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HISTORIA DE LA REBELIÓN

Alejandro Guerrero Pérez

HISTORIA DE LA REBELIÓN
HISTORIA DE LA REBELIÓN
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“History, which undertakes to record the transactions of the past, for the instruction of
future ages, would ill deserve that honourable office if she condescended to plead the
cause of tyrants, or to justify the maxims of persecution.”

Edward Gibbon.
The Decline and Fall of the Roman Empire, del Capítulo XVI

“La Historia, que se encarga de registrar los sucesos del pasado para la instrucción de
las generaciones futuras, desmerecería esa honorable misión si condescendiera a
someterse a la causa de los tiranos, o a justificar las máximas de la persecución.”
Traducción propia.
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EXORDIO:
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Los dioses inmortales son testigos:

Aquel día el sol iluminaba las largas avenidas que atravesaban la ciudad de W.
Barcos entraban y salían del puerto. Sin cesar aterrizaban y despegaban aviones.
Autobuses y trenes hacían lo mismo, trayendo y llevando personas, sacando y metiendo
cosas. Los coches cantaban en la lejanía su alborotada barahúnda de motores zumbando
sin cesar; bocinas, frenadas y sirenas acompañaban intermitentemente el incansable
ruido. En las calles la gente seguía la rutina de sus imperfectas e insignificantes vidas.
Caminaban al trabajo, a la escuela, a casa, a las tiendas, a los bares, a las iglesias, a los
tanatorios, a sus tumbas, sin dejar de encontrar nunca momentos de amargura,
combinados en mayor o menor grado con otros de regocijo.

Estábamos Manolo y yo solos en la dependencia que la universidad había cedido a


los estudiantes para que organizaran el periódico. Y yo estaba harto.
HARTO, así, con mayúsculas. Se lo dije estrujando entre mis manos los folios que
contenían mi reportaje. Los balanceaba y los blandía con furia, mientras hablaba, como
si fueran mi espada. La espada para combatir al enemigo.
—Me tienes harto de todo—y se lo repetí con rabia—. Harto. Hartísimo de tus
gilipolleces.
—¿Harto?—dijo Manolo— ¿Harto yo a ti?—se señaló el corazón, y repitió— ¿De
qué?
—¿Sabes cuánto tiempo me ha llevado hacer esto?—me refería a los folios que
agitaba como si fueran mi arma— ¿Tienes la más ligera idea? Cientos de horas...
CIENTOS. Yo hago mi trabajo concienzudamente, mucho mejor que cualquiera de los
otros. ¡Me mato por el periodismo, joder! He investigado a fondo. He entrevistado a un
montón de gente. De alumnos, de profesores, de conserjes... hasta de limpiadores... para
hacer este reportaje.
Me contestó que yo era más cabezón que una hormigonera, la persona más testaruda
que jamás se había echado en cara en su vida. Yo sabía de sobra, me dijo, que tenía que
suprimir aquellas cosas del reportaje, porque resultaban a todas luces ofensivas,
superaban los límites del insulto y la difamación.
Lo miré de arriba a abajo antes de contestar. De pies a cabeza iba vestido de ropas
caras, con cuyo valor cualquier familia podría subsistir un mes o más. Eran ropas de
ésas de marca, que por llevar un sello elevaban su precio absurdamente. Ropas que
seguramente eran tejidas en países subdesarrollados por niños y mujeres en régimen de
semiesclavitud, y que hacían sentirse a Manolo, por llevarlas puestas, orgulloso,
superior. Su rubio pelo engominado hacia atrás, sus ojos azules y su piel bronceada
artificialmente completaban el conjunto. Las mujeres querrían casarse con él; los
hombres lo envidiarían. En resumen: patético.
—No he podido ser menos crítico, más prudente—le contesté.
—Tú sabes que eso no es así—dijo.
Y añadió que me tendría que haber limitado a hacer lo que me había pedido. Un
reportaje informativo, y repitió la palabra informativo, como si yo no la hubiera oído o
entendido, informativo sobre el departamento de Historia Económica de la universidad
—un departamento dirigido por un teórico de la materia de relativa importancia a nivel
nacional; es decir, a todas luces un incompetente bien relacionado—, sobre las materias
que imparten, su ubicación geográfica, sus horarios lectivos, el número de alumnos, los
nombres de los profesores, de las aulas, y nada más. Nada de extralimitarme, como lo

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había hecho, insinuando en mi reportaje que el departamento estaba muy mal
organizado, y los profesores en su mayoría eran unos inútiles.
—No digo que lo hayas hecho mal –añadió en tono forzadamente conciliador—.
Sólo que sobran ciertas cosas, y que habría que cambiar otras. A ti te gusta mucho,
demasiado, criticar. Tanto que te pasas. Siempre vas predispuesto a atacar todo lo que se
te pone en medio. Y eso no puede ser.
Le contesté que eso no era así. Al contrario. Que nunca me escuchaba. Que si me
dejaba que le explicase me comprendería. Me habría de dar la razón.
—Yo siempre te escucho—dijo—.
Entonces le expliqué que yo había emprendido la tarea ilusionado, con la manifiesta
intención de escribir un reportaje elogioso sobre ese departamento. Porque la misma
materia que debían impartir lo merecía. Historia Económica, es decir, enseñar las
verdaderas causas de los acontecimientos, por ignominiosas que fueran, desde un punto
de vista económico. Explicar a nuestros coetáneos el peso y la responsabilidad que la
organización de los recursos han tenido en la Historia. Para instruirlos. Para que
evitasen cometer los mismos errores, para que no cayeran en las mismas mezquindades.
—¿Y qué he encontrado?—continué—. Algo que daba asco. Por ejemplo, uno de los
alumnos, al parecer de los más destacados, que se pone a hablarme del periodo
autárquico de la dictadura. El porqué provocó la autarquía hambre. Repitió la palabra
varias veces—mi rostro, mientras hablaba, reflejaba la debida indignación—.
¡Autarquía! ¿Te das cuenta? Yo claro, al oírlo le pregunto que qué autarquía. Y me dice
muy enterado que fue que el dictador tomó la decisión de olvidar el comercio
internacional, cerrar el país y ser autosuficiente. ¿Te das cuenta? ¡Autarquía! No me
podía creer que afirmase eso tan campante. Y que no supiese ni una palabra de la
verdad, aislamiento internacional a un régimen que despreciaban en un país sin apenas
importancia, y todo eso. Pensé que o se estaba quedando conmigo, o era descendiente
directo del ministro de propaganda del régimen dictatorial. Pero no. Voy y cojo el libro
de la asignatura, el texto que imparten, y leo justamente eso: Ni una referencia al
aislamiento internacional, a que las fronteras se cerraron desde fuera, no desde dentro.
Todas las palabras del texto se resumen en que hubo un periodo autárquico debido a la
obcecación del dictador por ser autosuficiente, y que se salió años después de él gracias
a que el dictador acabó haciendo caso a ciertos economistas afines a cierta secta
cristiana que recomendaban reiteradamente la apertura. ¿Puedes créetelo? Yo, si no lo
hubiera leído, no. Que enseñen esa basura no tiene nombre. ¿Qué quieres que haga en
mi reportaje sabiendo lo que hay?
Manolo negó con la cabeza mostrando indiferencia, como si se encogiera de
hombros, como si dijera: a mí me la trae floja todo eso.
—No te excites—dijo.
Añadí que eso sólo era la punta del iceberg. Que no había nada que salvase al
departamento. Que era un insulto. Un pecado contra la humanidad.
No decía prácticamente nada en mi reportaje, agregué, nada comprometedor, nada
para lo que debería de decir un periodista honesto. Me había limitado a hacer una nimia
insinuación de cómo estaba el patio.
Para colmo, le expliqué, el jefe del departamento era un obtuso viejo verde que se
dedicaba a contratar a hembras de buen ver, pero de cabeza hueca.
—¿Tú has visto esto?—le dije enseñándole la foto central de mi reportaje—. Mira...
Ves... Todas esas tías... Todas están buenas... Menos ésa, ves ésa...
En la foto se veía todo el personal, todos los profesores y agregados. En su mayoría
mujeres, y mujeres de un atractivo notable. La que le señalaba a Manolo destacaba por
ser fea; bajita, rechoncha, y con la nariz torcida.

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—Ésa que ves ahí... ¿Sabes por qué está contratada?
Y en vez de contestarme me calló, sin permitir que continuase enunciando todas las
faltas que había hallado. Me calló diciéndome que no le interesaba nada de lo que le
contaba. Que se acabó. Que él no iba a discutir. Me gustase o no eso era lo que había. O
cambiábamos el reportaje como me había dicho, o no se publicaba. Que siempre tenía
que acabar discutiendo conmigo.
—Ya una vez me llamaron la atención por el contenido insultante de uno de tus
artículos—sentenció—. Y eso no va a volver a ocurrir.
Le dije que el periodismo estaba para eso. Para mejorar la sociedad descubriendo sus
defectos. Informar, le razoné, implica destapar las faltas del mundo. Le recordé el
famoso caso de Watergate.
—Estás majareta—dijo—. Completamente majareta. ¿Dónde te crees que estás? Esto
no es el Washintong Post. Esto es un periódico estudiantil. La universidad nos cede sus
medios, técnicos, económicos y humanos, a nosotros, los estudiantes, para que
organicemos un semanario, que luego se imprime, gracias a que la universidad asume
todos los costes, y se distribuye por toda W. Así podemos nosotros, los estudiantes, ir
cogiendo experiencia en un medio de verdad, que hacemos gracias a ellos. Y nos
podemos dar a conocer como futuros periodistas. Deberías de sentirte orgulloso y
agradecido de poder hacerlo. No puedes agraviar continuamente a la universidad, que te
concede el privilegio de publicar.
Tampoco era para tanto, le repetí, lo que decía en mi reportaje.
—Mira... Me da igual—me contestó Manolo—. Ya estoy cansado de ti, y de tus
paranoias. Te recuerdo que hay cientos de estudiantes deseando colaborar con el
semanario. De coger experiencia y darse a conocer con él. Tú no eres dios.
Le pregunté si estaba amenazándome con echarme del semaniarucho aquél. Porque si
era así estaba muy equivocado. No me daba miedo ni lo necesitaba, ni a él, ni a nada, ni
a nadie.
Tal era ya mi enojo que agregué que con esa cara redonda, esa ropa, y esos aires
siempre me había parecido un chulo de putas. Que él se creería el novamás, pero sólo
era un pelota y un rastrero que no merecía ni mi respeto ni el de nadie. Que le gustaba
vestirse por fuera, pero su interior estaba desnudo. Sus entrañas podridas. Que si le
habían encargado los profesores ser el jefe del periódico estudiantil no era por su
capacidad superior, sino simplemente porque la chupaba mejor que nadie. Que en el
fondo era un vendido, un cobarde, una deshonra para la honestidad periodística.
A partir de ahí las cosas se pusieron bastante tensas. Resopló con enfado, y me dijo
que yo no sólo estaba loco, sino que además era un completo imbécil, y que, si no
quería que me partiera la cara, me callara.
Que no me daba ningún miedo y que me pegara si tenía cojones fue lo que le
contesté.
Se abalanzó entonces hacia mí y me arrebató con ira los folios que contenían mi
reportaje, y que yo había empuñado sin cesar ante su cara. Y a continuación los hizo
pedazos ante mis ojos, mientras me gritaba que se acabó, que iba a hablar con quien
tenía que hablar, y que yo estaba fuera, que no me iba a volver a publicar en el
semanario estudiantil, que nunca deberían de haberme admitido allí, y que jamás de los
jamases lograría escribir en parte alguna, porque un tarado como yo no tenía ninguna
cabida en el mundo del periodismo, ni en ninguna parte.
Le señalé con el dedo la cara, y le dije que me parecía muy bien, pero que estaba
equivocado, equivocadísimo. Y se lo iba a demostrar, ya lo creía que se lo iba a
demostrar.
Él me increpó secamente que me largara.

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Pero antes de irme le informé de nuevo de que se iba a arrepentir de todo lo que
había dicho o hecho, no sólo aquel día, sino en las otras muchas ocasiones en las que
también me había puesto en evidencia, por su pura envidia ante mi superior intelecto.
—LARGO—chilló.
—Sí, ya me voy, ya me voy. Pero ya verás, te acordarás de esto. Vas a saber quien
soy yo.

El que ríe último, ríe dos veces

El semanario universitario llevaba en funcionamiento contando con el corriente dos


cursos. Le habían puesto por nombre Universitas, lo que demostraba las notables
carencias de ingenio de sus máximos responsables.
Era un experimento pedagógico de la universidad, que habría recibido fondos de
algún oscuro departamento gubernamental, para que lo pusiera en marcha. Habían
elegido los profesores a los alumnos de últimos cursos de periodismo más
prometedores, para que crearan y editaran ese semanario. Entre ellos me habían elegido
a mí, pero habían seleccionado también a quince o veinte imbéciles. Y lo peor era que le
habían dado el cetro de mando al más idiota de todos: Manolo.
Mi ruptura con él, con Manolo y por consiguiente con mi participación en
Universitas, había sido inevitable desde el principio. Demasiado tiempo había
aguantado.
Todo lo que había hecho había encontrado siempre objeciones en él, y lo había
tenido que modificar siempre, empeorándolo, menoscabándolo, por su culpa. Manolo
siempre alegaba que yo era demasiado crítico, demasiado duro, y por ello tenía que
cambiarlo. Pero yo estaba convencido de que no era así. Que me ponía objeciones a mí,
A MÍ, por pura envidia, por pura maldad. Porque Manolo me odiaba tanto como yo lo
detestaba a él, porque yo le parecía tan gilipollas como él me lo parecía a mí.
Por todo ello, llevaba ya tiempo temiendo que sucediese lo que había ocurrido. Y por
esa misma causa llevaba tiempo pensando en una alternativa, en una opción que me
serviría no sólo para dar rienda suelta a mi periodismo sin temor a objeciones, sino que
también, y era lo mejor, me serviría para dejar en evidencia a Manolo, para demostrar lo
inútil que era, y lo superior que era yo, a él y a todos sus agregados, a todos los que
componían aquel experimento que era el semanario.

Esa alternativa no era otra que la de producir yo, por mi cuenta y riesgo, una revista.

No iba a contar con ningún tipo de ayuda. Ni de profesores, ni de medios, materiales,


humanos, o económicos. Pero estaba seguro de que iba a crear algo muy superior a
Universitas. De mucha más calidad, en todos los sentidos. Artículos interesantes
cargados de solapadas críticas constructivas. Y, por comparación, por contraste, cuando
yo crease de la nada y sin ayuda una revista muy superior a la de Manolo, a la de la
universidad, demostraría quien era un inútil, y quien un genio.

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INTERLUDIO PRIMERO

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PLAN DE VIDA de MANOLO
Estudiante de último curso de Periodismo de la universidad de W, con
uno de los mejores expedientes académicos de su promoción.
Editor y Redactor Jefe del semanario oficial universitario: Universitas.

Horario:

-. Levantarme. Footing media hora. Ducha, afeitado. Desayuno:


cereales y frutas. 07:00 horas.
-. Clases universidad. 09:00-14:00 horas.
-. Almuerzo 14:00-15:00 horas.
-. Estudio. En la biblioteca de la facultad. 15:00-18:00 horas.
-. Asuntos “Universitas”. 18:00-20:00 horas.
-. Gimnasio. 20:00-21:00 horas
-. Resto otras actividades (deportes, cine, leer, etc.)

Resoluciones Generales:

-. No perder el tiempo en bares ni discotecas.


-. No fumar ni beber ni mascar chicle.
-. Mantener una imagen impecable e impoluta.
-. Mejorar locución, dicción y pose. Ensayar en espejo.
-. Mejorar volumen muscular.
-. Cuidar vestuario. Combinar prendas con delicadeza, para vestir con
sobriedad, elegancia y gusto.
-. Ver telediario, escuchar programas informativos de la radio, y leer
todos los periódicos y revistas distintos que pueda, para estar al día.
-. Leer un libro al mes
-. No realizar gastos superfluos.
-. Ser paciente y mantener la calma

Comentarios:

(…)
Es uno de mis objetivos primordiales de mi plan de vida evitarlo, pero
EL consigue doblegar mi paciencia (tiene el privilegio de ser el único
que lo logra), y volví a perder los nervios por su culpa.
Me alteré tanto que poco me faltó para pegarle. Se lo hubiera
merecido. Es la persona más irritante que he conocido en toda mi vida,
y no creo que vuelva a encontrar jamás a nadie igual. Pero debo
procurar con más fuerza en el futuro mantener la calma. La próxima vez
respirar hondo y contar hasta diez.
Aunque ya no volverá a ser un problema para mí. Acabo de hablar
con quien tenía que hablar y me ha dado su visto bueno para que lo

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expulse del semanario. No he tenido ni siquiera que dar explicaciones,
aunque las llevaba preparadas.
En el fondo siento lástima por EL. No quiero ni pensar en qué clase de
futuro puede tener un espécimen semejante.
(…)

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NACIMIENTO DE LA REBELIÓN
PREPARATIVOS:

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Para crear la revista era preciso que consiguiera encontrar, por un lado,
colaboradores, subalternos que me ayudasen con ella. Manolo y el semanario
universitario contaban con todos los alumnos pelotas y trepas que pugnaban duramente
por llegar más alto, aunque para ello tuvieran que pisotear por el camino a todos los
demás. Yo, en cambio, tendría que valerme de los rebeldes, de las minorías, de los
genios y los talentos marginados por las vilezas del sistema, que estaban esperando que
yo los rescatara, con mi proyecto, de la oscuridad y el anonimato en el que vivían, entre
las aulas y las bibliotecas y los bares de la universidad.

Por otro lado, necesitaba conseguir encontrar el dinero necesario para pagar la
creación física de la revista, es decir, para imprimir los ejemplares. Yo no era
precisamente rico; más bien podía decir con orgullo lo contrario, que era más pobre que
un mendigo. Por lo que, para subsanar tal inconveniencia, había pensado en recurrir a
una técnica mercantilista muy común: la publicidad. Ofertaría a los comercios de W
espacio en la revista para que promocionasen sus productos y sus negocios a cambio del
vil metal.

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En busca de los lumbreras


La selección de personal

Había tenido la necia esperanza de que gente capaz y de altas miras, que supiera
entender la grandeza de mi proyecto, se peleasen por formar parte de él, y de que yo
hubiera tenido así la posibilidad de elegir, de hacer una selección de personal, de aceptar
a algunos, los mejores, los más valiosos y preparados, y rechazar a la mayoría. Pero no
fue, ni mucho menos, así.
Primero lo propuse a unos pocos amigos (ex amigos) y conocidos, a los que
consideraba mínimamente capacitados, esperando que se mostrasen encantados de
convertirse en parte de algo destinado a hacer Historia. Gran error. Todos, sin
excepción, me decían que no. Pero no era un no cualquiera. Era un no rotundo, redondo.
Un no que no dejaba lugar a la mínima esperanza de que lo trocasen por su opuesto.
Cuando les preguntaba por las razones de su negativa, no argumentaban nada de
peso. Sólo banalidades torpes que me irritaban más, por cuanto implicaban que me
tomaban por tonto: Que eso les iba a robar mucho tiempo y no querían dejar de lado los
estudios, Que la revista jamás funcionaría. Que de las muchas publicaciones amateurs
que se intentan hacer muy pocas logran salir a la luz, y ninguna consigue mantenerse
por mucho tiempo. Que me dejase de ilusiones imposibles, porque no podía salir bien...
Les pedí entonces, tras sus rechazos, tras sus negativas, que preguntaran entre sus
amigos y sus conocidos por gente valiosa dispuesta a colaborar en la creación de una
publicación genial. Y para reforzar la búsqueda, no demasiado confiado en las gestiones
de mis amigos (ex amigos), coloqué por toda la universidad de W fotocopias de un
cartel que había diseñado específicamente para ello. Era un cartel llamativo, con poco
texto e imágenes sugerentes, que llevaba por lema: únete y cambiarás el mundo.

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Los elegidos

Al final, tras un mes de paciente búsqueda y de paciente espera, me tuve que


resignar a aceptar la ayuda de seis personas, y digo personas por decir algo. Porque eran
adefesios. Los tuve que aceptar debido al poco entusiasmo y a la indiferencia que mi
proyecto despertaba entre los estudiantes.
He escrito participar, también por poner algo. Porque en principio todos se
dedicarían a aportar exclusivamente contenido para la revista, es decir, a escribir
artículos y otras tonterías para rellenar hojas, pero no encontré entre ellos a nadie
dispuesto a ayudarme con las importantes y agotadoras tareas comerciales y
administrativas que iban a ser necesarias.
De los captados, personalmente sólo conocía, y superficialmente, a dos de ellos, de
los que podía decir que no me gustaba ni su estilo ni su filosofía, entre otras cosas
porque sospechaba que carecían por completo de tales cualidades. Los otros cuatro eran
amigos de conocidos, de los que sólo podía decir que una fémina realmente bella y, al
conocerla, la primera impresión que tuve fue la de que si se dedicaba al mundo de la
moda podría tener un notable éxito, pero no escribiendo para la prensa del corazón, sino
exclusivamente coqueteando y exhibiendo su cuerpo.

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Los dioses inmortales lo saben:

Estaba trabajando como nunca lo había hecho, como jamás pensé que lo haría. Era
agotador, pero gratificante. Tenía la confianza, la fe, la certeza, de que por todo lo que
estaba haciendo no tardaría en obtener una bienpagada recompensa.

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En busca del vil metal

El mayor problema para sacar adelante mi revista era el de encontrar el capital


necesario para pagarla. El Universitas de Manolo tenía, inmerecidamente, el respaldo
financiero de los presupuestos de la universidad de W. Yo no tenía nada más que mis
ganas y mi ingenio.
Para resolverlo tuve que dedicar un gran número de horas a mendigar en los
diferentes comercios de W un poco de dinero.
Había preparado una pequeña maqueta de la revista, y la mostraba en todas las visitas
que hacía, uno por uno, a todos los potenciales anunciantes. Les decía que la mirasen,
que aquello, una vez hecho en condiciones por una imprenta, caería en las manos de
todos los estudiantes. La leerían y se sentirían tan identificados con ella que no dudarían
en consumir siempre en aquellos establecimientos que se anunciasen allí, dejando de
hacerlo en los que no lo hicieran.
Pero lejos de mostrarse entusiasmados con la idea, casi todos intentaban escapar de
darme un poquito de su opulenta riqueza. Muchas veces hasta se negaban a recibirme o,
lo que es lo mismo, me emplazaban eternamente para más adelante
—Ven otro día, ahora no podemos atenderte—y si volvía otro día de nuevo me
decían lo mismo—: Ven mañana mejor, hoy no podemos dedicarte tiempo.
Incordio o no, no cejaba.
Pude ir poco a poco, por su recibimiento, por el trato que me dispensaban, dividiendo
en clases, categorizando, los comercios de W, y establecí tres grandes grupos.
El primero el de los llorones, los que se quejaban de todo, de lo bueno y lo malo, de
lo negro y lo blanco. En lugar de comprensión, y de acuerdos que me prometieran
dineros, de ellos lo único que obtenía eran reproches y lamentos.
Gimoteaban como niños porque, según ellos, el negocio les iba muy mal y no
ganaban dinero ninguno –cuando por la afluencia de clientes parecía ser lo contrario—.
Yo les replicaba con toda mi astucia que si eso era cierto, entonces razón de más para
que aceptasen mi proposición, porque la esencia de la publicidad era ésa: ganar
clientela, mejorar el negocio. Si ganaban poco dinero, si se hundían, publicitarse les
permitiría salir a flote, y llegar a despegar, a volar alto. Si ganaban mucho dinero, si
estaban saturados de clientes y de beneficios, les serviría para mantenerse en la cima y
evitar caer al abismo, porque un comerciante que no mimara su negocio acabaría allí, en
el abismo.
Pero ninguno de mis argumentos servía para hacerles cambiar de idea, para
convencerles. Siempre protestaban. Me contestaban que dejara de estorbarlos, que
estaban muy ocupados, que yo no podía hablar, que no entendía de negocios, y se
negaban a seguir escuchándome.
No les iba a engañar, agregaban, no me iban a dar dinero por no hacer nada, porque
en el mejor de los casos iba a ser una revistucha de mala muerte que no iba a mirar
nadie. Que yo era un caradura y no los iba a timar, que estaban hartos de recibir a
gentuza como yo, a desvergonzados de la peor calaña. Lo que tenía que hacer si quería
ganar dinero, me insinuaban, era ponerme a trabajar.
¿Pero no era eso lo que estaba haciendo al crear desde cero y sin ayuda una
publicación constructiva e instructiva?
Estos comerciantes me exasperaban hasta hacer arder mis entrañas de furia, de
impotencia, y sólo por mi espíritu superior me contenía de maldecirlos. Más de uno me

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hizo sentir la tentación de prenderle fuego a su negocio, y hasta a ellos mismos. Cosa
que sin duda merecían.
En segundo lugar estaban los pesados, que lograban inducir más dolor en mis ánimos
que los primeros. Eran plomíferos. De puro aburrimiento me hacían repetirme una y
otra vez, y en vano. ¿Qué es lo que quieres?, me preguntaban. Como si no tuvieran otra
cosa peor que hacer, me hacían alargarme y extenderme en mis explicaciones
estúpidamente, una hora, dos horas, una eternidad. No estoy seguro de entenderlo del
todo, afirmaban, ¿puedes explicármelo otra vez? Y lo intentaba de nuevo para nada.
Porque cuando terminaba generalmente me decían que se lo tendrían que pensar, que no
lo veían del todo claro, que si podía volver otro día. De esa forma me hacían mucho más
daño del que me hubieran hecho apuñalándome.

Por último, estaban los ideales, los que todos deberían de tomar de ejemplo. Eran una
gran minoría los que se podían encasillar en este grupo, pero comprendían la situación
inmediatamente, y no me hacían perder mi tiempo, ni tampoco perdían el suyo. O me
mandaban directamente a que fuera a robar el sol de otra parte, o me decían sin rodeos
que de acuerdo, que lo entendían y me iban a ayudar, y hasta me deseaban suerte.
Gracias a ellos lograba no volverme loco, no perdía por completo la fe en el género
humano.

Horas y horas anduve pateándome toda W de una punta a la otra en esa ingrata —
como todos y todo— actividad. Para que de cada cien, de cada mil, tras luchar,
humillarme, y arrodillarme ante ellos, sólo uno accediera a hacer trato. Y lo hacía no
porque le pareciese bueno para su negocio, sino por mera compasión, por hacerme
sencillamente el favor.

Los anunciados en La Rebelión eran bares, restaurantes, pubs, librerías, copisterías, y


sobre todo los negocios de conocidos, a los que al final tuve que presionar en nombre de
la Amistad a que me dieran su donativo, su caridad, su limosnita al pobre desgraciado
que era yo.
Esos futuros ingresos que representaban los anunciantes no eran suficientes para
pagarlo todo. Me faltaría poco, pero me faltaría.
Para empeorar las cosas, la mayoría me prometieron el dinero sólo después de que
vieran la revista físicamente, distribuida en sus locales y en la calle. Que nunca había
salido ningún número y, no era por desconfianza, decían, pero no sabían qué podía
pasar. Con la mirada añadían que yo podría gastarme el dinero en drogas o cosas peores,
en lugar de en la revista.
Así que yo, de mis parcos ahorros, tendría que poner tanto el dinero que me faltaría
para pagar en su totalidad los ejemplares, como el necesario para anticipar a la imprenta
la mitad del coste total de la impresión de la misma, que era lo que me pedía como
anticipo.

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Breve descripción del equipo


Los siete magníficos

Acordamos mis colaboradores y yo como punto de encuentro para la, perdón por la
expresión, Junta de Administración de la Revista, la terraza del bar de la facultad de
periodismo.
Yo, nervioso, inquieto, llegué media hora antes, y me senté solo en una mesa a
esperar la llegada de mis mancebos.
La universidad era el hervidero de siempre. Los estudiantes iban y venían sin parar,
con sus libros y sus cosas, sus esperanzas y su ingenuidad. Los observaba como otras
muchas veces había hecho desde aquella mesa, u otra semejante. Y como siempre que
comenzaba a contemplarlos, a analizarlos, también me acababa invadiendo una enorme
desazón en cuanto me ponía a figurarme, por sus atuendos y sus gestos, la capacidad
intelectual (su falta de ella) de los que por allí deambulaban. Se suponía que ellos eran
la intelectualidad del mañana, que guiaría a la sociedad a su porvenir, a su futuro. Y se
me figuraba entonces un futuro muy negro.
Al poco, mientras aquellos pensamientos me inundaban, llegaron mis dos primeros
siervos, Julio y Alberto. Estudiaban Bellas Artes. Tenían la cara y el cuerpo lleno de
piercings, y llevaban el pelo pintarrajeado de colores chillones, y peinados de forma
estrafalaria. Supongo que ir vestidos así les hacía sentirse diferentes a los demás, más
listos, mejores. Eran de esos que se dicen ‘alternativos’, de lo que ellos llaman ‘cultura
alternativa’, que creo que es algo relacionado con sentirse felices por vestir de manera
semejante a bufones, con defender una forma de vida parecida a la de cavernícolas, pero
llena de psicotrópicos, y con pregonar con fanatismo religioso ciertas ideas ridículas
sobre la vida y la naturaleza. Superficialmente, pero los conocía desde hacía tiempo por
haber sido compañero de ellos en algunas bacanales. Por tal causa mi desconfianza en
su capacidad periodística era grande.
Mientras esperábamos la llegada de los demás mantuvimos una charla insustancial y
agradable por medio de la cual estuvimos ponderando la Belleza de las jóvenes
estudiantes que paseaban sus cuerpos y sus traseros por allí.
Poco tiempo después aparecieron Rosa y Ana Belén, que al parecer eran muy
amigas. Las dos estudiaban segundo curso de periodismo, y por lo tanto estarían
contaminadas aún del entusiasmo ridículo e infantil de los novatos. Rosa era rubia,
bajita y gorda, tenía la cara llena de granos, y siempre estaba, inexplicablemente,
sonriendo. Eso me hizo sospechar que era de ésas que van predicando el optimismo, una
de las doctrinas más rematadamente estúpidas que hayan podido inventar. Ana Belén
era morena, esbelta, de piel blanca y sedosa, de labios carnosos, de mirada
impenetrable. Vestía con elegancia, para resaltar discretamente toda su belleza, y no
parecía ser, al contrario que su amiga Rosa, que no callaba, muy habladora.
Con ellas en la mesa la conversación tornó a un cariz mucho menos divertido. Se
dijeron palabras acerca de la climatología del día, que nos regalaba un sol brillante
cuyos rayos nos acariciaban calentándonos la sangre como a los lagartos. A
continuación tocaron el tema del cambio climático, que aceptaban como todo el mundo,
como verdad suprema (yo no hablé, y sentí vergüenza ajena ante su falta de juicio).
Después se habló de un macroaccidente de coche que había ocurrido en las afueras de
W, en el que habían muerto varias personas (mis palabras tampoco fueron oídas). Se

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HISTORIA DE LA REBELIÓN
20
dijo algo finalmente de algún programa de televisión de moda, que yo tenía la suerte de
desconocer por completo (tampoco dije nada). También se contó algún chiste sin gracia,
y un chisme sobre el divorcio de un profesor. Estos comentarios fueron intercalados con
largos silencios, que ponían de manifiesto lo poco que nos conocíamos los unos a los
otros.
Por último, con mucho retraso llegaron Manoli y Pedro. Supe entonces que se tenían
por novios el uno para el otro. Manoli estudiaba periodismo, Pedro informática.
Hablaban con un refinamiento insoportable, y no paraban de acariciarse
empalagosamente el uno al otro, de mirarse como posesos entre ellos, ignorando a los
que les rodeábamos. Parecía que se sentían los dos uno solo, lo que probaba lo vacíos
que estaban, lo estériles que iban a resultar para mi revista.

Naturalmente, me guardé bien de manifestarles a ninguno de ellos la impresión, la


lúgubre impresión, que me causaban. Sólo les mostraba mi plana y parca superficie.

El grupo lo completaba yo, el hombre sin ley, acaso el único individuo a la altura de
mi propio proyecto. Si mi tocayo pudo conquistar el mundo y transformar el futuro,
como cuentan los mitos, sentando las bases de la civilización moderna, lo mínimo que
podría hacer yo sería una gran revista sin contar con medios. Una revista que destrozaría
y destronaría al semanario universitario, que llegaría más lejos incluso, y acabaría
compitiendo con los medios profesionales más consolidados, como por ejemplo el
periodicucho provincial: “La voz de W”. Yo era, me creía, capaz de todo eso y de
mucho más.

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Junta de administración
Organización y planificación del trabajo

Tras las presentaciones formales, y los bobos comentarios de rigor, les dije a mis
lacayos que había convocado aquella reunión para organizar y planificar el trabajo.
Agregué que si me dejaban hablar unos minutos les explicaría. Como nadie objetó nada
comencé.
—Seré breve—anuncié.
Primero, informé, yo iba a encargarme de la parte tediosa del trabajo. Ellos
únicamente tenían que preocuparse de crear su contenido para la revista, pasármelo a
mí, y yo haría el resto.
Continué el orden del día.
Segundo, que no les pedía milagros, pero sí un mínimo de preocupación por hacerlo
lo mejor posible, lo mejor que supieran. Que la humildad era una gran virtud humana,
pero que a la hora de hacer algo no se puede ser humilde, ni modesto, porque eso sólo
sirve de excusa a la chapucería. Si tenían dudas o querían consejos contaban plenamente
con mi ayuda. Yo tenía capacidad y experiencia y podría orientarlos, afirmé. Es decir,
que se volcasen en aquello que más les interesara y mejor supieran hacer, fotografía,
dibujo, redacción de noticias, reportajes, artículos, etc. pero que lo hicieran
concienzudamente. La revista era, iba a ser, les dije, un escaparate en el que podrían
darse a conocer, en el que demostrarían al mundo su valía. ¿Quién sabía?, quizá algún
medio grande e importante se fijase en ellos, y los contrataría ofreciéndoles desorbitadas
cantidades de dineros.
Rosa me interrumpió para preguntarme, como un chico listo y aplicado, si valdría
cualquier cosa, porque tenía pensado hacer unos artículos sobre la depresión que no
sabía si.
Le dije que sí, que cualquier cosa valdría. Pero no era del todo verdad. Era una
pequeña calumnia piadosa para no desalentarlos. Evidentemente no estaba dispuesto a
publicar en MI revista cualquier cosa. Sólo incluiría, aunque les pesara, lo que
mereciera estar en ella.
— ¿Continuo?—pregunté.
Tercero, que como éramos universitarios y escribiríamos básicamente para ellos
deberíamos procurar centrarnos en temas relacionados con la universidad. Y si esos
temas podían llevar aparejada una crítica constructiva mejor que mejor. Porque el
periodismo debía servir para eso. Para hacer que la luz, la razón y el sentido común se
abrieran camino y dominaran el mundo, enterrando a su paso las intolerancias, la
ignorancia, y las sinrazones.
Cuarto, el título.
—Como será algo independiente—dije—, crítico, libre... he pensado que deberíamos
de ponerle La Rebelión.
Creí que habría protestas, discusión, propuestas alternativas, y que finalmente me
tendría que pelear con ellos, con todos ellos, para hacer prevalecer mi opción. El título

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HISTORIA DE LA REBELIÓN
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era algo que había tenido muy claro desde mucho tiempo antes de iniciar el proyecto, y
no estaba dispuesto a cambiarlo por nada del mundo.
—La Rebelión...—dijo Ana Belén—. Me gusta como suena.
Julio y Alberto fueron los siguientes en manifestar su apoyo, y los demás no
quisieron o no supieron oponerse. El título quedó fijado, pues, sin protestas.
Quinto y último punto.
—Nada más deciros que estoy convencido de que todos vosotros haréis cosas muy
buenas. Estoy seguro de que tenéis talento más que suficiente para ello. Por mi parte es
todo. Ahora es vuestro turno, podéis decir lo que queráis.
Ruegos y preguntas.
Se lanzaron entonces a hablar. Rosa era la que más lo hacía, aunque dijera muy poco.
La seguían de cerca Manoli/Pedro, que arrojaban a borbotones sus palabras sin decir
prácticamente nada. Mezclaban cosas de la revista, de lo que esperaban que fuera, con
sus propias y baladíes preocupaciones. Lo poco que dijeron, y lo mucho que
departieron, se resume en algún apunte vago de que les gustaría que hubiera sentido del
humor, ironía, en la revista. El resto no merece la pena mencionarlo.
Yo atravesé aquella conversación aislado en mis pensamientos, dejándoles total
libertad de vocear su tontura. A fin de cuentas, yo no podía hacer nada. Lo que ellos
hicieran, de ellos dependía. No podía crear genios de las piedras.

Sí estaba seguro de que lo que iba a dar de mí, con toda la libertad de que iba a gozar
en La Rebelión. No iba a fallarme, a decepcionarme a mí mismo. Tenía la cabeza
colmada de críticas contra la universidad de W, y contra el sistema educativo en
general. Y poco a poco sacaría, como las serpientes el veneno, todas esas ideas de mi
cabeza, desgranándolas en sobresalientes reproches con los que radiografiaría todos los
males de la pedagogía de nuestro tiempo, para así lograr que se reparasen.
Pensaba henchido de orgullo que podría llegar a provocar, que iba a provocar, a
escala reducida, efectos análogos a los que los periodistas Carl Bernstein y Bob
Woodward provocaron desde el Washintong Post. Si ellos lograron con su trabajo que
el presidente de Estados Unidos dimitiera, yo conseguiría que el Rector de la
universidad de W tuviera que hacer lo mismo, y que con su caída cayesen todos sus
protegidos y defensores. Incluso, me decía en mi onírico y fantasioso mundo, que
podría llegar a más en el futuro, que mis artículos podrían llegar hasta Z, la capital del
país, y allí en el Parlamento se debatirían las leyes educativas, y se revisarían,
cambiándolas para construir un país de intelectuales.
Todo gracias a mí, y a mi trabajo.

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Imprentas:
Maldoror

Otra de las tareas fue la de encontrar la imprenta adecuada a la que encargaría, a


cambio del consabido pago, el trabajo de crear en papel mi revista.

La mayoría de las imprentas en las que me presenté me recibieron tan bien como los
peores comerciantes con los que había tratado financiarme. Y este trato con el que me
regalaban las imprentas era algo que no entraba en mi cabeza, que no podía entender.
Porque yo iba allí a encargarles un trabajo por el que ganarían (podrían ganar) dinero.
Sin embargo, me recibían casi como si los estuviera atracando. Como si no les fuese a
pagar, como si para ellos el fracaso de mi proyecto fuera tan seguro como la muerte. Así
que me decían que o no se dedicaban a ese tipo de cosas, o que tenían demasiado trabajo
por el momento y no podrían hacer mi encargo.
Únicamente en tres de las veintitantas que visité —todas las que había en W—, en
TRES, me recibieron cortésmente, como a un cliente, y a los pocos días de haberlos
visitado me facilitaron presupuesto. De ellas me decanté por una que se llamaba de una
manera bastante atractiva y sugestiva:

Imprenta Maldoror

Aunque no me daba el mejor precio de todas, me otorgaba más confianza. Primero,


porque el dueño me pareció una persona de buen corazón, y segundo porque me había
dicho que sólo tendría que darle por anticipado la mitad del coste total de impresión —
mientras que las otras dos me habían pedido todo el dinero por adelantado, antes de
hacer ningún trabajo—. El resto se lo podría dar después, cuando los comercios que se
publicitarían en mi revista me pagasen a mí el dinero prometido, apalabrado.

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Así pues, tras más de mes y medio de desvelos y esfuerzos, todo estaba preparado
para que LA REBELIÓN comenzase su andadura. Una revista que, con la ayuda de los
dioses inmortales, estaba destinada a hacer HISTORIA, con mayúsculas.

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INTERLUDIO SEGUNDO

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DIARIO ÍNTIMO DE ANA BELÉN: Una periodista en ciernes.

(…)
Ayer nos conocimos los que vamos a colaborar en el fanzine. Me
pareció que eran gente más o menos normal. Bueno, todos menos el
organizador. No sé por qué, pero no me causó demasiada buena
impresión. Me cuesta creer que sea uno de los estudiantes con mejores
notas de toda la facultad de periodismo. Me cuesta creer que haya sido
uno de los redactores más activos del semanario oficial de la
universidad. Si no fuera porque sé todo eso, hubiera pensado cuando lo
vi que era un terrorista. Es lo que parece. Con una barba de cinco días, y
aquel ridículo gorro negro puesto sobre la cabeza, y hablando todo el
tiempo con una arrogancia que daba, aunque esté mal decirlo, asco. Eso
además de su mirada, que parecía la de un verdadero psicópata, sobre
todo durante sus largos e inesperados silencios, en los que parecía
perderse, vaciarse, irse de sí,
Mi amiga Rosa sin embargo me dijo que el organizador le pareció una
persona normal. Un poco bajo, como ella, y un poco delgado, al
contrario que ella, pero normal por lo demás. La verdad es que está
entusiasmada con la idea de colaborar en el fanzine. Nunca la había
visto tan contenta, y eso me alegra. La pobre nunca ha tenido mucha
vida social, y no es especialmente agraciada. Siempre se ha contentado
con cualquier cosa.
Mi padre dice que participar en un fanzine puede ser bueno para mí,
porque puedo aprender sin miedo a cometer errores. Porque, como él
dice siempre, para llegar a la cumbre de la montaña hay que empezar
subiendo desde abajo. Además, ha prometido aconsejarme y ayudarme,
como siempre hace. Si algún día quiero llegar a ser presentadora de
televisión nacional tengo que esforzarme por formarme de la manera
más sólida posible. Sé que es ponerme el listón muy alto, pero lo menos
que podemos hacer es intentar cumplir nuestros sueños.
(…)

Alejandro Guerrero Pérez


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PRIMER NÚMERO

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El periodismo...

Comencé el único trabajo que me importaba, para el que hacía todo lo demás: El
periodismo.
Un montón de horas se me gastaron en mis propios trabajos. Todos los momentos
libres que encontraba los dedicaba a ello. A investigar por una parte deficiencias de la
universidad, y por otro lado a redactar las crónicas, los artículos, los reportajes. Me
documentaba también para tratar de contrastar lo que quería criticar con la Pedagogía, la
Cultura, la Historia, la Economía, la Sociología, la Política, etc. De esa manera muchas
otras horas se me iban rebuscando información por Internet y, en ocasiones, acudiendo a
ampliar datos en los oscuros rincones de la biblioteca universitaria o su hemeroteca.
Todo lo leía y releía una y otra vez, lo ponía boca arriba y boca abajo, del revés y del
derecho, y acababa desechando la mayoría.
Estaba tan entusiasmado que nada me desanimaba, y sacaba fuerzas que nunca había
sospechado tener.

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¿Ayudantes?

A mis colaboradores los veía muy poco, y procuraba despachar con ellos lo más
aprisa posible. Era mejor así.
Ellos, tal y como habíamos acordado, iban trabajando por su cuenta, y me iban
entregando lo poco que iban produciendo.
Lo que hacían, lo que me pasaban, lo revisaba con tanto celo como lo mío propio.
Hacía anotaciones en los que tenían arreglo, y otros, acaso los más, los descartaba sin
miramientos para su publicación. No tenían cabida en La Rebelión, en la gran revista
que TENÍA que ser.

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El sueño eterno

Los días se sucedían uno tras otro sin que yo me percatara de su curso.
Estaba enamorado, completamente enamorado de La Rebelión. Me la imaginaba en
la calle, siendo leída por todo el mundo, y comentada y debatida y buscada y ansiada.
Soñaba con que en pocos meses grandes distribuidores de prensa me ofrecerían
grandes cantidades de dinero por mi revista. Me veía, así, a la cabeza de una creación
comparable a las grandes, con tanta resonancia como los diarios Tiempo, en Rusia, The
Times, en Londres, The New York Times, en Nueva York. Pero con calidad, con
compromiso e independencia. Y con tanto éxito comercial, con tantas ventas, como el
PlayBoy, y el PenHouse, en su época dorada.
En aquellos días dormía, como un verdadero enamorado, únicamente cuatro o cinco
horas. El hambre también había menguado, hasta casi desaparecer de mis instintos, y no
le dedicaba apenas atención. Hasta el punto de que me tenía que obligar a comer, y lo
hacía a deshoras, poco y mal.
Había dejado de acudir a las clases de la universidad, había dejado de estudiar, de
hacer las prácticas obligatorias, de leer periódicos o libros, había dejado de ver la tele,
de escuchar la radio u oír música. Había dejado de salir a los bares, la discoteca, el cine,
o la filmoteca.
Yo pertenecía, estaba encadenado, a La Rebelión.
Todo mi tiempo era para ella.
El único capricho que me permití por aquel entonces fue ojear cada número del
semanario universitario, el (torpe) trabajo de Manolo. Y era un capricho relativo, porque
me justificaba esos ‘entretenimientos’ –digo entretenimiento, pero no porque el
semanario me pareciera ameno, sino porque mi odio hacia él me hacía leerlo con
avidez— con el hecho de que, naturalmente, en La Rebelión iba a criticar brillantemente
a ese estúpido semanario.

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HISTORIA DE LA REBELIÓN
31

Contenido:
Las partes y el todo

Milagrosa e inesperadamente mis vasallos, los que quedaron, los que no hube de
despedir, me proporcionaron bastante material útil. No todo el que yo hubiera deseado,
pero muchísimo más de lo que me había figurado en un principio.
Ese material me fue llegando poco a poco, y con paciencia lo fui rechazando, y
corrigiendo, y devolviéndolo para que con correcciones lo rehicieran, y dándole algunos
retoques finales, y editándolo todo junto con el ingente material que yo mismo creé.

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32

Contenido:
Julio

Me entregó un artículo sobre la legalización de las drogas blandas. Lo deseché


diciéndole que no había suficiente espacio para publicarlo. No quería discutir con él;
bastante había tenido con Pedro/Manoli. La verdad era que el artículo carecía por
completo de equilibrio. Primero, porque sus argumentos eran muy flojos, y después
porque estaba mal escrito, tenía faltas gramaticales y hasta ortográficas, y el estilo y la
estructura podían servir de alimento no a los dioses, sino a los puercos. Y para colmar el
desastroso conjunto era excesivamente partidista pro legalización de las drogas blandas.

Pero por otro lado, y para mi asombro, hizo unas fotografías que me parecieron
maravillosas. Sobre todo por las imágenes en sí que había capturado, por las ideas que
esas imágenes representaban: Había fotografiado la pobredumbre de la universidad, es
decir, todas las zonas deterioradas, sucias, averiadas, mal diseñadas o estúpidas. Y había
muchas. Eran la alegoría de la mierda que destilaba, que era, la universidad de W.
—Creo que esto es una buena crítica—fue lo que me dijo cuando me las enseñó—de
la universidad. He pensado en hacer fotos de todas las cosas que están mal para
mostrarlas a todo el mundo. En todos los números podemos meter algo.
Lo agarré afectuosamente de los hombros, y le estampé un beso. En la frente. Un
beso de agradecimiento. Me preguntó por qué había hecho eso, le contesté que sus fotos
lo merecían. Se quedó un poco extrañado, y me dijo medio en serio medio en broma que
yo estaba muy mal de la cabeza.
A las fotos de Julio les añadí, para contrastar, un par de fotos oficiales de la
universidad, que habían aparecido en el Universitas de Manolo, unas semanas antes, en
las que posaba el Rector y algún Decano con sonrisa de hiena junto a la reluciente
fachada de una facultad a la que desde la capital del país, desde Z, se le había concedido
algún premio. Sumé a ello un breve comentario, para enfatizar y subrayar el hecho de
que la universidad estaba llena de problemas pero que sus dirigentes, en lugar de
arreglarlos, sólo se interesaban en salir sonrientes en portada. Porque nunca mostraban
lo que estaba podrido. Porque sólo querían felicitaciones aunque lo único que merecían
eran críticas.

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Linaje

De niño y de joven cometí la torpeza de creer en los estudios oficiales, confiando,


como saben los dioses inmortales, que ellos me transportasen a la Verdad. Y a ellos me
consagré para sacar buenas notas a fin de llegar algún día lejos –aunque no sé de dónde,
no sé para qué, porque todos acabamos en el mismo lugar—.
Mis padres siempre se sintieron orgullosos de mí por ello, aprovechaban cualquier
oportunidad para proclamarme ante sus relaciones un portento que algún día llegaría a
ser famoso.
—Mi hijo es una maravilla—solían decir—. Saca unas notas buenísimas. Algún día
llegará a algo. A médico, o abogado, o político....
Con el tiempo, mi afán por comprender las verdaderas causas de las cosas me fue
despegando de los estudios oficiales, a la vez que distanciándome de mis padres, y de
todos los demás.
Seguía sacando buenas notas, pero cada día me costaba más esforzarme en aprender
de memoria la materia de los estudios. Mis padres seguían sintiéndose orgullosos de
ello, pero cada día sabían menos de mis verdaderas inquietudes e intereses; es decir, y
en una palabra, cada día estaban más lejos mí, como yo lo estaba de ellos, de mis
estudios y de todas las cosas.
Mas a pesar de todo, antes de iniciar la revista, aparentaba una vida relativamente
ordinaria, mucho más pausada, y donde tenían cabida momentos de ocio, tan baladíes e
ignominiosos, como ver la televisión, escuchar la radio, o leer comics, o peor aún, la
prensa.
Por lo que cuando mis padres –con quienes convivía desde mi nacimiento— se
apercibieron del cambio de conducta que La Rebelión había provocado en mí –ya que
mis vagancias habían muerto—, varias veces me preguntaron si me ocurría algo. Se
extrañaban de que andase siempre tan ocupado, tan nervioso, tan ensimismado, de un
lado para otro, y no me permitiera ni un respiro. Incluso me llegaron a preguntar,
seguramente inspirados por algún malicioso programa de televisión basura, si me estaba
drogando.
Me arrogaba en esas puntuales ocasiones de paciencia para responderles, diciéndoles
que estaba tan bien como siempre. Sólo que había iniciado una actividad extra
relacionada con los estudios que me estaba robando un poco más de tiempo –sin más
explicación—. Y que eso se unía a otras cosas. Que se avecinaban los exámenes
semestrales y había de apretar los codos, y que como estaba en el último curso, les
decía, los profesores nos exigían, por nuestro bien, mucho más que en los años
anteriores. Que como pensaba en mi porvenir, cada día más próximo, me esforzaba más
debido a la dura competencia que existía en periodismo.
—Bueno—decían—, ya eres mayorcito. Tú sabrás lo que haces. Sólo queremos lo
mejor para ti, y que tengas cuidado.

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34

Contenido:
Alberto

También me dio una sorpresa agradable, rompiendo mis pesimistas expectativas. Me


hizo preguntarme si todos los de su ralea estaban tan preparados como Julio y él, o me
había encontrado con dos excepciones que rompían la regla –y esto era lo que me
inclinaba a creer—.

Escribió un largo artículo sobre un cineasta francés llamado Jacques Tati, y sus
películas, su cine. Un cine que yo desconocía, pero que debía de ser, por lo que había
escrito Alberto (¿o quizá lo copió de alguna parte?) delicioso. El cine entendido como
arte, o algo así lo tituló.
Aunque no estaba relacionado con la universidad, debido a que me había gustado, y
debido a que tenía bastante espacio libre en la revista y con él podría ocupar tres hojas,
entre texto y fotos, lo incluí.

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Cosas que pasan


Despido de Pedro/Manoli

No se perdió gran cosa, a decir verdad, excepto la salud de mi ojo izquierdo, que se
vio arruinada por el puño del bárbaro que pasaba por ser mi colaborador. Se me hinchó,
el ojo, se me hinchó mucho, y estuvo doliéndome bastante tiempo.
El infame de Pedro me agredió porque le había devuelto dos de los artículos que
había escrito. No se los rechacé, sólo se los regresé llenos de anotaciones para que los
enmendase, y para que modificara la mayor parte del contenido, que era pésimo.
Los habría publicado si los hubiese corregido según mis indicaciones. Era una buena
señal, un buen principio para que su nombre apareciese en La Rebelión. Debería de
haberse alegrado por ello, de habérmelo agradecido porque le ofrecí sin ambages mi
ayuda.
Al regresarle los artículos le dije que estaban bien, que había acertado con los temas
que había elegido –algunos artículos sobre informática—, que incluso los había
enfocado correctamente, pero que necesitaban unas mejoras.
Él cogió los folios y los miró por encima unos segundos. Observé cómo enrojecía su
semblante de enojo conformé iba mirando la multitud de comentarios que yo había
hecho por todo el texto, incluso en los esquemas y organigramas que se había molestado
en crear.
—A ti se te va la olla o qué te pasa, tío—manifestó con cólera—. ¿Tú sabes cuánto
tiempo me ha costado hacer esto?
Le contesté que eran sólo un par de indicaciones con las cuales su trabajo ganaría
enormemente. Que debía comprender que yo tenía experiencia en el periodismo, que él
nunca había escrito un artículo, que era estudiante de informática y era normal que sus
primeros textos estuvieran mal hechos. Pero que con mis indicaciones podría fácilmente
convertirlos en publicables.
—¿Pero tú qué coño sabes? Puede que sepas mucho periodismo. Pero de informática
no tienes ni puta idea. Los artículos están de puta madre.
Me armé de la resignación de la que carezco para decirle que si no los cambiaba no
los podría publicar. Que tal y como estaban eran muy malos. No tenían ni pies ni
cabezas, ni ojos, ni cuerpo, ni piel, ni mucho menos esqueleto. Es decir, componía una
figura amorfa y deforme. Tenía que comprender además que su estilo, su lenguaje, era
más pobre que un poeta.
Manoli, a su lado, al observar la irritación que se iba apoderando de mí, un poco, y
de su otra parte, de, como dicen, su media naranja, un mucho, dijo que no nos
enfadáramos, que nos calmásemos.
—¿Que nos calmemos? ¡Pero si el tío éste es la polla!—bramó Pedro—¿Quién te has
creído que eres? ¿No quedamos en que cada cual hiciera lo que quisiera? ¿Y que luego
lo publicaríamos todo junto como una miscelánea? Ésas fueron tus palabras exactas.

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
36
Le contesté, ya en tono más airado, que sí, que efectivamente cada uno podía hacer
lo que le viniese en gana, pero que YO nunca dije que iba a publicarlo todo en MI
revista. Y subrayé el nunca y el mi. Me había costado, le dije, me estaba costando
muchísimo llevarla adelante para echarla a perder. No se imaginaban ni remotamente
todos los padecimientos que estaba sufriendo por hacerla realidad. Que no tenían ni puta
idea. De golpe se me vinieron a la cabeza todas las veces que me había tenido que
humillar ante comerciantes para que aportasen algo de dinero, y sentí cómo mi sangre
fluía iracunda por mis venas. Agregué entonces que en realidad les estaba haciendo un
favor, un ENORME favor al molestarme en ofrecerme a arreglar los textos, porque eran
vergonzosos, estaban llenos de estupidez, intrínsicamente.
Pedro se desbordó al oír eso. Me insultó llamándome cabrón hijodeputa, gilipollas de
mierda, y todos los sinónimos por el estilo que se sabía, que a decir verdad no eran
muchos. Gruñó un que yo me lo perdía porque me quedaba sin él y sin su novia, que
fueran otros los tontos que perdieran el tiempo conmigo. Que ya me acordaría de ellos,
y de mi imbecilidad y de mi endiosamiento, porque yo estaba realmente endiosado.
—Mejor entonces—le dije—.
Porque, adicioné, La Rebelión ganaría con su ausencia, porque hasta una página en
blanco tendría más valor que cualquiera de las cosas que pudieran hacer.
Las Furias se apoderaron del necio. Olvidándose de toda educación, me faltó otra
vez, llamándome mezquino, creído, chulo, rata de cloaca sin sentimientos ni corazón,
tirano repugnante, y otras lindezas semejantes.
Contesté sus injurias mofándome sarcásticamente de él y de su novia, por su falso
refinamiento, por su escasa inteligencia, por su nula capacidad periodística.
—¿Conque sí? ¿Conque somos gilipollas? Esto te lo mereces—dijo—. Te lo llevas
mereciendo desde hace mucho tiempo. Toma gilipollez.
No habían terminado de llegar sus palabras a mis oídos, cuando su enrabietado puño
cerrado alcanzó de lleno mi ojo izquierdo. Me tiró de espaldas, y tardé unos segundos
en reaccionar y levantarme.
No contesté a su agresión. Siempre he dicho que la violencia es cosa de salvajes, y
yo estoy por encima de los salvajes. Luego ellos se fueron. Ellos nunca, pensé, volverán
a La Rebelión; es lo mejor para todos.

Mi ojo se hinchó. Se hinchó mucho.

Alejandro Guerrero Pérez


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37

Contenido:
Rosa

Fue la que más material me trajo, y más rápidamente. También fue a la que más le
rechacé. Pero nunca rechistó palabra alguna ante mis objeciones.
Me admiraba comprobar cómo esa mujer poco agraciada por la naturaleza –en todos
los sentidos— acogía casi hasta con alegría mis censuras. Ella misma me pedía opinión
incluso antes de que yo se la diera. Me decía que quería aprender, que tenía ganas, y me
pareció que había reconocido en mí al gran maestro que la guiaría a alcanzar lo
imposible: el Conocimiento, así, con mayúsculas. El Conocimiento infinito.
Sus primeros trabajos los rechacé de inmediato, sin dilación ni miramientos. Cuatro o
cinco folios que le habrían llevado componer, se notaba, más horas de las que el dios
Sol necesita para salir y esconderse.
—No tengo nada contra ti—le decía—. Pero eso no... eso no... no vale.
Hubiera preferido que me hubiese dado un bofetón, pero en su lugar ella aceptaba mi
rechazo con silencio, con humildad, en lugar de con rabia o indignación.
—Me estoy matando para hacer que la revista salga adelante—añadía yo, tratando de
suavizar, dando explicaciones que jamás me pidieron—. Y quiero que sea muy buena.
¿Lo entiendes? Todavía tienes tiempo. Tú puedes hacerlo mucho mejor que esto.
—Sí, si tienes razón—decía ella—. Estaban muy mal. Lo siento.
Y me informaba de que su amiga Ana Belén, a la que se lo había enseñado, le había
dicho, le decía siempre, que estaba muy bien lo que hacía, que esos artículos eran
buenos. Pero ella no era tonta y sabía que era mentira. Que le decía eso por pura
amistad, por no herirla. Que agradecía mi sinceridad, que eso, la sinceridad, es lo más
importante de todo. Porque la gente por no herir, por no hacer daño, no dice las cosas, y
es mejor decirlas, porque si no. Es peor el remedio que la enfermedad. Que la verdad
duele pero es buena, ayuda. Aunque claro, continuaba su discurso, que ella comprendía
las cosas, que entendía que Ana no le dijera nada, porque Ana era su amiga, y como
amiga no quería herirla, para no perder la amistad. Los amigos a veces por no estropear
la amistad no dicen las cosas que deben decir, afirmaba. Pero claro, que cuando dicen
las cosas, hacen daño y estropean la amistad. Así que es mejor a veces no decirlas. Que
siempre todas las personas tendrían que tener un amigo que pudiera decir la verdad,
aunque nos duela, y que tengamos con ese amigo una amistad tan grande que no la
perdamos, que no se estropee nunca. Una amistad a prueba de bombas, jijiji
Que no se preocupase, le decía yo en cuanto podía interrumpir su eterno y soporífero
discurso, que sólo le hacía falta aprender un poco, y que si seguía mis consejos en poco
tiempo escribiría artículos muy buenos, tanto como los míos, o mejores incluso.
Eso se repitió con ella una y otra vez. Era comprensiva, sumisa, obediente, y volvía a
traer cosas. Cosas siempre igual, insípidas, insulsas. Sobre dietas, sobre el tabaco, sobre
el alcohol. Sobre el estrés y la presión de la sociedad moderna. Sobre la depresión.
Sobre la alegría. Sobre los embarazos no deseados. Y hablaba y hablaba y hablaba, y
volvía a hablar.
Al final, incluí con algunos recortes y retoques parte de su material para rellenar
huecos. A ella tampoco le di ningún beso. Tuvo que conformarse con una palmadita en
el hombro. Bueno, con varias palmaditas.

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
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10

Reacción a mi ojo
Mis lumbreras

Mis colegas de La Rebelión ignoraron, o quisieron ignorar ante mí, el anormal color
que había adquirido mi ojo izquierdo. Ni me preguntaron, ni me hicieron comentario, de
apoyo o veto, alguno.
Seguramente a mis espaldas le dieron a la lengua, y en sus conclusiones resumirían
lo ocurrido con que yo, como un déspota, me había mofado de Pedro/Manoli por pura
envidia. Los habría insultado, y encima habría querido pegar a Pedro. Pero como era
más fuerte, más digno y virtuoso que yo, me había puesto un ojo morado. No me había
puesto el otro ojo del mismo color, dirían, ni ninguna otra cosa, porque tenía buen
corazón y se había apiadado de mí.
Ignorarían, además, el hecho y la bondad que había tenido yo al no denunciar a las
autoridades, como habría podido haber hecho, como habría merecido que hubiese
hecho, la agresión de Pedro.

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
39

11

Contenido:
Ana Belén

Aunque la aborrezca, los dioses inmortales conocen la verdad: si no hubieran estado


mis artículos, quizá los suyos habrían sido los mejores.
Se retrasó bastante en traérmelos, y llegué a estar convencido de que no iba a hacer
nada en absoluto. La beldad no suele ir unida a la voluntad, a la inteligencia. Como la
gente hermosa lo tiene todo más fácil, pensé, no necesita esforzarse para sobrevivir.
Pero el día en el que ya no esperaba de ella nada, mientras andaba atareado
recabando información para uno de mis reportajes en la hemeroteca, Ana Belén se me
presentó con lo que había hecho para la revista. En lugar de regañarla por su retraso –
como de buen grado habría hecho—, le di un seco y corto gracias, y me volví a
concentrar ciegamente en mi tarea.
Horas después llegué a casa de mis padres, donde dormía, a las once de la noche, tras
una dura y larguísima jornada, como todas las demás. Me metí en mi celda con un
bocadillo que me había preparado como cena, y me quedé embobado, perplejo, al ver su
trabajo. No me podía creer que ella, tan bonita, hubiera sido capaz de hacerlos.
Si en aquellos momentos la hubiera tenido delante, no habría dudado un instante en
darle un beso. Un beso en los pies, como reverencia.
Eran tres los artículos que había creado. Todos dotados de elegancia, vigor, orden,
equilibrio. Casi había hasta lirismo, poesía, en ellos. Pensé por unos instantes que ella
no los podía haber escrito, que los debía de haber escrito otra persona, un profesional,
por ella. Alguien más maduro, bien formado. Pensé también que si verdaderamente era
ella la autora, tenía un gran futuro, llegaría lejos. Si quería y sus principios –es decir, su
ausencia de principios— se lo permitían, seguro que muchos medios acabarían
peleándose por conseguirla.
De ellos, de sus artículos, por las resonancias que a la postre tuvo, hablaré aquí
solamente de uno. Era extenso y llevaba por título: “¿Hay discriminación? Las mujeres
en la universidad”.
El artículo, pese a su deplorable deje feminista, no estaba mal del todo. Era un
artículo obvio y lleno de tópicos, pero por su plasticidad y delicadeza tenía cabida en MI
revista.
Lo empezaba hablando ligeramente de las primeras mujeres universitarias, sus
padecimientos, su esfuerzo, su lucha por integrarse en las instituciones académicas. Citó
nombres y datos. Pasaba a continuación a hablar someramente de la evolución de las
mujeres en la universidad, desde las primeras admitidas, hasta nuestros días. Incluyó
estadísticas, gráficos y cifras –debo decir que obvió completamente, como si nunca
hubiese existido, no sé si por desconocimiento o por malquerencia, el papel
fundamental que muchos hombres tuvieron en el proceso de integración de las mujeres
tanto en la enseñanza en general, como en la universitaria en particular—.
Se centraba luego en la situación actual de las mujeres en la universidad. Decía que,
aunque teóricamente se las consideraba integradas, en la práctica no estaba tan claro que
fuese así. Había discriminación por materia, afirmaba. Los estudios más técnicos, como
ingenierías, informática, etc. (¿las más complejas?), parecían reservados tácitamente a
los hombres; y los humanísticos, como psicología, magisterio, pedagogía, etc. (¿las más
sencillas, las de menor peso?), parecían territorio de mujeres. ¿Por qué ocurría eso?

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Legalmente puede que existiera plena igualdad, escribía, pero ¿y socialmente, existía?
Dejaba entrever, sin decirlo directamente, que no, que tal igualdad era una quimera, que
los prejuicios, la costumbre, o lo que quiera que fuese, se oponía a ella. Añadió en sus
últimos párrafos, como cierre, que las mujeres en general tenían, solían tener, mejores
resultados académicos que los hombres, y al final preguntaba si eso era debido a que
eran más inteligentes, o a que de alguna manera se sentían en desventaja con los
hombres, por lo que se esforzaban más que ellos, se tenían que esforzar más que ellos
para afrontar un futuro laboral lleno de prejuicios machistas y dificultades.
No compartía, repito, las alusiones feministas con las que impregnaba todo el texto, y
menos me gustaba que hubiera ignorado el rol de los hombres en la integración de las
mujeres. Pero debido a que planteaba interrogantes—capciosos o no eran
interrogantes—en lugar de imponer afirmaciones, y a que mi genio me hizo intuir lo que
podía pasar, lo coloqué en las páginas centrales, pensando que llamaría la atención de
los menos cultos de entre los universitarios. Es decir, de la inmensa mayoría de ellos.

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Reacción a mi ojo
Familia

No ayudó el estado de mi ojo a disminuir la aparente inquietud y preocupación que


crecía en mis padres. En verdad me hicieron un intenso y molesto interrogatorio acerca
de mi estropeado y amoratado ojo izquierdo, preguntándome quién me había hecho eso,
y por qué me había peleado, porque yo nunca me había peleado antes, ni cuando niño.
Les expliqué con calma que yo no me había peleado. Que lo que había pasado era
que unos bandidos, unos salvajes que se dedicaban a desposeer a los demás de sus
propiedades, creyendo desacertadamente que así vivirían mejor, me habían asaltado
para expoliar todas las pertenencias que yo, pobre de mí, llevara encima. Los necios
habrían supuesto, equivocadamente, que en mí iban a conseguir un gran botín. Para
drogas, o cosas peores. Como me resistí, y además no hallaron en mis bolsillos más que
agujeros, me pegaron para mitigar sus frustraciones, y acrecentar las mías.
Esa gilipollez les dije a quienes me engendraron, aunque no me creyeron ni en todo
ni en parte. Pero se hubieron de conformar con ella, porque me creyesen o no, les dije,
eso era lo que había pasado, y no iban a escuchar de mi boca ninguna mentira.
Me respondieron que entonces lo que debía de hacer era denunciar el hecho a las
autoridades.
Les contesté con el tópico para qué. De hacerlo, les dije, los criminales pasarían
menos tiempo en la cárcel del que yo estaría condenado a perder con declaraciones y
juicios.
Pese a mis palabras, no se quedaron conformes. Me daba la sensación de que seguían
pensando que yo debía de haber empezado a drogarme. No en vano noté que registraron
por entonces un par de veces mi habitación, y mis ropas, para ver si encontraban alguna
prueba. Y el no hallarlas, en lugar de atemperarlas, acrecentaría sus inquietudes.

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13

Contenido:
Yo

Por supuesto, La Rebelión era algo mío. Mi trabajo ocupaba casi tanto espacio como
el de todos los demás juntos. Y mi trabajo era además, y por mucho, lo mejor.
Empezando por el genial y extraordinario editorial que dedicaba a criticar al
semanario Universitas, a sus redactores, y especialmente a sus dirigentes (Manolo). Por
lo mal que lo hacían todo, por lo politizado que estaba, por el enchufismo y la
mendacidad que lo gobernaba. Informaba de que tras haber dedicado varios meses a él,
con la esperanza de hacerlo mejorar con el tiempo, finalmente me había tenido que dar
por vencido, y rendirme. Había dimitido entonces, y había decidido fundar aquella
revista. Una revista libre. Donde se tratarían todos los temas con una gran rigurosidad y
un gran celo periodístico. Algo que se echaba en falta en la mayor parte de los medios.
Después estaban mis propios artículos. Muchos de ellos, de tamaño variado y
repartidos por toda la revista, estaban inspirados por otros publicados en el semanario
oficial, y en ellos me limitaba a exponer la versión opuesta de los hechos. Si ellos
decían blanco, yo decía negro. Su blanco eran elogios a cualquier cosa, cualquier acto,
cualquier profesor, cualquier libro que publicase. Mi negro era lo contrario, crítica a
cualquier acto, persona o cosa que el semanario oficial que dirigía Manolo alababa. Lo
hacía siempre, eso creía, creo y creeré siempre, de manera respetuosa, sutil y
argumentada.
La última página de mi revista la reservé para un ensayo sobre la pedagogía en
general, y la universitaria en especial, que titulé: “De la pedagogía de nuestro tiempo, o
educación medieval”. Me centraba en la pregunta siguiente: ¿Genera la universidad
individuos bien formados, cultos, íntegros? ¿O por el contrario prepara a sus alumnos
meramente para que se conviertan en alimento, en combustible, para el sistema
capitalista, en simples máquinas para producir riqueza, máquinas de usar y tirar? Mi
respuesta era que, desafortunadamente, ninguna de las dos cosas. Ni individuos
completos, ideales, ni máquinas bien engrasadas.
El resto de mis escritos eran meras crónicas válidas para el momento en el que fueron
escritas y publicadas, pero que el tiempo convierte, como casi todo lo periodístico, en
dignas del olvido.

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14

Contenido:
El Todo

Además de lo ya mencionado, el conjunto, el todo, era completado por los anuncios


publicitarios de la revista, de los distintos comercios de W, entre los cuales se incluían
tres que yo, por mi cuenta propia y por interés de la revista, había insertado.
En uno de ellos pedía lumbreras que quisieran colaborar en la creación de la La
Rebelión. En otro, a cambio de una módica cantidad de dinero, ofrecía una suscripción
que garantizaba a quien la solicitara obtener todos los ejemplares que saliesen; en el
anuncio, para tener éxito, venía a decir que la revista iba a ser tan demandada, y en
comparación la oferta —la tirada— tan reducida, que en poco tiempo sería muy difícil
encontrar algún ejemplar, y que por tanto cada número se iba a convertir en un objeto de
culto de incalculable valor. El tercero y último era un ofrecimiento de espacio a los
comerciantes, animándolos a que promocionasen, a cambio de peculio, sus productos y
negocios allí.
Con esos tres anuncios esperaba obtener más y mejores colaboradores. También más
anunciantes. Y algún dinero extra de algún alma bondadosa y caritativa que decidiera
aceptar la suscripción que ofrecía.
Esperaba neciamente que poco a poco, número a número, fuera creciendo tanto la
cantidad de suscriptores como la cantidad de anunciantes. Si eso se producía, aunque
ahora perdía dinero, unos meses más tarde llegaría a sacar unos pingües beneficios de
La Rebelión. Beneficios con los que podría llegar a cubrir y satisfacer todas mis
necesidades, hasta las más oscuras e indignas, y que bien administrados me
transportarían al paraíso.

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15

Éxito:

Me había tirado días sin dormir. Me dolían los ojos de tanto mirar la pantalla del
ordenador, no había parado de escribir, de pensar y corregir, pero al fin había logrado lo
que quería: una obra maestra.
Era una revista infinitamente superior, me decía, a la de Manolo. Estaba llena de
grandeza, de consistencia, de fuerza, de contraste, de valor. Y tenía el convencimiento
de su impacto social, de su éxito entre los estudiantes.
No aquél patético insulto a la Inteligencia y a la Decencia que era el Universtitas,
sino ESO era lo que los universitarios estaban esperando, habían estado esperando
siempre. Un grito de rebeldía, de denuncia, de verdad, de todo aquello que en el fondo
ellos, los estudiantes, detestaban aunque nadie se atreviera a decirlo. La Rebelión venía
a gritarlo a los cuatro vientos por ellos. Venía, eso a lo menos era lo que yo pensaba, a
fortalecer su opinión, a unirlos, a darles fe, perspectiva, confianza, espíritu, esperanza en
un porvenir digno.

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Maldoror

Lleno de júbilo fui a la imprenta con la versión final de la revista. Le entregué al


dueño –o a la persona que yo tomaba por tal—,y le pedí que imprimiera lo antes que
pudiera todas y cada una de las copias. Más que pedírselo, se lo rogué, se lo supliqué, se
lo imploré.
Me pidió el dinero, la mitad del coste total de la tirada, y se lo di, lentamente, con
dolor. Como si estuviese entregando mi alma al diablo. No en vano, la mayor parte del
dinero procedía de mis escasos ahorros. Esperaba, cruzando los dedos, tocando madera
–aunque yo me jactaba de no ser supersticioso—, poder recuperar la mayor parte de
esos dineros pronto, conforme fuera cobrando a mis anunciantes.

Pronto, muy pronto, llenaría toda W con los ejemplares de mi revista.

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El convite

Nada más salir de la imprenta Maldoror, emborrachado de alegría, telefoneé a mis


colaboradores, uno por uno, para decirles que estaba muy contento con la revista que
había(mos) creado, y por ello les daba las gracias, y los invitaba, a todos ellos, a los
miembros de la (MI) revista, a una cena, y a unas copas tras esa cena. Es decir, a una
fiesta de celebración del inminente parto de La Rebelión.
No lo hacía por ellos. Lo hacía por mí. Había trabajado tanto, había consagrado tanto
tiempo a ello, que necesitaba, MERECÍA, una fiesta, un homenaje.

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El Festejo

Los dioses inmortales de todo son testigos: lo hice con toda la buena fe del mundo.
Los habría llevado a un restaurante de lujo si hubiera podido permitírmelo. Pero yo
era pobre, y se hubieron de contentar con lo único que podía pagarles: una pizzería
barata. No pude tampoco invitarlos luego a una buena Opera, o a algún concierto de
algún artista de moda, o a ningún otro evento espectacular porque yo no era millonario,
y La Rebelión no me estaba dando dineros (en verdad al contrario, me los estaba
quitando). Por ello se hubieron de conformar con la invitación a unas copas en un pub
periférico. Era todo lo que estaba en mis manos. Si hubiera podido, les habría dado más.
Tenía la disparatada certeza de que aquella fiesta iba a servir para unirnos, para ir
haciendo que nos sintiéramos como hermanos, y pudiéramos afrontar un porvenir duro,
pero grandioso, juntos. Había dado por sentado que comprenderían el enorme esfuerzo
que aquello suponía para mi débil situación. Lo hacía por ellos, sólo y exclusivamente
por ellos. Porque anhelaba su apoyo, su respeto, su comprensión, su amistad, su cariño.
Pero al final, en lugar de conseguir que me estimaran al menos la mitad de lo que me
merecía, sucedió la tragedia, y únicamente me gané su odio y su desprecio. El de todos
ellos.
Todo fue muy bien durante las primeras horas. Cominos las pizzas como buenos
amigos, hablando sobre banalidades y riendo sobre estupideces. Luego fuimos alegres y
felices como mariposas a un pub para beber unas copas que yo generosamente les
pagaría, como les había costeado antes las pizzas.
En el pub comencé a dejarme llevar por mis más íntimos sueños, y lo expresé
abiertamente ante mis súbditos, comentándoles que si seguíamos haciendo la revista con
la misma calidad con la que habíamos hecho el primer número, no cabía duda de que en
pocos meses podríamos plantearnos cobrar por ella, y acabaríamos distribuyéndola no
sólo en toda W, sino en el país entero. En Z, la capital, tendríamos que adquirir un
edificio céntrico y grande, y desde él dirigiríamos nuestra publicación, que se habría
ganado por méritos propios un gran prestigio. En el peor de los casos, les decía, algún
medio de comunicación importante vendría hasta nosotros (hasta mí), los creadores de
La Rebelión, con bolsas llenas de apestosos billetes para ofrecérnoslos por trabajar para
ellos.
Hasta allí, todo iba bien. Estaban contentos, y se mostraban encantados con mi
generosidad. Sonreíamos sin parar, y alborozábamos como si estuviéramos en algún
vergel.
El problema sucedió unas copas más tarde, cuando yo, embrujado por la euforia del
alcohol, tuve la infantil y estúpida ocurrencia de tirarle los tejos a Ana Belén. Se los tiré
obstinadamente —me puse insufriblemente pesado, diciéndole sin gracia una y otra vez
que estaba muy buena, que era muy inteligente, una mujer ideal, un sueño para
cualquier hombre, que los dos formaríamos una espléndida pareja uniendo nuestros
superiores intelectos; ella me decía que lo dejase ya, que estaba borracho y desvariaba,
que me estaba poniendo pesado, y con los gestos y la mirada me decía que la dejara en
paz, que estaba siendo muy imbécil, muy plasta, y no quería ni oírme ni verme—. Con
una tenacidad tan inexplicable como inagotable —me puse final y fatalmente a meterle
mano; primero cogiéndole varias veces seguidas la mano, que ella retiraba de
inmediato; luego acariciando con mi mano su espalda, deslizándola hacia abajo hasta

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alcanzar a tocar por unos breves instantes su suave culo—. Y, finalmente, sufrí la
humillación de su rechazo —se levantó de golpe indignada, me dio un bofetón, y
escupió a mi cara, primero saliva, y después una serie de palabras humillantes, como
puerco inmundo, reptil asqueroso, sucia rata, guarro y degenerado, entre otras muchas,
puesto que ella tenía un vocabulario casi tan dilatado como el mío propio—.
El resto de compañeros se acercaron de inmediato. Primero sin saber muy bien qué
había ocurrido. Pero en cuanto lo sospecharon, aunque se abstuvieron de manifestarlo
con la claridad con la que lo hacía Ana Belén, se mostraron casi tan secos y crispados
conmigo, con mi comportamiento, como ella.
Julio me dijo secamente que me había pasado de la raya. Rosa se acercó a mí
negando vehemente con su gruesa cabeza y, con sus ojos, me amenazó de muerte. De
inmediato se confabularon todos para marcharse juntos, dejándome a mí sólo en el pub,
con mi copa, y con la cuenta por pagar; una cuenta enorme.

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19

La resaca:

A la mañana siguiente, con depresión, hice un gigantesco esfuerzo de abnegación y


los llamé con la intención de arrodillarme suplicante ante ellos y pedirles, rogarles,
disculpas. Porque sólo el veneno del alcohol me había hecho cometer aquellos actos que
tanto los indignaban.
Primero probé con Ana Belén, la injuriada. Ella cogió el teléfono, me dijo puerco, y
colgó. Volví a marcar su número varias veces, pero no volvió a contestar.
Rosa, su fiel y querida amiga, no me respondió a ninguna de las llamadas.
Finalmente recurrí a Julio, y fue con él con el único con el que pude hablar, con el
que hablé. Le pedí que le pidiera en mi nombre excusas a Ana Belén, pues ni ésta ni su
amiga del alma Rosa querían oírlas de mi boca. Me dijo que no lo iba a hacer, que no
quería líos. Añadió que lo mejor que yo podía hacer era esperar unos días, cuando los
ánimos se hubieran enfriado, para pedirle perdón a ella personalmente. Yo le dije que
estaba bien —pero no lo estaba—, que así lo haría.

¿Volvería Ana a trabajar para MI revista?

Por lo menos tenía un consuelo: había sido rechazado. Podría haber sido peor: podría
haberme aceptado. Por suerte no lo hizo, y por lo tanto no tendría que someterme al
peor de los encarcelamientos.

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20

Más resaca

Cuando salí de mi habitación aquella misma mañana, hasta mí vinieron mis


progenitores para nublar aún más aquel oscuro día en el que el sol iluminaba todas las
calles de W.
—Ya mismo tienes los exámenes, ¿verdad?
Compungido como me encontraba, no tenía ninguna gana de articular sonidos. Así
que dije que sí moviendo mi dolorida cabeza. Me preguntaron entonces si iba a
aprobarlo todo o no. Ellos creían que sí, puesto que siempre lo hacía, y ahora según yo
les decía estaba estudiando todavía más.
Les dije que sí, que tuvieran fe ciega en mí, que seguro, que no se preocupasen, que
de notable no debía, no iba, a bajar en ninguna asignatura. Que esperaba incluso alguna
que otra matrícula de honor. Me lo merecía, les informé, porque estaba adquiriendo
tanta sabiduría que sería imposible que no fuese así.
Sonrieron.

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INTERLUDIO TERCERO

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DIARIO ÍNTIMO DE ANA BELÉN: Una periodista en ciernes.

(…)
La celebración fue una idea del terrorista (aunque esté feo que lo
llame así no merece otro nombre). A mí no me hacía demasiado tilín,
pero Rosa estaba entusiasmada con ir, y acabé aceptando por
complacerla.
La cosa empezó bien. Rosa estaba disfrutando mucho, los demás
también, y yo estaba contenta. Pero el terrorista estaba bebiendo
como un loco, y se puso borracho muy pronto.
Más tarde fuimos a un pub a bailar. Allí el terrorista ya empezó a
delirar, diciendo tonterías. Y poco después tuvo la desvergüenza de
querer 'seducirme', al menos eso es lo que él pensará. Pero ésa no es
una palabra muy adecuada para definir su acción, porque esa palabra
puede tener ciertas connotaciones románticas que en ningún caso
tiene lo que hizo. No pudo ser más brusco, ni más maleducado. Era
imposible quitárselo de encima. Le dije cien veces que me dejara.
Pero no me hacía caso. ¿Qué se creerá? Es tan petulante que piensa
que todas las chicas se matan por sus encantos, y que yo iba a
rendirme fácilmente también. ¿Pero qué encantos? Las víboras tienen
más. Su estatura es propia de un enano, siempre va con barba de
cinco días, y se pone los gorros típicos de los bandidos. ¡Es un
terrorista! Fue tan insistente que empezó a manosearme, así que
para que me dejase en paz le tuve que dar una bofetada. Nunca en
mi vida había tenido que hacer nada igual. Se lo había ganado. Si le
llego a dejar habría acabado violándome allí mismo.
(…)

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SEGUNDO NÚMERO

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Enjaulado

Los tres o cuatro días que Maldoror tardó en prepararme los ejemplares de mi obra
magna esperé recluido, como un monje, entre las cuatro paredes de mi habitación.
Quise tomarme esos días como unas vacaciones mentales, como un ganado descanso
después de haber realizado tanto esfuerzo para parir el primer número.
Pero no pude. Estaba dominado por un demonio que me obligaba a pensar a todas
horas, hasta en lo más profundo de mis sueños y de mis pesadillas, en la revista. Y para
calmar a mi podrida, débil, falsa, ambigua y amarga conciencia me vi forzado a dedicar
ese tiempo de asueto a ella, como un loco enamorado. Primero, retocando su diseño.
Segundo, listando temas para posibles futuros contenidos. Y, por último, trabajando en
un par de pequeñas referencias para una nueva sección de recomendaciones, que
Apretendía incluir en el segundo número y en los siguientes. Allí predicaría lecturas,
espectáculos públicos, música, pintura, cine, y cosas similares; espectáculos
enriquecedores como alternativas a las empobrecedoras representaciones que
fomentaban los medios oficiales.

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Compañero de estudios

Recibí la llamada telefónica de Anselmo, un compañero de estudios, que me dijo:


—¿Dónde andas? Desde que te metiste con lo de la revista, estás completamente
perdido. ¿Te has muerto por fin?
Risas forzadas; yo le solía decir que lo único que nos hacía a todos iguales, la
muerte, era a la vez lo único que le daba sentido a la vida.
— ¿Has encontrado ya algo y has dejado los estudios?—agregó.
Más risas forzadas; porque yo siempre le estaba diciendo que los estudios eran una
mierda y no servían para nada, que hasta lo que hacía Sísifo en la tierra de los muertos
—rodar una y otra vez su piedra hasta la cima desde donde siempre volvía a caer—,
tenía más sentido, era menos inútil, que los estudios oficiales. Él siempre me replicaba
que eso tenía fácil solución, que dejase la universidad entonces; a lo que le contestaba
que cuando encontrase otra cosa peor que hacer, cuando hallase mi roca sisífica, los
abandonaría.
— No apareces ya nunca por las clases.
Luego me preguntó por la revista, por cómo me iba con ella, si ya la había
abandonado, si me había rendido, me había despertado dándome cuenta de que era una
fantasía imposible.
Le informé, con altanería, con orgullo, que no tardaría mucho en tener un ejemplar
entre sus manos.
Me preguntó que si iba en serio, y se contestó que estaba deseando de que llegara ese
momento para valorar el resultado de mis esfuerzos, para saber si tenía que darme la
enhorabuena o reírse en mi cara por incompetencia.
—Por cierto—dijo luego—, ya han salido las fechas de los exámenes. ¿Te vas a
presentar a todas?
Le dije que no tenía nada que perder. Se interesó a continuación por si había
estudiado mucho. Yo respondí con un pscht., regular.
—Entonces como siempre—dijo—. Lo aprobarás todo. No sé cómo te la apañas,
cabrón—un cabrón en tono afectuoso—.
Añadí un ya veremos, y un que yo no apostaría mi cuello por ello. Él dijo que sí, que
como siempre, que todas las veces decía lo mismo, y no había visto nunca que
suspendiese un examen.

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En la calle

Unos días más tarde Maldoror tuvo preparados, ¡por fin!, los ejemplares de (MI) La
Rebelión. No pude, al verlos, contenerme, y me vi obligado por una fuerza sobrehumana
a acariciarlos con una ternura que ni siquiera las personas más afectuosas demuestran a
sus semejantes más queridos.
Sobé las hojas parsimoniosamente, con un deleite indescriptible. Para mí, aquellos
pedazos de papel eran lo mismo que para un padre su buscado primer recién nacido la
primera vez que lo ve, con el cordón umbilical cortado y sus ojitos cerrados, cuando aún
no ha tenido que soportar todos sus llantos, diurnos y nocturnos, ni sus caquitas, ni sus
enfermedades, ni sus travesuras, ni su crecimiento y consiguiente distanciamiento.
Tras sobreponerme, pues, a los fuertes sentimientos de amor que me paralizaron unos
instantes, hice, como dicen, de corazón tripas –o al revés—, y me lancé, literalmente
hablando, a la calle para repartirlos.

Primero, visité los comercios que se anunciaban en la revista. Dejaba en cada sitio
unos cuantos ejemplares, y como en la mayoría de ellos aún no me habían pagado, o me
debían parte, aprovechaba para reclamarles el dinero prometido, con maneras
semejantes a estas:
—Aquí está la revista—les decía, mostrándoselas, y abriéndola y señalando el
lugar—. Y aquí está su anuncio. Ahora le agradecería que me hiciera el favor de
abonármelo.
Poníanme mil y una pegas, como siempre y para todo, antes de proceder a cumplir lo
pactado. Que allí, aducían, no tenían el dinero, que andaban mal de cambio, que
volviera otro día, que el dueño no estaba, que lo tenían todo en el banco, que acababan
de pagar a uno de sus proveedores y no habían cobrado de sus clientes, y se encontraban
en números rojos por el momento, etc.
Pero yo no me resignaba. ¡Necesitaba el dinero! El anuncio sólo les costaba x o y o z
monedas —dependiendo del anuncio que fuera, del espacio que ocupase en la revista—,
cifra ridícula, y con la que sin duda debían de contar allí sobradamente, y de la que se
podían desprender en cualquier momento sin entrar en bancarrota. Y tras continuar un
rato con mi demanda, con mis quejas, mis llantos, mis protestas, con mis amenazas de
criar allí raíces y no marcharme hasta que me hubieran pagado, aunque tuviera que
hacer huelga de hambre, y de sed, allí, en medio en su comercio, lograba que la mayoría
me diesen, ¡por fin!, lo prometido.
Hubo, eso sí, unas cuantas excepciones, a las ni su miedo ante las más atrevidas de
mis amenazas, ni su compasión a las más lastimosas de mis suplicas, los movieron a
rebuscar los mugrientos billetes entre sus carpetas, sus botes, o sus cajas registradoras,
para hacerme entrega de un dinero que no era mío, que era de La Rebelión. Así que
éstos quedaron como deudores míos.
Los primeros dineros que fui recolectando los entregué sin dilación en Maldoror para
ir cubriendo el dinero que aún debía en ella –la mitad del coste de impresión—. Cuando
hube completado tal cifra, ya con mi sórdida conciencia del deber, y del honor,
aplacada, todo lo que fui recogiendo lo fui tomando por mío propio (no en vano era el
dinero que yo había anticipado a la imprenta: ¡mis ahorros!). Pero en lugar de llevarlo a
mi cuenta bancaria, de donde habían salido, los dejé en mis bolsillos, de donde poco a

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poco y sin darme cuenta fueron desapareciendo en distintas fruslerías durante los días
que siguieron a aquellos.

Cuando acabé con los comercios, los ejemplares que me quedaban los solté en los
distintos recibidores de las distintas facultades. Compartía espacio en ellos con algún
fanzine amateur, y una gran cantidad de panfletos publicitarios, en su mayoría de
academias que ofrecían ayuda a los alumnos, a cambio de dinero, para superar las
asignaturas más difíciles –es decir, las que contaban con un profesor más plasta, más
inútil, o más perezoso—, así como de bares y pubs que ofrecían tickets descuento a los
estudiantes, para que fuesen allí a ahogar sus penas y gastarse sus escasos dineros.

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Lumbreras

El siguiente paso que di fue el de retomar el contacto con mis subalternos. Tenía que
admitir que estimaba en alguna valía su trabajo.
A Julio le pregunté antes de decirle hola si había visto la revista. Contestó
positivamente, y añadió que nos (me) había quedado muy bien, que había(mos) hecho
un buen trabajo. Creía él que a la gente le iba a encantar. Añadió que tenía un amigo que
a lo mejor se decidía a colaborar con nosotros. Se llamaba Andrés y hacía dibujos,
caricaturas. Eso le podría venir muy bien a La Rebelión, dijo, ya que tenía mucho texto
pero poca imagen. Estuve de acuerdo, y quedamos en que me lo presentaría en unos
días.
Sobre mis artículos no quiso darme opinión, diciéndome que aún no los había podido
leer bien, eran densos, necesitaban tiempo. Que cuando lo hiciera me diría algo, pero
que seguro que estaban bien. Me confirmó que seguía haciendo fotos para el siguiente
número, y que su amigo Alberto –el cinéfilo— también trabajaba.
—Bien, bien—le dije—.
Por último, antes de terminar, me arropé de todo el valor que pude encontrar, que era
muy poco, y le pregunté si sabía algo de Ana Belén o Rosa.
—No—dijo—. No he vuelto a saber nada de ellas. Deberías llamarla. Ya se le habrá
pasado el cabreo por lo de aquella noche.
Eso esperaba y deseaba, por el bien de todos.
El ser humano es un animal tremendamente estúpido, y los hechos más baladíes, o lo
que es peor, las palabras más vacuas, pueden ser los determinantes de sus conductas
más firmes y tenaces, en las que demuestren, entre otras cosas, las simpatías y los
afectos más elevados, o los odios y desprecios más intensos.
Por eso marqué el número de Ana Belén, aunque repito que no soy supersticioso, con
los dedos cruzados y tocando madera, ya que no sabía cuál podía ser su actitud ante mí,
y temía que el resentimiento y la antipatía fueran los elementos dominantes en ella. Pero
fue en vano, no sé si porque no lo tenía cerca, o porque no quería oírme, no respondió a
mi llamada, pese a que la repetí varias veces.
Probé a continuación con Rosa, su fiel amiga. Y ésta sí que lo cogió. Ya lo creo que
lo hizo. Me tuvo más de una hora al teléfono, porque para seguir siendo ella misma las
palabras le salían a caños de dentro. Muchas palabras y muy poco contenido. Puedo
resumir y resumo diciendo que me puse de rodillas para preguntarle cautelosa y
sutilmente si podía seguir contando con ella para la revista. Como la respuesta suya fue
un efusivo sí –a mí a lo menos me pareció emotivo—, tímidamente le pregunté a
continuación por Ana Belén, por si podía seguir contando también con su colaboración.
Me respondió que estaba un poco mosca conmigo, que me había pasado un poco aquella
noche, pero que sí, que creía que sí, vamos. Que si hacía falta ella misma la convencía,
que la revista nos había quedado superbien, y que no podíamos dejar que una tontería,
que una estupidez, estropease un trabajo y un grupo tan bonito.

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HISTORIA DE LA REBELIÓN
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Vox Populi

Los ejemplares de La Rebelión iban desapareciendo velozmente de sus anaqueles.


Pero eso no significaba que estuviese fracasando o triunfando. Porque cualquier cosa
que los estudiantes vieran allí, fuera lo que fuese, la cogían por pura costumbre, aunque
luego la tirasen a la primera papelera que encontraran en su camino sin echarle si quiera
una ojeada. Así que existía la remota posibilidad de que, pese a que las copias se
esfumaban, fueran a parar en lugar de a los cerebros de los estudiantes a la basura.

Por eso, cuando uno de esos días vi a una chica leyendo MI revista, cedí a la
tentación de interrogarla. Era ella bastante bonita, y estaba sentada en un banco cerca de
la facultad. Me acerqué por detrás, y miré, todo lo disimuladamente que pude y supe,
qué parte de la revista estaba leyendo, si era uno de mis artículos u otra cosa. Y era otra
cosa. En concreto, uno de los artículos de Ana Belén. Aquél en el que trataba con cierto
toque feminista el tema de las mujeres en la universidad.
La chica se percató de mi presencia, y en un lugar de ignorarla, me lanzó una
desafiante mirada, y me escupió un: ¡Qué coño miras! Le dije que no se pusiera así, que
simplemente me interesaba saber qué estaba leyendo. Acabé por presentarme y decirle
que YO era el creador de eso, y que por tal razón y ninguna otra me había querido fijar
en qué era exactamente lo que leía.
Al principio se negó a creer que yo hubiera tenido nada que ver con mi revista,
haciendo cierta desagradable alusión a que le parecía que sólo era una torpe táctica mía
para tratar de entablar alguna relación –carnal— con ella. Pero cuando la reté a que me
preguntase cualquier cosa sobre La Rebelión, comenzó a mostrarse menos hostil, y a
vacilar sobre la verdad o la mentira de mis palabras. Momento que aproveché para
preguntarle, mientras dudaba, que qué le parecía, en general, MI revista.
—Hombre—dijo tras unos segundos de silencio—, no está mal. Sobre todo este
artículo –señalaba el artículo de Ana Belén—. Es fenomenal.
Después me dijo —a ruego mío, y tras una breve parrafada de explicación— que no
sabía si era mejor o peor que el semanario oficial universitario, que tenía algunas cosas
mejores, pero otras peores. Mejores, los artículos de esa chica, y el fotoreportaje de
denuncia. Peores, el diseño en general.
Quise saber también su opinión particular sobre los artículos que había escrito yo, si
es que los había leído. Me dijo que sí que los había mirado, y me vino a decir que,
hombre, no le parecían mal, pero que trababa temas que a ella no le interesaban mucho,
y volvió a decir que el mejor de toda la revista, sin dudas, era ése que había escrito esa
chica.
Para terminar la indagué acerca de lo que a ella le gustaría que incluyeran los
próximos números, a lo que me respondió que no sabía.

Acabé repitiendo esa encuesta acerca de mi obra magna varias veces tanto aquel
mismo día, como otros que le siguieron, con los distintos estudiantes que por allí
pululaban como las moscas en la mierda.
Primero preguntaba si conocían MI revista. Si me decían que sí, los sondeaba como
lo había hecho con aquella chica. Si me decían que no, les recomendaba

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
60
encarecidamente, utilizando el lenguaje popular, que la pillaran como fuera, porque
estaba de puta madre.
La conclusión principal que obtuve fue la de que la mayoría de estudiantes NO
sabían de la existencia de La Rebelión. Esto —aunque podía ser considerado como
normal debido a que hacía pocos días que estaba en la calle el primer número, a que
había pocos ejemplares de él, y a que no había podido realizar ninguna campaña de
publicidad para darla a conocer—, me dolía hasta el punto de la rabia, y cada vez que
alguno de los preguntados me decía que no, que no tenía ni idea de lo que le estaba
hablando, era casi igual que si me picase un escorpión o me mordiera un perro infectado
por la rabia, la peste, la lepra, o cualquier otra enfermedad maldita.
En cuanto al contenido en sí de la revista deduje, primero, que gustaba y comenzaba
a tener impacto —aunque alguien lo pudiera poner en duda, era algo de lo que yo
siempre había tenido certeza—. Los pocos lectores hablaban hasta con entusiasmo de
ella. Algunos, la mayoría, la alababan, otros la criticaban, pero a casi nadie parecía que
dejaba indiferente. Y, comparada con el semanario universitario, la opinión más sensata,
que no la más difundida, era la de que preferían no opinar, porque Universitas tenía
muchos números en la calle, y La Rebelión muy pocos. Otras gentes pensaban que era
mejor una que otra, o al revés, pero dichas opiniones –mayoritariamente decantadas por
lo segundo— no podían decirse fiables.
Supe que había gustado bastante el fotoreportaje denuncia de Julio –con mis
comentarios—. También gustaba un artículo de Rosa sobre dietética, que yo había
recortado, suprimiéndole cosas, y corregido estilística y estructuralmente.
Pero lo que había llamado más la atención, lo que estaba en boca de todo el mundo,
lo que provocaba simpatías casi fanáticas, y aplausos generalizados, era un artículo que,
sorprendentemente, no era mío. Era el ya citado de Ana Belén, ése feminista que la
chica aquélla había calificado de fenomenal, y que no sólo gustaba al público femenino,
sino aparentemente a todo el mundo en general.
Y nada más. Porque prácticamente nadie parecía haberse fijado en ninguno de mis
artículos. Que además de ser los más abundantes, eran los mejor redactados y los más
atrayentes.
¿Cómo era posible que nadie, NADIE, supiera apreciarlos y disfrutarlos?

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Memorar

Como los exámenes estaban encima, tenía que estudiar. Pero no lo hacía. Lo que me
torturaba un día sí y otro también. Porque aunque los estudios, me decía, no sirvieran de
nada, no podía rendirme tras haber dedicado toda mi miserable existencia –y todas las
vidas son miserables— a ello. Ya que había llegado tan lejos, no iba a abandonar. Que
lo mejor era que hiciese el último esfuerzo, subir un último peldaño, para obtener el
pedazo de papel que certificaba mi fin de estudios, es decir, eso que llaman título. Pese
a que luego, en el fondo, íntimamente, lo despreciase.
Para hacer mi pesar más grande, como había dejado de acudir a las clases, había
abandonado también, a mitad de ellas, la realización de unas 'prácticas', unos ejercicios
absurdos y ridículos, que eran exigidos en algunas materias como condición para poder
aprobar en las convocatorias ordinarias. Así que además de que no estaba estudiando
nada, en las fechas que venían sólo podría presentarme a poco más de la mitad de las
asignaturas.
De esa manera todas las noches, tras mis acostumbradas y agotadoras labores
periodísticas, con la mente cansada, extenuada, exprimida y sin jugo, hacía el esfuerzo
de sentarme en el escritorio con alguno de los libros, o de los apuntes fotocopiados de
otros compañeros, para memorizarlos. Y no sabía qué era peor, si los primeros, que
estaban redactados en un lenguaje soso y sin vida. O los segundos, que apenas eran
inteligibles, y que mientras más limpios y bonitos se presentaban, menos sentido tenían.
Por una razón u otra, unos y otros me resultaban tan insípidos como estériles, tan
vulgares como poco estimulantes. Tanto por el nefasto estilo con el que estaban
redactados, como por lo recargado del lenguaje, y por la ausencia de una estructura
adecuada para guiar a la comprensión de las raíces, los fundamentos y las razones de la
materia. Leía, así, los primeros párrafos de cualquier cosa y, sin poder evitarlo, mis ojos
se apagaban automáticamente tras sufrir los primeros renglones.
Sólo una de esas noches conseguí vencer esa desgarradora astenia. Era la quinta vez
que cogía el libro de la asignatura llamada Empresa Informativa, y la quinta vez que,
con todo mi dolor, lo cerraba de golpe menos diez minutos después de haberlo abierto.
A pesar de que sentía particular inclinación por esa materia, porque pensaba que era una
de las pocas que podría resultarme útil en un futuro próximo. Porque gracias a ella
aprendería(mos) –en teoría— todo sobre las empresas cuyo negocio es la información.
Es decir, el lado económico-financiero de periódicos, televisiones, agencias de noticias,
cadenas de radio, medios virtuales desarrollados en internet, etc. Podría(mos) asimilar –
en teoría— todas las reglas y los trucos –legales o ilegales— que regulan el
funcionamiento de empresas de ese tipo, a fin de que en un futuro fuéramos capaces de
dirigirlas, o incluso crearlas de la nada y hacerlas rentables, como yo soñaba hacer con
La Rebelión.
Había sido escrito por algunos de los profesores de la universidad de W, y por el que
probaban lo incompetentes que era. Como casi todos estos libros que vomitan los
profesores, era un texto árido, con una literatura torpe y descolorida, falto de
coherencia, y que hacía énfasis en cosas insultas y refería de pasada u olvidaba los
elementos clave. En resumen, un libro que, como casi todos esos libros, invitaba a no
leerlo.
Me maldije, irritado, ofuscado, tanto por no poder concentrarme, como por caerme
de sueño y, en ese estado, todos mis sentidos se despertaron, y se conjuraron para

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quejarse, para rebelarse contra mi amargura. Escribí entonces un artículo lucido y
brillante, titulado: “Atraco Impune: de cómo los profesores roban a los alumnos.”

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Tropiezos

Julio me presentó a su amigo Andrés, el dibujante, en el bar de la universidad. Fue


una breve y agradable reunión, en la que charlamos un rato y tomamos unas cervezas –
que yo pagué con el dinero de la revista—.
Su amigo, que también estudiaba bellas artes, prometió dibujar unas cuantas
caricaturas de gente importante, del Rector y de algún que otro semejante. En esos
dibujos, dijo, iba a procurar resaltar los defectos del alma de los personajes que pintaba:
su vanidad, su estupidez, su petulancia, su mezquindad. A él, a Andrés, le importaban,
según afirmaba, poco los defectos físicos. Él, como los grandes pintores –y decía aspirar
a convertirse en uno, cosa harto improbable—, aprovechaba las peculiaridades físicas de
los retratados para indagar en lo más hondo de sus tripas, y reflejarlas en sus trazos
fisonómicos.

Esa conversación, y las cervezas de ese encuentro, me embriagaron de alegría, de


confianza y fe en todo y, tras despedirme de ellos, en ese estado me tropecé con Rosa y
con Ana Belén, que estaban juntas charlando en medio de un pasillo.
Desde la noche en la que la injurié, tratando de conseguir sus amores, no la había
vuelto a encontrar, ni hablado con ella. Hacían ya alrededor de dos semanas desde
entonces, y no sabía cuál podría ser su reacción, lo que me asustaba igual que se supone
que a un ratón le deben de asustar los gatos.
Por eso tal vez, o por lo que sólo los dioses inmortales saben, al verlas en aquellos
momentos quise hacerme el despistado, con el fin de evitar el encuentro. Tendría que
afrontarlo algún día, sí, pero creía que aquél no era ni el día ni el lugar ni el tiempo
oportuno. De manera que al pasar por su lado volví la cabeza y miré para otro lado.
Mas Rosa comenzó a vociferar mi nombre, y a gesticular, moviendo sus brazos como
las aspas de un generador eólico, con lo que muy a mi pesar me vi obligado a
detenerme.
Rosa por delante, con un paso ágil y veloz, y un poco más retrasada Ana Belén. Se
me acercaron. En unos segundos estuvimos juntos. Rosa me apretó la mano, y me
preguntó que qué tal. Yo, mirando de reojo, con miedo –miedo a ser escupido, a ser
insultado, a ser golpeado; miedo a morir por seguir vivo— y con vergüenza –vergüenza
de que me considerasen un estúpido, un retrasado, un demente, un ser inferior y
desequilibrado—, yo, pues, con miedo y con vergüenza, le dije como mero formulismo,
como puro tópico, que no me quejaba pero que podría estar mejor. Rosa me preguntó
que por qué decía eso, si era que me pasaba algo. Le dije que no, pero que siempre se
puede estar mejor de lo que se está. Luego miré fijamente a Ana Belén durante unos
instantes, y le dije buenas. Ella replicó con un seco y helado hola.
—¿Y cómo estáis vosotras?—pregunté.
Rosa dijo que no se quejaba. Ana Belén, de manera cortante, dijo bien.
—Espero que no estés enfadada conmigo—dije, dirigiéndome a Ana Belén—. Te he
llamado por teléfono.
Si había querido hablar con ella, le expliqué, era para pedirle perdón por el
comportamiento que había tenido la última noche en la que nos habíamos visto. Quería
que comprendiese que el alcohol me había transformado en quien yo no era, como la
droga transformaba al Dr. Jekill en Mr. Hide. Entendía que estuviera enfadada conmigo,

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
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pero lamentaba de corazón, con todo mi ser, haber hecho aquello, y esperaba que su
enfado se hubiese mitigado y se pudiera erradicar por completo, que no fuese ningún
cáncer que hubiera corrompido por siempre nuestra amistad.
Se quedó callada, seria. Yo no le caía muy bien. De los pocos encuentros que
habíamos tenido en nuestras vidas sacaba esa conclusión. Para ella, un demonio a mi
lado era un santo. Para ella, yo tenía un lugar al lado de Stalin, de Hitler, Nerón, o de
Calvino.
Junté mis manos de la misma forma que los cristianos juntan las suyas para rezarle a
su dios, y le pedí que me perdonase por caridad humana, por favor y por compasión.
Que aunque yo era un rufián que no lo merecía, a ella no le costaría nada pronunciar
unas palabras que liberarían de mi pecho un gran dolor, un trágico sentimiento de
pecado que me atormentaba y me afligiría hasta el fin de mis días.
Rosa, riendo por mis palabras, la animó a que me perdonase, que en el fondo yo no
era mala persona, un poco loco sí, pero no malo. Ana Belén dijo que estaba bien, que
me perdonaba. Pero lo dijo con hosquedad, a la fuerza y sin sentirlo. Eso a lo menos me
pareció a mí.
A continuación las felicité por el trabajo que habían hecho para la revista, porque
estaba muy bien, era muy maduro, y demostraba mucha inteligencia. Sobre todo el que
había hecho Ana Belén, sin desmerecer el de Rosa. Y además estaba gustando mucho a
la gente.
Me ofrecí, acto seguido, a invitarlas a tomar algo en el bar –con el dinero de mis
ahorros, que era de la revista, y que estaba derrochando esos días—, para hablar de La
Rebelión. Rosa dijo que no podían porque tenían una clase que empezaba en diez
minutos.
—La semana que viene—dije al fin—me gustaría tener todo el material para poder
sacar a la calle el segundo número. Cuento con vosotras. Os necesito.
Rosa se apresuró a decir que sí, que contara con ello. Que ella ya había preparado
unas cuantas cosas. Que me iba a llamar para quedar conmigo y enseñármelas. Ana
Belén me dijo que también me daría algo.
—Ya sé que estamos de exámenes—dije—, y sé que tenéis poco tiempo. Por eso
aprecio en lo que vale vuestra ayuda. Vuestro sacrificio. No os arrepentiréis. La revista
nos va a ayudar a todos. A todo el mundo le está encantando, y eso se va a notar.
Respondieron que se tenían que ir de verdad porque llegaban tarde a la clase.

Alejandro Guerrero Pérez


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Contenido
Maldoror

Apenas pasaron tres semanas desde que distribuí el primer número, cuando conjunté
todo lo que había hecho, y todo lo que me habían traído mis vasallos – recibí poco y
encima tarde, a última hora; tuve que dedicar, pues, bastantes horas en los últimos
momentos a corregirlos, a hacer supresiones, y añadidos, sin consultar con ninguno de
mis mancebos—, y lo llevé hasta Maldoror.

El de la imprenta me preguntó que cómo iba la cosa, si la revista estaba gustando,


funcionando.
—Necesita tiempo para consolidarse. Para darse a conocer y ganar poco a poco la
fama que merece. Es como un niño pequeño, que tiene que crecer lentamente. Al
principio hay que mimarlo todo el tiempo, a fuerza de sufrimientos y sacrificios.
Me dio la razón, y dijo que me deseaba de veras toda la suerte del mundo. Porque ya
sabía yo que la revista le había gustado mucho. Porque ya sabía él lo mucho que me
estaba esforzando por hacerla bien.
Una de las cosas que más lamentaba era tener que lanzar una tirada tan reducida. Los
pocos ejemplares que me podía permitir para tantos universitarios se me antojaban muy
escasos. Me habría gustado, me gustaría, sacar dos, o mejor, cinco veces más como
mínimo. Pero eso era algo que no podía hacer. Ya los que estaba haciendo me estaban
costando dinero. Pensar, como pensaba, en más, era un suicidio.
Era cierto lo que le decía, comentó. Y, por el tono con el que lo expresó, la cara que
puso, y el amago de dar media vuelta que hizo, quiso significarme que no quería seguir
hablando, que no tenía tiempo o ganas, de escuchar mis penas, que él tenía las suyas
propias y eran peores, más grandes que las mías, y si se ponía a contármelas me iba a
echar a llorar.
—Esperaba haber conseguido—proseguí yo—algunos anunciantes más, o incluso
algún que otro suscriptor. Ya sabes que puse anuncios para eso. Bueno, pues sabes
cuántos en conseguido. Te lo voy a decir.
Él resoplaba, y miraba de un lado para otro, tratando de decirme sin palabras que
estaba deseando que me largara, o que se produjera un terremoto y el techo se me
cayera sobre la cabeza enterrándome.
—Nada—le informé—. Un cero gordo, redondo y grande. Ni siquiera un mísero
comercio en toda W se ha dignado en llamarme para poner un anuncio en La Rebelión.
A pesar de su cara de disgusto ante mis palabras, seguí diciéndole que de los dos
millones de almas que vivían en W, que podían leer gratis MI revista, nadie se había
molestado en hacer una simple suscripción. Para un individuo no le habría supuesto
nada, un coste ínfimo, ridículo, suscribirse. Pero que para mí cien suscriptores lo eran
todo. Que la gente no parecía dispuesta a colaborar con nada. Que lo querían todo gratis
sin hacer nada a cambio, como si las cosas brotasen espontáneamente de los árboles, o
de las mismas entrañas del infierno. Que la culpa de todo era de la enseñanza, una
enseñanza que creaba analfabetos.
No me aguantó más, y me cortó secamente diciéndome que tenía mucho quehacer, y
que no podía pasarse el día escuchándome, precisamente porque las cosas no salen
fortuitamente del aire.

Alejandro Guerrero Pérez


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Le pedí perdón si lo había molestado al dejarme llevar por mi entusiasmo. Le rogué
que intentase tener mi revista lo antes posible, y le prometí por último dedicarle un
artículo elogioso, gratuitamente, en el siguiente número. A él y a su imprenta.
Los dioses inmortales son testigos de que jamás escribí ese artículo.

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Contenido:
Julio

Muy bien con las fotos de la pobredumbre universitaria. Les añadí el oportuno
comentario sarcástico, y las correspondientes fotos bonitas para crear el contraste.
Esta vez no escribió ningún artículo; tiempo que me ahorró, porque así no lo tuve
que leer para después tirarlo a la basura.
Muy bien porque me presentó al nuevo colaborador, Andrés.

Alejandro Guerrero Pérez


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10

Contenido:
Andrés

Sus dibujos resultaron ser geniales. Realmente escondía dentro de sí a un gran


dibujante, y quizá en un futuro, si no se echaba a perder –cosa repito que bastante
probable—, a un gran pintor.
Creó varias caricaturas de varios personajes de la universidad.
La portada era obra suya: su Rector. Parodiaba así uno de los números de
Universitas, en el que habían sacado una, como siempre, elogiosa foto del Rector.
Andrés le había trazado la figura, como era gordo y mofletudo, y de tez roja como el
vino tinto, de un cerdo. Era una pequeña obra de arte. Lo puso a cuatro patas, con su
sempiterno traje y su eterna corbata tan ajustadas al cuerpo que parecía que iban a
estallar todas las costuras, y se iba a quedar desnudo de un momento a otro, para
mostrar toda su deformidad. La cabeza, con su nariz de gorrino, estaba rematada por su
cabello canoso, copiando con una exactitud fotográfica hasta el último pelo.
El resto de sus dibujos tenían, en su estilo, tanta calidad como el primero. Retrataba
dándole apariencias de un sapo al ViceRector, un hombre bajito y rechoncho. Y luego
hacía caricaturas del Decano de bellas artes –en este caso benévola, mostrando las
simpatías que le tenía en la forma de un perro san bernardo—, y de otro par de
individuos de poca importancia o relevancia.

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11

Contenido:
Alberto: Más cine.

En este caso hablaba de una película en concreto, El ladrón de bicicletas. La


analizaba concienzudamente, hablaba de su autor, resumiendo su biografía y su
filmografía, sus intereses, su moral. Y hablada de la película en sí, y del contexto de la
misma. Concluía diciendo que era una pequeña pieza maestra que tendría vigencia
mientras siguieran viviendo los seres humanos tal y como los (nos) entendemos.
Nuevo artículo bien escrito que publiqué intacto, sin cambios, con todas las imágenes
que Alberto había metido.

¿Los escribía realmente él?


Yo creo que los calcaba de alguna parte.

Alejandro Guerrero Pérez


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12

Contenido:
Rosa

Admitir debo que ella fue nuevamente la que más material produjo. Se me presentó
con diez artículos distintos, que ocupaban casi treinta hojas. Esta vez había hecho aún
más que la primera, mucho más, y en mucho menos tiempo. Incluso yo había preparado
menos material que ella, casi la mitad.
Me pregunté cómo lo habría conseguido, si habría plagiado de algún sitio o no;
aunque días después, al ojear sus artículos, y comprobar su calidad, su falta de ella,
comprendí que todos eran suyos.
Tras dejármelo me llamó dos o tres veces, para preguntarme si los había mirado, si le
había hecho las oportunas anotaciones para cambiarlos, si me habían parecido mejores
que los primeros.
Me limité a darle de lado, diciéndole que aún no había tenido, lamentablemente,
tiempo. Que los exámenes estaban encima, y que tenía que preparar el diseño del
segundo número aprisa, porque tenía que llevarlo pronto a la imprenta. Que en cuanto
les echase un ojo la avisaría y le comentaría lo que fuese —pero ni tenía la intención de
hacerlo, ni lo hice —.
A falta de otra cosa, cogí sus artículos a última hora, les eché un vistazo
generalizado, y sin decirle nada, me quedé con lo que me disgustó menos, lo enmendé
en todos los aspectos —empezando por su ortografía y su gramática, modificando su
estructura, mejorando y refinando sus frases, puliendo los párrafos—, y lo incluí para
rellenar algunos huecos de la revista.
Cuando me volvió a llamar ya estaba todo en la imprenta, momento en el que le dije
la verdad. Una verdad endulzada con el propósito de evitar conflictos, enfados y
despropósitos. Aunque ella me mostraba el carácter menos conflictivo que ningún otro
ser humano que hubiera conocido nunca, consideré que no estaba de más ser cauto. Que
como el tiempo se me había echado encima, fue lo que le dije, había optado por coger lo
mejor de lo que me había traído, y me había tomado la libertad de aplicarles algunas
modificaciones, ligeras, para realzarlos y ajustarlos a las necesidades de La Rebelión, y
lo había llevado ya a la imprenta, junto al resto del material. Que por eso también no
había tenido la necesidad de llamarla. Esperaba que me perdonase y me comprendiera.
Que no tenía por qué pedirle perdón fue lo que me dijo, porque yo sabía más que ella
y seguro que habría obrado en bien de todos. Que ella me entregaba el material para que
hiciera con él lo que considerara más conveniente.
Le di las gracias por su actitud, le dije que era la que hacía falta, la que necesitaba la
revista. La que todos deberían de tener, pero nadie tenía. Más espíritus comprensivos,
como el de ella, era lo que necesitaba el mundo. Oí como respuesta y despedida un
gracias que me pareció demasiado sincero.

Alejandro Guerrero Pérez


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12

Contenido:
Ana Belén

Dos artículos.
En uno de ellos continuaba el tema feminista con el que tanto éxito había tenido. Se
centraba en esta ocasión en las mujeres que formaban parte del equipo docente de las
universidades. Es decir, de las dificultades que habían sufrido las féminas para pasar de
ser alumnas a ser educadoras, y también de las que seguían y seguirían sufriendo.
Volvía a destacar en él que aunque las leyes a priori implicaban la igualdad, ésta no se
producía de facto. Sólo bastaba con echar un rápido vistazo, informaba, al equipo
docente de la universidad de W para percatarse de ello. Las mujeres estaban en franca
minoría, y conforme se subía en la escala jerárquica, esa minoría se acentuaba,
existiendo pocas mujeres con cátedra, y menos aun que ocupasen cargos directivos.
También hablaba de que los sueldos solían ser inferiores a los de los hombres. Daba
entonces cifras estadísticas que venían a servir de sostén a sus palabras. Y terminaba el
artículo lanzando preguntas abiertas que dejaba por contestar.
En el otro tocaba un tema que yo también había abordado: la época de exámenes. El
suyo se diferenciaba bastante del mío, y si bien no era un opuesto, un contrario perfecto,
decidí usarlo en la revista, en su diseño, como si lo fuera. Así los emplacé en páginas
paralelas, de forma simétrica, para hacerlos contrastar, para inducir al lector a que los
comparase. Era el de ella un texto pensado para ganarse claramente las simpatías de los
estudiantes, pues hacía una exposición de todas las opiniones corrientes y vulgares que
circulaban acerca de los exámenes. Es decir, hablaba del estrés y la tensión que sufren
los alumnos, de las noches sin dormir, de los nervios. De lo difícil que resultaba obtener
aprobados, del poco tiempo que había para estudiar, y de los pocos días que mediaban
entre unos exámenes y otros.
Había en todo ello impregnado una dañina ausencia de crítica hacia el podrido
sistema, y por tanto una detestable tácita aprobación del mismo, que resultaba
imperdonable. Sólo la belleza de su estilo hacía que el artículo mereciese la publicación.

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14

Contenido:
Yo

De entre todos los artículos me sentía especialmente orgulloso del ya referido:


“Atraco impune. O de cómo los profesores roban a sus alumnos”.
Encabezaba el texto con unos párrafos que no tenían aparentemente relación, ya que
en ellos recordaba las calamidades que los obreros –mineros, agricultores, empleados de
fábricas, etc— habían sufrido en la historia. El hambre que pasaron. Las huelgas y las
protestas que hicieron para que poco a poco consiguieran mejorar sus precarias
condiciones de vida. Hacía mención a que tuvieron que morir para defender
simplemente su pan, el pan que se ganaban con su esfuerzo. Y decía por fin, para
relacionarlo con lo que iba a escribir, que los estudiantes deberíamos sentirnos como
esos obreros del pasado, y deberíamos de defender el conocimiento que debían de
transmitirnos como los obreros defendieron su pan.
Pasaba entonces a centrarme en el tema elegido, en el atraco impune que un grupo de
profesores, los de la asignatura Empresa Informativa, cometían con sus alumnos.
¿Cómo les robaban? Pues forzándolos a comprar un libro –yo lo había comprado y me
sentía estafado, informaba— que habían escrito los profesores —indicaba tanto el
nombre del libro, como el de los autores—. No les amenazaban con ningún arma ni
violencia, decía, no. Aquél era el libro oficial de la asignatura, y contenía la materia que
debía de estudiarse, por lo que los alumnos debían de comprarlo, para memorizarlo, si
querían tener opciones de aprobar.
Afirmaba después que eso era un robo consentido por las leyes y las justicias —daba
cifras, tanto del sueldo medio de los profesores docentes, como de lo que debían
percibir por aquellos libros, y haciendo un cálculo medio que daba un resultado de unas
ganancias nada desdeñable—. Advertía a continuación que deliberadamente dejaba de
lado la editorial que lo imprimía, porque de investigarla no me habría extrañado
averiguar que perteneciera a algún pariente próximo de alguno de los autores del libro, o
incluso a los propios autores, ocultos en sociedades fantasmas o en esposas o hijos o
parientes cercanos. No, no había querido seguir indagando porque el hedor del fondo
podría haberme asfixiado.
A reglón seguido hacía referencia a la precariedad económica de los estudiantes, que
sin ingresos tenían que gastarse montones de dineros en ese tipo de cosas. Para ello no
les quedaba, en la mayor parte de los casos, otro remedio que acudir a sus familiares –
padres—, quienes confiados en que así garantizaban un “espléndido” porvenir a sus
hijos, les entregaban el poco dinero de sus débiles economías domésticas, con la
esperanza de que sus retoños hallasen en vida la felicidad que les había sido a ellos
negada.
Proseguía diciendo que aquello era, pues, una mafia que expoliaba a los de siempre,
a los más frágiles.
Quizá sería perdonable si el libro fuera aceptable, escribía, –y no pedía siquiera una
obra maestra, no un libro revolucionario destinado a persistir por siempre y a cambiar
los destinos de la Humanidad—, sería disculpable si sirviese para nutrir los intelectos y
los juicios de los alumnos como el pan servía para alimentar a los obreros. Pero no. Eso
era lo peor del caso: que el libro no valía para nada. Llenaba las cabezas de los alumnos
de datos sin sustancia ni orden, copiados de vete a saber dónde. Que ocupaba espacio en
los cerebros, pero que no los hacía crecer ni los fortalecía. Era, por comparación, como
si en lugar de con pan los obreros se llenasen los estómagos con barro o fango; matarían

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el sentimiento del hambre, pero no ingerirían nutrientes para subsistir, y acabarían
muriendo. En otras palabras, quizá los estudiantes aprobasen la asignatura, explicaba, y
acabasen obteniendo un título, un diploma que certificaba unos conocimientos. Pero
unos conocimientos que no habrían adquirido, que no habrían podido obtener, puesto
que nada podrían aprender de libros como ésos. Es decir, que el certificado no sería más
que una farsa, una estafa. Tanto a los estudiantes como a la sociedad.
Cierto que el programa oficial de la asignatura refería una extensa y oscura
bibliografía, pero ninguno de los profesores la mencionaban en ninguna clase, y sí
referían de continuo, y remitían a los alumnos constantemente, a su libro.
Por todo ello en mi artículo yo acusaba, uno por uno, a los autores de aquel
engendro. Acusaba al grupo de profesores autores del libro de ser los diabólicos artífices
del crimen, quería creer que por inconsciencia, y de haber defendido su nefasta obra
durante años, mediante maquinaciones despreciables. Acusaba al Rector de la
universidad de W de ser cómplice, cuando menos por debilidad de carácter, de una
iniquidad semejante. Y acusaba al alcalde de W, y hasta al presidente de la nación, de
permitir infamias como ésa por meros intereses políticos.
Pasaba a comentar que lamentablemente no era éste un caso aislado, de esa
asignatura, de esos profesores. Era por el contrario algo frecuente, en muchas
asignaturas, en toda la universidad de todo W. Profesores de toda clase de facultades,
para todo tipo de materias, escribían libros, malos libros, que obligaban a comprar a sus
alumnos, para así enriquecerse a costa de ellos, y empobrecer a la vez sus economías
domésticas y, lo que era aún peor, sus mentes.
¿Era ésa forma de enseñar? ¿Por qué hacer libros nuevos, cuando hombres
verdaderamente grandes ya habían creado auténticas joyas sobre las diversas materias
que revolucionaron ellos mismos? ¿Por qué no hacía nadie nada para impedirlo? ¿Por
qué no se creaban leyes? ¿Habría de surgir un nuevo y despiadado Robespierre?
¿Tendrían que rodar cabezas?
Para terminar sugería sarcásticamente que quizá deberíamos los alumnos hacer lo
mismo que tuvieron que hacer los obreros para que les dieran su pan. Porque si nos
alimentaban mal, decía, si se reían de nosotros, deberíamos luchar. Luchar hasta el final.
Hacer huelgas, iniciar protestas, incluso al extremo de morir por nuestra causa si la
ocasión lo requería.

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
74
15

Manolo y yo

Un par de días después tropecé fortuitamente con Manolo en la universidad. Me


detuvo y me dijo, con su habitual desfachatez, que se alegraba de verme, y que ya que la
casualidad había querido que nos encontráramos quería aprovechar para comentarme
algo.
¿Querría felicitarme por mi gran trabajo? ¿Me reconocería la superioridad de La
Rebelión sobre su memo semanario, y la mía sobre él? ¿Me pediría que lo admitiese
como redactor de MI revista? ¿Se arrodillaría ante mí para implorarme perdón, y
rogarme que volviera a trabajar para él, pero esta vez con plena libertad?
No tenía yo ningún interés, le dije en cambio secamente, en escuchar lo que tuviera
que decirme. Porque ninguna de sus palabras, después de todo lo que me había hecho
padecer, podría tener interés alguno para mí.
—No empecemos—dijo—. Siempre estamos como el perro y el gato. Por una vez
hagamos un esfuerzo por llevarnos bien. Seamos amigos. O por lo menos hablemos
como personas civilizadas. Sé un poco comprensivo. No te voy a quitar más de media
hora.
Los dioses inmortales saben que no tengo perdón porque accedí a su petición
prácticamente sin hacerme de rogar. En verdad sentía enorme curiosidad acerca de lo
que podría llegar a querer decirme el lechuguino aquél. Toda su mezquindad, hipocresía
y deshonestidad.

Me llevó a la cafetería, invitándome a tomar lo que quisiera. Allí comenzó a tratarme


de una manera tan fraternal, como inesperada, antinatural o chocante. Mi impresión fue
la de que estaba, como dicen, simple y llanamente haciéndome la pelota, o sea,
arrastrándose a mis pies para embaucarme con el fin de conseguir algo de mí. Era
seguramente la misma táctica que utilizaría para hacer la bola a todos los profesores,
para chupársela a los catedráticos y a todos aquellos que tuvieran el poder de ayudarle a
posicionarse por encima de los demás.
Yo me parapetaba en mi silencio, observándolo, escuchándolo, pero con la certeza de
que él era un puro teatro.
Empezó por hablar de los exámenes, lo mucho que había que estudiar para
superarlos. De lo cruel que a veces era el azar, que hacía en ocasiones vanas las horas de
estudio; porque bastaba con que preguntasen algo, cualquier pequeñez dentro de la gran
montaña, un simple párrafo dentro de cien mil, pero que no te hubiese dado tiempo a
mirar, a memorizar, para tirar por tierra una asignatura.
Yo miraba aburrido para otra parte, y él seguía. De que estábamos en el último curso
y pronto nos enfrentaríamos al mundo, y que allí también nos someteríamos a los
caprichos de la fortuna, sin remedio. De vez en cuando me preguntaba en busca de
asentimiento un: ¿no te parece? Y en lugar de aprobación a sus palabras por toda
respuesta sólo hallaba en mí mutismo.
Cansado de sus vaguedades, de sus rodeos, interrumpí su discurso diciéndole que ya
había oído bastantes circunloquios, que se dejase de evasivas y fuera al grano. Me había
molestado con un propósito, decirme algo –seguramente una tontería, una bagatela—, y
lo mejor para los dos era que lo escupiera cuanto antes.
—Sí, sí—dijo con un poco de malestar ante mis palabras—. Tu revista. He visto tu
revista. De eso quería hablarte.

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
75
Añadió que no estaba mal del todo. Que había algunas cosas realmente buenas,
extraordinarias.
—Por ejemplo esa chica—fueron algunas de sus palabras exactas—, ¿cómo era su
nombre? ¿Ana Belén? Sí, creo que era ése. ¿De dónde la has sacado? Ha hecho un
trabajo notable.
Prosiguió, para mi estupor, haciéndome algunos halagos. Pero no a mis artículos, no
a mí directamente. No a nada de lo mucho, y muy bueno, que yo había creado. Sus
alabanzas eran más bien ambiguas, casi hasta impersonales. En el fondo se notaba que
era completamente incapaz de hacerme ningún elogio sincero, que se le atragantaban las
palabras, y pese a su esfuerzo se notaba que sus adulaciones eran falsas. Que crear una
revista, decía, necesitaba de mucho encomio y mucho valor. Que hacerlo sin ayuda –se
refería al dinero, al apoyo de la universidad— todavía tenía más mérito. Que el mundo
editorial y periodístico cada día era más difícil. Y siguió un rato más con ambages
semejantes. Sin decir nada en concreto.
Como eso me exasperaba, le repetí que se dejase de digresiones, que dijese lo que
tuviera que decirme sin dar más vueltas, porque me iba a acabar mareando. Tal vez ése
era su propósito, le dije, marearme, pues así me debilitaría, y podría conseguir más
fácilmente sus siniestros propósitos.
—Tú siempre igual—dijo—. Buscando la pelea. Yo hago todo lo posible por
llevarme bien contigo. Pero tú... tú...
—¿Yo... qué?
—Tú... nada. No quiero discutir. Eres muy susceptible. Muy mal pensado. Estoy
haciendo todo lo posible por ser amable.
Le espeté que su amabilidad me importaba tanto como su gomina. Que yo había
tenido la deferencia de aceptar aquel encuentro, en el que se suponía me iba a decir algo
que supuestamente merecía mi tiempo y mi atención, y hasta ahora sólo había estado
escuchando fruslerías. Que dejase de fingir un afecto que no existía. Que esputase de
una vez lo que fuera, y si te he visto no me acuerdo.
Bufó un que conmigo era imposible mantener una charla civilizadamente. Yo
desconocía, según él, por completo lo que son los modales. Que la educación, la
cortesía, era algo sobre lo que se había cimentado la sociedad y el mundo. El contrato
social. Y que ése era mi principal problema, que yo no parecía comprender, o querer
comprender, que la urbanidad era la clave para la vida en sociedad, para la vida humana.
—Puff—gruñí con irritación—. ¡Venga ya! Déjate de sermones. Ve de una puta vez
al grano, ¡joder!
—Está bien—resopló antes de soltar su ponzoña:
Que, a pesar de todos los méritos que pudiera haber en mi revista, había de decirme
lo de siempre, que me pasaba de la raya, que criticaba con excesiva dureza, sin medida
ni mesura, a muchas cosas. Entre otras, a su revista, Universitas, y a la propia
universidad.
—Já—exclamé—. Acabáramos. Era eso. No podía ser otra cosa.
Continuó diciendo que sí, que era eso. Que me quería aconsejar, aunque yo no lo
creyese, por mi bien, meramente que cambiara el tono. Que dejase de meterme con la
universidad y con su revista. Porque conociéndome como me conocía, en vez de
suavizar esos ataques, estaba seguro de que yo iba a tender a hincharlos, a engordarlos.
—Tú lo que tienes—dije—, lo que sientes, es pura envidia. Estás viendo que yo he
hecho una revista infinitamente superior a la tuya, y por eso me has llamado. Para que la
cambie, o hasta para la que la cierre. Eso es lo único que tú quisieras.

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
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—Puedes pensar lo que quieras—dijo—. Mi conciencia está tranquila. Sólo trataba
de aconsejarte, por tu bien. Porque en el fondo aunque no lo creas ni lo sientas te
respeto en cierta manera.
Me levanté, lo miré de arriba a abajo.
—Me das pena—le dije.
Me di media vuelta y me fui de allí, dejándolo solo.

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
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16

Ampliando los horizontes

Al día siguiente de aquél, tras haber pasado la noche en vela meditando sobre ello,
telefoneé a Maldoror y le pregunté al dueño o encargado si no era demasiado tarde para
pedirle que aumentase la tirada del segundo número.
Me dijo que no, que no era tarde.
Le pregunté si respetaría los precios que me presupuestó para una tirada mayor.
Me dijo que sí.
—Entonces...—dije— quiero que dupliques la tirada.
—Pero—repuso—, ¿cómo lo vas a pagar todo? No tienes suficientes anunciantes.
Le dije que tenía algunos ahorros, y que los usaría para ello.
—¿Estás seguro de que quieres gastar tus ahorros en la revista?
—Sí—dije—.
La Rebelión necesitaba crecer, le expliqué. Había tenido resonancia, pero eran muy
pocos ejemplares. Se necesitaban más. Una mayor tirada redundaría en una repercusión
mayor. Eso a su vez acarrearía más facilidad para conseguir anunciantes y suscriptores;
es decir, dinero para financiar la revista. Si ahora mi creación me iba a costar dinero, en
tres o cuatro meses –que eran los que mis ahorros podían costear— habría alcanzado tal
fama, que los comerciantes se pegarían por anunciarse en la revista, y en lugar de
costarme dineros, la revista me los proporcionaría.
Claro que era una visión muy optimista del siempre caprichoso futuro, le dije. Pero
no me importaba. En el peor de los casos perdería mis ahorros –los que había
conseguido con el sudor de mi frente, con trabajos ocasionales de camarero, atendiendo
a clientes generalmente imbéciles y engreídos—. Pero los ahorros eran meramente
dinero, y el dinero era algo intrascendente, que va y que viene. Habría creado, y
distribuido, cinco o seis números de una revista genial –y se los podría haber restregado
por la cara a Manolo—, y eso era suficiente. Habría podido demostrarle al mundo mi
valía. Yo no necesitaba más.
—Tú sabrás lo que haces—dijo.
Le dije que sí. Que el doble era el número mínimo que debían de hacerse. Porque aun
así el Universitas seguiría teniendo una tirada significativamente mayor.

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
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INTERLUDIO CUARTO

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
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PLAN DE VIDA de MANOLO
Redactor y Editor Jefe durante dos años de Universitas, semanario oficial
universitario.
Inminente Licenciado en Periodismo con uno de los mejores expedientes
académicos de la universidad.

Horario:

-. Despertarme. Correr suave cinco kilómetros. Higiene (afeitado, ducha,


etc). Café. Desayuno productos sanos. 07:00 horas.
-. Universidad (clases, estudio en biblioteca para próximos exámenes en
horas libres). 09:00-14:00 horas.
-. Comida (en self-service facultad) 14:00-15:00 horas.
-. Estudio. En la biblioteca de la facultad. 15:00-18:00 horas.
-. Tareas “Universitas”. 18:00-20:00 horas.
-. Gimnasio. 20:00-21:00 horas
-. Resto: otras actividades (leer, cine, televisión, etc.)

Resoluciones Generales:

-. Procurar ver lo menos posible programas de televisión que no sean


instructivos (tratar de ver sólo programas puramente periodísticos:
telediarios, informativos, reportajes, etc., y documentales).
-. Practicar discurso oral, declamación y gesto.
-. Vigilar aspecto y ser cabal e irreprochable.
-. Leer un libro al mes.
-. Ser honrado y no mentir.

Comentarios:

(…)
Quedé horrorizado con el fanzine tan grosero que su mente enferma
ha creado, y del que ya tiene dos números en la calle. En su título
advierte de su beligerancia: ¡La Rebelión! Las rebeliones sólo causan
sangre y muerte.
Al leerlo no me ha cabido duda alguna de que lo ha concebido
únicamente para insultar y ofender. Es lo único que sabe hacer. En
general a todo. En particular a la universidad en la que estudia, la que
le concede el privilegio de educarse. E indirectamente a quienes la
sirven, como yo. Eso está latente en todo lo que hace. Lo vi y traté de
aconsejarle que suavizara el tono. Pero EL no escucha a nadie.
En los editoriales de los dos números, pero especialmente en el del
primero, hechos a base de mentiras, lo deja bien claro. Todo lo demás
que ha ideado son insolencias elaboradas de la misma materia: fábulas.

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
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Tiene algunos colaboradores, a los que no sé por medio de qué
engaños los ha podido convencer para que le ayuden a crear el
fanzine, ya que son gente normal. Incluso hay un artículo de una chica
que es realmente notable.
(…)

Alejandro Guerrero Pérez


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TERCER NÚMERO

Alejandro Guerrero Pérez


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Más vox populi

Había yo pasado, como siempre, todo el día fuera, y cuando llegué a casa las
personas que me engendraron me informaron de que una chica, Rosa, me había llamado
varias veces, y que les había dejado dicho que me dijeran que la llamase sin falta, que
tenía algo muy importante que decirme, y subrayaron el muy.
Aprovecharon para interrogarme, como a un criminal, quién era ella. Como no les
quise dar explicaciones, como por toda respuesta sólo oyeron de mis labios un “una”,
sin más, sin añadir amiga, ni compañera de estudios o de fatigas, ni nada de nada, mis
progenitores –en concreto la parte materna de ellos— me inquirieron sobre si era mi
novia, que si me había echado novia. Les dije, por supuesto, que no. Un no firme que no
dejaba lugar a dudas. Pero eso no impidió que de todas maneras pensaran lo contrario,
que era un sí. Y por ello no dudaron un instante en agregar que ya era tiempo de que me
la hubiera echado, que a ver si así me hacía madurar y sentar la cabeza y me enseñaba a
comportarme –por los (estúpidos) cánones sociales—, etc. etc.
Sin molestarme en rebatirles, sin hacer caso de aquellas palabras ingenuas y baladíes,
me fui a otra habitación a hacer uso del aparato telefónico.
—¿Para qué me buscabas, qué es eso tan importante?—le dije.
—Di hola por lo menos, hijo—dijo Rosa.
Aunque los saludos son para los débiles, le dije hola.
Reparé en lo pesada que resultaba Rosa, no sólo por su corporeidad, que no había
comprobado ni quería ni pensaba hacerlo, sino sobre todo por lo plomizo de su parloteo,
por lo frívolo de su discurso.
—Deberías recogerte un móvil—mencionó—. No entiendo cómo a estas alturas
puedes vivir sin móvil. Hoy todo el mundo tiene uno. Es dificilísimo localizarte, hijo.
Tras esa verborrea insustancial me explicó qué era lo que había sucedido, algo
ciertamente sorprendente, inesperado. A saber:
“Antena W”, la cadena regional de radio, en uno de los programas provinciales más
oídos, llamado “Tertulias de W”, un programa un poco bobalicón pensado para las
masas, que trataba sin profundidad, sin orden, sin juicio crítico, sin inteligencia, todo
tipo de temas, había dedicado una de sus jornadas vespertinas, dos horas, a hablar de MI
revista.
—Bueno—matizó Rosa al explicármelo—, lo han dedicado a uno de los artículos
que sale en nuestra revista.
Era MI revista. Pero no la corregí. Necesitaba saber, con la misma fuerza con la que
hubiera necesitado agua de haber pasado diez días atravesando un árido e inhóspito
desierto sin ella, a qué artículo se refería.
¡Tenía que ser de uno de los míos! Porque eran los únicos que merecían ser
afamados, aclamados. ¿Habrían visto, se habrían percatado de la grandeza de mis
palabras sobre Pedagogía Medieval? ¿O habrían quedado sorprendidos ante la lucidez y
la fuerza de: “Atraco impune”?
—¿De qué artículo?—le tuve que preguntar a Rosa, porque no parecía dispuesta de
decírmelo sin que yo le formulase esa superflua pregunta—¿Cuál ha sido el que han
tratado?
—¿No lo adivinas?

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
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—He pasado un día extremadamente complicado. Estoy agotado. No tengo ni ganas
ni fuerzas para adivinanzas.
A continuación, mientras yo contenía mi pútrido aliento, me lo dijo, y si me hubiera
pegado un tiro me habría causado menos daño.
—Pues de cuál va a ser si no—fueron, más o menos, sus palabras exactas—, del
artículo de mi amiga Ana. De ése sobre las mujeres como estudiantes de la universidad.
Me quedé tan callado como un muerto en su ataúd. Rosa debió de notármelo, porque
me preguntó si no me alegraba.
Sin vida, con una voz átona, le dije que claro que me alegraba, que era estupendo,
estupendo por Ana y estupendo por nosotros, porque eso era bueno para La Rebelión,
para todos, pero especialmente para ella.
Tras informarme de más datos y detalles sin interés acerca del programa de radio,
tras decirme que me lo iba a pasar grabado, tras palabras que no merecen ser referidas,
como la que no quiere la cosa cambió de conversación. Que al día siguiente era sábado,
me dijo, que estrenaban una peli muy buena, en la que actuaba un actor muy famoso –
me dijo el nombre, pero no me acuerdo de él—, y muy bueno, y que a lo mejor
podíamos ir a ver la peli juntos, y luego a cenar por ahí, a cualquier sitio, a una pizzería,
o a una hamburguesería, que lo podríamos pasar bien.
Me negué, naturalmente. Primero, de manera brusca y ronca, con un no seco. Luego,
suavizándolo con un no puedo, un no tengo tiempo. Que La Rebelión me absorbía
demasiado. Que se lo agradecía, pero que tal vez otro día. Ella lo asumió con un ah,
bueno, vale, otra vez será.

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
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Martirio

Había hecho lo que nunca: no estudiar. A su vez, y como siempre, mis padres
estaban convencidos de que iba a aprobar todos los exámenes con buenas notas. De
hecho, las únicas palabras que me dirigían por aquellos días eran puras alusiones e
insinuaciones acerca de ello. Este año, con lo que has estudiado y con lo listo que eres,
eran sus frases, con lo listo que eres y con lo que has estudiado, seguro que las apruebas
todas con muy buena nota, verdad que sí. Yo les contestaba un ya veremos. Ellos decían
que seguro que sacaba todo de notables para arriba. Era su forma de presionarme, de
decirme que debía de estudiar, que debía de aprobar. Hasta el momento debían de creer
que eso les había funcionado. Pensarían satisfechos de sí mismos que las –lo digo hoy
con deshonra— excelentes notas que había obtenido siempre habían sido en parte
alimentadas por sus mensajes de confianza.
Pero yo sabía que esta vez no iba a ser como ellos suponían. Que iba a ser diferente.
Lo pude verificar en el primer examen que realicé, el de la asignatura Empresa
Informativa.
Cuando llegué aquel día al pasillo de acceso al aula, encontré a los estudiantes
comportándose como los fatuos que eran. La mayoría tenían apuntes en la mano, y los
leían con nerviosismo, con interés. Se preguntaban unos a otros si habían estudiado, si
se sabían la materia, si creían que iban a aprobar.
A mí, algunos de mis conocidos —entre otros Anselmo— que estaban por allí
también, me preguntaban: qué, cómo lo llevas. Yo les contestaba encogiéndome de
hombros, y diciéndoles con fastidio, de una forma rancia, que iba a suspender pero que
no (ME) importaba en absoluto. Todos me decían amablemente que me dejase de
cuentos, que yo iba a aprobar con buena nota como siempre. Es decir, que me decían lo
mismo que mis padres, pero con otras palabras. Yo los miraba de reojo, con maldad y
con odio.
—¿Pero qué te pasa?—me preguntaban al notarlo—. Tú hoy no estás bien.
Algunos se habrían pasado la noche sin dormir, esperanzados en que esas horas que
le habían robado al sueño les sirvieran para conseguir que el profesor de turno los
juzgase —a través de una calificación basada en unas preguntas de dudosa utilidad—
positivamente como conocedores de una materia que, en general, los propios profesores
que los acreditaban no conocían bien. Porque para conocer algo hay que amarlo, y lo
único que amaban la mayoría de esos profesores era a ellos mismos, y a una vida
tranquila y con el menor número de preocupaciones posible.
En ese estado de melancolía entré en el aula, tomé el papel, y contesté las preguntas.
No recuerdo muy bien qué escribí, pero realmente me dejé llevar por mi estado anímico
(eso es inevitable) y, como no había estudiado, compuse algo que llevaba implícito una
agria crítica contra todo, a pesar de que aparentemente no fuera más que mi torpe y
limitada visión del lado económico y financiero del negocio periodístico.
Los días que siguieron hice otros exámenes, en los que con pequeñas variaciones
siempre sucedió lo mismo.

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
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Vileza de mis siervos

Parecía que mis lumbreras se habían marchado a colonizar otro planeta, porque me
era imposible sacar nada de ellos. Andrés, Julio, Alberto, etc. Parecían haber perdido
todas las ganas, toda la fuerza con la que habían comenzado pocas semanas atrás, como
si se hubieran cansado de ese juego y desearan comenzar otro nuevo. Yo les insistía,
preguntándoles frecuentemente si habían hecho algo, y sintiéndome al hacerlo como si
les estuviera pidiendo que me perdonasen la vida, cuando en verdad era justo lo
contrario. Era YO quien les hacía un favor a ellos, que no merecían, al permitirles
publicar en MI revista, una publicación destinada a hacer Historia.
Me costaba, ante ellos, contener mi ira, y por dentro, en lo más profundo de mi ser,
sentía deseos de matarlos. Si hubiera tenido poder, me habría convertido en un tirano.
Habría cogido un látigo y los habría azotado cien veces al día, por perezosos, por
indolentes. Tanto no costaba escribir un artículo, hacer unas fotos, hacer unos dibujos,
como para que a estas alturas no ME hubieran hecho NADA.
Pero como no tenía medios para coaccionarlos, me armaba de paciencia y esperaba
que tuvieran conciencia, e hicieran el esfuerzo necesario para que la (MI) revista saliera
adelante.
Así, cuando faltaban pocos días para llevar el tercer número a la imprenta, sólo Rosa
me había entregado cosas, y digo bien al decir cosas, porque es lo que eran. Parecía que
esa mujer era incapaz de mejorar, de aprender. Pese a toda la calma que yo le dedicaba,
pese a todas mis prudentes y juiciosas admoniciones, pese a su propio aguante y su
propio esfuerzo, no progresaba. Su sentido de la estructura era nulo. Su criterio estético
negativo. Sus faltas ortográficas y gramaticales constituían por sí solas un sistema de
lenguaje nuevo, inventado, y completamente anárquico.
En esa situación indeseable, con un dolor insoportable en el alma que no tengo,
llamaba una y otra vez a mis colaboradores. Uno a uno, los cuestionaba sobre qué
habían hecho, si es que habían hecho algo, porque necesitaba tenerlo ya. Que el segundo
número tendría que estar terminado hacía días. Qué mierdas les pasaba. Que qué
pensaban hacer. No podía esperar más.
No hacía falta que se lo recordara, me decían, que todos estaban contentísimos de
que Ana Belén hubiera tenido, estuviese teniendo, el éxito que estaba consiguiendo con
sus artículos feministas, que ahora gracias a la radio se conocían en toda W, por todos
los ciudadanos corrientes. Pero eso, en lugar de motivarlos para esforzarse más en
hacerlo mejor, para poder imitar la fortuna de ella, parecía que los había vuelto más
vagos y perezosos, como si de antemano se hubieran dado por vencidos, se hubieran
rendido, desencantados, sin apenas luchar. Como si la fácil y rápida victoria de Ana los
hubiera convencido de su derrota, y de que para ellos pelear no tenía sentido ni futuro.
Me decían que no me pusiera nervioso, que estaban a punto de tener terminado su
trabajo, su aportación, que sólo les quedaban unos retoques, que ya me llamarían al día
siguiente. Que no me lo tomase tan a pecho, que me iba a dar algo.
Pero no me llamaban, no me llamaron. Fui yo quien los tuve que llamar de nuevo,
varias veces, durante aquellos días. Se escudaban fundamentalmente en que estábamos
en época de exámenes, y debía de comprender que eso les robaba mucho tiempo, porque

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
86
tenían el (des)propósito de querer aprobar, pero que no me preocupase que harían lo que
pudieran, que la revista iba a salir adelante, pero que tuviera un poco de freno.

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
87

Contenido:
Rosa

La que más material proporcionó, después de mí, para ocupar espacio. Lo enmendé
en lo que pude, y lo incluí a falta de otras cosas.

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
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Ana Belén

Armado de un valor que ni tengo ni debiera de tener, llamé a Ana Belén. Aunque ya
parecía haber menguado la animadversión que sentía hacia mí lo suficiente como para
que se aviniera a cogerme el teléfono, contestó a mi llamada con un qué quieres
desagradable, hostil, mostrando que seguía despreciándome, y lo seguiría haciendo de
por vida.
Haciendo caso omiso a su tono, comencé a alabarla bochornosamente, felicitándola
por sus artículos y su fortuna. Me recreé en los halagos, adornándolos, haciéndolos más
dulces, más gratos a ella, exagerándolos, hiperbolizándolos –en mi vida me recuerdo
pocos actos tan desdeñables; he evitado en lo posible tamañas mendacidades, pero éstas
debo confesarlas—. Quería ablandarla, hacerla cambiar de actitud, que su acritud hacia
mí se tornase en su opuesto. Le reiteré los embelecos. Porque ella lo merecía. Que tenía
mucho talento, y un gran futuro por delante.
Ella me contestó, con falsa modestia, con orgullo contenido, que todos estábamos de
congratulación porque La Rebelión era un poco de todos, y todos por tanto podíamos
estar contentos de que la radio se hubiera fijado en ella.
Acto seguido le comenté que estaba deseando que me entregase sus próximos
artículos, lo que estuviera haciendo para el tercer número, porque todos los estudiantes
de W estaban esperando sus textos, y yo también. Ella me respondió que sí, que lo
sabía, y que estaba a punto de terminar sus dos artículos, y que me los pasaría, porque
sus trabajos debían de ser difundidos, no por ella, sino por su público, al que se debía.
Al oír que me entregaría más material, sentí alivio, y hasta cierta infamante alegría.
Porque quería que siguiera trabajando para MÍ, esperanzado de que su fama ayudara a
que mis trabajos, los mejores de la revista, acabaran siendo reconocidos.
Siguió la conversación en esa línea, hablando del programa, y de un poco de esto, y
de otro poco de aquello, hasta el momento en el que le pregunté, como el que no quiere
la cosa, si tenía algo que hacer el sábado por la noche. Que a todos nos venía bien
descansar, despejar la mente. Que si quería podíamos ir juntos al cine, que estrenaban
un film de un actor –aunque no recordaba su nombre— que la industria cinematográfica
había endiosado con sus tejemanejes de marketing para hacer que, sin tener realmente
méritos para ello, todos lo admirasen; los hombres soñando con la ignominia de ser
como él, y las mujeres anhelando la quimera de tenerlo por marido. Y que después
podíamos ir a cenar a cualquier sitio.
Su respuesta fue un no, lo siento. Y acto seguido se puso más seca, más áspera,
adoptando un tono hiriente. Que no le gustaba andarse con subterfugios ni rodeos, le
gustaba ser sincera, y por eso me podía decir y me decía que no me molestase en
intentarlo, porque ella nunca saldría conmigo, que una cosa era colaborar en la revista,
pero que no pensase que podía haber un futuro para mí cerca de ella. Yo jamás, me dijo,
tendría sitio en su corazón.
Ruborizado, avergonzado, de manera entrecortada, confusa y poco convincente, le
dije que no me malinterpretase, que no le estaba proponiendo eso, ni mucho menos. Ni

Alejandro Guerrero Pérez


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un futuro juntos, ni nada de nada, ni siquiera un roce sexual. Que, simplemente, como
yo estaba embotado mentalmente hablando, como me sentía bastante espeso, necesitaba
alguna distracción, despejarme, y como no tenía planes, se me había ocurrido de pronto,
tras los (inmerecidos) agasajos de los que le había hecho honor, hacerle esa oferta,
únicamente en nombre de la Amistad. Sólo eso. Y atropellada y torpemente colgué el
teléfono, sintiéndome como si hubiera cometido un crimen, un pecado mortal.

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
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Contenido:
Julio

Al final conseguí que contribuyese, como las otras veces, con sus foto-denuncia.
Aunque esta vez no eran tan buenas. Se les notaba precipitación, cantando que habían
sido hechas para salir del paso, para cumplir, cayendo en redundancias innecesarias.
Las salvé con mis lúcidos comentarios, y lo mejoré contrastando esas fotos con las
típicas imágenes publicitarias, promocionales, con las que estaba hecha, de las que
estaba hecha, el Universitas de Manolo.

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
91

Contenido:
Alberto

Me dio largas hasta el final, para no aportar nada, porque, según él, debido a los
exámenes no le había dado tiempo, pero según yo, lo que no le había dado era la gana.
Para continuar los artículos sobre cine, YO redacté deprisa y corriendo, sin revisar,
un artículo sobre la simbólica y mágica película de Fritz Lang, Metrópolis, cuyos
alegóricos fotogramas sobre la alienación humana—con estás palabras cerraba el
texto— siempre formarían parte de cualquiera que la disfrutase.
Admitir debo que, pese a ser mío, estaba mal escrito, carecía de ritmo y casi hasta de
interés. Pero no tuve ni el tino ni, sobre todo, el tiempo de hacerlo mejor.

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HISTORIA DE LA REBELIÓN
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Más radio

Al llegar a casa mi madre me dijo que me había llamado, otra vez, y varias veces, la
chica ésa que me llamaba siempre, la que yo decía que no era mi novia.
A continuación volví a llamar a Rosa. Para saber qué era eso tan importante que tenía
que referirme. Esta vez no me hacía la más mínima ilusión de que tuviera algo que ver
con mi (brillante) porvenir.
—¿Qué quieres ahora?—le dije de mala gana cuando me cogió el teléfono.
—¿Tú es que no sabes que existe en el vocabulario una palabra que usa todo el
mundo y que es hola?
No quería ni iba a discutir. Así que le dije que estaba bien, que hola, pero que fuera
al grano, porque el tiempo es algo valioso que no merecía la pena gastar en
formalidades vanas.
—Cuando quieres te pones de un soso que—dijo Rosa.
La mendigué —en un gesto poco habitual en mí, y cada día que pasa menos—, que
me perdonara, que entendiera que estaba estresado, que había hecho ya tres exámenes y
que los iba a suspender todos, cosa que nunca me había ocurrido. Estaba también de por
medio el trabajo para la revista. Que, salvo ella, nadie estaba haciendo nada, y que en
una semana tenía que estar todo en la imprenta. Que lo tenía que hacer yo todo,
completamente todo. Tanto las tareas comerciales, como las administrativas, las de
edición, las de redacción... TODO. Eso me llenaba de tensión, y me volvía irascible.
Mis argumentos la doblegaron, hasta el punto de que me pidió disculpas. Que ella ya
sabía que. Que la perdonase, que a veces se ponía muy tonta.
—Te llamaba—me dijo—para preguntarte si sabes lo que ha pasado.
No sabía ni podía saber, no era adivino, nadie lo es, y el que lo pretenda, lo finja,
sólo es un farsante, un estafador. Era en todo caso como el cornudo, siempre el último
en enterarme de todo. Que me dijera por favor lo que fuera.
—Pues que—dijo—han llamado a Ana Belén de la radio. La han invitado del
programa ése.
Es decir, el mismo programa que unos días antes había hablado de sus artículos, los
que YO había publicado en MI revista. Habían contactado con ella, y la habían invitado
a acudir a la emisión radiofónica, a que hablase sobre lo que había escrito en un debate
sobre el feminismo que habían programado.
No le ofrecían dinero, me dijo Rosa, pero salir en la radio siempre era bueno. Podía
hacerse famosa. Iba a hacerse famosa su amiga Ana. Porque con lo bien que sabía
hablar cuando quería, con lo lista que era, y con lo bien amueblada que tenía la cabeza,
y con lo guapa que era, porque su amiga Ana Belén era muy guapa, y yo lo pensaba, y
ella sabía que a mí me gustaba su amiga, ella sabía, me dijo, que yo estaba enamorada
de su amiga Ana Belén.
La interrumpí para negarlo. Que no sabía de dónde podía haber sacado esa idea tan
absurda, que yo era un periodista nato, y que en mi corazón sólo había sitio para esa
digna profesión. Digna si se llevara a cabo como nunca se llevaba a cabo, le dije, como
ningún medio la llevaba a cabo, con honestidad, con pasión, sin venderse como hacían
siempre a vanos beneficios repugnantes.
—Anda, no digas que no—insistió—, que se te nota que a ti te gusta mi amiga Ana.

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
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Le dije que pensara lo que quisiera, pero que dejáramos a un lado ese tema. Así que
Rosa repitió que su amiga iba a llegar lejos, muy lejos, con todas las cualidades
envidiables que atesoraba. A ella le gustaría ser como Ana, pero que sabía que no podía
ser, que no todo el mundo puede ser igual, no todas pueden ser listas, ni guapas, ni
gustarle a todos los chicos.
En este punto la interrumpí para explicarle que estaba en un error si pensaba eso. Es
decir, que esas cosas que enumeraba no tenían en verdad importancia alguna. Las
supuestas virtudes de su amiga eran meras frivolidades socialmente hinchadas, pero en
el fondo vacías, como frágiles globos llenos de aire. Cosas que estallaban, como
pólvora, con facilidad.
Acabamos la conversación ahí, porque Rosa se quedó sin saber qué decir, o cómo
reaccionar a mi pequeño discurso. Ella pensaría que yo sentía envidia por su amiga Ana
Belén, y que no quería reconocerlo, y por eso soltaba todas aquellas cosas que, para ella,
carecían de sentido, aunque fuesen la Verdad misma. Antes de colgar me dijo que a
veces me ponía imposible.

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
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Contenido:
Lo mío
Dogma del despilfarro

Como siempre, y por desgracia, más y mejor que nadie, que lo poco que, a decir
verdad, me habían entregado esta vez los demás.
Mi principal artículo lo dedicaba a cómo y a por qué el sistema educativo
funcionarizado, estatal, que existía, perjudicaba a la pedagogía, casi hasta destruirla. Su
título: “Dogma del despilfarro”
Empezaba el texto diciendo que era loable que el Estado destinara una notablemente
elevada suma de dinero con el objetivo –teórico— de educar a la población en su
conjunto, pero mi sentido común me hacía dudar de que fuera dinero bien administrado.
En primer lugar, porque los profesores solían tener prolongados periodos estivales y
elevados sueldos, que se mantenían completamente invariables tanto si los alumnos
aprendían como si no. El resultado era que, no iba a decir que la mayoría, pero sí un
gran número de profesores se despreocuparan de una verdadera y plena educación de
sus alumnos, y se conformasen con que aprendieran lo mínimo, o incluso menos. Lo
único que les acababa importando, a los más de quienes tenían la misión de educar, era
que un porcentaje determinado de alumnos aprobaran los anti-didácticos exámenes
memorísticos en los que se basaba su método, para que les cuadrasen los números, y
nada más.
Eso a su vez provocaba que a los pocos profesores que se esmeraban, que se
preocupaban de que sus pupilos, a pesar de ellos, aprendiesen de verdad, los acabaran
marginando, y hasta despreciando. Los colegas por considerarlo tonto por trabajar más
de lo imprescindible sin tener por qué. Los estudiantes porque los obligaba a que se
esforzasen para aprender. No culpaba a los alumnos, pues ellos sólo se contagiaban de
sus peores maestros (la mayoria), y acababan actuando igual que ellos, preocupándose
sólo de las notas y no del saber en sí.
El propio gobierno, expresaba en mi artículo, que era el que realizaba el gasto, se
sentía satisfecho con todo, y mostraba sólo interés por el porcentaje de aprobados en
base a los estériles criterios docentes que había establecido, y a unos ridículos
programas educativos que también habían creado, y que eran más parecidos a un
catequismo religioso que a ninguna otra cosa. Pensados por los políticos más para
adoctrinar a los alumnos, para convertirlos a sus ideas, a su fé, que para educarlos
realmente. Los tiempos en los que las religiones podían tener un papel formativo eran,
debían de ser, algo pretérito, muerto; decía en mi artículo. Pero no parecía ser así. Se
miraban al ombligo con autocomplacencia. Porque por desdicha rara vez tienen espíritu
autocrítico, tan necesario para progresar. Sólo se interesaban en una cosa: conseguir
votos.
La consecuencia era un país lleno de personas que sabían leer y escribir, hacer
cálculos numéricos, resolver algunas ecuaciones, pero no pensar. Es decir, que no eran
ni serían jamás capaces de grandes cosas, de crear ideales.
¿No llevaría una educación mejor a una sociedad más tolerante, más respetuosa, más
rica, más capaz?

Alejandro Guerrero Pérez


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¿No sería mejor un sistema educativo en el que la retribución de los profesores
dependiese directamente de su esfuerzo? Que los que se empleasen con más tesón
recibieran más por ello. Los que se despreocupasen por completo, no percibieran sueldo
alguno, y los que no supieran la materia que debían de impartir fuesen despedidos.
Sonaba cruel y duro, quizá exagerado pero, explicaba, no dejaba de ser cierto. El
sistema actual funcionaba tan mal que hasta muchos de los profesores desconocían las
propias materias que debían de impartir, y que de ese modo o no explicaban nada a sus
alumnos o, lo que era peor y no por ello menos frecuente, tergiversaban por completo lo
que debía transmitir.
Sugería que si alguien pensaba que estaba engañando o exagerando hiciera una
encuesta. No pedía si quiera preguntar a adultos que pudieran haber olvidado lo que
hubieron estudiado —porque es a lo que llevaba el sistema de exámenes memorísticos,
a recitar las cosas de memoria y olvidarlas después—. No, sino incluso proponía que se
preguntase a gente recién salida de las aulas, a los que tuvieran mejores notas. Se vería
así que los que hubieran estudiado, por ejemplo, a los filósofos, pensaban barbaridades
del tamaño de que Nietzsche pregonaba un anarquismo puro, o por el contrario –y no
sabía cuál de las dos cosas era peor— que había sido el padre o precursor del nazismo,
porque en sus metáforas hablaba de una raza de hombres superiores. Los más
aventajados de entre los estudiantes era posible que supiesen enumerar a todos los reyes
del país desde la baja edad media, incluso también la lista de los todos Papas del
Vaticano, pero ninguno de ellos tendría idea de cuánto habrían tenido que pagar por
comprar sus cargos, y creerían ingenuamente que no los habían comprado, sino que les
había llegado el poder por su gracia divina, o porque todos eran unos santos.
Quien de verdad quería aprender —apuntaba— tenía que acudir a los libros, a los
buenos libros, los clásicos. Pero hasta esto era difícil, porque aquéllos de los que se
podían extraer los conocimientos apenas gozaban de popularidad, y en muchos casos ni
siquiera estaban editados. Debían de rebuscarse en los más recóndidos rincones de las
oscuras y viejas bibliotecas. Y, en cambio, con la aquiescencia del estado, se financiaba,
y se promocionaba, y a fin de cuentas acababa llegando a la gente, aquéllos de los
cuales no se podía aprender nada, sino al contrario. Aquéllos en los que se viciaban las
verdades y, en lugar de iluminar, confundían o provocaban mayor ignorancia.
¿No se podría —concluía el texto— aprovechar mejor el dinero que destinaba a la
educación? ¿No era tiempo de cambiar las cosas? ¿De darle un mejor uso a ese dinero
para educar mejor y en la verdad a las personas? ¿No comprendían que la educación era
la base de todo progreso, y hasta de toda felicidad?

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10

Contenido:
Andrés

Me entregó un par de caricaturas que, con unos pequeños comentarios que hice,
sirvieron para ocupar un par de hojas.

Alejandro Guerrero Pérez


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11

Contenido
Ana Belén

Debí de haberlo supuesto desde el principio, desde el mismo día en el que la conocí
semanas atrás: Era de esa clase de personas.
Cuatro días después de que me hubiera prometido por teléfono entregarme su trabajo,
me la tropecé por una de las angosturas que comunicaban (y seguirán comunicando)
unas aulas universitarias con otras, y me lo soltó con placer. Noté el deleite que sentía
con cada una de sus palabras al decírmelo, y más porque se pensaba que con ello me
martirizaba, me provocaba un dolor agudo e insufrible, pese a que yo lo pudiera negar o
me mostrara impasible.
Pero lo único que me rabió de verdad fue el ver de quien iba acompañada. Eso me
sentó peor de lo que me hubiera podido sentar tragarme un bote de lejía o un kilo de
cianuro. Porque significaba TRAICIÓN.
Aunque no quería oír ninguna de sus palabras, fue él el primero que me habló, antes
que ella. Con su sempiterna mezquina sonrisa de hiena, con la que va aparentando falsas
muestras de virtud, bajo cuya fachada sólo esconde egoísmo, fanatismo, intolerancia, y
la impiedad, frutos de su honda y subconsciente frustración personal.
Ignoré su figura y sus palabras, como si no existiera y no hubiera hablado, y me
centré en ella, y le pregunté, sin poder evitarlo, porque me salió de mis podridas tripas:
—¿Qué haces tú con él?
Y entonces me lo explicó todo, recreándose, aunque no hubiera sido necesario:
—Tengo que decirte algo—dijo Ana Belén—. Manuel me ha pedido que escriba para
Universitas.
Todo estaba dicho. No hubiera hecho falta ni una palabra más. Pero ella añadió que
era mejor para la difusión de su trabajo el semanario oficinal que MI revista, tanto por la
tirada, como por el prestigio, el apoyo institucional con el que contaba, etc.
La interrumpí para decirle que o sea, era decir, que abandonaba, ¿no? Que se vendía
al sistema, que aceptaba ser una pieza más y trabajar para ellos, olvidándose de la
dignidad.
—Eres un paranoico—me dijo Manuel, a su lado—. Ya te lo he dicho otras veces.
Eres inteligente, pero si no cambias…
Lo miré con toda la maldad que supe sacar de dentro, y le dije que no le había pedido
su opinión, que no me interesaba, que no quería escucharlo ni entonces ni nunca.
Me volví a ella, para avisarla de que estaba cometiendo un error. Que yo ya había
pasado por aquel semanario, y le podía asegurar, y le aseguraba, que era algo pestilente
e inmundo. Ya sabía que yo no le caía bien, pero le aseguré que aun así debería de
confiar en lo que le decía, aunque sólo fuese por una vez. Pero que no se estropeara.
Que aún podía salvarse.
Intercambiaron una mirada en silencio. Luego me contemplaron con lastima, y no me
dijeron adiós. Si no que se miraron y comentaron entre ellos que sería mejor que se
fueran. Sin más.
Comenzaron a alejarse, por el pasillo, sorteando a los diferentes alumnos, tan
parecidos unos de otros.
Yo no podía dejar eso así.
—Ana Belén—grité para pararlos.

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
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Volvieron sus caras hacia mí, y me miraron con desdén. Estuve muy cerca de
gritarle: ¡Te arrepentirás! Has equivocado el camino, el bando. MI revista se hará
grande. Es sólo cuestión de tiempo. Entonces vendrás a mí, de rodillas, y yo te
rechazaré, recordándote tu traición.
—Espero que te vaya bien—fue en cambio lo que le dije.
En sus ojos noté que pensaba que le mentía, que estaba siendo falso y mezquino, por
lo que añadí como colofón a mis palabras, las últimas palabras que, pensaba, le iba a
dirigir nunca, mi despedida definitiva: Yo no soy como tú piensas. Y tras oírme, se dio
(dieron) media vuelta para desaparecer, dedicándome el peor de los insultos: la
indiferencia.

Alejandro Guerrero Pérez


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Gloria

Durante aquellos días noté que algunos estudiantes, a los que nunca había tratado o
visto, me señalaban al verme pasar, y cuchicheaban. Eran los gérmenes de la
popularidad, consecuencia de mi trabajo. Me sentía feliz pensando que comentaban, con
veneración, que YO era el creador Supremo de La Rebelión.
Los más atrevidos incluso me detuvieron, en diferentes lugares, a diversas horas, con
el fin expreso de hablarme. Me preguntaban si yo era el de esa revista, y al afirmarme
interrogábanme sobre ella. Sobre cuántos números habían salido, y cómo podrían
conseguirlos. Y todos acababan confesándome que habían oído hablar, en la radio,
maravillas de unos artículos de una chica, que aparecían allí. También me pedían saber
cuándo saldrían los próximos números, porque, me decían repitiéndose, ansiaban los
artículos que idease esa chica. Porque, me preguntaban, esa chica seguiría escribiendo
artículos, ¿verdad?
Yo les respondía ni negándoles ni afirmándoles a Ana, y les explicaba que la revista
no era sólo el trabajo de ella, que había muchas más cosas interesantes, aunque no
hubiesen recibido publicidad en la radio. Pero era en vano. Porque no mostraban interés
alguno en mis vívidas y sentidas descripciones de mis propios artículos, y volvían a los
de ellas, siempre.
Al menos me consolaba con el hecho de que conseguí, con ellos, mis primeros
suscriptores, alcanzando el glorioso número de 4 abonados para los próximos números.
Era un comienzo. Ellos podrían hablar, y ayudarme a conseguir más.

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Éxito

Los comercios que se anunciaban también se habían hecho eco de la publicidad que
La Rebelión tan inesperadamente había recibido en la radio.
Eso me allanó la faena de recolectar el dinero que me debían por los anuncios.
Incluso en algunos de los más reticentes, y de los que hasta me adeudaban bastantes
billetes, me los entregaron con una facilidad que nunca antes les había conocido.
Parecía que empezaban a confiar en mí, y en la gran inversión que yo les había
permitido hacer al publicitarlos en MI gran creación.
Aunque ningún comercio nuevo me llamó para hacerse anunciante. Y yo no tuve
tiempo, materialmente hablando, de salir a la calle a buscarlos, pese a que estaba
convencido de que si lo hubiera hecho con facilidad habría aumentado, y de forma
considerable, el número de publicidades, y habría podido empezar a ganar dinero.

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Notas

Algunos de mis compañeros de clase iban gritando: ¡ha salido una nota, ya ha salido
una de las notas…! ¡La primera...!
Daba la impresión de que sus vidas dependieran de ellas, como si en lugar del juicio
de un profesor sobre el conocimiento que ellos tenían sobre alguna materia, fueran a ver
una sentencia en la que se jugaran la cabeza.
Uno de los que me conocían, Anselmo, me zarandeó al pasar para decírmelo.
—Vamos, vamos… Vamos a verla.
Lentamente fui al tablón de anuncios donde estaban todos. En la parte de arriba se
leía: “Relación de notas de la asignatura Empresa Informativa”, debajo se leería “En la
ciudad de W…”, y la fecha. En medio estarían todos los nombres, ordenados
alfabéticamente, con las notas del examen indicadas a su lado. Pero sólo se veían
cuerpos y cabezas, arremolinados en torno al panel. Esas cabezas y cuerpos se daban la
vuelta expresando descaradamente su estado de ánimo, es decir, o enormemente alegres
y satisfechos, o terriblemente tristes y descontentos, dependiendo de lo que hubieran
visto allí.
Su mañana, se suponía, dependía de ello.
Anselmo salió de entre las cabezas, con una sonrisa de oreja a oreja. Me dijo con la
boca llena de gozo que había sacado un seis, tío, un seis.
Me introduje a codazos entre los que buscaban su nombre, y leí el mío, y la nota a su
lado. Me di la vuelta. Mi conocido me preguntó ávidamente:
—¿Qué has sacado tú?
—Un cero—le respondí.
—Estás de coña, ¿no?
Negué con la cabeza. Él me dijo que no se lo creía. Y lo repitió: no me lo creo, no me
lo creo.
—Si tú siempre sacas de notable para arriba…—dijo—. Te estás quedando conmigo.
Se acercó de nuevo al panel, a buscar mi nombre, y comprobó que le había dicho la
verdad. Me dirigió un que qué me había pasado. Le respondí encogiéndome de
hombros. Me dijo que no lo entendía, que un cero no se lo ponían a nadie, que la nota
más baja que ponían sólo por presentarse era un uno. Me volví a encoger de hombros.
—¿Te has peleado con algún profesor?—dijo— ¿Es eso? Porque con el carácter que
tienes debe de ser eso.
Le informé de que no me había peleado con nadie, que no lo hacía nunca. Lo único
que pasaba era que yo sabía mucho más sobre la asignatura que el profesor o todos los
catedráticos juntos, que les daba envidia, y que su puro egoísmo era lo que les había
hecho intentar denigrarme con aquella nota. Lo que no sabían, le dije, era que no me
podrían denostar con nada.
—Te has peleado con alguien—afirmó.
Me achiqué por tercera vez de hombros. Me di la vuelta, y me marché.
Me habían puesto un cero, ¡a mí! Un cero, una nota que no ponían a nadie.
Lo irónico era que la asignatura versaba sobre las empresas informativas, y yo estaba
precisamente creando de la nada una de ellas, una que llegaría muy lejos.

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
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Mis padres

Unos días después mis progenitores me preguntaron si sabía alguna nota. Les
contesté que sí.
—Bueno—dijeron—, pero no te quedes ahí callado. ¿Qué has sacado?
Les dije que sobresaliente, que me habían puesto un sobresaliente.

Alejandro Guerrero Pérez


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De nuevo Maldoror

Finalmente, con retraso, con menos páginas, sin nada que hubiera creado Ana Belén
—y no porque no se me hubiera pasado por la cabeza la idea de escribir algún artículo,
imitando su estilo, y poniendo su nombre, cosa que me habría resultado sencilla de
hacer, y lo habría hecho de haber tenido la seguridad de que no me hubiera demandado,
sobre todo por envidia, porque habría puesto de manifiesto que si yo quería podía
hacerlo mejor que ella en su propio terreno—, llevé a la imprenta Maldoror el tercer
número de mi gran creación. En pocos días la tendría de nuevo en la calle.

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INTERLUDIO QUINTO

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PLAN DE VIDA de MANOLO


Uno de los estudiantes con mejores calificaciones de la universidad de
W. A punto de terminar la licenciatura.
Redactor y Editor en Jefe del flamante semanario oficial universitario.

Horario:

Inicio de día. Footing. Desayuno nutritivo. 07:00-09:00 horas.


Estudio en biblioteca de universidad (los días que no toque examen).
09:00 – 14:00 horas.
Comida. 14:00-15:00 horas.
Más estudio. 15:00-18:00 horas.
Trabajo ‘Universitas’. 18:00-20:00 horas.
Gimnasio. 20:00-21:00 horas.
Resto. Estudio en casa. Noches antes de exámenes, hasta lo más tarde
posible, hasta que el cuerpo aguante. Usar café, té y otros estimulantes
naturales si es preciso.

Resoluciones Generales:

Estudiar más que nunca. Sacar las mejores notas, superar (sanamente) a
todos los demás, especialmente a EL, que aunque sea increíble tiene
también uno de los mejores expedientes académicos de su promoción,
que es la mía.
No perder el tiempo viendo series de televisión.
Ser más bueno con los demás, especialmente con los más
desfavorecidos.
Encontrar pareja.

Comentarios:

(…)
Gracias a una chica que estaba haciendo un trabajo sobresaliente,
su fanzine estaba adquiriendo bastante popularidad. Hasta hablaron de
ello en la radio, en el acreditado programa “Tertulias de W”.
Era inexplicable que una persona del talento de esa chica
compartiera ‘ideales’ con EL —debe interpretarse la palabra ideales en
un sentido peyorativo; destructivos no constructivos—, y al tratar con ella
comprendí de inmediato que no compartían nada, pese a que
colaboraban en el mismo fanzine.
Contacté con ella para ofrecerle, por sus incuestionables méritos, la
posibilidad de participar en el semanario oficial universitario, y se mostró
encantada de poder cambiar de escenario. Estaba cansada de EL. Es
más, la chica me dijo incluso que EL había pretendido, a su manera

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
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grotesca como no podía ser de otro modo, los amores de ella, y que
ella naturalmente se había mostrado poco menos que horrorizada por
la mera idea de que le rozase la piel. Ella es una persona sensata, y
como tal siente una aversión instintiva hacia EL.
(…)

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HISTORIA DE LA REBELIÓN
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RUINA Y CAÍDA DE LA REBELIÓN

Alejandro Guerrero Pérez


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El gran golpe

Confieso que no me lo había imaginado, que pensaba que vivía en otro mundo, en
otro lugar.
Mas considerándolo todo ahora, con la perspectiva que me dan todas estas semanas
que han pasado desde entonces, hubiera debido al menos sospecharlo. Porque desde el
principio todo apuntaba a lo mismo, pese a que yo quiera creer que no.
¿No es lo que ha sucedido siempre?
Por entonces yo estaba subido en una nube, y creía que en ella iba a alcanzar las
cimas más altas, y acaso sí que me transportó a una elevación considerable, aunque
fuera sólo ficticia, para hacer que mi caída fuera más dura y más grave; una nube, pero
no de ésas que surcan los cielos, sino de aquéllas que ciegan los sentidos.

Me lo hicieron saber de la forma más dura posible.

Estaba contento. El tercer número de La Rebelión llevaba más de dos semanas en la


calle, y seguía trabajando con ahínco para el cuarto. Lo exámenes habían terminado, y
mis siervos parecían haber recuperado la ilusión y la fuerza. Además, había encontrado
a dos nuevos colaboradores, uno de la facultad de filosofía y otro de la facultad de
historia. Ambos seres, me pareció, eran capaces e inteligentes, y (me) ayudarían a
mejorarla.
Muchos sentían decepción por la ausencia de Ana, pero a mí era algo que no me
inquietaba. Si se ponían a LEER en serio MI revista, ahora que no se iban a dejar
hipnotizar por la vulgar elegancia de ella, por la superficialidad de la que componía sus
artículos, se podrían fijar en la profundidad, seriedad, y grandeza intrínseca en los míos.
Tenía la ciega certeza de que aunque hasta el momento no había conseguido YO
nada, y aunque no fuera a ser ni en una semana ni en dos, que tal vez pasarían meses o
años, si mantenía con perseverancia el camino que estaba siguiendo tarde o temprano
alguien se daría cuenta de mi inapreciable valía, y me ofrecería al menos un tercio de la
mitad de lo que me merecía.

Tal estaba, mientras me dirigía a la cafetería a tomar algo para reponer fuerzas,
cuando aquellos dos desconocidos se me acercaron, y me preguntaron si mi nombre era
mi nombre, y si mis apellidos eran mis apellidos.
Si no hubiera sido por sus uniformes, habría pensado que eran dirigentes de grandes
grupos de empresas informativas, o comisionados de ellos, que me buscaban para
ofrecerme fútiles riquezas materiales a cambio de que me fuese a trabajar para ellos, o a
cambio de que les vendiese La Rebelión. Pero sus atavíos me advertían que no era eso
lo que de mí iban a requerir.
Me hubieron de repetir, ya que me había quedado noqueado por verlos dirigirse a
mí, si me llamaba como me llamaba.
¿Me habría ido mejor negándome? ¿Podría haber servido de algo? ¿Podría haberme
dado a la fuga?
No pensaba ser autor de ningún acto que valiera ningún castigo, por lo que no tuve
miedo de afirmarme, diciéndoles que sí, que efectivamente yo era por quien
preguntaban, y agregué un desafiante qué me querían.

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
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—Tiene que acompañarnos—fueron las palabras con las que me informaron de las
consecuencias de haberme afirmado—. Está usted detenido.
Mi gesto debió de expresar mejor que todas las palabras del mundo mi estupor.
¿Detenido…? ¿Yo…? ¿YO…? ¿Detenido…? Debían de estar cometiendo algún error.
Yo no había hecho nada. No podían detenerme.
—Tenemos una orden judicial—respondieron—. Tiene que acompañarnos.
Volví a negarlo. Les expliqué que era imposible, que era inocente, que no había roto
ningún plato en mi vida. Debía de existir alguna clase de confusión, que habrían
equivocado el nombre, y la persona, como podrían haber confundido el número de una
matrícula o la marca de un coche. De seguido me dejé guiar por mi histerismo, para
anunciarles que si procedían al arresto sería peor para ellos. Que no me conocían, pero
que yo tenía poder e influencias.
—Lo único que sabemos es que tenemos que detenerlo. Un juez ha dictado la orden.
—Pero… ¿por qué?—dije—. Alguna razón, y de peso, deben de tener para poder
detenerme. Si no… les pesaría mucho.
Que yo, me replicaron, podía hacer lo que quisiera, pero que ellos iban a detenerme,
aunque me tuvieran que arrastrar por los huevos para llevarme prendido. Si no me
quería entregar voluntariamente sería peor para mí. Por lo que me recomendaban que no
opusiera ninguna resistencia.
La turba de los universitarios comenzaba a fijarse en mí y en aquellos vasallos del
sistema; todos miraban al pasar. Algunos se paraban con unos metros de distancia por
barrera a contemplar.
— Pero… —protesté—. ¿Por qué? ¿De qué se me acusa?
Me informaron de que me tenían que detener por haber atentado públicamente contra
el buen nombre de la universidad de W. Delitos contra el honor.
El cielo, el asfalto, las aceras, los edificios, las casas, los árboles, los coches, todo se
derrumbó de golpe frente a mis ojos.
En un instante, como un cegador rayo acompañado de su ensordecedor trueno, me
vino todo a la cabeza: mi revista, los artículos con los que yo la había hecho grande.
Tenía que ser eso.
Me golpeó a la vez el recuerdo de las palabras de Manolo, cuando me decía que mis
palabras resultaban a todas luces ofensivas, superaban los límites del insulto y la
difamación. Y, fuerte como un cañonazo, me invadió la certeza de que el despreciable
lechuguino aquél debía de estar, por simple envidia, detrás de todo aquello.
¿Quién si no?
Habría hablado con alguno de sus contactos, los estúpidos mandatarios de la
universidad, y habría hecho que me demandasen, que me llegara esa acusación para
eliminarme, para evitar que el brillo que iba iluminándome gracias a MI revista lo
oscureciera a él, llevándolo al lugar que merecía: el olvido eterno.
La Rebelión se precipitaba hacia los infiernos, y me arrastraba a mí con ella. ¿Era
verdad lo que me estaba sucediendo? ¿Podía ser que estuviera soñando?
—Esta broma—le dije a los policías, señalándoles desafiante con el dedo—no tiene
ninguna gracia.
Su respuesta fue que me dejara de payasadas, y que me fuera con ellos. Les indiqué
que no me iría con ellos, que me iba a ir a desayunar tranquilamente. Me repitieron que
si me resistía iba a salir perjudicado. Les contesté que si me llevaban los que saldrían
dañados serían ellos.
Allí se acabaron las palabras. A base de golpes y empujones me tiraron al suelo, y
me pusieron las esposas atándome los brazos a la espalda, y dejándome plenamente
indefenso.

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
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La turba universitaria nos rodeaba, y observaba en silencio. Sin hacer nada, sin salir
en mi defensa para evitar el ultraje que me estaban haciendo.
Me levantaron a base de sacudidas, me arrastraron a patadas, y me arrojaron, como si
yo hubiera sido un muñeco de goma, o un saco de inmundo estiércol, al fondo de un
furgón de presos que tenían cerca.

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
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En la mazmorra

Con brutalidad, me tomaron las huellas dactilares de todos los dedos, y me hicieron
fotos de frente y de perfil.
Estaba detenido. YO, estaba detenido.
De nada valían ni mis protestas, ni mis amenazas, ni mis exigencias.
Les exigía un abogado, y que me dejasen hacer una llamada telefónica, porque yo
tenía derecho, les decía sin saber si lo tenía o no, a eso. Los amenazaba con vengarme
cruelmente, sin mencionar el medio —aunque pensaba con una seguridad imprudente en
valerme de mi periodismo—. Y protestaba por el trato que me dispensaban, por sus
abusos parapetados en su injusta autoridad.
El desconcierto me hacía ser un preso incómodo, rebelde. Porque me sentía
plenamente indefenso, porque no sabía qué iba o podía pasarme, y los funcionarios que
me rodeaban no me decían nada, a pesar de mis repetidas preguntas. Hasta dudaba de
que fuera legal, les decía, lo que me estaban haciendo. Lo único que pude averiguarles
fue que al día siguiente me llevarían a ver a un juez.

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
112

Teléfono

Minutos antes de facturarme a la celda donde iba a pasar la noche, me llevaron a un


teléfono.
—Ahí tienes—me dijeron—. Puedes avisar a tu familia. Y no se te ocurra romper
nada.
Marqué el teléfono de mi casa, y hablé con la que siempre dijo ser mi madre. Nunca
pasaba una noche fuera de casa, por lo que si me ausentaba sin informarles seguramente
les provocaría alarma, y podrían llamar a la policía y acabar sabiendo qué me estaba
sucediendo.
Así pues, le dije que la llamaba para informarlos de que no me esperasen para
pernoctar, que me iba a quedar a dormir en casa de un amigo.
—¿En casa de un amigo? No me estarás mintiendo, ¿verdad?—dijo mi madre, y
añadió:—¿No será en casa de una amiga? ¿No será en casa de esa tal Rosa que te llama
tanto?
Le contesté que no, que en casa de un amigo, y mi insistencia en ello hizo que mi
madre pensara que la estaba engañando, que me iba a quedar en casa de esa tal Rosa,
que a mí debía de gustarme mucho aunque no lo quisiera reconocer. Ante esto, no la
contradije, y colgué el teléfono.

Después, como estaba completamente fuera de mí, nervioso y, lo confieso,


vergonzosamente aterrado ante lo que podía acaecerme, pensé que debía de informar a
alguien de ‘fuera’ —yo, a mi modo de ver, estaba ‘dentro’ de la cárcel, y no tenía idea
de cuándo podría salir—, para que pudiera prestarme asistencia. Pero… ¿a quién podía
llamar? ¿A quién podía pedir ayuda?
Los dioses inmortales conocen de mi oprobio: llamé a Rosa —aunque no sé muy
bien para qué— porque pensaba que era la única persona en el mundo, en todo el ancho
y extrapoblado mundo, que estaría dispuesta a echarme una mano.
—Dígame—dijo Rosa.
—En periodismo—dije— tenemos una asignatura en la que nos hablan del derecho a
la información, contrapuesto al derecho al honor. No sé si la habrás visto tú ya. Aunque
tampoco serviría de nada. Yo la di hace un tiempo, y la recuerdo con cierta vaguedad.
—Dime hola por lo menos, ¿no?
Le dije que no estaba para modales, que me dijera si había visto esa asignatura o no.
—No, no me suena, hijo—dijo—. Aún no la habré dado. Tú, como estás a punto de
terminar la carrera, como ya mismo serás todo un licenciado de periodismo… jijiji…
pues sabes todas esas cosas… Pero como yo soy una pobre principianta… pues… jijiji
Lo decía en su inextinguible tono jocoso, pretendidamente agradable.
La interrumpí seca y descortésmente advirtiéndole que, por favor, se callara. Que me
dejase hablar, que no estaba para bromas. La escucharía gustosamente en otras
circunstancias, pero no ahora.
—Al parecer—proseguí—existen ciertos párrafos, dentro de los millones que hay en
las leyes del país, por los que a los periodistas nos pueden tratar como a criminales si en
el ejercicio de nuestro deber dañamos el presunto honor de las personas …
Añadí que eso era a lo menos lo que yo creía recordar de la asignatura aquélla, y
nada más, pese a los grandes esfuerzos, le dije, que estaba haciendo por refrescar mi

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
113
débil y sucia memoria. Que yo siempre había creído que eso era cosa del pasado, de un
mundo sin libertad pretérito, pero que estaba comprobando que no era así.
Me callé para darle tiempo a que me entendiera, a que se percatase de mi triste
situación.
Preguntó ante mi silencio si yo quería que ella escribiera un artículo sobre eso para el
cuarto número de La Rebelión, o qué. Le dije que no había pensado en ello, pero que
debía de saber que, dadas las circunstancias, era muy probable que no fuera a haber
cuarto número de nada. Además, era algo que no me preocupaba. Porque por el
momento sólo me intranquilizaba por mí, y por lo que me estaba pasando.
—No entiendo adonde quieres ir a parar—dijo Rosa.
Le dije que no era tan difícil deducirlo. Que simplemente a mí me estaban aplicando
esas leyes contra periodistas honestos.
Me preguntó si estaba borracho.
La enteré, tratando de mantener la calma, de que no. Que no había que ser ningún
genio para adivinar que lo que estaba era detenido.
Me preguntó si me habían detenido por haberme emborrachado, si me había peleado
con alguien, si había provocado algún altercado público.
Le dije que (a veces) parecía tonta, que ya le había dicho que me habían detenido
estrictamente por cumplir con mi deber como periodista.
—Estás borracho—afirmó—. Dime dónde te tienen, que voy para allá ahora mismo.
Suspiré, le dije que no debería de haberla llamado, y colgué.

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
114

En la mazmorra

Fui el único inquilino de esa celda.


Seguramente, en todos los recovecos de la habitación y en los infinitos escondites
microscópicos del suelo, las paredes, y el techo, habría ratones, ratas, arañas, hormigas,
cucarachas, y toda clase de respetables criaturas, pero yo no las llegué a ver. Estarían
ocultándose en sus madrigueras, asustadas por mi presencia.
Si hubiera pasado allí más tiempo quizá habría confraternizado con ellas,
estableciendo a la postre fuertes vínculos afectivos.
En otras mazmorras cercanas podía oír el trasiego de otros desafortunados como yo,
que en su mayor parte serían inmigrantes procedentes de territorios mucho peores.
Tuve los ojos abiertos todo el tiempo. Y no logré apagarme en toda la noche, pese a
que con denuedo traté de desvanecerme para olvidar mi tragedia, pero no me fue
posible.

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
115

El día después

Fue un día malo y doloroso.


Sin haber dormido nada, me sacaron de los calabozos para llevarme a los juzgados de
W.

Allí todas las salas estaban repletas. Por un lado, de funcionarios que iban de un lado
a otro con despreocupación rutinaria y, por otro lado, de desafortunados criminales que,
como yo, esperaban su triste porvenir.

Me hicieron esperar como un millón de horas antes de que uno de los funcionarios se
dignara a llevarme a un despacho para tomarme declaración. Me interrogó sobre si yo
era yo, y si el fanzine –el que emplease este vocablo me supo a insulto— La Rebelión
era obra mía; si algunos artículos habían salido de mi cabeza, y si reconocía o no la
autoría de algunos párrafos concretos. Dije que sí a todo, porque todo era cierto, y me
parecía que no tenía sentido mentir.
Ese hombre, mientras me estuvo interrogando, fue dejando notar, fuera cierto o
fingido, asombro. Lo manifestaba con algunas frases sueltas, acompañadas de algunos
aspavientos de la cara, y suspiros muy sentidos. Eso a lo menos me pareció a mí.
Manifestó que llevaba más de veinte años ejerciendo la profesión y que en su vida
era la primera vez que veía a alguien acusado por esos delitos.
—Injurias y calumnias.
Le dije que necesitaba que arrojasen luz sobre mis sombras, que nada hay peor que la
noche de la incertidumbre, y que por eso apelaba a su compasión para que me dijera qué
iban a hacer conmigo.
Me dijo que me iban a leer la acusación ante la presencia de la parte demandante y,
presumiblemente, después me dejarían en libertad con cargos, y que no me asustara
porque en nuestros tiempos nadie iba a la cárcel por los delitos de los que se me
acusaba. Esto era un preliminar, y después se tendría que celebrar un juicio. Pero para el
juicio aún quedaba bastante, un año o más como funcionaban las cosas.

Un poco más tarde pasamos ante la jueza. Estaba presente la parte demandante, es
decir, un numeroso grupo de abogados o hienas en representación de la universidad de
W, que era la que había impuesto la demanda en mi contra.
La jueza era una mujer relativamente joven (de menos de cuarenta años), a la que se
le notaba una rectitud que asustaba, una amargura que repelía. Parecía llena de rencor y
resentimiento; un resquemor podrido contra toda la Humanidad, que ampararía en un
exagerado apego a la palabra más estúpida de todas las que existen: justicia, a la que
daría un significado desorbitado. En nombre de ella se han cometido, se comenten y se
seguirán cometiendo los mayores crímenes y las mayores crueldades, por no decir todos
los crímenes y todas las crueldades.
La jueza mencionó artículos de siniestras leyes completamente desconocidas para mí,
penales, civiles, incumplimientos de orden fiscal y administrativo, etc.

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
116
Como una buena madre velando por la tranquilidad de un travieso niño, recapituló
con severidad que mi atrevimiento me había metido en un buen lío.
Agregó que se veía forzada a prohibir La Rebelión, que había ordenado ya que la
retirasen del mercado –fue la expresión que empleó, mercado, aunque no tuviera mucho
sentido—, y que todo quedaría en suspenso hasta el juicio. Me recomendó que me
buscara un buen abogado, y que si no podía permitírmelo el Estado me podría
proporcionar uno de oficio.
Los representantes de la universidad pidieron una fianza para que me dejasen libre,
pero la jueza lo desestimó por entender que no procedía. Sin más, me dejaba en libertad,
pero con cargos.

Me sentía como una pequeña hormiga atrapada en el asfalto, y esperando a ser


aplastada por una gran apisonadora.
Había entrado en los juzgados de W a las 8:00 horas de la mañana. Escapé más allá
de las 14:00 horas, con un sentimiento de asco hacia la vida, y aborrecimiento hacia el
mundo que nunca había tenido, y que no me abandonará nunca.

Rosa, en la puerta, con las mismas ojeras que yo, me aguardaba y, nada más verme
salir se me abalanzó, abrazándome, para hacer mi dolor mayor, y me preguntó
emotivamente, casi llorando, que qué había pasado, que qué había hecho.

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
117
6

Pecado Mortal

Mi detención era, además, un pecado mortal. Porque al deshonrarme siendo detenido,


había deshonrado a mis padres, y al hacerlo había quebrantado el cuarto mandamiento
del catecismo cristiano.
Eso fue lo que, más o menos, me dijeron o me vinieron a decir mis padres cuando
regresé a su casa aquella tarde, tras haber pasado por la peor experiencia de mi vida.
No debería de haberles mentido, dijeron. Algo muy feo debía de haber hecho, y
dicho, para que me hubieran metido preso.
¿Es que me había vuelto loco? Porque no había otra explicación. ¿Qué era eso de una
revista que había creado para insultar a la universidad? ¿Quién me mandaba a mí a crear
nada? ¿Por qué no me habría podido comportar como todas las personas normales y
decentes del mundo?
¿Es que estaba metido en drogas, era eso?
Sólo sirvió para acrecentar sus iras el que yo intentase que entendieran que lo único
que había pretendido, lo único ‘malo’ que había hecho, había sido analizar
constructivamente al deficiente sistema educativo de W, y del país.
Yo no era nadie, más que un niñato, para meterme en nada, y más porque eran cosas
que, según sus palabras, yo no entendía. ¿Para eso me habían criado?, farfullaban
airados, ¿Para eso habían hecho el sacrificio de criarme?
Podía estar yo contento, dijeron, de que me siguieran dejando dormir en su casa, y
dándome de comer, porque si no tuvieran el corazón tan grande como lo tenían, me
arrojarían a la calle para que me muriese de hambre. No querían saber nada de lo que
me sucediese en el juicio, y que si me ponían una multa gorda, o si acababa en la cárcel,
ése sería mi problema, única y exclusivamente mi problema. Que yo me había metido
solito en él, y solito me las tendría que apañar.

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
118

Las calles

En la calle las cosas no estaban mejor.


La Rebelión había desaparecido. Y yo sentía un vacío tremendo, que mi vida había
cambiado por completo y para siempre, que no había vuelta atrás.

En cambio, mis ex colaboradores parecían mostrar una soberana indiferencia a lo que


había sucedido, a lo que estaba ocurriendo, o a lo que podría acaecerme. Les daba igual
todo. Lo lamentaban, según decían, y me apoyaban. Pero seguían con sus vidas como si
nada.

Encontré también bastante resentimiento en los comercios que habían sido mis
anunciantes.
Los pocos que visité, para tratar de cobrarles lo que me dejaron a deber, me acusaban
de haber manchado su buen nombre, su buena reputación, por haber financiado una
revista ilegal, por haber ayudado a enriquecerse a un difamador peligroso y despreciable
como yo.
No sólo se negaron a pagarme, sino que incluso alguno insinuó que quizá se uniría a
la demanda de la universidad en mi contra para reclamarme daños y perjuicios.
Hasta el que siempre me había alentado, aquél en el que había encontrado un poco
de comprensión, Maldoror, me dio la espalda –esa impresión tuve—, me negó su
cariño, tratándome con una hosquedad que no había esperado. Y eso a pesar de que sólo
lo traté cuando fui a pagarle, de mis últimos ahorros, el dinero que le debía por la revista
caída.

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
119

Aulas

En la universidad, las pocas veces que volví a pisarla, noté cómo unos pocos
estudiantes murmuraron sobre mí, señalándome, con desdén y desprecio. Ése es el
criminal, comentarían, el que detuvo la policía en la cafetería. Debe de ser un demonio.

Las notas prosiguieron saliendo, y no ayudaron a mejorar mi situación. Sobre un


nivel de 10, la máxima que me adjudicaron, entre todos los pocos exámenes que había
hecho, fue un 3. Nunca, en toda mi dilatada vida estudiantil, había tenido un suspenso.
Ahora los estaba teniendo todos juntos, y los recibía con una indiferencia de la que no
me había creído nunca capaz.

A mis padres les fui diciendo que los aprobaba todos, y con buena nota. Que sólo
tendría que aprobar un par de ellos más, que no había podido hacer, pero que los haría
en septiembre y obtendría así el título de licenciado en periodismo por la universidad de
W, la misma institución que me había demandado por ejercer ese mismo oficio. Me
decían que menos mal que los aprobaba, porque sólo faltaba eso, que además de todo
suspendiera los exámenes.

Había tomado ya por entonces, habiéndoselo dicho únicamente a aquellos en


quienes confiaba, es decir, a nadie, había tomado la decisión de abandonar los estudios
para siempre. Desde hacía años, no creía en ellos, y había seguido llevado por la inercia.
Ahora no había razón ni tenía ningún sentido que continuase siguiendo sometido a un
programa impuesto por una institución que se había querellado en mi contra por intentar
conseguir mejorarla.

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
120

Noticias

En Universitas aparecieron algunas noticias relativas a mi caso. Huelga decir que


informaban, tergiversándolo todo de una manera escandalosamente descarada, que yo
era el ‘malo’ de la historia, un demente que no había parado de zaherir infundamente a
la universidad, y que ésta se había cansado y había determinado ponerme en mi lugar.

Publicaron también una reseña breve en el periódico provincial “La voz de W”, con
un contenido que se puede resumir con algo así como: “La universidad se ve forzada a
intervenir ante los continuos insultos que recibía de uno de sus alumnos a través de un
fanzine que había creado”.
Esos artículos, aunque contenían muchas más palabras, no explicaban nada más.

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
121

10

Desvelos

Cuando mis padres supieron de la verdad acerca de mis notas, en lugar de


compadecerme, de darme apoyos y ánimos por mi desgraciada situación, se molestaron
todavía más conmigo, ayudando a enturbiar más aún el opaco ambiente en el que
vivíamos.
¿Cómo les podía haber dicho que había sacado sobresalientes cuando las había
suspendido todas? ¿Desde cuándo llevaba mintiéndoles? ¿En qué más les había dicho
embustes? ¿O era que nunca les había contado ninguna verdad, que siempre los había
engañado? ¿Qué habían hecho mal para merecerme?

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
122

11

El dios del Pan

Me puse a buscar empleo en lugares donde no me conocían de nada.


Al no saber de mí, las personas a las que pedía trabajo —los dueños o encargados de
negocios de todo tipo—, me hacían miles de preguntas que no llevaban a ninguna parte,
y finalmente me decían que no sabían, que no sabían, que ya me llamarían. En otras
palabras, recelaban de contratarme. Era un trato parecido al que me habían dado cuando
les había pedido a otros comercios que se convirtieran en anunciantes de mi revista. Me
miraban como a un posible drogadicto, como a un ladrón en potencia, como a un
probable asesino.
Eso a pesar de que no sabían nada de mi juicio, porque de haber sabido que yo estaba
perseguido por la ley no me cabe duda de que me habría convertido ante ellos en pura
escoria, algo así como la radioactividad, por lo que más valía dejarme apartado, aunque
no tuvieran a nadie para trabajar por ellos, y sus negocios se arruinasen por tal causa.

Estuve dando vueltas unas semanas, hasta que conseguí la confianza de un hotelero
que me contrató como mozo para las maletas en un importante y lujoso hotel. El salario
era bastante bajo, pero me dijo que si hacía bien mi trabajo podría ascender
rápidamente. Que un empleado diligente, hábil y espabilado siempre podía llegar lejos.
Que lo mirase a él, que ahora dirigía el hotel, y había empezado, como yo, de mozo de
maletas. No le quise responder, pero todas sus palabras me supieron a embustes, a
insultos a mi inteligencia. No había que ser muy astuto para saber que ése era un empleo
sin futuro, y que ningún mozo de maletas se convierte en director de hotel nunca, a no
ser que concurran circunstancias tremenda y trágicamente excepcionales.
El trabajo en sí era poco estimulante. Cargar sin demorarse maletas de un lado a otro,
y tratar con reverencia a los mezquinos y generalmente engreídos clientes del hotel era
todo lo que se necesitaba para cumplir sobradamente el cometido. Había algunas tareas
adicionales, como sacar la basura, llevar las cajas de suministros a la cocina, y cosas así.
Pero nada realmente que precisase de ningún esfuerzo especial, lo que me permitía tener
siempre la cabeza liberada de preocupaciones, y disponible para lo más importante del
mundo.
Así que, a pesar de que el empleo estaba mal pagado, de que tenía que echar muchas
veces jornadas laborales de hasta diez u once horas, y sólo me pagaban ocho, no me
molesté en las semanas que siguieron en buscar otro trabajo, y como cumplía con mis
funciones, me mantuvieron en la plantilla sin verse tentados a despedirme.

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
123

12

Rosa

Por triste que me sepa, debo admitir que, de los cientos que conocía, la única que
pareció apoyarme en mi ruina y caída fue Rosa. Todos los demás me evitaban y me
daban de lado, como a una plaga mortal.
Desde el primer día me llamó para darme ánimos, para decirme que lo sentía y me
acompañaba en el sentimiento. Que si necesitaba algo, y estaba en sus manos hacerlo,
no tenía más que pedírselo. Me llamaba un día sí y otro también, sin cansarse,
diciéndome que no me viniese abajo, que la vida continuaba, que no podía agobiarme,
ni encerrarme. Que lo que me convenía era distraerme para evitar pensar demasiado, no
fuera a ser que me entrase una depre.
Yo le mencionaba que le guardaba rencor, que no podía evitarlo, por su falta de
discreción con mis padres, por haberles informado de todo, desmintiendo así mis
mentiras. Tanto por mi detención, como con las notas de la universidad.
Cuando lo oía ella reaccionaba como si la estuviera acusando de asesinato, y negaba
con vehemencia, una y otra vez, que hubiera tenido nada que ver con eso. Lo único que
había hecho e intentado siempre había sido apoyarme y ayudarme. ¿O es que no
recordaba que ella fue la que pasó toda la noche en vela durante la noche de mi
detención?
Pero yo sabía que me mentía, por lo que, haciendo caso omiso a sus palabras, decía
que estaba bien, que la perdonaba, que no la culpaba, que seguramente ella habría
obrado de buena fe, pero que procurase ser más prudente en el futuro. En el fondo,
añadía, sabía que la culpa había sido mía. Que, en cierto sentido, el único ‘culpable’ de
mi desgracia había sido yo, y nadie más –aunque realmente no era culpable de nada, que
los que habían provocado mi hundimiento habían sido otros, muchos otros, en particular
el figurín de Manolo—.

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
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13

Cobijo

Poco después de comenzar a trabajar alquilé un pequeño y viejo piso. Estaba situado
en uno de los barrios marginales de W. En él se refugiaba la clase a la que yo
pertenecía, la de los degradados por la maldad humana –fracasados según las
convenciones sociales—: los expresidiarios, los drogadictos, los indigentes, los okupas,
los vendedores de drogas, los desempleados, las desdichadas mujeres condenadas a la
prostitución, o los empleados en los oficios más inmundos, etc.

Era el único sitio, por el precio de la renta, que mi sueldo como mozo de hotel podía
permitirme.

Rosa me dijo que había cometido un error. Y que el error era doble, porque ya puesto
no podía haberme ido a un sitio peor. Que ella tenía ahorros, que podía buscarse un
trabajo a tiempo parcial, y que podría ayudarme a pagar la renta de algún sitio en una
zona un poco no tan.
La callé explicándole molesto que yo pertenecía a ese sitio, y no a otro lugar, y que
aunque hubiera contado con dinero para derrochar, no habría elegido otro distinto. Que
allí me sentía en mi hogar, como los cerdos en sus pocilgas.

A mis padres les expliqué que necesitaba independencia, que ya tenía más de veinte
años e iba siendo hora de que me enfrentase al mundo por mi cuenta.
Pero tampoco les pareció una buena decisión por mi parte, y tenían el
convencimiento de que yo me había ‘vuelto’ drogadicto.

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
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14

Laureles

En una de estas ocasiones en las que vino a buscarme al trabajo, Rosa me empezó a
hablar de Ana. Dando rodeos con sus palabras, como siempre hacía, y alargando eterna,
torpe e innecesariamente su perorata, acabó enterándome de que su amiga había sido
contratada por la radio, por el mismo programa en el que había hablado anteriormente.
Que le iban a pagar dinero, contante y sonante —como las antiguas monedas— por ello.
No mucho dinero, pero algo era algo, era un comienzo. Cobraría por trabajar en lo que
le gustaba. Iba a llegar lejos, se iba a hacer famosa, iba a ser importante su amiga Ana.
Le dije que me parecía muy bien, que me alegraba por ella.
Rosa afirmó que no me alegraba, que más bien me dolía que Ana hubiera tenido
éxito, hubiese triunfado, porque lo había dicho de una manera que. A veces le daba a
ella la impresión de que yo estaba lleno de avaricia, de envidia, de rencor. En lugar de
alegrarme por los éxitos ajenos, me irritaba, me sentía dolido y molesto, como si yo
hubiera preferido el fracaso de todos los demás, como si nadie más que yo tuviese
derecho a tener éxito o triunfar. Que yo no soportaba los logros ajenos, que prefería o
deseaba que todos fracasaran. Debería de sentirme feliz, me dijo Rosa, íntimamente
feliz, como ella se sentía, por los triunfos de los demás, y no al revés, como me sucedía.
—Ya está bien—la interrumpí—. Me siento feliz cuando alguien hace algo que
merezca la pena. Algo de valor, de coraje. Que sirva. ¿Triunfado...? ¿Has dicho
triunfado? ¿Qué es triunfar? Si tu amiga Ana es feliz trabajando para medios
institucionalizados, como la radio ésa, me alegro por ella. Pero yo no me sentiría muy
feliz. Sería haberme vendido a lo más podrido y asqueroso del sistema. Ser siervo de
dictatorzuelos. No, yo preferiría morirme de hambre.
Rosa, como para responderme, afirmó que lo que me pasaba era que me daba
envidia, y que yo estaba enamorado de ella.
La miré con asco, y le dije que no con firmeza.

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
126

15

Abogado de oficio

No me fue fácil, pero conseguí a base de empeño un abogado de oficio, para que,
llegado el momento, sus (profundos) conocimientos legales —al menos, presuntos—
me protegieran, como una muralla de acero, de los abusos de la justicia. Que incluso me
posibilitase burlarla y, aun mereciéndolo, escapar del castigo.
Tuve para ello que realizar una solicitud formal en un proceso burocrático tedioso y
confuso, que parecía pensado para disuadir de emprenderlo a los necesitados de él. Por
cuatro veces vi rechazada mi solicitud, cada una de ellas por una razón distinta, e
igualmente ridícula. Había de demostrarles que no podría conseguir pagarlo por ningún
medio, que no tenía propiedades, y que tenía un sueldo escaso y muchos gastos.
A la quinta me lo concedieron, y me pusieron en contacto con él.
Para lo que hizo a la postre por mí, más me hubiera valido no conseguirlo. Era
extremadamente inexperto. Me pareció que confundía el derecho penal con el derecho
romano, y el derecho civil con el procesal, y eso que yo tampoco distinguía bien entre
unos y otros.
Lo único que me repetía era que no me preocupase, que iba a preparar mi caso
concienzudamente, y que pese a que el rival que tendría(mos) enfrente era poderoso (la
universidad de W, con todos sus abogados), que él se lo iba a tomar como un reto
personal, como David contra Goliat, y que iba(mos) a salir airoso. Si ganaba(mos) él
lograría labrarse un prestigio, y así cobrar en el futuro fortunas enteras en casos de
importancia nacional, que lo catalputarían al falso olimpo de la fama.
Cuando yo le preguntaba cosas concretas, como qué pena podrían imponerme, o qué
cantidad podrían fijar como indemnización por daños y perjuicios, y cosas así, jamás
supo decirme más que lo tendría que consultar con la ley, que la ley era extensa y nadie
se la podía saber de memoria, pero, insistía, que no me preocupase que (yo) estaba en
buenas manos (las suyas).
Mas yo tenía la impresión que estaba en unas manos excelentes para hallar la peor de
las penas posibles.

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
127

16

Desencuentros

Para rematarme del todo, una noche, a la hora de la cena, Rosa y yo nos tropezamos
en una pizzería a Manolo y a Ana. Iban los dos juntos y agarrados de la mano, como
novios. Nada más verlos, percibí un dolor semejante al que debe producir una pierna
gangrenada; el dolor de la traición, el que produce la maldad en toda su crudeza. ¡Y yo
que había esperado no volver a verlos jamás en la vida!
Aquella noche él se acercó a mí tranquilamente para preguntarme cómo estaba. Cada
día sentía, sin poder evitarlo, más antipatía por él, con su sonriente semblante gazmoño.
Deduje, naturalmente, que quería aludir a cómo me había afectado el proceso judicial
incoado, seguramente con ayuda de sus tejemanejes, en mi contra
Respondí preguntando primero que cómo pensaba que podía estar, esperando a que
la universidad de W me machacase valiéndose de un sistema judicial podrido. Y
contesté yo mismo a mi pregunta con un: que había pasado por mejores momentos, pero
que se equivocaban si pensaban que iban a acabar conmigo, que al contrario, al tratar de
destruirme me habían hecho más fuerte.
Manolo hizo como siempre, como el que no me había oído, y añadió para sentirse
mejor, para regodearse de mi desdicha, que ya me lo había advertido, que lo que me
había pasado se estaba viendo de venir, que yo me lo había buscado, y que como yo
estaba más loco que un cencerro no le había querido escuchar, no había prestado oídos a
sus siempre amistosas —dijo eso textualmente, tal y como suena, con toda su
desfachatez— advertencias. Que no obstante, esperaba que me fuera bien en el juicio,
que no fueran demasiado severos conmigo, y que quedase todo en agua de borrajas.
Acto seguido, sin darme tiempo a reaccionar ante todas las insolencias de la boca de
Manolo, Ana Belén, a su lado, comentó, como la que no quiere la cosa, cambiando de
tema, que se alegraba de vernos a Rosa y a mí juntos.
Yo respondí automáticamente que no estábamos juntos, que éramos simplemente
compañeros, camaradas, y que como tales a veces nos veíamos para quejarnos
amargamente de las mendacidades en las que se sustentaba la sociedad, y de los
poderosos y de los triunfadores que alcanzan sus glorias con actos criminales, fueran o
no penados por las leyes.
Rosa me asesinó con la mirada al oírme. Ana Belén comentó en cambio que veía que
yo seguía igual que siempre.
Manolo propuso, como cambiando de tema, como para borrar lo indestructible: el
mutuo odio, planteó, aunque era obvio que estaba plenamente fuera de lugar, que nos
sentáramos a comer juntos, a pasar la velada juntos.
No pude resistirme, ni contenerme más. Tenía mis límites. Así que le bufé un escueto
que prefería morirme de hambre, antes que compartir mesa con él, con ellos. Él dijo que
yo siempre buscando guerra, queriendo crear conflictos y problemas. Que menos mal
que él no era como yo, e ignoraba mis salidas de tono, que si no.
Después ellos se fueron a un sitio, Rosa y yo a otro.
Rosa, molesta, irritada, me volvió a decir que a mí lo que me pasaba era que estaba
enamorado de Ana.

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
128
Ignorando sus palabras la invité a que se fuera a pasar la noche con ellos, porque
seguramente sería más feliz que a mi lado. No se fue, y no volvimos a hablar en toda la
noche.

INTERLUDIO SEXTO

Alejandro Guerrero Pérez


HISTORIA DE LA REBELIÓN
129

DIARIO SECRETO DE ANA BELÉN: Una presentadora de televisión en


ciernes.

(…)
Mi pareja y yo hemos sido invitados a declarar en el juicio contra el
terrorista. Es un deber que tenemos para con la comunidad hacerlo y ser
fieles a la verdad.

He empezado a trabajar en el acreditado programa radiofónico


“Tertulias en W”. No me pagan gran cosa, pero estoy muy contenta
porque es un gran paso para coger una buena experiencia que me
ayude en mi carrera, para ir haciendo curriculum.
(…)

Alejandro Guerrero Pérez


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JUICIO DE LA REBELIÓN

Alejandro Guerrero Pérez


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Las partes que componían el todo:

Varios días estuve yendo a los juzgados de W a la vista, como la referían para hacer
mención a que nos ‘veíamos’ los caretos. Mientras algunos preguntaban, y exponían las
pruebas, otros contestaban a las preguntas y hacían puntualizaciones, y yo y mi defensor
atendíamos como meros observadores. Porque mi presunto abogado no es que se hiciera
notar. Cuando presentaban testigos, no les hacía preguntas. Cuando presentaban pruebas
—fragmentos de mis escritos en la revista—, no les ponía objeciones. Yo le preguntaba
que qué clase de defensa me estaba haciendo. Él me decía que estuviera tranquilo, que
controlaba, que sabía lo que hacía. Se reservaba para cuando llegase su hora, explicaba.
Pero en el fondo parecía que no sabía si estaba en un caso de divorcio, de robo, de
asesinato, o en el del juicio final, con cristo, el diablo, y todos los jinetes del
Apocalipsis juntos.
En el lado opuesto, acusándome, un multitudinario grupo de abogados o
procuradores o lo que fuesen, representando a la universidad de W, cuyos intereses
legítimos, como no paraban de decir todos ellos, habían resultado seriamente gravados
por mis actividades dolosas. Se ayudaban de una enorme colección de documentos,
testigos y pruebas. Y aprovechaban con astucia y sagacidad —algo que desconocía por
completo mi defensor— la más mínima ocasión para presentarme como a un ser ruin y
rastrero, mezquino y embustero, el peor de entre los peores, un demonio salido del más
profundos de los infiernos, que haría parecer a todos los diablos de todas las mitologías
seres angelicales.
En medio, la jueza de cara rancia, de actitud hosca y seca, lo miraba todo
atentamente, haciendo anotaciones.

Día primero.
Testigos.

Empezaron con algunos de los comerciantes que se habían anunciado en la revista.


Los abogados de la universidad de W, con sus preguntas artificiosas, hacían que de sus
palabras se desprendiese que yo los había engañado, para enriquecerme injustamente,
haciéndoles creer que mi revista tenía todos los permisos legales, cuando era
completamente ilícita. Al parecer, yo hasta les había llegado a decir repetidamente que
lo que me pagasen lo podrían desgravar en sus declaraciones de impuestos, y ellos
confiados habían estado a punto de hacerlo, de no ser porque sus asesores fiscales
hubieran mediado para evitar el gran crimen que hubiera sido practicar una
desgravación inadecuada, cosa que, evidentemente, ellos no habrían admitido haber
hecho nunca, aunque fuese en verdad el criterio primordial a la hora de presentar sus
liquidaciones de impuestos.
A duras penas me contuve de saltar a replicarles, de explicar que mentían, rompiendo
el juramento de veracidad que acababan de hacer. Que ellos eran los verdaderos
estafadores, porque no me habían pagado la ridícula cantidad que les había pedido para
sufragar los gastos de mi filantrópica revista, y que yo les había hecho verdaderamente
un favor anunciándolos a un precio tan bajo.

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Le pedí a mi supuesto amparador que pronunciara algo en mi defensa, y en esa línea,
pero no lo hizo arguyendo un ambiguo que no procedía.

***

Tras ellos, declararon, llamados por la universidad, algunos de mis ex colaboradores,


los Julio, Andrés, etc. Ellos no me defendieron, ni me apoyaron, pero tampoco me
censuraron. En síntesis sus palabras indicaban que se habían limitado a entregarme el
material, y que no tenían nada que ver con los textos polémicos.

Día segundo:
Más testigos.

Aquel día la primera en salir fue la bella, pérfida y fementida Ana Belén.
Comenzaron con unas cuantas preguntas acerca de ella misma, para ensalzarla, para
retratarla como un dechado de virtudes. Buena estudiante, buena persona, compasiva,
comprensiva, inteligente, hermosa, empleada de la prensa radiofónica, etc. Una persona
que podía servir de espejo para la sociedad.
Comprendí de inmediato las intenciones, y me pareció, pese a ir en mi perjuicio, una
estrategia bastante acertada para machacarme, para hundirme totalmente. Porque al
retratarla como a una especie de santa, como a una nueva virgen maría, no hacían más
que dar a entender que era justo lo opuesto a mí.
Inmediatamente después, le preguntaron, como no podía ser de otra manera, por su
participación en MI revista, porque ella se había visto forzada a abandonar, dijeron, la
colaboración con (MI) La Rebelión.
Para contestar dijo querer contar una anécdota que le había ocurrido conmigo, y que
esperaba que sirviese para entenderlo todo. Y acto seguido relató con pelos y señales la
noche en la que le tiré pertinazmente los tejos, y acabé, movido por la euforia etílica,
metiéndole mano. Lo contó hinchadamente, de manera que pareciese que, más que el
torpe y tonto intento de ligar con ella que había sido, hubiera sido una especie de
violación frustrada. Notaba cómo la cara de la jueza mostraba tanta simpatía y aprecio
por ella como indignación y desprecio hacia mí conforme avanzaba en su relato.
En este punto no pude sujetarme y, viendo el mutismo de mi abogado, me levanté
para clamar con voz ahogada:
—Mentira.
Añadí que además no entendía qué tenía que ver aquello con el caso que estábamos
tratando. ¿O es que ahora también me iban a acusar de violación? Si seguían así, dije,
acabarían culpándome de asesinato, y de todos los males del mundo, como si yo fuera
Pandora y hubiese abierto su maldita caja.
La jueza me dijo que guardase orden, que mi protesta no había lugar y que me
sentase y no volviera a interrumpir el relato de ningún testigo sin contar con la venia.
Agregó que todo lo que dijese podría ir en mi perjuicio y que me convenía atender a los
consejos de mi defensor.
Los que me acusaban en representación de la universidad de W apuntaron, sin que
nadie los apremiase a ello, que estaban únicamente intentando definir mi dañino
carácter.
Terminaron pocas preguntas después su conchabado interrogatorio.

Alejandro Guerrero Pérez


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La jueza dijo, como hacía siempre, que si la defensa tenía algo que preguntar al
testigo.
Pellizqué el muslo de mi abogaducho con enojo. Me miró asustado. Le susurré que
hiciera algo, que no dejara que aquella arpía se saliera con la suya. Me dijo que no creía
que pudiera preguntar nada en mi beneficio. Me tuve que levantar de nuevo.
—Quiero hacer una pregunta al testigo—dije.
La jueza dijo que cualquier pregunta debía de formularla mi defensa, no yo.
—Ahora trabajas en la radio, ¿verdad?—pregunté mirando a Ana—. Te llamaron
para que fueras a hablar a un programa por un artículo feminista que habías escrito, ¿no
es así? ¿Puedes decirnos dónde se publicó ese artículo, no fue en MI revista, no fue
gracias a MÍ? ¿No fui yo quien te dio la oportunidad de darte a conocer? ¡No lo has
conseguido todo por MÍ?
La jueza dio un golpe en la mesa, y repitió que las preguntas, cualesquiera que
fuesen, debía de hacerlas mi defensa, no yo.
Zarandeé a mi abogaducho para que se levantase y la hiciera. Pero los abogados de la
universidad de W se le anticiparon, y protestaron, diciendo que aquella pregunta no
había lugar, era a mí a quien se estaba juzgando, no a ella, y no tenía nada que ver con
el caso. La jueza estimó la protesta y allí acabó todo.
—Lo ves, te lo dije—me susurró mi defensor, cuando me senté a su lado—. No era
momento de hablar nada.

***

Se hizo una breve pausa, y apareció a declarar la imagen del mal: Manolo. Él no
podía faltar a mi crucifixión. No podía perderse la fiesta.
El simple hecho de verlo allí presto a despotricar contra mí me llenó de unas
incontenibles de ganas de matar a alguien.
Se extendió en explicar, con su pobre vocabulario y su ridícula capacidad de
expresión, con todo lujo de detalles, los continuos problemas que YO le había
ocasionado siempre cuando YO había estado colaborando con el Universitas. Él, decía
refiriéndose a sí mismo, había sido siempre muy paciente conmigo, pero yo jamás me
había avenido a razones.
Al escucharle hablar con su fina voz mezquina no pude callarme, y comencé a
vociferar sin disimulo alguno:
—¡Mentiroso¡ ¡Hipócrita!
Expresé a la vez que nadie debería de escucharle nunca, y que no sabía qué pintaba
allí. Era un pelota de lo más rastrero, una rata traicionera y tramposa. Gente como él era
el origen de todos los males del mundo, hasta de las enfermedades.
La jueza me volvió a regañar con su mirada y con sus palabras, diciéndome que me
callase, que no iba a volver a tolerar una salida de tono como ésa. Yo sólo estaba, dijo,
tirando piedras contra mi propio tejado. Le pidió a mi defensor que me explicase. Mi
defensor no me explicó nada, pero de todos modos tampoco le habría escuchado ni echo
caso.
No obstante me callé, conteniéndome, y dejé que el lechuguino se explayase a gusto.
Cuando se levantó para irse de allí, tras cansarse de vilipendiarme con su repugnante
y tóxica verborrea, para despedirlo alcé mi voz para denunciar que era el peor de los
seres humanos que había conocido, aunque engañase a todos los demás, a mí jamás lo
haría, se pusiera las máscaras que se pusiese. Alguien tenía que denunciarlo: él era
alguien repudiable, infame, y que algún día me las pagaría todas juntas.

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—¿Has sido tú, verdad? Tú has hecho que la universidad me demande. Te morías de
envidia porque sabías que yo lo estaba haciendo mejor.
La jueza, con voz áspera y amarga, me dijo que si iba a tener que ponerme un bozal.
Que me recordaba que aquello era un juicio y que debía de guardar las formas. Una
nueva salida de tono, sentenció, y me mandaba a amordazar. Que empezaba a entender
por qué estaba sentado en el banquillo de los acusados.

Día tercero:
Más de lo mismo.

Atestiguaron al día siguiente, en primer lugar, Manoli y su novio, el salvaje que


meses atrás me había amoratado un ojo.
La pareja se recreó en describirme como un ser despótico y tiránico intratable.
Explicaron que YO les había intentado agredir. Pero que ÉL como era robusto y fuerte,
había podido defenderse y detener mi agresión.
Me levanté —aunque me hubiese jugado el cuello en la guillotina lo habría hecho
igualmente— y exclamé que eso era de todo punto incierto, que había sido al revés, yo
había sido agredido y mi ojo había sido dañado, y que yo no me había defendido, y lo
había dejado marchar.
La jueza, en vez de mandarme a azotar, o a que me atasen y me cortaran la lengua,
me pidió con una moderación que me sorprendió que me comportase. Que si de verdad
me había agredido debería de haberlo denunciado a las leyes, que para eso estaban, y
que ahora no procedía.
A continuación se dirigió a mis inculpadores, los mandados por la universidad de W,
y les preguntó irónicamente si no les parecía que ya habían dejado suficientemente claro
qué clase de persona era yo, que yo mismo no hacía nada por disimularme, y si tenían
muchos más testigos o no, porque iban a eternizar el juicio.
Dijeron que no, que ya no utilizarían más testigos.

***

Finalmente, le tocó el turno a Rosa.


¿Para qué se me ocurriría, siguiendo las recomendaciones del inepto de mi abogado,
hacerla llamar?
Se suponía que iba a ser mi único testigo, la única persona que iba a declarar en mi
favor. Pero su testimonio, aunque bienintencionado, resultó en lo contrario.
Vino a decir, a las preguntas de mi defensor, y las de mis acusadores, que yo no era
mala persona del todo, pero que estaba loco, y que era imprudente, y acababa haciendo
daño a las personas. No protesté, ni dije nada, pese a que sentí deseos de estrangularla
allí mismo.

Las pruebas:

Posteriormente, durante horas, mis acusadores presentaron fragmentos de MIS


artículos.

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“Pedagogía Medieval”, “Atraco Impune”, “Dogma del despilfarro”, y muchos,
muchos otros más. Recitaban trozos concretos de esos artículos, y algunas expresiones
contenidas en ellos, entre otras:

“...libros que no valen nada...”, “...bazofia...”, “...profesores con la mente vacía que no
pueden alimentar ningún cerebro...”, “... los torpes criterios docentes establecidos por
un Estado autocomplaciente...”, “... la universidad acaba así adoctrinando a borregos
que no saben ni si quiera berrear, que es lo que esos animales se supone que deben
hacer, que saben por su naturaleza hacer...”, “...su negocio se basa en la mentira, el
engaño, y la tergiversación...”, “...estafadores...”, “... los sucios manejos de la
universidad de W, y sus dirigentes...”, “...deshonestos...”, “...plagio...”, “...sandeces...”

Podría seguir, como ellos siguieron, citando cosas sueltas tomadas adrede con mala
intención, con las que pretendían sugerir que esas palabras eran comparables a los
crímenes más atroces, sanguinarios y perversos de los que es capaz el peor de los seres
de la Creación: el ser humano. Pero de hacerlo no acabaría nunca.

Finalmente, en nombre de la universidad de W, citando un número importante de


leyes, y de sentencias, y de cosas de las que jamás había oído yo hablar, y espero no
volver a oír nunca, procedieron a solicitar una condena digna de un asesino, una
indemnización justa para un multimillonario, y una sanción razonable para un dictador.

La jueza preguntó si la defensa quería exponer algo. Y mi abogado se levantó por


primera vez y dijo que sí. Se aclaró la voz como preparándola para dar un largo y lúcido
discurso, propio de los grandes oradores de la Antigüedad, para en cambio decir
lacónicamente que le parecía que la pena que solicitaban mis acusadores era desmedida,
y que sin duda no debería ser aplicada contra mí. Empleó algunas palabras más de las
que refiero, pero pocas, y que no contenían cosa alguna.
La jueza preguntó que si eso era todo. Mi protector dijo que sí. Yo me levanté y
pregunté si podía hablar. La jueza me dijo que estaba bien, que hablara, pero que
cuidase mi vocabulario, no fuera a injuriar ni a insultar a nadie.

Me puse en pie, en medio de la sala, y nervioso, inquieto, improvisé un discurso:


Con mis artículos sólo había intentado criticar constructivamente el sistema
pedagógico, con el fin de que fuera mejorado. En todo momento lo había hecho
basándome en sólidos argumentos, dije, con los que había pretendido invitar a la
reflexión.
Mas mis acusadores habían embrollado y falseado hábilmente los hechos, haciendo
que todo pareciese lo que no era. Habían presentado a muchos testigos, por ellos
elegidos, y habían sabido hacerlos hablar con acierto para presentarme, sin serlo, como
a un diablo.
Pero era todo falso.
¿O acaso no se podía mejorar el sistema educativo?
¿Era pretenderlo, pues, un crimen?
Sólo por poner un ejemplo expliqué que bastaba observar la forma en la que se
enseñaba a los niños a leer y escribir para darse cuenta de lo mucho que se podía
mejorar el sistema.
Porque… ¿cómo enseñaban a los niños a leer? Recitando, ma me mi mo mu, pa pe pi
po pu, a e i o u, y bobas frases como ‘mi madre me mima’, y otras del estilo. Es decir,
que se enseñaba a ‘leer’ haciendo que los niños repitiesen como loros cosas vacías, en

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lugar de que comprendiesen los textos, su sentido y su significado. En otras palabras,
que se hacía que los niños no se esforzasen en descifrar los textos, sino sólo en
pronunciarlos. Así se daba inicio a su aprendizaje haciendo que arrastraran esa
importante lacra, esa forma errónea de aprender, de modo que cuando crecían y se
hacían adultos, al haberse acostumbrado a ello, era lo que acababan haciendo: recitando
lo que oían, sin luchar por entenderlo.
¿Merecía, yo, un humilde servidor de la Verdad, YO, un sumiso guerrero del Bien,
ser flagelado por ello?
Si eso era un crimen aceptaría estoicamente, con orgullo y satisfacción, el castigo
que me pretendiesen. Porque en lugar de un castigo lo tomaría por un premio, como una
medalla en la lucha por la libertad, y por el progreso de la Humanidad.

La jueza habló:
Sobre las infracciones fiscales y administrativas que yo había cometido, no
declarando mi actividad, no cabía duda alguna, y la sanción por incumplimientos en este
lado era inevitable.
Sobre los delitos contra el honor, explicó que no estaba allí para juzgar si el sistema
educativo era bueno o malo, que quizá mis intenciones hubieran sido buenas, pero que
había que respetar el derecho a la honra de todas las personas, y que ahora ella tendría
que juzgar si yo lo había o no vulnerado.
—Hay que tener en cuenta la dignidad—dijo, citando un texto—. De lo que se trata
es de valorar si esa dignidad es o no vulnerada. Dignidad entendida como
consideración, y reflejada en el sentimiento de la propia persona. De su fama y de su
propia estimación.
Porque, agregó para terminar, la expresión pública de opiniones debe ser siempre
hecha con respeto, y nunca con manifestaciones denigratorias, vejatorias o de mofa.
Porque las formas son esenciales a la hora de hacer uso del derecho a la información, y
yo estaba a punto de ser licenciado en periodismo, así que debería de saberlo.

Al oír esta última frase pensé que sí, que deberían de habérmelo enseñado. Pero no
habían sido capaces de hacerlo, ni a mí ni a ninguno otro de sus alumnos.

—Visto—dijo la jueza—para sentencia.

Alejandro Guerrero Pérez


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INTERLUDIO SÉPTIMO

Alejandro Guerrero Pérez


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PLAN DE VIDA de MANOLO


Licenciado en periodismo, con el mejor expediente académico de toda
la universidad de W.
Preparando tesis doctoral. Tema: el periodismo en el futuro.
Recientemente contratado como Redactor junior del periódico
provincial de W: La voz de W.

Horario:

-. Levantarme. Footing media hora. Ducha, afeitado. Desayuno:


cereales y frutas. 08:00 horas.
- Trabajo tesis doctoral. En biblioteca facultad principalmente.
10:00-14:00 horas.
- Almuerzo. Self-service facultad. 14:00-15:00 horas.
- Gimnasio. 15:00-16:00 horas.
- Trabajo en La voz de W”. 16:00-23:00 horas.

Resoluciones Generales:

- Agradar a compañeros de trabajo al máximo, especialmente a


los jefes. Hacer cumplidos, apuntar cumpleaños, santos, y felicitar
y tener detalles.
- Cumplir mejor con mi trabajo que mis compañeros, superarlos a
todos (sanamente).
- Ahorrar todo lo que pueda del sueldo.
- Mantener imagen inmaculada.
- Seguir fielmente y respetar al máximo los consejos del orientador
de mi tesis.
- Cuidar mi físico.
- Leer un libro al mes.
- Ver telediarios, leer periódicos, revistas y otras publicaciones
especialmente de la competencia.

Comentario:

(…)
Espero que la Justicia no sea demasiado severa con EL. Espero que
realmente le sirva de lección, y en el futuro no se dedique a importunar
más a nadie.
(…)

Alejandro Guerrero Pérez


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EPÍLOGO

Alejandro Guerrero Pérez


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Aún espero la sentencia.


Probablemente no harán que engorde las masificadas prisiones del país, pero
tampoco saldré indemne. Eso me ha repetido continuamente mi ex defensor de oficio. A
lo menos, me obligarán a pagar una suma de dinero imposible. Porque ni la tengo ni
podré tenerla en mucho tiempo.

Para solventarla, traté de conseguir los dineros pidiéndolos a esos amorfos gigantes
que llaman bancos. Pero ninguno accedió a prestarme. Todos los siervos de esos etéreos
monstruos me miraban con altivez y desprecio, y me trataban con asco, como si fuera a
contagiarles de alguna enfermedad incurable, aunque ellos fueran los verdaderos
enfermos. Desconfiando de mi honradez y de mi genio, pese al lúcido discurso que
hacía ante ellos, a mi apelación al honesta mors turpi vita potior con el que, les decía,
guiaba mi vida. Me pedían, forzadamente, aval, pero como garantía sólo podía
ofrecerles mi persona, que para ninguno valía nada. ¿Y tus padres? ¿No tienen dinero y
propiedades con las que garanticen el pago? Estoy convencido de que si les hubiera
presentado una caución, me habrían pedido otra mayor, y así infinitamente.

Estarán satisfechos porque creerán que me lo quitan todo. Me robarán el dinero que
gane con mi sudor y con mi esfuerzo. Ultrajarán –ya lo ha hecho y lo siguen haciendo—
mi nombre con un castigo inmerecido. Me harán perder –ya me los han hecho perder—
amigos, prestigio, ganancias y muchas ilusiones, deseos y esperanzas, demostrándome
que no existen ni la honestidad, ni la comprensión, ni la generosidad, y
proporcionándome sufrimiento, frustración, odio y desprecio para con los demás.

Pero se equivocan si piensan que me han destruido.

Tampoco derrotaron a Castalión, aunque en su momento así lo pareciera, y muchos


lo pensaran o lo sigan pensando, cuando escribió su libro contra el déspota Calvino. Ni
a Cicerón, cuando lo asesinaron por orden del autócrata Marco Antonio por haber
escrito sus Filípicas contra él. Ni a Zola, cuando fue desterrado por escribir su yo acuso,
denunciando los crímenes de la justicia de su país.

Como a ellos, jamás podrán vencerme.

Porque nunca podrán quitarme lo único que en el fondo importa.

Podrán humillarme, torturarme, martirizarme, asesinarme, pero de ningún modo me


podrán arrebatar lo que no tiene precio, lo que he ido aprendiendo, lo que llevo dentro.
Son mis armas, y las emplearé como los políticos las mentiras, o los militares sus
bombas.

Pronto, muy pronto, inundaré las largas y oscuras avenidas de W con pasquines
anónimos en los que, al descubrirles la verdad, voy a incitar a todos y cada uno de los
ciudadanos, mientras siguen la rutina de sus imperfectas e insignificantes vidas,
acudiendo al trabajo, a la escuela, a casa, a las tiendas, a los bares, a las iglesias, a los
tanatorios, a sus tumbas, con amargura o con regocijo, los incitaré a todos ellos,
revelándoles la verdad, a LA REBELIÓN, la única y la auténtica.
Los dioses inmortales serán testigos.

Alejandro Guerrero Pérez


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No es el FIN,
La Rebelión continúa,
Continuará siempre
Mientras haya quien, desde la oscuridad y las sombras,
Trate de iluminarnos a todos.

Alejandro Guerrero Pérez

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