente explícita en catorce artículos10, cuyos contenidos pueden ser
clasificados en tres rúbricas genéricas: a) cultura, diversidad e imaginarios de
la identidad; b) autonomía territorial; c) participación política. Considera-
remos únicamente la primera de ellas en la parte final de este estudio.
La cuestión de la identidad nacional y de la diversidad cultural o étnico-
cultural del país es evocada en tres de los diez artículos de base que expresan
los principios fundamentales que rigen la Constitución (título I):
• Artículo 7: “El Estado reconoce y protege la diversidad étnica y cultural
de la Nación colombiana” (reafirmado por el art. 72).

• Artículo 8: “Es obligación del Estado y de las personas proteger las
riquezas culturales y naturales de la Nación”.

• Artículo 10: “El castellano es el idioma oficial de Colombia. Las lenguas
y dialectos de los grupos étnicos son también oficiales en sus territo-
rios. La enseñanza que se imparta en las comunidades con tradiciones
lingüísticas propias será bilingüe”.

Estas tres afirmaciones de base o principios indican un cambio impor-


tante en relación con la antigua Constitución de 1886, en la que la idea de
una nación colombiana cultural y étnicamente diversa está totalmente
ausente. En los dos primeros artículos del título I (“De la Nación y del terri-
torio”) de la antigua Carta, el término nación designa una entidad política
10 Artículos 7, 8, 10, 63, 68, 70, 72, 171, 176, 246, 286, 329, 330 y 357.

_  _
una y soberana11, según la perspectiva unitarista del Estado-nación moderno.
Esta entidad unitaria es anterior a los “poderes públicos” y se reconstituye en
forma de república unitaria12. En el contexto político de la época, esta expre-
sión significaba república centralista, opuesta a la república federal instituida
por la anterior Constitución liberal de 1863. La idea de nación excluye aquí
toda referencia a contenidos histórico-culturales y, por ende, a la diversidad
cultural o étnico-cultural del país. Por lo mismo, plantea como absolutos los
supuestos histórico-culturales en los que se basa la concepción jurídico-
política del Estado-nación.
Al reconocer “la diversidad étnica y cultural de la nación colombiana”,
la nueva Constitución alude de hecho al significado histórico-cultural de la
nación. La introducción de esta concepción va a la par con una diferencia-
ción más nítida, en relación con la anterior Carta, de las nociones de Estado
y de nación. Esta ya no es solamente un Estado-nación o una entidad soberana
que se constituye en república, sino más bien una realidad histórico-cultural
diversa con respecto a la cual el Estado tiene deberes: reconocer y proteger la
diversidad de la nación (art. 7), su patrimonio cultural (art. 72) y el desa-
rrollo de sus valores culturales (art 70). Al igual que la antigua Constitución
de 1886, la Carta de 1991 escribe siempre el término Nación con mayúscula
inicial, para designar una forma superior de unidad. Sin embargo, esta forma
de unidad es ahora reinterpretada como el Todo de la diversidad histórico-
cultural que se reconoce en un mismo sistema de instituciones públicas, es
decir, en un mismo Estado: un Estado multicultural y no plurinacional. En
efecto, el artículo 70 de la Constitución de 1991 sugiere una distinción entre
nación y cultura: “La cultura en sus diversas manifestaciones es fundamento
de la nacionalidad. El Estado reconoce la igualdad y dignidad de todas las
que conviven en el país”. Al referirse a la cultura o a la etnicidad, el texto
constitucional remite a la pluralidad; en cambio, para aludir a la nación o a la
nacionalidad, utiliza invariablemente el singular. Las culturas y los grupos
étnicos son múltiples (art. 7), pero la nación, en tanto que Todo jurídico-
11 “Artículo 2. La soberanía reside esencial y exclusivamente en la Nación, y de ella emanan los
poderes públicos, que se ejercerán en los términos que esta Constitución establece”.
12 “Artículo 1. La nación colombiana se reconstituye en forma de república unitaria”.

_  _
político de la diversidad histórico-cultural, es una. De la antigua Constitución,
la Carta de 1991 conserva el concepto jurídico-político de nación en tanto
que unidad política del Todo de la sociedad; pero, a diferencia de la primera,
reconoce la multiplicidad étnico-cultural constitutiva de dicha unidad. La
multiplicidad cultural existe dentro de la unidad jurídico-política de la
nación, cuya forma institucional superior es el Estado. Por consiguiente,
habría un Estado-nación, Colombia, constituido por múltiples culturas y
etnias mas no por diversas naciones o nacionalidades. La Constitución de
1991 no presenta a Colombia como una nación de naciones —como se ha
podido decir de España, a propósito del debate sobre la nueva Constitución
de 1978— ni tampoco como una nación que comprendería nacionalidades
—como lo ha afirmado la Confederación de Nacionalidades Indígenas del
Ecuador (Conaie), con respecto a este país, en su Proyecto político de 2001.
En resumen, Colombia es imaginada aquí como una sociedad multicultural
pero no multinacional.
Latente en el título I de la nueva Constitución, la afirmación del carácter
no-multinacional de Colombia se vincula al uso del término nación en su
significado jurídico-político, es decir, en tanto que sujeto soberano e indiso-
ciablemente vinculado al Estado. En esta perspectiva soberanista, la idea de
una nación compuesta por una diversidad de naciones o nacionalidades
sería en efecto formalmente absurda y políticamente explosiva, pues equi-
valdría al resquebrajamiento de la “soberanía”, a la desintegración de la nación.
Sin embargo, en el título II, que define los derechos, garantías y deberes reco-
nocidos por la nueva Constitución, los términos nación y nacional son usados
igualmente en otro sentido, que no pertenece al registro jurídico-político.
Así, en el artículo 70 se afirma: “La cultura en sus diversas manifesta-
ciones es fundamento de la nacionalidad. El Estado reconoce la igualdad y
dignidad de todas las que conviven en el país”. En el mismo artículo se hace
referencia también a los “valores culturales de la Nación” que el Estado debe
promover, así como a las “etapas de creación de la identidad nacional”. Y en
el artículo 72 se establece que: “El patrimonio arqueológico y otros bienes
culturales que conforman la identidad nacional, pertenecen a la Nación y
son inalienables […]”.

_  _
El fundamento de la nacionalidad no es aquí lo político sino la cultura,
cuyos productos conforman la identidad nacional. La nacionalidad y la iden-
tidad nacional, términos que parecen ser usados aquí como sinónimos, están
constituidas por la cultura o, dicho de otra manera, son producciones cultu-
rales. El término cultura es usado de manera bastante ambigua en el texto.
Algunas veces es tomado en su acepción antropológica13, mientras que otras
se emplea con su significado restringido de producción específica de las
artes, las letras o el pensamiento científico14. Sin embargo, al afirmar que “la
cultura en sus diversas manifestaciones es fundamento de la nacionalidad”,
el texto sugiere la idea de que existe una nacionalidad o identidad nacional
común, esto es, una idea o un sentimiento compartido de la nación en su
significado histórico-cultural, que coexiste con formas culturales particu-
lares de la identidad. Una subjetividad puede, por ejemplo, autoidentificarse
y ser identificada por los otros a la vez como nasa y como colombiana. La
expresión identidad cultural remitiría entonces a culturas particulares15 y
constitutivas del Todo de la sociedad, mientras que la expresión identidad
nacional sugiere aquí la idea de una cultura asociada a un Estado-nación.
Sin embargo, en la medida en que remiten a formas de unidad social en las
cuales intervienen elementos tales como la memoria, la lengua, las maneras
de vivir, las creencias, etc., las identidades culturales y la identidad nacional
pueden hallarse en conflicto. En las memorias colectivas del país, la fecha del
12 de octubre de 1492, por ejemplo, no es necesariamente leída de la misma
manera por los nacionales no indios y los nacionales indios. Para los
primeros —o para una parte de ellos—, esa fecha ha sido por mucho tiempo,
y puede ser todavía, una fecha de celebración, que se asocia a la llegada de la
“civilización” a América y al comienzo de un proceso que conducirá, en el

13 “El Estado reconoce la igualdad y dignidad de todas las [culturas] que conviven en el país”
(artículo 70).
14 El Estado debe promover, por medio de la educación, el “acceso a la cultura” en “todas las etapas
de la creación de la identidad nacional”, lo mismo que “la investigación, la ciencia, el desarrollo y
la difusión de los valores culturales de la Nación” (artículo 70).
15 “Artículo 68. Los integrantes de los grupos étnicos tendrán derecho a una formación que respete
y desarrolle su identidad cultural”.

_  _
siglo xix a la fundación de la nación colombiana. Para los segundos, no se
trata de una fecha de celebración sino más bien de conmemoración de un
genocidio y de un cataclismo que ya Las Casas llamaba la destrucción de las
Indias.
En la historia colombiana y latinoamericana del Estado-nación, el
conflicto entre las identidades culturales y la identidad nacional ha conlle-
vado invariablemente la subordinación de las primeras a la última, a través
de la imposición de políticas de la memoria o de una historia “oficial”. En la
base de estas políticas de la identidad nacional se encuentra una concepción
etnocéntrica y esencialista de la identidad, que ha sido imaginada hasta hoy
a partir de referentes exclusiva o prioritariamente hispánicos u occidentales.
A pesar de que ciertas alusiones a la identidad nacional en la nueva Constitu-
ción pueden sugerir la idea de una identidad acabada y ahistórica
(esencialista), otros pasajes dejan entrever el inicio de un cambio. Por ejemplo,
la afirmación de que la creación de la identidad nacional es un proceso que
comporta etapas (art. 70), o aquella que establece que el Estado debe
promover la investigación relativa a los “valores culturales de la Nación” (art.
70). Estas tensiones en el texto se relacionan con tensiones por fuera de este,
que remiten al conflicto político entre los diversos grupos y diputados de la
Asamblea Constituyente. Una de las perspectivas que este conflicto ponía en
juego tenía que ver con la posibilidad de una reconstrucción social e inter-
cultural de la memoria nacional y, por lo mismo, de una definición
compartida de los valores fundamentales que sostienen el vínculo social.

_  _
_  _
la vulnerabilidad del mundo

intermezzo 1

Política de lo visible: arte y violencia de masas


en Colombia

Entrevista con Juan Manuel Echavarría

Por Matthieu de Nanteuil1



La obra de Juan Manuel Echavarría es múltiple. Primero escritor, el
artista es ahora un fotógrafo reconocido, pero une a su trabajo fotográfico
una intensa actividad narrativa. Es entonces cierta concepción del arte —una
práctica artística urdida con curiosidades, con lugares recorridos varias veces,
con encuentros, pero también y primeramente con relatos— lo que aquí se
interroga. Esta multiplicidad le permite al artista tomar riesgos. Hubo primero
—gesto inaugural— las fotografías de aquellos maniquíes de ausentes miem-
bros y mutilados rostros. ¿Cómo separarlos de esta observación que precisa
el lugar: “Los transeúntes tocaban los vestidos, rozaban las prendas, pero

1 Entrevista realizada en mayo de 2010 y publicada en mayo de 2012. Traducida por Marie
Estripeaut-Bourjac, editada por Ángela María Ocampo y Alexandra Woelfle. La versión integral
está disponible en tres idiomas (español, francés e inglés), únicamente en versión electrónica,
en: www.colpaz.org (en perfiles/portraits/profiles).

_  _
nunca miraban los cuerpos”? Llegó después aquel video en el que se ven
rostros quebrados —testigos de la masacre de sus familiares en una ciudad
del Chocó—, que cantan su dolor y su esperanza, “porque solo el canto
permite decir lo que las palabras son incapaces de decir”. Hubo esas tumbas
de Puerto Berrío, paredes de color levantadas desnudas en el viento de lo
absurdo, en las que aflora un mundo aparte —mezcla de resistencia politica
y de rituales populares, lugar silencioso de la grandeza moral—.
Más recientemente, hubo ese riesgo, incluso el vértigo, de pedirles a
unos excombatientes que dibujaran lo que vieron sus ojos, lo que hicieron
sus manos, lo que destruyeron fríamente sus cuerpos y sus espíritus. No era
para hundirse en la impunidad, sino para situarse en la punta extrema del
discurso: pedirles a los actores de la guerra ser los sepultureros de su propio
olvido, volverlos a inscribir en la cadena de las responsabilidades y rechazar
toda coartada.
“¿Que no sabíamos?”. Sí, sabían sus manos, y esas manos no engañan.
Las manos que pintan son también las manos que mataron: así es el lugar sin
lugar de un arte que se niega a rendirse ante las ilusiones de una Colombia
absuelta por las virtudes de la propaganda y del tiempo que pasa. En efecto,
¿cómo negar la evidencia ante esas pinturas en las que se encuentran, en la
fugacidad de un gesto, Daumier, Pissarro y Gauguin? La palabra del artista
surge aquí, cual murmullo tenaz: “Aceptaron pintar, en el anonimato. Muchos
de ellos son analfabetos. Sus pinturas valen todos los discursos. Allí se ve
obrar la lógica misma de la guerra: un mundo esquizofrénico —de un lado a
otro del río, en el estadio de fútbol y la escena de la masacre—, la ley del
talión, las puestas en escena macabras y las microhistorias de las que la gran
Historia se compone”. Ana Tiscornia, quien acogió en Medellín la exposición
La guerra que no hemos visto, tuvo sin lugar a dudas la expresión más justa:
“Más allá de todo, esta exposición hace tambalear la retórica del olvido”.
En filigrana, lo que se elabora ante nuestros ojos es determinada rela-
ción del arte con la violencia. Bien es cierto que el arte no existe sin una
función crítica: denuncia, de mil modos, la violencia convertida en sistema.
Pero su mensaje es a la vez más profundo y más modesto: opera una muta-
ción en el mismo campo del discurso. El lenguaje del arte no solo es el de la

_  _
denuncia. No dice lo verdadero; funciona como un baluarte contra todas
las mentiras. No indica con la precisión de un metrónomo la responsabi-
lidad de tal o cual actor, de tal o cual institución; dice la complicidad de los
actores y de la violencia, la porosidad de las instituciones con los crímenes
masivos. Recuerda que una sociedad cuyos fudamentos descansan en la
industria del crimen es una sociedad carcomida desde el interior.
La sociedad… ¿pero cuál? A la hora de la globalización, cuando
Colombia está inserta hasta tal grado en los intercambios económicos
internacionales —y no solo a causa del tráfico de drogas—, ¿deberíamos
hablar únicamente de la sociedad colombiana? Pero ¿adónde va la droga, si
no es primero hacia Occidente? ¿En dónde circulan los informes sobre las
violaciones sistemáticas de los derechos humanos, si no es en las agencias
de prensa, las instituciones y los estados mayores diplomáticos internacio-
nales? ¿Quién explota el subsuelo colombiano, quién permite a Colombia
dotarse con material ultramoderno, quién compra las exportaciones colom-
bianas, si no son Europa y Estados Unidos, esos socios privilegiados?
Cuando el mundo se ha convertido en una supuesta “aldea”, no puede
ser válida la idea de un “país exótico” que sería portador por sí solo de una
violencia recurrente. Colombia representa una parte, específica por cierto,
más no excepcional, de esa relación íntima que nuestro mundo moderno
mantiene con la idea de humanidad; o, para ser preciso, con la de su nega-
ción. Robert Antelme, Vasili Grossman, Germaine Tillion, Hannah Arendt,
Zygmunt Bauman, y tantos otros, sí que lo saben.

Una trayectoria artística: después de la escritura, el aprendizaje
de una “mirada particular”

Según entendí, fue la escritura tu primera actividad artística. ¿Crees


más en el poder de la imagen que en el poder de las palabras?

Nací en 1947 y no creo que en Colombia haya habido un año de paz ni


siquiera durante el Frente Nacional2, periodo en el cual, según el sociólogo
2 El Frente Nacional fue un acuerdo entre los partidos Liberal y Conservador para alternarse

_  _
francés Daniel Pécaut (1987), había una violencia larvada. A esa época
corresponde también La violencia (1962), el cuadro del pintor Alejandro
Obregón, en el que vemos una mujer muerta, preñada, con el estómago
abultado, que parece anunciar una violencia que está a punto de estallar. Este
es un país que en el siglo xx ha tenido sesenta años de guerra. De mi parte,
fue esa relación entre transeúntes y maniquíes desfigurados lo que rompió
mi apatía. A estos maniquíes de la calle los transformé en en una serie a la
que llame Retratos, sobre la cual volveré a hablar. Pero fueron ellos los que
me mostraron el norte para explorar la violencia a través de la fotografía. Mi
tercer libro, que nunca se publicó, Emilia O., era la historia de una mujer
aristocrática y su indiferencia ante la guerra. Algo había ya, había un
comienzo, pero no lo sentía tan fuerte. Pero tengo que contestar tu
pregunta…
A los once años me mandaron interno a un colegio en Estados Unidos;
allí hice la parte esencial mi educación. Estudié literatura, historia del arte y
humanidades. La lengua que usaba era el inglés. En esos años fui perdiendo
mi lengua materna y, cuando volví a Colombia, descubrí que se me había
fragmentado mi idioma y que mi vocabulario ya no existía —¡incluso leer a
García Márquez en español se me hacía difícil!—. Siempre tuve sensibilidad
hacia las artes, así que decidí escribir, y lo hice porque sentí la necesidad de
recuperar mi lengua. Tendría veintidós o veintitrés años. Ese primer libro,
llamado La gran catarata, lo escribí con ayuda de diccionarios etimológicos
en español; duré ocho años haciéndolo. Pero fue un momento determinante.
Ahí entré al corazón del este idioma; fue una experiencia casi trascendental.
Pero a los cuarenta y nueve años me di cuenta de que ya no podía seguir
escribiendo, de que la palabra misma me estaba diciendo: “¡Lárguese!, usted
ya no tiene tiempo para escribir”. Entonces fui donde un par de amigas mías,
artistas muy reconocidas, Liliana Porter y Ana Tiscornia, y ellas me aconse-
jaron: “Coja una cámara fotográfica”. Cuando les expliqué que yo estaba al
borde del precipicio, ellas me empujaron al abismo.

durante dieciséis años, desde 1958 hasta 1974, la Presidencia de la República y mantener una
cantidad igual de parlamentarios de cada partido en el Congreso.

_  _
Un día, en 1995, me fui con la cámara al Veinte de Julio, un barrio al sur
de Bogotá donde hay un templo al Divino Niño, un lugar de mucho peregri-
naje. Nunca había estado allí y yendo por una avenida muy grande, con las
aceras muy amplias, vi dos o tres cuadras de almacenes de ropa con mani-
quíes afuera donde exhibían las prendas. Pero los rostros estaban rotos, los
cuerpos incompletos o mutilados, muchos no tenían ojos ni nariz. Parecían
civiles víctimas de una guerra. Fue un choque. Ahí tomé mi primera serie en
blanco y negro.
Fui varias veces. Sin embargo, lo más importante es que, desde la
primera vez, vi a las personas pasar, mirar la ropa, tocar la tela, pero nunca
detenerse a observar los rostros mutilados. Entonces me reconocí como uno
de ellos y dije: “Ese también soy yo; no he visto la violencia que vivimos aquí
en Colombia, no la he querido reconocer”. Al ver esa primera serie, a la que
llamo Retratos, pensé que mi fotografía debía explorar la violencia en el país.
Cinco o seis años después, cuando ya empecé a hacer videos, volví a este
lugar “inaugural”. Quería filmar la indiferencia de los transeúntes que invisi-
bilizaban esos rostros, que invisibilizaban la violencia misma. Pero, cuando
llegué a la avenida, encontré que ya no había almacenes. La escena aquella
había desaparecido.

Desde este punto de vista, no solo abres la puerta de un mundo de


imágenes oscuras o fantasiosas; abres también una ventana sobre lo
real, una ventana sobre un real que ya no logramos ver o mirar
de frente.

Eso ha sido parte de mi proceso; eso no existía en mi literatura, mi lite-
ratura era onírica. No quería tocar la realidad, ni política, ni económica,
nada de eso. Desde que empecé a fotografiar, desde cuando hice los mani-
quíes, comencé a leer sobre la historia de Colombia y de otros lugares, por
supuesto, que también han vivido momentos extremos. La fotografía me
llevó al texto y a la reflexión.

_  _
Esto vuelve a encaminarte hacia la escritura, pero mediante un
camino inédito…

Es correcto. Y también a la oralidad, a las historias de los que han vivido


la violencia en carne propia.

Me parece que esta es la introducción perfecta para mencionar Bocas


de Ceniza3. ¿Qué pasó?

Yo estaba en el pueblo de Barú a principios del 2003, y una noche está-


bamos sentados tomándonos unas cervezas, cuando de pronto llegó un
individuo, se sentó, nos tomamos unos tragos y dijo: “Tengo una canción, ¿la
quieren escuchar? Yo la compuse”. Por supuesto, la escuchamos. Era una
canción en la que le agradecía a Dios por haberlo salvado de una masacre,
entonces me di cuenta de que Dorismel, el cantante, había transformado su
profundo dolor en un canto. Hablé con él y le pregunté si me permitiría
filmarlo cantando su canción a cappella.
Después, cuando volví a Bogotá y lo escuché de nuevo, me conmovió
muchísimo y dije: “¿Dónde más? Esto no puede ser un fenómeno aislado; en
Colombia tiene que haber muchas víctimas que, como Dorismel, han trans-
formado su dolor en una canción”.
Algunos meses despues vi un noticiero de televisión donde mostraban
al presidente Pastrana que visitaba el pueblo de Bellavista, en Bojayá, donde
ocurrió una masacre dentro de una iglesia el 2 de mayo del 2002. Pero en
esta misma noticia, y en una fraccion de segundo, mostraron a dos mucha-
chos que cantaban una canción sobre la masacre. Ahí fui. Encontré a Noél y
a Vicente. Ellos le habían compuesto una canción al horror del cual fueron

3 Bocas de Ceniza es un documental realizado por Juan Manuel Echavarría en 2012, en el cual
algunas víctimas de la masacre paramilitar de Bojayá interpretan sus composiciones para dar un
testimonio del horror y el dolor que vivieron los habitantes de este pueblo chocoano. Todas las
imágenes están enmarcadas por primeros planos centrados en el rostro de quienes cantan. El
video puede ser visto en el enlace siguiente: http://www.jmechavarria.com/gallery/video/gallery_
video_bocas_de_ceniza.html. (N. de los Eds.).

_  _
testigos en su pueblo de Bellavista y me dieron la visión de lo que podría ser
Bocas de Ceniza.
Los contacté y también me permitieron que los filmara a cappella.
Además, me hicieron el contacto con otros cantantes de Bojayá. Este pueblo
está junto al río Atrato, en el Chocó. Este río es un corredor estratégico para
entrar armas en la costa pacífica y para sacar droga. Allí siempre había
mucho conflicto; guerrilla y paramilitares se peleaban el lugar. Los paramili-
tares se habían adueñado del corregimiento de Bellavista y de otro pueblo
frente a este, llamado Vigía del Fuerte. La guerrilla llegó a sacarlos, hubo un
enfrentamiento muy fuerte y la población buscó protección en la iglesia. La
guerrilla lanzó una pipeta de gas — un arma que usan las FARC a menudo—,
esta cayó sobre el techo de la iglesia y hubo 79 muertos. Cuerpos brutalmente
destruidos y mutilados. A Bellavista y a Vigía del Fuerte he ido durante varios
años a la conmemoración de la tragedia. Allí el cementerio no significa
mucho para esta cultura afrocolombiana. Ellos guardan la memoria a través
de sus cantos. Conozco a más de diez personas que les han compuesto
canciones a esta masacre y al horror que vivió la población.

¿Cúales fueron los actores armados implicados en esta masacre?

Todos tienen responsabilidad en esta mascare: los paramilitares y las


FARC peleaban por este corredor estratégico, estaban en combate, y el Ejér-
cito colombiano dejó pasar por el río Atrato a los paramilitares. Pero es el
arma de las FARC la que acaba con la vida de tanta gente y de una forma
brutal. Muchos cuerpos quedaron desmembrados e irreconocibles.
Domingo, uno de los cantantes en Bocas de Ceniza, fue quien recogió a
los muertos. Sus descripciones son una cosa inimaginable. Sin embargo,
cuando le pregunté a Luzmila (otra cantante en Bocas de Ceniza), sobre la
violencia que vivió en su pueblo —Juradó, un lugar muy golpeado por la guerra
en el Pacífico colombiano—, ella me respondió que era incapaz de contarlo
con palabras, pero que con la canción sí era posible. Eso me llamó mucho la
atención y me ha hecho pensar que la transformación que se logra en el arte es
lo que nos permite ver el horror sin paralizarnos, sin petrificarnos.

_  _
En la exposición “La guerra que no hemos visto”, en el Museo de Antio-
quia, curada por Ana Tiscornia, recuerdo que frente a una pintura muy dura
de un excombatiente —en la que se representa otra masacre—, el curador
de este museo, Conrado Uribe, me comentó que el arte es como el escudo de
Perseo, en el cual sí podemos mirar el rostro de la Medusa. No olvidemos
que en el mito griego el rostro de la Medusa nunca se podía mirar directa-
mente: petrificaba de inmediato.

¿El arte para oponerse a la petrificación? ¿Qué quieres decir con esto?

Quisiera insistir sobre el tema de cómo a través del arte podemos mirar
el horror. Pensemos en Goya. Él, en uno de sus grabados de la serie Los
desastres de la guerra, nos muestra una masacre de civiles y debajo escribe:
“No se puede mirar”4. ¿Goya nos estará diciendo que lo que no podemos
mirar de frente sí lo podemos mirar indirectamente a través del arte?
También puedo observar sin paralizarme los grabados de 1633 del francés
Jacques Callot, a los que él llamó Les miseres et les malheurs de la guerra5.
Igual me sucede con la pintura en blanco y negro de un excombatiente de la
guerra colombiana, quien en el 2009 nos representó la tortura de un hombre
colgado de un árbol6. Todas estas imágenes me confrontan con el horror,
pero todas me permiten mirarlas, sobrecogerme, reflexionar. Me llama la
atención que, a pesar de que hay un espacio de más o menos doscientos años
entre cada una de ellas, en las tres se presenta la guerra con el mismo hilo
conductor: la deshumanización y la repetición de su inimaginable crueldad.

Aprovecho la oportunidad para confiarte algo que se me ocurre al escu-


charte. Primero, me parece que hay en tu trabajo un gesto fundacional
de “descentralizar”, que consiste en “ir a ver”, en trabajar en los lugares

4 No se puede mirar pertenece a la serie de 82 grabados que el pintor español Francisco de Goya
realizó entre 1810 y 1815 sobre la llamada guerra de Independencia española, ocurrida en 1808.
El grabado detalla las víctimas de los fusilamientos.
5 Sobre la guerra de los Treinta Años.
6 En la ya mencionada exposición “La guerra que no hemos visto”.

_  _
en los que se desenvuelve la violencia, como también en lugares en
donde hay resistencia a esta violencia. Pero hay más. Detrás de este
juego de “ver y no-ver”, se esconde cierto modo de ejercitar la visión: el
aprendizaje de lo que se podría llamar una “mirada indirecta”. Se trata
de organizar cierta mirada, sin por eso incurrir en el voyerismo o, peor
aún, la pornografía. Porque existe una manera pornográfica de mirar
la violencia, que nos aspira en el vórtice del espectáculo orgánico, que
nos zambulle en el detalle de los cuerpos mutilados y atrofiados. Dicha
reflexión nos coloca, así, ante una de las dificultades encontradas por
Occidente cuando tiene que abordar estos temas, especialmente en el
terreno periodístico: el monopolio de la visión o, más precisamente,
el predomino del “ver” en el uso de los sentidos. Este monopolio privi-
legia un sentido en detrimento de los demás. Atestigua cómo se hizo, en
el plano antropológico, el desarrollo de la racionalidad técnico-instru-
mental, al efectuar una selcción en la relación sensible del hombre con
el mundo. Es la pluralidad de la receptividad sensorial que se niega, con
todas las secuelas estéticas que se derivan de ello —una pluralidad que,
al contrario, se sitúa en el corazón de las sociedades no-occidentales—.

A su modo, tu obra contribuye a un nuevo despliegue de dicha


pluralidad. Al juntar lo visible con la oralidad, al jugar con la pluralidad
y la indecisión formales, me parece que tu búsqueda estética desbarata
las trampas de la omnipotencia del ver y, por eso mismo, vuelve a poner
lo visible ante su exigencia fundacional: “mirar” con el sentido del
aprendizaje de una “postura” total. Mirar, oír, sentir, vivir…

Perfecto. Como te decía, en este lugar de Bojayá donde hubo esa masacre
dentro de la iglesia, el cementerio no significa mucho, a diferencia de Puerto
Berrío; lo importante en Bojayá es la oralidad. Eso es bien fascinante. En
estas culturas afrocolombianas la oralidad es fundamental. Cada vez que voy
a las conmemoraciones de la masacre me encuentro que hay alguien más
que ha compuesto alguna canción sobre la tragedia. Entonces, es mediante la
palabra y el canto como esta comunidad guarda la memoria.

_  _
_
 _
Fotografía de Juan Manuel Echavarría
De la serie Retratos, 1996; 36x28 cm Gelatin Silver Print
Entre rituales y resistencias, una estética de la experiencia
popular: Las tumbas de Puerto Berrío

Llegamos así a la que me parece ser una de tus obras mayores: Las
tumbas de Puerto Berrío. Esta dio lugar a una serie de exposiciones,
como “Réquiem NN”, entre otras, en la Galería Sextante de Bogotá,
a finales del 2009 y principios del 2010. Esta obra también se expuso
recientemente en la Casa de la Cultura de Puerto Berrío, desde
noviembre del 2010.

Terminé Bocas de Ceniza, creo que a principios del 2004, y luego tuve
un espacio de mucho silencio que me duró como año y medio, hasta cuando
me visitó Laurel Reuter, quien dirige un museo en Grand Forks, en Dakota
del Norte (Estados Unidos). Ella estaba preparando la exposición The Disap-
peared7, entonces hice una serie de fotografías que se llama NN – Ningún
Nombre, y las mostré allí. Fue ahí cuando empecé a pensar en los desapare-
cidos, un tema muy marginal, muy callado en Colombia, aunque la desaparición
forzada viene desde tiempo atrás en la historia del país. En la violencia de los
años cincuenta, los cuerpos eran botados al río; y, en las pinturas recientes
de los excombatientes, vemos muchos cadáveres en los ríos. El Estado tiene
una enorme responsabilidad con respecto a las desapariciones forzadas. El
ejemplo es la desaparición de once personas durante la toma del Palacio de
Justicia o los asesinatos de civiles cometidos por miembros del Ejército,
conocidos como “falsos positivos”8. Esto ha sido algo que ha sido muy

7 “The disappeared” (“Los desaparecidos”) fue una exposición que reunió en el North Dakota
Museum of Art a veintisiete artistas latinoamericanos, provenientes de países donde la guerra
civil o las dictaduras militares han producido secuestros, torturas y muertes de civiles por parte
de agentes del Estado o por fuerzas irregulares, casi siempre en connivencia con estos.
8 Se le dio el nombre de “falsos positivos” al asesinato de civiles inocentes por parte del Ejército de
Colombia, para hacerlos aparecer como guerrilleros muertos en combate, de manera que las
brigadas pudieran presentar resultados dentro del conflicto que vive el país. Aunque se afirma
que esta ha sido una práctica realizada desde hace mucho tiempo, se sabe que, en el marco de la
política de seguridad democrática establecida durante la presidencia de Álvaro Uribe Vélez, tuvo
un gran incremento.

_  _
perturbador para mí, así como la complicidad de miembros de las fuerzas
del Estado en muchas de las masacres de los paramilitares. Algunos expara-
militares, en los talleres de pintura, me contaron que ellos llamaban a los
soldados del Ejercito colombiano, “primos”. Eso nunca lo podré olvidar.
[Un día] leí en el periódico El Tiempo algo muy corto sobre las tumbas
de los NN —aclaro: es la sigla que se les da a los muertos que no son identi-
ficados—. Y pensé, después de leer el artículo, que debía ir a conocer Puerto
Berrío, un lugar de unos cincuenta mil habitantes a orillas del Magdalena,
uno de los principales ríos de Colombia. Puerto Berrío, y esta región cono-
cida como Magdalena Medio, han sido durante muchos años azotados por la
guerrilla, por el paramilitarismo y también por miembros del Ejército colom-
biano, del alto mando, que colaboraban con los paramilitares en esta zona.
Mis dos obras anteriores, las series de fotografías NN y Monumentos, ya me
tenían muy sensibilizado sobre este tema de los desaparecidos. O sea que fue
mi camino, mi proceso de trabajo, lo que me impulsó a viajar con la cámara
a Puerto Berrío. Llegué sin conocer a nadie, y cuatro años después conozco
muchas historias de muchas personas. Me di cuenta de que las víctimas
tenían la necesidad de hablar, de contar, de ser escuchadas. El artículo se
refería a las tumbas milagrosas de los NN y al ritual de pedirles favores a los
cadáveres que se rescataban, la mayoría del río Magdalena, y se enterraban
en el cementerio. También de cómo los pobladores se peleaban para “escoger”
a un NN.

El artículo insistía entonces sobre los aspectos rituales, al poner de


realce los “cálculos” que harían los pobladores para conseguir “favores”
por parte de los muertos. No recalcaba en la dimensión simbólica ni
tampoco en la dimensión política…

Sobre eso no recuerdo que hablara el artículo. Cuando fui por primera
vez, vi algo asombroso. Abren el cementerio a medianoche durante todo el
mes de noviembre y un hombre, al que le dicen “el Animero”, que no es sacer-
dote, encabeza una procesión. Va vestido de negro, lleva una campana y,
mientras camina, dice unas oraciones. Detrás va la gente que golpea con los

_  _
nudillos las tumbas y así llaman a las ánimas para que vengan del más allá.
Entonces, entendí que ese ritual tenía que ser muy antiguo y que en Puerto
Berrío existe una fe muy arraigada en las ánimas de los muertos. Pero lo más
importante de mi primer viaje fue entender que un NN enterrado en Puerto
Berrío es un desaparecido en otra parte del país. Y que las visitas a Puerto Berrío
tenían que continuar para profundizar en todas estas historias, porque en una
sola apenas se logra tocar la superficie. Una primera persona, encontrada por
azar en el cementerio, contó que tenía tres NN adoptados, y que uno de ellos
le había dado un favor que era el número con el que se había ganado una
lotería. Me mostró “sus” tumbas. Toño iba todas las mañanas a primera hora
a arreglarlas, las tenía impecables, sobre todo la del NN que le hizo el milagro.
Era una tumba con una ventana de vidrio, con llave, que él mismo abría y
cerraba. Mantenía la llave colgada en el cuello con una cuerda.

¿Te encontraste con esta persona durante tu primera visita?

Sí, fue en la primera visita, y constaté que Toño había bautizado a sus
NN con nombres de mujeres, sin saber si esos cuerpos eran de hombres o
mujeres. Uno de ellos se llamaba Sonia. A todas les había escrito en la tumba
su primer apellido; y a dos incluso les había dado su segundo apellido. Todo
esto, hoy día, me hace pensar en cómo el bautizo en la muerte es una forma
simbólica que le devuelve al cadáver su dignidad y además lo convierte en un
ser querido, en parte de la familia. Esta práctica de bautizar con sus apellidos
al NN adoptado la seguí encontrando en mis visitas posteriores. Durante mi
primera visita, empecé a conocer el cementerio, a observar, a hablar con
algunas personas, a sentir el ambiente de Puerto Berrío. Por supuesto que en
este primer viaje tomé fotos, pero no tenía muy claro cómo quería tomarlas.
A mí me interesan los procesos y, ahora, en mis fotografías, podemos ver
muchas tumbas que ya no existen. Este es un cementerio muy vivo y en mi
fotografía puedo observar cómo una misma tumba puede ir cambiando con
el paso del tiempo. He captado momentos sorprendentes de cómo algunas
tumbas se van transformando.

_  _
¿Puedes profundizar en este punto?

Cuando el cuerpo del NN es enterrado la gente lo “escoge” y empieza a


pedirle al ánima favores. A cambio le pinta su tumba, la decora, le lleva flores
y le pone una placa de mármol en la que le agradece por el favor recibido, o
le escribe a mano en la tumba los agradecimientos. Incluso lo bautiza.
Algunas tumbas tienen solo un primer nombre y en otras, como he dicho, al
NN le dan un apellido. Este ritual nos muestra que hay algo utilitario, es una
especie de trueque en el que, a cambio de algo, yo le cuido la tumba. Pero hay
otra dimensión, mucho más profunda: el NN, al ser bautizado, se humaniza
en la muerte. Según lo que he podido presenciar en este cementerio, son los
más marginados quienes “escogen” a un NN, es la gente más humilde la que
le pide al ánima del NN el favor, a cambio de mantenerle y de cuidarle la
tumba. No es el dueño de la ferretería o de la farmacia o del supermercado.
También hay personas, muchas, que tienen un familiar desparecido —en
Puerto Berrío hay centenares de desaparecidos— y adoptan a un NN espe-
rando quizás que, en algún otro lugar, en algún otro cementerio, alguien
también haga lo mismo con su hijo, su hermano, su padre o su marido.
Entonces, ¿no será este ritual también una forma simbólica de hacer el
duelo?

En el momento de tu presentación en la Galería Sextante, insinuabas


que la recuperación de los cuerpos en el río era, antes que el ritual de
adopción, también un acto de alta significación…

Un cuerpo que se saca del río es una evidencia y también una esperanza
para alguna familia; pero esta práctica no es tan común ni tan sencilla. Para
sacar los cuerpos del río, tiene que existir voluntad política de las autori-
dades locales. En Puerto Berrío, son los pescadores, los bomberos o la Policía
misma los que llevan el cuerpo del NN y lo entregan a Medicina Legal. El
médico forense hace la necropsia y, después de unos ocho días, si nadie llega a
reclamar el cuerpo, se le entrega a la Alcadía y a la iglesia para que lo entierren.

_  _
El cajón del NN es pagado por la Alcaldía y la iglesia pone la bóveda en el
cementerio. Luego comienza el ritual de adopción.
Este ritual —se lo he escuchado a diferentes personas en Puerto Berrío—
comenzó a principios de los años ochenta. Me contaba Gloria Valencia, una
señora que adoptó un NN y lo bautizó con el nombre de Lucas Fandiño, que
en esa época, a la que ella se refiere como “la época de Pablo Escobar”, bajaban
“filas de muertos” por el río, y que eran tantos que ella dejó de comer pescado.
Pienso que, a nivel colectivo —y quizas inconsciente—, lo que sucede
con los NN en Puerto Berrío es un acto de resistencia muy profundo. Para
una persona, recoger un cuerpo o un pedazo de cuerpo —no olvidemos que
en Colombia es muy frecuente que se mutilen los cuerpos— es un acto de
mucho coraje y jurídicamente no es nada fácil. Los perpetradores de la
violencia botan el cuerpo al río para desaparecerlo, para borrar toda evidencia,
para que los gallinazos y los peces se lo coman. En los talleres de pintura con
los excombatientes, escuchaba historias de una práctica muy frecuente de
los paramilitares, consistente en abrir el estómago de la víctima, sacarle las
entrañas y luego botarlo al río para que se hundiera y no flotara. En Puerto
Berrío, el cuerpo de un NN es una evidencia contundente de la violencia.
Por esta misma razón, cuidar a un NN se convierte en un acto politico, ético.
Es como si la comunidad les dijera a los victimarios: “Aquí, no dejamos
desaparecer a sus víctimas, aquí las recogemos, las enterramos, les pedimos
favores, les cuidamos sus tumbas y, además, las bautizamos en la muerte;
incluso les damos nuestros apellidos. Aquí volvemos nuestros a los NN”.
No muy lejos de Puerto Berrío, en un pueblo llamado San Miguel, a
orillas del río La Miel, no hay un solo NN en su cementerio. Una señora me
explicó que allí los paramilitares habían prohibido el entierro de los NN.
Todos debían ir al río. El cementerio de esa pequeña población, también
azotada por la guerra, me hizo pensar mucho en lo que sucede en Puerto
Berrío.

_  _
Fotografía de Juan Manuel Echavarría,
De la serie Réquiem NN, 2006 - 2013, 50x50 cm. Digital C-Print

_  _
¿Nunca te has encontrado con pescadores que hayan recuperado
cuerpos?

En mi última visita, en noviembre del 2010, fui a mostrar Réquiem NN.


Con estas fotografías me invitaron a inaugurar la Casa de la Cultura de
Puerto Berrío9, y entonces pude conocer a varios pescadores y les escuché
algunas historias. Uno de ellos, Carlos, me decía que, a veces, cuando echaba
las redes de pescar, sacaba cabezas o brazos de personas. Otros me contaban
cómo rescataban y enterraban pedazos de seres humanos en las playas del
río para que los gallinazos no se los comieran. Lo que sí me aclaró Carlos es
que no siempre sacaron los cuerpos; muchos continuaron y desaparecieron
río abajo. El hecho de recoger un cuerpo produce susto, temor de que los
grupos armados luego maten a quien lo rescata, o de que las autoridades
locales los enreden con preguntas inquisidoras. ¿Recuerdas que en un rincón
del cementerio hubo un pescador que, en voz baja, nos dijo que sacar un
muerto era un lío con la justicia, porque la policía les hacía “muchas
preguntas”, y que él prefería dejar que los cuerpos siguieran bajando por el
río? Si no hay voluntad política en las administraciones locales, se vuelve
muy difícil el rescate de los cadáveres. Noél Palacios, uno de los cantantes de
Bocas de Ceniza, me contó que cuando era niño vio pasar “balsas” de muertos;
cuerpos que bajaban amarrados por el río Atrato con un grafiti escrito por
los perpetradores que decía: “No me toquen”. Entonces, pienso que recoger
un cuerpo es un acto muy valiente, trasgresor.

¿De qué otras historias has sido testigo en el curso de tus diversas
visitas, especialmente en las que has hecho recientemente?

Hay una historia que no deja de impresionarme. Una mamá sabe que
en Puerto Berrío recogen desaparecidos, así que llega donde el sepulturero y
le dice que ella sabe que su hijo desaparecido está allí. El sepulturero entiende
la angustia y el dolor de la madre, y le dice: “Yo le voy a ayudar a encontrar a su
hijo”. Él, entonces, le trae huesos de diferentes cuerpos y, como un rompeca-
9 Ciudadela Educativa y Cultural América, Puerto Berrío, Antioquia, Colombia (2010).

_  _
bezas, le arma un esqueleto y le pregunta si este podría ser su hijo. Ella, frente
a esos huesos y sin ninguna evidencia, como podría serlo una prenda de
vestir, le contesta: “Sí, ese es mi hijo”.
Hay otra historia de un muchacho llamado Wilmer que fue soldado
profesional durante muchos años en el monte, es de Puerto Berrío y ya dejó
el Ejército. Padece una enfermedad, no sabe qué es, va adonde un médico
naturalista y este le dice: “Usted debe adoptar a un NN para que el NN le
ayude con su salud”. Esto me hace pensar en las raíces tan profundas que este
ritual tiene en Puerto Berrío. Finalmente, Wilmer dijo que no quiso adoptar
a un NN, porque era mucha responsabilidad, y le dio susto tener que cuidarlo
regularmente.

En tu opinión, ¿cuál es el papel del artista ante un ritual tan complejo


y tan profundo?

En ese “destejido” social que produce la guerra, me interesa encontrar el


agujero por donde se asoma la humanidad. Pero imagínate que llegué a
Puerto Berrío solamente en el 2006, y si este ritual comenzó en los años
ochenta, ¿cuántas tumbas de NN no llegué a conocer, a fotografiar?, ¿cuántas
tumbas ya desaparecieron?, ¿cuántas quedaron en el olvido? En mis fotogra-
fías —y, repito, solo son cuatro años de trabajo en Puerto Berrío— vemos
tumbas que ya no existen. Mi fotografía ayuda a preservar una memoria
visual de este ritual tan humano y complejo, a sabiendas de que, en este
cementerio, no hay reglamentos muy estrictos. Cada persona pinta y decora
su tumba como quiere. La persona escribe en ella lo que siente, lo que le
parece. No es como en muchos otros cementerios donde puede haber reglas
muy estrictas. Aquí la estética popular y la estética religiosa se entrelazan,
coexisten.

Me parece que esta estética no es neutra… Se funda en una doble


transgresión: transgrede el orden de la guerra, que busca generalizar
la violencia, pero también transgrede el orden religioso, que quisiera
formatear las respuestas. En esta manera de adoptar y de abandonar

_  _
las tumbas, en este modo de bautizar y de bautizar de nuevo, más allá
del sexo del muerto, por ejemplo, hay algo que pertenece a la
transgresión absoluta. Esto me hace pensar en lo que Maurice
Merleau-Ponty, el filósofo francés, llamaba la ontología salvaje. Es el
salvajismo de lo vivo ante el salvajismo de lo mortífero. Pero para que
este salvajismo sea operante de algún modo, necesita al mismo tiempo
apoyarse en unos ritos, en una tradición, en un sentido preciso de lo
sagrado. Vuelve entonces la religión como el centro de una relación
con el mundo que rechaza la muerte inmediata y reanuda, con un
horizonte a largo plazo, una creencia en el sentido pleno de la palabra.

Comparto esa idea. Como dices, bautizar en la muerte sí es una tras-
gresión doble. ¿Podríamos llamarlo bautizo “laico”?

Sí, laico, pero en un sentido que no es exactamente el que se usa en


Europa. Se trata de una concepción muy popular y muy libre también,
que corresponde a aquella mezcla de agnosticismo y de espiritualidad
sobre la cual se fundaba gran parte de la identidad de los pueblos
indígenas, antes de la Conquista española. Es una verdad simbólica la
que se muestra allí, abierta a la pluralidad de las interpretaciones. No
se trata de una verdad dogmática ni tampoco de una verdad
científica. La modalidad con la cual la “verdad de los hechos” intentó
ocupar el lugar de la “verdad de los dioses”, en el Occidente del siglo
xix, es así la marca de su dificultad para pensar el puesto específico de
esta verdad simbólica, particularmente para resistir a la violencia.

Además, podemos agregar que, en un mundo que separó la esfera del


conocimiento (de los hechos) de la cultura (basada en la búsqueda de
sentido y el vínculo con lo simbólico), la violencia siempre puede
volver cual boomerang, ya que no existen más límites a la idea de que
la violencia podría permitir, a pesar de todo, “restablecer” la verdad de
los hechos —mediante la tortura, por ejemplo—. A la inversa,
inscribirse en una cultura, enlazar lo cotidiano con el aliento de la

_  _
esperanza, permite romper con el círculo infernal de la violencia fría.
Porque, detrás de los hechos, siempre se esconde un impulso que
ningún poder puede quebrantar. Y se trata precisamente de eso en
Puerto Berrío: la esperanza fundadora que subyace a esta experiencia
popular reside en la posibilidad siempre abierta de ofrecerles una
sepultura digna a unos desconocidos y agrandar así el perímetro de los
lazos humanos. Y eso no puede ser refrenado. Esta verdad simbólica
debe hundirse en la prueba de lo particular para surgir: hay que
nombrar, stricto sensu. Por el contrario, no se trata de saber si es
efectivamente el cuerpo de Luisa, Christian, Roberto, etc. Estos hechos
pasan a un segundo plano, sin que por eso se niegen. Ni científica ni
estrictamente religiosa, la lucha por una sepultura digna instaura otro
tipo de verdad.

Totalmente de acuerdo. Como artista, lo que me importa es la verdad
simbólica.

En los límites del acto artístico: esa guerra que no vemos


más… pero que ven los combatientes

¿Podemos ahora abordar tu última experiencia artística? Se trata de


“La guerra que no hemos visto”, cuya primera exposición se realizó en
el Museo de Arte Moderno de Bogotá, en octubre de 2009, con la
curaduría de Ana Tiscornia. La exposición circuló y se presentó en el
Museo de Antioquia de Medellín en la primavera de 2010. Pero, para
que el lector entienda, los cuadros expuestos solo corresponden a la
última fase. No se trata, además, de fotografías, sino de pinturas
realizadas por excombatientes procedentes de los diversos actores
armados (FARC, paramilitares, Fuerzas Armadas), en unos “talleres”
especiales que duraron casi dos años. ¿Puedes decirnos algo más al
respecto?

_  _
Después del proyecto de La María del año 2001, me quedé con la
inquietud de cómo escuchar historias desde la otra orilla, las de los perpetra-
dores de la violencia. Victimarios muy jóvenes, niños que tenían la edad de
los hijos de las mujeres secuestradas. Me preguntaba qué historias encerraría
su niñez, qué los habría llevado a entrar en la guerra. Hasta que en La Ceja,
una población cerca de Medelllín, pude conocer a tres muchachos expara-
militares en la Casa de la Cultura y allí les propuse —había abierto una
fundación hacía un par de años— unos talleres de pintura. Su respuesta no
fue inmediata, pero volví varias veces a ese lugar y, finalmente, aceptaron
empezar.
Así nació el primer taller con los excombatientes del paramilitarismo.
Estos tres muchachos, después de unas semanas, trajeron a otros compañeros,
todos soldados rasos, y empezaron a plasmar en pinturas sus historias perso-
nales sobre la guerra. Me pareció que esto era un proyecto de memoria para
un país con una obsesión política de negar la guerra. Por esto fuimos al
Programa de Atención Complementaria a la Población Reincorporada, en la
Alcaldía de Bogotá, encargado de acoger a excombatientes de grupos armados
ilegales y ofrecerles oportunidades para reincorporarse a la sociedad.
Funciona desde 2002.
Su coordinador, Darío Villamizar, nos abrió las puertas para que,
además, trabajáramos con muchos excombatientes de la guerrilla. Todos los
talleres eran voluntarios. Todos, insisto, fueron con soldados rasos. Tiempo
después, también trabajamos los talleres de pintura con mujeres exguerri-
lleras y con soldados del Ejército colombiano heridos en combate. Estos
talleres duraron un poco más de dos años. Los talleristas, Fernado Grisales,
Noél Placios y yo, logramos generar un clima de confianza que permitió que
estas personas contaran a través de los pinceles sus historias personales. No
hubiera podido ser de otra manera. Yo les decía: “Enséñenme qué es la
guerra, necesito conocerla desde adentro”.
“¿Ustedes permitirían que esto se vea públicamente, que esto se vea en
museos? —les preguntábamos—, porque estas pinturas nos enseñan, nos
educan sobre la guerra”. Ellos se sentían bien de poder transmitir pública-
mente sus historias. La terapia nunca fue mi propósito en estos talleres, pero

_  _
sí me alegraba cuando todos decían que al hacer estas pinturas “se desha-
goban” y que, a través de ellas, podían contar historias que nunca antes
habían contado. “Nadie nos creería”, decían muchos. Fue muy importante
que se hiciera así, porque la pintura es un medio que ni conocían ni contro-
laban. Con el lenguaje uno va contando la historia y también va “editándola”
de alguna forma; aquí, en estas pinturas, irrumpió el inconsciente. Pudieron
pintar con símbolos, por ejemplo esos cielos rojos que simbolizan la sangre.
Además, nos mostraron la geografía donde se pelea esta guerra, una
geografía que los colombianos de las ciudades no conocen. Al pintar estos
cuadros tuvieron que confrontarse con sus víctimas; ellas son las protago-
nistas de estas pinturas y pienso que esto les desencadenó a unos victimarios
—no a todos— un ejercicio de reflexión, aunque considero que estos
procesos de concientización toman mucho tiempo. La mayoría de las veces
ellos se justificaban diciendo: “Tuvimos que seguir órdenes”.

Si mal no entiendo, primero has hecho contactos con exparamilitares,


antes de contactar a exguerilleros. En ambos casos, se fue entablando
un largo diálogo para instaurar la confianza y permitir esta
experiencia. ¿Hubo diferencias entre estos dos grupos?

Los exguerrilleros eran casi todos del sur de Colombia. Los exparamili-
tares, del oriente antiqueño, en el centro del país. Se trata de regiones
culturalmente muy distintitas. Los del Ejército eran de todas partes de
Colombia. Sus pinturas son testimonios personales y era esto lo que me inte-
resaba, más que ver si había diferencias entre los grupos. Las atrocidades que
cometieron los combatientes de estos grupos son inimaginables. Pero sí
coinciden en contar cómo algunos entran en la guerra para vengarse del otro
grupo que le mató a su papá, o le violó a la mamá o le asesino la familia. “El
ojo por ojo” es una constante de la guerra en Colombia.
Hay una muchacha joven que pintó su autorretrato ejecutando a su
primo con quien había entrado a la guerrilla. Él tenía paludismo y no podía
hacer su guardia, entonces, como castigo el comandante hizo que lo
amarraran y ella lo tenía que cuidar. Su primo le decía que se escaparan,

_  _
hasta que un día otro compañero los oyó, le contó al comandante y este la
llamó y le dijo que tenía que matar a su primo. Él le decía: “Prima, yo estoy
enfermo, usted está bien, máteme”. Ella lo pintó acostado en el suelo, la cara
sobre la tierra, porque él se pusó en esa posción para que ella lo matara.
Como esa, hay muchas otras pinturas desgarradoras. Las mujeres hicieron
unas obras inolvidables en las que nos muestran sus vivencias en la guerra.
Todas son campesinas, como la casi totalidad de los excombatientes. Y todos
son rasos, a quienes yo llamo los “peones en el ajedrez de la guerra”, los que
tuvieron que hacer el trabajo sucio. Al decir esto, aclaro que no justifico
ninguno de sus crímenes, ninguna de las atrocidades que cometieron.

Desde tu punto de vista, ¿cuál es el balance de la exposición?

Yo creo que en el Museo de Arte Moderno de Bogotá la exposición fue


muy corta, duró solo un mes. Luego, viajó al Museo de Antioquia en Mede-
llín y allí estuvo tres meses. En el 2011 se va a mostrar en el Museo La
Tertulia, en la ciudad de Cali. Mucha gente joven fue a ambas exposiciones,
se realizaron visitas de colegios; hubo buen público. También trajimos a
muchos de los excombatientes a ver sus obras expuestas. Hubo editoriales en
la prensa y se habló de ella en la televisión. Es importante visibilizar esta
guerra que tantos niegan en Colombia, incluso los mismos gobernantes.
Creo que estas pinturas nos pueden enseñar mucho sobre ella. Como lo
anotó la curadora, Ana Tiscornia, al ver estas pinturas nos damos cuenta de
que sí es verdad lo que las víctimas nos dicen, porque a estas muchas veces
no se les cree lo que cuentan, se piensa que exageran sus historias.

¿Cómo explicas las críticas de las que ha sido blanco esta exposición?

Pensé que iba a ser mucho más controvertida, que se iba a escribir en
contra de la exposición, porque ahí están las voces de los victimarios y este
país está tan polarizado que en algunos casos queremos escuchar una sola
voz. Pero en las pinturas, repito, la víctima es el protagonista. Sin embargo,
“La guerra que no hemos visto” definitivamente no pasó inadvertida. Por

_  _
otra parte, Ana Tiscornia, quien ha estudiado el conflicto colombiano, tiene
claro que este es muy complejo. Por eso acordamos publicar un catálogo con
ensayos de académicos muy respetados en diferentes disciplinas (historia-
dores, geógrafos, psicoanalistas, etc.), para que nos ayudaran a percibir esta
complejidad.

Tienes toda la razón, mantener la existencia de cierta complejidad es


importante, en oposición a los estereotipos que pesan sobre numerosos
conflictos armados […]. Si te parece, quisiera intentar terminar este
intercambio con una observación, a propósito de la diferencia entre
victimarios y víctimas. […] Uu obra, en esta exposición como en
otras, es una condena sin tregua de la violencia. Se opone a la idea de
que tal violencia sea “indecible” y a la percepción de que quienes la
practican no sean también miembros de la comunidad humana, como
lo son todas sus víctimas […]. En L’écriture ou la vie, Jorge Semprún
rechaza con fuerza la idea de que exista algo “indecible”. Para él, esto
es lo propio de una violencia tan mitificada que escapa a todo análisis
crítico y termina siendo interpretada como una “fatalidad”, cuando
no como una “segunda naturaleza”. Este es el mejor método para que
se vuelva excusable.

Pero ¿decirlo todo puede ir hasta darles la palabra a los victimarios?


Sí, bajo la condición de dibujar sin cesar el círculo de esta ética
elemental, que consiste en diferenciar las personas y la naturaleza de
sus actos. Si víctimas y victimarios hacen parte de una misma
comunidad humana, la especificidad de los victimarios es poner al
inhumano en el centro del humano. La violencia de masa no consiste
en salir de la comunidad de los seres humanos, sino en destruirla
desde adentro, desarrollando prácticas que “deshumanizan”, que
arrancan a la comunidad el sentido de su humanidad. Sobre el plano
filosófico, se puede considerar que existe una diferencia
fenomenológica, pero no ontológica, entre víctimas y victimarios.

_  _
Este fue el punto de vista de Jean Hatzfeld, sobre el genocidio de los
tutsis en Ruanda […]. Después de dedicar un libro a los testimonios
de los sobrevivientes, titulado Dans le nu de la vie, decidió escuchar la
palabra de los victimarios. Dio cuenta de esta en un segundo libro, de
igual calidad, titulado Une saison de machettes. En este caso, las
personas entrevistadas ya habían sido condenadas y no cabía
confusión alguna. Su libro solo quería dar cuenta del “trabajo” de
exterminio, al mostrar cómo se insertaba en una práctica ordinaria.
[…] En tu caso, esta distancia se sitúa en el centro de tu obra, pero
tiene que ser constantemente reconstruida por los que se interesan en
ella. No existe a priori, en razón de la perpetuación del estado de
guerra. Pero, insisto, esa distancia es fundadora: designa el zócalo
ético, sin el cual la salida de la violencia es imposible. Sin él, todo se
hunde, incluyendo la obra artística.

_  _
La Guerra que no hemos visto, 2007
Pintura vinílica sobre MDF, 100 x 140 cm. Código # C006-0008
_  _
la vulnerabilidad del mundo

intermezzo 2

Testimoniar en Ruanda
Trabajo de la memoria, exigencias de justicia
y prácticas artísticas en relación con el primer
genocidio después de la guerra fría *

Entrevista con Pacifique Kabalisa


y Marie-France Collard

Por Matthieu de Nanteuil

El mundo es testigo del genocidio de los tutsis y de la masacre de los


opositores políticos hutus, ocurrida en Ruanda entre el 6 de abril y el 4 de
julio de 1994. Se estima que en este periodo más de un millón de personas
perdieron la vida, en condiciones de violencia extrema1. A los tutsis los

* Traducción de Diego Mauricio Hernández.


1 Un balance oficial publicado por el Ministerio de la Administración del Territorio en Ruanda da
cuenta de 1.074.017 muertos, con ocasión de un censo efectuado en julio de 2000, presentado por
la Fondation Hirondelle, agencia de prensa en Arusha, ante el Tribunal Penal Internacional para
Ruanda. Véase Rombouts (2004, p. 145).

_  _
exterminaron por el hecho de ser tutsis. Opositores políticos hutus fueron
salvajemente asesinados por ser considerados cómplices de los tutsis2.
Este genocidio tuvo lugar bajo la mirada indiferente de la comunidad
internacional. Es de público conocimiento que, durante las primeras semanas
de masacres, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) —a través de su
secretario general— y el Departamento de Estado de los Estados Unidos
adoptaron una estrategia de evitación, ilustrada por las instrucciones impar-
tidas a su personal respectivo (Human Rights Watch y Fédération
Internationale des Ligues des Droits de L’Homme, 1999, pp. 26-28). Puede
decirse lo mismo de los países europeos más concernidos (Francia, Bélgica).
Gracias al trabajo de organizaciones humanitarias y organizaciones de
expertos, lo ocurrido en 1994 fue calificado como “genocidio y crímenes
contra la humanidad” en noviembre del mismo año. En tal fecha, el consejo
de seguridad de la ONU adoptó la Resolución 955, mediante la cual creó el
Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR), cuya misión fue juzgar a
los presuntos autores de genocidio y graves infracciones al derecho interna-
cional humanitario cometidas en el territorio de Ruanda y de los países
vecinos, entre el 1.º de enero de 1994 y el 31 de diciembre del mismo año3.
Sobreviviente del genocidio, Pacifique Kabalisa vive en Bélgica desde el
año 2004. En 2009, creó el Centre pour la Prévention des Crimes contre
l’Humanité (CPCH, Bélgica), del cual es presidente. Según su presentación
oficial, el CPCH pretende agrupar “actores comprometidos con la acción
humanitaria y el desarrollo”. Considera que:
[...] los múltiples crímenes contra el derecho internacional humanitario que
aquejan al mundo —y por cuyas consecuencias muchos están hoy llamados
a responder— son corolarios directos de la ausencia de democracia, respeto
de los derechos humanos y justicia. También son el resultado de la falta

2 Los tres componentes de la población ruandesa son los twas, los hutus y los tutsis. La denominación
exacta es umutwa, umuhutu y umututsi, en singular, y abatwa, abahutu y abatutsi, en plural. Sin
embargo, en la literatura, se utilizan con frecuencia los radicales twa, hutu y tutsi, para designar
a cada comunidad.
3 La Resolución 955 de las Naciones Unidas, adoptada el 8 de noviembre de 1994, está disponible en línea:
ocw.um.es/cc.-juridicas/derecho-internacional-publico-1/ejercicios-proyectos-y-casos-1/capitulo8/
documento-22-tpir.pdf

_  _
de voluntad política y de la inacción de la comunidad internacional para
prevenir estos crímenes o detenerlos una vez se presentan. (CPCH)

Biblioteca de testimonios de primera línea, el CPCH pretende que las


víctimas no sufran una segunda muerte; la del olvido.
Cineasta y escritora de teatro, Marie-France Collard es, desde 1992,
miembro del Groupov, un colectivo de artistas que se define como centro de
cultura activa. Es autora de numerosos documentales premiados internacio-
nalmente, entre los que se cuenta Ouvrières du monde (2000), que trata sobre
el cierre de las fábricas de Levi’s en Bélgica y en Francia, y sobre su deslocali-
zación. También es autora de Rwanda. A travers nous l’humanité… (2006),
documental estrenado con ocasión de la presentación de la pieza Rwanda 94,
en la misma Ruanda, durante la décima conmemoración del genocidio de los
tutsis en 2004. La potencialidad estética de esta obra, en la que los testimonios
de las víctimas se articulan con una reflexión sobre las condiciones de vida de
sobrevivientes del genocidio, hace de esta un instrumento precioso al servicio
de lo que Paul Ricœur llama el trabajo de la memoria. Marie-France Collard
realizó recientemente Bruxelles-Kigali (2013), que retrata el proceso vivo de
Ephrem Nkezabera, uno de los dirigentes de las milicias Interahamwe. La pelí-
cula trata sobre la cohabitación entre víctimas y victimarios, y describe la
prueba que representa, para los primeros, encontrarse con los actores de la
máquina genocida.

_  _
_
 _
Fotografía de Lou Hérion. Rwanda 94, Groupov
Pacifique Kabalisa

Los hechos... Tras la creación de un banco de testimonios: una


travesía personal

Pacifique, ¿podrías reconstruir tu recorrido después del genocidio?

Antes de esto, quisiera brevemente regresar a los hechos. La noche del 6


de abril de 1994, fue abatido, en Kigali, el avión que transportaba al presi-
dente de Ruanda, Juvénal Habyarimana, y a su homólogo de Burundi,
Cyprien Ntaryamira, cuando estaba de vuelta de Dar es-Salaam (Tanzania),
lugar en que se desarrollaba una cumbre de jefes de Estado de la región el
mismo día. Este ataque costó la vida de los dos presidentes y de la tripulación
del avión, así como la pérdida del equipaje. La misma noche, la guardia presi-
dencial dio inicio a las masacres para exterminar a todos los tutsis de Ruanda
—señalados indistintamente como cómplices del Frente Patriótico Ruandés
(FPR-Inkotanyi4)—, y a los opositores políticos hutus u otras personas públi-
camente en desacuerdo con el régimen (periodistas, defensores de los
derechos humanos, etc.). Las masacres fueron comandadas por extremistas
hutus —mayoritariamente militares—, y por miembros de la milicia Intera-
hamwe, creada por el régimen del presidente Habyarimana, así como por
representantes de la administración civil5.

4 El Front Patriotique Rwandais (FPR-Inkotanyi) es el movimiento político armado creado en los


ochenta por los tutsis de la diáspora ruandesa, sacados del país durante la revolución hutu de
1959. La palabra inkotanyi significa “combatientes tenaces”. Este era el nombre que se daban los
miembros del FPR y hace referencia a un ejército del siglo xix, en Ruanda, bajo el régimen
monárquico de los tutsis.
5 Interahamwe es el nombre de la milicia ruandesa creada en 1992 por el Movimiento Revolucionario
Nacional para el Desarrollo (MRND), partido único que controló a Ruanda desde 1975 hasta 1991,
del cual hacía parte el presidente Juvénal Habyarimana. La palabra interahamwe significa “los
que luchan juntos”, en kinyaruanda, el idioma ruandés. Esta milicia es responsable de la mayor
parte de las masacres cometidas en el genocidio de los tutsis y de la masacre de los opositores
políticos de los hutus en 1994.

_  _
Lo que se desconoce es que el país se encontraba ya en una guerra desen-
cadenada por el FPR-Inkotanyi, durante la cual los beligerantes cometieron
violaciones graves contra las poblaciones civiles de las zonas de combate.
Centenas de miles de familias —sobre todo hutus originarios del norte del
país— fueron obligados a dejar sus domicilios y sus bienes, y se convirtieron
en desplazados internos. Las familias se instalaron en inmensos campos de
refugiados sobrepoblados, y se hicieron blanco fácil para el reclutamiento en
la milicia Interahamwe del Movimiento Republicano Nacional por la Demo-
cracia y el Desarrollo (MRNDD)6.
Desde la primera hora del día 7 de abril de 1994, en los cuatro rincones
del país, los tutsis comenzaron a darse cuenta de la amplitud del peligro que
pesaba sobre sus vidas. Muchos de ellos abandonaron sus casas y sus bienes
para encontrar refugio en otra parte. Se dirigieron hacia lugares públicos,
como iglesias, hospitales, escuelas, estadios, oficinas comunales, y a la cima
de colinas y montañas escarpadas. En algunas regiones, las masacres iniciaron
inmediatamente. En otras, los asesinos esperaron a que las personas objetivo
se reunieran en gran número en los lugares de refugio. En el mes de abril de
1994, se puso en marcha una operación masiva de exterminio sistemático y
premeditado. Las autoridades políticas y militares, encomendadas para
proteger a la población y restablecer la paz en el país, se implicaron directa-
mente en las masacres. Sus acciones llevaron a cientos de miles de ciudadanos
ordinarios, quienes no estaban directamente concernidos, a seguir su
ejemplo.
Además de su intensidad, la máquina genocida se caracteriza por su
extrema atrocidad: las víctimas fueron asesinadas con utensilios artesanales
como el machete, convertido en la “herramienta emblemática” del genocidio.
Un hecho demasiado importante para comprender el desarrollo de los acon-
tecimientos, y también las dificultades sobrevinientes, es que los asesinos
son, en la mayor parte de los casos, prójimos de la comunidad social de sus
víctimas; hablan su misma lengua y tienen su misma cultura. Vecinos,
amigos, incluso miembros de la misma familia… Esta traición colectiva,

6 Se trata del antes llamado Movimiento Revolucionario Nacional para el Desarrollo (MRND).

_  _
marcada por el desgarramiento de los lazos de proximidad (entre familiares,
amigos, vecinos, colegas, etc.) sigue siendo un enigma hasta hoy.

Háblanos de tu experiencia personal

Nací y crecí en Ruanda. En 1994, tenía veintisiete años y partí a escon-


derme durante tres meses. Más de una vez tuve roces con la muerte; vi y
escuché cosas inhumanas. Esto fue lo que, tiempo después, me llevó a
realizar un trabajo de memoria, no solo para mí, sino también para quienes
sufrieron las peores atrocidades o para quienes ya no están con nosotros.
Durante mi aislamiento, iba consignando en un cuaderno todo lo que veía y
la tormenta en la que me encontraba. Para no desaparecer, para seguir siendo
un hombre. Me decía a mí mismo que quien hallara este cuaderno —sin
saber si yo mismo podría seguir contando la historia— descubriría que una
tal persona había sido asesinada en tales y tales circunstancias.
Después de mi reclusión, me fui al vecino país Zaire (la actual Repú-
blica Democrática del Congo [RDC]). Caminaba en las noches durante
horas, tratando de evitar los retenes, las rondas nocturnas y las ciudades
hostiles. Finalmente llegué a Bukavu7, después de atravesar milagrosamente
el río Rusizi8.
Me acuerdo de aquellas noches estrelladas cuando estaba en la escuela
secundaria. Aún escucho las historias de mis compañeros de infortunio, que
he transcrito en mi cuaderno. Todos contaban historias terribles, y cada uno
tenía la suya. Luego encontré a la familia de mi tía paterna, exiliada desde
1959 en Bukavu. Su exilio estuvo precedido por masacres de tutsis, que
tuvieron lugar con ocasión de la revolución de los hutus y la abolición de la
monarquía tusi.
Volví a escribir. El genocidio fue tal que la mayor parte de las víctimas
fueron devoradas por los animales. No era posible enterrarlos ni llorar su muerte.
Ni pensar en hacer su duelo. Recuerdo a este joven que escapó de su comuna
7 Ciudad congolesa en la provincia de Kivu del Sur, que limita con la prefectura de Cyangugu, mi
ciudad natal.
8 El río Rusizi separa a Ruanda de Burundi y de la República Democrática del Congo.

_  _
natal, Rwamatamu —en la prefectura de Kibuye—, y nadó durante doce
horas para atravesar el lago Kivu, con su diploma de humanidades bien
empacado y amarrado a la cintura9. Me preguntaba entonces: “¿Por qué?…
¿Por qué huir llevando consigo ese diploma mientras detrás de él todo estaba
destruido?”. Esta reliquia era el único tesoro que me permitía esperar que un
día reconstruyera mi vida.
Tuve que huir de nuevo, hacia Burundi esta vez. El camino estaba lleno
de obstáculos. Muchos zairenses nos acusaron injustamente de ser comba-
tientes del FPR-Inkotanyi y de ser los autores del asesinato de Habyarimana.
El trayecto duró dos semanas (en condiciones normales, habría tomado
algunas horas).
En Burundi vivía mi abuelo paterno, a quien no conocía. Él también
tenía su historia. Se fugó de Ruanda como consecuencia de los aconteci-
mientos de 1959, se casó de nuevo en Burundi y construyó una familia. Lo
conocí y me ayudó a llegar a Bujumbura, donde pasé algunas semanas antes
de regresar a Ruanda, a finales de julio de 1994.

¿Es entonces cuando decides dedicarte a la memoria del genocidio?

Al día siguiente del genocidio, me instalé en Kigali… Y comencé de


inmediato a consignar nuevos testimonios en mi libreta. Después de la toma
del poder por el FPR-Inkotanyi, entendí que la prioridad era tratar de esta-
blecer la verdad sobre lo sucedido. Poco a poco, los testimonios se multiplicaron,
especialmente a través de mis actividades profesionales en el área de los dere-
chos humanos y el acompañamiento social de los sobrevivientes. Visité distintos
lugares de grandes masacres, donde recolecté información sobre las historias.
Cuando les decía que quería transcribir su calvario, la mayor parte respon-
dían espontáneamente. Aqullos a los que no pude entrevistar, insistían:
“¿Podrías prolongar tu estadía para recopilar mi testimonio también?”. Mi

9 El lago Kivu se sitúa entre la República Democráctica del Congo y Ruanda. Las ciudades
congolesas de Goma y Bukavu son vecinas del lago. En Ruanda, estas son las ciudades de Gisenyi,
Kibuye y Cyangugu.

_  _
cuaderno seguía llenándose… En algunos casos, los testimonios habrían de
ayudar a quienes querían comprometerse con esta empresa laboriosa.
Entre los testimonios, se encontraban los de los sobrevivientes, y
también de las personas que dieron muestras de valor oponiéndose a la
ideología genocida, como los hutus demócratas y pacifistas, o como aquellos
religiosos quienes, en lugar de huir, decidieron quedarse y no abandonar a
las personas refugiadas en sus iglesias o conventos. Recuerdo a las viudas
hutus, torturadas y luego rechazadas después del genocidio. Recuerdo otros
testimonios, especialmente los recogidos en las prisiones de boca de los
presuntos autores. Lo que han hecho estas personas no debe quedar impune,
y no es menos cierto que lo que han confesado merece —a mi parecer— ser
conocido por todos.
Todos estos testimonios, tomados personalmente durante el periodo
posgenocidio, cuando la memoria de los sobrevivientes y los testigos todavía
estaba “fresca”, son muy superiores a los que fueron colectados cinco, diez o
quince años después. Pero muy pronto llegaron las decepciones: la decep-
ción de un aparato de justicia que no estimula a los sobrevivientes ni a los
testigos a decir la verdad; la decepción de una justicia que no califica correc-
tamente los crímenes cometidos y que no identifica a los autores presuntos;
la decepción de un sistema político que secuestra la verdad y que no logra
dar la palabra a todas las víctimas, con el fin de permitirles llorar a sus
prójimos y reconstruirse; la decepción de constatar que la instrumentaliza-
ción política del genocidio pone en peligro el proceso de reconciliación.
En marzo de 2003, tomé el camino del exilio. Actualmente vivo en
Bélgica, pero sigo comprometido con la búsqueda de la verdad y la justicia
para las víctimas. Con la fundación del CPCH en marzo de 2009, quería
poner al alcance del gran público este cuaderno en el cual consigné más de
tres mil testimonios en una decena de años. Estos testimonios constituyen, a
mi parecer, una herramienta pedagógica ineludible, que debe permitir que
aprehendamos mejor la especificidad de este genocidio, y llevarnos a una
reflexión profunda sobre el trabajo de memoria.

_  _
La instalación de una justicia posgenocida: de la ley sobre el
genocidio de 1996 a las jurisdicciones Gacaca10 de 2002

¿Cuáles fueron, en tu criterio, las características de la justicia


posgenocida?

Hay que tener en cuenta que, incluso antes del genocidio, la justicia
ruandesa era débil y corrupta. No tenía independencia con respecto al
Gobierno, que la utilizaba para justificar sus actos de violencia: masacres de
civiles, ataques a la oposición política, discriminación institucionalizada con
respecto a la minoría tutsi, etc. La participación entusiasta en el genocidio de
algunos jueces —y otros miembros de medios judiciales— revela mucho
sobre la corrupción moral del sistema judicial de la época.
Después del genocidio, los ojos miraban hacia la justicia, que era una
fuente de esperanza para la población. Los sobrevivientes esperaban en el
sufrimiento que los responsables fueran castigados. En aquel tiempo, miles
de sospechosos de haber participado en las masacres fueron encarcelados,
en muchos casos en condiciones espantosas. La decisión de las autoridades
ruandesas de proceder con justicia era un desafío mayor, pero era necesario
atravesarla para superar la cultura de la impunidad, identificada como un
factor central en el origen de los eventos de 1994. La mayoría de los magis-
trados y los juristas que se oponían a la máquina genocida habían sido
asesinados o exiliados, y la selección de sus reemplazos era un proceso labo-
rioso y costoso. El Ministerio de Justicia no tenía recursos y los tribunales
habían sufrido graves daños. Para que este funcionara, aunque fuera de
manera rudimentaria, era necesario reconstruir el sistema en su conjunto.
Teniendo en cuenta los múltiples constreñimientos asociados a la inse-
guridad, y a los problemas sociales, políticos y financieros de la época, era
casi imposible crear un sistema capaz de hacer frente a la situación. El Estado
estaba ante un dilema sin precedentes: la población creciente de las cárceles
era una fuente de tensiones políticas y de división social, y era una verdadera
10 Gacaca traduce “jurisdicción de la hierba”, originalmente en el idioma kinyarwandan. Los
Gacaca son los tibunales tradicionales de las etnias locales en Ruanda (N. de los Eds.).

_  _
presión para la economía nacional; la justicia era un imperativo, al menos en
grandes líneas, y cualquier marcha atrás era imposible. Muy pronto, el
Gobierno tuvo que reconocer que no existía, en el marco jurídico de la
época, ningún mecanismo adecuado para perseguir a tantas personas sospe-
chosas del crimen de genocidio.

Desde ese punto de vista, ¿cómo evalúas la ley de 199611?

Después de largas deliberaciones, un acto legislativo lúcido vio la luz: la


ley sobre el genocidio, promulgada el 1.º de septiembre de 1996. La ley
buscaba acelerar el proceso judicial por medio del establecimiento de un
proceso de confesión, un memorial de culpabilidad. Clasificaba los presuntos
culpables del genocidio en función de la gravedad del crimen del que se les
acusaba. Los organizadores del genocidio de primera línea, así como los
individuos responsables de las peores atrocidades, estaban exentos de este
procedimiento, a menos que confesaran su culpa antes de haber sido oficial-
mente declarados criminales de tal categoría. Los ubicados en las categorías
2 a 4 podían beneficiarse de una remisión de pena, si al menos aceptaban
hacer confesiones completas y señalar a sus cómplices.
Esperábamos que tales confesiones facilitaran la tarea del Ministerio
Público, porque pensábamos que los subalternos darían pruebas contra los
presuntos organizadores del genocidio. En la realidad, era muy difícil encon-
trar testigos prestos a denunciar a los sospechosos, en muchos casos porque
el sospechoso era un prójimo, un amigo, un vecino. Además, en algunas
regiones, había muy pocos sobrevivientes capaces de dar testimonios oculares
y de hacer un recuento exacto de las matanzas. Al mismo tiempo, considerá-
bamos que sería más fácil identificar a los inocentes, quienes podrían ser
liberados, y así reducir el hacinamiento en las prisiones.
La ley sobre el genocidio se parecía de alguna manera a un dispositivo
jurídico experimental para introducir un cierto pragmatismo en el seno de

11 Se trata de la Ley Orgánica del 30 de agosto de 1996, sobre la organización del seguimiento de las
infracciones constitutivas de genocidio o de crímenes contra la humanidad, cometidos a partir
del 1.º de octubre de 1990.

_  _
una situación extremadamente inestable. Sin embargo, obligaba a los sobre-
vivientes a “aceptar la fórmula”… Desde esta perspectiva, la ley fue objeto de
muchas críticas. Y tampoco fue bien acogida por parte de las personas
sospechosas de genocidio. Durante los primeros meses, fueron muy pocos
los que escogieron confesar, aun cuando esto les daba la posibilidad de una
remisión de pena. Es cierto que la cantidad de prisioneros que confesaron
aumentó a partir de 1998, con las consecuencias que esto engendró en el
plano de la sobrepoblación carcelaria. En su conjunto, este procedimiento
no ayudó a acelerar los procesos judiciales… hasta la introducción de los
tribunales populares, denominados jurisdicciones Gacaca, en el año 2002.
Son complejas las razones por las cuales solo un porcentaje relativa-
mente bajo de prisioneros se involucró con el sistema judicial de confesión
con un memorial de culpa. En principio, una solidaridad manifiesta entre
los acusados parecía llevarlos a negar en bloque. Muchos de ellos pensaban
que tenían aún la posibilidad de ser liberados por los partidarios del antiguo
régimen, los mismos que organizaron una insurrección en el sur del país
entre 1997 y 1998. Otros fueron incitados u obligados al silencio por parte
de los presuntos genocidas “educados”, quienes no podían aspirar a una
remisión automática de la pena y tenían más que perder en el proceso de
confesión. Con el paso del tiempo, la evolución de la situación, tanto dentro
como fuera de las prisiones, hizo a los prisioneros más receptivos a la idea de
pasar a la confesión. Sin embargo, quienes lo hicieron tuvieron que esperar
largo tiempo para ser juzgados, porque la mayoría de las confesiones eran
parciales y el Ministerio Público tenía graves deficiencias.
Parece que el Gobierno no consideró la dimensión de las implicaciones
que tendría la ley sobre el genocidio. Abordó la cuestión como si se tratara
de un asunto entre el Estado y los prisioneros, cuando esta disposición legis-
lativa tendría consecuencias mayúsculas sobre el conjunto de las relaciones
entre los autores y las víctimas, así como entre los autores y la sociedad. El
procedimiento de confesión con memorial de culpa tendría que haber termi-
nado a principios de 1998, pero se prolongó más de una vez. En marzo de
1999, el Gobierno anunció finalmente su decisión de restablecer los Gacaca
para tratar los crímenes de genocidio. Pero el procedimiento de confesión

_  _
debía permanecer vigente hasta el establecimiento práctico de un nuevo
sistema, lo que ocurriría varios años más tarde.

Las jurisdicciones Gacaca han hecho correr mucha tinta desde su


creación. ¿Podrías decirnos un poco más al respecto?

La ley que prescribió la creación de los tribunales Gacaca fue aprobada


por el Gobierno y trasmitida a la Asamblea Nacional en 1999, pero el sistema
Gacaca solo inició hasta el año 2002, primero en doce sectores pilotos y
luego a escala nacional. El lanzamiento de las jurisdicciones Gacaca estuvo
precedido por la designación y la formación acelerada de jueces “íntegros”,
que deberían sesionar en estas jurisdicciones. En lengua ruandesa, a estos
jueces se los llamaba inyangamugayo.
Los Gacaca constituyen uno de los fundamentos de la legislación ruan-
desa tradicional, según la cual un anciano, cuya equidad e imparcialidad son
reconocidas por todos, es elegido para decidir sobre pequeñas infracciones.
Desde el anuncio de la idea de recurrir a este sistema para juzgar los crímenes
de genocidio, hubo muchas controversias. Los Gacaca fueron abandonados en
la época colonial y nunca habían sido utilizados para crímenes graves. La cohe-
sión social que sostenía su eficacia ya no estaba presente después del genocidio:
era difícil encontrar a un anciano que fuera aceptado por todo el mundo. El
Gobierno reaccionó impartiendo la orden a las autoridades de implicarse en la
identificación de los “jueces íntegros”. Pero esto transformó la naturaleza
misma de los Gacaca, fundados tradicionalmente sobre el hecho de que el
juez fuera elegido libremente por la población local debido a su integridad.
Otra dificultad estaba relacionada con que en muchas colinas no quedaba
casi ningún sobreviviente, lo que podía fácilmente servir a los intereses de
los genocidas.
Al principio, muchos prisioneros se alegraron de ser juzgados por un
tribunal Gacaca. El objetivo de estas instancias era crear un foro abierto en el
seno del cual se estableciera la verdad sobre el genocidio. Presididos por un
comité de sabios, los procesos se desarrollaban sobre la colina en la que los
hechos habían tenido lugar. Las primeras sesiones de las jurisdicciones

_  _
Gacaca consistían en la colecta de información sobre el desarrollo del geno-
cidio en la localidad. Al reunir a sospechosos, testigos y sobrevivientes en un
mismo lugar, e invitarlos a reconstruir la historia del genocidio a escala local,
se esperaba crear las condiciones para que los responsables fueran identifi-
cados más rápidamente que en los procesos individuales organizados en el
marco de la ley. Un cuadro completo de los acontecimientos acaecidos local-
mente debería ser dibujado y reconocido en público. Además, alejando a la
justicia de la arena del Estado y acercándola a la de la comunidad, los Gacaca
podían contribuir a atenuar ciertas tensiones, a resolver los malentendidos
que subsistían entre los sobrevivientes y los sospechosos, e incluso entre los
mismos prisioneros y sus familias. Se trataba de problemas que las confe-
siones no habían podido disipar.
Las jurisdicciones Gacaca deberían ofrecer una plataforma que permitiera
a los autores de los crímenes pedir perdón a los sobrevivientes, mientras que
estos últimos estaban llamados a controvertir abiertamente con toda persona
que sospecharan que mentía, escondía información o evitaba colaborar.
La medida en la cual los Gacaca contribuían prácticamente a la recon-
ciliación entre los genocidas y los sobrevivientes dependía de su confianza
en la equidad del sistema, así como en la calidad de los jueces —de su inde-
pendencia, en particular—. Más aún, el que hubiera tan pocos sobrevivientes
era un obstáculo mayor para el restablecimiento de la justicia. Sin duda, los
Gacaca reposaban en un dispositivo de denuncias mutuas que era particular-
mente conveniente para separar las responsabilidades individuales durante el
proceso. En este sentido, daban lugar a más revelaciones sobre el genocidio
que las confesiones anteriores y contribuían, a veces, a la reconciliación.
Hubo intimidaciones y errores judiciales, especialmente cuando el poder
establecido quiso separar a las voces incómodas o rehabilitar a ciertos crimi-
nales presuntos, potencialmente útiles para el régimen. Los jueces de Gacaca
no eran magistrados profesionales sino personas voluntarias, elegidas en el
seno de la comunidad. Hay que tener en cuenta que entre ellos había
personas que habían sido acusadas de genocidio, juzgadas, condenadas y
absueltas. Algunos, incluso, fueron sorprendidos en flagrante delito de
corrupción por parte de acusados o miembros de sus familias.

_  _
Teniendo en cuenta los resultados más bien desalentadores de la ley
sobre el genocidio, es comprensible que el Gobierno haya deseado construir
una alternativa a un sistema judicial fallido. Sin embargo, no tuvo en cuenta
suficientemente las lagunas de la administración judicial con respecto a los
acusados de genocidio. Incluso, la simple transferencia de un archivo de un
sistema al otro era ineficaz. También es claro que los prisioneros habrían
esperado un mejor trato por parte de los tribunales Gacaca. Las nuevas
remisiones de pena sentenciadas por estos tribunales, en no pocas ocasiones,
desencadenaron la furia de sobrevivientes y el sentimiento de injusticia de
los acusados, quienes ya habían sido juzgados por el anterior sistema. Teóri-
camente, se esperaba que los tribunales Gacaca trajeran la solución a un
problema espinoso; en la práctica, dieron lugar a nuevas desilusiones y difi-
cultades.
Los procesos Gacaca se extendieron a todo el país desde 2006 y hasta
hace poco12, pero queda un inmenso trabajo por hacer. En su conjunto, este
dispositivo no dio una solución satisfactoria a la organización y a la adminis-
tración ruandesa. Es difícil imaginar una sola respuesta a un problema tan
difícil como el de una justicia a cargo de crímenes contra la humanidad.
Pero hoy el futuro de la justicia ruandesa es acaso más seguro de lo que era
en 1996, cuando se introdujo la ley sobre el genocidio. Con los Gacaca, la
nación se aventuró en un territorio judicial inexplorado. La necesidad de
actuar rápido se encontró con la necesidad de velar por que todos los aspectos
del nuevo procedimiento fueran bien pensados, hasta que las estructuras
requeridas estuvieran en su puesto y los ruandeses, preparados.
Para concluir esta pregunta, quisiera decir que los diecinueve años que
pasaron desde el genocidio fueron angustiosos para todas las personas
concernidas: para los sobrevivientes, pues esperaban un castigo para los crimi-
nales que masacraron a sus prójimos y destruyeron sus vidas; para los detenidos,

12 El Consejo de Ministros del Gobierno ruandés, que tuvo lugar el 21 de diciembre de 2011, fijó el
cierre oficial de las jurisdicciones Gacaca el 4 de mayo de 2012. El documento está disponible en
línea (“Communiqué”, 2011). El presidente ruandés Paul Kagame procedió con el cierre oficial de
los trabajos de estas jurisdicciones el 18 de junio de 2012. Al respecto, véase “Rwanda/Gacaca”
(2012).

_  _
quienes pasaron difíciles situaciones de confinamiento —incluso cuando
eran inocentes—; para los funcionarios del sistema judicial, que lucharon
contra expedientes impenetrables, con recursos inadecuados y siendo el
blanco de la crítica de todas las partes. Al respecto, sería falso concluir que la
justicia posgenocida en Ruanda no produjo resultados positivos. Es más
bien la ambigüedad de estos resultados, frente a lo que implica un crimen de
genocidio para la sociedad, lo que genera preguntas.

Marie-France Collard

De una violencia a otra: génesis del primer genocidio después


de la guerra fría

¿Qué es lo que lleva a un artista “comprometido” a interesarse por


fenómenos de violencia masiva, como el genocidio de los tutsis, en
Ruanda, después de haberse interesado por la reestructuración de la
empresa? Estos dos tipos de violencia (violencia socioeconómica vs.
violencia masiva) son considerados con frecuencia como diferentes, e
incluso opuestos: uno encarna la violencia del neoliberalismo y el otro,
la de los sistemas totalitarios.

Desde mi punto de vista, estos dos tipos de violencia no son opuestos.


El lento y continuo genocidio de la desnutrición y el hambre mata niños con
tanta seguridad como si los fusilaran; es el fruto de la economía de mercado
y sus ideólogos. De otra parte, el neoliberalismo pasa fácilmente de un tipo
de violencia a otro. ¿Recuerdas la tranquila respuesta de Madeleine Albright13
a la periodista americana que le mencionó el medio millón de niños asesi-
nados por el embargo contra Irak antes de la guerra? “Más que en Hiroshima”,
decía, y le preguntaba si este era el precio a pagar por esta política. La señora
Albright estimaba, sin dudarlo, que sí, que era necesario. ¿Para quién? ¿Para
13 Madeleine Albright fue la secretaria de Estado de los Estados Unidos durante el segundo
mandato del presidente Bill Clinton.

_  _
qué? Para que una democracia haga replegar a una dictadura, amenazando
sus privilegios y su hegemonía. El neoliberalismo es el discurso que sirve al
imperialismo para disfrazar su realidad. Cuando el teórico ultraliberal Milton
Friedman asesoró al dictador chileno Augusto Pinochet, no hubo ninguna
contradicción. Estamos ante la continuidad modernizada de lo que fue el
colonialismo.
No opongo la violencia socioeconómica del neoliberalismo a la del colo-
nialismo y a la del neocolonialismo, que tuvieron en gran medida la
responsabilidad en la provocación del genocidio en Ruanda, incluso si este fue
un hecho propiciado por los ruandeses como resultado de las políticas
discriminatorias contra los tutsis, desarrolladas por los gobiernos totalita-
rios de las dos “repúblicas” desde 1959 —con masacres recurrentes que
permanecieron impunes. La realización de Rwanda. A travers nous l’humanité…
(Ruanda. A través de nosotros la humanidad) es la continuación coherente del
trabajo emprendido con Ouvriers du monde (Obreros del mundo). Natural-
mente, nada de esto me resultaba claro en el momento del genocidio y quisiera
regresar sobre este recorrido.
El documental Ruanda. A través de nosotros la humanidad… lleva como
subtítulo A propósito de un intento de reparación simbólica para los muertos
por parte de los vivos. Retoma, de esta forma, el mismo subtítulo de la pieza
teatral Rwanda 94, de la cual soy autora junto con Jacques Delcuvellerie.

_  _
_
 _
Fotografía de Lou Hérion. Rwanda 94, Groupov
Como la mayoría de los ciudadanos occidentales que no tenían un
vínculo particular con Ruanda, recibimos los eventos de 1994 de manera
fragmentaria y contradictoria. El discurso que convertía los acontecimientos
en “información” era diferente dependiendo del medio de comunicación;
belgas, franceses, ingleses o americanos contaban historias diferentes y no
daban las mismas “explicaciones”. Habíamos comprendido, en particular
con el desafuero mediático que acompañó la operación francesa Turquoise,
que había masacres de amplitud considerable, y que detrás de estas se escon-
dían potentes asuntos geoestratégicos. Una reacción violenta ante estas
masacres y ante este discurso de los medios nos llevó a tomar el genocidio de
los tutsis como el tema de una próxima creación. La elaboración de Rwanda
94 implicó cuatro años de investigaciones; entrevistas con sobrevivientes,
expertos, científicos y periodistas; viajes del equipo artístico a Ruanda;
ensayos de escritura y trabajo de cubierta presentados ante públicos diversos.
Cuatro años de elaboración de la pieza nos convencieron de que la
participación de Occidente en la génesis del genocidio fue fundamental, en
varios ámbitos: historia, etnología, administración colonial, rivalidad entre
grandes potencias. Podemos relatar varias etapas: 1) “fabricación” del etni-
cismo de la época, bajo la tutela belga, y su enseñanza a la población que lo
integró profundamente; 2) reforma de la administración en favor de los
tutsis; luego, en 1959, “revolución bajo tutela”, según los términos del resi-
dente general Harroy, con Bélgica y la Iglesia que hacían la vista gorda para
favorecer a los hutus; esta revolución vio nacer los primeros pogromos, las
primeras masacres, los primeros exilios; 3) apoyo irrestricto a las dos “repú-
blicas”, a pesar de la impunidad y las masacres repetidas; 4) aportes financieros
y militares al Gobierno ruandés después del ataque del FPR (compuesto
esencialmente de exiliados tutsis) en 1990; 5) respaldo a la facción extre-
mista hutu, que planificó y organizó el exterminio; 6) retiro de las fuerzas
militares de la ONU (Minuar [Mission des Nations Unies pour l’Assistance
au Rwanda]) que habría podido evitarlo, después del asesinato de diez cascos
azules belgas; 7) finalmente, la intervención denominada “humanitaria” por
parte de Francia, por medio de la operación Turquoise que, si bien salvó

_  _
vidas, sirvió sobre todo para cubrir el retiro de las fuerzas genocidas hacia el
Zaire, que llevaron tras de sí a las poblaciones que seguían bajo sus órdenes…
Está claro, entonces, que los europeos jugaron un rol determinante en
los orígenes y las condiciones del genocidio en Ruanda. Decidimos, con el
Groupov, dirigirnos a un público occidental y destapar algunas ollas podridas,
y analizar las responsabilidades pasadas y recientes de nuestras instancias
dirigentes (políticas y religiosas) en los prolegómenos y la puesta en práctica
de la ejecución del genocidio ¿Por qué el descuido de los países occidentales?
¿Cuáles eran sus intereses geoestratégicos? ¿Qué tipo de sinergia había entre
criminalidad “económica” y criminalidad “política”? Como respuesta a estas
preguntas, en la parte Ubwoko de la pieza, Jacques Delcuvellerie cierra la
conferencia “Hutus/tutsis, ¿qué quiere decir?” con estas palabras:
Quizá hay un indicio de respuesta en la historia, si nos acordamos de la impa-
ciencia diplomática de los belgas, en los años veinte, contra los británicos,
para conservar a toda costa un mandato en estos territorios minúsculos, poco
poblados y completamente desprovistos de riquezas naturales. Porque consi-
deraban que era una zona clave con relación a un país inmenso, extremada-
mente poblado y extraordinariamente rico: el Congo. Los acontecimientos de
1994 debían poner de manifiesto que, para bien y para mal, Ruanda y Congo
iban a tener un destino compartido. ¿Es a causa de ese temor de perder su
influencia en esta región que algunos aceptaron, más o menos inconsciente-
mente, la masacre de un millón de seres humanos? (Groupov, 2012)

El genocidio tuvo lugar en el momento en que conmemorábamos los


cincuenta años del genocidio de los judíos en Europa. Nuestros dirigentes
repetían en coro “Nunca más” mientras, a miles de kilómetros de distancia,
aquello ocurría de nuevo con su tácita aprobación.
Parece como si hubiera habido una ecuación oculta, que habría justifi-
cado lo que algunos dijeron desde sus lugares de poder: “un genocidio allá
no es como un genocidio aquí”. Como si la vida humana tuviera un precio
distinto en función de si la piel es blanca o negra, o si se es rico o pobre.
Otros —como Jean Ziegler— ven allí un “orden caníbal” del mundo; un
sistema en el cual la violencia estructural es mortífera y criminal. La regla

_  _
del “dos pesos, dos medidas” se aplica en función de los intereses económicos
de algunas élites financieras, que mueven los hilos globales y denuncian o
respaldan tales o cuales sistemas totalitarios, en detrimento de las vidas
humanas puestas en peligro. El genocidio de Ruanda, con todo lo horrendo
que fue, es una expresión paroxística del estado del mundo.

“En Auschwitz, lo invisible nunca se hizo visible”

A diferencia de otros tipos de violencia, ¿la violencia masiva escapa


acaso a toda representación? ¿A la representación cinematográfica en
particular? Se conoce la posición de Claude Lanzmann al respecto.
¿Qué piensas tú?

Para dar respuesta a las posiciones de Claude Lanzmann, regresaría


sobre lo que dice Didi-Huberman (2010), en su obra Images malgré tout, que
estoy leyendo ahora. Retoma su primer texto, que lleva el mismo título,
escrito a propósito de cuatro fotos tomadas por un sonderkommando en
Auschwitz, presentadas en la exposición “Mémoire des camps. Photogra-
phies des camps de concentration”, texto que ha suscitado una viva polémica
en Les Temps Modernes. De ahí que regresara sobre sus ideas en el libro
citado antes. Sus reflexiones interrogan la relación entre imagen, saber e
historia. Georges Didi-Huberman recuerda que una imagen no es todo, pero
tampoco es nada, y que para recordar, para saber, es necesario ser capaz de
imaginar a pesar de todo. Se opone a las tesis de lo “indecible”, lo “irrepresen-
table”, lo “infigurable”. Hace referencia, entre otros pensadores, en un análisis
muy detallado, a Walter Benjamin, Maurice Blanchot o Georges Bataille.
Para Blanchot, en los campos de aniquilación, “lo invisible nunca se hace
visible” (como se cita en Didi-Huberman, 2010, p. 41). Y Bataille, filósofo de
lo imposible, habla de lo “posible” de Auschwitz: “Auschwitz es el acto del
hombre, es el signo del hombre. La imagen del hombre es inseparable ahora
de una cámara de gas…” (p. 42). Nos recuerda que la destrucción del humano
por el humano es inseparable de la humanidad: para tratar de comprenderla,
es necesario poder pensarla, interrogarla.

_  _
De hecho, en muchos casos, quienes hablan de “genocidio irrepresen-
table” defienden con ello la idea de que sería indecible, que se situaría más
allá de toda comprensión y análisis. Para Ruanda 94, quisimos igualmente
no intentar, aunque fuera un minuto, “figurarlo”, lo que nos hubiera parecido
de una vulgaridad insostenible. Pero intentamos comprender y, en el curso de
la investigación, decidimos insertar el uso —reflexionado y ponderado— de las
escasas imágenes existentes. Más aún, las utilizamos en una secuencia única,
después de cuatro horas de espectáculo. Es una escena en la cual tiene lugar
una controversia violenta sobre el uso de estas imágenes en los medios y las
condiciones en las que esto ocurre.
Cuando escogimos como subtítulo Un intento de reparación simbólica
para los muertos, al estilo de los vivos, sobreentendíamos que nuestro trabajo
no debía ser solamente de duelo, de reparación, sino que también debería
permitir decodificar los mecanismos —políticos, prácticos— que, en una
sociedad humana, llevan a una parte de la población a deshumanizar al otro
hasta el punto de querer exterminarlo. “Lo que el hombre ha anudado, el
hombre debe poder desanudarlo”, dice Bee-Bee-Bee en el espectáculo. No
hay ninguna trascendencia, ningún absoluto.
Nos oponemos también a una visión “trágica” de la historia que pondría
en escena un destino ineluctable, una fatalidad de repeticiones y catástrofes,
contra las cuales el hombre lucharía vanamente. Sin duda, el genocidio es uno
de los abismos del psiquismo humano que escapan aún al entendimiento, pero
este tiene causas manifiestas y explicables: es el resultado de acciones concretas
de grupos humanos, al cabo de una evolución histórica precisa. Si hoy los vivos
quieren dar una esperanza —a pesar de todo—, si quieren que “Nunca más” no
sea una simple consigna que se repite en fechas de aniversario, entonces sí hay
un deber de memoria, para el pasado, claro, para el millón de muertos, para que
no se olvide —“el olvido del exterminio hace parte del exterminio”, dice Jean-
Luc Godard (1998, p. 109)—, y agregamos que también es útil para el presente…
En este sentido, no hablamos por Ruanda, sino por todos nosotros, seres
humanos concernidos por un desgarramiento semejante de la humanidad.
Nos dirigimos al público occidental, el cual —como nosotros antes de
emprender esta obra— conocía poco sobre el genocidio y sobre Ruanda. Y

_  _
no queremos hablar por los ruandeses. Sin embargo, muy pronto, los ruan-
deses presentes en el espectáculo, quienes tuvieron la ocasión de verlo en
representaciones en distintas partes del mundo, nos convencieron de lo bien
fundada que resulta la “restitución” en terreno, de su presentación en la
misma Ruanda, como testimonio de la manera en que habíamos llevado su
historia a las escenas occidentales. Esto fue posible en la décima conmemo-
ración del genocidio. En ese momento, en el 2004, me pareció útil conservar
una huella de este encuentro con el público ruandés. Es excepcional para un
grupo de teatro encontrarse de esa forma con un público compuesto, en gran
medida, por los actores principales de la historia que se cuenta en escena.
Los encuentros para organizar estas representaciones me ubicaron
frente a diferentes sentimientos; a algunos los reconocía por haberlos visto
antes en Ruanda o en otros países del sur. El primero podría resumirse con
la expresión de Sófocles: “Están vivos los muertos bajo tierra”. Después de
todos mis viajes a Ruanda, la intensidad, la gravedad de lo que nos encon-
tramos, están insinuadas en mí hasta el punto de dejarme la huella de una
herida que no puede cerrarse. Y sí, el “halo de la muerte” nos acompañaba
cada vez, y los muertos estuvieron presentes en la pieza y en el filme, como
solo el teatro puede hacerlo.
Nuestra postura nos llevó, de nuevo, de manera extrema y vivaz a perte-
necer al grupo de quienes tienen responsabilidad en el genocidio, o de
quienes dejaron que pasara —la pertenencia al grupo no deja de ser un refe-
rente importante en Ruanda—. Es así como nos percibían, así se sentía y así
nos lo dijeron.
La situación de los sobrevivientes en el posgenocidio se me reveló como
un tercer componente esencial: para ellos, el genocidio continuaba a través
de sus consecuencias. Además de los traumatismos físicos y psicológicos, del
duelo permanente, descubrí los desentierros, las violencias, los asesinatos de
los cuales seguían siendo víctimas, su marginación social, la cohabitación
forzada entre las víctimas y la administración, las dificultades de la justicia
internacional. Para ellos, el silencio que los envolvía era el mismo que los
había acompañado en el genocidio del 94.

_  _
Más allá de la recepción por parte del público ruandés, intenso, catár-
tico, activo, en ese momento de gran emoción, en la décima conmemoración,
el filme tenía que inscribirse en el presente de los sobrevivientes, pocos entre
quienes asistían a las presentaciones, para prolongar, así, el cuestionamiento.
El filme se construyó articulando secuencias de la pieza, siguiendo su
estructura, con lo real que encontramos en terreno. Aquella “presencia” de
los muertos, nuestra postura de “terceros occidentales” y la vida de los sobre-
vivientes en el posgenocidio determinaron las consiguientes selecciones de
realización. Explican la voluntad de ubicar al espectador occidental —el
espectador de la película— en una situación de “recipiente”, de “testigo de
testigos”; en la difícil posición de quien, destrozado por lo que descubre, se
siente quizás “tercero responsable” de lo que ocurrió.

En esta perspectiva, ¿podrías explicar las decisiones estéticas de


Ruanda? A través de nosotros la humanidad…

Un aspecto singular del posgenocidio conforma el prólogo del filme:


asistimos a un desentierro, como los que existen aún hoy en día: cadáveres
sacados de la tierra roja, cuerpos semimomificados, cuerpos adultos,
cuerpos de niño, los vestidos que tenían y que sirvieron como identificación,
el machete —instrumento cotidiano— utilizado para descuartizarlos; cadá-
veres anónimos, sacados de una fosa común, frente a una comunidad
silenciosa, mezcla de víctimas y burócratas.
Los desentierros daban lugar a ceremonias de “reentierro digno”, como
se dice comúnmente —lo veremos más tarde en el filme—, para devolver a
todas estas personas la humanidad que les habían quitado con una muerte
atroz.
Decidimos que el trabajo de la película debía ser aquel. Como para
Bruselas-Kigali, a imagen y semejanza de la intención de Michelle Hirsch,
abogada de partes civiles, que exigía la continuidad del proceso a pesar de la
ausencia del acusado, Ephrem Nkezabera: “Los sobrevivientes son respon-
sables de la transmisión de la memoria para saldar su deuda con los muertos,

_  _
_
 _
Fotografía de Lou Hérion. Rwanda 94, Groupov
para darle mediante la palabra un ataúd a los muertos y para luchar contra la
negación del crimen”. En nuestro caso, se trataba de dar una tumba a los
muertos a través del acto artístico.
Después del prólogo, empieza la película con el fuego de las velas que se
encienden en un momento de recogimiento, lo que significa que estamos en
un espectáculo y en un sepelio al mismo tiempo. Para el espectador, la pieza
está filmada en una triangulación escena-sala que privilegia el vínculo que
une la escena y el público, con una fuerte presencia de espectadores, a la
escucha, emocionados, reaccionando. Con el testimonio de los sobrevi-
vientes, frente a los suyos, todos, en sus palabras, recordaban, y cuando el
llanto surgía, como en un grito reprimido, había momentos de silencio,
termina su historia. La música, el canto ruandés Mutunge, escrito después de
la masacre de 1963, envuelve las lágrimas. Se abre el exterior, la luz del pleno
día, Ruanda hoy, en una mezcla de imágenes de paisajes, retratos silenciosos
de testigos que encontramos después y, desde el Corazón de los Muertos,
regresan a la escena…
La pieza filmada —y su público— nos abren la posibilidad de poner en
diálogo “representaciones filmadas” y lo real, particularmente con la presencia
del Corazón de los Muertos, que se hace cargo de los muertos que se desentie-
rran y se reentierran. A través de él los muertos hablan, no tienen nada que
perder, piden justicia y reparación, acusan, están en la escena y están alre-
dedor de nosotros en todas partes… Sus palabras vienen a caballo sobre las
imágenes de la Ruanda de hoy, de los sitios memorables que hacen eco a los
sobrevivientes. Cuestionan y denuncian. Guían la película. Los sobrevivientes,
los muertos-vivientes, como se definen a sí mismos, ya no temen a nada. Se
abre un espacio para que tomen la palabra y lo hacen, incriminan a los asesinos
que rondan por ahí todavía y que deben ser juzgados, hablan de lo que todo el
mundo calla, sobre la ideología genocida, la muerte de los suyos.
Nos da fragmentos de historia, momentos de explicación esperados,
pedagogía necesaria para quien ve la película, explicaciones a veces nuevas
para los espectadores ruandeses, para quienes el asunto “hutus/tutsis” sigue
cargado de ambivalencia e interroga su identidad profunda. Unos y otros

_  _
continuaron por mucho tiempo en la ignorancia de los verdaderos asuntos
de un siglo de historia conjunta de sus países recíprocos.
Los testigos sobrevivientes fueron filmados cuando participaban en la
pieza de teatro —antes, durante y después—. ¿Cómo lo viven ellos? ¿Cómo
nos perciben? Introducir esta pregunta en el dispositivo de la película viene
en un segundo momento, después de las representaciones de Marine, joven
sobreviviente violada durante el genocidio y cuyas reflexiones, tomadas de
situaciones específicas de su vida, acompañan los dos primeros momentos
del filme, centradas en la pieza presentada en un espacio interior.
De esta pregunta salta a Bisesero, al borde del lago Kivu. El espectáculo
del filme cierra con la cantata de Bisesero, oda al renacimiento, intepretada
al aire libre, a más de 2.300 metros de altura, y con el encuentro, previo a la
presentación, con los abaseros14, quienes nos dicen: “Cuando vemos un
blanco, lo tomamos como un interahamwe [un miliciano genocida]…”.
Evocan la operación Turquoise, que primero los abandonó, y la situación
actual, sentida como injusta: “los derechos humanos que tanto pregonan van
a dos velocidades”. Sin embargo, atenúan esta posición. Comprenden, como
Marine después de haber visto la pieza, la importancia del testimonio, del
hecho de guardar una huella de lo que vivieron, para que “los nuestros no
hayan muerto como hormigas…”.
La cámara filma largamente, en un movimiento lento, sus rostros mien-
tras escuchan la cantata. Nos hace participar, a través de ellos, en esta
meditación colectiva (Ivernel, 2001) y en la comunión entre escena, público y
espectador de la película, que se cristaliza en las lágrimas que brotan de los
ojos de Carole, ruandesa; las mismas lágrimas que Josué retiene —en Ruanda,
según un proverbio, “los hombres lloran hacia adentro”—, mientras la música
se detiene y Carole retoma la palabra:
Sobre la colina de Muyira, cubiertos por arbustos y bosques, vivían antes del
genocidio numerosos hombres fuertes. Entre arbustos y bosques, sobre la
colina de Muyira, permanece un puñado de hombres, un puñado de hombres
que se muere ahora de pena.

14 Tutsi habitante de la región de Bisesero.

_  _
Ella cita, en diez ocasiones, en el silencio de la noche, el nombre de la
colina Resistencia: “Muyira, Muyira, Muyira, Muyira, Muyira Muyira,
Muyira, Muyira, Muyira, Muyira…”. 
La película se acaba con el inicio de la enumeración —que debería ser
infinita— del primer censo preliminar de muertos en Bisesero. La voz se
pierde en la lluvia y el viento, sobre las colinas, en respuesta a la secuencia de
desentierros del prólogo: los muertos, en este caso, son nombrados…

“Despertar la nostalgia de otro estado del mundo, y esta


nostalgia es revolucionaria…”

Más ampliamente, ¿cuál es, según tú, el rol de los artistas en la


denuncia del encadenamiento de las violencias?

Una violencia masiva, como la del genocidio ruandés, genera otra


pregunta, tan fundamental como la del psiquismo de los individuos: la del
rol de la cultura en la sociedad, en su debilitamiento e, incluso, en su aniqui-
lación, en un proceso que puede durar varias generaciones. Esta interrogación
supera largamente la pregunta por el genocidio en Ruanda y apunta hacia los
gérmenes de los mecanismos similares presentes en nuestras sociedades. Se
relaciona con qué es lo que está en obra en estas transformaciones colectivas
del ser humano, que regularmente lo conducen a la abolición de las estruc-
turas imaginarias que, hasta ahora, le han permitido reconocer como propias
las prohibiciones de los hombres para la vida en sociedad, y que ha tomado
siglos construir.
En Ruanda, el cuerpo del otro parece haberse convertido en el único
lugar de representación posible, la única página sobre la cual escribir. En
toda sociedad, ¿no es acaso el papel del arte regresar sobre el rol de proponer
una mediación particular entre lo real y lo imaginario? ¿No es acaso a los
artistas a quienes corresponde proponer este tipo de reparación, cuando su
función ha sido cumplida? ¿No son ellos quienes, antes que nada, deben
trabajar sobre lo que fue deconstruido en el orden simbólico? Para concluir,
quizás citaría, simplemente, la muy hermosa frase de Heiner Müller, que

_  _
acompaña las reflexiones del Groupov desde hace tiempo: “La única cosa
que puede hacer una obra de arte es despertar la nostalgia de otro estado del
mundo, y esta nostalgia es revolucionaria” (citado por Delcuvellerie en
Rwanda 94).

_  _
Parte III.

¿ G lo b a l i z ac i ó n d e l a s v i o l e n c i a s ,
g lo b a l i z ac i ó n d e l a d e m o c r ac i a ?
Miradas cruzadas sobre el mundo
a c o m i e n z o s d e l s i g l o xx
C o n t e n i d o p a r t e III .

» Etienne Balibar
Sobre la brutalización de Europa 261
Cuestiones de método 262
Brutalización de las poblaciones europeas 266
Fronteras y umbrales 270
El capital predador y el Estado inmunitario 274

» Jean-Philippe Peemans
Democracia, violencias y el papel del Estado en la modernización en 279
Asia del Este y del Sudeste
Introducción 279
La violencia de las relaciones entre Estados y campesinado en la fase de 282
arranque de la modernización nacional, 1950-1980
Los años 1980-2000: las nuevas formas de violencia en la 286
neomodernización extrovertida
Hacia una recomposición de los actores populares y de sus relaciones con 289
los actores dominantes
El impacto de las relaciones de fuerza entre élites dirigentes y actores 291
populares sobre la evolución de los sistemas políticos

» Mohamed Nachi
Revolución y transición democrática en Túnez: ¿la invención de un 299
nuevo compromiso político?
Análisis descriptivo y crítico de las condiciones de la revolución tunecina 301
Entre la igualdad, el respeto y la dignidad: las condiciones de la justicia 304
social
Las incertidumbres de la transición democrática 307
La invención de un nuevo modelo de compromiso. El arte de la 310
conjugación
A manera de obertura 318

la vulnerabilidad del mundo
P a rt e III. ¿G lo b a l i z ac i ó n d e l a s v i o l e n c i a s ,
g lo b a l i z ac i ó n d e l a d e m o c r ac i a ?
Sobre la brutalización de Europa*

Etienne Balibar

Al proponerme que contribuyera con el libro sobre La vulnerabilidad


del mundo: democracias y violencias en los tiempos de la globalización, por
medio de un texto sobre la articulación entre violencia y democracia desde
un punto de vista “europeo”, Leopoldo Múnera y Matthieu de Nanteuil me
sugirieron, igualmente, hacer una actualización de las proposiciones que (de
manera muy abstracta, hay que decirlo) propuse en el texto Violence et civi-
lité1. Lo hago considerando que, aun si corresponden a un esfuerzo por
sistematizar reflexiones de larga data, esas proposiciones no han tenido
nunca más que un valor provisorio, sometido a la prueba de las nuevas
circunstancias y de preguntas cuya forma no podía, por definición, ser anti-
cipada. Más aún, creo que una reflexión sobre la violencia, e incluso sobre la
extrema violencia, que implican los procesos de “desdemocratización” en

* Traducción de Andrea Barrera y Christian Fajardo.


1 Obra resultante de mis “Welles Library Lectures” de 1996 y traducida al francés en 2010 por
Ediciones Galilée.

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Europa, así como sobre el obstáculo que aquella opone a la constitución de
una “ciudadanía” europea, se ha vuelto imprescindible tanto para nuestro
pensamiento de la política como para nuestra responsabilidad política, uno
de cuyos componentes no ha sido más que una invención de civilidad para (y
por) los pueblos del continente europeo. Pero, en el momento de compro-
meterse, es necesario plantear algunas condiciones previas de método.

Cuestiones de método

Las condiciones previas de método son, a mi juicio, de tres órdenes. La


primera atiende al “sujeto” del que hablamos aquí: ¿qué entendemos noso-
tros exactamente por Europa? Evidentemente, no es un simple espacio
geográfico, con límites por demás imposibles de definir de manera estable
(incluso, y sobre todo si estos son el objeto de delimitaciones fronterizas,
trazadas y vueltas a trazar periódicamente, o fortificadas). Se trata también
de una construcción política a la que es posible referirse como una entidad
jurídicamente definida. Sin embargo, además de no dejar de transformarse,
no posee (y, sin duda, jamás poseerá) las características unitarias y el “mono-
polio” de la tenencia del poder que les ha permitido a los Estados presentarse,
con más o menos credibilidad, como los representantes de sus poblaciones.
Además de estos elementos, Europa cubre divergencias de intereses, condi-
ciones sociales heterogéneas, destinos históricos antitéticos. Este es un punto
particularmente importante si tratamos de razonar, no solamente sobre las
experiencias violentas, sino también sobre los flujos de la violencia que tienen
su fuente o su punto de aplicación en Europa. La “complicidad” de las clases
populares de las naciones imperialistas europeas en la colonización (es decir,
el que ellas hayan consentido su ideología o hayan retirado beneficios más o
menos importantes) nunca borrará el hecho de que no eran, en últimos
términos, las organizadoras de esta brutalidad ejercida durante siglos por
“Europa” sobre el resto del mundo (y de la que podemos observar hoy conse-
cuencias y repeticiones). Consideraciones análogas son válidas, en sentido
inverso, para las violencias que hoy tocan tal o cual fracción de la sociedad
europea, o tal o cual aspecto de su modo de vida, de las que podríamos

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pensar que tienen origen (si no responsabilidades) en el exterior del espacio
europeo. Esto nos lleva a prestar especial atención al vínculo que existe, hoy
más que nunca (pero que se transforma incesantemente), entre la economía
de la violencia y las interacciones de Europa y el mundo, visibles e invisibles,
que actúan “a distancia” o “a proximidad”, en las zonas fronterizas, cuya defi-
nición misma (volveré sobre este punto) ha evolucionado profundamente, y
que son un punto de fijación privilegiado para la cristalización de las desigual-
dades y de los conflictos.
Debemos ahora plantear una segunda condición previa de método.
Aquello que nos debe importar ante todo no es medir situaciones sociales o
individuales, materiales o morales, con modelos abstractos, definidos de
una vez por todas, sino observar tendencias (o contratendencias) y confe-
rirles una significación comparativa en el tiempo y en el espacio. Ahora bien,
desde este punto de vista, es necesario evitar dos obstáculos. El primero sería
creer que Europa es el epicentro de la violencia en el mundo. Incluso si en
Europa hay “bolsillos” de extrema pobreza (menos que en Estados Unidos,
pero en expansión, particularmente en los países y las regiones que han sido
afectadas de la manera más brutal por los efectos de la crisis financiera y las
llamadas políticas de “austeridad”), e incluso si en Europa hubo, en un
pasado relativamente reciente, episodios de genocidio, rebautizados como
de “purificación étnica” (es el caso de las guerras de Yugoslavia); habría una
suerte de obscenidad al ver a la Europa de hoy como el foco de las peores
violencias que rebosan en nuestro mundo y parecen no cansarse jamás de
inventar nuevas formas. Y, sin embargo, obstáculo inverso, habría también
algo de obsceno (y de irresponsable) en desviar la mirada de las violencias
que hoy sufren los europeos (ciudadanos, es decir, nacionales o residentes),
bajo el pretexto de que no son, cuantitativa o cualitativamente, las peores;
sobre todo si se observan las tendencias de su evolución y, por consiguiente,
el sentido que revisten en comparación con las anteriores condiciones de
vida. Hay allí un determinante esencial de sus efectos subjetivos y de las reac-
ciones que pueden acarrear. Es entonces absolutamente necesario considerar
la cuestión de la violencia desde una perspectiva dinámica. Es así, igual-
mente, que podemos esperar entender sus impactos sobre los sistemas

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democráticos. Pero esto nos lleva a una tercera condición metodológica
previa.
En la esencia de los fenómenos de violencia y, más aún, de sus transi-
ciones hacia la extrema violencia, está la institución de repartos de lo visible
y lo invisible que, a su vez, los afecta, simplemente porque el “reconoci-
miento” es parte de aquello que hace que una violencia sufrida o ejercida sea
más o menos soportable y durable. Además, este reconocimiento depende
de fenómenos de opinión pública y, por tanto, de la ideología dominante,
pero también depende de dispositivos institucionales y de la circulación de la
información. Tendencialmente, las violencias “privadas”, “individuales”, son
menos visibles que las violencias colectivas, masivas… excepto si los “velos de
ignorancia” son tejidos que vienen ocasionalmente a desgarrar los eventos
sintomáticos. A causa de su historia, de su imagen de sí (o de su “idea” filo-
sófica) como centro de la “civilización” y de la “modernización”, pero también
de su fragmentación en naciones que no hablan la misma lengua y en clases
que tienen un acceso desigual a la representación, Europa es una formidable
máquina de invisibilización de la violencia en su propio seno, que la margi-
naliza o le confiere la figura de la excepción. Esto no cuestiona la proposición
anterior: Europa no es el epicentro de la violencia mundial, pero esto obliga
a mirar con más detenimiento nuestra evaluación de las tendencias.
Por razones que no siempre son ideológicamente puras, las violencias
sexistas (muy reales) sufridas por las mujeres en las sociedades patriarcales
del Medio Oriente y de Asia están a plena luz del día, a pesar de que las
enormes cifras de violencias conyugales perpetradas en los países europeos
permanecen ampliamente invisibles o inaudibles2. El horror de las condi-
ciones de trabajo y de inseguridad de los talleres textiles de Bangladesh
(cuyas empresas comanditarias son, como se sabe, estadounidenses y euro-
peas) o la esclavitud de niños de Asia y África (para el trabajo y para la guerra)
son objeto de campañas informativas y de protesta; pero es necesario, de vez
en cuando, una “epidemia” de suicidios en una empresa de vanguardia, para
que la extrema violencia del estrés impuesto a los individuos por las nuevas

2 Véase “La violence conjugale”.

_  _
tecnologías y la “gobernanza cooperativa” neoliberal sea momentáneamente
sacada a la luz. Los innumerables episodios de etnocidios o las guerras civiles
“residuales” en África o fuera de ella son objeto de reportajes “sin fronteras”
o de intervenciones humanitarias (lo que no quiere decir que experimenten
una regresión); pero la “guerra sin nombre” de Europa (esta vez reunida en
el espacio Schengen) contra los migrantes, en sus márgenes meridionales, es
fundamentalmente dejada en el silencio (a pesar de los esfuerzos de ciertas
ONG)3. Y podríamos multiplicar los ejemplos. Se trata entonces, no tanto de
hacer revelaciones o de invertir el orden de las magnitudes, como de contri-
buir a un análisis del entrelazamiento entre la economía general de la
violencia y la “crisis” que afecta el destino democrático de las sociedades
europeas, de modo que sea posible restituir una dimensión esencial de su
experiencia y de sus incertidumbres.
Trataré de hacerlo evocando tres aspectos del problema. Para comenzar,
esbozaré un cuadro sintomático de la brutalización de las poblaciones euro-
peas en la fase actual de la agravación de la crisis económica y del bloqueo
del “proyecto europeo”. A continuación, propondré dos “objetos” de análisis
y de discusión que considero estratégicos: de una parte, las “fronteras”
(interiores y exteriores, si esta distinción puede ser absolutamente mante-
nida); de otra parte, los “umbrales” de transformación de la violencia, y en
particular de la exclusión de la “ciudad”. Lo que me conduce, en tercer lugar, a
consideraciones más teóricas —inevitablemente muy esquemáticas— sobre
las modalidades de explotación de la “materia humana” y de su entorno en el
capitalismo actual, así como sobre la manera en la que el Estado tiende a
desplazar sus funciones de protección, que los movimientos sociales y las
luchas democráticas le habían conferido a lo largo del siglo xx hacia una
postura que podríamos denominar, a partir de ciertos filósofos contemporá-
neos (Jacques Derrida), autoinmune. Es sobre esta base que espero poder
reformular la exigencia de civilidad que enfrenta hoy la sociedad europea.

3 Véase el ensayo de Dal Lago y Mezzadra (2002).

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Brutalización de las poblaciones europeas

Tomo el término brutalización del historiador George Mosse (1990)


quien, como se sabe, lo utilizó en el análisis de los efectos morales y políticos
de la Primera Guerra Mundial, de 1914 a 1918, en las naciones europeas (y en
particular en Alemania). Sin embargo, le haré algunas transformaciones. Se
trata de entender las consecuencias posibles (o que de hecho están realizán-
dose) de una ruptura violenta en el modo de vida de las poblaciones, que
afecta su lugar en la sociedad y la imagen que pueden tener de su destino.
Esta ruptura pasa primero por procesos masivos de eliminación de la vida
“civil”, incluso si esta no es (como ocurre durante una guerra) una extermina-
ción, sino que toma una forma “sutil”4, distribuida de manera muy desigual y
sin un fin previsible. La guerra había diezmado la juventud europea. La crisis
actual, particularmente en los países del sur y del oeste de Europa, deja a los
jóvenes en una situación de inseguridad que expropia su destino y puede
generar no solo desesperanza, sino también nihilismo. Al igual que en otras
circunstancias dramáticas a lo largo del siglo xx, Europa parece atravesar
por un proceso de desocialización, en el sentido de una ruptura de las soli-
daridades entre los grupos o poblaciones que la componen, y, a la vez, de una
disolución de los cuadros políticos que les permiten “negociar” los conflictos de
intereses5. Este proceso tiene afinidades con aquello que Naomi Klein (2007) ha
llamado capitalismo del desastre, a propósito de la política de Thatcher de
desmantelamiento de los servicios sociales y de destrucción del sindicalismo, o
de la intervención estadounidense en Irak. Así mismo, este proceso no es inde-
pendiente del hecho de que Europa (como construcción institucional y, por
tanto, como proyecto político) funcione, no como un mecanismo de regula-
ción de las tendencias de la mundialización neoliberal, sino como el
instrumento de su importación y su aceleración, en aquello que conforma el
corazón mismo de la sociedad europea (o, como fue llamado alguna vez, de

4 El autor usa el término rampante que se traduce como rastrero o paulatino. (N. de los T).
5 Tomo esta idea de la exposición presentada el 12 de mayo de 2011 por Ulrich Bielefeld, en la
jornada de estudios del Institute for Humanities (Birkbeck College, Londres): “Europe: The State
of the Union”.

_  _
su “modelo”): el reconocimiento de una dimensión social constitutiva de la
ciudadanía6. Pero los procesos de brutalización tienen dimensiones de fondo
que no se reducen a la aplicación de una “doctrina” ni se deducen linealmente.
Es por esta razón que quisiera proponer aquí tres consideraciones (o tres
viñetas) que considero sintomáticas.
Primera consideración: el aumento galopante del desempleo. Todos
sabemos que tiene efectos sobre categorías muy heterogéneas. El fenómeno
más general (después de la “crisis petrolera” de los setenta) es la transforma-
ción del desempleo cíclico en desempleo de larga duración, y del desempleo
marginal (o residual) en desempleo masivo —evidentemente, en grados
muy diferentes según los países y según las categorías sociales o los niveles
de calificación—. La crisis actual ha acentuado monstruosamente esas dispari-
dades, hasta el punto de crear una línea divisoria entre las regiones dominantes
y las regiones dominadas en Europa. Pero el aspecto que considero más
significativo es la “preferencia generacional” que ha empezado a hacer del
subempleo de los jóvenes la norma de la sociedad europea, y que se extiende
a la situación de los jóvenes calificados que, en algunas ocasiones, tienen
varios años de formación “superior”7. Esos fenómenos contribuyen a la
recreación de aquello que Marx había llamado la sobrepoblación relativa en
el capitalismo de la revolución industrial, que lleva a la reproletarización de
una parte creciente de la población, bajo la forma de precariedad salarial o
de aquello denominado actualmente como precariedad. En esos términos,
desde que se constata que las generaciones jóvenes de ciertos países (Grecia
o España, que enfrentan el endeudamiento y la austeridad forzada) o de
ciertas zonas urbanas (las “periferias” francesas pobladas mayoritariamente
por descendientes de “migrantes”) sufren tasas de desempleo del orden del

6 Naturalmente, este reconocimiento no se hace absolutamente de la misma manera en Europa del


Este, en las “democracias populares”, que en el oeste, en las “socialdemocracias” más o menos
liberales; pero, en retrospectiva, los dos desarrollos políticos que compiten parecen estar
estrechamente relacionados.
7 Véase, por ejemplo, los artículos de resumen en Le Monde, del 24 de agosto de 2010 (“Contre-
enquête économie”) y en Die Zeit, del 31 de octubre de 2012 (“Europa droht eine verlorene
Generation”).

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40 % al 50 %, se intuye que, dejando de lado todos los otros factores, la inso-
portable brutalidad sufrida es también un nicho potencial de violencias
relativas que no tienen objetivos definidos a priori. Las advertencias de la
clase política contra el riesgo de una “generación perdida” (Merkel) o las
promesas de “invertir la curva” (Hollande) serían irrisorias si no fueran,
precisamente, obscenas, en la medida en que el fenómeno se ha vuelto sisté-
mico. La extrema violencia no solo se relaciona con la pauperización que
engendra, a pesar de las solidaridades familiares, y con la condición de desem-
pleo o de trabajo precario. También (y puede que sobre todo) resulta del hecho
de que el destino de las sociedades afectadas (o de una parte de ellas) sea en
adelante definido en términos de desclasamiento y de desesperanza.
Segunda consideración: volvamos a la cuestión que tratamos hace un
instante sobre el estrés en el trabajo. Dentro de la terminología que circula,
con puntos de aplicación específicos (angustia8, sufrimiento)9, el término
estrés me parece útil porque designa bien la causa de los “accidentes” y de los
“pasos al acto” (en particular, las depresiones y los suicidios), en medio de
una intensificación de la carga laboral, acompañada de una individualiza-
ción de las tareas y de las responsabilidades que afecta todos los tipos de
cargos (manuales, intelectuales, tradicionales o informáticos). El estrés no se
constituye solo como efecto de la carrera por la “competitividad”, sino
también como un medio de estimulación incesante: es necesario que los
asalariados, individualmente “evaluados” de manera permanente por su
rendimiento y sistemáticamente aislados los unos de los otros (incluso si sus
tareas están perfectamente estandarizadas), sean conducidos a un quiebre
para que los objetivos de productividad sean los esperados. Es por esto que,
de hecho, los argumentos de ignorancia esgrimidos por los jefes de las
empresas, a medida que las tasas de accidentes superan ciertos umbrales,
suenan tan falsos. En realidad, se trata de un componente sistemático de la
nueva organización del trabajo, de la que se puede decir que implica a la vez
una patologización y una despersonalización de las relaciones de trabajo en la
8 En el texto original, aparece el término détresse, que puede ser entendido como desamparo,
angustia, penuria e, incluso, como situación difícil o situación de miseria. (N. de los T.).
9 Véase, por ejemplo, Renault (2008).

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fábrica o en las empresas, e incluso en los laboratorios. Tenemos entonces
una forma “profunda”, poco visible pero fundamental, de la brutalización de
las poblaciones10, que no se confunde con la anterior, sino que la comple-
menta, porque ambas se entrecruzan en dos momentos esenciales de la
condición de trabajo: la producción y la reproducción. Tomadas en conjunto,
también hacen de la inseguridad social una tonalidad dominante de la exis-
tencia individual y colectiva para un número cada vez más grande de
individuos (esto es presentado por cierta ideología convenientemente como
un “riesgo”, cuando no es presentado como “empresa”) (Castel, 2003).
Pero —y sin duda esto no es azaroso— inseguridad es también el
término que vuelve regularmente en la presentación y en la interpretación
de los fenómenos de racismo institucional que, es necesario constatarlo, están
en aumento en la sociedad europea (oficialmente fundada, desde el final de
la Segunda Guerra Mundial y la resolución de los conflictos coloniales, sobre
el destierro de las discriminaciones raciales o de sus sustitutas, las discrimi-
naciones “culturales”). Y es esta, precisamente, mi tercera consideración.
Aquí las cosas se tornan particularmente ambiguas, por un lado, porque los
episodios “locales”, en general, se desconectan de sus ramificaciones globales,
especialmente las transnacionales y transculturales; y, por el otro, porque las
inseguridades sufridas son transformadas masivamente, en las representa-
ciones mediatizadas —y explotadas por clases políticas cada vez más
sometidas, en países como Francia, a la presión y, por tanto, a la influencia de
movimientos organizados de extrema derecha—, en fuentes de inseguridad
para la sociedad en conjunto (y para ciertas poblaciones “legítimas” o “autóc-
tonas11” en particular). Así, desde que en Francia los sucesivos ministros del
Interior organizan saqueos y cazas de personas para desmantelar los campa-
mentos “nómadas” (es decir, de roms, que son también ciudadanos
europeos), ha habido un solo comisario europeo12 a quien le ha importado;

10 Christophe Dejours usa precisamente este término: “El suicidio en el trabajo está casi siempre
relacionado con la transformación de la organización”, en Le Monde, 13 de agosto de 2009; véase
también Dejours y Bègue (2009).
11 El término autochtone también puede designar en francés a los pueblos indígenas. (N. de los T.).
12 La comisaria Viviane Reding, en septiembre de 2010.

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pero no se plantea la cuestión de saber cómo se perpetúa y se difunde hoy, a
escala continental, un racismo antirom, cuyas formas más violentas, más allá
del cambio de regímenes políticos, se encuentran en Europa del Este, pero
también se repiten en los Estados del oeste. A pesar de los motines, susci-
tados en proporciones variables por las estigmatizaciones religiosas (como,
en Francia, las leyes que prohíben el velo islámico) o por el “racismo antiju-
venil” de las unidades policiales de lucha contra los tráficos de droga (que,
naturalmente, son reales) que estallan en las “periferias”, la pregunta que nunca
se plantea (excepto por sociólogos que son clasificados inmediatamente de
“cándidos” intelectuales) es aquella que busca saber cómo la espiral de la
inseguridad se nutre de la discriminación, de la exclusión y de la represión.
Las principales y las primeras víctimas son identificadas colectivamente
como un peligro público ante el cual la sociedad debería incrementar sin
cesar el nivel de sus dispositivos de “seguridad”.
Estos cuadros rápidos, imperfectos y unilaterales están para indicar la
existencia de una cuestión punzante, el aumento de las violencias en Europa,
y también para advertirnos sobre las reducciones simplistas a partir de un
principio de explicación o de “responsabilidad” único. Es por esto que ahora
quisiera avanzar en dos series de instrumentos de interpretación: fenomeno-
lógicamente, en términos de fronteras y de umbrales; estructuralmente, en
términos de transformaciones del capitalismo y del Estado.

Fronteras y umbrales

La importancia del asunto de las fronteras se debe al hecho de que estas


tienen una relación directa, a la vez institucional y existencial, con la produc-
ción de los extranjeros o, mejor aún, de la extranjería como condición y
experiencia vivida. En un texto que suelo citar, Zygmunt Bauman dijo que
“cada sociedad produce sus extranjeros, pero a su manera” (como se cita en
Balibar, 2009, pp. 190-215); sin embargo, esta manera está cambiando profun-
damente. La mundialización y los movimientos de población que trae
consigo han relativizado (pero, también, sensibilizado al extremo) las diferen-
cias y las distancias nacionales o culturales. La existencia de una construcción

_  _
supraestatal, como la Unión Europea, trasladó en un trazo de “súper fron-
teras” exteriores las prácticas de control aduanero y policial, que estaban
anteriormente monopolizadas por los Estados. Pero, sobre todo, la institu-
ción misma de la frontera ha adquirido una nueva “ubicuidad” y nuevas
funciones discriminatorias que afectan a poblaciones estables o móviles, que
en todo caso están presentes “orgánicamente” en el territorio europeo,
aunque no hayan sido verdaderamente integradas, esto es, presentadas de
manera legítima.
Por supuesto, hay diferencias importantes entre los “migrantes” natura-
lizados (a veces después de varias generaciones, pero considerados aún
como poblaciones “extranjeras”), los residentes legales y que trabajan, y los
refugiados y los “ilegales” que tratan de hacerse legalizar (y que, de hecho,
son ilegalizados por las prácticas administrativas y las políticas de deporta-
ción). Hay, sin embargo, una manera que es tendencialmente la misma de un
extremo al otro de Europa, y que se orienta a formar un contínuum de situa-
ciones de excepción: ni adentro ni afuera. Por esta razón, al mismo tiempo
que las fronteras subrayan su potencia discriminatoria y aquello que llamo
su ubicuidad (es decir, el hecho de que las medidas de control sean ejercidas
no solamente en los bordes del territorio, sino en todo punto de pasaje o de
residencia de poblaciones “extranjeras”) (Balibar, 1997), también disuelven
la nitidez de la división jurídica entre nacionales y extranjeros, y hacen de
esta una cuestión política insoluble. Más aún, esta transformación de la
condición de los extranjeros en una masa “cosmopolítica” de medio-ciuda-
danos o de no-ciudadanos, instalados en el seno de sociedades europeas, en
situación de excepción (aunque ellos cumplen, todo el mundo lo sabe,
funciones económicas, sociales y culturales esenciales), se encuentra con
una trasformación de sentido inverso, igualmente violenta: aquella que hace
que una proporción creciente de ciudadanos nacionales se sientan (y, en
grados diferentes, se vuelvan efectivamente) “extranjeros en su propio país”.
Por una parte, esta evolución (a la cual sería muy peligroso no asignarle
más que una significación “subjetiva” y superficial, por no decir ilusoria)
resulta del desarrollo de las instituciones políticas y económicas europeas
supranacionales, que limita cada vez más (o incluso deja sin significación, en

_  _
el caso de los países “endeudados” y que se encuentran bajo “vigilancia
comunitaria”) la soberanía nacional, identificada ideológicamente con la
soberanía popular. Es, naturalmente, a partir de este aspecto que actúan los
movimientos antieuropeos denominados como “populistas” (de izquierda o
de derecha), los cuales provocan y explotan sentimientos de hostilidad alre-
dedor de la idea de supranacionalidad y de unidad federal; y también las
clases políticas de diferentes Estados, que igualmente pueden desviar hacia
Europa y sus estructuras de gobierno tecnocrático la irritación que conlleva
la decadencia de las posibilidades de control democrático del poder real. Sin
embargo —sin desestimar la profundidad de tal situación—, considero que
este desarrollo de instituciones supraestatales no es el único o, más exacta-
mente, que no adquiere formas tan virulentas sino cuando se combina con
otra manera de expulsar a los ciudadanos (especialmente a los pobres) de su
condición de ciudadanos y, en consecuencia, de “su casa”.
Para entender lo que está en juego, es necesario considerar que, a lo
largo de los siglos xix y xx, en aquello que podemos considerar retrospecti-
vamente como la edad clásica de los movimientos sociales y de las luchas de
clases, pero que también ha sido, no lo olvidemos, la edad de las guerras y de la
conmociones violentas de la solidaridad nacional, la ciudadanía no se redujo
a una perspectiva puramente jurídica, asociada al ejercicio del derecho al
voto y al reconocimiento de la nacionalidad. Se volvió, más bien, en diversos
grados, una ciudadanía social, en el marco de aquello que creo poder llamar
el Estado nacional-social (es decir, el Estado de bienestar (Welfare State),
instituido y garantizado en un marco nacional, que también ha tenido como
efecto el reforzamiento de la pertenencia a la nación, en tanto que “comu-
nidad” protectora) (Balibar, 2010b).
Ahora bien, esta ciudadanía está hoy deslegitimada y ha sido progresi-
vamente desmantelada, no sin resistencias, por supuesto, pero de una
manera que considero tanto más inexorable de la que ha sido puesta en
marcha por las fuerzas políticas que se proclaman periódicamente (electo-
ralmente) como sus defensoras. Es inevitable que las restricciones de los
derechos sociales, presentes o futuras, que cuestionan el carácter social de la
ciudadanía sean percibidas o vividas como ataques a la pertenencia a una

_  _
comunidad política (una “ciudad” de todos los miembros), ya que los dere-
chos sociales habían sido incorporados (teniendo como precio largas luchas
y esfuerzos) a la definición de nacionalidad. Y (por lo menos si ninguna
nueva esperanza común se levanta o se elabora colectivamente) quizás sea
inevitable que este “extrañamiento” de los ciudadanos en relación con su
propio sentimiento de pertinencia engendre una hostilidad más o menos
violenta hacia los “extranjeros de la ciudad”, que vienen de afuera —sobre
todo si esa vecindad es sistemáticamente denunciada como intolerable y peli-
grosa por fuerzas políticas de todos los extremos—. A los dos lados de una
línea imaginaria, en verdad casi imposible de encontrar en la realidad de las
condiciones de vida, pero subrayada o “visibilizada” por diferencias de nombres,
de tradición religiosa o de modos de vida, frecuentemente minúsculas, uno se
encuentra igualmente fuera de su propia casa. Los “extranjeros” (o aquellos
reconocidos como tales) generan miedo porque son los nuevos pobres o los
competidores inmediatos por un empleo cada vez más raro; pero es sobre
todo a los otros pobres a quienes ellos les parecen aborrecibles.
En este punto, sin embargo, es necesario salir de las ideas generales. Por
eso propongo que a la problematización de las fronteras, hoy metamorfo-
seadas en una red compleja de demarcaciones y de operaciones de control
interno y externo de las poblaciones, se adjunte una problemática de los
umbrales de exclusión. Justamente a propósito de la pobreza y de sus nuevas
formas, durante los años ochenta y noventa, la cuestión de la diferencia entre
las desigualdades y las exclusiones comenzó a ser ampliamente discutida
(Affichard y De Foucauld, 1992). Se hubiera podido pensar entonces, en
ciertos medios marxistas, que esta noción tenía una función de cubierta, que
servía para eludir las formas que había tomado la lucha de clases en el neoca-
pitalismo, al beneficio de una aproximación “humanitaria” o “asistencialista”.
Pero fue necesario darse cuenta de que el término exclusión designaba
también un nuevo modo bajo el cual se desarrolla la polarización de la
sociedad (el desarrollo de las desigualdades; el cruce de las brechas entre
ricos y pobres, entre trabajadores activos y desempleados, entre trabajadores
“protegidos” y “expuestos” o “precarios”) (Giraud, 1996). Y es una nueva
forma porque no se desarrolla en un espacio neutro, en alguna medida previo a

_  _
toda distribución de los ingresos y de los servicios, tal como es elaborada por la
teoría económica, sino que tiene lugar históricamente sobre la base de un estado
anterior de pleno empleo, al menos relativo, y sobre todo de un estado de ciuda-
danía social, incluso imperfecto.
Así, los guetos urbanos —ya sean periferias “cosmopolitas” o regiones
desindustrializadas como en el norte, o en la región francesa de Lorraine (y
existen equivalentes en Inglaterra o en Italia, e incluso en Alemania)— no son
solamente regiones “desfavorecidas”, sino que son zonas siniestradas, en las
que el Estado (y sobre todo las instancias comunitarias europeas) ha “aban-
donado” a sus poblaciones. Y las clases llamadas “vertederos” del sistema
escolar, en las cuales se concentran los estudiantes sin futuro profesional,
encaminados a la desesperanza o a la delincuencia, no son solo un testimonio
de la persistencia de la “desigualdad de oportunidades” (los sociólogos, a
partir de Bourdieu y Passeron, ya lo han mostrado), que la sociedad burguesa
“reproduce” en el corazón mismo de su aparato de selección y de formación
de clases dirigentes; son, además, verdaderas máquinas de eliminación social,
entre las cuales la brutalidad aparece como una de las más violentas que
podemos encontrar hoy en día. Cada vez que uno de esos umbrales es supe-
rado, hay una posibilidad de “integración” a la ciudad (o a la ciudadanía
activa), que ya está destruida. Y son, en consecuencia, las fronteras interiores,
construidas en pro de la exclusión, las que resultan tan insuperables (o incluso
más) que las fronteras políticas. Cuando las dos se encuentran o se recubren
(como en el caso actual, por ejemplo, de relegación de la mayoría de la pobla-
ción griega en una suerte de “gueto europeo”), se asiste a una inversión radical
de la idea de contrato social. Esta cuestión manifiesta el problema de las posi-
bilidades de resistencia o de las líneas de fuga.

El capital predador y el Estado inmunitario

Este esbozo de una fenomenología de las formas que posee hoy en día
la brutalización de las poblaciones europeas generaría, por supuesto, muchas
complicaciones y reservas (en particular, en lo que se refiere a la importancia
relativa de los fenómenos indicados). No obstante, por la relación que

_  _
sugiere entre dos tendencias hacia el desarrollo de la inseguridad (objetiva y
sugestiva) y a la superación de ciertos umbrales de exclusión (o, incluso, de
eliminación del espacio de la “ciudad”), que se cristalizarían particularmente
en la proliferación y la impermeabilidad de múltiples fronteras interiores,
este esbozo propone ir un paso más allá. Se trata de buscar elementos de
interpretación estructurales, en la manera en la que se ha efectuado, a lo
largo de los últimos decenios (después de la gran “ruptura” de 1968 y, de
manera acelerada, después del “cambio de época” de 1989), la transición de un
modelo de sociedad a otro: lo que ahora se ha acordado llamar (de una
manera que requeriría muchas precisiones históricas) el “neoliberalismo”, y
resulta que coincide con las etapas decisivas de la construcción político-
económica de la Unión Europea, en particular, en lo que concierne a la
institucionalización de la economía de mercado como objetivo de “conver-
gencia” de las sociedades europeas del norte y del sur, del oeste y del este.
Mi hipótesis es que los fenómenos disgregadores, y las violencias visibles
o invisibles que conllevan, deben estar ligados al desmantelamiento cada vez
más brutal de aquello que he llamado hace un instante el Estado nacional-
social. A esto contribuyen simultáneamente la emergencia de un nuevo
modelo de desarrollo capitalista y una inversión de funciones del Estado, que
no es tanto una restricción de sus funciones (y, desde este punto de vista, la
expresión neoliberalismo es extremadamente engañosa), sino una reconver-
sión hacia la competencia entre sus propios ciudadanos. Por supuesto, los dos
fenómenos no son independientes entre sí, pero no es deseable asignarles a
priori una causa única o un orden de dependencia unilateral. Ciertamente, las
tendencias que hemos referido aquí tienen un carácter mundial y se encuen-
tran en más o menos todas las regiones del mundo. Pero la especificidad de
las consecuencias morales y políticas que generan en Europa proviene preci-
samente de aquello que ella misma había inventado y desarrollado en la forma
más típica, o la más efectuada: el modelo de la “ciudadanía social”.
El modelo de desarrollo capitalista al que nos referimos hoy se caracte-
riza, claramente, por numerosos rasgos que comienzan a ser relativamente
aparentes, en particular, la correlación entre la primacía de la rentabilidad
financiera, en detrimento de las políticas de inversión industrial, y la

_  _
mundialización alcanzada en relación con la circulación de capitales. El
punto que más nos interesa aquí concierne a la transformación de las rela-
ciones sociales y, especialmente, a las nuevas modalidades de la explotación
del trabajo (o, de manera más general, de la actividad de los individuos, que
comprende también su tipo de vida, su consumo, su salud, etc.). He hablado
más arriba, evocando la transformación del asalariado en precarizado, de un
proceso de reproletarización de la clase obrera (en sentido amplio) y, por
consiguiente, de la destrucción del “estatuto social” que había conquistado
(en grados desiguales) en los países del “norte” y que, incluso, había sido en
parte constitucionalizado, sobre todo a través de la función que se le reco-
noce a la negociación colectiva en el establecimiento de las condiciones de
trabajo y de los derechos sociales. Esta noción es insuficiente, porque entraña
el riesgo de sugerir un simple retroceso, o un recomienzo del ciclo de desa-
rrollo del capitalismo, a una escala ampliada por la mundialización y
facilitada por las nuevas posibilidades de “deslocalización” y por la compe-
tencia de los trabajadores. Más aún, se trata de la combinación de una nueva
intensificación de las tareas (de donde proviene la importancia de la cuestión
del estrés) y de una nueva “individualización” de la vida cotidiana, en la cual
se efectúa esencialmente la “reproducción” de las fuerzas de trabajo (fisioló-
gica, así como cultural o psíquica).
El símbolo de esta nueva individualización (que facilitó enormemente
el éxito político de las reformas neoliberales después de la ofensiva lanzada
por Margaret Thatcher en Gran Bretaña a principios de los años ochenta) es
el desarrollo del consumo en masa por créditos, que conduce actualmente al
sobreendeudamiento generalizado de las clases populares y medias (por
ejemplo, para la adquisición de vivienda o, cada vez más, para el acceso al
estudio, y en espera del acceso a los cuidados médicos)13. A su vez, esta doble
explotación (por la producción y por el consumo, entre los cuales reina la
inseguridad de la precarización) existe, contradictoriamente, porque se
funda en la posibilidad de recortar los ingresos de las clases populares (o de
efectuar una trasferencia gigantesca de la riqueza de un polo social al otro) y

13 Sobre la economía política de la deuda, véanse Lazzarato (2011) y Chesnais (2011).

_  _
de “privatizar” (para rentabilizarlos) los bienes y servicios que sostienen la
existencia de las clases populares, a las que el Estado social confirió un cierto
nivel de vida y de necesidades14. Más que de una nueva “acumulación primi-
tiva” (o de una continuación de esta a través de la historia del capitalismo,
siguiendo la hipótesis desarrollada por Rosa Luxemburgo), se trata, en los
términos propuestos por David Harvey, de una acumulación por desposesión
(accumulation by dispossession). Esta incluye, permanentemente, elementos
de destrucción creadora y colonización interior, uno de cuyos objetivos es
precisamente el entorno social de las poblaciones (especialmente, su ambiente
urbano) (Harvey, 2007, pp. 22-44).
A tal capitalismo predador, más que generador de nuevas riquezas, se
adapta actualmente de manera más o menos caótica un aparato estatal (en el
sentido general del término, a la vez nacional y supranacional), que parece
haber invertido la función con la cual, desde los inicios de la época moderna,
se había identificado su legitimidad. No se trata de un desborde de la “guerra
de todos contra todos”, incluso aunque sea brutalmente represivo o esté
orientado por el interés de las clases dominantes, sino, al contrario, de una
organización de esta “guerra”; es decir, la competencia generalizada en la cual
es necesario ganar o perecer o, dicho de otra manera, caer en los bajos fondos
de la sociedad. De allí las paradojas, al menos aparentes (pero cargadas de
terribles consecuencias en el orden de la “confianza” de los ciudadanos), que
invaden el funcionamiento de este aparato estatal: autoritarismo y desman-
telamiento de los servicios públicos, producción de la inseguridad por la
multiplicación de aparatos de seguridad y control, “impotencia” deliberada
ante los mecanismos de mercado y de especulación financiera (excepto en el
caso de transferir sistemáticamente las deudas de los especuladores a las
poblaciones) y explotación del nacionalismo, con miras a la “internacionali-
zación” de los intercambios y de la comunicación.
Esta inversión de legitimidad no es peligrosa solo para aquellos que la
ponen en práctica, sino que plantea (lo cual no es la menor paradoja)

14 Los análisis de Robert Castel (1995) sobre la desafiliación y la producción de las individualidades
negativas a partir del desmantelamiento de la “propiedad social” son, en este punto, particularmente
valiosos.

_  _
problemas fundamentales —por lo pronto, sin solución— a los movi-
mientos de resistencia orientados a una nueva ciudadanía y a una mejor
civilidad, que buscarían formular alternativas. Esto porque, hasta el presente
en la historia moderna, tales movimientos han intentado siempre desarro-
llar su autonomía ideológica y convertir los poderes públicos hacia una
concepción más amplia del interés general.

_  _
la vulnerabilidad del mundo
P a rt e III. ¿G lo b a l i z ac i ó n d e l a s v i o l e n c i a s ,
g lo b a l i z ac i ó n d e l a d e m o c r ac i a ?
Democracia, violencias y el papel del Estado
en la modernización en Asia del Este y del
Sudeste*

Jean-Philippe Peemans

Introducción

Desde los años noventa, la cuestión de la democracia ocupa un lugar inne-


gable en la aproximación occidental a Asia Oriental y Suroriental, lo cual
concierne tanto a los medios de comunicación como a los análisis de las
políticas convencionales. En la crisis de 1997-1998, quedó en evidencia la
unanimidad casi total de los formadores de opinión occidentales al explicar
tal hecho bajo las siguientes razones: la ausencia de un “buen gobierno”, las
carencias del Estado de derecho, la corrupción y el nepotismo generalizados,
la naturaleza casi mafiosa de las redes de poder o el carácter corrupto de nume-
rosas prácticas económicas de los grandes grupos industriales y financieros

*
Traducción de Andrea Barrera y Christian Fajardo.

_  _
(Backman, 1999). Estos discursos apoyaron las tentativas de imponer las
terapias más extremas de ajuste estructural: devaluaciones masivas, privati-
zaciones, la quiebra de los grandes grupos industriales, apertura obligada a
las inversiones extranjeras directas y a su participación mayoritaria directa
en el capital de las firmas asiáticas (Bullard, Bello y Malhotra, 1998). En ese
momento fue posible pensar que los países del “milagro asiático” entrarían
en una crisis estructural posajustes, como aquella que sufrió América Latina
en los años ochenta.
Unos quince años después, es posible cuestionar el impacto real que esta
presión discursiva y normativa sobre la democratización, especialmente de
origen occidental, tuvo en los sistemas políticos de la región (Boisseau du Rocher,
2009). Más allá de los cambios institucionales visibles o latentes, el hecho más
evidente es que todos los Estados pudieron, no solo superar el choque de la
crisis económica de 1997-1998, sino que también lograron adaptarse a la crisis
de 2008-2010, provocada esta vez por las desviaciones de los mercados
gobernados según las normas impuestas por las democracias occidentales
en sus propios países y en el resto del mundo. Esta evolución ha suscitado
una abundante literatura que interroga el carácter democrático real o
cosmético de los cambios institucionales en curso (Schedler, 2006; Slater,
2009; Weiss, 2009).
De cierta manera, la tentativa de reanimar el tema de la democracia en
Asia desde los años noventa, a través del discurso del “buen gobierno”, no ha
sido más que un retorno a las ideas fundadoras del paradigma de la moder-
nización, elaborado durante los años 1950-1960, en las grandes universidades
norteamericanas, y que ha marcado, en sus variantes sucesivas, la doctrina
dominante en el campo del desarrollo. De hecho, una ciega ideología de la
modernización ha sido la referencia continua y explícita de las élites asiáticas
desde hace medio siglo, incluidos los países que se reclaman socialistas
(China, Vietnam, Laos) a partir de los años ochenta.
En el marco de esta limitada contribución, no nos ubicaremos desde la
perspectiva del análisis estrictamente político, sino más bien desde el punto
de vista de los estudios de desarrollo (development studies), con el fin de
acercarnos a las relaciones entre democracia y violencia a través del lugar

_  _
que ocupa el Estado en el proceso global de desarrollo. Más allá de las
posturas oportunistas y normativas occidentales que tratan de legitimar
imperativos geoestratégicos reales, especialmente frente a la afirmación de
China como una potencia regional, la referencia al rol de la modernización
permite aclarar ciertas tensiones y contradicciones entre el discurso y la
realidad de los protagonistas en cuestión.
El rol del Estado es ambivalente en la doctrina de la modernización. El
Estado democrático es el resultado del proceso de modernización del conjunto
de la sociedad, llevado a cabo por las leyes universales de la evolución hacia el
progreso, que los países occidentales muestran como el camino al resto del
mundo (Eisenstadt, 1966). Pero el Estado también es responsable del inicio
de la modernización basada en la capacidad de movilizar los recursos mate-
riales y humanos de una sociedad tradicional, identificada con un mundo
agrario atrasado, para ponerla al servicio de la transición acelerada hacia
una sociedad moderna sustentada en la industrialización y la urbanización.
Esta transición era vista como la historia que debía ser construida, bajo la
responsabilidad de un Estado iluminado; en las primeras versiones de la
teoría, se suponía que tal Estado se construiría fácilmente, dado el deseo de
las élites y de las masas de salir del subdesarrollo (Peemans, 2010).
De hecho, hay una violencia no dicha, pero fundadora, en el pensa-
miento de la modernización: los pequeños campesinos, identificados con un
mundo de miseria y de retraso, deben desaparecer al final del proceso. Pero, al
mismo tiempo, en la fase de transición, son un objeto y un instrumento de la
modernización, que provee el excedente agrícola y una oferta de mano de obra
para la industrialización y la acumulación en general (Fei y Ranis, 1964). Y el
Estado debe jugar un rol central en esta transición, pues tiene la tarea de
“construcción de la nación1”.
En el marco limitado de esta contribución, nos daremos a la tarea de
esbozar algunos puntos que pueden ilustrar la importancia del lugar de las
relaciones entre los Estados y el campesinado en los procesos de moderniza-
ción y las diversas formas de violencia que las caracterizaron en el periodo
de 1950 a 2000. También intentaremos mostrar que si los cambios inducidos
1 Nation building en el texto original. (N. de los T.).

_  _
por esos procesos de modernización han complejizado fuertemente las
estructuras económicas y sociales, estos no se resumen en aquellos que se
tienen en cuenta en las estadísticas de crecimiento. La violencia fundadora
ha tomado nuevas formas, “modernizadas”, a través de la diversidad de las
evoluciones nacionales, pero sigue siendo una característica estructural del
desarrollo de los países considerados. Tal perspectiva tiene un impacto sobre
la evolución de los sistemas políticos y de la naturaleza de los procesos de
democratización que, a partir del momento en que ocurren, parecen apuntar
más al epifenómeno que a los cambios de fondo.
En las líneas que siguen, dada la dimensión de la problemática y la
heterogeneidad de la región contemplada, el análisis estará centrado sobre
todo en la evolución de los países de Asia del Sudeste (específicamente, de
aquellos agrupados en la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático
[Asean, por sus siglas en inglés]). Los países de Asia del noreste (Taiwán y
Corea del Sur) serán evocados a título comparativo, en tanto su experiencia
de desarrollo ha sido frecuentemente considerada como la precursora del
“modelo asiático” de modernización. China no podrá ser señalada más que
como contrapunto, aunque haya estado en el centro de la evolución regional,
tanto como un ejemplo para imitar (antes de los años ochenta, y también
después) y como intimidante o como amenaza.

La violencia de las relaciones entre Estados y campesinado en


la fase de arranque de la modernización nacional, 1950-1980

Los campesinos de Asia del Este y del Sudeste han construido, por siglos,
sistemas agrarios extraordinariamente complejos y diversificados (Henley,
2008). La colonización ha tenido un gran peso en el campesinado, puesto
que lo ha sometido a un régimen de múltiples restricciones, que van desde el
trabajo forzado hasta los cultivos obligatorios, sin olvidar los pagos fiscales y
parafiscales, la manipulación de las condiciones de intercambio y, sobre
todo, la desposesión masiva del patrimonio de tierras a las colectividades
rurales. Sin embargo, la brutalidad de estos regímenes no ha podido en
absoluto destruir el campesinado de la región. Las resistencias locales han

_  _
tomado múltiples formas para tratar de contraponerse al impacto de la
llegada del poder colonial y de las exacciones de sus adeptos indígenas. No
podemos olvidar que estas resistencias han convergido, a lo largo del siglo
xx, en nuevas formas de lucha que, en muchos países, han jugado un rol
decisivo en la reconquista de la independencia nacional.
Durante los años de 1950 a 1960, una parte importante de las élites asiá-
ticas poscoloniales fueron atraídas por la perspectiva de la modernización,
como en los otros países del sur. Ciertas élites compartían la visión de la
modernización que atribuía la falta de desarrollo al arcaísmo de las masas
rurales, mientras que otras explicaban el retraso mucho más por las secuelas
del colonialismo y del imperialismo. Con la llegada al poder del Partido
Comunista en China en 1949, después de una guerra revolucionaria, con
una base ampliamente campesina, que duró más de veinte años, las rela-
ciones entre el Estado y el campesinado en la modernización se volvieron
una cuestión geoestratégica capital para los Estados Unidos, y las opciones
de desarrollo en Asia estuvieron fuertemente inscritas en el conflicto este-
oeste hasta los años ochenta. La guerra de Corea, y después las guerras de
Vietnam, reforzaron evidentemente esta evolución.
El control autoritario del campesinado en la primera fase de la indus-
trialización fue una de las características comunes de los países conocidos
como del “milagro asiático”, tanto en el noreste como en el sudeste. No se
trata para nada de una acumulación virtuosa basada en el respeto de las
reglas del mercado, sino más bien de una brutal acumulación primitiva
basada en los métodos más coercitivos.
No se puede olvidar que, en Taiwán y en Corea del Sur, el Estado posco-
lonial fue un actor muy intervencionista. Al inicio de la industrialización, en
los años cincuenta, el campesinado representaba tres cuartos de la pobla-
ción. Tras la apariencia de una reforma agraria, la movilización del excedente
agrícola jugó un rol muy importante en la estrategia de industrialización,
con medidas de contención2 y de control ultraautoritarias del campesinado,
manifiestamente heredadas de los métodos que el Estado colonial japonés
2 El autor emplea el término encadrement, que puede ser entendido como contención, gestión,
orientación o restricción. (N. de los T.).

_  _
había puesto en práctica en estos dos países entre 1900 y 1945 (Gi-Wook,
1998; Haggard, Kang y Moon, 1997; Kohli, 1994). Este periodo estuvo
marcado, en estos dos países pioneros del llamado “milagro”, por la perma-
nencia de dictaduras militares muy represivas hasta finales de los años
ochenta (Hakwoon Sunoo, 1988).
En los países del Sudeste Asiático, donde el campesinado representaba
entre el 80 % y el 90 % de la población, la construcción, o al menos las tenta-
tivas de construir Estados naciones, también estuvieron marcadas por las
movilizaciones políticas, y el control, esto es, la represión de los campesinos
en contextos diferentes. De hecho, en la cuestión de las relaciones entre
Estado, democracia y violencia, esta última ha prevalecido desde los años
cincuenta, y ha tenido un vínculo evidente con el asunto del campesinado.
Las élites modernizadoras de todas las tendencias estuvieron confrontadas a
campesinos nada pasivos. De ahí que el intento de capturarlos y convertirlos
en instrumentos dóciles para las políticas de modernización se haya tornado
muy problemático.
La pesada herencia colonial en materia de estructuras agrarias hizo de
la reforma agraria un problema central después de la reconquista de las
independencias en los años 1940 a 1950. En muchos de los países la cuestión
de la tierra dio lugar a fuertes reivindicaciones campesinas, lo cual condujo,
en ciertos países, a la existencia de movimientos de protesta campesina, a
veces limitados a ciertas subregiones, y otras, por el contrario, transformados
en verdaderas guerrillas de vocación revolucionaria con el auspicio de los
partidos comunistas locales.
En este contexto, los vanos deseos democráticos de una parte de las élites
poscoloniales (Indonesia bajo Sukarno) entraron muy rápidamente en contra-
dicción con su proyecto modernizador. La militarización de muchos regímenes
de Asia del Sudeste en los años sesenta fue estimulada por la preocupación de
erradicar los movimientos sociales de base campesina. Ese fue evidentemente el
caso de Indonesia, con la masacre de más de ochocientos mil campesinos pobres
etiquetados como procomunistas, entre 1965 y 1966, tras la toma del poder por
el general Suharto (Cribb, 1990). Estas cifras han sido recientemente revaluadas
y calculadas ente dos y tres millones de campesinos (Al Jazeera, 2012).

_  _
Filipinas, Tailandia y Malasia enfrentaron los mismos problemas, y las
campañas militares prosiguieron hasta los años setenta, e incluso después,
en algunas regiones remotas (Riedinger, 1995). Solo Vietnam realizó una
reforma agraria radical en el norte, a partir de 1995, y en el sur, tras la reuni-
ficación en 1975 (Bergeret, 2002).
Las redistribuciones de tierras, aparte de las enunciadas, fueron muy
modestas o, en todo caso, muy inferiores a las esperadas y requeridas por el
pequeño campesinado (Tailandia, Indonesia, Filipinas, Malasia). En todos
los casos, los grupos de presión organizados por diversas categorías de
propietarios de las tierras pudieron oponerse a las intenciones de reforma,
incluso hasta desviarlas (Dufumier, 2004).
En los años setenta, muchos gobiernos eligieron la vía de la Revolución
Verde con el propósito de aumentar los ingresos de los campesinos por la
intensificación, sin tener que pasar por la redistribución de las tierras.
Durante las dos décadas que conocieron la difusión más dinámica de los
elementos de la Revolución Verde, los Estados indonesio y tailandés fueron
controlados por regímenes autoritarios de origen militar.
Como contrapunto de estas políticas anticampesinas, se debe evocar la
excepción provisional del modelo de desarrollo chino durante los años 1960
a 1980, cuando hubo una tentativa de poner en marcha un modelo de indus-
trialización que integrara al pequeño campesinado, a través de una política
de autosuficiencia alimentaria local y de pequeñas unidades de producción
industrial en el medio rural. Más allá de las polémicas sobre el uso del poder
político en la época, dominado por el líder histórico de la revolución, Mao
Tse Tung, es necesario señalar que fue la única experiencia de desarrollo de
gran envergadura en la que se afirmó que el pequeño campesinado no debe
desaparecer con la industrialización y que, al contrario, debe seguir siendo la
base de la sociedad y del Estado (Marchisio, 1982; McFarlane, 1983). Esta
política fue el objeto de violentas controversias, incluso en China, especial-
mente a causa de su costo para el Estado. Fue abandonada a finales de los
años setenta, con la toma del poder, dentro del partido único, por una
facción que daba la prioridad a la modernización acelerada, basada en la
industria para la exportación (Blecher, 1997).

_  _
Los años 1980-2000: las nuevas formas de violencia en la
neomodernización extrovertida

Es posible decir que en toda Asia Oriental y suroriental, incluso en la


China popular, al final de los años setenta, las élites dirigentes, más allá de
la naturaleza política y la orientación ideológica del régimen, pudieron
retomar el control del mundo campesino, romper las expectativas de un
desarrollo que otorgara un lugar importante a un “modo campesino de desa-
rrollo”, e imponer un modelo de neomodernización centrado en las normas
de la economía global, tanto en el sector industrial como en el agrícola. La
idea dominante era que la cuestión campesina se resolvería por sí misma, a
través de la proletarización de la fuerza de trabajo rural, acorde con el ritmo
de las necesidades de mano de obra barata de la industria. Bello, Cunningham
y Kheng (1998) han evidenciado el rol de la derrota de las luchas campesinas
en Tailandia en los años setenta, en términos de la elección política de subor-
dinar completamente la agricultura a la industrialización rápida, lo que,
según estos autores, desembocó en la desestructuración profunda del mundo
rural durante los años noventa.
Las presiones ejercidas sobre la economía campesina han contribuido a
proveer millones de trabajadores requeridos por la expansión de los sectores
orientados hacia una demanda exterior insaciable. Adicionalmente, las coali-
ciones y los regímenes en el poder siguieron, a lo largo del mismo periodo, y
continúan, una política voluntarista de “desagrarización” sostenida por la
convicción de que la agricultura campesina no tiene futuro.
Durante la década del 2000 al 2010, se delimitó mejor la complejidad de
los fenómenos socioeconómicos, cuya comprensión ha sido desmesurada-
mente simplificada por las aproximaciones dominantes sobre la pobreza. A
pesar de los treinta años de “milagro”, los problemas estructurales no han
desaparecido, o incluso se han agravado, y están en la raíz de una violencia
visible o latente, endógena al modelo de desarrollo perseguido.
El crecimiento tailandés es representativo de un proceso que puede ser
calificado como “modernización de la pobreza”. Según las estadísticas oficiales,
nacionales e internacionales, Tailandia ha sido un caso espectacular de reducción

_  _
de la pobreza gracias al crecimiento jalonado por el comercio internacional.
Tailandia es llamada a mostrarse a los otros países de la región como ejemplo
exitoso de la modernización. Pero, entre 1975 y 1976 y entre 2005 y 2006, en
términos de la renta global, el 20 % más pobre de la población pasó del 8 %
al 5 %, mientras que el 20 % más rico pasó del 50 % al 58 %. Detrás de los
rendimientos del crecimiento, se perfila, de hecho, un proceso brutal de
acumulación de capital, basado en una concentración de los ingresos que ha
beneficiado a la minoría privilegiada del 20 % (Warr, 2008). Entre 2004 y
2009, el 10 % más rico pasó del 34 % al 43 % de la renta global (World Bank,
2010).
Prácticamente en todos los países de la región, la dinámica del crecimiento
del sector capitalista es indisociable de una dinámica de las desigualdades,
siempre más fuertes, entre los nuevos ricos y los nuevos pobres. Para estos
últimos, la salida de la “pobreza” está asociada al ingreso en la “pauperiza-
ción”, lo que reproduce el paso de lo “tradicional” a lo “moderno”. Los efectos
benéficos del mercado han aumentado de manera espectacular los ingresos
de una minoría y han establecido o consolidado su estatus dominante en las
relaciones sociales, en un estrecho vínculo con los proyectos y los intereses
de los agentes exteriores.
En Tailandia, Vietnam, Camboya, Laos e Indonesia, así como en China,
desde los años noventa, el pequeño campesinado ha sido frecuentemente la
víctima de expropiaciones masivas para extender las zonas industriales en los
cascos periurbanos, o los grandes proyectos inmobiliarios destinados a las
clases medias urbanas, e incluso los proyectos de complejos turísticos o de
diversión. La concentración de la tierra es manifiesta en todos los países, inde-
pendientemente del tipo de régimen político (Haroon Akram-Lodhi, 2005).
Detrás de la diferenciación social, no solamente aparecen los cambios
radicales en los modos de vida colectivos construidos a lo largo de genera-
ciones, sino que, sobre todo, surge la cuestión del mantenimiento de la
cohesión social a través de las tensiones cada vez más visibles entre los
diversos grupos de actores del desarrollo rural (Tran, 2010).
Una aproximación histórica y contextualizada es necesaria para dar
cuenta de las múltiples dimensiones de estos problemas que conciernen a

_  _
todos los países del Sudeste Asiático. Entre esas dimensiones, las tensiones
étnicas no pueden ser dejadas de lado. En numerosas regiones, la diferencia-
ción social está inscrita en un contexto de diferenciación étnica creciente.
Desde hace medio siglo, este problema ocupa un lugar central en las tenta-
tivas de construir Estados centralizados en el Sudeste Asiático. Muy anterior
al periodo colonial, la cuestión étnica ha sido reavivada bajo nuevas formas
luego de esta etapa. Las “minorías étnicas” de las regiones montañosas han
sido especialmente discriminadas con relación a las poblaciones de las plani-
cies. En Laos, como en Tailandia y en Vietnam, las minorías étnicas han
debido hacer frente al impacto sucesivo de las políticas de seguridad expan-
didas en las regiones fronterizas, así como de aquellas destinadas a reducir,
incluso a suprimir, los sistemas de agricultura itinerante, en principio en
nombre de la modernización agrícola, y después en nombre de la conserva-
ción de los bosques (Trebuil, Ekasingh y Ekasingh, 2006). Los argumentos
esgrimidos para denunciar sus prácticas como atrasadas y destructivas son
cuestionados por varios estudios recientes (Decourtieux, 2009; Reid, 1995;
Thrupp, Hecht y Browder, 1997).
Múltiples situaciones, prácticamente en todos los países de Asia del
Sudeste, ilustran la extraordinaria continuidad entre las políticas coloniales,
estatales y neoliberales respecto de la negación de los derechos de las colec-
tividades locales sobre las tierras que han usado tradicionalmente desde
hace muchas generaciones, y que consideran como su patrimonio inalie-
nable (Alatas, 1977; Duncan, 2004).
Es importante subrayar que las realidades que exponen la destrucción del
medioambiente y del campesinado son interdependientes, dentro y fuera del
Sudeste Asiático (Rist, Feintrenie y Levang, 2010). Las fases sucesivas de las
políticas encaminadas exclusivamente al crecimiento, a través de la Revolución
Verde; la prioridad otorgada a la agricultura para la exportación; las conce-
siones de silvicultura para la explotación masiva de las maderas tropicales,
emprendidas por grandes compañías extranjeras o locales, ligadas en ciertos
países al aparato estatal, especialmente militar (Ross, 2001), y, recientemente,
las expropiaciones masivas de tierra para la “energía verde” han creado las
condiciones de una crisis agraria generalizada.

_  _
Tras una treintena de años de expansión continua, el modelo actual de
crecimiento tiende, manifiestamente, hacia sus límites. Una de las causas más
profundas de este agotamiento es la externalización deliberada y acelerada de
todos los costos sociales y medioambientales. De hecho, las políticas de los
Estados de la región se han basado en los mismos fundamentos que tenían
sus predecesores coloniales: una visión instrumental del campesinado con
respecto a objetivos llamados —inapropiadamente— de desarrollo. La cues-
tión es entonces saber detectar, en los acontecimientos recientes, cómo los
campesinos, que aún hoy constituyen la mayoría de la población en la mayor
parte de estos países, se han adaptado y continúan adaptándose a las presiones
exteriores destinadas a su explotación y, eventualmente, a su destrucción.

Hacia una recomposición de los actores populares y de sus


relaciones con los actores dominantes

Desde el inicio de los años 2000, numerosos elementos fácticos permiten


tomar en cuenta nuevas dinámicas campesinas, en relación con los cambios
de las realidades locales3 y, a la vez, con la evolución de la relación campo-
ciudad.
En numerosas regiones, el proceso de proletarización fue interrumpido
por el aumento de los ingresos de origen no agrícola. Los pequeños campe-
sinos supieron cuidar su tierra, incluso si esta no seguía asegurándoles una
subsistencia digna, y esperaron obtenerla gracias a los ingresos que les repor-
taban otras actividades. El mantenimiento de los derechos a la tierra es una
exigencia fundamental de los campesinos, aun cuando tengan otras oportuni-
dades de empleo y de ingresos (Potter y Lee, 1998), de modo que actualmente
los conflictos alrededor de la tierra tienen nuevas dimensiones (Aguilar, 2005).
Este es el caso, sobre todo, de Indonesia y Filipinas, donde numerosas movi-
lizaciones locales han tenido por objetivo la ocupación y la invasión de
tierras (Franco, 2008).
Pero, al mismo tiempo, en todos los países de la región, una gran parte
de los campesinos se han vuelto trabajadores asalariados, de tiempo parcial
3 El autor usa el término villagoises, que puede ser traducido como aldeanas o lugareñas. (N. de los T.).

_  _
o completo, en las zonas rurales o en los centros urbanos. Otra parte se han
transformado en microempresarios del sector informal, rural o urbano. Este
campesinado híbrido se posiciona al lado de lo que algunos han llamado el
campesinado comerciante, especialmente en las regiones montañosas (Sikor
y Pham, 2005).
Estos campesinos híbridos hacen parte, desde entonces, de las redes de
la economía popular entre el campo y las ciudades, cuyos componentes
económicos, sociales y culturales son indisociables de sus dimensiones terri-
toriales. Se puede decir que el corazón de esas redes está constituido por
grupos de trabajadores o de microempresarios, que regularmente circulan
entre una cuidad dada y un barrio dado de una cierta ciudad, o se alojan allí
de manera más o menos regular, según el caso. En una misma región, es
posible encontrar varias decenas o centenas de estas microrredes, compuestas
por miembros de una misma familia extensa, o de personas ligadas por rela-
ciones de vecindad o de proximidad local más o menos fuertes.
Considerar la relación redes-territorios permite entender mejor el
mantenimiento de una cierta estabilidad social, a pesar del aumento de las
desigualdades en los ingresos, que es puesta en evidencia, en la mayoría de
los países, por el aumento en el coeficiente de Gini. La redistribución no
tiene lugar entonces entre las clases privilegiadas y las clases populares, sino,
de una parte, en el seno de las redes sociales intraurbanas de la economía
popular, y de otra, en las redes sociales urbanas-rurales, más o menos favo-
recidas, de la economía popular. Estas redes, especialmente en Asia del
Sudeste, buscan ante todo mantener una cierta cohesión social en el marco
de una adaptación permanente al cambio dominado, es cierto, por la lógica
económica impulsada por los actores dominantes (Chatterjee, 2008).
La gran mayoría del mundo campesino es un componente de una
nueva economía popular, a la vez urbana y rural, que está en la base material
de una dinámica nebulosa constituida por diversas categorías de actores
populares. Si bien denominarlas “clases populares” no aporta nada al análisis,
en todo caso son diferentes de las “clases medias”, y sobre todo de sus franjas
urbanas, vinculadas a los resultados del crecimiento económico gobernado
por las normas de los actores globales.

_  _
Cada vez es más claro el límite entre estos dos tipos de actores en Asia
del Sudeste. Así mismo, una dinámica de conflictos es una realidad cada vez
más visible, ya sea a nivel nacional, como en el caso de Tailandia o, más
frecuentemente, a través de múltiples realidades locales, como en Indonesia
y Filipinas, pero también en Vietnam, Laos y Camboya, entre otros casos. El
territorio es muy importante en estos conflictos, tanto en la región urbana
como en la rural. Las “clases medias” urbanas quieren marcar su territorio
urbano y sostienen políticas de “limpieza” de los espacios de economía
popular, para reemplazarlos, frecuentemente, por proyectos que manifiestan
su voluntad de “modernización” y de “globalización” (Peters, 2009).
Además, la agresividad de las clases medias se traduce también en su
voluntad de conquistar “territorios” rurales, puesto que quieren rediseñarlos
en función de sus intereses económicos, residenciales y hasta recreativos,
como en el caso de los campos de golf. A esto se suman los acaparamientos,
ligados a las expropiaciones masivas de millones de hectáreas de tierras y de
bosques, con el fin de adelantar megaproyectos de cultivos industriales o de cultivos
industrializados de alimentos.

El impacto de las relaciones de fuerza entre élites dirigentes y


actores populares sobre la evolución de los sistemas políticos

La retórica occidental de la gobernanza y de la democratización insiste,


frecuentemente, en el interés de desarrollar procesos de descentralización
que, se supone, pueden aligerar el intervencionismo estatal y ayudar al afian-
zamiento local de la participación ciudadana.
Estudios recientes han mostrado que, en Asia del Sudeste, la existencia de
una gobernanza histórica, de carácter local, a través de la cual miles de colecti-
vidades locales han intentado, desde hace siglos, definir las reglas de
“convivencia” que les garanticen seguridad y su sostenibilidad (Nartsupha,
1999), pueden ser una herramienta importante para darles a las comuni-
dades confianza en sí mismas, y para consolidar el vínculo histórico de los
recursos locales y de la identidad cultural (Parnwell, 2007).

_  _
La tentación de ciertos Estados “democratizados” es redefinir las institu-
ciones locales, llamadas “participativas”, utilizando de una manera abundante
la retórica de las virtudes de la participación. La rapidez de la puesta en prác-
tica de esas instituciones locales puede poner en duda su verdadera
naturaleza. En el caso de Filipinas y de Indonesia, el lenguaje de la participa-
ción recubre, de hecho, una voluntad frecuente de los Estados de ampliar su
control sobre las colectividades que han conservado una cierta autonomía
de hecho (Murray Li, 2002).
Diversos programas inspirados en una visión importada del “buen
gobierno”, y apoyados frecuentemente por ONG especializadas en el mercado
de la conservación de los recursos naturales, han encontrado, y siguen encon-
trando, una oposición cada vez mayor por parte de las colectividades locales
constreñidas4 por acciones que no corresponden ni a sus necesidades ni a sus
prácticas ancestrales de gestión de los ecosistemas locales.
Más allá de este ámbito particular, en Asia del Sudeste, como en otros
países del sur, los años noventa vieron una efervescencia5 de las organiza-
ciones llamadas de la sociedad civil, que pusieron de relieve, en el contexto
regional, los discursos internacionales sobre los derechos humanos, los
problemas de género, la lucha contra la pobreza, etc. En Camboya, el número
de ONG pasó de cincuenta, hacia 1990, a cerca de tres mil, en 2010, la mayor
parte de las cuales son financiadas desde el exterior. Esas “sociedades civiles”
aparecieron en escena en medio de la crisis de 1997-1998, y se posicionaron
como agentes de reformas de los Estados y de los sistemas gubernamentales.
Sin embargo, también surgieron como enlaces, conscientes o involuntarios,
de las intervenciones exteriores, de modo que los regímenes existentes
pudieron desacreditarlas y hacer que su influencia fuera restringida, más allá
de la promoción de su imagen que hacían la mayoría de los medios de comu-
nicación occidentales. Pese a su facultad para monopolizar la palabra pública
y el espacio mediático, estas organizaciones suelen tener poco peso decisivo

4 El autor usa el término embrigadées que puede ser traducido como reclutadas o acaparadas. (N.
de los T.).
5 El autor usa el término efflorescence que puede ser traducido como florecimiento o prosperidad.
(N. de los T.).

_  _
respecto de los cambios en curso, excepto cuando consiguen posicionarse o
recuperarse por medio de la formación o la recomposición de las organiza-
ciones sociopolíticas (partidos, sindicatos, movimientos campesinos) que
pueden influir realmente en los conflictos entre facciones dirigentes, o entre
estas y los sectores populares. Paradójicamente, en los regímenes de partidos
únicos (Vietnam, Laos), estas “sociedades civiles” pueden tener una cierta
influencia, siempre y cuando se distancien claramente de las intervenciones
exteriores y colaboren con las organizaciones de masas propias de esos países
(asociaciones nacionales de campesinos, de mujeres, de jóvenes, comités de
ciudad, etc.), en el marco de su rol específico en los ámbitos nacional y local
(Rebhein, 2011).
Mientras que, con frecuencia, los análisis convencionales ven en los
nuevos medios de comunicación un factor transformador en el juego político,
en varios países de la región las organizaciones sociopolíticas “tradicionales”
suelen canalizar, a su favor, las potencialidades de movilización que ofrecen las
nuevas tecnologías de la comunicación y las “redes sociales” virtuales, tanto
en periodos electorales como en otros momentos.
En los años 2000, sobre todo en Tailandia, aunque también en Malasia,
Indonesia y Filipinas, las recomposiciones que acabamos de evocar han atra-
vesado las relaciones de poder que hay entre las redes verticales de
clientelismo político y las redes horizontales de la sociabilidad popular,
abordadas anteriormente. Estas suelen tener dimensiones indescifrables
para los observadores occidentales que tratan de descubrir en ellas una
eventual emergencia “democrática”.
La evolución de Tailandia en la primera década del siglo xxi es particu-
larmente interesante desde este punto vista, no solo porque estuvo marcada
por los conflictos intraélites en el proyecto modernizador, sino también por
el impacto de la emergencia de actores populares relativamente autónomos
en dichos conflictos.
El proceso político fue transformado por la llegada al poder, en 2001,
del partido Thai Rak Thai (TRT) y de su líder, el magnate multimillonario
Thaksin Shinawatra, decidido a movilizar los votos de las masas rurales por
medio de una política de mejoramiento de las infraestructuras de salud,

_  _
educación y suministro de servicios básicos en el campo. De cierta manera,
se aplicó una política tardía de necesidades fundamentales (basic needs) y de
lucha contra la pobreza, tal y como es recomendada por todos los discursos
sobre los Objetivos de Desarrollo del Milenio y por las organizaciones inter-
nacionales que los impulsan (Menkhoff y Rungruxsirivorn, 2011).
Esta política recibió una acogida positiva por gran parte del mundo
rural, pues implicó su inclusión en la escena política, monopolizada hasta
ese momento por la lucha de facciones intraélites. Las élites reaccionaron de
manera muy negativa ante esta situación y acusaron al gobierno de Thaksin,
no solo de populismo, sino también de dilapidación de fondos públicos en
objetivos contrarios a las exigencias del crecimiento y de la competitividad
de la economía tailandesa. Esto condujo a un golpe de Estado en 2006 que
derrocó al líder y a la crisis política permanente que le siguió. Las élites
urbanas se movilizaron de manera cada vez más radical y violenta para exigir
el fin de las reformas emprendidas por Thaskin. Las élites tailandesas habrían
desarrollado un verdadero odio a la democracia parlamentaria si esta hubiera
desembocado en el reforzamiento del lugar de las clases populares en la
sociedad, ya que aquellas se consideran como las únicas que pueden repre-
sentar a la sociedad civil, y no dudaron en salir a la calle (ocupaciones de los
aeropuertos por los “camisas amarillas” de la People’s Alliance for Demo-
cracy [PAD]) (Charoensin-o-larn, 2010).
En contraposición a estos actos, el mundo rural se movilizó para
defender las reformas y exigir el retorno del primer ministro destituido. Esto
provocó la ocupación, en 2010, del centro de Bangkok por parte del movi-
miento de los “camisas rojas”, del National United Front for Democracy
against Dictatorship (UDD). La represión en este episodio, ejercida por las
Fuerzas Armadas, no significó el fin de los movimientos de protesta que
continuaron manifestándose. Tailandia se encuentra entonces en un estado
de inestabilidad permanente, que incluso ha tenido repercusiones en las
relaciones con sus vecinos (el conflicto fronterizo con Camboya se ha
empeorado por elementos directamente ligados a la naturaleza de la crisis
política en Tailandia) (Ferrara, 2011).

_  _
Esos eventos apuntan más allá de la anécdota política, en tanto ponen de
manifiesto los objetivos reales tras la apariencia de instituciones democráticas
formales particularmente desarrolladas en Tailandia, con el pluripartidismo,
una fuerte participación electoral y una proliferación de asociaciones de la
sociedad civil. En realidad, esas instituciones están superpuestas a redes de
poder que las utilizan o las rodean en función de sus intereses. Tales redes
pueden, por ejemplo, movilizar el Poder Judicial para obstaculizar los
avances de sus adversarios en las instituciones políticas (anulación de las
elecciones, disolución de los partidos políticos, persecuciones y condenas a
sus líderes) (Dressel, 2010). Cuando la manipulación de la ley no es sufi-
ciente para alcanzar sus objetivos, es el marco jurídico, en sí mismo, el que es
modificado por un golpe de Estado con intervención del Ejército, actor
central y protector de esas redes, compuestas por asesores políticos6, oficiales
superiores, altos funcionarios, jueces de las altas cortes y las élites del mundo
financiero y de los negocios que gravitan alrededor de un poder real7 into-
cable, que ha sido llamado la red de la monarquía8 (McCargo, 2005).
La experiencia tailandesa de los años 2000 muestra claramente que la
estrategia de esas redes informales de poder es defender, por cualquier
medio, los intereses y el dominio de las antiguas y nuevas clases dirigentes.
Tal experiencia evidencia, además, la naturaleza de los conflictos muy
violentos entre las élites dirigentes y un movimiento popular, que ha tomado
conciencia y se ha organizado, pues exige su lugar y el reconocimiento de sus
intereses en el sistema político. La punta de lanza de ese movimiento no es
otra que aquella que los ha visibilizado como nuevos actores populares
híbridos, compuestos en gran parte por campesinos-obreros que circulan
entre las ciudades y los campos. Ciertos analistas no dudan en calificar este
conflicto estructural de slow-burn civil war9 (Montesano, 2011), y nada indica
que el retorno al poder de los sucesores del TRT (bajo la etiqueta del People’s

6 El autor usa el término conseillers du palais, que puede traducir consejeros de palacio, en el
contexto de un gobierno monárquico. (N. de los T.).
7 El autor usa el término pouvoir royal, que refiere a un poder monárquico. (N. de los T.).
8 The network monarchy, en el original. (N. de los T.).
9 En inglés en el original.

_  _
Power Party [PPP]), después del 2011, pueda cambiar permanentemente las
relaciones de fuerza.
La situación de Tailandia prefigura, sin duda, la evolución futura de los
países del Sudeste Asiático. La apuesta central se encuentra del lado de la
recomposición de las relaciones de fuerza entre los actores de la economía
política del desarrollo. De un lado, hay un bloque de élites cada vez más radi-
cales y agresivas que defienden sus privilegios y una vía única de desarrollo,
centrada en la lógica de la acumulación. Para ellas, claramente, el respeto de
la “democracia formal” no se acomoda a reglas más estrictas para la reparti-
ción de los resultados del crecimiento. De otro lado, hay una emergencia de
actores populares reorganizados, de los cuales hacen parte diversas categorías
del campesinado. Ellos exigen la consideración de sus peticiones y, frecuente-
mente, de su seguridad futura en relación con la tierra y el acceso a los
recursos naturales, que pueden asegurar no solamente su supervivencia, sino
sobre todo el mejoramiento de sus condiciones de vida (Peemans, 2013).
En la medida en que ni las élites políticas ni las élites económicas actuales
están dispuestas a reconocer los intereses y las peticiones de los actores popu-
lares reorganizados, es posible pensar que los conflictos que oponen a estos
dos grupos serán un componente cada vez más importante en la evolución de
la región en las próximas décadas.
Los poderes del Estado están evidentemente involucrados en esta
evolución hacia una modernización sin riendas, violentamente conflictiva y
cada vez más caótica, que tratan de controlar mal que bien. La tarea de rein-
ventar un Estado capaz de promover un desarrollo equilibrado en sociedades
profundamente desestructuradas, por el tipo de modernización en curso,
parece ser un desafío insuperable. Frente a la complejidad de tales situa-
ciones, las recurrentes presiones occidentales para avanzar a toda costa hacia
el modelo de modernidad política de tipo anglosajón parecen a la vez
desajustadas y muy fútiles, sobre todo desde que se han reducido a criterios
definidos primero por “las exigencias de los mercados”.
Un problema mayor para una reflexión en torno a la democracia y el
desarrollo rural sostenible es el rechazo antiguo y persistente de los actores
políticos y económicos dominantes a considerar una diversidad de caminos

_  _
posibles de desarrollo, y no solamente la vía única de modernización
centrada en las exigencias de la globalización (Potter y Badcock, 2007). Un
desarrollo sostenible supone, especialmente, priorizar la búsqueda de estra-
tegias de desarrollo urbano y rural, orientadas a mejorar la calidad del medio
de vida y a satisfacer las necesidades de la mayoría de la población. Este es
un punto que no está en la agenda de las élites modernizadoras, que parecen
fascinadas ante todo por imágenes futuristas de ciencia ficción, con paisajes
urbanos definidos por bosques de rascacielos y circuitos de autopistas con
muchos niveles; y con paisajes rurales caracterizados por fincas parecidas a
complejos agroindustriales basados en la química, la mecanización y la más
sofisticada bioingeniería. Esto es así, tanto en Asia Oriental como en el
Sudeste Asiático.
Para salir de los ciclos de una violencia fundadora, que no deja de rein-
ventarse, otro camino de desarrollo supondría una evolución hacia un
modelo de democracia sustantiva (Gathii, 2000). Tal modelo tampoco está en
la agenda de las élites dirigentes de la región, pero sí estará en el centro de los
conflictos y de las luchas futuras. Es del resultado de estas que dependerá la
emergencia, o no, de un espacio para un modo de desarrollo rural y urbano
sostenible.

_  _
la vulnerabilidad del mundo
P a rt e III. ¿G lo b a l i z ac i ó n d e l a s v i o l e n c i a s ,
g lo b a l i z ac i ó n d e l a d e m o c r ac i a ?
Revolución y transición democrática
en Túnez ¿la invención de un nuevo
compromiso político ?*

Mohamed Nachi

Dos años después de la revolución en Túnez, que surgió de las revueltas


de los sin-palabra, sin-trabajo y sin-propiedad —que fundaron sus acciones
en una triple exigencia de dignidad, igualdad y libertad—, no ha sido
comprendida con claridad la profundidad social de este importante cambio
político. Los tunecinos mismos tienen sentimientos contradictorios: decepción
y satisfacción. Esto se debe a que, de cierta forma, su revolución ha sido
confiscada: los vientos de libertad que se respiraban después del 14 de enero
de 2011 han faltado en muchas ocasiones posteriores y han sido sustituidos
por decisiones políticas decepcionantes (Puchot, 2012).
Hasta hoy, el futuro de Túnez permanece incierto; sin embargo, tal vez
sea esta la característica de toda revolución, que, rompiendo con el orden

* Traducción de Andrés Felipe Mora.

_  _
establecido, requiere de tiempo para inventar un nuevo modelo de sociedad
y hacer honor a sus promesas (Nachi, 2012). Es necesario, en consecuencia,
poner en perspectiva las lógicas sociales y políticas de estos dos años de
rebeliones violentas, para comprender las dificultades inherentes a la
construcción de un nuevo pacto social. Desde mi perspectiva, estos
movimientos de protesta —Kasba 1 y 2, Sit-in (I’tisimât), etc.— son un hecho
estructurante para el establecimiento de un nuevo orden democrático,
capaz de materializar los ideales fundadores de la modernidad política
(igualdad, libertad, respeto por la dignidad, etc.).
Ciertamente, el proceso revolucionario se ha hecho irreversible: nada
llevará nuevamente a la dictadura, incluso si el horizonte de la revolución
permanece incierto. Por ello, vale la pena analizar los orígenes y las causas
que han hecho posible dicho proceso revolucionario. Y, para empezar, es
importante anotar que la revolución tunecina no comienza el 14 de enero
de 2011 (cuando huye el dictador derrocado), ni el 17 de diciembre de
2010 (con la inmolación por fuego de Mohamed Bouazizi) (Nachi, 2011a).
Tiene sus orígenes en “repertorios de acción colectiva” (Tilly) y en movimientos
sociales de protesta anteriores, dentro los cuales los movimientos sociales que
tuvieron lugar entre 2008 y 2009 en la cuenca minera de Gafsa son los más
significativos.
El propósito de este texto es interrogar las condiciones de posibilidad
de una cultura del compromiso (Nachi, 2012) que sería el preludio de la
instauración de una democracia “sensible” (De Nanteuil, 2009) en Túnez.
¿Cómo, a lo largo de este periodo de transición, esta cultura del compromiso
puede convertirse en el nuevo derrotero de la política, llegar a contener la
violencia y hacer efectivos el pluralismo, la alternancia y la coexistencia
pacífica? En cierta forma, la revolución tunecina es tomada aquí como un
caso ejemplar para pensar la relación antinómica entre democracia y
violencia.
Me parece inútil el intento de investigar los orígenes exactos y las
causas profundas de esta revolución: ¡Esa es todavía una empresa peligrosa!
Al contrario, es posible visualizar algunos elementos de análisis sociológico,
desde un punto de vista pragmático (Nachi, 2006), relativos a los motivos

_  _
que han conducido a la revuelta, y cuya expresión se ha encarnado en las
reivindicaciones y en las justificaciones legítimas de esta movilización
colectiva. Inicialmente, se trataba de protestas económicas y sociales;
después, las reivindicaciones se han desplazado rápidamente y se han
radicalizado hasta situarse en el terreno político. Sin embargo, antes de
concentrarse en el análisis de estos aspectos, es importante hacer una
pausa para recordar las características esenciales del régimen dictatorial
derrocado. Esto permitirá ponderar la amplitud del estado de exasperación
y de humillación que vivía el pueblo tunecino antes de su movilización.
Son tres los momentos del presente documento: primero, partiré de
una descripción crítica de las condiciones objetivas que han hecho posible
el proceso revolucionario; enseguida, analizaré las condiciones base de la
justicia, en sus relaciones con el respeto y la dignidad, con el fin de
comprender adecuadamente los desafíos fundamentales de esta revolución;
finalmente, presento una reflexión sobre el proceso de transición democrática
centrándome, entre otras cosas, en la pregunta sobre las posibilidades de
invención de un nuevo compromiso político. Esto abrirá un debate
esencial, aquel del laicismo y de la disyuntiva entre separación y conjugación
de las esferas política, religiosa, económica, etc.

Análisis descriptivo y crítico de las condiciones de la revolución


tunecina

Al comienzo, la población —en particular los jóvenes— protestaba


contra las condiciones económicas difíciles, la corrupción y la represión
policial del régimen. Los manifestantes reclamaban más justicia social y el
derecho a una vida decente, en la cual la libertad estaría garantizada. Las
consignas puestas en acción eran, entre otras, libertad, trabajo y dignidad.
A pesar de la fuerte indignación, los ciudadanos no hicieron uso alguno de
la violencia. El movimiento de protesta era espontáneo y consciente de los
límites de su acción en un sistema político en el que los mínimos de
libertad no eran tolerados. Las asociaciones, sindicatos, partidos políticos
y la prensa eran amordazados con el pretexto de que se estaba luchando

_  _
contra el “islamismo” y el “terrorismo”. De hecho, la dictadura del general
Ben Ali era conocida por su arbitrariedad; era una de las más crueles en el
mundo árabe. Por ello, es necesario saludar el coraje y la determinación
del pueblo tunecino.
Las manifestaciones comenzaron en la ciudad de Sidi Bouzid, centro-
oeste del país, el 17 de diciembre de 2010, después de la inmolación por
fuego de Mohamed Bouazizi, un joven vendedor ambulante de frutas y
verduras de veintiséis años de edad cuya tienda de mercado había sido
confiscada por la Policía. Mohamed sucumbió a sus heridas y, el 5 de enero
de 2011, cinco mil personas asistieron a su funeral. Fue él el primer mártir de
la revolución y se convirtió en el símbolo de la liberación del pueblo tunecino
del despotismo omnipotente del régimen de Ben Ali.

Un régimen de humillaciones, desprecio y mentiras

Durante los veintitrés años del régimen de Ben Ali, no existieron las
condiciones mínimas para asegurar el ejercicio de la ciudadanía, de la
militancia política o de la acción sindical. Controlándolo todo, el régimen
no permitía la expresión del más mínimo descontento. La opinión pública
estaba amordazada y la censura era omnipresente.
El ejercicio del poder por parte de Ben Ali se había personalizado
paulatinamente, lo que reducía al mínimo estricto el rol de las instituciones
políticas (el Parlamento no era sino una cámara de registro), judiciales (la
justicia estaba a las órdenes del régimen con procesos y juicios inicuos) y de
la administración pública (corrupción, nepotismo, etc). La omnipotencia del
Ejecutivo fortalecía el régimen y asfixiaba el juego político, de manera que se
redujo a la nada toda forma de pluralismo. La Asamblea Constitucional
Democrática (ACD), partido del presidente, se confundía con el Estado y
sus intereses se sobreponían al interés general. El Estado estaba al servicio
del enriquecimiento personal del presidente y de la familia de su esposa,
que se convirtió en una “cuasi mafia”, de acuerdo con la expresión del
embajador de los Estados Unidos en Túnez. El presidente de la ACD era el
mismo presidente de la República, lo que le permitía nombrar a todos los

_  _
dirigentes a nivel político, aquellos de las federaciones y los de las secciones
locales del partido.
Este conjunto de hechos condujo a la frustración de una población
que sufría las injusticias y las intimidaciones más graves, que se sentía
ofendida, pero que no podía expresar el menor descontento. Es así como el
sistema policial de control había logrado normalizar toda la sociedad
utilizando los medios de represión más crueles: irrespeto a las reglas
elementales del derecho, fabricación de pruebas falsas, juicios inicuos,
vicios de forma y penas severas; esto sin hablar de la tortura, cuyo uso era
recurrente.
Adicionalmente, el nepotismo y la corrupción se habían convertido
en una parte esencial del régimen. La esposa del presidente, junto con los
miembros de su familia —aquello que se denominó clan Trabelsi—, se
había convertido para los tunecinos en símbolo del mercantilismo, del
arribismo y de la corrupción generalizada. Extendiéndose cada vez más, el
clan Trabelsi controlaba la parte más grande de la economía del país. La
mayor parte de los sectores de la economía tunecina —inmobiliario,
industrial, financiero, bancario, turístico, etc.— estaban en manos de
diversos miembros de este clan familiar corrupto.

Las desigualdades evidentes

Diversos observadores externos señalaron el relativo éxito económico


del Estado tunecino al tomar como referente la tasa de crecimiento econó-
mico oficialmente declarada, de entre el 4 % y el 5 %. En honor a la verdad,
no había nada de realidad en dicho éxito. Por otra parte, se sabe también
que la relativa prosperidad económica del país se había hecho en provecho
de una minoría que, beneficiándose de ventajas fiscales exorbitantes y
usando medios ilegales, había expoliado los bienes públicos y las riquezas
del país. Las empresas públicas importantes fueron privatizadas y vendidas
a precios irrisorios; varias empresas privadas han sido creadas y finan-
ciadas con fondos públicos. La consecuencia fue que una minoría de ricos,
alrededor del 10 % de la población, disponía de más de la tercera parte del

_  _
PIB; mientras que los más pobres, alrededor del 30 %, se contentaban con
menos del 10 % del PIB. Por su parte, el desempleo afectaba a entre el 15 %
y el 20 % de la población y, en el caso de los jóvenes profesionales, ascendía
al 30 %.
A las desigualdades sociales se unían las desigualdades y disparidades
regionales. En efecto, el desarrollo económico, las inversiones inmobiliarias
y el turismo se concentraban principalmente alrededor de la capital y en
las regiones costeras del nordeste y de Sahel. Las regiones del interior no se
beneficiaban de este desarrollo económico y continuaban siendo zonas
rurales muy pobres, en desventaja y afectadas por el desempleo. De ahí que
existiera un sentimiento profundo de injusticia que los habitantes de estas
regiones no han parado de manifestar. Ellos se reconocían víctimas de una
discriminación regional que agravaba la pobreza y reducía las oportunidades
de éxito de los jóvenes. Por lo tanto, no es por azar que las manifestaciones y
reivindicaciones se hayan iniciado en Sidi Bouzid, una región del interior,
rural y pobre.

Entre la igualdad, el respeto y la dignidad: las condiciones de la


justicia social

En este panorama ¿dónde se encuentra la justicia? ¿porqué razón los


manifestantes han utilizado las fuertes consignas de libertad, trabajo y
dignidad? Estas tuvieron un eco considerable entre la población: movilizaron
a personas en todas las latitudes, en todas las ciudades y en todas las regiones.
Esas son las primeras preguntas que vienen a la mente cuando se quiere
comprender los motivos que constituyen el origen del desencadenamiento
de esta revolución de la indignación.
Por una parte, innegablemente existe un problema de justicia distributiva:
no todos los tunecinos se beneficiaban de los frutos del desarrollo económico.
Como lo he señalado más arriba, las riquezas del país eran acaparadas por
un puñado de privilegiados. En cierto momento, la clase media había
sacado provecho del crecimiento económico, pero la crisis debilitó su
poder de compra.

_  _
Por otra, se puede decir que, cuando las reglas del derecho y los valores
morales más elementales son trasgredidos o violados, cuando el respeto y la
dignidad de las personas son negados, no hay duda de que la justicia cede
su lugar a la injusticia y los signos de aceptación o de aprobación se trans-
forman en gritos de indignación y de revuelta. El grito “¡Esto es injusto!”
marca el acceso al dominio del derecho. La justicia supone innegablemente
signos de respeto y de dignidad, mientras que la injusticia engendra humi-
llación y desprecio. La justicia social no es comprensible sin que se cumplan
las exigencias de respeto a las personas y de igual dignidad para todos (Kis,
1989).
Sin embargo, como lo observa Ernest Bloch, “creemos adivinar aquello
que es ‘justo’. Pero precisamente esta palabra tiene aspectos cambiantes.
Desde el comienzo varias cosas se mezclan” (Bloch, 1976, p. 15). No
obstante, la explosión de cólera en Túnez nos ofrece la oportunidad de
descubrir aquello que esas “cosas” son, aquello que se mezcla o, podríamos
decir, aquello que se encaja. Venimos de recordar que en la justicia se
combinan imperativos de imparcialidad, igualdad y mérito, pero también
exigencias de respeto y de dignidad del ser humano, independientemente
de su pertenencia regional o de su clase social. Es imposible exponer en
pocas páginas la importancia de todos los elementos que se mezclan en la
idea de justicia. Voy a limitarme, en consecuencia, al análisis de la impor-
tancia del respeto y de la dignidad para garantizar una verdadera justicia
social.
La noción de respeto es bastante compleja. Podemos decir que se trata
de un concepto ambiguo y polisémico. Como lo observa Iris Murdoch: “el
respeto es un concepto discreto, distante; ambiguo. Él se emparenta con la
estima, la consideración, la deferencia” (Murdoch, 1993, p. 10). El respeto
hace parte también de los derechos de las personas. El imperativo es
reconocer a la persona como poseedora de derechos y de deberes
inalienables.
El vínculo más evidente entre justicia y respeto aparece claramente en
Jhon Rawls, para quien la noción de respeto ocupa un lugar central en su
teoría de la justicia como equidad (Rawls, 1987). De acuerdo con dicho

_  _
autor, el respeto es una condición de base garantizada por los principios de
justicia en una sociedad bien ordenada. Se trata, de hecho, del “respeto de sí
mismo”, que es considerado como un bien primario, tal vez el más
importante, desde su perspectiva. Entonces, “uno de los rasgos deseables de
una concepción de la justicia es que exprese públicamente el respeto que los
hombres deben profesarse unos a otros” (Rawls, 1987, p. 209)
Para analizar en profundidad la cuestión del respeto es importante
distinguir con claridad el respeto de sí (self-respect) de la estima de sí (self-
esteem). Esta distinción es importante en un autor como Paul Ricœur, quien
sugiere establecer un vínculo entre la “estima del sí y la evaluación ética de
nuestras acciones con miras a una vida buena” y el “respeto de sí y la evaluación
moral de estas mismas acciones sometidas al test de la universalización de
las máximas morales”. Juntas, la estima de sí y el respeto de sí “definen al
sujeto humano como sujeto de imputación […] nos respetamos cuando
somos capaces de juzgar imparcialmente nuestras propias acciones. Estima
de sí y respeto de sí se dirigen, en cada caso, a un sujeto capaz” (Ricœur,
1993, p. 98).
Esta distinción puede revelarse útil para comprender mejor la reacción
de la población tunecina que se sentía humillada por un régimen opresivo
que le había faltado totalmente al respeto. Desde este punto de vista, el
respeto de sí debe ser considerado como el hecho de defender los derechos
propios, de resistir a todo aquello que pueda pisotearlos, de rechazar el ser
utilizado, manipulado, explotado o degradado. Cuando es negado, el respeto
de sí incita al rechazo de toda humillación y provoca la indignación, la
protesta y la revuelta. Esto corresponde perfectamente a la reacción de los
manifestantes que han resistido frente a la intransigencia y la violencia con
las que las autoridades los han tratado.
La noción de respeto se presenta como una idea esencial para abordar
la cuestión de la justicia social. Refuerza aquellos desarrollos que insisten
en que la justicia social implica lo que propongo llamar una ética del respeto:
respeto de los derechos individuales y colectivos, respeto de las personas,
de los procesos, etc. Esta ética del respeto debe estar en el fundamento de
todo contrato social, de todo pacto político que haga parte del origen de

_  _
un régimen democrático. Debe estar en la base de la construcción de un
compromiso político, de una cultura del compromiso.
Sin embargo, como lo ha mostrado la revolución tunecina, el respeto
no puede ser ofrecido; debe ser reivindicado y conquistado. Además,
supone la construcción de instituciones políticas que garanticen la protec-
ción de la dignidad y los derechos fundamentales de los ciudadanos.
Una de las principales enseñanzas de esta revolución es que el pueblo
tunecino, incluso antes de reclamar ciertos derechos económicos, sociales o
culturales, ha reivindicado en primer lugar la necesidad de disponer de ese
“derecho fundamental al respeto”, y lo que él implica en términos de dignidad
y de igualdad (Kis, 1989). Este derecho básico, el de ser respetado, es la
condición necesaria para que cada ciudadano tunecino pueda convertirse en
sujeto de derecho —el “derecho de tener derechos”, según la expresión de
Hannah Arendt— y, de esa manera, llegar a ser considerado como una
persona capaz de participar en la construcción de un espacio político en el
que la igualdad y la diferencia (Ikhtilâf) son a la vez legitimadas y garanti-
zadas por las instituciones y los aparatos del Estado (Nachi, 2011).

Las incertidumbres de la transición democrática

La libertad es ante todo una conquista. Esta es una de las mayores


enseñanzas que se debe extraer de la revolución tunecina. La libertad es el
valor central que define la transición democrática. Sin embargo, una vez
conquistada, la libertad es llevada a la práctica para ser ejercida y puesta a
prueba.
Esto supone, por una parte, asegurar la elaboración de un orden legal
que determine las condiciones de su ejercicio y las esferas en el seno de las
cuales pueda realizarse. Es una cuestión de las fronteras a conjugar (Nachi,
2011c): la libertad de los unos comienza donde termina la libertad de los
demás, según el viejo adagio. La puesta en práctica de la libertad supone,
por otra parte la delimitación de las fronteras entre los poderes (Ejecutivo,
Legislativo y Judicial); y entre la esfera del Estado, aquella del partido en el
poder y la de la sociedad civil. Este arte de la conjugación debe ser

_  _
institucionalizado, pero exige concertaciones, debates públicos y aprendizajes
colectivos que sirvan de base para la construcción de un Estado de derecho
fundado sobre el compromiso (Nachi, 2011b). De esta manera, es claro que
el derecho ocupa un rol crucial en la transición de la revolución hacia el
ejercicio de la libertad y de la democracia. Es esta la situación que vive
actualmente la Asamblea Constituyente de Túnez, que tiene por tarea la
elaboración de una nueva constitución.
Pero ¿qué tipo de rol debe jugar el derecho para asegurar el paso de
una situación insurreccional hacia un modelo transicional democrático?
Sabemos que el orden legal del antiguo régimen ha caducado de facto;
esta es una de las consecuencias de la revolución. El conjunto de su arsenal
jurídico debe ser puesto en cuestión porque, de una parte, ha perdido toda
legitimidad y, de otra, ha sido establecido sobre unos principios injustos: la
constitución, la ley electoral, las normas de la prensa, etc. estaban al servicio
de la dictadura y de su sostenimiento, y no constituían la expresión del
interés general o de la voluntad popular. En consecuencia, es necesario
proceder al desmantelamiento de tal arsenal jurídico para construir un
nuevo orden legal justo que sustente su legitimidad en los principios de la
revolución. Dicho desmantelamiento es la tarea que le ha sido conferida a la
Alta Comisión de las Reformas Políticas, presidida por el jurista tunecino
Yadh Ben Achour; y el rol que se le ha otorgado a la Asamblea Constituyente,
desde su elección. No obstante, el orden jurídico del antiguo régimen no ha
sido plenamente desmantelado y ciertas leyes que vulneran la libertad
permanecen en vigor. Sin embargo, en lo esencial, el antiguo orden legal ha
sido abandonado: abrogación de la Constitución, disolución de las asambleas
y de los concejos municipales y regionales, etc.
Por otra parte, el nuevo orden legal no debe desligarse del orden
social que, por definición, es heterogéneo y está conformado por toda
suerte de conflictos, diferencias (Ikhtilâfât) y luchas sociales (Nachi, 2011).
Dicho orden debe traducir esta situación de relaciones de fuerza para ser
considerado legítimo y justo. Eso supone un nuevo contrato social y un
pacto político que ratifique y asuma estas diferencias, lo cual implica

_  _
elaborar compromisos políticos viables que no excluyan a ninguno de los
movimientos y componentes de la sociedad que rechace la violencia.
El proceso de transición requiere la institucionalización del conflicto,
la instauración de los nuevos poderes legítimos y la definición de las
nuevas reglas del juego político: procedimiento de sufragio universal
fundado en la soberanía del pueblo, escogencia del escrutinio por la
organización de las elecciones (mayoritaria o proporcional), naturaleza del
régimen político (presidencial o parlamentario), etc. Todas estas cuestiones
deben convertirse en el objeto de debates, concertaciones y compromisos
entre el conjunto de fuerzas vivas de la nación, y no en un asunto restringido
a un puñado de tecnócratas o expertos —sin importar cuán competentes
sean— que decidan en lugar de aquellos que han hecho la revolución.
Sin embargo, no se debe ignorar la existencia de zonas sombrías en el
proceso actual de transición. Esto supone la implementación de formas
jurídicas que institucionalicen los objetivos de la revolución y que
determinen los nuevos lugares del poder. Empero, varias acciones y
decisiones del gobierno provisorio han sido tomadas sin verdadera
concertación. Por ejemplo, la nominación de algunos responsables en los
cargos directivos de los medios de comunicación. También, el nombramiento
de los nuevos gobernadores se ha hecho de forma unilateral por parte del
ministro del Interior, que ha puesto en el cargo a personalidades procedentes
de su partido, Ennahdha. Incluso, la nominación de algunos embajadores
por parte del ministro de Asuntos Exteriores se ha realizado bajo una
lógica de continuidad del antiguo régimen.
En todo caso, estas decisiones han suscitado la reacción de la población,
que ha expresado sus descontentos mediante protestas y manifestaciones. En
ciertas regiones, los ciudadanos se han movilizado para exigir la salida de
gobernadores que acababan de ser nombrados y lo han obtenido. De otra
parte, y probablemente para calmar los ánimos, el ministro del Interior ha
decidido “congelar las actividades de la ACD”, a la espera de su disolución
como resultado de una decisión de la justicia, de acuerdo con el procedimiento
legal requerido. Algunas semanas después, la ACD ha sido disuelta.

_  _
Parece claro que la voluntad popular continúa jugando un rol de
contrapoder que tiene el fin de preservar las conquistas de la revolución y
cambiar las prácticas antidemocráticas del antiguo régimen. Es esta una de
las mayores consecuencias de la revolución tunecina y del desarrollo y la
consolidación de la resistencia de la sociedad civil y del movimiento sindical
Unión General Tunecina del Trabajo (UGTT). En numerosas ocasiones,
frente a la movilización de la población, el gobierno provisional ha debido
replantear sus decisiones. Un testimonio de la vigilancia y la vitalidad de la
sociedad civil, así como de la resistencia, ha sido la movilización contra el
proyecto de Ennahdha de inscribir en la Constitución la Shari’a como
fuente de derecho. Una movilización colectiva similar se pronunció en
contra de la voluntad de Ennahdha de cambiar el principio constitucional
de igualdad entre hombres y mujeres por aquel de “complementariedad”.
En diversas ocasiones la sociedad civil ha podido hacer escuchar su voz y
ha obligado al gobierno —e incluso a la Asamblea Constituyente— a
replantear sus posiciones. Estas prácticas de resistencia que acompañan el
proceso de transición han perdurado y se han constituido en una prueba
de éxito en la transición de la revolución hacia un Estado de derecho verda-
deramente democrático. La vigilancia del pueblo tunecino y la conciencia de
su rol histórico en este momento crucial de transición son las condiciones de
éxito de su revolución.

La invención de un nuevo modelo de compromiso. El arte


de la conjugación

La transición democrática en Túnez es un momento determinante


para definir los fundamentos del futuro modelo de sociedad y del régimen
político que el pueblo tunecino desea instaurar (la Asamblea Constituyente
trabaja en la elaboración de una nueva Constitución). Es evidente que las
decisiones de hoy determinarán los contornos de la sociedad del mañana,
de sus principios y valores, y de las instituciones sociales, culturales y
políticas que la compondrán (Nachi, 2011c).
Por esta razón, dichas decisiones deben estar al servicio de la realiza-

_  _
ción de los objetivos de la revolución: trabajo, libertad y dignidad. Pero
deben también, desde mi punto de vista, ser razonadas, es decir, ser reali-
zadas en el marco de debates públicos serenos y de controversias entre las
fuerzas vivas del país. Brevemente: deben ser la expresión de compromisos
verdaderos, viables, legítimos y justos. Sin embargo, la realidad del proceso
de transición muestra que la revolución tiene adversarios, en particular,
los defensores intransigentes del antiguo régimen y los movimientos
conservadores. De esta manera, la revolución engendra la contrarrevolu-
ción y es portadora de sus propios adversarios, aquellos que resisten para
preservar el orden antiguo. Como ha sido común en otros lugares, en
Túnez las fuerzas contrarrevolucionarias se han unido de manera progre-
siva para frenar el impulso revolucionario, lo cual se hace evidente en el
carácter violento de ciertos eventos. La violencia ha alcanzado su
paroxismo con dos asesinatos: el del representante regional (Tataouine)
del partido de oposición Nidaa Touneset, en octubre de 2012, y el de
ChokriBelaïd, una de las figuras emblemáticas de la oposición radical en
Túnez, el 6 de febrero de 2013. Esta violencia es un escollo para la revolu-
ción tunecina y puede poner en peligro el proceso de transición
democrática. Es por eso que toda reflexión sobre este proceso debe tener
en cuenta la violencia en tanto componente contrarrevolucionario.

Uso político de lo religioso: violencia, retorno de lo reprimido


y doble discurso

Ha quedado claro que la cuestión del lugar de lo religioso en la futura


sociedad tunecina y en la organización de sus instituciones sociales y
políticas ha sido una de las más controvertidas. Sobre este aspecto, ha
habido un gran debate en el seno de la Asamblea Constituyente, pero
también en el espacio público, en la sociedad civil y en las organizaciones
políticas. El debate alrededor de la definición del artículo primero de la
Constitución apenas ha comenzado y las posiciones se han endurecido1.

1 Recuerdo la antigua formulación considerada por muchos como un compromiso que debería

_  _
Cuando se despierta el interés en estos debates, lo primero que sorprende
son las confusiones que reinan en las discusiones alrededor de la laicidad y
de la relación entre religión y política, en un contexto marcado por la
pasión y la sanción ¡El debate está mutilado!
Desde el comienzo de la revolución, las polémicas, manifestaciones y
acciones políticas referentes a estas cuestiones no dejan de multiplicarse,
por lo que ocupan un gran espacio dentro de los debates públicos e ilus-
tran, a la vez, la amplitud del problema y la importancia de la cuestión
religiosa en la definición del futuro Estado de derecho. Algunos partidos y
movimientos políticos (de tendencia islamista) se sirven cada vez más de
la cuestión de la laicidad en las arenas públicas como estandarte para
desviar los debates alrededor de verdaderas cuestiones sociales, econó-
micas o políticas, de modo que intentan imponer sus puntos de vista a
nombre de pretendidos valores islámicos.
A decir verdad, los tunecinos, conocidos por su moderación y su sentido
de compromiso, se sienten amenazados y no cesan de expresar su temor frente
a los comportamientos agresivos y a veces violentos de estos movimientos
llamados salafistas. Tres ejemplos, entre otros, permiten ilustrar la situación
que ha imperado a lo largo del periodo que ha seguido a las elecciones de la
Asamblea Constituyente del 23 de octubre.
Primero, la gran polémica alrededor de la película de la productora
tunecina Nadia El-Féni, que trata justamente el lugar de la laicidad en
Túnez, específicamente acerca de la mala interpretación de su título Ni
Dios, ni maestro. Los islamistas le reprochan haber “atacado el islam”, no
haber respetado los valores religiosos de la sociedad tunecina ni su identidad
musulmana. El-Féni ha sido objeto de intimidaciones, de ataques violentos
en Internet y de amenazas de muerte, lo cual obligó a la productora a
cambiar el título de su película, ante lo que optó por Laicidad, Incha’Allah.
Como segundo ejemplo, me parece importante hablar de aquello que
ha pasado en bastantes mezquitas. Los islamistas conocidos como salafistas

ser mantenido. El artículo primero de la Constitución del 1.º de junio de 1959 enuncia: “Túnez es
un Estado libre, independiente y soberano; su religión es el islam, su lengua el árabe y su régimen
la república”.

_  _
han acordonado sus lugares sagrados desde el comienzo de la revolución y
han llegado a destituir a los antiguos imanes, nombrados bajo el antiguo
régimen, para instalar a los suyos. En presencia de creyentes moderados
habituados a vivir un islam pacífico, han cambiado, a veces de forma
brutal, diversos rituales y prácticas religiosas: en ciertos lugares han desfa-
sado la hora de la plegaria, y en otros, han impuesto nuevas reglas
extranjeras al rito malékite para cumplir las abluciones, rezos y recitales del
Corán.
Por otra parte, los salafistas también han politizado la función de la
mezquita: de un lugar de plegarias y contemplación, lo han transformado
en escenario de discusiones políticas (halakât) y de enseñanzas para los
jóvenes en búsqueda de identidad. En Ezzahra, periferia de Túnez, han
incluso utilizado la mezquita para la enseñanza del karate a los niños.
Aunque la mayoría de las mezquitas no se encuentra bajo el control de estos
grupos de islamistas radicales, es importante recordar que, con el consen-
timiento mismo del ministro del Interior, varias continúan actualmente
bajo su control.
El último ejemplo se asocia a las polémicas relacionadas con la
emisión religiosa Saha chribetkom, llevada a cabo a partir del primer día
del mes del ramadán. Dichas polémicas son signos reveladores de la
amalgama entre predicación religiosa y propaganda política, y del doble
lenguaje utilizado por el partido de Ennahdha.
En efecto, la cadena de televisión Hannibal TV ha destinado una hora
de gran audiencia (justo antes del inicio del ayuno) a la presentación de
una emisión que se pretende “teológica y de educación religiosa”. La tarea
ha sido encomendada a Abdelfattah Mourou, abogado y uno de los
fundadores del movimiento. Sin embargo, todos saben que A. Mourou es
un dirigente político que juega un rol influyente en el seno del partido
Ennahdha. Participa a nombre de dicho partido en frecuentes encuentros
y reuniones oficiales, lo que constituye una transgresión manifiesta de la
regla de neutralidad, más aún cuando se avecinan decisiones fundamentales
en la Asamblea Constituyente. Esta situación ha suscitado fuertes críticas
por parte de numerosas instancias profesionales, pero también de partidos

_  _
de izquierda, representantes de la sociedad civil y movimientos asociativos:
todos denuncian los atentados a los principios de neutralidad y pluralismo,
así como la actitud parcializada de Hannibal TV. Después de haber recibido
numerosas quejas, la Instancia Nacional por la Reforma de la Información
y la Comunicación (Inric) se apropió del asunto y recomendó a la cadena
detener la difusión de este programa y confiar la presentación de tales
emisiones a teólogos independientes.
Desde entonces, otros problemas han surgido. Entre los más signifi-
cativos se encuentra la situación del “porte del niqap”, en la Universidad de
Ciencias Humanas de Manouba. Pero la violencia política ha encontrado su
paroxismo en el asesinato del líder de izquierda radical y militante de los
derechos humanos, Chokri Belaïd, frente a su casa, el miércoles 6 de febrero
de 2013. Después de este terrible asesinato, Túnez se encuentra en una
encrucijada.

Laicidad: el gran malentendido

Los debates alrededor de la laicidad en Túnez son bastante simplistas


y provocan muchas crispaciones y malentendidos. En efecto, la laicidad es
usualmente asociada al ateísmo, al rechazo y exclusión de la religión, a la
antirreligión, etc. Estas visiones se han extendido de manera notoria entre
los sectores populares y otros sectores de la sociedad (clase media, diversos
grupos de la élite tunecina, etc.). Estas percepciones equivocadas son
alimentadas por los argumentos presentados por movimientos del islam
político, principalmente los salafistas, que entienden la laicidad como una
amenaza para el islam y como un grave peligro para la libertad de creencias.
De otro lado, ciertas franjas de la élite tunecina, encabezadas por
determinados intelectuales y movimientos de izquierda, defienden, desde
mi punto de vista, una concepción demasiado rígida de la laicidad —calcada
del modelo francés—. Para ellos, esta concepción sería la única capaz de
garantizar las libertades individuales y colectivas: libertad de creencias (o
de no creer), libertad de culto, libertad de expresión, etc.

_  _
A decir verdad, esta concepción no tiene en cuenta la especificidad de
la sociedad tunecina, de su historia, de sus dinámicas sociales ni de su iden-
tidad como sociedad árabe-islámica. En mi opinión, no se debería
subestimar el hecho de que se trata de una sociedad con orígenes e influen-
cias múltiples, entre las cuales se encuentran el islam y la cultura islámica.
En el fondo, si se reflexiona bien sobre el asunto, es claro que la religión ¡no
es lo esencial del problema! Al contrario, el uso que de ella han hecho
algunos grupos radicales del islam político y del partido Ennahdha es el
origen de problemas espinosos, principalmente cuando intentan fundar
sobre preceptos del islam la organización y el funcionamiento del conjunto
de las instituciones, o cuando reivindican la aplicación de la Shari’a, tal
como lo muestra el debate que ha tenido lugar sobre el artículo primero de
la Constitución.
Yo no creo que la trasposición del modelo de laicidad francés sea la
solución más adecuada para definir el lugar de la religión en una futura
sociedad tunecina pluralista y democrática. En primer lugar, se trata de un
modelo específico para la sociedad francesa que no es muy extendido en
otras sociedades occidentales —de hecho, algunos hablan de “la excepción
francesa”, ya que allí la laicidad ha sido tradicionalmente formulada en el
marco de conflictos entre católicos y laicos—. De otra parte, dicho modelo
de laicidad impone el principio de la separación entre lo político y lo
religioso, así como la neutralidad religiosa del Estado, pero la separación y
la neutralidad del Estado no son tan reales como se pretende. La separación
de lo político y de la religión está por materializarse en la historia política de
la sociedad francesa. En esta perspectiva, mi análisis se une al presentado
por Étienne Balibar, quien, en su último libro, pone en evidencia las
dimensiones políticas de las tensiones religiosas que subyacen en los debates
sobre la laicidad y, más particularmente, en las controversias asociadas al
porte del velo islámico (Balibar, 2012).
Para muchos, la invocación de la laicidad por diversos tunecinos es
una retórica que no necesariamente sirve a los objetivos de la revolución.
La laicidad se ha convertido, en el contexto posrevolucionario, en una
cuestión tan politizada que en adelante será bastante difícil llegar a un

_  _
consenso alrededor de su formulación. Más aún, debe ser posible hablar de
la emancipación de la mujer, del respeto a la dignidad humana y de los
derechos fundamentales sin invocar la laicidad ni reafirmar el principio de
separación entre lo político y lo religioso.
Para sus defensores incondicionales, la laicidad sería la única garante
del respeto por la igualdad entre hombres y mujeres, de la neutralidad del
Estado, etc. Todo ello sería posible en la medida en que la laicidad instaure
el principio de separación entre las esferas pública y privada, de modo que
confine la religión a la vida privada. Ciertamente, las exigencias de libertad
y de igualdad están entre las que se consideran fundamentales para la cons-
trucción del Estado de derecho y para el establecimiento de un régimen
político verdaderamente democrático. Pero la cuestión es la siguiente: ¿por
qué estamos empecinados en focalizar el debate alrededor de la laicidad?
¿La laicidad sería la única alternativa posible? ¿Debemos tomar como
conquista la separación entre lo político y lo religioso?
Frente a estas cuestiones es necesario abrir un debate sereno que
permita la emergencia de respuestas novedosas adaptadas a la situación
poscolonial/posrevolucionaria actual y a las demandas y expectativas de la
sociedad tunecina. El pueblo tunecino ha hecho su revolución; a él le
incumbe inventar el modelo de sociedad mediante el cual pueda
materializar sus aspiraciones de libertad, dignidad y justicia social. Me
parece más riguroso confiar en su capacidad y permitirle suministrar la
solución que más le convenga, en lugar de subestimar su imaginación
creadora.

Arte de la separación versus arte de la conjugación

Para terminar, es conveniente volver sobre la idea de “conjugar” y de


su diferencia con aquella de “separar” (Nachi, 2011c). Al respecto, podemos
decir que en los fundamentos de la política moderna se encuentra el
principio de separación de poderes, pero también el de separación de
esferas. Cada esfera tiene o adquiere su integridad propia, su autonomía, y
de dicha autonomía depende el modelo de libertad en su forma ideal. La

_  _
libertad se asocia a la separación porque esta última asegura la autonomía.
Aquello que Michael Walzer denomina el arte de la separación da forma a
nuestra realidad política y social, y así hace posible la distinción de lo
político, lo económico, lo científico y, por supuesto, lo religioso. Podemos
interrogarnos sobre la eficacia de este modelo, sobre sus virtudes y sus
fracasos, sin embargo, es necesario admitir que, después de mucho tiempo,
hoy asistimos a una reducción del campo de ejercicio de la libertad. En cuanto
a la separación, es claro que no está siempre garantizada: constatamos, por
ejemplo, que la influencia de la economía se ha extendido, lo que reduce, a
veces drásticamente, el espacio de otras esferas, tal y como ha ocurrido con
la política.
La revolución tunecina nos ha recordado que la libertad no puede
existir sin dignidad, y que no existe dignidad sin medios decentes de exis-
tencia. Es difícil, por lo tanto, separar lo económico de lo político, porque
en todo ser humano lo económico y lo político se conjugan inevitable-
mente. Lo mismo ocurre para lo religioso y para lo político. Marx expresaba
de manera clara dicha idea: “la diferencia entre el hombre religioso y el ciuda-
dano, es la diferencia entre el comerciante y el ciudadano, entre el jornalero y
el ciudadano, entre el propietario inmobiliario y el ciudadano, entre el
individuo vivo y el ciudadano”.
El problema es, por lo tanto, definir la libertad real, que tiene que ver,
en efecto, con la posibilidad de garantizar la emancipación de la mujer, el
respeto de la dignidad humana y los derechos fundamentales de las
personas. Por esto pienso que la palabra clave que toma la libertad (Hurriyya
y no laicidad) y la diferencia (Ikhtilâf y no la soberanía individual) como
horizonte es la palabra conjugar. Esta es una alternativa explícita al modelo
que toma la separación como principio primario. Hablar de un arte de la
conjugación en este contexto es buscar un fundamento “gramatical”, definir
una gramática de lo político a partir del binomio Hurriyya (libertad) y
Ikhtilâf (diferencia). Es hacer un llamado a otro tipo de imaginación
política.
Explorar un proyecto político común será menos una cuestión de
separación que de reconocimiento del conflicto y del debate. Podremos

_  _
entonces ubicar la cuestión de la libertad no como el modelo de la laicidad
como separación, sino desde otra óptica y con otra gramática: como un
modelo de sociedad en el que el pueblo tunecino será a la vez el inventor y
el primer beneficiario de dicha libertad. Se tratará entonces de otra forma
de hacer, que busca más conjugar que separar. Es lo que yo llamo un arte de
la conjugación. El compromiso consiste en conjugar principios diferentes y
opuestos, como Hurriyya (libertad) e Ikhtilâf (diferencia).

A manera de obertura

¿A qué conclusión provisional nos conduce esta reflexión sobre las


condiciones básicas de la justicia y el análisis del proceso de transición en
curso? Primero, la ruptura se deja entrever, aunque no de manera total:
Túnez está pasando de una dictadura cruel a aquello que podríamos
llamar una situación transicional, todavía marcada por la impronta de la
incertidumbre y la indeterminación. Esta revolución se ha probado como
un momento formidable de búsqueda de libertad y de dignidad. De otra
parte, para quien quiera interrogarse sobre tal proceso de transición, el
derecho es un campo de elección. Han ocurrido sin duda, en el curso de
esta revolución, abusos e infracciones al derecho, pero de una manera
general, el pueblo tunecino ha demostrado su interés por actuar dentro de
un cuadro legal que mantenga como principio la nueva legitimidad revo-
lucionaria.
El pueblo tunecino se ha mostrado audaz en este momento
revolucionario. No debe caer ahora en la timidez, no debe ser atravesado
por la duda o poner en cuestión la perspectiva de su revolución, porque
algo único, todavía indeterminado, está produciéndose. El futuro del
proceso revolucionario dependerá entonces de la voluntad popular de
ejercer control sobre las decisiones y las orientaciones institucionales,
políticas y económicas que serán aprobadas a lo largo de los próximos
meses.
En este momento, en Túnez, una nueva ciudadanía (mouwâtana),
fundada sobre las ideas de libertad e igualdad, se está edificando. Se espera

_  _
que este impulso triunfe en la definición de un nuevo compromiso polí-
tico; existe la expectativa de que el pueblo tunecino se comprometerá
definitivamente con el camino de la libertad y la democracia sin recaer en
las fuertes arbitrariedades que soportó en el pasado.

_  _
Parte IV.

Aperturas…
M i r a d a s f i lo s ó f i c a , h i s t ó r i c a y j u r í d i c a
C o n t e n i d o p a r t e IV .

» Patrice Canivez
Eric Weil. Violencia y democracia en un mundo globalizado 323
Filosofía y política 323
Comunidad y sociedad 326
El conflicto entre el Estado y la sociedad 330

» Hugo Fazio Vengoa


Violencia, democracia e historia global 343
El fin de la historia 344
El choque de las civilizaciones 347
Globalización: sentido y alcance 348
Representaciones de un entramado global 351
Rasgos específicos de nuestro presente 353
Constelación global, tiempo y espacio 357
La necesidad de historizar globalmente la democracia y la violencia 357
A guisa de conclusión 360

» Hernando Valencia Villa


Justicia transicional y derechos humanos. Sus aportes para el mundo 363
contemporáneo
Experiencias 365
Lecciones 374
El derecho a la justicia 376
la vulnerabilidad del mundo

histórica y jurídica
P a r t e IV . A p e r t u r a s ... M i r a d a s f i l ó s o f i c a ,
Eric Weil. Violencia y democracia
en un mundo globalizado *

Patrice Canivez

Filosofía y política

El problema de la violencia se encuentra en el corazón de la filosofía de


Eric Weil. Allí, la violencia es considerada en sus diferentes dimensiones:
violencia de la naturaleza, violencia social y política, y violencia de la pasión
autodestructiva. Pero la cuestión central es la de las relaciones entre violencia
y discurso. Weil parte de una reflexión sobre las condiciones de posibilidad
de diálogo filosófico y, en el plano político, de una discusión racional y razo-
nable. Es en el marco de esta reflexión que este autor desarrolla una teoría de
la democracia que se inscribe en la perspectiva de un mundo globalizado
—en términos de Weil, del desarrollo de una sociedad mundial—. Esta pers-
pectiva aparece de inmediato en su definición de la política. Por oposición a

*
Traducción de Andrés Felipe Mora.

_  _
la moral, que es la acción del individuo sobre sí mismo, la acción política es
“la acción razonable y universal sobre el género humano” (Weil, 2000a, p.12).
Sin embargo, es necesario distinguir las concepciones que el filósofo y
el hombre político elaboran de la política. La filosofía, como práctica de
diálogo, asigna a la política un objetivo moral que tiene dos aspectos. En
primer lugar, la intención de contribuir a la emergencia de un mundo donde
todo ser humano tenga la posibilidad real de acceder a la autonomía moral;
es decir, donde pueda tomar sus propias decisiones sobre la base de princi-
pios comprensibles y admisibles por todos. En las condiciones del mundo
actual, ese no es el caso, lo que se debe a la violencia y a todas las formas que
esta adquiere: natural, socioeconómica y política. Mientras que el individuo
no sea liberado de la violencia, no puede vivir una vida que sea verdadera-
mente suya. La violencia de la naturaleza impone el imperativo de la
supervivencia sobre todas las cosas. La violencia social y política perjudica al
individuo en tanto que miembro de un grupo o de un estrato social, de una
nación o de una minoría; le impone el destino de su grupo o de su comu-
nidad. Un mundo en el que esta violencia se redujera conllevaría el final de
las luchas sociales y de los conflictos internacionales. Por la misma razón,
ese sería un mundo donde todo individuo humano tendría la libertad real de
llevar una existencia autónoma, no en el aislamiento, sino en la libre elección
de sus pertenencias y de sus modalidades de pertenencia.
En segundo lugar, el objetivo de la acción es el surgimiento de un mundo
donde todo ser humano pueda hacer valorar sus derechos por medio de la
palabra. En el mundo actual, este tampoco es el caso. La eficacia del diálogo o
de la discusión depende de los límites en los que los interlocutores están
dispuestos a dejarse convencer por el mejor argumento, pero también, a modi-
ficar en consecuencia sus posiciones y su forma de actuar. En cambio, los
límites impuestos a la discusión excluyen a los individuos mediante el uso de
la violencia: violencia de la restricción o de la destrucción, violencia de la
instrumentalización o de la manipulación. De ahí que no sea suficiente definir
las normas de la acción comunicacional; es necesario precisar las condiciones
en las cuales la acción a través de la discusión puede ser realmente eficaz.

_  _
La tarea de la filosofía es promover el diálogo. Es debido a este objetivo
que el filósofo —y de manera general el hombre de cultura— participa en el
mundo de la acción. Él es, en la mayor parte de los casos, un docente y un
educador; enseña la práctica del diálogo y contribuye a la difusión de una
cultura de la discusión argumentada1. En tanto que participa en los debates
públicos, el filósofo debe promover esta práctica en el conjunto de la
sociedad. Pero, en tanto que la filosofía es política, esta debe pensar también
las condiciones de posibilidad de eficacia del discurso, de la discusión razo-
nable. Esto quiere decir que la filosofía debe interrogarse sobre las condiciones
de su propia recepción, sobre el efecto de su propia práctica en la sociedad
tal cual es.
Idealmente, las condiciones de una acción basada únicamente en el
intercambio de argumentos implican la ausencia de relaciones de fuerza;
cumplen los requisitos de un acceso universal a la autonomía moral, es decir,
al surgimiento de un mundo liberado de los conflictos sociales, comunita-
rios e interestatales. Un mundo prefigurado por estas condiciones es un
mundo donde la organización racional del trabajo social permitirá el plura-
lismo de formas de vida ética y, por esto mismo, la posibilidad para el
individuo razonable de llevar una vida que tenga sentido ante sus propios
ojos. Concretamente, esto quiere decir que existiría una sociedad mundial
sometida al control político de los Estados históricos. Pero esto implica
también una transformación del Estado, que, siendo una institución de
poder y dominación, debe convertirse paulatinamente en aquello que real-
mente es según su significado original. A saber, una comunidad ética a la
que se adhiere libremente un individuo con el fin de vivir, junto a otros, una
existencia dotada de sentido.
Sin embargo, estos objetivos que la filosofía asigna a la política solo
tienen la posibilidad de realizarse en la medida en que coincidan con los
objetivos perseguidos por los hombres políticos, los grupos, las naciones y
los Estados. Para que los derechos fundamentales sean garantizados a todo
ser humano, para que la acción por el diálogo y la discusión sea eficaz, se
requiere que el interés de los gobernantes consista en contribuir a la edificación
1 Ver la primera parte de Weil (2000a) y, en Weil (2003), ver el ensayo titulado “Vertu du dialogue”.

_  _
de un mundo en el que la violencia sea progresivamente excluida. Es nece-
sario que exista una coincidencia entre los discursos de la filosofía y de los
políticos sobre la acción política. Es necesaria una suerte de consenso super-
puesto entre la razón que promueve el discurso filosófico y la racionalidad
de cálculo que prevalece en la sociedad moderna, entre el idealismo moral y
el utilitarismo. Es preciso, para decirlo de otra forma, sobrepasar la oposi-
ción entre la crítica moral del poder y el ejercicio de las responsabilidades
políticas.

Comunidad y sociedad

La primera cosa que se debe hacer es aprehender la realidad política


por ella misma. Es por esto que Weil defiende lo contrario a la fórmula de
Marx en su onceava tesis sobre Feuerbach. Marx afirma que los filósofos no
han hecho sino interpretar el mundo de diferente forma, pero que aquello
que importa es transformarlo. En respuesta a esta fórmula Weil escribió: “la
primera tarea de aquel que quiere cambiar el mundo, consiste en comprender
aquello que este tiene de sensato” (Weil, 2000a, p. 57). Más precisamente, se trata
de comprenderlo en tanto que combinación de sentido y ausencia de sentido, de
violencia y de razón. Así, para Weil, el problema fundamental de nuestra época
es el conflicto entre la sociedad y el Estado, entre la sociedad en proceso de
mundialización y el Estado local. Es en este contexto en el que se desarrolla la
forma moderna de la democracia. Es también en este contexto en el que
aparecen las formas específicas de violencia a las cuales dicha democracia
debe hacer frente.
Para comprenderlo, es necesario partir de las interrelaciones complejas
entre Estado, comunidad y sociedad. Reinterpretando a su manera la pareja
sociedad/comunidad, heredada de Tonnies y de Max Weber, Weil hace una
distinción entre la comunidad unificada por sus tradiciones históricas —éticas,
religiosas, lingüísticas, estéticas, políticas— y la sociedad definida como un
sistema de producción e intercambio de bienes. Comunidad y sociedad no
son dos realidades separadas, sino dos aspectos de una misma realidad.
Toda comunidad histórica es, al mismo tiempo y en tal grado, una sociedad,

_  _
que es posible afirmar que uno de los rasgos de las sociedades/comunidades
premodernas es que los valores de la comunidad son los mismos que los de
la sociedad. La moral concreta de la comunidad da valor a ciertos bienes, a
ciertas actividades más que a otras. Dicha moral legitima la jerarquía social
característica de esta sociedad; proporciona el concepto de justicia que se
aplica a la estructura social.
Al contrario, uno de los rasgos de la modernidad consiste en una suerte
de separación entre sociedad y comunidad. Mientras la sociedad tiende a
volverse global, la comunidad continúa teniendo un carácter local. La
sociedad moderna se funda sobre el cálculo racional; busca la eficacia y el
desempeño. Sin embargo, una sociedad mundial permitirá el alcance de la
eficacia máxima evitando las crisis capitalistas, es decir, los ciclos de creci-
miento, de estancamiento o de recesión característicos de las sociedades
“capitalistas”. Estas son crisis de subconsumo, más que de sobreproducción.
En sentido estricto, no puede haber sobreproducción porque no existe un
límite para el consumo humano, sobre todo si su aumento se mide en
términos cualitativos y no únicamente en términos cuantitativos. Una organi-
zación del trabajo a escala mundial permitiría evitar tales crisis de subconsumo
regulando el sistema económico y favoreciendo la reducción de las diferencias
del desarrollo. De esta manera, la resolución de las crisis pasa por un relativo
igualamiento de los niveles de vida entre las sociedades locales, que tienen la
vocación de convertirse en sectores diferenciados —aunque paulatinamente
interdependientes— de una misma sociedad mundial.
Naturalmente, esta no es la forma como se lleva a cabo en la práctica la
mundialización. Esta progresa de manera caótica, debido a la rivalidad entre
las sociedades/comunidades particulares. El motor de la mundialización no
es la organización planificada, a escala mundial, de una sociedad preocu-
pada por eliminar las contradicciones internas que le impiden ser plenamente
racional. El motor de la mundialización es la rivalidad entre las comuni-
dades históricas, entre las sociedades y los Estados particulares. Esto ha sido
siempre así. Es la defensa de sus tradiciones religiosas, políticas y culturales,
y la búsqueda de objetivos tradicionales, como la potencia o el prestigio, lo
que ha conducido a los Estados a impulsar la racionalización del trabajo

_  _
social. Es la defensa de sus particularismos históricos lo que, paradójica-
mente, ha empujado a los Estados y a las sociedades a modernizarse.
De ahí el conflicto entre modernidad y tradición que se ha desarrollado
dentro de cada sociedad/comunidad, de cada Estado particular. Es en vista de
objetivos tradicionales y por defender sus particularidades históricas que las
sociedades/comunidades se modernizan. Pero, al entrar en el proceso de la
modernidad, son obligadas a desarrollar normas y valores —como el
progreso, el cálculo racional, el confort material y la competencia indivi-
dual— que entran en contradicción con sus valores tradicionales. Al comienzo
de la industrialización, el conflicto es agudo, debido a que el desarraigo de los
campesinos y la concentración de masas urbanas pauperizadas hacen parte
de ese proceso. En las sociedades avanzadas, industriales o posindustriales,
esto da origen a una suerte de equilibrio2. En general, el conflicto se estabiliza
bajo la forma de un reparto entre vida profesional y vida privada. De una
parte, se viven la competencia social y el ejercicio cada vez más racionalizado
de las diferentes funciones sociales; de otra, la vida privada, donde se cumplen
y trasmiten los valores de la tradición: amistad, solidaridades familiares, auto-
rrealización personal, prácticas religiosas o culturales, etc.
Pero este equilibrio no es suficiente. La separación de vida social y vida
privada no basta para reconciliar los valores de la sociedad moderna y aque-
llos de la comunidad histórica. Esto se debe a que, en la sociedad moderna,
el individuo es considerado y se considera a sí mismo un engranaje del
mecanismo social: debe someterse a la concurrencia para acceder a las
funciones que espera cumplir; debe adquirir los saberes y las competencias
que le dan un precio y le permiten ubicarse en el mercado del trabajo. Esta
cosificación (Weil, 2000a) no deja de tener efectos positivos. Implica un
primer proceso educativo que lleva al individuo a disciplinar sus impulsos y
su violencia naturales, a respetar las reglas que gobiernan el ejercicio de una
función social y a hacerse responsable de sus decisiones racionales. La cosi-
ficación es el reverso de un proceso de socialización y de acceso a la
independencia material, pero no deja de ser cosificación. La sociedad

2 Sobre estos aspectos, ver el estudio titulado “Masses et individus historiques”, en Weil (2000c).

_  _
moderna es, por principio, materialista; tiene por objeto fundamental el
mejoramiento de los desempeños económicos y tecnológicos. Ese objetivo
implica el acceso a la educación, a la salud, al ocio y a la elevación general del
nivel de vida, o al menos es esto lo que ocurre en las sociedades avanzadas
que se han fundado sobre el consumo en masa y el aumento de la producti-
vidad, de tal suerte que solo una minoría en estas sociedades cuestiona
seriamente la modernidad y las ventajas del progreso. Así, la sociedad
moderna, sobre su dinámica, no ofrece ningún sentido a la existencia. O, al
menos, no le da otro sentido que el de participar en el proceso indefinido del
progreso.
Es por esto que los valores de la comunidad no son únicamente valores
refugiados, que den un sentido a la vida privada, sino que inspiran también
la voluntad política de subordinar el mecanismo social al respeto de normas
éticas, es decir, a los valores de una moral concreta. En ciertos casos, por
ejemplo, la política debe hacer prevalecer los valores de la solidaridad sobre
los principios de la competencia. Desde esta óptica, la acción política es el
proceso mediante el cual una comunidad histórica somete a un control polí-
tico su propia infraestructura social, y se realiza como forma de vida ética
mediante la orientación colectiva de los procesos económicos. Pero si estos
procesos deben estar enmarcados por reglas ético-jurídicas, la moral
concreta de la comunidad debe, a cambio, adaptarse a las condiciones de la
modernidad. De esta forma, la subordinación de lo económico a lo ético, de
lo social a lo político, es acompañada por una reinterpretación de los valores
constitutivos de la moral concreta. A través del sometimiento de la infraes-
tructura socioeconómica a los principios de justicia, la comunidad política
debe reinterpretar la idea que se ha hecho de la justicia misma. Si toma sus
valores de sus tradiciones, no puede contentarse con perpetuarlas en tanto
tales, debe aceptar su evolución. La comunidad política debe permitir el
abandono de aquellas tradiciones que son incompatibles con la racionalización
de la sociedad; debe tomar la responsabilidad de esta evolución repensando sus
propias tradiciones y sometiéndolas a la reflexión crítica.
Puede considerarse como un deber de la sociedad llevar a cabo dicha
evolución, tanto más si se tiene en cuenta que la unidad de una comunidad

_  _
política reposa en la adhesión de los individuos a valores fundamentales
—es decir, a aquello que Weil llama sagrado—. Esto no implica que dicha
comunidad sea moral y culturalmente homogénea, porque las tradiciones
culturales, religiosas y políticas dan lugar a un conflicto de interpretaciones.
Desde este punto de vista, la característica de las comunidades políticas es la
existencia de un debate público permanente sobre la interpretación de los
valores comunes; en particular, la justicia —sobre esa virtud que según Aris-
tóteles resume todas las demás virtudes en tanto que dimensiones de las
relaciones con el prójimo3—. En un mismo movimiento, la comunidad polí-
tica intenta someter su propia estructura social (su infraestructura
socioeconómica) al respeto de los valores constitutivos de una ética común, y
generar un debate sobre el verdadero sentido de los valores. De ahí el doble
aspecto de la discusión política: hace posible el análisis de la situación y la
toma de decisiones, pero es, al mismo tiempo, una hermenéutica de los
valores comunes.

El conflicto entre el Estado y la sociedad

Es en este contexto que aparecen el rol del Estado y las características y


límites de la democracia contemporánea. El Estado es la organización insti-
tucional que permite a una comunidad histórica actuar, es decir, identificar
los problemas y tomar las decisiones orientadas a resolverlos. Al mismo
tiempo, es el Estado de una sociedad particular, de un sector de la sociedad
mundial que está en proceso de formación. En tanto que Estado de una
comunidad histórica, busca la perpetuación de tal comunidad. Sus objetivos
son la preservación de la unidad y la independencia de la nación. En tanto
que Estado de una sociedad particular, asegura su funcionamiento a través
de su administración. En sus relaciones con otros Estados, representa los
intereses económicos de dicha sociedad.
En el plano político, la oposición sociedad/comunidad da lugar a una
amalgama entre el Estado, como realidad histórica, y la sociedad, como
organización del trabajo social. Dentro del Estado, este conflicto se mani-
3 Ver el ensayo titulado “L’anthropologie d’Aristote”, en Weil (2000b).

_  _
fiesta en las luchas sociales por la justicia y la revuelta en contra de la
cosificación de los individuos por la sociedad moderna. A nivel interna-
cional, el conflicto está vinculado al hecho de que el Estado es local, mientras
que la sociedad tiende a devenir universal. En el marco de la mundializa-
ción, la sociedad tiende a poner al Estado en una situación de dependencia.
En consecuencia, la subordinación de los procesos socioeconómicos a los
principios ético-jurídicos no es posible sino a través de una acción concer-
tada por parte de los Estados.
Tal es el contexto en el que se ubica la cuestión de la democracia. Para
Weil, la definición de la democracia implica la existencia de un Estado cons-
titucional y de un método de gobierno fundamentado en la discusión
universal. En todas las formas del Estado moderno, el gobierno está en el
centro de la acción política: en el Estado autocrático, actúa solo y sin control,
y en el Estado constitucional, no puede actuar sin la participación de otras
instancias; el parlamento que da fuerza de ley a sus decisiones y los tribunales
que sancionan los abusos de poder. El principio del Estado constitucional es,
por lo tanto, la interdependencia de los poderes —y no su separación, como
tradicionalmente se ha pensado—, que no debe ser comprendida como un
simple sistema de checks and balances, es decir, de control y de impedimentos
recíprocos, sino como una regla de interacción y de ayuda mutua entre las
instituciones. Esta colaboración vincula a los ciudadanos a la toma de deci-
siones de modo que garantiza sus derechos fundamentales. Los tribunales
protegen los derechos individuales; los ciudadanos participan en la esco-
gencia de una línea de acción. En consecuencia, el régimen está fundado
sobre la discusión universal, es decir, sobre una discusión pública donde
todos tienen derecho a la palabra. Debido a que los ciudadanos participan
directa o indirectamente en la toma de decisiones políticas, no son única-
mente “gobernados” sino también “gobernantes en potencia” (Weil, 2000a,
p. 203). La democracia implica el sufragio universal, pero también la elegibi-
lidad de los ciudadanos para los cargos políticos.
Sin embargo, todos estos rasgos definen un tipo ideal de democracia. A
partir de estos puntos, es posible asumir que las democracias existentes son
defectuosas: la independencia de la justicia y el control parlamentario

_  _
pueden ser más aparentes que reales; la discusión puede estar limitada al
círculo cerrado de una clase política; el acceso a los medios de comunicación
y la participación en la vida pública están limitados por el poder económico,
las redes de influencia, etc. De ahí que la democracia degenere frecuente-
mente, no tanto en tiranías, como lo ha dicho la tradición que va de Platón a
Tocqueville, sino de tal manera que termine promoviendo el poder de los
mediocres —pues una democracia que funciona correctamente asegura a la
vez la participación política de los ciudadanos y el acceso de los más capaces
a las responsabilidades gubernamentales— (Weil, 2000a, p. 217). De manera
general, ningún Estado es puramente constitucional. Todas las democracias
existentes son, en realidad, regímenes mixtos que combinan los rasgos del
gobierno constitucional y las reminiscencias de la autocracia.
Se ha dicho que la democracia está fundada sobre la discusión universal.
Al respecto, una de las características de la propuesta de Weil es que no se
interesa únicamente por las normas de la discusión y por su extensión. En las
condiciones actuales de la acción política, la discusión no puede obedecer a
un método riguroso (Weil, 2000a, p. 206); no puede atenerse a las normas de
una discusión desinteresada —aquello que Weil denomina diálogo, en
contraste con discusión política4—. Más importantes son los problemas que le
dan a la discusión política su objeto y características propias. Para comprender
la especificidad de tal discusión en las democracias modernas, hace falta
disponer de una teoría de los problemas que son el objeto de tal discusión. En
una palabra, la estructura de la discusión está definida por una problemática.
Desde un punto de vista teórico, el problema es provocado por el
conflicto entre Estado y sociedad. En el marco de la discusión política, la
conciliación entre lo justo y lo eficaz aparece como una necesidad práctica. Es
necesario, sin duda, darle a esta fórmula de Weil un sentido general. Podría,
por ejemplo, aplicarse al problema de la relación entre seguridad y libertad,
entre las medidas eficaces de protección contra la violencia (criminalidad,
terrorismo) y la garantía de los derechos individuales. Pero, en la perspectiva
de Weil, la fórmula se aplica especialmente a la conciliación de la justicia

4 Ver el ensayo titulado “Vertu du dialogue”, en Weil (2003).

_  _
social y la eficacia económica. En el fondo, se trata de someter la división del
trabajo social y los procesos económicos a principios de justicia, de manera
que se les ofrezca a dichos principios una interpretación compatible con las
características de la sociedad moderna. En una democracia, esta problemá-
tica define el carácter de los debates públicos. La democracia reposa sobre la
educación recíproca de gobernados y gobernantes, de gobernantes “en
potencia” y de gobernantes actuales. La discusión es el ámbito de dicho
proceso educativo, que debe llevar a la luz las restricciones que impone la
realidad, y producir un consenso sobre aquello que es moralmente deseable.
Pero, para comprender la dinámica y las dificultades del debate demo-
crático, no basta con identificar sus desafíos ni su problemática central. Se
requiere también identificar las formas de violencia que la discusión tiene
como objetivo superar y sublimar, pero en las cuales la democracia puede
siempre recaer. Estas formas de violencia están ligadas al conflicto entre el
Estado y la sociedad. Se trata de las luchas entre los estratos sociales, de la
revuelta individual contra la sociedad y de la concentración estatal del poder
en un contexto de rivalidades internacionales. La necesidad de conciliar lo
justo y lo eficaz es la manera mediante la cual el conflicto entre Estado y
sociedad aparece como objeto de debate público. Las luchas sociales, la
revuelta individual y la concentración del poder son las formas de violencia
sobre las cuales dicho conflicto se manifiesta.
La lucha entre las diversas capas sociales es una lucha entre capas infe-
riores y superiores de la sociedad. Tiene por objeto la repartición del
producto del trabajo social. Esta lucha es inevitable porque no existe un
modelo objetivo de justicia que permita aplicar principios de repartición de
las ventajas y de las cargas al conjunto de la sociedad. La definición de un
modelo de justicia es precisamente el objeto de la lucha. Al respecto, es
importante establecer la distinción entre la lucha de clases, en el sentido
marxista, y la lucha de estratos sociales, en el sentido en que Weil la
comprende. Existe entre ambas una diferencia conceptual ligada al hecho de
que Weil distingue grupos sociales y estratos sociales; entiende a los unos
como grupos socioprofesionales definidos por el sector de su actividad, y a los
otros, como la congregación de esos mismos grupos en estratos polarizados

_  _
por el sentimiento de injusticia. En Weil, una sociedad sin lucha entre los
estratos sociales no estaría menos fundada sobre un doble principio de jerar-
quía y de movilidad, ascendente o descendente, de los grupos socioprofesionales.
Pero la diferencia entre el concepto marxista de lucha de clases y el concepto
weiliano de lucha entre estratos sociales es igualmente histórica: el primero se
aplica a las sociedades en los inicios de la industrialización; el segundo, a las
sociedades avanzadas, industriales o posindustriales. En “Masa e individuos
históricos” (Weil, 2000c), Weil analiza las razones por las cuales las luchas
sociales persisten, en las sociedades avanzadas, por medios no-violentos.
Esquemáticamente, la lucha no es más la lucha contra la sociedad capitalista
(en el sentido marxista), ni contra el Estado (en sentido burgués). Es una
lucha en el marco de la sociedad moderna (capitalista en el sentido de
Weber) y es una lucha por el Estado.
La razón principal de la lucha de estratos es la interdependencia de los
grupos que coexiste con su polarización bajo la forma de estratos opuestos.
La interdependencia creciente de los grupos sociales hace cada vez más
improbable el recurso a la violencia, debido a que todos tienen un interés
objetivo por la estabilidad del sistema. Dado que las luchas sociales se efec-
túan en el marco de la sociedad moderna, sus métodos se basan en el cálculo
racional. Las organizaciones profesionales son comparables a las empresas:
disponen del trabajo de sus miembros, no para invertirlo en el proceso de
producción, sino para retirarlo de allí (mediante el paro o la reducción de velo-
cidad del trabajo), de modo que ejercen una forma de presión. Tienen además
sus objetivos y estrategias; buscan la optimización de los resultados. Por su
parte, la lucha no utiliza más los métodos violentos, pero echa mano de los
medios legales, como la huelga, la manifestación y la movilización electoral.
Más exactamente, la lucha no hace uso de la violencia activa, que destruye
las instituciones existentes, sino de la violencia pasiva, que impide su funcio-
namiento normal. En el mejor de los casos, el comportamiento de los actores
en negociación es previsible, precisamente porque sus objetivos y sus estra-
tegias son conocidos. Pero el sistema es frágil, porque todo depende del
crecimiento económico y del progreso. En caso de crisis económica, la pers-
pectiva de la recesión y de la pauperización puede engendrar un sentimiento

_  _
masivo de exclusión de la sociedad. En este caso, la lucha vuelve a ser contra
la sociedad, y sus modalidades violentas —en el sentido de la violencia
activa— pueden encontrar una forma de legitimidad en ciertos sectores de
la sociedad.
En la sociedad moderna, la lucha entre los estratos sociales va de la
mano con un conflicto entre el individuo y la sociedad. Las luchas sociales
están ligadas a un sentimiento de injusticia. La oposición del individuo a la
sociedad está vinculada a una sensación de ausencia de sentido. De un lado,
los valores de la sociedad moderna no dan un sentido a la existencia: se
ignora al individuo, no se considera que sea un sujeto irremplazable y única-
mente se reconocen sus desempeños objetivos. A sus ojos, entonces, todos
los individuos son sustituibles; pero la cuestión es saber a qué costo. Los
valores morales tradicionales aparecen ahora como simples preferencias sin
fundamento racional; la sociedad los relativiza y los devalúa para reempla-
zarlos por los valores de la competencia, el progreso y el cálculo racional. En
estas condiciones, el individuo únicamente se puede adherir sin reservas al
ideal de racionalidad promovido por la sociedad moderna. Como parte del
mismo efecto del conflicto entre estratos inferiores y superiores de la
sociedad, el funcionamiento del mecanismo social está constantemente
determinando por las relaciones de poder. Estas terminan por aparecer
como la verdad del lenguaje de la racionalidad objetiva. Para el individuo, no
es únicamente la división del trabajo social la que le impone la cosificación,
es también el lenguaje mismo de la ciencia y de la tecnología modernas. A
sus ojos, el poder es la esencia de la racionalidad positiva y las normas de
una sociedad moderna son las formas bajo las cuales se ejerce un poder
omnipresente.
De otro lado, los referentes éticos, religiosos y culturales tradicionales
son también devaluados por la modernidad. Aparecen como relativos, parti-
culares o resultantes de orientaciones o elecciones arbitrarias. En consecuencia,
el individuo está sometido a un conflicto entre dos órdenes que no son
susceptibles de convertirse en objeto de una adhesión sin reservas —aunque,
ciertamente, es posible resolver el conflicto considerando nulo alguno de los
dos órdenes de valor—. Dos opciones radicales se presentan, entonces. De

_  _
una parte, la identificación completa del individuo con su función, su devo-
ción al trabajo, a la competencia y al desempeño. De otra, el fundamentalismo
bajo todas sus formas, la tentativa de volver a la tradición en toda su pureza.
Un ejemplo de ello es la idea de que las elecciones esenciales deben resultar de
una autodeterminación absoluta, sin norma ni criterio —principalmente, sin
referencia a un imperativo moral de tipo kantiano—.
En numerosos casos, el conflicto da lugar a patologías sociales bajo la
forma de violencias que el individuo inflige a los demás y a sí mismo. Estas
patologías no están únicamente ligadas a una negación del reconocimiento.
Están también asociadas a la experiencia de la ausencia de sentido y son
formas de revuelta en contra de la racionalidad social. Es este el caso de la
violencia gratuita, ejercida sin razón ni beneficio sobre el prójimo, o incluso
de la violencia autodestructiva: suicidio, droga, adicciones sexuales, etc5.
La violencia de las luchas sociales puede ser reducida o sublimada en la
medida en que estas se lleven a cabo sobre la base del cálculo racional en un
cuadro institucional estable. Al contrario, la violencia de la revuelta contra la
sociedad y el Estado no puede ser superada por un simple llamado al cálculo
de interés. En la medida en que es conscientemente escogida, esta violencia
ignora deliberadamente el interés objetivo del individuo. Ya sea que tome la
forma de criminalidad o de autodestrucción, se trata de una violencia que
rechaza el principio mismo de elección racional. Las luchas sociales y políticas
son luchas por el Estado, por el control del gobierno y de la administración.
Históricamente, han contribuido a reducir las desigualdades y a cambiar las
relaciones tradicionales de sujeción. Para los individuos atrapados en estas
luchas, ellas son un factor de desorganización. Vistas desde el exterior, por el
contrario, han participado en la racionalización y en la emergencia de una
sociedad fundamentada en el consumo en masa y el aumento de la produc-
tividad. En cuanto al conflicto del individuo y de la sociedad, el primero
puede emerger a través de una revuelta contra toda forma de institución
social o política. Para aquellos que no reconocen las ventajas de la coopera-
ción social, el conflicto se traduce en un repliegue hacia la vida privada, o en

5 Ver el ensayo titulado “L’éducation en tant que problème de notre temps”, en Weil (2003).

_  _
la voluntad política de subordinar el mecanismo social a normas ético-jurí-
dicas que le dan sentido.
Como ya se ha dicho, en los debates políticos contemporáneos esta
problemática aparece como dilema de conciliación entre lo justo y lo eficaz.
Este es el problema central de todo Estado y de toda democracia moderna;
está en el corazón de los debates entre los ciudadanos y los partidos de
gobierno, cuya tarea consiste en proponer líneas de acción y en conformar los
equipos gubernamentales. Es en la discusión política donde se encuentran las
diferentes representaciones de la justicia y los proyectos que intentan conci-
liar lo justo y lo eficaz. Así, la discusión política expresa, a la vez, los intereses
socioeconómicos y las convicciones morales de los diferentes componentes
de la sociedad/comunidad, así como reproduce las tensiones y las orientaciones
generadas por las luchas sociales, y la insatisfacción del individuo en la sociedad.
La lucha de estratos sociales cuestiona las representaciones de la justicia que
justifican las desigualdades y las relaciones tradicionales de dominación. La
insatisfacción del individuo pone de presente los valores de justicia que deben
someter el mecanismo social a principios ético-jurídicos. Aunque Weil no lo
expresa de esta forma, podría decirse que las luchas sociales y el conflicto
individuo/sociedad tienen un efecto conjunto sobre la discusión política:
provocan la discusión a fin de mediar entre aquello que compete a la ideo-
logía y aquello que compete a la ética en las representaciones de la justicia que
han sido creadas por una comunidad política.
En principio, lo propio de la discusión democrática es que permite una
educación recíproca de los gobernados y los gobernantes. Por lo tanto, debe
posibilitar de manera progresiva la acción a través del intercambio de argu-
mentos. Sin embargo, en el estado actual de cosas existen límites para este
proceso educativo. De una parte, el paso de las modalidades violentas a las
no-violentas de la lucha es esencialmente el paso de la violencia activa a la
pasiva. De otra, la educación recíproca de los gobernantes y los gobernados
está limitada por el hecho de que las luchas políticas y sociales estimulan la
agresividad natural de los individuos contra los miembros de los estratos
sociales o los partidos políticos opuestos. Ciertamente, la violencia de las
luchas sociales es más o menos superada por el interés de todos en el buen

_  _
funcionamiento del conjunto. La elección racional y el cálculo estratégico
establecen un límite a la utilización de la agresividad natural y la constriñen
a una forma de sublimación. Pero esta reducción de la violencia está vincu-
lada al crecimiento económico y a la distribución de sus beneficios. En cuanto
a la revuelta individual en contra de la sociedad, puede tomar la forma de
elección deliberada de la violencia. Esta violencia que se genera a sí misma
no puede ser tratada a través de un llamado a la elección racional. En cierto
sentido, es producida por un individuo cuyo propio interés no le importa
más. Finalmente, la posibilidad de conciliar lo justo y lo eficaz depende de
las modalidades mediante las cuales se impulsa la mundialización. Política
interior y política exterior están estrechamente vinculadas. O más bien, es la
frontera misma entre política interior y política exterior la que tiende a
desaparecer.
Alrededor de este último punto aparecen dos problemas: primero, los
efectos de la mundialización sobre las sociedades particulares; segundo, el
hecho de que el motor de la mundialización continúe siendo la competencia
entre los Estados. En primer lugar, la reducción de las diferencias de desa-
rrollo a escala mundial puede entrañar el empobrecimiento relativo de las
sociedades más avanzadas. Por ello, la cuestión consiste en saber cuáles son
los estratos sociales que, en estas sociedades, soportarán el costo de dicho
empobrecimiento relativo —de la misma manera que en las sociedades que
se desarrollan aparece el problema de la distribución de los beneficios del
progreso—. En una palabra: la igualación de las condiciones de vida a escala
mundial puede ir de la mano con un crecimiento de las desigualdades en el
seno de las sociedades locales. En consecuencia, si la formación de una
sociedad mundial entraña una elevación global del nivel de vida, también
puede reactivar la lucha de los estratos sociales en el interior de las socie-
dades particulares, incluyendo las más avanzadas. En segundo lugar, el
desarrollo de una sociedad mundial tiene siempre por motor la rivalidad
histórica de los Estados. En un contexto de rivalidades internacionales, el
Estado se afirma como medio de defensa de la identidad y de los intereses de
una comunidad histórica. Este contexto favorece la concentración estatal del
poder, que no entraña únicamente el incremento de las prerrogativas del

_  _
gobierno y de la administración, sino que se asocia también con el hecho de
que el Estado exija a sus ciudadanos una lealtad más grande en la medida en
que las tensiones internacionales se hagan más vivas. La exigencia de lealtad
es máxima en tiempos de guerra, más relajada en tiempos de paz, pero se
traduce siempre en prácticas de censura (o autocensura) que limitan la posi-
bilidad o el alcance de los debates democráticos. Finalmente, las rivalidades
internacionales tienen efectos contraeducativos análogos a aquellos gene-
rados por las luchas sociales y políticas en el interior del Estado: estimulan la
agresividad natural de los individuos con el propósito de obtener de ellos el
máximo de lealtad, considerando que tienen un sentimiento de pertenencia
hacia su nación o su Estado.
La consecuencia es que la violencia no desaparece en el proceso de inte-
gración de las sociedades a una sociedad mundial. La violencia se desplaza y
cambia su forma. La razón de ello es que la mundialización no resulta de una
racionalización concertada de la organización mundial del trabajo social. La
modernización ha sido el efecto paradójico de las rivalidades tradicionales
entre comunidades históricas. La mundialización reproduce la misma lógica
en otro nivel: es el efecto paradójico de la competencia entre Estados particu-
lares. Ha comenzado por ser el resultado involuntario de rivalidades de poder
entre los Estados; comienza solamente a emerger como una evolución ineluc-
table y necesaria.
En el transcurso de este proceso, el Estado corre un doble riesgo. En
tanto administrador de la sociedad y actor de la competencia económica, se
arriesga a ser absorbido por un mecanismo socioeconómico universal. En
tanto institución de una comunidad política, se arriesga a disgregarse bajo el
efecto del sentimiento de injusticia y de ausencia de sentido. Es por ello que
Weil se aparta de la tendencia antiestatal que predominaba tanto entre los
pensadores liberales (o “libertarios”) como en la tradición marxista. Para
Weil, el gran peligro es la desaparición gradual del Estado, su disolución en
una sociedad mundial. Si el Estado le ofrece un privilegio total a la búsqueda
de eficacia, él mismo no será más que una función residual y subordinada de
la sociedad mundial. Si fracasa en la materialización de la justicia, desapare-
cerá en tanto que comunidad histórica fundada sobre la adhesión a una

_  _
moral concreta. Sin embargo, es la lógica de la competencia interestatal la
que engendra el doble riesgo al que el Estado se enfrenta: el de su propia
reabsorción en el mecanismo socioeconómico y el de la revuelta provocada
por el sentimiento de injusticia y de ausencia de sentido. En consecuencia, el
interés bien comprendido de los Estados es el de cambiar de lógica, el de pasar
de una lógica de competencia interestatal a la edificación común de una
sociedad mundial sometida a su control político. Es esto lo que indica el título
mismo del párrafo 40 de la Philosophie politique: “Es del interés del Estado
particular trabajar por la realización de una organización social mundial,
con el fin de preservar la particularidad moral (o las particularidades
morales) que él encarna” (Weil, 2000a, p. 225; traducción propia).
De otra parte, el desafío no consiste solamente en someter la sociedad
mundial a la comunidad política de los Estados. Consiste también en crear las
condiciones para la transformación del Estado. La tesis de Weil es que única-
mente una mundialización impulsada de manera consciente y concertada
por los Estados —y no sufrida por ellos bajo la presión de la competencia—
permitirá al Estado convertirse en aquello que Weil denomina Estado
verdadero: no como institución de poder y dominación, sino como comu-
nidad ética, como polis en el sentido griego del término. Es claro entonces que
el interés objetivo de los Estados es contribuir a la edificación concertada de
una sociedad mundial políticamente controlable y controlada. Esto se debe a
que la mundialización, sometida a los imperativos de la competencia interna-
cional, conduce a la concentración del poder o a la desaparición del Estado en
el marco de un mecanismo socioeconómico universal y, en ambos casos, a la
violencia de la revuelta. Es sobre este punto que existe una superposición
entre el interés bien comprendido de los Estados y el objetivo moral que la
filosofía le asigna a la acción política, a saber: la edificación de una sociedad
universal que haga posible el pluralismo de las formas de vida ética y, por esta
vía, la libertad personal de las individualidades morales.
La Philosophie politique de Eric Weil data de 1956. La mayor parte de
sus textos fundamentales sobre política aparecen en este mismo periodo6.
6 Principalmente, es necesario destacar el estudio titulado “Masses et individus historiques”, en
Weil (1971), que fue originalmente publicado en 1957.

_  _
Estos textos anticipan y proponen análisis notables de los problemas más
actuales. Bien comprendido, el pensamiento político de Weil hace un llamado
a la discusión. Se necesitaría interrogar la utilización de los conceptos de
comunidad y sociedad, de lucha entre los estratos sociales, de educación
concebida como la responsabilidad de los gobernantes, etc. A lo largo de los
últimos decenios —principalmente influenciado por Habermas—, en el
pensamiento político se han distinguido dos significados de la idea de
sociedad: por una parte, la organización del trabajo social y la sociedad civil
como lugar de las actividades asociativas, de las organizaciones no guberna-
mentales, de la organización cívica y de los intercambios comunicacionales.
Por otra parte, la noción de comunidad se ha definido como la intersubjeti-
vidad que ella hace posible y la continuidad de las tradiciones históricas. Si
bien es posible establecer una relación entre las dos, no son la misma cosa.
De manera general, se requeriría confrontar el pensamiento de Weil con los
avances conceptuales y con los debates que han marcado los últimos treinta
años. Es claro que Weil ha ofrecido un diagnóstico pertinente sobre los
problemas de la época, en gran parte debido a que su lógica conceptual tiene
por objeto comprender las interrelaciones complejas que se establecen entre
todas estas problemáticas. Los problemas hacen sistema y la realidad de la
cual se ocupa la política, de cierta manera, no es otra cosa que el sistema de
todos estos problemas. Comprender la unidad no es únicamente una cues-
tión de pertinencia teórica, es también la condición de una acción efectiva y
consciente.
Finalmente, el enfoque de Eric Weil merece una atención particular
sobre dos puntos. Primero, la cuestión de que la transformación del Estado
contemporáneo, y de que su evolución hacia un mayor o menor grado de
democracia, está ligada a aquellas modalidades bajo las cuales se impulsará la
mundialización. Segundo, las instituciones políticas y sociales son planteadas
en el marco de una teoría de la argumentación, es decir, de las condiciones de
posibilidad y de los efectos prácticos de la discusión racional y razonable —de
esta discusión que mantiene una relación compleja y conflictual en relación
con la siempre presente posibilidad de la violencia—.

_  _
la vulnerabilidad del mundo

histórica y jurídica
P a r t e IV . A p e r t u r a s ... M i r a d a s f i l ó s o f i c a ,
Violencia, democracia e historia global

Hugo Fazio Vengoa

Tres nociones se han vuelto recurrentes en buena parte de los análisis


sociales y políticos contemporáneos: la democracia, la violencia y la globali-
zación. Sus contenidos son complejos y las correspondencias entre ellos no
siempre son fáciles de aprehender. Por esta razón, quiero iniciar esta presen-
tación recordando las tesis de dos analistas internacionales que, aunque no
sean de mis preferencias, tienen, para los efectos del tema que aquí nos
convoca, la importancia de haber ejercido una gran influencia en la manera
como usualmente se han venido estableciendo el entendimiento y las corre-
laciones entre estas tres nociones.
Estos escritores son los politólogos y analistas internacionales
norteamericanos Francis Fukuyama y Samuel Huntington. Puede ser que
sus argumentos no sean muy vistosos, que sus reflexiones no sean muy
exquisitas, que hayan sido el blanco predilecto de la crítica, debido a que sus
textos están salpicados de inconsistencias y ligerezas. Empero, no puede
desconocerse que sus ideas, más que otras mucho mejor estructuradas, se

_  _
han convertido en parte central del entendimiento que políticos y otros
encargados de tomar decisiones tienen de la contemporaneidad.

El fin de la historia

Recordemos de entrada la principal tesis de Fukuyama. Durante 1989,


en momentos en que se asistía al desmoronamiento del sistema socialista en
la Europa Centro-Oriental, este politólogo expuso la idea de que, como
resultado de aquellas transformaciones, se estaba llegando al “fin de la
historia”. Lo anterior, por cuanto se había desvirtuado el último y más serio
intento de generar una contradicción que supusiese una amenaza al capita-
lismo, la economía de mercado y la democracia liberal, que encontraban,
además, un terreno abonado para su ulterior universalización.
Su tesis no constituyó una elucubración momentánea, pasajera. Años
después, Fukuyama seguía aferrado a la misma idea. Con ocasión de los
sucesos del 11 de septiembre de 2001, por ejemplo, reiteró una vez más su
posición:
Seguimos estando en el final de la historia porque solo hay un sistema de
Estado que continuará dominando la política mundial, el del Occidente liberal
y democrático. Esto no supone un mundo libre de conflictos, ni la desaparición
de la cultura como rasgo distintivo de las sociedades. Pero la lucha que
afrontamos no es el choque de varias culturas distintas y equivalentes luchando
entre sí como las grandes potencias de la Europa del siglo xix. El choque se
compone de una serie de acciones de retaguardia provenientes de sociedades
cuya existencia tradicional sí está amenazada por la modernización. La fuerza
de esta reacción refleja la seriedad de la amenaza. Pero el tiempo y los recursos
están del lado de la modernidad. (Fukuyama, 2001).

Valga señalar que la popularidad que alcanzó esta tesis obedeció a dos
tipos de circunstancias. La primera era la simpleza con la cual describía los
temas centrales que le daban sentido a la política mundial, en condiciones en
que el guion de la guerra fría había concluido. La segunda consistía en que
“el fin de la historia” ofrecía una imagen que calzaba a la perfección con

_  _
aquella línea argumentativa estructurada en torno a la idea de que una de las
características principales de la nueva etapa de la contemporaneidad era la
expansión y la universalización de la democracia de mercado, pilar funda-
mental del difundido discurso neoliberal.
Si la propagación de la democracia constituía el corolario natural del
derrumbe experimentado por el comunismo, en la medida en que práctica-
mente todos los Estados de la Europa Centro-Oriental pusieron pronto en
marcha los principios, los mecanismos y las instituciones de un Estado de
derecho democrático, la reconversión de la economía demostraba el rotundo
fracaso de los modelos basados en la planificación, así como la ilusión que
representaba la resistencia al despliegue de las fuerzas del mercado.
De la comunión entre este transformismo político y el económico
germinó la identificación entre la democracia y el mercado, o sea, la demo-
cracia de mercado. Es útil recordar la génesis de este concepto porque no está
muy lejos del significado que usualmente se le ha asignado a la democracia en
tiempos recientes. Ha constituido una proyección por medio de la cual el indi-
vidualismo y la satisfacción de las necesidades fundamentales en el consumo
se han convertido en formas de realización de la política. Sin desconocer el
carácter alienante de ciertos tipos de consumo, que atomizan a los indivi-
duos, obstaculizan la realización de los intereses más inmediatos en los
espacios públicos y transmutan los fundamentos sobre los cuales debe confor-
marse la sociedad civil, estas prácticas han glorificado el capitalismo, la
economía de mercado y la sociedad de consumo. En este sistema de demo-
cracia de mercado, el ciudadano se convierte en un consumidor, es más un
hombre económico que político, más un individuo que un participante de
un grupo social o de una comunidad, una persona más preocupada por los
derechos y los intereses privados que por la promoción de fines colectivos y
más interesada en la transparencia del mercado que atenta a las actuaciones
del Estado (Tironi, 1999).
Como es bien sabido, esta democracia de mercado no circunscribe su
radio de acción a la organización económica; también se ha convertido en
un fundamento que participa de la modelación de las distintas sociedades,
en la medida en que el mercado se ha erigido en uno de los principales prin-

_  _
cipios organizativos de la vida social, con lo cual ha revolucionado no solo la
economía sino también la cultura y la configuración social, además de parti-
cipar en la realización de la política. Un informe del Programa de las Naciones
Unidas para el Desarrollo (PNUD) sobre la sociedad chilena constataba que
una de las principales características sociales del modelo de sociedad en curso
gira en torno al individuo, en tanto que proyecto cultural, de lo cual resulta
una determinada concepción de este como actor autónomo, racional y
aislado (PNUD, 2002, p. 88).
Con el correr del tiempo, este esquema ha experimentado un severo
desgaste, particularmente entre las naciones del sur, lo que ha planteado la
necesidad de redimensionar la política, único recurso capaz de resolver estos
problemas, porque es un hecho bien evidente que los agentes privados o los
individuos atomizados por sí solos no son idóneos ni tienen interés de actuar
en términos globales. A ello se suma el hecho de que las recientes crisis han
demostrado la necesidad de crear nuevos mecanismos de regulación, lo que
ha conducido a un redimensionamiento de las organizaciones y, en
particular, del Estado. Pero si el Estado tiene que crear el ambiente regulatorio
de la economía, la sociedad tiene que asumir la dirección y orientar al Estado,
lo que significa que este, en última instancia, es un problema de la democracia
que se quiere y que, para darles sentido a estos cambios, es menester
profundizar y perfeccionar la democracia política a través de la actuación
social.
Un último corolario que se puede inferir de la tesis de Fukuyama
consistió en que, alrededor de estas prácticas se popularizó en los noventa la
idea de que el mundo estaba ingresando en una era completamente nueva,
que estaba despuntando la era de la globalización, porque en todas partes se
hacía frente a problemas que se enunciaban en los mismos términos. Se
consideraba que los sistemas sociales avanzaban hacia una mayor conver-
gencia y el mundo parecía unificarse a partir de patrones comunes, que no
eran otros que aquellos que se identificaban con el “fin de la historia”.

_  _
El choque de las civilizaciones

La otra tesis que ha gozado de una amplia difusión, la de Samuel Hunt-


ington, tenía una pretensión similar a la anterior, pero se ubicaba en un
plano argumental distinto. En su esencia, consistía en un serio llamado de
atención para que Occidente no se dejara llevar por los ilusorios triunfa-
lismos a que daba lugar el desmoronamiento de su más serio contendor, es
decir, la Unión Soviética, y la suposición de una era terminal de la historia
carente de conflictos.
Huntington sostenía que las amenazas que se cernían sobre Occidente
no habían desaparecido con el desvanecimiento del comunismo del suelo
europeo. Los riesgos y desafíos se mantenían latentes, porque estaban desa-
rrollándose nuevos elementos de contradicción, particularmente entre las
distintas civilizaciones. Prevenía que Occidente debía mantenerse vigilante
porque los choques entre civilizaciones iban a dominar la política mundial y
las líneas de fractura entre los principales conglomerados civilizatorios se
convertirían en las líneas del frente de las batallas del futuro.
Esta tesis ha sido igualmente muy cuestionada por la literatura acadé-
mica. Entre las críticas más frecuentes, se encuentran la superficialidad de
aquello que Huntington entiende por cultura, dado que la percibe como un
elemento, no solo de diversificación objetiva, sino de división y de conflicto
(Toscano, 2003); la ligereza con la cual trata las civilizaciones al asociarlas
con religiones; el reduccionismo argumental y la identificación del funda-
mentalismo con aquellos grupos que deliberadamente desea demonizar,
principalmente los islámicos.
Otra deficiencia muchas veces señalada de este enfoque consiste en que
ha seguido apegado a una interpretación de la política mundial como si esta
fuera un escenario en donde existen una reglas previamente establecidas y lo
único que cambia es con quién se enfrenta Occidente: antes, el antiguo
“imperio del mal” (la Unión Soviética); después, el “eje del mal” (Irak, Irán y
Corea del Norte), y, de modo etéreo, el terrorismo internacional.
No obstante sus simplificaciones, omisiones y despropósitos históricos,
este planteamiento ha tenido una gran repercusión porque ha ayudado al

_  _
diseño de muchas de las principales líneas de acción internacional. Así, por
ejemplo, la referencia al choque de civilizaciones no solo estaba bien presente
en Osama Bin Laden, sino que también ha ocupado su lugar en los debates
sobre la seguridad internacional. No son pocos los dirigentes de las grandes
potencias que han suscrito sus preceptos, como ha ocurrido, en efecto, cuando
se ha propuesto incluir una referencia a las raíces cristianas en la Constitución
de la Unión Europea, o cuando George Bush Jr. declaró la guerra global al
terrorismo.
La exposición que he desarrollado hasta aquí permite comprender las
formas en las que se han correlacionado la violencia, la democracia y la
globalización. Ahora bien, cuando las preocupaciones son los temas econó-
micos e institucionales contemporáneos, tal como lo sugería Francis Fukuyama,
se tiende a presuponer que la globalización y la democracia se identifican
con unos patrones uniformizadores y homogeneizadores, los cuales, poco a
poco, deben ir subsumiendo y limitando el alcance de la violencia.
Empero, cuando el eje explicativo se articula en torno a los factores
sociales y culturales, la correlación es otra. La democracia se convierte en un
bien que debe ser preservado, en condiciones en las que las situaciones de
violencia se encuentran latentes en todas partes, particularmente en torno a
las líneas de fractura intercivilizatorias. En este caso, a la globalización le
corresponde un gran papel en la medida en que favorece la transmisión de
contagio de los episodios violentos y, en ese sentido, constituye la gran amenaza
que se cierne de modo permanente sobre la democracia. En su representación
general, se puede concluir que mientras la primera perspectiva apunta en la
dirección de una mayor uniformización, la segunda recaba en los factores y
en las situaciones que intensifican las diferencias.

Globalización: sentido y alcance

Ha sido el reconocimiento de este tipo de situaciones contradictorias y


de las dificultades que existen para decantar una interpretación conveniente
y ecuánime lo que impone la necesidad de ofrecer una explicación general
de la globalización, para así poder avanzar en el entendimiento de nuestra

_  _
contemporaneidad. Es bien sabido que la globalización constituye un concepto
escurridizo, que no se deja atrapar fácilmente, porque en ocasiones puede
adquirir distintas fisonomías. Pero también ocurre esto porque la globaliza-
ción no constituye un fenómeno genérico, con una representación unívoca,
válida para todo tiempo, ámbito y lugar. Tres geógrafos franceses captaron
muy bien esta sutil complicación cuando sostuvieron que, quizá, la globali-
zación “no inventa casi nada, pero lo reconceptualiza todo” (Dollfus,
Grataloup y Lévy, 1999, p. 83), porque más bien representa una constelación
topológica dotada de una compleja naturaleza temporal.
En cuanto a su figuración espacial, resulta que la globalización no puede
ser bosquejada como si fuera una imagen geométrica ni su cadencia temporal
puede ser decodificada como una cuestión que se organiza mecánicamente,
porque, entre otras razones, la globalización carece de regularidad, de sistemati-
cidad y de fundamento que la pongan en funcionamiento. En rigor, la
globalización es un asunto que se teatraliza en la temporalidad y en las espaciali-
dades. Sin la intermediación de una madura reflexión sobre estas condiciones de
existencia de lo social, no se puede avanzar en su comprensión.
En este sentido, es posible sostener que la globalización se identifica
con aquello que Reinhart Koselleck (1993) denominaba espacio de expe-
riencia, el cual se realiza y se representa como una forma de espacialización
del tiempo, “lugar” donde se reproducen variadas síntesis de dinámicas
diacrónicas (experiencias históricas específicas) con proyecciones sincrónicas
(simultaneidades u horizontalidades espaciales). Esta experiencia espaciali-
zada de las temporalidades sustancia la globalización en la medida en que le
confiere un relieve, unas protuberancias, ese carácter topológico, además de
evidenciar el despliegue de su reproducción en una dimensión mundiali-
zada, que incluye la variedad de itinerarios históricos existentes y sus
eventuales interacciones.
Esta sincronización se realiza en un presente que, además de comportar
una dimensión diacrónica (una duración abierta en los extremos), es espa-
cializado, por cuanto refleja las experiencias de simultaneidad de lo “no
contemporáneo”. El horizonte de expectativa de la globalización, por su parte,
consiste en un recogimiento de los anhelos y de las proyecciones del futuro

_  _
al momento presente, lo que denota que la globalización participa de otro
tipo de relieves, los cuales sintetizan una sincronización de las experiencias
anheladas o temidas.
No obstante, ni el espacio de experiencia ni el horizonte de expectativa
de la globalización deben ser entendidos como modulaciones uniformes. En
realidad, en nuestra contemporaneidad se ha asistido a un escenario en el
que, con base en la ecualización que ocasiona la globalización, múltiples
espacios de experiencia se traslapan, entran en resonancia y se retroalimentan.
Por ende, puede afirmarse que la experiencia de globalidad puede ser compar-
tida, constituye un tipo de aprendizaje en común, pero los contenidos son
indefectiblemente distintos, debido a la multiplicidad de itinerarios que en
ella concurren.
Tanto esta comunión como la composición de variadas experiencias
espaciotemporales son lo que permite sostener que una de las principales
particularidades de la globalización consiste en que escenifica que el mundo
dejó de ser una plataforma donde se desenvuelven variadas historias para
devenir él mismo una historia. Así, la globalización pone en evidencia las
articulaciones que tienen lugar en el interior de esta globalidad mundial.
Ello no significa que las naciones, regiones y localidades desaparezcan, o que
pierdan su relevancia, sino que se sincronizan barrocamente, con diferentes
ritmos e intensidades, en torno a un cúmulo de patrones globales. En tal
sentido, no es correcto imaginar el abandono de las narrativas nacionales
por unas posnacionales, sino que urge más bien mejorar la argumentación
que dé cuenta de las narrativas nacionales. Como ha escrito un importante
historiador norteamericano:
La nación es simplemente muy importante en la historia moderna, en el pasado
y en el presente y en un futuro previsible como para detener su estudio. Es la
estructura más efectiva que se haya concebido para movilizar las sociedades
humanas en pos del desarrollo económico —aunque trágicamente, también
las guerras—. Si lamentamos la violencia que las naciones desencadenan unas
contra otras y, a veces, contra sus propios ciudadanos, debemos reconocer que
en el presente no tenemos institución alternativa más efectiva para la defensa

_  _
y la protección de los ciudadanos y de los derechos humanos. (Bender, 2006,
pp. 397-398)

Representaciones de un entramado global

Hay tres inferencias que se desprenden de esta representación de la


globalización, que por razones de espacio no podrán ser desarrolladas aquí,
pero que urge enumerar, porque ayudan poderosamente a entender la inte-
rrelación entre violencia y democracia: primero, si el mundo dejó ser un
simple escenario para convertirse en una categoría histórica, entonces la
internacionalidad se ha transfigurado en una condición de globalidad;
segundo, el incremento y la intensidad de las dinámicas sincrónicas ha redi-
mensionado la contemporaneidad y la presentización1, momento de realización
de los itinerarios diacrónicos y sincrónicos; por último, en el contexto de la
globalidad se asiste a una intensa concordancia de experiencias y temporali-
dades relativas, que reafirman aún más la heterogeneidad por encima de la
homogeneidad. Nos encontramos en un mundo que comporta códigos en
común más que en un hipotético mundo común, como ha sostenido Zaki
Laïdi (2004).
Es indudable que este carácter complejo que ilustra la globalización es lo
que pone en entredicho la validez de representaciones tales como las de un
“fin de la historia”, de eventuales “choques de civilizaciones”, o la de la de un mundo
que comporta una democracia en permanente expansión. Lo anterior podría
tener lugar si la contemporaneidad se organizara como una mundialidad que
compactara y homogeneizara las distintas experiencias. Sin embargo, lo que
ocurre en la actualidad es muy diferente. Antes, las situaciones, por ejemplo,
de crisis o de convulsiones que alcanzaran una resonancia por todo el planeta
se originaban en un determinado centro y luego se dispersaban por el resto
del mundo. Así fue como ocurrió con la Gran Depresión de 1929, que se

1 “Gradualmente, la distinción entre la contemporaneidad cronológica y la contemporaneidad


histórica, entre el desarrollo de Europa y el atraso de los otros continentes, basado en la
centralidad europea en la historia de la civilización, se ha vuelto insostenible” (Giovagnoli, 2005,
p. 47).

_  _
inició en Nueva York y se diseminó enseguida por todo el mundo. Cuando
prima la globalidad, las crisis o las convulsiones planetarias no solo dejan de
reconocer un centro, sino que se instalan desde un inicio en todas partes, de
donde siguen repartiendo sus influencias, de manera directa o indirecta, y,
además, con distintos grados, por todas las latitudes.
Puede argumentarse que estas situaciones se reproducen como hongos
por toda la faz de la Tierra y se convierten en regularidades que, en la medida
en que colisionan de manera persistente, se encuentran más distantes del
equilibrio, inducen a la permanente reconstrucción de contornos, y obligan
a nuevas definiciones y arreglos. A diferencia de lo que sucede en la mundia-
lidad, en un entramado global la crisis ya no constituye un accidente o un
elemento circunstancial, sino una de sus más características regularidades.
La disimilitud que se presenta en cuanto al papel que desempeñan las
crisis y demás formas de convulsión social en un registro de historia mundial
y de historia global se puede ilustrar asimismo a través de la campanología,
tal como ha sido sugerida por los historiadores norteamericanos Linebaugh
y Rediker: “Cuando se golpea una sola campana perteneciente a un conjunto
armonizado, sus reverberaciones hacen que las campanas más próximas
emitan unos armónicos; y cuando se golpea varias de ellas rápidamente, el
resultado es un ritmo de excitación en cascada” (2005, p. 273). La mundialidad
se caracteriza por una causalidad lineal que evoluciona siguiendo una
secuencia espacial. La crisis o la convulsión van de más a menos, hasta que
su sonido final se extingue. En nuestra contemporaneidad, por el contrario,
el tañido resulta del repique de numerosas campañas, cuyos sonidos ya no
pueden reproducir una armonía rectilínea, pues mantienen desordenadas
reverberaciones (acentuación de la sincronía) que reviven profundas y
particulares páginas de la historia (intensificación de la diacronía). Debido a
esta naturaleza del mundo actual, se puede sostener que constituye una
falacia cualquier intento de imaginar la existencia de comunes denominadores
del mundo, a excepción de aquellos que sustancian los mismos contornos de
la globalidad.

_  _
Rasgos específicos de nuestro presente

La contemporaneidad es compleja, pero ello no significa que no pueda


ser comprendida y explicada, ni tampoco que sea desordenada. Se articula
en torno a una serie de grandes macroprocesos, que serán rápidamente
descritos a continuación. Si a veces suscita perplejidades, ello responde a que
requiere de perspectivas analíticas distintas a las usuales.
El primero de estos elementos consiste en que durante esta etapa se ha
asistido a una excepcional fase de globalización (Ferguson, 2010; Sassen,
2007), mucho más intensa y penetrante que las experimentadas en décadas o
incluso en siglos anteriores. En efecto, si bien la globalización dispone segu-
ramente de una dilatada densidad histórica (Osterhammel y Petersson,
2005), ha sido propio de este periodo presente que tal fenómeno se desen-
vuelva bajo tres modalidades, las cuales se retroalimentan entre sí. De una
parte, la globalización se ha convertido en un proceso central que define el
contexto histórico en el cual tienen lugar las actividades humanas contempo-
ráneas. Se expresa como un telón de fondo, porque un rasgo distintivo de la
época en la que nos ha correspondido vivir consiste en que toda la población
del planeta ha empezado a compartir un mismo horizonte espaciotemporal,
lo cual sugiere, además, que el mundo por vez primera se ha transformado
en una categoría histórica. De la otra, la globalización se ha convertido en un
conjunto de dinámicas y prácticas, en las cuales se expresan y realizan muchos
de los cambios que se despliegan en los distintos ámbitos sociales (Fazio,
2011). Por último, pero no por ello menos importante, la globalización se ha
convertido en una valiosa forma de representación y de entendimiento del
mundo; es un referente, para un número cada vez mayor de personas, en lo
que respecta a su actuación, orientación y pensamiento (Laïdi, 2004).
La intensificación de tendencias de este tipo tuvo como corolario el
desfogue de dinámicas que han transformado las formas usuales de actua-
ción de los Estados naciones y, consecuentemente, sirvieron para promover
y destacar novedosas formas de interpenetración, varias de las cuales tras-
cienden las dimensiones estatales y nacionales. Donde mejor se ha podido
visualizar esta actuación ha sido en el campo de lo internacional, puesto que

_  _
la globalización ha entrañado la degradación, mas no la desaparición, de
aquel anillo intermedio (la dimensión estatal) que antes mantenía a distancia
lo global de lo local y viceversa (Marramao, 2006). Hoy por hoy, ha ido
ganando fuerza la idea de que la globalización se expresa de manera glocali-
zada (Robertson, 1992), incluso en el ámbito internacional, pues constituye
un proceso que realza la compenetración transversal entre distintos factores.
Esta idea se encuentra en el trasfondo de la argumentación de Mary
Kaldor cuando propuso conceptuar las nuevas modalidades de conflicto y
violencia, tal como las infirió de la traumática experiencia de Yugoslavia en
la última década del siglo pasado. Lo que la autora definió como nuevas
guerras constituye una expresión extrema de la erosión de la autonomía del
Estado nación bajo el impacto de la globalización (2001, p. 24). No es este el
momento para discutir esta tesis, que, quizá, sea todavía muy preliminar como
para pretender generalizarla en las distintas situaciones de conflicto que se
presentan en el mundo. Empero, su utilidad para el análisis radica en que
permite visibilizar el fuerte incremento en el número de conflictos y de guerras
no convencionales, que pasan desapercibidos cuando se recurre al aparato
conceptual habitual. El World Development Report de 2011 afirmaba que
más de 1.500 millones de personas viven en países afectados por ciclos de
violencia política o criminal. Las guerras van en aumento, crece la cantidad
de víctimas civiles y ha aumentado la población que ha visto la necesidad de
desplazarse a otros lugares en busca de seguridad.
El segundo elemento a destacar es que el mundo dispone de un régimen
de historicidad que le es particular. Este régimen puede entenderse como la
expresión de un orden dominante de tiempo, de acuerdo con la estructura
sociocultural preponderante en un momento en cuestión. El historiador
François Hartog (2003) ha sugerido que este régimen debe entenderse como
“los diferentes modos de articulación de las categorías del pasado, el presente
y el futuro. Según se ponga el acento principal en el pasado, el futuro o el
presente, el orden del tiempo será distinto” (p. 23). El régimen de historicidad
actual, a juicio del mencionado historiador, tiene como rasgo fundamental
una mayor ascendencia y densidad del presente por sobre los otros registros
temporales. Es decir, durante este presente se ha asistido a un inédito

_  _
esquema de tiempo bajo el predominio de la condición presente, con un
porvenir cerrado y un pasado que es revisitado en función del mismo
presente.
A esta categoría hartogiana quisiera agregarle el adjetivo global, debido
a que solo durante este presente ha ocurrido la emergencia de un horizonte
espaciotemporal compartido, por lo que puede sostenerse que se ha conver-
tido en un fenómeno mundial. Este, en tanto que régimen, incluye una
amplia gama de elementos de sincronía y diacronía, con dilatados encadena-
mientos temporales en torno al presente. Para evitar posibles equívocos, diré
que cuando se afirma que el presente actúa como fuerza gravitacional, ello es
muy distinto del presentismo, aquella ideología que, en su momento, intentó
popularizar Francis Fukuyama con su polémica tesis sobre el “fin de la
historia”.
Este sentimiento de vivir la urgencia o la inmersión en la exclusividad
del presente se explica porque hasta hace no mucho primaba un tipo de
organización que se estructuraba en torno al tiempo del Estado y de la polí-
tica, lo que implicaba constantes referencias al pasado para el manejo del
presente, y mantenía el objetivo de proyección hacia el futuro. Con los
cambios económicos, tecnológicos y comunicacionales de las últimas
décadas, se ha comenzado a producir una gran transformación cultural que
ha desplazado el tiempo de la política como vector estructurador por el
tiempo de la economía y, sobre todo, del mercado. Este, a partir de la velo-
cidad del consumo, de la producción, de los intercambios y los beneficios,
tiende a desvincular el presente del pasado, transforma todo en ahora e invo-
lucra los anhelos futuros en la inmediatez. Esta presentización se ha
convertido en el elemento que fundamenta y que al mismo tiempo refleja el
alcance de la democracia del mercado. Este régimen de tiempo implica
también una sincronización que se presenta a través de medios externos,
como el reloj, la televisión y el computador pero, en su naturaleza más
profunda, constituye una sincronización de ritmos históricos dispares.
El tercer elemento sistémico de este presente histórico se puede visua-
lizar en el siguiente hecho: cada vez es menor el número de analistas que
emplean el concepto de modernidad a secas, es decir, sin algún adjetivo o

_  _
acompañamiento. Un rápido repaso de la literatura especializada demuestra
que se ha vuelto corriente encontrarse con expresiones tales como múltiples
modernidades, segunda modernidad, modernidad clásica, modernidad global,
modernidad-mundo, modernidad entangled, etc.
Todo parece indicar que fue Shalini Randeria quien utilizó por primera
vez la expresión entangled history of modernities, proposición de la cual se
valió para sostener la tesis de que la creación y el desarrollo del mundo
moderno debían ser conceptualizados como una historia compartida. En
una entangled history, las diferentes culturas y sociedades comparten un
número de experiencias y, a través de sus interacciones e interdependencias
habituales, fueron forjando el mundo moderno (Randeria, 2009, p. 80).
En analogía con la tesis de Hartog, podría decirse que una de las grandes
transformaciones de este presente histórico se ha presentado en el régimen
de modernidad, a través de la transmutación de la anterior “modernidad
clásica” por unas modernidades entramadas (entangled). Esta nueva situa-
ción ratifica la existencia de numerosos entrecruzamientos que registran las
diferentes experiencias históricas, con variadas superposiciones que, en su
conjunto, van definiendo el sentido y la direccionalidad de la modernidad
global. No está de más reiterar que, en su naturaleza intrínseca, unas moder-
nidades entramadas no pueden realizarse en la localidad ni pueden ser
regionales o nacionales, pues no se encuentran territorializadas de manera
unívoca; por el contrario, solo pueden realizarse en la globalidad. Ello, empero,
no significa que todas participen por igual y que dispongan del mismo peso y
trayectoria. Algunas siguen ceñidas a una dimensión espacial, mientras que
otras se reproducen en la temporalidad, lo que permite la mayor expansión
de las segundas.
Por último, como expresión de lo anterior, se puede sostener que la historia
universal de corte tradicional ha cedido el terreno a una naciente historia global.
Por historia global entiendo la sincronización y el encadenamiento que
registran las disímiles trayectorias históricas, las cuales entran en sincroni-
cidad, resonancia y retroalimentación.

_  _
Constelación global, tiempo y espacio

Lo señalado atrás tiene lugar porque ha sido característica de nuestro


presente una sensible recomposición en las coordenadas temporales y espa-
ciales. Una nueva métrica se encuentra en el trasfondo de todas ellas. Es bien
sabido que la globalización, en cualquiera de las acepciones corrientes del
término, entraña superación de las fronteras, mayor proximidad, conecti-
vidad y simultaneidad. Es decir, la globalización ha puesto al descubierto
nuevas experiencias espaciales (acercamiento, dilatación, recomposición de
los espacios) y temporales (sincronicidad, simultaneidad y acentuación e
intensificación de las experiencias diacrónicas). El régimen de historicidad
vigente, por su parte, tiende a subsumir el pasado y el futuro dentro de un
dilatado presente, intervalo de tiempo en el cual tiene lugar además una
sucesión de eventos locales singulares, y una simultaneidad de múltiples
acontecimientos cercanos y lejanos. Las modernidades entramadas destacan
la existencia de numerosas superposiciones de experiencias entre los
distintos colectivos humanos, así como la parcial desvalorización del refe-
rente espaciotemporal nacional y territorial, claramente predominante hasta
hace poco. En condiciones de modernidades entramadas se potencian las
experiencias diacrónicas (tiempo) y las sincrónicas (simultaneidades espa-
ciales). La historia global, por último, destaca los variados procesos que
tienden a un mundo cada vez menos occidental pero más contemporáneo, y
que se despliegan a lo largo y ancho del mundo, y situaciones muy locales y parti-
culares que ejercen impacto en todo el mundo y se retroalimentan de eventos
ocurridos en lugares distantes.

La necesidad de historizar globalmente la democracia


y la violencia

Lo mencionado me lleva al siguiente punto: si los componentes espa-


ciotemporales han experimentado grandes cambios, entonces, la condición
presente ha derivado en una matriz espaciotemporal, de la que puede reco-
nocerse una historia que le es inherente. Igualmente importante es el hecho

_  _
de que, cuando se comprende esta condición de la contemporaneidad que
nos ha correspondido vivir, se entiende fácilmente que procesos aparente-
mente transversales, como el de la democracia, no pueden interpretarse de
manera genérica, sino que más bien se adecúan a los condicionantes diacró-
nicos y sincrónicos que les confieren un perfil determinado a sus
manifestaciones.
Un buen ejemplo de ello es la condición histórica que hizo posible el
gobierno de Evo Morales en Bolivia, que implicó la conjugación de nuevos
movimientos sociales con tendencias que comportan profundas raíces. El
poderoso movimiento indígena boliviano que depuso al presidente Sánchez
de Lozada constituye un eslabón más en la cadena de levantamientos campe-
sinos que acabaron con la dictadura de Gualberto Villarroel en 1946 y fue un
indiscutido actor de la Revolución de 1952. Como acertadamente ha escrito
Juan Manuel Palacio, con este tipo de señalamientos no se quiere negar la
[…] existencia de un momentum en este mundo globalizado, indudablemente
propicio para los movimientos sociales “desde abajo” y, eventualmente, para
proyectos políticos que persigan unificarlos. Sencillamente llama la atención
sobre la complejidad de las historias nacionales y la importancia de conocerlas
y de incluirlas en el análisis para no alimentar innecesariamente ilusiones que
puedan derivar en gruesos errores de cálculo. (Palacio, 2003, p. 8)

Ello ocurre porque esta relación simbiótica entre diacronía y sincronía


constituye el eslabón central de la confluencia de temporalidades históricas,
que tanto caracteriza a nuestro presente. Luis Tapia Mealla (2012) describe
bien este proceso:
Una de las cosas que le dan espesor temporal a la contemporaneidad es el
hecho de que las prácticas y acciones y su horizonte de producción de sentido,
como también de organización de las relaciones y las interacciones, retoman
cosas que fueron lanzadas hace mucho tiempo en la vida social, es decir, que
la causalidad que opera sobre lo que estamos viviendo está configurada por
varios estratos temporales, por una carga socio temporal que viene de dife-
rentes momentos, cuyo peso o carga determinante varía según lo que se esté
configurando en cada momento o época. (pp. 32-33)

_  _
Además del elocuente caso boliviano, las recientes revueltas en el norte
de África constituyen otra clara demostración de esta tendencia. Bertrand
Badie (2011) precisaba hace poco que para la inteligibilidad de este tipo de
situaciones se requiere entender la temporalidad propia de cada ámbito
social, procedimiento que permite ilustrar la amplia gama de itinerarios
posibles. Cuando son analizados a la luz de estas particularidades, se observa
la gran disparidad en términos de representación que se deriva de la mirada
propuesta por los medios de comunicación occidentales de las reivindica-
ciones específicas de estas revueltas.
El denominado proceso democrático constituye más bien una demanda
de justicia social y de lucha contra la corrupción. En general, ha consistido
en explosiones sociales sin liderazgo político, faltas de ideología, lo que ha
permitido la deriva hacia el islamismo, y carentes de un programa que vaya
más allá de la caída del respectivo dictador. “A primera vista se trata de revo-
luciones, desde el punto de vista de su desencadenamiento y desarrollo, sin
cabeza ni rostro, sin ideología e ideas, sin programa y finalidad” (Guidère,
2012, p. 132; traducción propia). Si en apariencia son sociedades que disponen
de aparatos e instituciones públicas, debe comprenderse que remiten a reali-
dades socioculturales particulares de cada país, por lo que no debe extrañar
que evolucionen en la dirección de una democracia islámica.
Esta transformación que ha experimentado la democracia no es exclu-
siva de los países del sur. Cambios profundos se observan también en las
naciones desarrolladas. En muchos de estos países, como resultado del
impacto ocasionado por el 11 de septiembre de 2001, se privilegiaron las
acciones en materia de seguridad. Los Estados disminuían su énfasis en el
bienestar mientras propendían por un tipo de organización que privilegia
las soluciones penales, lo que implicó una severa conculcación de libertades,
y a partir de este pilar funcionaba la democracia. La crisis financiera mundial
ha dejado entrever otro tipo de distorsiones, como ha ocurrido cuando son
los “mercados” y no los electores los que legitiman a los gobernantes.

_  _
A guisa de conclusión

Es probable que desde finales de la primera década del nuevo siglo se


haya comenzado a bosquejar una nueva fase de esta historia global, a la que
podríamos definir como una resonancia de temporalidades. Así lo sugieren
situaciones tan distantes como la Primavera Árabe o el advenimiento de una
generación global (Beck y Beck-Gersheim, 2008) que, pese a sus diferencias,
indica nuevas medidas de tiempo y de espacio.
Este naciente mapa político global puede visualizarse con los referentes
de los que se hacen portadoras las distintas generaciones. Mientras las
personas nacidas en la primera mitad del siglo xx disponían de una cosmo-
visión que se organizaba en torno al Estado y a la nación, quienes llegaron a
la vida en las décadas de los cincuenta y los sesenta se identifican ante todo
con posiciones internacionalistas. Y quienes han crecido con Internet y la
televisión por cable y satelital reconocen valores globales. Por tanto, se puede
sostener que la consolidación de referentes identitarios localizados no cons-
tituye una fuga en dirección de las microespacialidades, sino que refleja su
realización dialéctica en un ambiente globalizado. Joseph Fontana (2011)
recientemente concluía su obra dedicada a explicar las coordenadas funda-
mentales de la contemporaneidad con las siguientes palabras:
El despertar de la protesta popular parece muy distinto al de otras ocasiones
anteriores, y va a resultar muy difícil contenerlo. No se trata de una repeti-
ción de las revueltas de 1968, que movilizaron a unos jóvenes que querían
un mundo mejor y más justo, pero a los que el sistema, una vez derrotados,
pudo recuperar sin demasiadas dificultades. Los jóvenes vuelven a ser la parte
fundamental de estos nuevos ejércitos de protesta, pero su móvil es ahora
mucho más directo y personal: en un mundo de desigualdad creciente, domi-
nado por el paro y la pobreza, piden el derecho a un trabajo digno y a una vida
justa, tal como se les prometió a sus abuelos cuando los llevaban a combatir
en la guerra fría, no por la democracia, sino con el objetivo de asegurar el
triunfo de la “jerarquía global establecida”. A lo cual hay que sumar el hecho
de que, a diferencia de lo que sucedió en 1968, el sistema es ahora incapaz de
integrarlos ofreciéndoles unas compensaciones adecuadas. Como los trabaja-

_  _
dores de 1848, los jóvenes de esta nueva revuelta tienen muy poco que perder
y un mundo que ganar. El futuro está en sus manos. (p. 976)

De la manera como se resuelva esta tensión entre colisión y resonancia,


dependerá si el presente actual transmuta o no hacia una nueva época, un
presente histórico distinto al que hasta el momento hemos conocido.

_  _
la vulnerabilidad del mundo

histórica y jurídica
P a r t e IV . A p e r t u r a s ... M i r a d a s f i l ó s o f i c a ,
Justicia transicional y derechos humanos.
Sus aportes para el mundo contemporáneo

Hernando Valencia Villa

Para pasar página, hay que haberla leído antes.


Louis Joinet

1. ¿Qué es la justicia transicional? Con este neologismo se conoce hoy


el conjunto de teorías y prácticas relacionadas con los procesos políticos por
medio de los cuales las sociedades ajustan cuentas con un pasado de atro-
cidad e impunidad, y hacen justicia a las víctimas de dictaduras, guerras
civiles y otras crisis de amplio espectro o larga duración, con el propósito de
avanzar o retornar a cierta normalidad democrática. El sociólogo noruego Jon
Elster (2004) afirma que “la justicia transicional está compuesta por los procesos
penales, de depuración y de reparación que tienen lugar después de la transi-
ción de un régimen político a otro” (p. 1) y agrega, con respecto a lo que él
mismo llama la ley de la justicia transicional, que “la intensidad de la demanda
de retribución disminuye con el intervalo de tiempo entre las atrocidades y la

_  _
transición, y entre la transición y los procesos judiciales” (p. 77). El pensador
estadounidense Michael Walzer (2004), por su parte, emplea la fórmula
latina jus post bellum (el derecho, o la justicia, tras la guerra) para aludir a la
cuestión, que considera tributaria de la doctrina de la guerra justa (pp. 18,
169, 170, 172, 174).
2. Con excepción de dos episodios históricos, la caída de la oligarquía
en la Atenas clásica, en 411 y 403 antes de Cristo, y la restauración de la
monarquía en la Francia napoleónica, en 1814 y 1815, que por su antigüedad
no pueden invocarse como precedentes, las experiencias de justicia transi-
cional en sentido estricto se registran en nuestra época. A lo largo de la
segunda mitad del siglo xx, en efecto, numerosos Estados africanos, latinoa-
mericanos, asiáticos y europeos han vivido complejos y desafiantes procesos
de transición política a la democracia y a la paz, y han ensayado diversas
fórmulas para combinar verdad, memoria, castigo, depuración, reparación,
reconciliación, perdón y olvido, en un esfuerzo inédito por ponerse en regla
con su propio pasado de barbarie e impunidad, honrar a los damnificados
de la injusticia política y establecer o restablecer un constitucionalismo
democrático funcional.
3. ¿Qué debe hacer una sociedad frente al legado de graves violaciones
de los derechos humanos, cuando sale de una guerra civil o de una dicta-
dura? ¿Debe castigar a los responsables? ¿Debe olvidar tales abusos para
favorecer la reconciliación? Las respuestas a estas preguntas dependen de
diversos factores que se articulan de distintas formas en cada caso histórico,
como lo demuestran experiencias tan diferentes como las de Argentina y Chile,
Burundi e Irlanda del Norte, El Salvador y Guatemala, Camboya y Mozam-
bique, Bosnia Herzegovina y Sri Lanka, Sierra Leona y Sudáfrica, Colombia
y España. Más allá de la casuística, empero, el desafío fundamental a que se
enfrenta hoy la justicia transicional consiste en encontrar un equilibrio razo-
nable entre las exigencias contrapuestas de la justicia y de la paz, entre el
deber de castigar el crimen impune y honrar a sus víctimas, y el deber de
reconciliar a los antiguos adversarios políticos.
4. He aquí, pues, la justicia transicional, el nuevo y desafiante campo de
estudios y experiencias en que convergen la ética, el derecho internacional,

_  _
el derecho constitucional, el derecho penal y la ciencia política para enfrentar el
arduo problema de forjar una política de Estado presidida por la justicia
como virtud y como servicio público, que garantice verdad y reparación a las
víctimas, retribución a los victimarios y reconciliación o paz a la sociedad,
de conformidad tanto con el constitucionalismo democrático cuanto con el
derecho internacional de los derechos humanos. En esta perspectiva, antes de
presentar los elementos fundamentales del derecho de las víctimas a la
justicia, conviene reseñar quince experiencias nacionales contemporáneas de
justicia transicional y las lecciones básicas que se deducen de ellas.

Experiencias

5. Argentina. En respuesta a las atrocidades perpetradas por agentes


estatales durante la dictadura militar que asoló al país entre 1976 y 1983, el
primer gobierno de transición democrática estableció, en 1984, una comi-
sión de la verdad: la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas
(Conadep), presidida por el escritor Ernesto Sábato, que documentó 9.000
desapariciones forzadas imputables a servidores públicos y promovió la
persecución judicial de los principales responsables del régimen militar, que
fueron procesados y condenados a largas penas de prisión. Pero la presión
del Ejército y la debilidad de la democracia dieron pie a las leyes de Punto
Final (1986) y Obediencia Debida (1987), en el gobierno de Raúl Alfonsín, y
al indulto de los mandos militares (1990), en el gobierno de Carlos Menem,
que dejaron impunes los crímenes de la dictadura. Bajo las administraciones
de Néstor Kirchner y de su esposa, Cristina Fernández de Kirchner, y tras la
renovación de la Corte Suprema, las medidas de impunidad han sido decla-
radas nulas por el Congreso en general y por los jueces en particular, se han
abierto o reabierto numerosos procesos por los abusos del pasado, incluidos
los “juicios de la verdad” para esclarecer la suerte de los ejecutados y desapa-
recidos, y se han pagado indemnizaciones a muchas de las víctimas y sus
familias.
6. Bosnia Herzegovina. El conflicto armado en esta región de la penín-
sula balcánica, tal vez el más atroz entre los que marcaron la disolución de la

_  _
antigua Yugoslavia, dio lugar a la comisión de Crímenes Graves contra el
Derecho Internacional, como genocidio, limpieza étnica, desplazamiento
forzado, violencia sexual masiva, tortura, ejecución extrajudicial y desapari-
ción forzada, que afectaron a centenares de miles de personas e indujeron la
creación del Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia, por el
Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en 1994. Con la intervención
de la Organización de Naciones Unidas (ONU) y de la Organización del
Tratado del Atlántico del Norte (OTAN), se alcanzaron los acuerdos de paz
de Washington (marzo de 1994), Dayton (noviembre de 1995) y París
(diciembre de 1995) entre Bosnia Herzegovina, Croacia y Serbia, que pusieron
fin a las hostilidades, establecieron las fronteras entre los nuevos Estados y
entre sus comunidades étnicas, y crearon un marco institucional (Corte
Constitucional, Comisión de Derechos Humanos, Comisión de Desplazados
y Refugiados), para el esclarecimiento de la verdad, la sanción de los respon-
sables y la reparación de las víctimas.
7. Burundi. Esta república, enclavada en la región de los grandes lagos
de África central, se vio afectada entre 1993 y 2000 por un grave conflicto
armado entre la etnia mayoritaria hutu y la etnia minoritaria tutsi, que tuvo
estrecha relación con el genocidio de 1994 en el vecino Estado de Ruanda, el
cual a su vez condujo al establecimiento del Tribunal Penal Internacional
para Ruanda por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en 1995.
Mediante la interposición de fuerzas de paz de la Unión Africana y de la
ONU, se alcanzaron el Acuerdo de Paz y Reconciliación de Arusha en agosto
de 2000, que dispuso la protección de los tutsis contra el genocidio y de los
hutus contra la exclusión, y el Protocolo de Pretoria en octubre de 2003, que
creó tres nuevas instituciones (el Tribunal Constitucional, el Tribunal Supremo
y el Ombudsman o Defensor del Pueblo) para la recuperación del Estado de
derecho y la reparación de las víctimas. En 2005, el Consejo de Seguridad de
las Naciones Unidas aprobó la Resolución 1606, por la cual se establecieron
una Comisión de la Verdad y un Tribunal Especial para esclarecer, sancionar
y reparar los crímenes de derecho internacional en Burundi.
8. Camboya. A pesar de los más de 30 años transcurridos desde la caída
de la dictadura de Pol Pot y los Jemeres Rojos, que exterminó a 2 millones de

_  _
camboyanos por razones ideológicas en uno de los mayores genocidios del
siglo xx, y de la propia resistencia pasiva de la sociedad camboyana frente a
un eventual ajuste de cuentas con su pasado (Hayner, 2008, pp. 258-264), la
puesta en marcha del esquema de justicia transicional, acordado tras una
laboriosa negociación entre el gobierno de Phnom Penh y las Naciones
Unidas, para el esclarecimiento, la sanción y la reparación de los crímenes del
periodo 1975-1979, ha sido saludada ya como uno de los mayores triunfos
del derecho internacional en las últimas décadas. Bajo la denominación de
Salas Extraordinarias en los Tribunales de Camboya, el sistema judicial de
transición está integrado por un fiscal camboyano, un fiscal extranjero,
diecisiete jueces camboyanos y doce jueces extranjeros, y tiene un mandato
de tres años prorrogables. Aplica el derecho nacional con el complemento
del derecho internacional, y su prioridad es el juzgamiento de los altos
responsables políticos y militares del genocidio, como Dutch, el carcelero de
Phnom Penh, quien ha sido condenado ya a cadena perpetua por su partici-
pación en el autogenocidio. Este caso ilustra de manera irrefutable que el
paso del tiempo no sanea la barbarie ni la impunidad, y que nunca es tarde
para hacer justicia.
9. Chile. La dictadura de Pinochet (1973-1990), responsable de 4.000
víctimas de ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas, decretó
una amnistía general en 1978, que ha sido condenada con energía por los
órganos de control y vigilancia del Sistema Interamericano de Derechos
Humanos, al igual que similares medidas de impunidad en Argentina, El
Salvador y Uruguay. En 1990, a resultas de la derrota electoral de Pinochet,
el primer gobierno de la transición a la democracia estableció la Comisión
Nacional de Verdad y Reconciliación o Comisión Rettig, integrada por ocho
miembros, que documentó más de 2.000 violaciones individuales de los
derechos humanos, imputables al régimen militar. Y, en 2004, el gobierno de
Ricardo Lagos creó la Comisión para la Prisión Política y los Torturados
bajo la consigna de “No hay mañana sin ayer”, que verificó la práctica de
torturas en 28.000 casos y sirvió de base para un plan oficial de indemniza-
ciones en favor de las víctimas de la dictadura. Frente a los avances en
materia de verdad y reparación, la asignatura pendiente de la transición

_  _
chilena es la imposición de sanciones penales y disciplinarias a los responsa-
bles políticos y militares del régimen tiránico, y en primer lugar a Pinochet.
Tras el fallido pero memorable proceso de extradición del exdictador, que
promoviera la justicia española ante la justicia británica con fundamento en
el principio de jurisdicción universal, la justicia chilena ha abierto varios
procesos contra Pinochet y su familia extensa por crímenes internacionales
y por delitos comunes —como falsificación de documentos y malversación
de caudales públicos—, pero en ninguno de ellos se ha proferido aún un
fallo condenatorio. La muerte del exdictador en la impunidad, el 10 de
diciembre de 2006, hace aún más improbable el castigo de los crímenes de la
dictadura debido al interés de los chilenos de pasar página sin haberla leído
antes por completo.
10. Colombia. Tras casi 50 años del conflicto armado interno provocado
por el alzamiento de las guerrillas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias
(FARC) en 1964 y del Ejército de Liberación Nacional (ELN) en 1965, carac-
terizado por una pugna de legitimidades que se traduce cada vez más en una
degradación creciente de las hostilidades en detrimento de la población civil
no combatiente, la primera experiencia aparente de justicia transicional de
que puede hablarse, en principio, es el proceso de desmovilización de los
escuadrones de la muerte o grupos paramilitares de extrema derecha, que
adelantara el gobierno conservador del presidente Álvaro Uribe Vélez entre
2002 y 2010, con fundamento en la Ley 975 de 2005, más conocida como la
Ley de Justicia y Paz. Pero esta iniciativa no fue consultada con las víctimas
del conflicto, ha sido severamente recortada por la Corte Constitucional,
suscita el recelo de la opinión pública internacional y la oposición de la
comunidad de derechos humanos, y su único resultado positivo aunque
involuntario, hasta ahora, ha sido el estallido del escándalo de la “parapolí-
tica” o infiltración de los grupos paramilitares en los partidos políticos y en
las administraciones públicas. El gobierno del presidente Juan Manuel Santos
(2010-2014) ha disminuido la retórica militarista de su predecesor y ha auspi-
ciado la expedición de la Ley 1448 de 2011, más conocida como Ley de
Víctimas y Restitución de Tierras, que corrige algunos de los desaguisados
de la legislación anterior y avanza en el reconocimiento de los derechos de

_  _
los damnificados del conflicto, pero muchas atrocidades de la guerra civil de
baja intensidad siguen en la impunidad, muchas víctimas de todas las partes
contendientes continúan en la indefensión, y el país sigue extraviado en un
laberinto de barbarie y corrupción.
11. El Salvador. Para poner fin a la guerra civil de 1979 a 1992, que
devastó al país centroamericano y produjo 75.000 víctimas mortales y 1
millón de desplazados y refugiados, el Gobierno y la guerrilla del Frente
Farabundo Martí de Liberación Nacional firmaron acuerdos sobre negocia-
ciones de paz, en Ginebra (abril de 1990) y Caracas (mayo de 1990); sobre
derechos humanos, en San José (julio de 1990); sobre reforma constitucional
y la creación de una comisión de la verdad, en México (abril de 1991); sobre
depuración del Ejército, en Nueva York (septiembre de 1991), y sobre paz, en
Nueva York (diciembre de 1991) y Chapultepec (enero de 1992). El proceso
de transición contó con la supervisión de la ONU y de la Organización de
Estados Americanos (OEA), y se tradujo en la creación de una Comisión de
la Verdad, conformada por tres miembros no salvadoreños designados por
el secretario general de las Naciones Unidas, que sesionó de 1992 a 1993 y
presentó un informe en el cual se documentaron 22.000 casos de violaciones
de derechos humanos, el 95 % de ellas imputables al Estado. La comisión
identificó a varios presuntos responsables de crímenes de guerra y de lesa
humanidad durante la guerra civil, pero dos amnistías generales adoptadas
por el Congreso, una antes y otra después de la publicación del informe,
mantienen dichos delitos en la impunidad. Y el gobierno del presidente
Mauricio Funes, que representa por primera vez a las antiguas fuerzas guerri-
lleras en el ejercicio del poder estatal, no ha conseguido romper el círculo de
hierro de la impunidad ni controlar la delincuencia común que azota al país.
12. España. Casi 35 años después del referéndum sobre la Constitución
democrática del 6 de diciembre de 1978, la monarquía parlamentaria espa-
ñola se debate con temor y temblor frente a una eventual reanudación de la
transición a la democracia plena1. Comprometido con las asociaciones de
1 Recuérdese que en la primera transición española, según un reconocido experto, “la política de
‘reconciliación nacional’ comportó la amnistía para los antifranquistas y la amnesia para los
franquistas, es decir, la renuncia a someter los comportamientos políticos del pasado a procesos
judiciales” (Colomer, 1998, p. 177).

_  _
víctimas y con su propia retórica socialdemócrata, y acosado por los ataques
de los conservadores y por las exigencias de los nacionalistas catalanes y
vascos, el gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero (2004-2011)
consiguió la aprobación parlamentaria de la Ley 52 de 2007 o de la Memoria
Histórica, que declara la ilegitimidad genérica del régimen franquista y adopta
otras medidas muy saludables, como la “desfranquización” de los espacios y
monumentos públicos, la apertura de los archivos oficiales, la exhumación
de los restos de desaparecidos y ejecutados con el apoyo de las administra-
ciones públicas, y la inclusión de nuevas categorías de víctimas en los planes
de indemnizaciones), pero no allana en manera alguna el camino a la anula-
ción judicial de las sentencias arbitrarias, la sanción penal de los victimarios
y la reparación integral de las víctimas. Peor aún, tras el archivo de la inves-
tigación de Baltasar Garzón sobre los crímenes atroces e impunes del
franquismo en 2008 y la destitución del juez por el Tribunal Supremo en
2012, como resultado de una auténtica retaliación corporativa de los sectores
“intransitivos” del régimen, la posibilidad de hacer justicia a las víctimas de
la guerra civil y la dictadura ha desaparecido del proceso político nacional.
13. Guatemala. El conflicto armado interno que afectó a este país entre
1962 y 1996 se saldó con 200.000 víctimas de ejecuciones extrajudiciales y
40.000 víctimas de desapariciones forzadas. Muchos de estos crímenes pueden
ser considerados actos de genocidio o prácticas de genocidio, como las más de
600 masacres perpetradas contra la población indígena, que constituye el 60 %
de la ciudadanía guatemalteca. Tras ocho años de negociaciones entre el
Gobierno y las organizaciones guerrilleras, se suscribieron el Acuerdo de
Derechos Humanos de 1994, que dio paso a la Misión de las Naciones
Unidas para Guatemala (Minugua), cuyos trabajos de verificación se exten-
dieron hasta diciembre de 2004; el Acuerdo de Paz Firme y Duradera de
1996, que puso en vigor el armisticio entre las partes contendientes y esta-
bleció la Comisión de Esclarecimiento Histórico, y once acuerdos
complementarios. La Comisión de Esclarecimiento Histórico estuvo integrada
por tres miembros (dos nacionales y uno extranjero, su presidente, el jurista
alemán Christian Tomuschat), sesionó entre 1997 y 1999, y en su informe final
determinó que el 93 % de las violaciones de derechos humanos en el periodo

_  _
1960-1996 era imputable al Estado y que el 83 % de las víctimas pertenecía a
las comunidades indígenas. El Estado todavía incumple sus obligaciones
internacionales en materia de castigo de los responsables y reparación de las
víctimas, aunque se ha abierto por fin un proceso penal contra el exgeneral
Efraín Ríos Montt, responsable de la política de barbarie oficial a comienzos
de la década del ochenta, y la violencia social, que incluye linchamientos
populares, asesinatos de mujeres en serie y actividades criminales de bandas
organizadas, se ha enseñoreado de Guatemala.
14. Irlanda del Norte. El conflicto norirlandés, uno de los más antiguos
y enconados del mundo contemporáneo, pues se remonta al siglo xix y
combina la lucha contra el colonialismo británico con la pugna entre cató-
licos y protestantes, ha vivido su última etapa a partir de 1969. Tras miles de
víctimas y años de negociaciones, la guerrilla independentista del Ejército
Republicano Irlandés (IRA, por sus siglas en inglés) decretó una tregua en 1994,
que permitió la firma del Acuerdo de Belfast o del Viernes Santo en 1998, por
el cual se adoptó un esquema de gobierno autonómico con la participación
de los unionistas protestantes y los independentistas católicos, se estableció
un Tribunal Especial para investigar la matanza del Domingo Sangriento
(1972), y se crearon una Comisión de Derechos Humanos y una Comisión
de Igualdad para atender las reivindicaciones de las víctimas y restablecer el
Estado de derecho, con énfasis en la cuestión de la discriminación de las dos
comunidades religiosas del Ulster. Resulta muy significativo que, por su
manejo del conflicto de Irlanda del Norte, Gran Bretaña haya sido el Estado
europeo con mayor número de denuncias y condenas por violación de dere-
chos humanos, ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de
Estrasburgo, durante las últimas décadas. El 8 de mayo de 2007 se constituyó
en Belfast el gobierno de reconciliación nacional de Irlanda del Norte.
15. Sierra Leona. Este país de África occidental sufrió, entre 1991 y
1999, un conflicto armado interno de características atroces, con decenas de
miles de víctimas mortales y centenares de miles de refugiados. Concluida
mediante el Acuerdo de Paz de Lomé en 1999, que dispuso la creación de
una Comisión de la Verdad y una Comisión de Derechos Humanos para la
reparación de las víctimas, la guerra civil dio pie a prácticas de barbarie tales

_  _
como violaciones sexuales masivas, mutilaciones corporales y reclutamiento
de niños soldados, además de la explotación de los llamados “diamantes de
sangre”, que provocaron alarma internacional e influyeron en el estableci-
miento del Tribunal Especial para Sierra Leona en 2002, como resultado de
un acuerdo bilateral entre la ONU y el país africano. De naturaleza mixta, el
tribunal está integrado por once jueces (dos sierraleoneses y nueve extran-
jeros), ha declarado inaplicable la amnistía general decretada en 1999, y ha
llamado a juicio a varios dirigentes políticos y militares por su presunta
responsabilidad en la comisión de crímenes de guerra y de lesa humanidad
durante la contienda intestina. El más notorio de los reos es Charles Taylor,
expresidente del vecino estado de Liberia, quien intervino en el conflicto
sierraleonés para su propio beneficio político y económico, y ha sido conde-
nado ya por el Tribunal Especial en la sede de la Corte Penal Internacional
en La Haya, por razones de seguridad.
16. Sri Lanka. La antigua Ceilán enfrenta un conflicto armado interno
desde principios de la década del ochenta, con el levantamiento de la
guerrilla separatista de los Tigres Tamiles, que ha causado decenas de miles
de víctimas y que ha intentado resolverse mediante negociaciones en varias
ocasiones. En 1997, presentaron sus informes tres Comisiones de la Verdad,
que investigaron cerca de 27.000 denuncias por desapariciones forzadas, de
las cuales se sustanciaron 17.000 violaciones imputables a las partes conten-
dientes. En 1998, una cuarta Comisión de la Verdad documentó 4.000 casos
más. Y en 2002, se alcanzó un acuerdo de tregua entre el gobierno de
Colombo y los Tigres Tamiles, con la mediación de Noruega, que fue adicio-
nado con otro acuerdo sobre desarme y asistencia humanitaria, concluido
en Tailandia un año más tarde, en enero de 2003. El proceso de transición
presenta un balance muy modesto en lo que concierne a justicia para los
victimarios y reparación para las víctimas, el cual se ha hecho aún más
precario tras el brutal aplastamiento de la guerrilla de los Tigres Tamiles por
el Ejército regular en 2009.
17. Sudáfrica. La victoria electoral de Nelson Mandela en 1994, al frente
de la mayoría negra, puso fin al régimen de discriminación racial vigente en
Sudáfrica desde 1948, que propició innumerables violaciones de los derechos

_  _
humanos y provocó un boicot internacional reflejado en la convención contra
el apartheid, adoptada por Naciones Unidas en 1973. El nuevo gobierno
auspició la aprobación por el parlamento de la Ley de Promoción de la
Unidad y la Reconciliación Nacional, que creó en diciembre de 1995 una
Comisión de Verdad y Reconciliación, de 17 miembros, con el mandato de
investigar y documentar los crímenes y actos de violencia política de la etapa
del apartheid, entre 1960 y 1994, y ofrecer una amnistía individual a cada
imputado que reconociese públicamente, ante las víctimas y los medios de
comunicación, su culpabilidad específica. Tras esta admisión de responsabi-
lidad, el Estado renunciaba a la acción penal en contra del individuo y
asumía la obligación de indemnizar a la víctima o a su familia. Esta fórmula
de esclarecimiento más reparación, una de las más originales de nuestro
tiempo, ha permitido identificar a casi 25.000 víctimas y pagar a cada una de
ellas una indemnización que oscila entre los 2.000 y 3.500 quinientos dólares
americanos anuales, durante 6 años. Hasta finales de 2000, se habían presen-
tado 7.112 solicitudes de amnistía, de las cuales se concedieron 849 y se
rechazaron 5.392. El Estado sudafricano, en un gesto muy discutido y muy
discutible, ha renunciado así a su pretensión punitiva frente a los crímenes
del periodo del apartheid, pero a cambio ha garantizado los derechos de las
víctimas a la verdad y a la reparación.
18. Timor Oriental. Esta antigua colonia portuguesa proclamó su inde-
pendencia en 1975, pero inmediatamente después fue ocupada por el Ejército
indonesio. Como resultado del conflicto armado subsiguiente, hubo más de
100.000 víctimas mortales en el periodo de 1980 a 1993. Tras el referéndum
de autodeterminación en 1999, que ganaron los partidarios de la indepen-
dencia por amplia mayoría, Indonesia volvió a invadir el país y a atacar a la
población civil, pero retiró sus tropas poco después, ante la reacción de la
comunidad internacional. Una fuerza de paz de la ONU asumió entonces la
administración del territorio con miras a la transición a la independencia,
nuevamente proclamada en 2002, y a la democracia, que se consolida paso a
paso. Frente a los crímenes del conflicto generado por la ocupación extranjera,
entre 1999 y 2000 actuaron dos Comisiones de la Verdad, una bajo el patro-
cinio de Indonesia y otra bajo el patrocinio de la ONU, que documentaron

_  _
numerosas violaciones de los derechos humanos, algunas de las cuales se
investigan hoy a través de un mecanismo judicial especial auspiciado por
Naciones Unidas y conocido como las Salas Penales en los Tribunales del
Distrito de Dili (capital de Timor Oriental).

Lecciones

19. Las lecciones de las catorce experiencias nacionales reseñadas arrojan


luces sobre las características de la justicia de transición. En todos los casos, el
tipo de crisis o conflicto que está en el origen del proceso de transición, trátese
de una dictadura militar, una guerra civil, una ocupación extranjera o un
régimen racista, se ha traducido tanto en el colapso parcial del Estado como
en la miseria política de la sociedad, merced a la generalización de las prác-
ticas de arbitrariedad, corrupción y violencia que afectan sobre todo a la
población civil no combatiente. Por ello, los esquemas de transición, articu-
lados en mayor o menor grado en torno a la justicia judicial, se han impuesto
a las élites nacionales como única alternativa practicable para superar la
crisis humanitaria, establecer o restablecer la gobernabilidad democrática y
responder con resultados a la comunidad internacional.
20. La justicia transicional comparada enseña también que la repara-
ción, bajo la forma de indemnización pagada por el Estado a las víctimas del
conflicto o de la tiranía, es necesaria pero no suficiente, al punto que no solo
debe extenderse a los otros aspectos que contempla la nueva doctrina de
Naciones Unidas, sino que, para ser legítima y eficaz, tiene que ir acompa-
ñada de esclarecimiento y de sanción. Tal es la experiencia de los países
mencionados, que han ensayado diferentes modelos de transición de acuerdo
con sus necesidades y posibilidades, pero que han tratado de garantizar por
lo menos dos de los tres elementos constitutivos del derecho de las víctimas
a la justicia: verdad y castigo, verdad y reparación o castigo y reparación.
Más aún, en la mayoría de los casos el primer paso del proceso de transición
ha sido la construcción de la verdad pública y la recuperación de la memoria
histórica sobre los hechos luctuosos del pasado, casi siempre a través de una
comisión de la verdad u otro mecanismo comparable de investigación extra-

_  _
judicial, al punto que ha llegado a decirse, como en Chile, que la justicia
transicional debe ofrecer “toda la verdad y tanta justicia como sea posible”
(Orozco, 2005, p. 97).
21. Ahora bien, la combinación de verdad, castigo y reparación, tanto
en calidad como en cantidad, depende de las circunstancias específicas de
cada sociedad en el momento en que se enfrenta a la tarea de avanzar o
retornar a la normalidad democrática, mediante un cierto equilibrio entre
paz y justicia, entre búsqueda de la reconciliación y defensa de los derechos
humanos. Pero es evidente que la cantidad y la calidad de la verdad, el castigo
y la reparación que el Estado esté en condiciones de ofrecer a las víctimas de
un pasado de barbarie e impunidad serán tanto mayores cuanto más conso-
lidada se encuentre la cultura democrática en la respectiva sociedad. Un
Estado democrático, con leyes, instituciones y autoridades legítimas y
eficaces, y con una ciudadanía consciente de sus derechos y deberes, no
debería temer ni temblar para cumplir con generosidad sus obligaciones
constitucionales e internacionales en materia de justicia debida a todas las
víctimas de todas las violencias. En últimas, sin embargo, para consolidarse
y producir resultados en materia de verdad, justicia y reparación, todo
proceso de justicia transicional debe ser lo que en el constitucionalismo esta-
dounidense se denomina un ejercicio de política constitucional, es decir, una
experiencia excepcional de cambio en el proceso político nacional a través
de un acuerdo entre los principales actores sociales, el cual eventualmente
alcanza reconocimiento constitucional o legitimidad política comparable.
22. En tratándose de justicia transicional, el respeto de un Estado a su
realidad histórica y cultural, al igual que a su derecho interno, no puede
esgrimirse como excusa válida para incumplir las exigencias de la legalidad
internacional o eludir las lecciones de la experiencia ajena, en cuanto consti-
tuyen jurisprudencia y doctrina de la comunidad de los pueblos civilizados.
De una parte, según el artículo 27 de la Convención de Viena sobre el
Derecho de los Tratados de 1969, ningún Estado puede invocar sus normas o
decisiones de derecho interno como excusa para justificar el incumplimiento
o el abandono de sus obligaciones internacionales de carácter convencional,
como las que se derivan de los tratados de derechos humanos y derecho

_  _
humanitario, en materia de tutela judicial efectiva y derecho de las víctimas
a la justicia. De otra parte, la nueva doctrina internacional sobre el deber de
la memoria, la lucha contra la impunidad y el derecho de las víctimas a la
justicia, que se remonta a los orígenes del derecho internacional de los dere-
chos humanos en las postrimerías de la segunda guerra mundial, pero que
alcanza su formulación plena en la última década del siglo XX con la juris-
prudencia de los sistemas mundial y regionales de protección de los derechos
humanos, y con los estatutos de los tribunales penales internacionales del
Consejo de Seguridad y de la Corte Penal Internacional, se ha enriquecido
de manera sustancial con las experiencias nacionales de justicia transicional
y constituye ya un auténtico patrimonio ético de la humanidad.

El derecho a la justicia

23. La institución clave del derecho público contemporáneo en este


terreno estratégico es el derecho de las víctimas a la justicia, en su triple
acepción de derecho a la verdad y a la memoria, derecho al castigo de los
responsables de los abusos y derecho a la reparación de los damnificados. La
versión más autorizada de esta garantía en la legalidad internacional se
encuentra hoy en la Resolución 60/147, del 16 de diciembre de 2005, por la cual
la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó el texto final de la doctrina
oficial de la organización mundial en la materia. Aparece bajo el título de Prin-
cipios y directrices básicos sobre el derecho de las víctimas de violaciones
manifiestas de las normas internacionales de derechos humanos y de viola-
ciones graves del derecho internacional humanitario a interponer recursos y
obtener reparaciones, y se basa en los trabajos de la antigua Comisión de
Derechos Humanos, a partir de los informes de cuatro ilustres juristas
contemporáneos: el francés Louis Joinet, el holandés Theo van Boven, el
egipcio-estadounidense M. Cherif Bassiouni y la norteamericana Diane
Orentlicher. El texto consta de veinte artículos recogidos en apenas diez
páginas, pero representa veinte años de investigaciones, reflexiones y nego-
ciaciones de Gobiernos, agencias internacionales, organizaciones no
gubernamentales, expertos y activistas de diversas procedencias y orienta-

_  _
ciones, y constituye la última frontera del derecho internacional de los
derechos humanos, en lo que tiene de más cercano a la gente de la calle que
sufre y muere, como que concierne a la justicia debida a todas las víctimas de
todas las violencias. Conviene recordar que el antecedente más remoto de los
Principios y directrices se encuentra en las denuncias y discusiones en torno a
las atrocidades imputables a las dictaduras sudamericanas de los años setenta
y ochenta del siglo pasado, y en especial a sus infames amnistías generales,
que tuvieron lugar en la desaparecida Comisión de Derechos Humanos de
las Naciones Unidas en Ginebra, y que se tradujeron en los primeros
informes internacionales sobre la impunidad judicial estructural como prin-
cipal factor de reproducción de la crisis humanitaria en amplias regiones del
planeta. Por el carácter unánime de su adopción (la Resolución 60/147 fue
aprobada sin votación, es decir, por aclamación) y por la naturaleza general
y fundamental de su contenido normativo, puede afirmarse que esta deci-
sión del órgano parlamentario de la ONU constituye opinio juris communitatis
(opinión jurídica de la comunidad internacional) y es, por tanto, de índole
obligatoria.
24. La Resolución 60/147 empieza por recordar que el derecho de las
víctimas a la justicia está firmemente establecido desde hace años en nume-
rosos instrumentos internacionales, entre los cuales cabe destacar: la cuarta
Convención sobre las Leyes y Costumbres de la Guerra de 1907 (artículo 3),
la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 (artículo 8), la
Convención contra la Discriminación Racial de 1965 (artículo 6), el Pacto
Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966 (artículo 2), el Proto-
colo I de Ginebra de 1977 (artículo 91), la Convención contra la Tortura de
1984 (artículo 14), la Convención de los Derechos del Niño de 1989 (artículo
39) y el Estatuto de la Corte Penal Internacional de 1998 (artículos 68 y 75).
Idéntica regulación se encuentra en los principales instrumentos regionales,
como la Convención Europea de Derechos Humanos de 1950 (artículo 13),
la Convención Americana de Derechos Humanos de 1969 (artículo 25) y la
Carta Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos de 1981 (artículo 7).
En tal virtud, los Principios y directrices no entrañan obligaciones nuevas
para los Estados ni derechos nuevos para los ciudadanos, sino medios y

_  _
métodos más eficaces para el cumplimiento de aquellas y la práctica de estos.
Al reiterar su compromiso con estas garantías fundamentales, se lee en el
décimo párrafo del preámbulo de la Resolución:
[…] la comunidad internacional hace honor a su palabra respecto del
sufrimiento de las víctimas, los supervivientes y las generaciones futuras, y
reafirma los principios jurídicos internacionales de responsabilidad, justicia
y Estado de derecho.

25. A partir de su obligación básica de “respetar, asegurar que se respeten


y aplicar” las normas internacionales de derechos humanos y derecho huma-
nitario, el Estado debe garantizar el derecho de las víctimas a la justicia, que
consta de tres elementos fundamentales: el acceso igual y efectivo a la
justicia; la reparación adecuada, efectiva y rápida del daño sufrido; y el
acceso a información pertinente sobre las violaciones y los mecanismos de
reparación.
26. El acceso igual y efectivo a la justicia, en primer lugar, debe operar
en las jurisdicciones nacionales y en la jurisdicción internacional, tanto para
demandas individuales cuanto para querellas colectivas, e incluye no solo los
procedimientos judiciales sino también los administrativos y disciplinarios.
“Las obligaciones resultantes del derecho internacional para asegurar el
derecho de acceso a la justicia y a un procedimiento justo e imparcial deberán
reflejarse en el derecho interno”.
27. La reparación adecuada, efectiva y rápida del daño sufrido, en
segundo lugar, constituye quizás la parte más elaborada y novedosa de la
nueva doctrina de Naciones Unidas, y comprende cinco tipos de presta-
ciones: la restitución, la indemnización, la rehabilitación, la satisfacción y las
garantías de no repetición, cada una de las cuales consta a su vez de medidas
concretas, claras y distintas.
28. El acceso a información pertinente sobre las violaciones y sobre los
mecanismos de reparación, por fin, es el tercer componente del derecho de
las víctimas a la justicia. Según la decisión de la Asamblea General de las
Naciones Unidas, aquí debe considerarse incluido el derecho de las víctimas
y sus representantes a solicitar y obtener información sobre las razones de su

_  _
victimización, así como sobre las causas, características y consecuencias de
las violaciones de los derechos humanos y del derecho humanitario.
29. La Resolución 60/147 concluye con tres disposiciones especiales: los
Principios y directrices deben interpretarse y aplicarse sin discriminación de
ninguna clase; los derechos de las víctimas han de protegerse también con el
apoyo de las normas internacionales especiales y de las normas internas de
cada Estado; y la protección de los damnificados ha de atenderse de tal manera
que queden a salvo los derechos de las demás personas y, en particular, las
garantías procesales de los acusados y responsables de los abusos.
30. El pensador francés René Girard (1996) habla de “esa formidable
diferencia de nuestro universo con todos aquellos que lo han precedido: hoy
día, las víctimas tienen sus derechos […]” (p. 18). Y añade: “La Historia está
escrita, en general, por los vencedores. Nosotros somos el único mundo en el
cual se quiere que la Historia sea escrita por las víctimas” (p. 138). Las víctimas
tienden a ocupar el centro del debate ético contemporáneo, pero su condi-
ción legal y material resulta todavía muy precaria, y varía mucho de un país a
otro. Pueden citarse tres ejemplos muy notorios. En España, las víctimas de
los terrorismos etarra e islamista han sido reconocidas por el Estado y la
sociedad civil, pero su creciente manipulación por tirios y troyanos (mucho
más por los tirios que por los troyanos, en honor a la verdad) las ha conver-
tido ya en actores políticos forzados e imprevisibles y contrasta de manera
escandalosa con la indefensión en que se encuentran las víctimas de los
crímenes atroces e impunes del franquismo. En Colombia, las víctimas de todas
las partes contendientes en el conflicto armado interno no acaban de recibir
el reconocimiento debido y corren el riesgo de ser sacrificadas, una vez más,
en aras de la desmovilización de los aliados irregulares del Estado, los
llamados grupos paramilitares. Y en los países ocupados por la malhadada
guerra contra el terrorismo, como Afganistán e Irak, existe una infame
discriminación entre las víctimas visibles del Ejército ocupante y las víctimas
invisibles de la población nativa. Para que las víctimas puedan escribir la
Historia, o al menos su historia, hay que hacer justicia, hay que hacerles
justicia. La nueva jurisprudencia de las Naciones Unidas sobre los derechos
de las víctimas viene a fortalecer nuestra capacidad de respuesta frente a la

_  _
barbarie y la impunidad, a través de la justicia judicial2. La calidad moral de
la democracia, como régimen de mayorías y minorías trabadas por liber-
tades y justicias, depende de la observancia de los derechos humanos y,
cuando hay víctimas de la violencia, depende del derecho a la justicia, es
decir, a la verdad pública y a la memoria histórica, al castigo civilizado de los
victimarios y a la reparación integral de las víctimas.
31. Más que ningún otro discurso normativo en nuestra época, la
justicia transicional es el resultado de la reflexión de juristas, filósofos, poli-
tólogos, sociólogos, historiadores y moralistas sobre la experiencia vivida
por numerosos países que han asumido o han tenido que afrontar procesos
de transición a la democracia y a la paz en las últimas décadas. Tal funda-
mentación empírica puede ser utilizada como una defensa contra la tacha de
idealismo que siempre se ha endilgado al derecho de gentes desde sus
orígenes en el Renacimiento, con las obras pioneras del español Francisco de
Vitoria (1483-1546), el italobritánico Alberico Gentili (1552-1608) y el
flamenco Hugo Grocio (1583-1645). Pero la realidad resulta insuficiente e
insatisfactoria, hasta tanto no sea transfigurada por los valores éticos y jurí-
dicos, estéticos y políticos, que nos hacen humanos o que nos prometen la
humanidad. En esta perspectiva, la más reciente generación de normas,
sentencias y doctrinas de derecho internacional de los derechos humanos
que empieza a codificarse en torno a la justicia de transición es un nuevo y
elevado testimonio en favor de nuestra condición de agentes morales, de
sujetos responsables los unos de los otros. La tarea que entraña la justicia
transicional no consiste tan solo en el restablecimiento de la ley y del orden
o del Estado de derecho, sino también y sobre todo en la reivindicación de
las víctimas y de la justicia judicial. En el mundo en el que nos ha tocado en
suerte vivir nuestras vidas —un mundo de contrastes abismales, de prodi-
gios tecnológicos y horrores morales, donde conviven el genocidio y el canto

2 La justicia judicial constituye la única respuesta legítima y eficaz a la violencia, pues solo ella
ofrece escenarios y procedimientos de solución de conflictos en los cuales la razón prevalece sobre
la fuerza. En palabras del jurista italiano Norberto Bobbio (1982), “mientras un procedimiento
judicial, conforme a su finalidad, debe ser organizado de modo que permita vencer a quien tiene
razón, la guerra es, de hecho, un procedimiento que permite tener razón al que vence” (p. 102).

_  _
gregoriano, la devastación del sida en África y las memorias de Primo Levi
sobre Auschwitz, el terrorismo suicida y el nuevo tribunal criminal global—,
dicha tarea se parece bastante a la de Sísifo, el héroe de la mitología griega
que por su amor a los hombres y por su sed de justicia fue condenado por los
dioses a empujar cada día una gran roca hasta la cumbre de una montaña
desde donde volvía a caer por su propio peso. Pero, como escribía Albert
Camus (1996) en medio de esa noche oscura que fue la Segunda Guerra
Mundial, “el esfuerzo mismo para llegar a las cumbres basta para llenar un
corazón de hombre. Hay que imaginar a Sísifo dichoso” (p. 329).

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_  _
Los autores

Étienne Balibar
Profesor emérito de filosofía política y moral de la
Universidad de París X, en Nanterre. Profesor visitante en el
Instituto de Literatura Comparada y Sociedad del Departamento
de Francés, de la Universidad de Columbia (Nueva York).
Correo electrónico: eb2333@columbia.edu

Patrice Canivez
Profesor de filosofía política y moral en la Universidad
de Lille 3. Director del Instituto Éric Weil y miembro del
grupo Saber, Textos, Lenguaje, Unités Mixtes de Recherche
8163 (UMR 8163), del Centre National de la Recherche Scien-
tifique (Francia) (CNRS).
Correo electrónico: patrice.canivez@univ-lille3.fr

_  _
Marcela Ceballos Medina
Politóloga de la Universidad de los Andes, consultora de
la Oficina de Planeación Distrital de la Alcaldía Mayor de
Bogotá y miembro del Grupo M de Memoria.
Correo electrónico: mceballos@sdp.gov.co

Marie-France Collard
Cineasta y miembro del Groupov, colectivo de artistas
pluridisciplinares con sede en Bélgica, cuya práctica se
inscribe principalmente en el campo teatral, y que se define
como centro experimental de la cultura activa.
Correo electrónico: mariefrancecollard@yahoo.fr

Matthieu de Nanteuil
Profesor de sociología de la Universidad Católica de
Lovaina. Director del Centro de Investigaciones Interdiscipli-
narias: Democracia, Instituciones, Subjetividad (Cridis), de
esa misma institución, y miembro asociado al grupo de inves-
tigación en Teorías Políticas Contemporáneas (Teopoco), de
la Universidad Nacional de Colombia.
Correo electrónico: matthieudenanteuil@uclouvain.be

Juan Manuel Echavarría


Artista visual. Trabaja el tema de la violencia en Colombia
por medio de la fotografía. En 2006 creó la Fundación Puntos
de Encuentro (Bogotá), que dirige en la actualidad.
Correo electrónico: juanm.echavarria@gmail.com

Hugo Fazio Vengoa


Profesor titular de la Universidad de los Andes, decano
de la Facultad de Ciencias Sociales y miembro del grupo de
investigación Historia del Tiempo Presente, que hacen parte
de la misma institución.
Correo electrónico: hfazio@uniandes.edu.co

_  _
Claudia Girón Ortiz
Psicóloga de la Universidad de Los Andes con D.E.A en
Derechos Humanos del Instituto de los Derechos Humanos de
la Universidad Católica de Lyon, en Francia. Coordinadora de
proyectos de la Fundación Manuel Cepeda Vargas y profesora
e investigadora de la Facultad de Psicología de la Pontificia
Universidad Javeriana. Miembro del Grupo M de Memoria.
Correo electrónico: klaudiagiron@gmail.com

Alfredo Gómez Muller


Profesor de estudios latinoamericanos y filosofía en la
Universidad François Rabelais, de Tours, miembro del consejo
de dirección del Grupo de Investigaciones Culturales y
Discursivas (ICD, EA 6297) y miembro asociado al grupo de
investigación en Teorías Políticas Contemporáneas (Teopoco),
de la Universidad Nacional de Colombia.
Correo electrónico: alfredo.gomez-muller@univ-tours.fr

Pacifique Kabalisa
Magíster en estudios europeos y acción humanitaria de
la Universidad Católica de Lovaina y presidente, desde el
momento de su creación, en 2009, del Centro para la Preven-
ción de los Crímenes contra la Humanidad, con sede en
Bruselas y Lovaina la Nueva.
Correo electrónico: pacifique.kabalisa@gmail.com

Elizabeth Lira Kornfeld


Profesora y directora del Centro de Ética de la Univer-
sidad Alberto Hurtado en Santiago de Chile.
Correo electrónico: elira@uahurtado.cl

_  _
Andrés Felipe Mora Cortés
Profesor ocasional de la Universidad Nacional de
Colombia, candidato a doctor en estudios políticos de la misma
institución y miembro del Centro de Investigaciones Interdisci-
plinarias: Democracia, Instituciones, Subjetividad (Cridis), de
la Universidad Católica de Lovaina.
Correo electrónico: andres.moracortes@uclouvain.be

Leopoldo Múnera Ruiz


Profesor asociado y coordinador del grupo de investiga-
ción en Teorías Políticas Contemporáneas (Teopoco) de la
Universidad Nacional de Colombia, miembro asociado del
Centro de Investigaciones Interdisciplinarias: Democracia,
Instituciones, Subjetividad (Cridis) de la Universidad Cató-
lica de Lovaina.
Correo electrónico: lemuruiz@gmail.com

Grupo M de Memoria
El  Grupo  M  de  Memoria  es un  grupo  interdisciplinario,
integrado por académicos y profesionales dedicados a la investi-
gación sobre la memoria histórica y los derechos fundamentales,
en particular a los temas relacionados con el derecho a la verdad,
la justicia y la reparación integral. Conformado en el 2010 con
el apoyo de Planeta Paz y la Universidad de Lovaina,
el Grupo M tiene como propósito llevar a cabo acciones de inci-
dencia en el diseño e implementación de políticas públicas y
acciones colectivas de memoria. Para ello, desarrolla proyectos
de investigación y formación de índole participativa, que
promuevan una alianza estratégica entre sectores académicos,
organizaciones sociales y otros actores políticos. Acompaña la
investigación con procesos de pedagogía social enfocados a la
formación de opinión pública y al fortalecimiento de la exigibi-
lidad de los derechos a la verdad, la justicia y la reparación
integral. Uno de los objetivos estratégicos del grupo es ayudar a

_  _
la difusión, la divulgación y el posicionamiento de las propuestas
de la sociedad civil en el actual proceso de negociación, respecto
de las políticas de  reparación simbólica, las garantías de no
repetición y el acceso a la verdad. Los miembros del grupo que
colaboran en esta obra son: Marcela Ceballos Medina, politó-
loga de la Universidad de los Andes; Claudia Girón Ortiz,
psicóloga de la Universidad de los Andes; Angélica Nieto
García, politóloga de la Universidad Nacional de Colombia;
Yolanda Rodríguez Rincón, filósofa de la Universidad Nacional
de Colombia, y Mauréen Maya Sierra, comunicadora social y
escritora de la Universidad Jorge Tadeo Lozano. También hace
parte del grupo Francisco Bustamante Díaz, maestro en Bellas
Artes de la Universidad Nacional de Colombia, y ha colaborado
Liliana Silva Bello, socióloga de la Universidad Santo Tomás.

Mohamed Nachi
Profesor de sociología en el Instituto de Ciencias
Humanas y Sociales de la Universidad de Lieja. Es miembro
del Grupo de Sociología Política y Moral (GSPM) del Centre
National de la Recherche Scientifique (Francia) (CNRS), de la
Escuela de Estudios Sociales (EHESS) y del Laboratorio
Diraset: Estudios Magrebís (Túnez).
Correo electrónico: M.Nachi@ulg.ac.be

Pascale Naveau
Candidato a doctor en sociología y miembro del Centro
de Investigaciones Interdisciplinarias: Democracia, Institu-
ciones, Subjetividad (Cridis), de la Universidad Católica de
Lovaina.
Correo electrónico: pascalenaveau@yahoo.fr

_  _
Angélica Nieto García
Politóloga y magíster en Estudios Políticos de la Univer-
sidad Nacional de Colombia y magíster en Ideas Políticas e
Inteligencia del Mundo Contemporáneo, de la Universidad
de Marne La Vallée (Francia). Docente investigadora del
Centro de Pensamiento Humano y Social (CPHS), de la
Corporación Universitaria Minuto de Dios. Miembro del
Grupo M de Memoria.
Correo electrónico: angelicanieto@yahoo.com

Jean-Philippe Peemans
Es profesor ordinario emérito de la Universidad Católica
de Lovaina, institución en la cual fue presidente del Instituto de
Estudios sobre el Desarrollo y cofundador del Grupo de
Investigaciones sobre Asia del Este y del Sudeste (Graese).
Miembro asociado del Centro de Estudios sobre el Desarrollo
(CED) de la misma institución.
Correo electrónico: jean-philippe.peemans@uclouvain.be

Geoffrey Pleyers
Investigador del FNRS en el Centro de Investigaciones
Interdisciplinarias: Democracia, Instituciones, Subjetividad
(Cridis), de la Universidad Católica de Lovaina, e investigador
del Centro de Análisis e Intervención Sociológica (Cadis) de
la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (EHESS).
Correo electrónico: geoffrey.pleyers@uclouvain.be

Yolanda Rodríguez
Es filósofa de la Universidad Nacional de Colombia,
profesora e investigadora de la Universidad Javeriana y de la
Escuela Superior de Administración Pública (ESAP). Candi-
data a doctora en Estudios Políticos y Relaciones Internacionales
de la Universidad Nacional de Colombia. Miembro del Grupo
M de Memoria.
Correo electrónico: caruso68co@yahoo.com

_  _
Hernando Valencia Villa
Profesor en derechos humanos y cuestiones globales en
la Universidad de Siracusa (Madrid).
Correo electrónico: favaro2000@yahoo.es

Raúl Zelik
Escritor y profesor asociado de la Universidad Nacional
de Colombia (Medellín), entre 2010 y 2013.
Correo electrónico: raul.zelik@emdash.org

_  _
la vulnerabilidad del mundo.
de mo c r ac ias y v iole n c ias en l a g l oba l i z ac i ón
se terminó de imprimir en los talleres
de Corcas Impresores SAS, bajo el cuidado
editorial de Torre Gráfica Limitada,
en el mes de octubre de 2014.
En su composición se utilizaron
las fuentes tipógraficas Minion Pro y Rosario.

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