Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
HISTORIA DE LA REBELIÓN
HISTORIA DE LA REBELIÓN
2
“History, which undertakes to record the transactions of the past, for the instruction of
future ages, would ill deserve that honourable office if she condescended to plead the
cause of tyrants, or to justify the maxims of persecution.”
Edward Gibbon.
The Decline and Fall of the Roman Empire, del Capítulo XVI
“La Historia, que se encarga de registrar los sucesos del pasado para la instrucción de
las generaciones futuras, desmerecería esa honorable misión si condescendiera a
someterse a la causa de los tiranos, o a justificar las máximas de la persecución.”
Traducción propia.
HISTORIA DE LA REBELIÓN
3
HISTORIA DE LA REBELIÓN
4
EXORDIO:
HISTORIA DE LA REBELIÓN
5
Aquel día el sol iluminaba las largas avenidas que atravesaban la ciudad de W.
Barcos entraban y salían del puerto. Sin cesar aterrizaban y despegaban aviones.
Autobuses y trenes hacían lo mismo, trayendo y llevando personas, sacando y metiendo
cosas. Los coches cantaban en la lejanía su alborotada barahúnda de motores zumbando
sin cesar; bocinas, frenadas y sirenas acompañaban intermitentemente el incansable
ruido. En las calles la gente seguía la rutina de sus imperfectas e insignificantes vidas.
Caminaban al trabajo, a la escuela, a casa, a las tiendas, a los bares, a las iglesias, a los
tanatorios, a sus tumbas, sin dejar de encontrar nunca momentos de amargura,
combinados en mayor o menor grado con otros de regocijo.
Esa alternativa no era otra que la de producir yo, por mi cuenta y riesgo, una revista.
INTERLUDIO PRIMERO
Horario:
Resoluciones Generales:
Comentarios:
(…)
Es uno de mis objetivos primordiales de mi plan de vida evitarlo, pero
EL consigue doblegar mi paciencia (tiene el privilegio de ser el único
que lo logra), y volví a perder los nervios por su culpa.
Me alteré tanto que poco me faltó para pegarle. Se lo hubiera
merecido. Es la persona más irritante que he conocido en toda mi vida,
y no creo que vuelva a encontrar jamás a nadie igual. Pero debo
procurar con más fuerza en el futuro mantener la calma. La próxima vez
respirar hondo y contar hasta diez.
Aunque ya no volverá a ser un problema para mí. Acabo de hablar
con quien tenía que hablar y me ha dado su visto bueno para que lo
NACIMIENTO DE LA REBELIÓN
PREPARATIVOS:
Para crear la revista era preciso que consiguiera encontrar, por un lado,
colaboradores, subalternos que me ayudasen con ella. Manolo y el semanario
universitario contaban con todos los alumnos pelotas y trepas que pugnaban duramente
por llegar más alto, aunque para ello tuvieran que pisotear por el camino a todos los
demás. Yo, en cambio, tendría que valerme de los rebeldes, de las minorías, de los
genios y los talentos marginados por las vilezas del sistema, que estaban esperando que
yo los rescatara, con mi proyecto, de la oscuridad y el anonimato en el que vivían, entre
las aulas y las bibliotecas y los bares de la universidad.
Por otro lado, necesitaba conseguir encontrar el dinero necesario para pagar la
creación física de la revista, es decir, para imprimir los ejemplares. Yo no era
precisamente rico; más bien podía decir con orgullo lo contrario, que era más pobre que
un mendigo. Por lo que, para subsanar tal inconveniencia, había pensado en recurrir a
una técnica mercantilista muy común: la publicidad. Ofertaría a los comercios de W
espacio en la revista para que promocionasen sus productos y sus negocios a cambio del
vil metal.
Había tenido la necia esperanza de que gente capaz y de altas miras, que supiera
entender la grandeza de mi proyecto, se peleasen por formar parte de él, y de que yo
hubiera tenido así la posibilidad de elegir, de hacer una selección de personal, de aceptar
a algunos, los mejores, los más valiosos y preparados, y rechazar a la mayoría. Pero no
fue, ni mucho menos, así.
Primero lo propuse a unos pocos amigos (ex amigos) y conocidos, a los que
consideraba mínimamente capacitados, esperando que se mostrasen encantados de
convertirse en parte de algo destinado a hacer Historia. Gran error. Todos, sin
excepción, me decían que no. Pero no era un no cualquiera. Era un no rotundo, redondo.
Un no que no dejaba lugar a la mínima esperanza de que lo trocasen por su opuesto.
Cuando les preguntaba por las razones de su negativa, no argumentaban nada de
peso. Sólo banalidades torpes que me irritaban más, por cuanto implicaban que me
tomaban por tonto: Que eso les iba a robar mucho tiempo y no querían dejar de lado los
estudios, Que la revista jamás funcionaría. Que de las muchas publicaciones amateurs
que se intentan hacer muy pocas logran salir a la luz, y ninguna consigue mantenerse
por mucho tiempo. Que me dejase de ilusiones imposibles, porque no podía salir bien...
Les pedí entonces, tras sus rechazos, tras sus negativas, que preguntaran entre sus
amigos y sus conocidos por gente valiosa dispuesta a colaborar en la creación de una
publicación genial. Y para reforzar la búsqueda, no demasiado confiado en las gestiones
de mis amigos (ex amigos), coloqué por toda la universidad de W fotocopias de un
cartel que había diseñado específicamente para ello. Era un cartel llamativo, con poco
texto e imágenes sugerentes, que llevaba por lema: únete y cambiarás el mundo.
Los elegidos
Estaba trabajando como nunca lo había hecho, como jamás pensé que lo haría. Era
agotador, pero gratificante. Tenía la confianza, la fe, la certeza, de que por todo lo que
estaba haciendo no tardaría en obtener una bienpagada recompensa.
Por último, estaban los ideales, los que todos deberían de tomar de ejemplo. Eran una
gran minoría los que se podían encasillar en este grupo, pero comprendían la situación
inmediatamente, y no me hacían perder mi tiempo, ni tampoco perdían el suyo. O me
mandaban directamente a que fuera a robar el sol de otra parte, o me decían sin rodeos
que de acuerdo, que lo entendían y me iban a ayudar, y hasta me deseaban suerte.
Gracias a ellos lograba no volverme loco, no perdía por completo la fe en el género
humano.
Horas y horas anduve pateándome toda W de una punta a la otra en esa ingrata —
como todos y todo— actividad. Para que de cada cien, de cada mil, tras luchar,
humillarme, y arrodillarme ante ellos, sólo uno accediera a hacer trato. Y lo hacía no
porque le pareciese bueno para su negocio, sino por mera compasión, por hacerme
sencillamente el favor.
Acordamos mis colaboradores y yo como punto de encuentro para la, perdón por la
expresión, Junta de Administración de la Revista, la terraza del bar de la facultad de
periodismo.
Yo, nervioso, inquieto, llegué media hora antes, y me senté solo en una mesa a
esperar la llegada de mis mancebos.
La universidad era el hervidero de siempre. Los estudiantes iban y venían sin parar,
con sus libros y sus cosas, sus esperanzas y su ingenuidad. Los observaba como otras
muchas veces había hecho desde aquella mesa, u otra semejante. Y como siempre que
comenzaba a contemplarlos, a analizarlos, también me acababa invadiendo una enorme
desazón en cuanto me ponía a figurarme, por sus atuendos y sus gestos, la capacidad
intelectual (su falta de ella) de los que por allí deambulaban. Se suponía que ellos eran
la intelectualidad del mañana, que guiaría a la sociedad a su porvenir, a su futuro. Y se
me figuraba entonces un futuro muy negro.
Al poco, mientras aquellos pensamientos me inundaban, llegaron mis dos primeros
siervos, Julio y Alberto. Estudiaban Bellas Artes. Tenían la cara y el cuerpo lleno de
piercings, y llevaban el pelo pintarrajeado de colores chillones, y peinados de forma
estrafalaria. Supongo que ir vestidos así les hacía sentirse diferentes a los demás, más
listos, mejores. Eran de esos que se dicen ‘alternativos’, de lo que ellos llaman ‘cultura
alternativa’, que creo que es algo relacionado con sentirse felices por vestir de manera
semejante a bufones, con defender una forma de vida parecida a la de cavernícolas, pero
llena de psicotrópicos, y con pregonar con fanatismo religioso ciertas ideas ridículas
sobre la vida y la naturaleza. Superficialmente, pero los conocía desde hacía tiempo por
haber sido compañero de ellos en algunas bacanales. Por tal causa mi desconfianza en
su capacidad periodística era grande.
Mientras esperábamos la llegada de los demás mantuvimos una charla insustancial y
agradable por medio de la cual estuvimos ponderando la Belleza de las jóvenes
estudiantes que paseaban sus cuerpos y sus traseros por allí.
Poco tiempo después aparecieron Rosa y Ana Belén, que al parecer eran muy
amigas. Las dos estudiaban segundo curso de periodismo, y por lo tanto estarían
contaminadas aún del entusiasmo ridículo e infantil de los novatos. Rosa era rubia,
bajita y gorda, tenía la cara llena de granos, y siempre estaba, inexplicablemente,
sonriendo. Eso me hizo sospechar que era de ésas que van predicando el optimismo, una
de las doctrinas más rematadamente estúpidas que hayan podido inventar. Ana Belén
era morena, esbelta, de piel blanca y sedosa, de labios carnosos, de mirada
impenetrable. Vestía con elegancia, para resaltar discretamente toda su belleza, y no
parecía ser, al contrario que su amiga Rosa, que no callaba, muy habladora.
Con ellas en la mesa la conversación tornó a un cariz mucho menos divertido. Se
dijeron palabras acerca de la climatología del día, que nos regalaba un sol brillante
cuyos rayos nos acariciaban calentándonos la sangre como a los lagartos. A
continuación tocaron el tema del cambio climático, que aceptaban como todo el mundo,
como verdad suprema (yo no hablé, y sentí vergüenza ajena ante su falta de juicio).
Después se habló de un macroaccidente de coche que había ocurrido en las afueras de
W, en el que habían muerto varias personas (mis palabras tampoco fueron oídas). Se
El grupo lo completaba yo, el hombre sin ley, acaso el único individuo a la altura de
mi propio proyecto. Si mi tocayo pudo conquistar el mundo y transformar el futuro,
como cuentan los mitos, sentando las bases de la civilización moderna, lo mínimo que
podría hacer yo sería una gran revista sin contar con medios. Una revista que destrozaría
y destronaría al semanario universitario, que llegaría más lejos incluso, y acabaría
compitiendo con los medios profesionales más consolidados, como por ejemplo el
periodicucho provincial: “La voz de W”. Yo era, me creía, capaz de todo eso y de
mucho más.
Junta de administración
Organización y planificación del trabajo
Tras las presentaciones formales, y los bobos comentarios de rigor, les dije a mis
lacayos que había convocado aquella reunión para organizar y planificar el trabajo.
Agregué que si me dejaban hablar unos minutos les explicaría. Como nadie objetó nada
comencé.
—Seré breve—anuncié.
Primero, informé, yo iba a encargarme de la parte tediosa del trabajo. Ellos
únicamente tenían que preocuparse de crear su contenido para la revista, pasármelo a
mí, y yo haría el resto.
Continué el orden del día.
Segundo, que no les pedía milagros, pero sí un mínimo de preocupación por hacerlo
lo mejor posible, lo mejor que supieran. Que la humildad era una gran virtud humana,
pero que a la hora de hacer algo no se puede ser humilde, ni modesto, porque eso sólo
sirve de excusa a la chapucería. Si tenían dudas o querían consejos contaban plenamente
con mi ayuda. Yo tenía capacidad y experiencia y podría orientarlos, afirmé. Es decir,
que se volcasen en aquello que más les interesara y mejor supieran hacer, fotografía,
dibujo, redacción de noticias, reportajes, artículos, etc. pero que lo hicieran
concienzudamente. La revista era, iba a ser, les dije, un escaparate en el que podrían
darse a conocer, en el que demostrarían al mundo su valía. ¿Quién sabía?, quizá algún
medio grande e importante se fijase en ellos, y los contrataría ofreciéndoles desorbitadas
cantidades de dineros.
Rosa me interrumpió para preguntarme, como un chico listo y aplicado, si valdría
cualquier cosa, porque tenía pensado hacer unos artículos sobre la depresión que no
sabía si.
Le dije que sí, que cualquier cosa valdría. Pero no era del todo verdad. Era una
pequeña calumnia piadosa para no desalentarlos. Evidentemente no estaba dispuesto a
publicar en MI revista cualquier cosa. Sólo incluiría, aunque les pesara, lo que
mereciera estar en ella.
— ¿Continuo?—pregunté.
Tercero, que como éramos universitarios y escribiríamos básicamente para ellos
deberíamos procurar centrarnos en temas relacionados con la universidad. Y si esos
temas podían llevar aparejada una crítica constructiva mejor que mejor. Porque el
periodismo debía servir para eso. Para hacer que la luz, la razón y el sentido común se
abrieran camino y dominaran el mundo, enterrando a su paso las intolerancias, la
ignorancia, y las sinrazones.
Cuarto, el título.
—Como será algo independiente—dije—, crítico, libre... he pensado que deberíamos
de ponerle La Rebelión.
Creí que habría protestas, discusión, propuestas alternativas, y que finalmente me
tendría que pelear con ellos, con todos ellos, para hacer prevalecer mi opción. El título
Sí estaba seguro de que lo que iba a dar de mí, con toda la libertad de que iba a gozar
en La Rebelión. No iba a fallarme, a decepcionarme a mí mismo. Tenía la cabeza
colmada de críticas contra la universidad de W, y contra el sistema educativo en
general. Y poco a poco sacaría, como las serpientes el veneno, todas esas ideas de mi
cabeza, desgranándolas en sobresalientes reproches con los que radiografiaría todos los
males de la pedagogía de nuestro tiempo, para así lograr que se reparasen.
Pensaba henchido de orgullo que podría llegar a provocar, que iba a provocar, a
escala reducida, efectos análogos a los que los periodistas Carl Bernstein y Bob
Woodward provocaron desde el Washintong Post. Si ellos lograron con su trabajo que
el presidente de Estados Unidos dimitiera, yo conseguiría que el Rector de la
universidad de W tuviera que hacer lo mismo, y que con su caída cayesen todos sus
protegidos y defensores. Incluso, me decía en mi onírico y fantasioso mundo, que
podría llegar a más en el futuro, que mis artículos podrían llegar hasta Z, la capital del
país, y allí en el Parlamento se debatirían las leyes educativas, y se revisarían,
cambiándolas para construir un país de intelectuales.
Todo gracias a mí, y a mi trabajo.
Imprentas:
Maldoror
La mayoría de las imprentas en las que me presenté me recibieron tan bien como los
peores comerciantes con los que había tratado financiarme. Y este trato con el que me
regalaban las imprentas era algo que no entraba en mi cabeza, que no podía entender.
Porque yo iba allí a encargarles un trabajo por el que ganarían (podrían ganar) dinero.
Sin embargo, me recibían casi como si los estuviera atracando. Como si no les fuese a
pagar, como si para ellos el fracaso de mi proyecto fuera tan seguro como la muerte. Así
que me decían que o no se dedicaban a ese tipo de cosas, o que tenían demasiado trabajo
por el momento y no podrían hacer mi encargo.
Únicamente en tres de las veintitantas que visité —todas las que había en W—, en
TRES, me recibieron cortésmente, como a un cliente, y a los pocos días de haberlos
visitado me facilitaron presupuesto. De ellas me decanté por una que se llamaba de una
manera bastante atractiva y sugestiva:
Imprenta Maldoror
Así pues, tras más de mes y medio de desvelos y esfuerzos, todo estaba preparado
para que LA REBELIÓN comenzase su andadura. Una revista que, con la ayuda de los
dioses inmortales, estaba destinada a hacer HISTORIA, con mayúsculas.
INTERLUDIO SEGUNDO
(…)
Ayer nos conocimos los que vamos a colaborar en el fanzine. Me
pareció que eran gente más o menos normal. Bueno, todos menos el
organizador. No sé por qué, pero no me causó demasiada buena
impresión. Me cuesta creer que sea uno de los estudiantes con mejores
notas de toda la facultad de periodismo. Me cuesta creer que haya sido
uno de los redactores más activos del semanario oficial de la
universidad. Si no fuera porque sé todo eso, hubiera pensado cuando lo
vi que era un terrorista. Es lo que parece. Con una barba de cinco días, y
aquel ridículo gorro negro puesto sobre la cabeza, y hablando todo el
tiempo con una arrogancia que daba, aunque esté mal decirlo, asco. Eso
además de su mirada, que parecía la de un verdadero psicópata, sobre
todo durante sus largos e inesperados silencios, en los que parecía
perderse, vaciarse, irse de sí,
Mi amiga Rosa sin embargo me dijo que el organizador le pareció una
persona normal. Un poco bajo, como ella, y un poco delgado, al
contrario que ella, pero normal por lo demás. La verdad es que está
entusiasmada con la idea de colaborar en el fanzine. Nunca la había
visto tan contenta, y eso me alegra. La pobre nunca ha tenido mucha
vida social, y no es especialmente agraciada. Siempre se ha contentado
con cualquier cosa.
Mi padre dice que participar en un fanzine puede ser bueno para mí,
porque puedo aprender sin miedo a cometer errores. Porque, como él
dice siempre, para llegar a la cumbre de la montaña hay que empezar
subiendo desde abajo. Además, ha prometido aconsejarme y ayudarme,
como siempre hace. Si algún día quiero llegar a ser presentadora de
televisión nacional tengo que esforzarme por formarme de la manera
más sólida posible. Sé que es ponerme el listón muy alto, pero lo menos
que podemos hacer es intentar cumplir nuestros sueños.
(…)
PRIMER NÚMERO
El periodismo...
Comencé el único trabajo que me importaba, para el que hacía todo lo demás: El
periodismo.
Un montón de horas se me gastaron en mis propios trabajos. Todos los momentos
libres que encontraba los dedicaba a ello. A investigar por una parte deficiencias de la
universidad, y por otro lado a redactar las crónicas, los artículos, los reportajes. Me
documentaba también para tratar de contrastar lo que quería criticar con la Pedagogía, la
Cultura, la Historia, la Economía, la Sociología, la Política, etc. De esa manera muchas
otras horas se me iban rebuscando información por Internet y, en ocasiones, acudiendo a
ampliar datos en los oscuros rincones de la biblioteca universitaria o su hemeroteca.
Todo lo leía y releía una y otra vez, lo ponía boca arriba y boca abajo, del revés y del
derecho, y acababa desechando la mayoría.
Estaba tan entusiasmado que nada me desanimaba, y sacaba fuerzas que nunca había
sospechado tener.
¿Ayudantes?
A mis colaboradores los veía muy poco, y procuraba despachar con ellos lo más
aprisa posible. Era mejor así.
Ellos, tal y como habíamos acordado, iban trabajando por su cuenta, y me iban
entregando lo poco que iban produciendo.
Lo que hacían, lo que me pasaban, lo revisaba con tanto celo como lo mío propio.
Hacía anotaciones en los que tenían arreglo, y otros, acaso los más, los descartaba sin
miramientos para su publicación. No tenían cabida en La Rebelión, en la gran revista
que TENÍA que ser.
El sueño eterno
Los días se sucedían uno tras otro sin que yo me percatara de su curso.
Estaba enamorado, completamente enamorado de La Rebelión. Me la imaginaba en
la calle, siendo leída por todo el mundo, y comentada y debatida y buscada y ansiada.
Soñaba con que en pocos meses grandes distribuidores de prensa me ofrecerían
grandes cantidades de dinero por mi revista. Me veía, así, a la cabeza de una creación
comparable a las grandes, con tanta resonancia como los diarios Tiempo, en Rusia, The
Times, en Londres, The New York Times, en Nueva York. Pero con calidad, con
compromiso e independencia. Y con tanto éxito comercial, con tantas ventas, como el
PlayBoy, y el PenHouse, en su época dorada.
En aquellos días dormía, como un verdadero enamorado, únicamente cuatro o cinco
horas. El hambre también había menguado, hasta casi desaparecer de mis instintos, y no
le dedicaba apenas atención. Hasta el punto de que me tenía que obligar a comer, y lo
hacía a deshoras, poco y mal.
Había dejado de acudir a las clases de la universidad, había dejado de estudiar, de
hacer las prácticas obligatorias, de leer periódicos o libros, había dejado de ver la tele,
de escuchar la radio u oír música. Había dejado de salir a los bares, la discoteca, el cine,
o la filmoteca.
Yo pertenecía, estaba encadenado, a La Rebelión.
Todo mi tiempo era para ella.
El único capricho que me permití por aquel entonces fue ojear cada número del
semanario universitario, el (torpe) trabajo de Manolo. Y era un capricho relativo, porque
me justificaba esos ‘entretenimientos’ –digo entretenimiento, pero no porque el
semanario me pareciera ameno, sino porque mi odio hacia él me hacía leerlo con
avidez— con el hecho de que, naturalmente, en La Rebelión iba a criticar brillantemente
a ese estúpido semanario.
Contenido:
Las partes y el todo
Milagrosa e inesperadamente mis vasallos, los que quedaron, los que no hube de
despedir, me proporcionaron bastante material útil. No todo el que yo hubiera deseado,
pero muchísimo más de lo que me había figurado en un principio.
Ese material me fue llegando poco a poco, y con paciencia lo fui rechazando, y
corrigiendo, y devolviéndolo para que con correcciones lo rehicieran, y dándole algunos
retoques finales, y editándolo todo junto con el ingente material que yo mismo creé.
Contenido:
Julio
Pero por otro lado, y para mi asombro, hizo unas fotografías que me parecieron
maravillosas. Sobre todo por las imágenes en sí que había capturado, por las ideas que
esas imágenes representaban: Había fotografiado la pobredumbre de la universidad, es
decir, todas las zonas deterioradas, sucias, averiadas, mal diseñadas o estúpidas. Y había
muchas. Eran la alegoría de la mierda que destilaba, que era, la universidad de W.
—Creo que esto es una buena crítica—fue lo que me dijo cuando me las enseñó—de
la universidad. He pensado en hacer fotos de todas las cosas que están mal para
mostrarlas a todo el mundo. En todos los números podemos meter algo.
Lo agarré afectuosamente de los hombros, y le estampé un beso. En la frente. Un
beso de agradecimiento. Me preguntó por qué había hecho eso, le contesté que sus fotos
lo merecían. Se quedó un poco extrañado, y me dijo medio en serio medio en broma que
yo estaba muy mal de la cabeza.
A las fotos de Julio les añadí, para contrastar, un par de fotos oficiales de la
universidad, que habían aparecido en el Universitas de Manolo, unas semanas antes, en
las que posaba el Rector y algún Decano con sonrisa de hiena junto a la reluciente
fachada de una facultad a la que desde la capital del país, desde Z, se le había concedido
algún premio. Sumé a ello un breve comentario, para enfatizar y subrayar el hecho de
que la universidad estaba llena de problemas pero que sus dirigentes, en lugar de
arreglarlos, sólo se interesaban en salir sonrientes en portada. Porque nunca mostraban
lo que estaba podrido. Porque sólo querían felicitaciones aunque lo único que merecían
eran críticas.
Linaje
Contenido:
Alberto
Escribió un largo artículo sobre un cineasta francés llamado Jacques Tati, y sus
películas, su cine. Un cine que yo desconocía, pero que debía de ser, por lo que había
escrito Alberto (¿o quizá lo copió de alguna parte?) delicioso. El cine entendido como
arte, o algo así lo tituló.
Aunque no estaba relacionado con la universidad, debido a que me había gustado, y
debido a que tenía bastante espacio libre en la revista y con él podría ocupar tres hojas,
entre texto y fotos, lo incluí.
No se perdió gran cosa, a decir verdad, excepto la salud de mi ojo izquierdo, que se
vio arruinada por el puño del bárbaro que pasaba por ser mi colaborador. Se me hinchó,
el ojo, se me hinchó mucho, y estuvo doliéndome bastante tiempo.
El infame de Pedro me agredió porque le había devuelto dos de los artículos que
había escrito. No se los rechacé, sólo se los regresé llenos de anotaciones para que los
enmendase, y para que modificara la mayor parte del contenido, que era pésimo.
Los habría publicado si los hubiese corregido según mis indicaciones. Era una buena
señal, un buen principio para que su nombre apareciese en La Rebelión. Debería de
haberse alegrado por ello, de habérmelo agradecido porque le ofrecí sin ambages mi
ayuda.
Al regresarle los artículos le dije que estaban bien, que había acertado con los temas
que había elegido –algunos artículos sobre informática—, que incluso los había
enfocado correctamente, pero que necesitaban unas mejoras.
Él cogió los folios y los miró por encima unos segundos. Observé cómo enrojecía su
semblante de enojo conformé iba mirando la multitud de comentarios que yo había
hecho por todo el texto, incluso en los esquemas y organigramas que se había molestado
en crear.
—A ti se te va la olla o qué te pasa, tío—manifestó con cólera—. ¿Tú sabes cuánto
tiempo me ha costado hacer esto?
Le contesté que eran sólo un par de indicaciones con las cuales su trabajo ganaría
enormemente. Que debía comprender que yo tenía experiencia en el periodismo, que él
nunca había escrito un artículo, que era estudiante de informática y era normal que sus
primeros textos estuvieran mal hechos. Pero que con mis indicaciones podría fácilmente
convertirlos en publicables.
—¿Pero tú qué coño sabes? Puede que sepas mucho periodismo. Pero de informática
no tienes ni puta idea. Los artículos están de puta madre.
Me armé de la resignación de la que carezco para decirle que si no los cambiaba no
los podría publicar. Que tal y como estaban eran muy malos. No tenían ni pies ni
cabezas, ni ojos, ni cuerpo, ni piel, ni mucho menos esqueleto. Es decir, componía una
figura amorfa y deforme. Tenía que comprender además que su estilo, su lenguaje, era
más pobre que un poeta.
Manoli, a su lado, al observar la irritación que se iba apoderando de mí, un poco, y
de su otra parte, de, como dicen, su media naranja, un mucho, dijo que no nos
enfadáramos, que nos calmásemos.
—¿Que nos calmemos? ¡Pero si el tío éste es la polla!—bramó Pedro—¿Quién te has
creído que eres? ¿No quedamos en que cada cual hiciera lo que quisiera? ¿Y que luego
lo publicaríamos todo junto como una miscelánea? Ésas fueron tus palabras exactas.
Contenido:
Rosa
Fue la que más material me trajo, y más rápidamente. También fue a la que más le
rechacé. Pero nunca rechistó palabra alguna ante mis objeciones.
Me admiraba comprobar cómo esa mujer poco agraciada por la naturaleza –en todos
los sentidos— acogía casi hasta con alegría mis censuras. Ella misma me pedía opinión
incluso antes de que yo se la diera. Me decía que quería aprender, que tenía ganas, y me
pareció que había reconocido en mí al gran maestro que la guiaría a alcanzar lo
imposible: el Conocimiento, así, con mayúsculas. El Conocimiento infinito.
Sus primeros trabajos los rechacé de inmediato, sin dilación ni miramientos. Cuatro o
cinco folios que le habrían llevado componer, se notaba, más horas de las que el dios
Sol necesita para salir y esconderse.
—No tengo nada contra ti—le decía—. Pero eso no... eso no... no vale.
Hubiera preferido que me hubiese dado un bofetón, pero en su lugar ella aceptaba mi
rechazo con silencio, con humildad, en lugar de con rabia o indignación.
—Me estoy matando para hacer que la revista salga adelante—añadía yo, tratando de
suavizar, dando explicaciones que jamás me pidieron—. Y quiero que sea muy buena.
¿Lo entiendes? Todavía tienes tiempo. Tú puedes hacerlo mucho mejor que esto.
—Sí, si tienes razón—decía ella—. Estaban muy mal. Lo siento.
Y me informaba de que su amiga Ana Belén, a la que se lo había enseñado, le había
dicho, le decía siempre, que estaba muy bien lo que hacía, que esos artículos eran
buenos. Pero ella no era tonta y sabía que era mentira. Que le decía eso por pura
amistad, por no herirla. Que agradecía mi sinceridad, que eso, la sinceridad, es lo más
importante de todo. Porque la gente por no herir, por no hacer daño, no dice las cosas, y
es mejor decirlas, porque si no. Es peor el remedio que la enfermedad. Que la verdad
duele pero es buena, ayuda. Aunque claro, continuaba su discurso, que ella comprendía
las cosas, que entendía que Ana no le dijera nada, porque Ana era su amiga, y como
amiga no quería herirla, para no perder la amistad. Los amigos a veces por no estropear
la amistad no dicen las cosas que deben decir, afirmaba. Pero claro, que cuando dicen
las cosas, hacen daño y estropean la amistad. Así que es mejor a veces no decirlas. Que
siempre todas las personas tendrían que tener un amigo que pudiera decir la verdad,
aunque nos duela, y que tengamos con ese amigo una amistad tan grande que no la
perdamos, que no se estropee nunca. Una amistad a prueba de bombas, jijiji
Que no se preocupase, le decía yo en cuanto podía interrumpir su eterno y soporífero
discurso, que sólo le hacía falta aprender un poco, y que si seguía mis consejos en poco
tiempo escribiría artículos muy buenos, tanto como los míos, o mejores incluso.
Eso se repitió con ella una y otra vez. Era comprensiva, sumisa, obediente, y volvía a
traer cosas. Cosas siempre igual, insípidas, insulsas. Sobre dietas, sobre el tabaco, sobre
el alcohol. Sobre el estrés y la presión de la sociedad moderna. Sobre la depresión.
Sobre la alegría. Sobre los embarazos no deseados. Y hablaba y hablaba y hablaba, y
volvía a hablar.
Al final, incluí con algunos recortes y retoques parte de su material para rellenar
huecos. A ella tampoco le di ningún beso. Tuvo que conformarse con una palmadita en
el hombro. Bueno, con varias palmaditas.
10
Reacción a mi ojo
Mis lumbreras
Mis colegas de La Rebelión ignoraron, o quisieron ignorar ante mí, el anormal color
que había adquirido mi ojo izquierdo. Ni me preguntaron, ni me hicieron comentario, de
apoyo o veto, alguno.
Seguramente a mis espaldas le dieron a la lengua, y en sus conclusiones resumirían
lo ocurrido con que yo, como un déspota, me había mofado de Pedro/Manoli por pura
envidia. Los habría insultado, y encima habría querido pegar a Pedro. Pero como era
más fuerte, más digno y virtuoso que yo, me había puesto un ojo morado. No me había
puesto el otro ojo del mismo color, dirían, ni ninguna otra cosa, porque tenía buen
corazón y se había apiadado de mí.
Ignorarían, además, el hecho y la bondad que había tenido yo al no denunciar a las
autoridades, como habría podido haber hecho, como habría merecido que hubiese
hecho, la agresión de Pedro.
11
Contenido:
Ana Belén
12
Reacción a mi ojo
Familia
13
Contenido:
Yo
Por supuesto, La Rebelión era algo mío. Mi trabajo ocupaba casi tanto espacio como
el de todos los demás juntos. Y mi trabajo era además, y por mucho, lo mejor.
Empezando por el genial y extraordinario editorial que dedicaba a criticar al
semanario Universitas, a sus redactores, y especialmente a sus dirigentes (Manolo). Por
lo mal que lo hacían todo, por lo politizado que estaba, por el enchufismo y la
mendacidad que lo gobernaba. Informaba de que tras haber dedicado varios meses a él,
con la esperanza de hacerlo mejorar con el tiempo, finalmente me había tenido que dar
por vencido, y rendirme. Había dimitido entonces, y había decidido fundar aquella
revista. Una revista libre. Donde se tratarían todos los temas con una gran rigurosidad y
un gran celo periodístico. Algo que se echaba en falta en la mayor parte de los medios.
Después estaban mis propios artículos. Muchos de ellos, de tamaño variado y
repartidos por toda la revista, estaban inspirados por otros publicados en el semanario
oficial, y en ellos me limitaba a exponer la versión opuesta de los hechos. Si ellos
decían blanco, yo decía negro. Su blanco eran elogios a cualquier cosa, cualquier acto,
cualquier profesor, cualquier libro que publicase. Mi negro era lo contrario, crítica a
cualquier acto, persona o cosa que el semanario oficial que dirigía Manolo alababa. Lo
hacía siempre, eso creía, creo y creeré siempre, de manera respetuosa, sutil y
argumentada.
La última página de mi revista la reservé para un ensayo sobre la pedagogía en
general, y la universitaria en especial, que titulé: “De la pedagogía de nuestro tiempo, o
educación medieval”. Me centraba en la pregunta siguiente: ¿Genera la universidad
individuos bien formados, cultos, íntegros? ¿O por el contrario prepara a sus alumnos
meramente para que se conviertan en alimento, en combustible, para el sistema
capitalista, en simples máquinas para producir riqueza, máquinas de usar y tirar? Mi
respuesta era que, desafortunadamente, ninguna de las dos cosas. Ni individuos
completos, ideales, ni máquinas bien engrasadas.
El resto de mis escritos eran meras crónicas válidas para el momento en el que fueron
escritas y publicadas, pero que el tiempo convierte, como casi todo lo periodístico, en
dignas del olvido.
14
Contenido:
El Todo
15
Éxito:
Me había tirado días sin dormir. Me dolían los ojos de tanto mirar la pantalla del
ordenador, no había parado de escribir, de pensar y corregir, pero al fin había logrado lo
que quería: una obra maestra.
Era una revista infinitamente superior, me decía, a la de Manolo. Estaba llena de
grandeza, de consistencia, de fuerza, de contraste, de valor. Y tenía el convencimiento
de su impacto social, de su éxito entre los estudiantes.
No aquél patético insulto a la Inteligencia y a la Decencia que era el Universtitas,
sino ESO era lo que los universitarios estaban esperando, habían estado esperando
siempre. Un grito de rebeldía, de denuncia, de verdad, de todo aquello que en el fondo
ellos, los estudiantes, detestaban aunque nadie se atreviera a decirlo. La Rebelión venía
a gritarlo a los cuatro vientos por ellos. Venía, eso a lo menos era lo que yo pensaba, a
fortalecer su opinión, a unirlos, a darles fe, perspectiva, confianza, espíritu, esperanza en
un porvenir digno.
16
Maldoror
17
El convite
18
El Festejo
Los dioses inmortales de todo son testigos: lo hice con toda la buena fe del mundo.
Los habría llevado a un restaurante de lujo si hubiera podido permitírmelo. Pero yo
era pobre, y se hubieron de contentar con lo único que podía pagarles: una pizzería
barata. No pude tampoco invitarlos luego a una buena Opera, o a algún concierto de
algún artista de moda, o a ningún otro evento espectacular porque yo no era millonario,
y La Rebelión no me estaba dando dineros (en verdad al contrario, me los estaba
quitando). Por ello se hubieron de conformar con la invitación a unas copas en un pub
periférico. Era todo lo que estaba en mis manos. Si hubiera podido, les habría dado más.
Tenía la disparatada certeza de que aquella fiesta iba a servir para unirnos, para ir
haciendo que nos sintiéramos como hermanos, y pudiéramos afrontar un porvenir duro,
pero grandioso, juntos. Había dado por sentado que comprenderían el enorme esfuerzo
que aquello suponía para mi débil situación. Lo hacía por ellos, sólo y exclusivamente
por ellos. Porque anhelaba su apoyo, su respeto, su comprensión, su amistad, su cariño.
Pero al final, en lugar de conseguir que me estimaran al menos la mitad de lo que me
merecía, sucedió la tragedia, y únicamente me gané su odio y su desprecio. El de todos
ellos.
Todo fue muy bien durante las primeras horas. Cominos las pizzas como buenos
amigos, hablando sobre banalidades y riendo sobre estupideces. Luego fuimos alegres y
felices como mariposas a un pub para beber unas copas que yo generosamente les
pagaría, como les había costeado antes las pizzas.
En el pub comencé a dejarme llevar por mis más íntimos sueños, y lo expresé
abiertamente ante mis súbditos, comentándoles que si seguíamos haciendo la revista con
la misma calidad con la que habíamos hecho el primer número, no cabía duda de que en
pocos meses podríamos plantearnos cobrar por ella, y acabaríamos distribuyéndola no
sólo en toda W, sino en el país entero. En Z, la capital, tendríamos que adquirir un
edificio céntrico y grande, y desde él dirigiríamos nuestra publicación, que se habría
ganado por méritos propios un gran prestigio. En el peor de los casos, les decía, algún
medio de comunicación importante vendría hasta nosotros (hasta mí), los creadores de
La Rebelión, con bolsas llenas de apestosos billetes para ofrecérnoslos por trabajar para
ellos.
Hasta allí, todo iba bien. Estaban contentos, y se mostraban encantados con mi
generosidad. Sonreíamos sin parar, y alborozábamos como si estuviéramos en algún
vergel.
El problema sucedió unas copas más tarde, cuando yo, embrujado por la euforia del
alcohol, tuve la infantil y estúpida ocurrencia de tirarle los tejos a Ana Belén. Se los tiré
obstinadamente —me puse insufriblemente pesado, diciéndole sin gracia una y otra vez
que estaba muy buena, que era muy inteligente, una mujer ideal, un sueño para
cualquier hombre, que los dos formaríamos una espléndida pareja uniendo nuestros
superiores intelectos; ella me decía que lo dejase ya, que estaba borracho y desvariaba,
que me estaba poniendo pesado, y con los gestos y la mirada me decía que la dejara en
paz, que estaba siendo muy imbécil, muy plasta, y no quería ni oírme ni verme—. Con
una tenacidad tan inexplicable como inagotable —me puse final y fatalmente a meterle
mano; primero cogiéndole varias veces seguidas la mano, que ella retiraba de
inmediato; luego acariciando con mi mano su espalda, deslizándola hacia abajo hasta
19
La resaca:
Por lo menos tenía un consuelo: había sido rechazado. Podría haber sido peor: podría
haberme aceptado. Por suerte no lo hizo, y por lo tanto no tendría que someterme al
peor de los encarcelamientos.
20
Más resaca
INTERLUDIO TERCERO
(…)
La celebración fue una idea del terrorista (aunque esté feo que lo
llame así no merece otro nombre). A mí no me hacía demasiado tilín,
pero Rosa estaba entusiasmada con ir, y acabé aceptando por
complacerla.
La cosa empezó bien. Rosa estaba disfrutando mucho, los demás
también, y yo estaba contenta. Pero el terrorista estaba bebiendo
como un loco, y se puso borracho muy pronto.
Más tarde fuimos a un pub a bailar. Allí el terrorista ya empezó a
delirar, diciendo tonterías. Y poco después tuvo la desvergüenza de
querer 'seducirme', al menos eso es lo que él pensará. Pero ésa no es
una palabra muy adecuada para definir su acción, porque esa palabra
puede tener ciertas connotaciones románticas que en ningún caso
tiene lo que hizo. No pudo ser más brusco, ni más maleducado. Era
imposible quitárselo de encima. Le dije cien veces que me dejara.
Pero no me hacía caso. ¿Qué se creerá? Es tan petulante que piensa
que todas las chicas se matan por sus encantos, y que yo iba a
rendirme fácilmente también. ¿Pero qué encantos? Las víboras tienen
más. Su estatura es propia de un enano, siempre va con barba de
cinco días, y se pone los gorros típicos de los bandidos. ¡Es un
terrorista! Fue tan insistente que empezó a manosearme, así que
para que me dejase en paz le tuve que dar una bofetada. Nunca en
mi vida había tenido que hacer nada igual. Se lo había ganado. Si le
llego a dejar habría acabado violándome allí mismo.
(…)
SEGUNDO NÚMERO
Enjaulado
Los tres o cuatro días que Maldoror tardó en prepararme los ejemplares de mi obra
magna esperé recluido, como un monje, entre las cuatro paredes de mi habitación.
Quise tomarme esos días como unas vacaciones mentales, como un ganado descanso
después de haber realizado tanto esfuerzo para parir el primer número.
Pero no pude. Estaba dominado por un demonio que me obligaba a pensar a todas
horas, hasta en lo más profundo de mis sueños y de mis pesadillas, en la revista. Y para
calmar a mi podrida, débil, falsa, ambigua y amarga conciencia me vi forzado a dedicar
ese tiempo de asueto a ella, como un loco enamorado. Primero, retocando su diseño.
Segundo, listando temas para posibles futuros contenidos. Y, por último, trabajando en
un par de pequeñas referencias para una nueva sección de recomendaciones, que
Apretendía incluir en el segundo número y en los siguientes. Allí predicaría lecturas,
espectáculos públicos, música, pintura, cine, y cosas similares; espectáculos
enriquecedores como alternativas a las empobrecedoras representaciones que
fomentaban los medios oficiales.
Compañero de estudios
En la calle
Unos días más tarde Maldoror tuvo preparados, ¡por fin!, los ejemplares de (MI) La
Rebelión. No pude, al verlos, contenerme, y me vi obligado por una fuerza sobrehumana
a acariciarlos con una ternura que ni siquiera las personas más afectuosas demuestran a
sus semejantes más queridos.
Sobé las hojas parsimoniosamente, con un deleite indescriptible. Para mí, aquellos
pedazos de papel eran lo mismo que para un padre su buscado primer recién nacido la
primera vez que lo ve, con el cordón umbilical cortado y sus ojitos cerrados, cuando aún
no ha tenido que soportar todos sus llantos, diurnos y nocturnos, ni sus caquitas, ni sus
enfermedades, ni sus travesuras, ni su crecimiento y consiguiente distanciamiento.
Tras sobreponerme, pues, a los fuertes sentimientos de amor que me paralizaron unos
instantes, hice, como dicen, de corazón tripas –o al revés—, y me lancé, literalmente
hablando, a la calle para repartirlos.
Primero, visité los comercios que se anunciaban en la revista. Dejaba en cada sitio
unos cuantos ejemplares, y como en la mayoría de ellos aún no me habían pagado, o me
debían parte, aprovechaba para reclamarles el dinero prometido, con maneras
semejantes a estas:
—Aquí está la revista—les decía, mostrándoselas, y abriéndola y señalando el
lugar—. Y aquí está su anuncio. Ahora le agradecería que me hiciera el favor de
abonármelo.
Poníanme mil y una pegas, como siempre y para todo, antes de proceder a cumplir lo
pactado. Que allí, aducían, no tenían el dinero, que andaban mal de cambio, que
volviera otro día, que el dueño no estaba, que lo tenían todo en el banco, que acababan
de pagar a uno de sus proveedores y no habían cobrado de sus clientes, y se encontraban
en números rojos por el momento, etc.
Pero yo no me resignaba. ¡Necesitaba el dinero! El anuncio sólo les costaba x o y o z
monedas —dependiendo del anuncio que fuera, del espacio que ocupase en la revista—,
cifra ridícula, y con la que sin duda debían de contar allí sobradamente, y de la que se
podían desprender en cualquier momento sin entrar en bancarrota. Y tras continuar un
rato con mi demanda, con mis quejas, mis llantos, mis protestas, con mis amenazas de
criar allí raíces y no marcharme hasta que me hubieran pagado, aunque tuviera que
hacer huelga de hambre, y de sed, allí, en medio en su comercio, lograba que la mayoría
me diesen, ¡por fin!, lo prometido.
Hubo, eso sí, unas cuantas excepciones, a las ni su miedo ante las más atrevidas de
mis amenazas, ni su compasión a las más lastimosas de mis suplicas, los movieron a
rebuscar los mugrientos billetes entre sus carpetas, sus botes, o sus cajas registradoras,
para hacerme entrega de un dinero que no era mío, que era de La Rebelión. Así que
éstos quedaron como deudores míos.
Los primeros dineros que fui recolectando los entregué sin dilación en Maldoror para
ir cubriendo el dinero que aún debía en ella –la mitad del coste de impresión—. Cuando
hube completado tal cifra, ya con mi sórdida conciencia del deber, y del honor,
aplacada, todo lo que fui recogiendo lo fui tomando por mío propio (no en vano era el
dinero que yo había anticipado a la imprenta: ¡mis ahorros!). Pero en lugar de llevarlo a
mi cuenta bancaria, de donde habían salido, los dejé en mis bolsillos, de donde poco a
Cuando acabé con los comercios, los ejemplares que me quedaban los solté en los
distintos recibidores de las distintas facultades. Compartía espacio en ellos con algún
fanzine amateur, y una gran cantidad de panfletos publicitarios, en su mayoría de
academias que ofrecían ayuda a los alumnos, a cambio de dinero, para superar las
asignaturas más difíciles –es decir, las que contaban con un profesor más plasta, más
inútil, o más perezoso—, así como de bares y pubs que ofrecían tickets descuento a los
estudiantes, para que fuesen allí a ahogar sus penas y gastarse sus escasos dineros.
Lumbreras
El siguiente paso que di fue el de retomar el contacto con mis subalternos. Tenía que
admitir que estimaba en alguna valía su trabajo.
A Julio le pregunté antes de decirle hola si había visto la revista. Contestó
positivamente, y añadió que nos (me) había quedado muy bien, que había(mos) hecho
un buen trabajo. Creía él que a la gente le iba a encantar. Añadió que tenía un amigo que
a lo mejor se decidía a colaborar con nosotros. Se llamaba Andrés y hacía dibujos,
caricaturas. Eso le podría venir muy bien a La Rebelión, dijo, ya que tenía mucho texto
pero poca imagen. Estuve de acuerdo, y quedamos en que me lo presentaría en unos
días.
Sobre mis artículos no quiso darme opinión, diciéndome que aún no los había podido
leer bien, eran densos, necesitaban tiempo. Que cuando lo hiciera me diría algo, pero
que seguro que estaban bien. Me confirmó que seguía haciendo fotos para el siguiente
número, y que su amigo Alberto –el cinéfilo— también trabajaba.
—Bien, bien—le dije—.
Por último, antes de terminar, me arropé de todo el valor que pude encontrar, que era
muy poco, y le pregunté si sabía algo de Ana Belén o Rosa.
—No—dijo—. No he vuelto a saber nada de ellas. Deberías llamarla. Ya se le habrá
pasado el cabreo por lo de aquella noche.
Eso esperaba y deseaba, por el bien de todos.
El ser humano es un animal tremendamente estúpido, y los hechos más baladíes, o lo
que es peor, las palabras más vacuas, pueden ser los determinantes de sus conductas
más firmes y tenaces, en las que demuestren, entre otras cosas, las simpatías y los
afectos más elevados, o los odios y desprecios más intensos.
Por eso marqué el número de Ana Belén, aunque repito que no soy supersticioso, con
los dedos cruzados y tocando madera, ya que no sabía cuál podía ser su actitud ante mí,
y temía que el resentimiento y la antipatía fueran los elementos dominantes en ella. Pero
fue en vano, no sé si porque no lo tenía cerca, o porque no quería oírme, no respondió a
mi llamada, pese a que la repetí varias veces.
Probé a continuación con Rosa, su fiel amiga. Y ésta sí que lo cogió. Ya lo creo que
lo hizo. Me tuvo más de una hora al teléfono, porque para seguir siendo ella misma las
palabras le salían a caños de dentro. Muchas palabras y muy poco contenido. Puedo
resumir y resumo diciendo que me puse de rodillas para preguntarle cautelosa y
sutilmente si podía seguir contando con ella para la revista. Como la respuesta suya fue
un efusivo sí –a mí a lo menos me pareció emotivo—, tímidamente le pregunté a
continuación por Ana Belén, por si podía seguir contando también con su colaboración.
Me respondió que estaba un poco mosca conmigo, que me había pasado un poco aquella
noche, pero que sí, que creía que sí, vamos. Que si hacía falta ella misma la convencía,
que la revista nos había quedado superbien, y que no podíamos dejar que una tontería,
que una estupidez, estropease un trabajo y un grupo tan bonito.
Vox Populi
Por eso, cuando uno de esos días vi a una chica leyendo MI revista, cedí a la
tentación de interrogarla. Era ella bastante bonita, y estaba sentada en un banco cerca de
la facultad. Me acerqué por detrás, y miré, todo lo disimuladamente que pude y supe,
qué parte de la revista estaba leyendo, si era uno de mis artículos u otra cosa. Y era otra
cosa. En concreto, uno de los artículos de Ana Belén. Aquél en el que trataba con cierto
toque feminista el tema de las mujeres en la universidad.
La chica se percató de mi presencia, y en un lugar de ignorarla, me lanzó una
desafiante mirada, y me escupió un: ¡Qué coño miras! Le dije que no se pusiera así, que
simplemente me interesaba saber qué estaba leyendo. Acabé por presentarme y decirle
que YO era el creador de eso, y que por tal razón y ninguna otra me había querido fijar
en qué era exactamente lo que leía.
Al principio se negó a creer que yo hubiera tenido nada que ver con mi revista,
haciendo cierta desagradable alusión a que le parecía que sólo era una torpe táctica mía
para tratar de entablar alguna relación –carnal— con ella. Pero cuando la reté a que me
preguntase cualquier cosa sobre La Rebelión, comenzó a mostrarse menos hostil, y a
vacilar sobre la verdad o la mentira de mis palabras. Momento que aproveché para
preguntarle, mientras dudaba, que qué le parecía, en general, MI revista.
—Hombre—dijo tras unos segundos de silencio—, no está mal. Sobre todo este
artículo –señalaba el artículo de Ana Belén—. Es fenomenal.
Después me dijo —a ruego mío, y tras una breve parrafada de explicación— que no
sabía si era mejor o peor que el semanario oficial universitario, que tenía algunas cosas
mejores, pero otras peores. Mejores, los artículos de esa chica, y el fotoreportaje de
denuncia. Peores, el diseño en general.
Quise saber también su opinión particular sobre los artículos que había escrito yo, si
es que los había leído. Me dijo que sí que los había mirado, y me vino a decir que,
hombre, no le parecían mal, pero que trababa temas que a ella no le interesaban mucho,
y volvió a decir que el mejor de toda la revista, sin dudas, era ése que había escrito esa
chica.
Para terminar la indagué acerca de lo que a ella le gustaría que incluyeran los
próximos números, a lo que me respondió que no sabía.
Acabé repitiendo esa encuesta acerca de mi obra magna varias veces tanto aquel
mismo día, como otros que le siguieron, con los distintos estudiantes que por allí
pululaban como las moscas en la mierda.
Primero preguntaba si conocían MI revista. Si me decían que sí, los sondeaba como
lo había hecho con aquella chica. Si me decían que no, les recomendaba
Memorar
Como los exámenes estaban encima, tenía que estudiar. Pero no lo hacía. Lo que me
torturaba un día sí y otro también. Porque aunque los estudios, me decía, no sirvieran de
nada, no podía rendirme tras haber dedicado toda mi miserable existencia –y todas las
vidas son miserables— a ello. Ya que había llegado tan lejos, no iba a abandonar. Que
lo mejor era que hiciese el último esfuerzo, subir un último peldaño, para obtener el
pedazo de papel que certificaba mi fin de estudios, es decir, eso que llaman título. Pese
a que luego, en el fondo, íntimamente, lo despreciase.
Para hacer mi pesar más grande, como había dejado de acudir a las clases, había
abandonado también, a mitad de ellas, la realización de unas 'prácticas', unos ejercicios
absurdos y ridículos, que eran exigidos en algunas materias como condición para poder
aprobar en las convocatorias ordinarias. Así que además de que no estaba estudiando
nada, en las fechas que venían sólo podría presentarme a poco más de la mitad de las
asignaturas.
De esa manera todas las noches, tras mis acostumbradas y agotadoras labores
periodísticas, con la mente cansada, extenuada, exprimida y sin jugo, hacía el esfuerzo
de sentarme en el escritorio con alguno de los libros, o de los apuntes fotocopiados de
otros compañeros, para memorizarlos. Y no sabía qué era peor, si los primeros, que
estaban redactados en un lenguaje soso y sin vida. O los segundos, que apenas eran
inteligibles, y que mientras más limpios y bonitos se presentaban, menos sentido tenían.
Por una razón u otra, unos y otros me resultaban tan insípidos como estériles, tan
vulgares como poco estimulantes. Tanto por el nefasto estilo con el que estaban
redactados, como por lo recargado del lenguaje, y por la ausencia de una estructura
adecuada para guiar a la comprensión de las raíces, los fundamentos y las razones de la
materia. Leía, así, los primeros párrafos de cualquier cosa y, sin poder evitarlo, mis ojos
se apagaban automáticamente tras sufrir los primeros renglones.
Sólo una de esas noches conseguí vencer esa desgarradora astenia. Era la quinta vez
que cogía el libro de la asignatura llamada Empresa Informativa, y la quinta vez que,
con todo mi dolor, lo cerraba de golpe menos diez minutos después de haberlo abierto.
A pesar de que sentía particular inclinación por esa materia, porque pensaba que era una
de las pocas que podría resultarme útil en un futuro próximo. Porque gracias a ella
aprendería(mos) –en teoría— todo sobre las empresas cuyo negocio es la información.
Es decir, el lado económico-financiero de periódicos, televisiones, agencias de noticias,
cadenas de radio, medios virtuales desarrollados en internet, etc. Podría(mos) asimilar –
en teoría— todas las reglas y los trucos –legales o ilegales— que regulan el
funcionamiento de empresas de ese tipo, a fin de que en un futuro fuéramos capaces de
dirigirlas, o incluso crearlas de la nada y hacerlas rentables, como yo soñaba hacer con
La Rebelión.
Había sido escrito por algunos de los profesores de la universidad de W, y por el que
probaban lo incompetentes que era. Como casi todos estos libros que vomitan los
profesores, era un texto árido, con una literatura torpe y descolorida, falto de
coherencia, y que hacía énfasis en cosas insultas y refería de pasada u olvidaba los
elementos clave. En resumen, un libro que, como casi todos esos libros, invitaba a no
leerlo.
Me maldije, irritado, ofuscado, tanto por no poder concentrarme, como por caerme
de sueño y, en ese estado, todos mis sentidos se despertaron, y se conjuraron para
Tropiezos
Contenido
Maldoror
Apenas pasaron tres semanas desde que distribuí el primer número, cuando conjunté
todo lo que había hecho, y todo lo que me habían traído mis vasallos – recibí poco y
encima tarde, a última hora; tuve que dedicar, pues, bastantes horas en los últimos
momentos a corregirlos, a hacer supresiones, y añadidos, sin consultar con ninguno de
mis mancebos—, y lo llevé hasta Maldoror.
Contenido:
Julio
Muy bien con las fotos de la pobredumbre universitaria. Les añadí el oportuno
comentario sarcástico, y las correspondientes fotos bonitas para crear el contraste.
Esta vez no escribió ningún artículo; tiempo que me ahorró, porque así no lo tuve
que leer para después tirarlo a la basura.
Muy bien porque me presentó al nuevo colaborador, Andrés.
10
Contenido:
Andrés
11
Contenido:
Alberto: Más cine.
12
Contenido:
Rosa
Admitir debo que ella fue nuevamente la que más material produjo. Se me presentó
con diez artículos distintos, que ocupaban casi treinta hojas. Esta vez había hecho aún
más que la primera, mucho más, y en mucho menos tiempo. Incluso yo había preparado
menos material que ella, casi la mitad.
Me pregunté cómo lo habría conseguido, si habría plagiado de algún sitio o no;
aunque días después, al ojear sus artículos, y comprobar su calidad, su falta de ella,
comprendí que todos eran suyos.
Tras dejármelo me llamó dos o tres veces, para preguntarme si los había mirado, si le
había hecho las oportunas anotaciones para cambiarlos, si me habían parecido mejores
que los primeros.
Me limité a darle de lado, diciéndole que aún no había tenido, lamentablemente,
tiempo. Que los exámenes estaban encima, y que tenía que preparar el diseño del
segundo número aprisa, porque tenía que llevarlo pronto a la imprenta. Que en cuanto
les echase un ojo la avisaría y le comentaría lo que fuese —pero ni tenía la intención de
hacerlo, ni lo hice —.
A falta de otra cosa, cogí sus artículos a última hora, les eché un vistazo
generalizado, y sin decirle nada, me quedé con lo que me disgustó menos, lo enmendé
en todos los aspectos —empezando por su ortografía y su gramática, modificando su
estructura, mejorando y refinando sus frases, puliendo los párrafos—, y lo incluí para
rellenar algunos huecos de la revista.
Cuando me volvió a llamar ya estaba todo en la imprenta, momento en el que le dije
la verdad. Una verdad endulzada con el propósito de evitar conflictos, enfados y
despropósitos. Aunque ella me mostraba el carácter menos conflictivo que ningún otro
ser humano que hubiera conocido nunca, consideré que no estaba de más ser cauto. Que
como el tiempo se me había echado encima, fue lo que le dije, había optado por coger lo
mejor de lo que me había traído, y me había tomado la libertad de aplicarles algunas
modificaciones, ligeras, para realzarlos y ajustarlos a las necesidades de La Rebelión, y
lo había llevado ya a la imprenta, junto al resto del material. Que por eso también no
había tenido la necesidad de llamarla. Esperaba que me perdonase y me comprendiera.
Que no tenía por qué pedirle perdón fue lo que me dijo, porque yo sabía más que ella
y seguro que habría obrado en bien de todos. Que ella me entregaba el material para que
hiciera con él lo que considerara más conveniente.
Le di las gracias por su actitud, le dije que era la que hacía falta, la que necesitaba la
revista. La que todos deberían de tener, pero nadie tenía. Más espíritus comprensivos,
como el de ella, era lo que necesitaba el mundo. Oí como respuesta y despedida un
gracias que me pareció demasiado sincero.
12
Contenido:
Ana Belén
Dos artículos.
En uno de ellos continuaba el tema feminista con el que tanto éxito había tenido. Se
centraba en esta ocasión en las mujeres que formaban parte del equipo docente de las
universidades. Es decir, de las dificultades que habían sufrido las féminas para pasar de
ser alumnas a ser educadoras, y también de las que seguían y seguirían sufriendo.
Volvía a destacar en él que aunque las leyes a priori implicaban la igualdad, ésta no se
producía de facto. Sólo bastaba con echar un rápido vistazo, informaba, al equipo
docente de la universidad de W para percatarse de ello. Las mujeres estaban en franca
minoría, y conforme se subía en la escala jerárquica, esa minoría se acentuaba,
existiendo pocas mujeres con cátedra, y menos aun que ocupasen cargos directivos.
También hablaba de que los sueldos solían ser inferiores a los de los hombres. Daba
entonces cifras estadísticas que venían a servir de sostén a sus palabras. Y terminaba el
artículo lanzando preguntas abiertas que dejaba por contestar.
En el otro tocaba un tema que yo también había abordado: la época de exámenes. El
suyo se diferenciaba bastante del mío, y si bien no era un opuesto, un contrario perfecto,
decidí usarlo en la revista, en su diseño, como si lo fuera. Así los emplacé en páginas
paralelas, de forma simétrica, para hacerlos contrastar, para inducir al lector a que los
comparase. Era el de ella un texto pensado para ganarse claramente las simpatías de los
estudiantes, pues hacía una exposición de todas las opiniones corrientes y vulgares que
circulaban acerca de los exámenes. Es decir, hablaba del estrés y la tensión que sufren
los alumnos, de las noches sin dormir, de los nervios. De lo difícil que resultaba obtener
aprobados, del poco tiempo que había para estudiar, y de los pocos días que mediaban
entre unos exámenes y otros.
Había en todo ello impregnado una dañina ausencia de crítica hacia el podrido
sistema, y por tanto una detestable tácita aprobación del mismo, que resultaba
imperdonable. Sólo la belleza de su estilo hacía que el artículo mereciese la publicación.
Contenido:
Yo
Manolo y yo
16
Al día siguiente de aquél, tras haber pasado la noche en vela meditando sobre ello,
telefoneé a Maldoror y le pregunté al dueño o encargado si no era demasiado tarde para
pedirle que aumentase la tirada del segundo número.
Me dijo que no, que no era tarde.
Le pregunté si respetaría los precios que me presupuestó para una tirada mayor.
Me dijo que sí.
—Entonces...—dije— quiero que dupliques la tirada.
—Pero—repuso—, ¿cómo lo vas a pagar todo? No tienes suficientes anunciantes.
Le dije que tenía algunos ahorros, y que los usaría para ello.
—¿Estás seguro de que quieres gastar tus ahorros en la revista?
—Sí—dije—.
La Rebelión necesitaba crecer, le expliqué. Había tenido resonancia, pero eran muy
pocos ejemplares. Se necesitaban más. Una mayor tirada redundaría en una repercusión
mayor. Eso a su vez acarrearía más facilidad para conseguir anunciantes y suscriptores;
es decir, dinero para financiar la revista. Si ahora mi creación me iba a costar dinero, en
tres o cuatro meses –que eran los que mis ahorros podían costear— habría alcanzado tal
fama, que los comerciantes se pegarían por anunciarse en la revista, y en lugar de
costarme dineros, la revista me los proporcionaría.
Claro que era una visión muy optimista del siempre caprichoso futuro, le dije. Pero
no me importaba. En el peor de los casos perdería mis ahorros –los que había
conseguido con el sudor de mi frente, con trabajos ocasionales de camarero, atendiendo
a clientes generalmente imbéciles y engreídos—. Pero los ahorros eran meramente
dinero, y el dinero era algo intrascendente, que va y que viene. Habría creado, y
distribuido, cinco o seis números de una revista genial –y se los podría haber restregado
por la cara a Manolo—, y eso era suficiente. Habría podido demostrarle al mundo mi
valía. Yo no necesitaba más.
—Tú sabrás lo que haces—dijo.
Le dije que sí. Que el doble era el número mínimo que debían de hacerse. Porque aun
así el Universitas seguiría teniendo una tirada significativamente mayor.
INTERLUDIO CUARTO
Horario:
Resoluciones Generales:
Comentarios:
(…)
Quedé horrorizado con el fanzine tan grosero que su mente enferma
ha creado, y del que ya tiene dos números en la calle. En su título
advierte de su beligerancia: ¡La Rebelión! Las rebeliones sólo causan
sangre y muerte.
Al leerlo no me ha cabido duda alguna de que lo ha concebido
únicamente para insultar y ofender. Es lo único que sabe hacer. En
general a todo. En particular a la universidad en la que estudia, la que
le concede el privilegio de educarse. E indirectamente a quienes la
sirven, como yo. Eso está latente en todo lo que hace. Lo vi y traté de
aconsejarle que suavizara el tono. Pero EL no escucha a nadie.
En los editoriales de los dos números, pero especialmente en el del
primero, hechos a base de mentiras, lo deja bien claro. Todo lo demás
que ha ideado son insolencias elaboradas de la misma materia: fábulas.
TERCER NÚMERO
Había yo pasado, como siempre, todo el día fuera, y cuando llegué a casa las
personas que me engendraron me informaron de que una chica, Rosa, me había llamado
varias veces, y que les había dejado dicho que me dijeran que la llamase sin falta, que
tenía algo muy importante que decirme, y subrayaron el muy.
Aprovecharon para interrogarme, como a un criminal, quién era ella. Como no les
quise dar explicaciones, como por toda respuesta sólo oyeron de mis labios un “una”,
sin más, sin añadir amiga, ni compañera de estudios o de fatigas, ni nada de nada, mis
progenitores –en concreto la parte materna de ellos— me inquirieron sobre si era mi
novia, que si me había echado novia. Les dije, por supuesto, que no. Un no firme que no
dejaba lugar a dudas. Pero eso no impidió que de todas maneras pensaran lo contrario,
que era un sí. Y por ello no dudaron un instante en agregar que ya era tiempo de que me
la hubiera echado, que a ver si así me hacía madurar y sentar la cabeza y me enseñaba a
comportarme –por los (estúpidos) cánones sociales—, etc. etc.
Sin molestarme en rebatirles, sin hacer caso de aquellas palabras ingenuas y baladíes,
me fui a otra habitación a hacer uso del aparato telefónico.
—¿Para qué me buscabas, qué es eso tan importante?—le dije.
—Di hola por lo menos, hijo—dijo Rosa.
Aunque los saludos son para los débiles, le dije hola.
Reparé en lo pesada que resultaba Rosa, no sólo por su corporeidad, que no había
comprobado ni quería ni pensaba hacerlo, sino sobre todo por lo plomizo de su parloteo,
por lo frívolo de su discurso.
—Deberías recogerte un móvil—mencionó—. No entiendo cómo a estas alturas
puedes vivir sin móvil. Hoy todo el mundo tiene uno. Es dificilísimo localizarte, hijo.
Tras esa verborrea insustancial me explicó qué era lo que había sucedido, algo
ciertamente sorprendente, inesperado. A saber:
“Antena W”, la cadena regional de radio, en uno de los programas provinciales más
oídos, llamado “Tertulias de W”, un programa un poco bobalicón pensado para las
masas, que trataba sin profundidad, sin orden, sin juicio crítico, sin inteligencia, todo
tipo de temas, había dedicado una de sus jornadas vespertinas, dos horas, a hablar de MI
revista.
—Bueno—matizó Rosa al explicármelo—, lo han dedicado a uno de los artículos
que sale en nuestra revista.
Era MI revista. Pero no la corregí. Necesitaba saber, con la misma fuerza con la que
hubiera necesitado agua de haber pasado diez días atravesando un árido e inhóspito
desierto sin ella, a qué artículo se refería.
¡Tenía que ser de uno de los míos! Porque eran los únicos que merecían ser
afamados, aclamados. ¿Habrían visto, se habrían percatado de la grandeza de mis
palabras sobre Pedagogía Medieval? ¿O habrían quedado sorprendidos ante la lucidez y
la fuerza de: “Atraco impune”?
—¿De qué artículo?—le tuve que preguntar a Rosa, porque no parecía dispuesta de
decírmelo sin que yo le formulase esa superflua pregunta—¿Cuál ha sido el que han
tratado?
—¿No lo adivinas?
Martirio
Había hecho lo que nunca: no estudiar. A su vez, y como siempre, mis padres
estaban convencidos de que iba a aprobar todos los exámenes con buenas notas. De
hecho, las únicas palabras que me dirigían por aquellos días eran puras alusiones e
insinuaciones acerca de ello. Este año, con lo que has estudiado y con lo listo que eres,
eran sus frases, con lo listo que eres y con lo que has estudiado, seguro que las apruebas
todas con muy buena nota, verdad que sí. Yo les contestaba un ya veremos. Ellos decían
que seguro que sacaba todo de notables para arriba. Era su forma de presionarme, de
decirme que debía de estudiar, que debía de aprobar. Hasta el momento debían de creer
que eso les había funcionado. Pensarían satisfechos de sí mismos que las –lo digo hoy
con deshonra— excelentes notas que había obtenido siempre habían sido en parte
alimentadas por sus mensajes de confianza.
Pero yo sabía que esta vez no iba a ser como ellos suponían. Que iba a ser diferente.
Lo pude verificar en el primer examen que realicé, el de la asignatura Empresa
Informativa.
Cuando llegué aquel día al pasillo de acceso al aula, encontré a los estudiantes
comportándose como los fatuos que eran. La mayoría tenían apuntes en la mano, y los
leían con nerviosismo, con interés. Se preguntaban unos a otros si habían estudiado, si
se sabían la materia, si creían que iban a aprobar.
A mí, algunos de mis conocidos —entre otros Anselmo— que estaban por allí
también, me preguntaban: qué, cómo lo llevas. Yo les contestaba encogiéndome de
hombros, y diciéndoles con fastidio, de una forma rancia, que iba a suspender pero que
no (ME) importaba en absoluto. Todos me decían amablemente que me dejase de
cuentos, que yo iba a aprobar con buena nota como siempre. Es decir, que me decían lo
mismo que mis padres, pero con otras palabras. Yo los miraba de reojo, con maldad y
con odio.
—¿Pero qué te pasa?—me preguntaban al notarlo—. Tú hoy no estás bien.
Algunos se habrían pasado la noche sin dormir, esperanzados en que esas horas que
le habían robado al sueño les sirvieran para conseguir que el profesor de turno los
juzgase —a través de una calificación basada en unas preguntas de dudosa utilidad—
positivamente como conocedores de una materia que, en general, los propios profesores
que los acreditaban no conocían bien. Porque para conocer algo hay que amarlo, y lo
único que amaban la mayoría de esos profesores era a ellos mismos, y a una vida
tranquila y con el menor número de preocupaciones posible.
En ese estado de melancolía entré en el aula, tomé el papel, y contesté las preguntas.
No recuerdo muy bien qué escribí, pero realmente me dejé llevar por mi estado anímico
(eso es inevitable) y, como no había estudiado, compuse algo que llevaba implícito una
agria crítica contra todo, a pesar de que aparentemente no fuera más que mi torpe y
limitada visión del lado económico y financiero del negocio periodístico.
Los días que siguieron hice otros exámenes, en los que con pequeñas variaciones
siempre sucedió lo mismo.
Parecía que mis lumbreras se habían marchado a colonizar otro planeta, porque me
era imposible sacar nada de ellos. Andrés, Julio, Alberto, etc. Parecían haber perdido
todas las ganas, toda la fuerza con la que habían comenzado pocas semanas atrás, como
si se hubieran cansado de ese juego y desearan comenzar otro nuevo. Yo les insistía,
preguntándoles frecuentemente si habían hecho algo, y sintiéndome al hacerlo como si
les estuviera pidiendo que me perdonasen la vida, cuando en verdad era justo lo
contrario. Era YO quien les hacía un favor a ellos, que no merecían, al permitirles
publicar en MI revista, una publicación destinada a hacer Historia.
Me costaba, ante ellos, contener mi ira, y por dentro, en lo más profundo de mi ser,
sentía deseos de matarlos. Si hubiera tenido poder, me habría convertido en un tirano.
Habría cogido un látigo y los habría azotado cien veces al día, por perezosos, por
indolentes. Tanto no costaba escribir un artículo, hacer unas fotos, hacer unos dibujos,
como para que a estas alturas no ME hubieran hecho NADA.
Pero como no tenía medios para coaccionarlos, me armaba de paciencia y esperaba
que tuvieran conciencia, e hicieran el esfuerzo necesario para que la (MI) revista saliera
adelante.
Así, cuando faltaban pocos días para llevar el tercer número a la imprenta, sólo Rosa
me había entregado cosas, y digo bien al decir cosas, porque es lo que eran. Parecía que
esa mujer era incapaz de mejorar, de aprender. Pese a toda la calma que yo le dedicaba,
pese a todas mis prudentes y juiciosas admoniciones, pese a su propio aguante y su
propio esfuerzo, no progresaba. Su sentido de la estructura era nulo. Su criterio estético
negativo. Sus faltas ortográficas y gramaticales constituían por sí solas un sistema de
lenguaje nuevo, inventado, y completamente anárquico.
En esa situación indeseable, con un dolor insoportable en el alma que no tengo,
llamaba una y otra vez a mis colaboradores. Uno a uno, los cuestionaba sobre qué
habían hecho, si es que habían hecho algo, porque necesitaba tenerlo ya. Que el segundo
número tendría que estar terminado hacía días. Qué mierdas les pasaba. Que qué
pensaban hacer. No podía esperar más.
No hacía falta que se lo recordara, me decían, que todos estaban contentísimos de
que Ana Belén hubiera tenido, estuviese teniendo, el éxito que estaba consiguiendo con
sus artículos feministas, que ahora gracias a la radio se conocían en toda W, por todos
los ciudadanos corrientes. Pero eso, en lugar de motivarlos para esforzarse más en
hacerlo mejor, para poder imitar la fortuna de ella, parecía que los había vuelto más
vagos y perezosos, como si de antemano se hubieran dado por vencidos, se hubieran
rendido, desencantados, sin apenas luchar. Como si la fácil y rápida victoria de Ana los
hubiera convencido de su derrota, y de que para ellos pelear no tenía sentido ni futuro.
Me decían que no me pusiera nervioso, que estaban a punto de tener terminado su
trabajo, su aportación, que sólo les quedaban unos retoques, que ya me llamarían al día
siguiente. Que no me lo tomase tan a pecho, que me iba a dar algo.
Pero no me llamaban, no me llamaron. Fui yo quien los tuve que llamar de nuevo,
varias veces, durante aquellos días. Se escudaban fundamentalmente en que estábamos
en época de exámenes, y debía de comprender que eso les robaba mucho tiempo, porque
Contenido:
Rosa
La que más material proporcionó, después de mí, para ocupar espacio. Lo enmendé
en lo que pude, y lo incluí a falta de otras cosas.
Ana Belén
Armado de un valor que ni tengo ni debiera de tener, llamé a Ana Belén. Aunque ya
parecía haber menguado la animadversión que sentía hacia mí lo suficiente como para
que se aviniera a cogerme el teléfono, contestó a mi llamada con un qué quieres
desagradable, hostil, mostrando que seguía despreciándome, y lo seguiría haciendo de
por vida.
Haciendo caso omiso a su tono, comencé a alabarla bochornosamente, felicitándola
por sus artículos y su fortuna. Me recreé en los halagos, adornándolos, haciéndolos más
dulces, más gratos a ella, exagerándolos, hiperbolizándolos –en mi vida me recuerdo
pocos actos tan desdeñables; he evitado en lo posible tamañas mendacidades, pero éstas
debo confesarlas—. Quería ablandarla, hacerla cambiar de actitud, que su acritud hacia
mí se tornase en su opuesto. Le reiteré los embelecos. Porque ella lo merecía. Que tenía
mucho talento, y un gran futuro por delante.
Ella me contestó, con falsa modestia, con orgullo contenido, que todos estábamos de
congratulación porque La Rebelión era un poco de todos, y todos por tanto podíamos
estar contentos de que la radio se hubiera fijado en ella.
Acto seguido le comenté que estaba deseando que me entregase sus próximos
artículos, lo que estuviera haciendo para el tercer número, porque todos los estudiantes
de W estaban esperando sus textos, y yo también. Ella me respondió que sí, que lo
sabía, y que estaba a punto de terminar sus dos artículos, y que me los pasaría, porque
sus trabajos debían de ser difundidos, no por ella, sino por su público, al que se debía.
Al oír que me entregaría más material, sentí alivio, y hasta cierta infamante alegría.
Porque quería que siguiera trabajando para MÍ, esperanzado de que su fama ayudara a
que mis trabajos, los mejores de la revista, acabaran siendo reconocidos.
Siguió la conversación en esa línea, hablando del programa, y de un poco de esto, y
de otro poco de aquello, hasta el momento en el que le pregunté, como el que no quiere
la cosa, si tenía algo que hacer el sábado por la noche. Que a todos nos venía bien
descansar, despejar la mente. Que si quería podíamos ir juntos al cine, que estrenaban
un film de un actor –aunque no recordaba su nombre— que la industria cinematográfica
había endiosado con sus tejemanejes de marketing para hacer que, sin tener realmente
méritos para ello, todos lo admirasen; los hombres soñando con la ignominia de ser
como él, y las mujeres anhelando la quimera de tenerlo por marido. Y que después
podíamos ir a cenar a cualquier sitio.
Su respuesta fue un no, lo siento. Y acto seguido se puso más seca, más áspera,
adoptando un tono hiriente. Que no le gustaba andarse con subterfugios ni rodeos, le
gustaba ser sincera, y por eso me podía decir y me decía que no me molestase en
intentarlo, porque ella nunca saldría conmigo, que una cosa era colaborar en la revista,
pero que no pensase que podía haber un futuro para mí cerca de ella. Yo jamás, me dijo,
tendría sitio en su corazón.
Ruborizado, avergonzado, de manera entrecortada, confusa y poco convincente, le
dije que no me malinterpretase, que no le estaba proponiendo eso, ni mucho menos. Ni
Contenido:
Julio
Al final conseguí que contribuyese, como las otras veces, con sus foto-denuncia.
Aunque esta vez no eran tan buenas. Se les notaba precipitación, cantando que habían
sido hechas para salir del paso, para cumplir, cayendo en redundancias innecesarias.
Las salvé con mis lúcidos comentarios, y lo mejoré contrastando esas fotos con las
típicas imágenes publicitarias, promocionales, con las que estaba hecha, de las que
estaba hecha, el Universitas de Manolo.
Contenido:
Alberto
Me dio largas hasta el final, para no aportar nada, porque, según él, debido a los
exámenes no le había dado tiempo, pero según yo, lo que no le había dado era la gana.
Para continuar los artículos sobre cine, YO redacté deprisa y corriendo, sin revisar,
un artículo sobre la simbólica y mágica película de Fritz Lang, Metrópolis, cuyos
alegóricos fotogramas sobre la alienación humana—con estás palabras cerraba el
texto— siempre formarían parte de cualquiera que la disfrutase.
Admitir debo que, pese a ser mío, estaba mal escrito, carecía de ritmo y casi hasta de
interés. Pero no tuve ni el tino ni, sobre todo, el tiempo de hacerlo mejor.
Más radio
Al llegar a casa mi madre me dijo que me había llamado, otra vez, y varias veces, la
chica ésa que me llamaba siempre, la que yo decía que no era mi novia.
A continuación volví a llamar a Rosa. Para saber qué era eso tan importante que tenía
que referirme. Esta vez no me hacía la más mínima ilusión de que tuviera algo que ver
con mi (brillante) porvenir.
—¿Qué quieres ahora?—le dije de mala gana cuando me cogió el teléfono.
—¿Tú es que no sabes que existe en el vocabulario una palabra que usa todo el
mundo y que es hola?
No quería ni iba a discutir. Así que le dije que estaba bien, que hola, pero que fuera
al grano, porque el tiempo es algo valioso que no merecía la pena gastar en
formalidades vanas.
—Cuando quieres te pones de un soso que—dijo Rosa.
La mendigué —en un gesto poco habitual en mí, y cada día que pasa menos—, que
me perdonara, que entendiera que estaba estresado, que había hecho ya tres exámenes y
que los iba a suspender todos, cosa que nunca me había ocurrido. Estaba también de por
medio el trabajo para la revista. Que, salvo ella, nadie estaba haciendo nada, y que en
una semana tenía que estar todo en la imprenta. Que lo tenía que hacer yo todo,
completamente todo. Tanto las tareas comerciales, como las administrativas, las de
edición, las de redacción... TODO. Eso me llenaba de tensión, y me volvía irascible.
Mis argumentos la doblegaron, hasta el punto de que me pidió disculpas. Que ella ya
sabía que. Que la perdonase, que a veces se ponía muy tonta.
—Te llamaba—me dijo—para preguntarte si sabes lo que ha pasado.
No sabía ni podía saber, no era adivino, nadie lo es, y el que lo pretenda, lo finja,
sólo es un farsante, un estafador. Era en todo caso como el cornudo, siempre el último
en enterarme de todo. Que me dijera por favor lo que fuera.
—Pues que—dijo—han llamado a Ana Belén de la radio. La han invitado del
programa ése.
Es decir, el mismo programa que unos días antes había hablado de sus artículos, los
que YO había publicado en MI revista. Habían contactado con ella, y la habían invitado
a acudir a la emisión radiofónica, a que hablase sobre lo que había escrito en un debate
sobre el feminismo que habían programado.
No le ofrecían dinero, me dijo Rosa, pero salir en la radio siempre era bueno. Podía
hacerse famosa. Iba a hacerse famosa su amiga Ana. Porque con lo bien que sabía
hablar cuando quería, con lo lista que era, y con lo bien amueblada que tenía la cabeza,
y con lo guapa que era, porque su amiga Ana Belén era muy guapa, y yo lo pensaba, y
ella sabía que a mí me gustaba su amiga, ella sabía, me dijo, que yo estaba enamorada
de su amiga Ana Belén.
La interrumpí para negarlo. Que no sabía de dónde podía haber sacado esa idea tan
absurda, que yo era un periodista nato, y que en mi corazón sólo había sitio para esa
digna profesión. Digna si se llevara a cabo como nunca se llevaba a cabo, le dije, como
ningún medio la llevaba a cabo, con honestidad, con pasión, sin venderse como hacían
siempre a vanos beneficios repugnantes.
—Anda, no digas que no—insistió—, que se te nota que a ti te gusta mi amiga Ana.
Contenido:
Lo mío
Dogma del despilfarro
Como siempre, y por desgracia, más y mejor que nadie, que lo poco que, a decir
verdad, me habían entregado esta vez los demás.
Mi principal artículo lo dedicaba a cómo y a por qué el sistema educativo
funcionarizado, estatal, que existía, perjudicaba a la pedagogía, casi hasta destruirla. Su
título: “Dogma del despilfarro”
Empezaba el texto diciendo que era loable que el Estado destinara una notablemente
elevada suma de dinero con el objetivo –teórico— de educar a la población en su
conjunto, pero mi sentido común me hacía dudar de que fuera dinero bien administrado.
En primer lugar, porque los profesores solían tener prolongados periodos estivales y
elevados sueldos, que se mantenían completamente invariables tanto si los alumnos
aprendían como si no. El resultado era que, no iba a decir que la mayoría, pero sí un
gran número de profesores se despreocuparan de una verdadera y plena educación de
sus alumnos, y se conformasen con que aprendieran lo mínimo, o incluso menos. Lo
único que les acababa importando, a los más de quienes tenían la misión de educar, era
que un porcentaje determinado de alumnos aprobaran los anti-didácticos exámenes
memorísticos en los que se basaba su método, para que les cuadrasen los números, y
nada más.
Eso a su vez provocaba que a los pocos profesores que se esmeraban, que se
preocupaban de que sus pupilos, a pesar de ellos, aprendiesen de verdad, los acabaran
marginando, y hasta despreciando. Los colegas por considerarlo tonto por trabajar más
de lo imprescindible sin tener por qué. Los estudiantes porque los obligaba a que se
esforzasen para aprender. No culpaba a los alumnos, pues ellos sólo se contagiaban de
sus peores maestros (la mayoria), y acababan actuando igual que ellos, preocupándose
sólo de las notas y no del saber en sí.
El propio gobierno, expresaba en mi artículo, que era el que realizaba el gasto, se
sentía satisfecho con todo, y mostraba sólo interés por el porcentaje de aprobados en
base a los estériles criterios docentes que había establecido, y a unos ridículos
programas educativos que también habían creado, y que eran más parecidos a un
catequismo religioso que a ninguna otra cosa. Pensados por los políticos más para
adoctrinar a los alumnos, para convertirlos a sus ideas, a su fé, que para educarlos
realmente. Los tiempos en los que las religiones podían tener un papel formativo eran,
debían de ser, algo pretérito, muerto; decía en mi artículo. Pero no parecía ser así. Se
miraban al ombligo con autocomplacencia. Porque por desdicha rara vez tienen espíritu
autocrítico, tan necesario para progresar. Sólo se interesaban en una cosa: conseguir
votos.
La consecuencia era un país lleno de personas que sabían leer y escribir, hacer
cálculos numéricos, resolver algunas ecuaciones, pero no pensar. Es decir, que no eran
ni serían jamás capaces de grandes cosas, de crear ideales.
¿No llevaría una educación mejor a una sociedad más tolerante, más respetuosa, más
rica, más capaz?
10
Contenido:
Andrés
Me entregó un par de caricaturas que, con unos pequeños comentarios que hice,
sirvieron para ocupar un par de hojas.
11
Contenido
Ana Belén
Debí de haberlo supuesto desde el principio, desde el mismo día en el que la conocí
semanas atrás: Era de esa clase de personas.
Cuatro días después de que me hubiera prometido por teléfono entregarme su trabajo,
me la tropecé por una de las angosturas que comunicaban (y seguirán comunicando)
unas aulas universitarias con otras, y me lo soltó con placer. Noté el deleite que sentía
con cada una de sus palabras al decírmelo, y más porque se pensaba que con ello me
martirizaba, me provocaba un dolor agudo e insufrible, pese a que yo lo pudiera negar o
me mostrara impasible.
Pero lo único que me rabió de verdad fue el ver de quien iba acompañada. Eso me
sentó peor de lo que me hubiera podido sentar tragarme un bote de lejía o un kilo de
cianuro. Porque significaba TRAICIÓN.
Aunque no quería oír ninguna de sus palabras, fue él el primero que me habló, antes
que ella. Con su sempiterna mezquina sonrisa de hiena, con la que va aparentando falsas
muestras de virtud, bajo cuya fachada sólo esconde egoísmo, fanatismo, intolerancia, y
la impiedad, frutos de su honda y subconsciente frustración personal.
Ignoré su figura y sus palabras, como si no existiera y no hubiera hablado, y me
centré en ella, y le pregunté, sin poder evitarlo, porque me salió de mis podridas tripas:
—¿Qué haces tú con él?
Y entonces me lo explicó todo, recreándose, aunque no hubiera sido necesario:
—Tengo que decirte algo—dijo Ana Belén—. Manuel me ha pedido que escriba para
Universitas.
Todo estaba dicho. No hubiera hecho falta ni una palabra más. Pero ella añadió que
era mejor para la difusión de su trabajo el semanario oficinal que MI revista, tanto por la
tirada, como por el prestigio, el apoyo institucional con el que contaba, etc.
La interrumpí para decirle que o sea, era decir, que abandonaba, ¿no? Que se vendía
al sistema, que aceptaba ser una pieza más y trabajar para ellos, olvidándose de la
dignidad.
—Eres un paranoico—me dijo Manuel, a su lado—. Ya te lo he dicho otras veces.
Eres inteligente, pero si no cambias…
Lo miré con toda la maldad que supe sacar de dentro, y le dije que no le había pedido
su opinión, que no me interesaba, que no quería escucharlo ni entonces ni nunca.
Me volví a ella, para avisarla de que estaba cometiendo un error. Que yo ya había
pasado por aquel semanario, y le podía asegurar, y le aseguraba, que era algo pestilente
e inmundo. Ya sabía que yo no le caía bien, pero le aseguré que aun así debería de
confiar en lo que le decía, aunque sólo fuese por una vez. Pero que no se estropeara.
Que aún podía salvarse.
Intercambiaron una mirada en silencio. Luego me contemplaron con lastima, y no me
dijeron adiós. Si no que se miraron y comentaron entre ellos que sería mejor que se
fueran. Sin más.
Comenzaron a alejarse, por el pasillo, sorteando a los diferentes alumnos, tan
parecidos unos de otros.
Yo no podía dejar eso así.
—Ana Belén—grité para pararlos.
12
Gloria
Durante aquellos días noté que algunos estudiantes, a los que nunca había tratado o
visto, me señalaban al verme pasar, y cuchicheaban. Eran los gérmenes de la
popularidad, consecuencia de mi trabajo. Me sentía feliz pensando que comentaban, con
veneración, que YO era el creador Supremo de La Rebelión.
Los más atrevidos incluso me detuvieron, en diferentes lugares, a diversas horas, con
el fin expreso de hablarme. Me preguntaban si yo era el de esa revista, y al afirmarme
interrogábanme sobre ella. Sobre cuántos números habían salido, y cómo podrían
conseguirlos. Y todos acababan confesándome que habían oído hablar, en la radio,
maravillas de unos artículos de una chica, que aparecían allí. También me pedían saber
cuándo saldrían los próximos números, porque, me decían repitiéndose, ansiaban los
artículos que idease esa chica. Porque, me preguntaban, esa chica seguiría escribiendo
artículos, ¿verdad?
Yo les respondía ni negándoles ni afirmándoles a Ana, y les explicaba que la revista
no era sólo el trabajo de ella, que había muchas más cosas interesantes, aunque no
hubiesen recibido publicidad en la radio. Pero era en vano. Porque no mostraban interés
alguno en mis vívidas y sentidas descripciones de mis propios artículos, y volvían a los
de ellas, siempre.
Al menos me consolaba con el hecho de que conseguí, con ellos, mis primeros
suscriptores, alcanzando el glorioso número de 4 abonados para los próximos números.
Era un comienzo. Ellos podrían hablar, y ayudarme a conseguir más.
13
Éxito
Los comercios que se anunciaban también se habían hecho eco de la publicidad que
La Rebelión tan inesperadamente había recibido en la radio.
Eso me allanó la faena de recolectar el dinero que me debían por los anuncios.
Incluso en algunos de los más reticentes, y de los que hasta me adeudaban bastantes
billetes, me los entregaron con una facilidad que nunca antes les había conocido.
Parecía que empezaban a confiar en mí, y en la gran inversión que yo les había
permitido hacer al publicitarlos en MI gran creación.
Aunque ningún comercio nuevo me llamó para hacerse anunciante. Y yo no tuve
tiempo, materialmente hablando, de salir a la calle a buscarlos, pese a que estaba
convencido de que si lo hubiera hecho con facilidad habría aumentado, y de forma
considerable, el número de publicidades, y habría podido empezar a ganar dinero.
14
Notas
Algunos de mis compañeros de clase iban gritando: ¡ha salido una nota, ya ha salido
una de las notas…! ¡La primera...!
Daba la impresión de que sus vidas dependieran de ellas, como si en lugar del juicio
de un profesor sobre el conocimiento que ellos tenían sobre alguna materia, fueran a ver
una sentencia en la que se jugaran la cabeza.
Uno de los que me conocían, Anselmo, me zarandeó al pasar para decírmelo.
—Vamos, vamos… Vamos a verla.
Lentamente fui al tablón de anuncios donde estaban todos. En la parte de arriba se
leía: “Relación de notas de la asignatura Empresa Informativa”, debajo se leería “En la
ciudad de W…”, y la fecha. En medio estarían todos los nombres, ordenados
alfabéticamente, con las notas del examen indicadas a su lado. Pero sólo se veían
cuerpos y cabezas, arremolinados en torno al panel. Esas cabezas y cuerpos se daban la
vuelta expresando descaradamente su estado de ánimo, es decir, o enormemente alegres
y satisfechos, o terriblemente tristes y descontentos, dependiendo de lo que hubieran
visto allí.
Su mañana, se suponía, dependía de ello.
Anselmo salió de entre las cabezas, con una sonrisa de oreja a oreja. Me dijo con la
boca llena de gozo que había sacado un seis, tío, un seis.
Me introduje a codazos entre los que buscaban su nombre, y leí el mío, y la nota a su
lado. Me di la vuelta. Mi conocido me preguntó ávidamente:
—¿Qué has sacado tú?
—Un cero—le respondí.
—Estás de coña, ¿no?
Negué con la cabeza. Él me dijo que no se lo creía. Y lo repitió: no me lo creo, no me
lo creo.
—Si tú siempre sacas de notable para arriba…—dijo—. Te estás quedando conmigo.
Se acercó de nuevo al panel, a buscar mi nombre, y comprobó que le había dicho la
verdad. Me dirigió un que qué me había pasado. Le respondí encogiéndome de
hombros. Me dijo que no lo entendía, que un cero no se lo ponían a nadie, que la nota
más baja que ponían sólo por presentarse era un uno. Me volví a encoger de hombros.
—¿Te has peleado con algún profesor?—dijo— ¿Es eso? Porque con el carácter que
tienes debe de ser eso.
Le informé de que no me había peleado con nadie, que no lo hacía nunca. Lo único
que pasaba era que yo sabía mucho más sobre la asignatura que el profesor o todos los
catedráticos juntos, que les daba envidia, y que su puro egoísmo era lo que les había
hecho intentar denigrarme con aquella nota. Lo que no sabían, le dije, era que no me
podrían denostar con nada.
—Te has peleado con alguien—afirmó.
Me achiqué por tercera vez de hombros. Me di la vuelta, y me marché.
Me habían puesto un cero, ¡a mí! Un cero, una nota que no ponían a nadie.
Lo irónico era que la asignatura versaba sobre las empresas informativas, y yo estaba
precisamente creando de la nada una de ellas, una que llegaría muy lejos.
Mis padres
Unos días después mis progenitores me preguntaron si sabía alguna nota. Les
contesté que sí.
—Bueno—dijeron—, pero no te quedes ahí callado. ¿Qué has sacado?
Les dije que sobresaliente, que me habían puesto un sobresaliente.
16
De nuevo Maldoror
Finalmente, con retraso, con menos páginas, sin nada que hubiera creado Ana Belén
—y no porque no se me hubiera pasado por la cabeza la idea de escribir algún artículo,
imitando su estilo, y poniendo su nombre, cosa que me habría resultado sencilla de
hacer, y lo habría hecho de haber tenido la seguridad de que no me hubiera demandado,
sobre todo por envidia, porque habría puesto de manifiesto que si yo quería podía
hacerlo mejor que ella en su propio terreno—, llevé a la imprenta Maldoror el tercer
número de mi gran creación. En pocos días la tendría de nuevo en la calle.
INTERLUDIO QUINTO
Horario:
Resoluciones Generales:
Estudiar más que nunca. Sacar las mejores notas, superar (sanamente) a
todos los demás, especialmente a EL, que aunque sea increíble tiene
también uno de los mejores expedientes académicos de su promoción,
que es la mía.
No perder el tiempo viendo series de televisión.
Ser más bueno con los demás, especialmente con los más
desfavorecidos.
Encontrar pareja.
Comentarios:
(…)
Gracias a una chica que estaba haciendo un trabajo sobresaliente,
su fanzine estaba adquiriendo bastante popularidad. Hasta hablaron de
ello en la radio, en el acreditado programa “Tertulias de W”.
Era inexplicable que una persona del talento de esa chica
compartiera ‘ideales’ con EL —debe interpretarse la palabra ideales en
un sentido peyorativo; destructivos no constructivos—, y al tratar con ella
comprendí de inmediato que no compartían nada, pese a que
colaboraban en el mismo fanzine.
Contacté con ella para ofrecerle, por sus incuestionables méritos, la
posibilidad de participar en el semanario oficial universitario, y se mostró
encantada de poder cambiar de escenario. Estaba cansada de EL. Es
más, la chica me dijo incluso que EL había pretendido, a su manera
El gran golpe
Confieso que no me lo había imaginado, que pensaba que vivía en otro mundo, en
otro lugar.
Mas considerándolo todo ahora, con la perspectiva que me dan todas estas semanas
que han pasado desde entonces, hubiera debido al menos sospecharlo. Porque desde el
principio todo apuntaba a lo mismo, pese a que yo quiera creer que no.
¿No es lo que ha sucedido siempre?
Por entonces yo estaba subido en una nube, y creía que en ella iba a alcanzar las
cimas más altas, y acaso sí que me transportó a una elevación considerable, aunque
fuera sólo ficticia, para hacer que mi caída fuera más dura y más grave; una nube, pero
no de ésas que surcan los cielos, sino de aquéllas que ciegan los sentidos.
Tal estaba, mientras me dirigía a la cafetería a tomar algo para reponer fuerzas,
cuando aquellos dos desconocidos se me acercaron, y me preguntaron si mi nombre era
mi nombre, y si mis apellidos eran mis apellidos.
Si no hubiera sido por sus uniformes, habría pensado que eran dirigentes de grandes
grupos de empresas informativas, o comisionados de ellos, que me buscaban para
ofrecerme fútiles riquezas materiales a cambio de que me fuese a trabajar para ellos, o a
cambio de que les vendiese La Rebelión. Pero sus atavíos me advertían que no era eso
lo que de mí iban a requerir.
Me hubieron de repetir, ya que me había quedado noqueado por verlos dirigirse a
mí, si me llamaba como me llamaba.
¿Me habría ido mejor negándome? ¿Podría haber servido de algo? ¿Podría haberme
dado a la fuga?
No pensaba ser autor de ningún acto que valiera ningún castigo, por lo que no tuve
miedo de afirmarme, diciéndoles que sí, que efectivamente yo era por quien
preguntaban, y agregué un desafiante qué me querían.
En la mazmorra
Con brutalidad, me tomaron las huellas dactilares de todos los dedos, y me hicieron
fotos de frente y de perfil.
Estaba detenido. YO, estaba detenido.
De nada valían ni mis protestas, ni mis amenazas, ni mis exigencias.
Les exigía un abogado, y que me dejasen hacer una llamada telefónica, porque yo
tenía derecho, les decía sin saber si lo tenía o no, a eso. Los amenazaba con vengarme
cruelmente, sin mencionar el medio —aunque pensaba con una seguridad imprudente en
valerme de mi periodismo—. Y protestaba por el trato que me dispensaban, por sus
abusos parapetados en su injusta autoridad.
El desconcierto me hacía ser un preso incómodo, rebelde. Porque me sentía
plenamente indefenso, porque no sabía qué iba o podía pasarme, y los funcionarios que
me rodeaban no me decían nada, a pesar de mis repetidas preguntas. Hasta dudaba de
que fuera legal, les decía, lo que me estaban haciendo. Lo único que pude averiguarles
fue que al día siguiente me llevarían a ver a un juez.
Teléfono
En la mazmorra
El día después
Allí todas las salas estaban repletas. Por un lado, de funcionarios que iban de un lado
a otro con despreocupación rutinaria y, por otro lado, de desafortunados criminales que,
como yo, esperaban su triste porvenir.
Me hicieron esperar como un millón de horas antes de que uno de los funcionarios se
dignara a llevarme a un despacho para tomarme declaración. Me interrogó sobre si yo
era yo, y si el fanzine –el que emplease este vocablo me supo a insulto— La Rebelión
era obra mía; si algunos artículos habían salido de mi cabeza, y si reconocía o no la
autoría de algunos párrafos concretos. Dije que sí a todo, porque todo era cierto, y me
parecía que no tenía sentido mentir.
Ese hombre, mientras me estuvo interrogando, fue dejando notar, fuera cierto o
fingido, asombro. Lo manifestaba con algunas frases sueltas, acompañadas de algunos
aspavientos de la cara, y suspiros muy sentidos. Eso a lo menos me pareció a mí.
Manifestó que llevaba más de veinte años ejerciendo la profesión y que en su vida
era la primera vez que veía a alguien acusado por esos delitos.
—Injurias y calumnias.
Le dije que necesitaba que arrojasen luz sobre mis sombras, que nada hay peor que la
noche de la incertidumbre, y que por eso apelaba a su compasión para que me dijera qué
iban a hacer conmigo.
Me dijo que me iban a leer la acusación ante la presencia de la parte demandante y,
presumiblemente, después me dejarían en libertad con cargos, y que no me asustara
porque en nuestros tiempos nadie iba a la cárcel por los delitos de los que se me
acusaba. Esto era un preliminar, y después se tendría que celebrar un juicio. Pero para el
juicio aún quedaba bastante, un año o más como funcionaban las cosas.
Un poco más tarde pasamos ante la jueza. Estaba presente la parte demandante, es
decir, un numeroso grupo de abogados o hienas en representación de la universidad de
W, que era la que había impuesto la demanda en mi contra.
La jueza era una mujer relativamente joven (de menos de cuarenta años), a la que se
le notaba una rectitud que asustaba, una amargura que repelía. Parecía llena de rencor y
resentimiento; un resquemor podrido contra toda la Humanidad, que ampararía en un
exagerado apego a la palabra más estúpida de todas las que existen: justicia, a la que
daría un significado desorbitado. En nombre de ella se han cometido, se comenten y se
seguirán cometiendo los mayores crímenes y las mayores crueldades, por no decir todos
los crímenes y todas las crueldades.
La jueza mencionó artículos de siniestras leyes completamente desconocidas para mí,
penales, civiles, incumplimientos de orden fiscal y administrativo, etc.
Rosa, en la puerta, con las mismas ojeras que yo, me aguardaba y, nada más verme
salir se me abalanzó, abrazándome, para hacer mi dolor mayor, y me preguntó
emotivamente, casi llorando, que qué había pasado, que qué había hecho.
Pecado Mortal
Las calles
Encontré también bastante resentimiento en los comercios que habían sido mis
anunciantes.
Los pocos que visité, para tratar de cobrarles lo que me dejaron a deber, me acusaban
de haber manchado su buen nombre, su buena reputación, por haber financiado una
revista ilegal, por haber ayudado a enriquecerse a un difamador peligroso y despreciable
como yo.
No sólo se negaron a pagarme, sino que incluso alguno insinuó que quizá se uniría a
la demanda de la universidad en mi contra para reclamarme daños y perjuicios.
Hasta el que siempre me había alentado, aquél en el que había encontrado un poco
de comprensión, Maldoror, me dio la espalda –esa impresión tuve—, me negó su
cariño, tratándome con una hosquedad que no había esperado. Y eso a pesar de que sólo
lo traté cuando fui a pagarle, de mis últimos ahorros, el dinero que le debía por la revista
caída.
Aulas
En la universidad, las pocas veces que volví a pisarla, noté cómo unos pocos
estudiantes murmuraron sobre mí, señalándome, con desdén y desprecio. Ése es el
criminal, comentarían, el que detuvo la policía en la cafetería. Debe de ser un demonio.
A mis padres les fui diciendo que los aprobaba todos, y con buena nota. Que sólo
tendría que aprobar un par de ellos más, que no había podido hacer, pero que los haría
en septiembre y obtendría así el título de licenciado en periodismo por la universidad de
W, la misma institución que me había demandado por ejercer ese mismo oficio. Me
decían que menos mal que los aprobaba, porque sólo faltaba eso, que además de todo
suspendiera los exámenes.
Noticias
Publicaron también una reseña breve en el periódico provincial “La voz de W”, con
un contenido que se puede resumir con algo así como: “La universidad se ve forzada a
intervenir ante los continuos insultos que recibía de uno de sus alumnos a través de un
fanzine que había creado”.
Esos artículos, aunque contenían muchas más palabras, no explicaban nada más.
10
Desvelos
11
Estuve dando vueltas unas semanas, hasta que conseguí la confianza de un hotelero
que me contrató como mozo para las maletas en un importante y lujoso hotel. El salario
era bastante bajo, pero me dijo que si hacía bien mi trabajo podría ascender
rápidamente. Que un empleado diligente, hábil y espabilado siempre podía llegar lejos.
Que lo mirase a él, que ahora dirigía el hotel, y había empezado, como yo, de mozo de
maletas. No le quise responder, pero todas sus palabras me supieron a embustes, a
insultos a mi inteligencia. No había que ser muy astuto para saber que ése era un empleo
sin futuro, y que ningún mozo de maletas se convierte en director de hotel nunca, a no
ser que concurran circunstancias tremenda y trágicamente excepcionales.
El trabajo en sí era poco estimulante. Cargar sin demorarse maletas de un lado a otro,
y tratar con reverencia a los mezquinos y generalmente engreídos clientes del hotel era
todo lo que se necesitaba para cumplir sobradamente el cometido. Había algunas tareas
adicionales, como sacar la basura, llevar las cajas de suministros a la cocina, y cosas así.
Pero nada realmente que precisase de ningún esfuerzo especial, lo que me permitía tener
siempre la cabeza liberada de preocupaciones, y disponible para lo más importante del
mundo.
Así que, a pesar de que el empleo estaba mal pagado, de que tenía que echar muchas
veces jornadas laborales de hasta diez u once horas, y sólo me pagaban ocho, no me
molesté en las semanas que siguieron en buscar otro trabajo, y como cumplía con mis
funciones, me mantuvieron en la plantilla sin verse tentados a despedirme.
12
Rosa
Por triste que me sepa, debo admitir que, de los cientos que conocía, la única que
pareció apoyarme en mi ruina y caída fue Rosa. Todos los demás me evitaban y me
daban de lado, como a una plaga mortal.
Desde el primer día me llamó para darme ánimos, para decirme que lo sentía y me
acompañaba en el sentimiento. Que si necesitaba algo, y estaba en sus manos hacerlo,
no tenía más que pedírselo. Me llamaba un día sí y otro también, sin cansarse,
diciéndome que no me viniese abajo, que la vida continuaba, que no podía agobiarme,
ni encerrarme. Que lo que me convenía era distraerme para evitar pensar demasiado, no
fuera a ser que me entrase una depre.
Yo le mencionaba que le guardaba rencor, que no podía evitarlo, por su falta de
discreción con mis padres, por haberles informado de todo, desmintiendo así mis
mentiras. Tanto por mi detención, como con las notas de la universidad.
Cuando lo oía ella reaccionaba como si la estuviera acusando de asesinato, y negaba
con vehemencia, una y otra vez, que hubiera tenido nada que ver con eso. Lo único que
había hecho e intentado siempre había sido apoyarme y ayudarme. ¿O es que no
recordaba que ella fue la que pasó toda la noche en vela durante la noche de mi
detención?
Pero yo sabía que me mentía, por lo que, haciendo caso omiso a sus palabras, decía
que estaba bien, que la perdonaba, que no la culpaba, que seguramente ella habría
obrado de buena fe, pero que procurase ser más prudente en el futuro. En el fondo,
añadía, sabía que la culpa había sido mía. Que, en cierto sentido, el único ‘culpable’ de
mi desgracia había sido yo, y nadie más –aunque realmente no era culpable de nada, que
los que habían provocado mi hundimiento habían sido otros, muchos otros, en particular
el figurín de Manolo—.
13
Cobijo
Poco después de comenzar a trabajar alquilé un pequeño y viejo piso. Estaba situado
en uno de los barrios marginales de W. En él se refugiaba la clase a la que yo
pertenecía, la de los degradados por la maldad humana –fracasados según las
convenciones sociales—: los expresidiarios, los drogadictos, los indigentes, los okupas,
los vendedores de drogas, los desempleados, las desdichadas mujeres condenadas a la
prostitución, o los empleados en los oficios más inmundos, etc.
Era el único sitio, por el precio de la renta, que mi sueldo como mozo de hotel podía
permitirme.
Rosa me dijo que había cometido un error. Y que el error era doble, porque ya puesto
no podía haberme ido a un sitio peor. Que ella tenía ahorros, que podía buscarse un
trabajo a tiempo parcial, y que podría ayudarme a pagar la renta de algún sitio en una
zona un poco no tan.
La callé explicándole molesto que yo pertenecía a ese sitio, y no a otro lugar, y que
aunque hubiera contado con dinero para derrochar, no habría elegido otro distinto. Que
allí me sentía en mi hogar, como los cerdos en sus pocilgas.
A mis padres les expliqué que necesitaba independencia, que ya tenía más de veinte
años e iba siendo hora de que me enfrentase al mundo por mi cuenta.
Pero tampoco les pareció una buena decisión por mi parte, y tenían el
convencimiento de que yo me había ‘vuelto’ drogadicto.
14
Laureles
En una de estas ocasiones en las que vino a buscarme al trabajo, Rosa me empezó a
hablar de Ana. Dando rodeos con sus palabras, como siempre hacía, y alargando eterna,
torpe e innecesariamente su perorata, acabó enterándome de que su amiga había sido
contratada por la radio, por el mismo programa en el que había hablado anteriormente.
Que le iban a pagar dinero, contante y sonante —como las antiguas monedas— por ello.
No mucho dinero, pero algo era algo, era un comienzo. Cobraría por trabajar en lo que
le gustaba. Iba a llegar lejos, se iba a hacer famosa, iba a ser importante su amiga Ana.
Le dije que me parecía muy bien, que me alegraba por ella.
Rosa afirmó que no me alegraba, que más bien me dolía que Ana hubiera tenido
éxito, hubiese triunfado, porque lo había dicho de una manera que. A veces le daba a
ella la impresión de que yo estaba lleno de avaricia, de envidia, de rencor. En lugar de
alegrarme por los éxitos ajenos, me irritaba, me sentía dolido y molesto, como si yo
hubiera preferido el fracaso de todos los demás, como si nadie más que yo tuviese
derecho a tener éxito o triunfar. Que yo no soportaba los logros ajenos, que prefería o
deseaba que todos fracasaran. Debería de sentirme feliz, me dijo Rosa, íntimamente
feliz, como ella se sentía, por los triunfos de los demás, y no al revés, como me sucedía.
—Ya está bien—la interrumpí—. Me siento feliz cuando alguien hace algo que
merezca la pena. Algo de valor, de coraje. Que sirva. ¿Triunfado...? ¿Has dicho
triunfado? ¿Qué es triunfar? Si tu amiga Ana es feliz trabajando para medios
institucionalizados, como la radio ésa, me alegro por ella. Pero yo no me sentiría muy
feliz. Sería haberme vendido a lo más podrido y asqueroso del sistema. Ser siervo de
dictatorzuelos. No, yo preferiría morirme de hambre.
Rosa, como para responderme, afirmó que lo que me pasaba era que me daba
envidia, y que yo estaba enamorado de ella.
La miré con asco, y le dije que no con firmeza.
15
Abogado de oficio
No me fue fácil, pero conseguí a base de empeño un abogado de oficio, para que,
llegado el momento, sus (profundos) conocimientos legales —al menos, presuntos—
me protegieran, como una muralla de acero, de los abusos de la justicia. Que incluso me
posibilitase burlarla y, aun mereciéndolo, escapar del castigo.
Tuve para ello que realizar una solicitud formal en un proceso burocrático tedioso y
confuso, que parecía pensado para disuadir de emprenderlo a los necesitados de él. Por
cuatro veces vi rechazada mi solicitud, cada una de ellas por una razón distinta, e
igualmente ridícula. Había de demostrarles que no podría conseguir pagarlo por ningún
medio, que no tenía propiedades, y que tenía un sueldo escaso y muchos gastos.
A la quinta me lo concedieron, y me pusieron en contacto con él.
Para lo que hizo a la postre por mí, más me hubiera valido no conseguirlo. Era
extremadamente inexperto. Me pareció que confundía el derecho penal con el derecho
romano, y el derecho civil con el procesal, y eso que yo tampoco distinguía bien entre
unos y otros.
Lo único que me repetía era que no me preocupase, que iba a preparar mi caso
concienzudamente, y que pese a que el rival que tendría(mos) enfrente era poderoso (la
universidad de W, con todos sus abogados), que él se lo iba a tomar como un reto
personal, como David contra Goliat, y que iba(mos) a salir airoso. Si ganaba(mos) él
lograría labrarse un prestigio, y así cobrar en el futuro fortunas enteras en casos de
importancia nacional, que lo catalputarían al falso olimpo de la fama.
Cuando yo le preguntaba cosas concretas, como qué pena podrían imponerme, o qué
cantidad podrían fijar como indemnización por daños y perjuicios, y cosas así, jamás
supo decirme más que lo tendría que consultar con la ley, que la ley era extensa y nadie
se la podía saber de memoria, pero, insistía, que no me preocupase que (yo) estaba en
buenas manos (las suyas).
Mas yo tenía la impresión que estaba en unas manos excelentes para hallar la peor de
las penas posibles.
16
Desencuentros
Para rematarme del todo, una noche, a la hora de la cena, Rosa y yo nos tropezamos
en una pizzería a Manolo y a Ana. Iban los dos juntos y agarrados de la mano, como
novios. Nada más verlos, percibí un dolor semejante al que debe producir una pierna
gangrenada; el dolor de la traición, el que produce la maldad en toda su crudeza. ¡Y yo
que había esperado no volver a verlos jamás en la vida!
Aquella noche él se acercó a mí tranquilamente para preguntarme cómo estaba. Cada
día sentía, sin poder evitarlo, más antipatía por él, con su sonriente semblante gazmoño.
Deduje, naturalmente, que quería aludir a cómo me había afectado el proceso judicial
incoado, seguramente con ayuda de sus tejemanejes, en mi contra
Respondí preguntando primero que cómo pensaba que podía estar, esperando a que
la universidad de W me machacase valiéndose de un sistema judicial podrido. Y
contesté yo mismo a mi pregunta con un: que había pasado por mejores momentos, pero
que se equivocaban si pensaban que iban a acabar conmigo, que al contrario, al tratar de
destruirme me habían hecho más fuerte.
Manolo hizo como siempre, como el que no me había oído, y añadió para sentirse
mejor, para regodearse de mi desdicha, que ya me lo había advertido, que lo que me
había pasado se estaba viendo de venir, que yo me lo había buscado, y que como yo
estaba más loco que un cencerro no le había querido escuchar, no había prestado oídos a
sus siempre amistosas —dijo eso textualmente, tal y como suena, con toda su
desfachatez— advertencias. Que no obstante, esperaba que me fuera bien en el juicio,
que no fueran demasiado severos conmigo, y que quedase todo en agua de borrajas.
Acto seguido, sin darme tiempo a reaccionar ante todas las insolencias de la boca de
Manolo, Ana Belén, a su lado, comentó, como la que no quiere la cosa, cambiando de
tema, que se alegraba de vernos a Rosa y a mí juntos.
Yo respondí automáticamente que no estábamos juntos, que éramos simplemente
compañeros, camaradas, y que como tales a veces nos veíamos para quejarnos
amargamente de las mendacidades en las que se sustentaba la sociedad, y de los
poderosos y de los triunfadores que alcanzan sus glorias con actos criminales, fueran o
no penados por las leyes.
Rosa me asesinó con la mirada al oírme. Ana Belén comentó en cambio que veía que
yo seguía igual que siempre.
Manolo propuso, como cambiando de tema, como para borrar lo indestructible: el
mutuo odio, planteó, aunque era obvio que estaba plenamente fuera de lugar, que nos
sentáramos a comer juntos, a pasar la velada juntos.
No pude resistirme, ni contenerme más. Tenía mis límites. Así que le bufé un escueto
que prefería morirme de hambre, antes que compartir mesa con él, con ellos. Él dijo que
yo siempre buscando guerra, queriendo crear conflictos y problemas. Que menos mal
que él no era como yo, e ignoraba mis salidas de tono, que si no.
Después ellos se fueron a un sitio, Rosa y yo a otro.
Rosa, molesta, irritada, me volvió a decir que a mí lo que me pasaba era que estaba
enamorado de Ana.
INTERLUDIO SEXTO
(…)
Mi pareja y yo hemos sido invitados a declarar en el juicio contra el
terrorista. Es un deber que tenemos para con la comunidad hacerlo y ser
fieles a la verdad.
JUICIO DE LA REBELIÓN
Varios días estuve yendo a los juzgados de W a la vista, como la referían para hacer
mención a que nos ‘veíamos’ los caretos. Mientras algunos preguntaban, y exponían las
pruebas, otros contestaban a las preguntas y hacían puntualizaciones, y yo y mi defensor
atendíamos como meros observadores. Porque mi presunto abogado no es que se hiciera
notar. Cuando presentaban testigos, no les hacía preguntas. Cuando presentaban pruebas
—fragmentos de mis escritos en la revista—, no les ponía objeciones. Yo le preguntaba
que qué clase de defensa me estaba haciendo. Él me decía que estuviera tranquilo, que
controlaba, que sabía lo que hacía. Se reservaba para cuando llegase su hora, explicaba.
Pero en el fondo parecía que no sabía si estaba en un caso de divorcio, de robo, de
asesinato, o en el del juicio final, con cristo, el diablo, y todos los jinetes del
Apocalipsis juntos.
En el lado opuesto, acusándome, un multitudinario grupo de abogados o
procuradores o lo que fuesen, representando a la universidad de W, cuyos intereses
legítimos, como no paraban de decir todos ellos, habían resultado seriamente gravados
por mis actividades dolosas. Se ayudaban de una enorme colección de documentos,
testigos y pruebas. Y aprovechaban con astucia y sagacidad —algo que desconocía por
completo mi defensor— la más mínima ocasión para presentarme como a un ser ruin y
rastrero, mezquino y embustero, el peor de entre los peores, un demonio salido del más
profundos de los infiernos, que haría parecer a todos los diablos de todas las mitologías
seres angelicales.
En medio, la jueza de cara rancia, de actitud hosca y seca, lo miraba todo
atentamente, haciendo anotaciones.
Día primero.
Testigos.
***
Día segundo:
Más testigos.
Aquel día la primera en salir fue la bella, pérfida y fementida Ana Belén.
Comenzaron con unas cuantas preguntas acerca de ella misma, para ensalzarla, para
retratarla como un dechado de virtudes. Buena estudiante, buena persona, compasiva,
comprensiva, inteligente, hermosa, empleada de la prensa radiofónica, etc. Una persona
que podía servir de espejo para la sociedad.
Comprendí de inmediato las intenciones, y me pareció, pese a ir en mi perjuicio, una
estrategia bastante acertada para machacarme, para hundirme totalmente. Porque al
retratarla como a una especie de santa, como a una nueva virgen maría, no hacían más
que dar a entender que era justo lo opuesto a mí.
Inmediatamente después, le preguntaron, como no podía ser de otra manera, por su
participación en MI revista, porque ella se había visto forzada a abandonar, dijeron, la
colaboración con (MI) La Rebelión.
Para contestar dijo querer contar una anécdota que le había ocurrido conmigo, y que
esperaba que sirviese para entenderlo todo. Y acto seguido relató con pelos y señales la
noche en la que le tiré pertinazmente los tejos, y acabé, movido por la euforia etílica,
metiéndole mano. Lo contó hinchadamente, de manera que pareciese que, más que el
torpe y tonto intento de ligar con ella que había sido, hubiera sido una especie de
violación frustrada. Notaba cómo la cara de la jueza mostraba tanta simpatía y aprecio
por ella como indignación y desprecio hacia mí conforme avanzaba en su relato.
En este punto no pude sujetarme y, viendo el mutismo de mi abogado, me levanté
para clamar con voz ahogada:
—Mentira.
Añadí que además no entendía qué tenía que ver aquello con el caso que estábamos
tratando. ¿O es que ahora también me iban a acusar de violación? Si seguían así, dije,
acabarían culpándome de asesinato, y de todos los males del mundo, como si yo fuera
Pandora y hubiese abierto su maldita caja.
La jueza me dijo que guardase orden, que mi protesta no había lugar y que me
sentase y no volviera a interrumpir el relato de ningún testigo sin contar con la venia.
Agregó que todo lo que dijese podría ir en mi perjuicio y que me convenía atender a los
consejos de mi defensor.
Los que me acusaban en representación de la universidad de W apuntaron, sin que
nadie los apremiase a ello, que estaban únicamente intentando definir mi dañino
carácter.
Terminaron pocas preguntas después su conchabado interrogatorio.
***
Se hizo una breve pausa, y apareció a declarar la imagen del mal: Manolo. Él no
podía faltar a mi crucifixión. No podía perderse la fiesta.
El simple hecho de verlo allí presto a despotricar contra mí me llenó de unas
incontenibles de ganas de matar a alguien.
Se extendió en explicar, con su pobre vocabulario y su ridícula capacidad de
expresión, con todo lujo de detalles, los continuos problemas que YO le había
ocasionado siempre cuando YO había estado colaborando con el Universitas. Él, decía
refiriéndose a sí mismo, había sido siempre muy paciente conmigo, pero yo jamás me
había avenido a razones.
Al escucharle hablar con su fina voz mezquina no pude callarme, y comencé a
vociferar sin disimulo alguno:
—¡Mentiroso¡ ¡Hipócrita!
Expresé a la vez que nadie debería de escucharle nunca, y que no sabía qué pintaba
allí. Era un pelota de lo más rastrero, una rata traicionera y tramposa. Gente como él era
el origen de todos los males del mundo, hasta de las enfermedades.
La jueza me volvió a regañar con su mirada y con sus palabras, diciéndome que me
callase, que no iba a volver a tolerar una salida de tono como ésa. Yo sólo estaba, dijo,
tirando piedras contra mi propio tejado. Le pidió a mi defensor que me explicase. Mi
defensor no me explicó nada, pero de todos modos tampoco le habría escuchado ni echo
caso.
No obstante me callé, conteniéndome, y dejé que el lechuguino se explayase a gusto.
Cuando se levantó para irse de allí, tras cansarse de vilipendiarme con su repugnante
y tóxica verborrea, para despedirlo alcé mi voz para denunciar que era el peor de los
seres humanos que había conocido, aunque engañase a todos los demás, a mí jamás lo
haría, se pusiera las máscaras que se pusiese. Alguien tenía que denunciarlo: él era
alguien repudiable, infame, y que algún día me las pagaría todas juntas.
Día tercero:
Más de lo mismo.
***
Las pruebas:
“...libros que no valen nada...”, “...bazofia...”, “...profesores con la mente vacía que no
pueden alimentar ningún cerebro...”, “... los torpes criterios docentes establecidos por
un Estado autocomplaciente...”, “... la universidad acaba así adoctrinando a borregos
que no saben ni si quiera berrear, que es lo que esos animales se supone que deben
hacer, que saben por su naturaleza hacer...”, “...su negocio se basa en la mentira, el
engaño, y la tergiversación...”, “...estafadores...”, “... los sucios manejos de la
universidad de W, y sus dirigentes...”, “...deshonestos...”, “...plagio...”, “...sandeces...”
Podría seguir, como ellos siguieron, citando cosas sueltas tomadas adrede con mala
intención, con las que pretendían sugerir que esas palabras eran comparables a los
crímenes más atroces, sanguinarios y perversos de los que es capaz el peor de los seres
de la Creación: el ser humano. Pero de hacerlo no acabaría nunca.
La jueza habló:
Sobre las infracciones fiscales y administrativas que yo había cometido, no
declarando mi actividad, no cabía duda alguna, y la sanción por incumplimientos en este
lado era inevitable.
Sobre los delitos contra el honor, explicó que no estaba allí para juzgar si el sistema
educativo era bueno o malo, que quizá mis intenciones hubieran sido buenas, pero que
había que respetar el derecho a la honra de todas las personas, y que ahora ella tendría
que juzgar si yo lo había o no vulnerado.
—Hay que tener en cuenta la dignidad—dijo, citando un texto—. De lo que se trata
es de valorar si esa dignidad es o no vulnerada. Dignidad entendida como
consideración, y reflejada en el sentimiento de la propia persona. De su fama y de su
propia estimación.
Porque, agregó para terminar, la expresión pública de opiniones debe ser siempre
hecha con respeto, y nunca con manifestaciones denigratorias, vejatorias o de mofa.
Porque las formas son esenciales a la hora de hacer uso del derecho a la información, y
yo estaba a punto de ser licenciado en periodismo, así que debería de saberlo.
Al oír esta última frase pensé que sí, que deberían de habérmelo enseñado. Pero no
habían sido capaces de hacerlo, ni a mí ni a ninguno otro de sus alumnos.
INTERLUDIO SÉPTIMO
Horario:
Resoluciones Generales:
Comentario:
(…)
Espero que la Justicia no sea demasiado severa con EL. Espero que
realmente le sirva de lección, y en el futuro no se dedique a importunar
más a nadie.
(…)
EPÍLOGO
Para solventarla, traté de conseguir los dineros pidiéndolos a esos amorfos gigantes
que llaman bancos. Pero ninguno accedió a prestarme. Todos los siervos de esos etéreos
monstruos me miraban con altivez y desprecio, y me trataban con asco, como si fuera a
contagiarles de alguna enfermedad incurable, aunque ellos fueran los verdaderos
enfermos. Desconfiando de mi honradez y de mi genio, pese al lúcido discurso que
hacía ante ellos, a mi apelación al honesta mors turpi vita potior con el que, les decía,
guiaba mi vida. Me pedían, forzadamente, aval, pero como garantía sólo podía
ofrecerles mi persona, que para ninguno valía nada. ¿Y tus padres? ¿No tienen dinero y
propiedades con las que garanticen el pago? Estoy convencido de que si les hubiera
presentado una caución, me habrían pedido otra mayor, y así infinitamente.
Estarán satisfechos porque creerán que me lo quitan todo. Me robarán el dinero que
gane con mi sudor y con mi esfuerzo. Ultrajarán –ya lo ha hecho y lo siguen haciendo—
mi nombre con un castigo inmerecido. Me harán perder –ya me los han hecho perder—
amigos, prestigio, ganancias y muchas ilusiones, deseos y esperanzas, demostrándome
que no existen ni la honestidad, ni la comprensión, ni la generosidad, y
proporcionándome sufrimiento, frustración, odio y desprecio para con los demás.
Pronto, muy pronto, inundaré las largas y oscuras avenidas de W con pasquines
anónimos en los que, al descubrirles la verdad, voy a incitar a todos y cada uno de los
ciudadanos, mientras siguen la rutina de sus imperfectas e insignificantes vidas,
acudiendo al trabajo, a la escuela, a casa, a las tiendas, a los bares, a las iglesias, a los
tanatorios, a sus tumbas, con amargura o con regocijo, los incitaré a todos ellos,
revelándoles la verdad, a LA REBELIÓN, la única y la auténtica.
Los dioses inmortales serán testigos.
No es el FIN,
La Rebelión continúa,
Continuará siempre
Mientras haya quien, desde la oscuridad y las sombras,
Trate de iluminarnos a todos.