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De la Delicadeza en el Gusto y la Templanza en la Pasión

 
 

Algunas personas, especialmente delicadas, son extremadamente sensibles a los avatares de la vida, siendo así,
que cualquier acontecimiento que les depare el destino les puede proporcionar un gran gozo, o bien pueden
experimentar un profundo dolor ante cualquier tipo de sinsabor o adversidad. Las atenciones y los favores
despiertan su amistad, mientras que la menor de las injurias provoca en ellos un gran resentimiento. Cualquier
tipo de honor o distinción les eleva sobre manera; pero sucumben fácilmente ante la mínima señal de desprecio.
La gente que tiene este carácter, sin lugar a dudas, disfruta de muchas más alegrías, pero también es verdad que
sufren tremendamente, mucho más que aquellas otras personas que tienen un carácter más frío y atemperado.
No obstante, en mi opinión, si uno pudiera elegir su propio temperamento, es preferible pertenecer al segundo
tipo. La fortuna o la desventura no están en nuestras manos, de tal forma que cuando una persona pertenece al
primer tipo descrito, su tristeza o su resentimiento se apoderan de él en un grado tal que no le permiten gozar
de los pequeños placeres de la vida, que constituyen gran parte de la felicidad. Los grandes placeres son mucho
más escasos que los grandes sufrimientos, de tal forma, que un temperamento sensible tendrá que enfrentarse a
un número inferior de adversidades si pertenece al segundo grupo que al primero. Sin olvidar, además, que los
hombres tan pasionales tienden a ser arrastrados más allá de los límites que marca la prudencia y la discreción,
y dan pasos en falso en la vida que, con frecuencia, son irreversibles.

Entre algunos hombres se observa fácilmente una delicadeza en el gusto que se asemeja en gran medida a
la templanza en la pasión, y que les hace sensibles tanto a la belleza como a la deformidad, en cualquiera de
sus formas, la prosperidad y la adversidad, los deberes y las injurias. Cuando un hombre que posee este don lee
un poema o admira un cuadro, la delicadeza de sus sentimientos hace que todo su ser se conmueva. La
apreciación de unas pinceladas maestras le producen tanto entusiasmo y satisfacción como pesar y desasosiego
la negligencia o el absurdo. Una conversación elevada y juiciosa le da una gran satisfacción; por el contrario, la
tosquedad o la impertinencia son un verdadero suplicio para él. En pocas palabras, la delicadeza en el gusto
tiene el mismo efecto que la templanza en la pasión. Agrandan el ámbito tanto de nuestras miserias como de
nuestra felicidad, y nos convierte en seres especialmente sensibles tanto a los sufrimientos como a los placeres,
que escapan al resto de la humanidad.

  No obstante, creo que todo el mundo estará de acuerdo conmigo en que, a pesar de esta semejanza, la
delicadeza en el gusto es algo deseable y digno de cultivar, mientras que la templanza en la pasión es
condenable y tiende a evitarse. Los goces o las adversidades que nos depara el destino escapan a nuestra
previsión en gran medida; pero sí somos dueños a la hora de elegir los libros que leemos, las diversiones en las
que tomamos parte, o a las compañías de las que nos rodeamos. Los filósofos se han empeñado en hacer de la
felicidad algo completamente independiente de cualquier elemento exterior. Ese grado de perfección es
imposible de alcanzar. Pero todo hombre sabio se esforzará en situar la felicidad en la consecución de aquello
que dependa principalmente de él mismo, y no hay otra forma de alcanzarla que cultivando la delicadeza en el
sentimiento. Cuando un hombre posee este talento, la satisfacción de sus gustos le hace mucho más feliz que la
satisfacción de sus apetitos, y le produce mayor placer la lectura de un poema o un razonamiento que el lujo
más caro que se pueda permitir.

Cualquiera que sea la conexión que pueda existir originariamente entre la delicadeza en el gusto y la templanza
en la pasión, estoy convencido de que no hay nada que nos alivie más de los azotes de la pasión que el cultivo
de gustos elevados y refinados, que nos permiten juzgar los caracteres de los hombres, las composiciones de
los genios y las producciones de las artes más nobles. El mayor o menor entusiasmo por bellezas tan obvias,
que golpean a los sentidos, depende enteramente de la mayor o menor sensibilidad de nuestro temperamento.
Pero, por lo que respecta a las ciencias y a las artes, un gusto delicado es, en gran medida, lo mismo que un
sentido agudo, o por lo menos depende en gran parte de ello, de tal forma que son inseparables. Para juzgar
adecuadamente la obra de un genio, hay que tener en cuenta tantos elementos, comparar tantas circunstancias y
requiere además un conocimiento tal de la naturaleza humana que ningún hombre, que no posea un juicio
sólido, puede hacer una crítica aceptable de su obra. Y esta es una nueva razón por la que se deberían cultivar
las artes. Nuestro juicio se verá fortalecido con este ejercicio. Elaboraremos nociones más adecuadas de la
vida. Muchas cosas, que agradan o afligen a otros, nos parecerán demasiado frívolas para detener nuestra
atención en ellas. Y terminaremos perdiendo poco a poco ese exceso de sensibilidad en la pasión que tan
incómodo resulta.

  Pero tal vez haya ido demasiado lejos al afirmar que un gusto cultivado en las artes nobles termina con las
pasiones y nos hace indiferentes a aquellos objetos de los que gusta el resto de la humanidad. Tal vez sea más
acertado afirmar que dicho cultivo de las artes perfecciona nuestra sensibilidad en el sentido de que nos permite
apreciar la ternura y la belleza mientras que imposibilita a nuestra mente detenerse en emociones más toscas y
turbulentas.

 Ingenuas didicisse fideliter artes,

Emmollit mores, nec sinit isse feros.

Existen dos razones claras que corroboran esta afirmación. En primer lugar, nada resulta tan enriquecedor para
el espíritu como el estudio de la belleza bien sea la poesía, la elocuencia, la música o la pintura. Estas artes
elevan nuestro espíritu a un nivel desconocido para el resto de la humanidad. Las emociones que despiertan son
dulces y tiernas. Apartan la mente de la turbulencia de los negocios y los intereses; fomentan la reflexión;
predisponen a la tranquilidad; y provocan una agradable melancolía que es, de todas los estados de la mente, el
más adecuado para la amistad y el amor.

  En segundo lugar, la delicadeza en el gusto favorece la amistad y el amor al limitar nuestra elección a un


menor número de personas y al hacernos indiferentes a la compañía y las conversaciones de gran parte de los
hombres. Rara vez se encontrará a hombres llanos, por muy agudos que sean sus sentidos, capaces de distinguir
los caracteres, o de establecer diferencias sutiles que hacen que un hombre sea más preferible que otro. Al
hombre llano cualquiera le satisface y le entretiene. Le hablan de sus placeres o de sus asuntos con la misma
franqueza con la que se lo dirían a cualquier otro y al haber muchos capaces de ocupar su lugar, nunca siente
vacío en su ausencia. Para citar a un autor francés (1) muy renombrado, el juicio debe ser comparado con un
reloj en el que cualquier tipo de maquinaria normal y corriente basta para decirnos la hora, pero sólo las más
elaboradas pueden marcan los minutos y los segundos, y distinguir las mínimas variaciones en el tiempo. El
hombre que haya asimilado perfectamente el conocimiento que aportan los libros y los hombres disfruta sólo
de la compañía de un pequeño grupo distinguido. Se siente tan diferente, ya que gran parte de la humanidad
carece de los saberes que él ha cultivado. Y, no es de extrañar, que en un círculo tan estrecho, tienda a ampliar
más sus inclinaciones, que si éstas fueran de carácter más general o más mediocres. La alegría y el jolgorio que
aporta la compañía de una botella se convierten en una sólida amistad. Y el ardor de un apetito juvenil se
transforma en una pasión refinada.

 
 

1. Mons, FONTENELLE, Pluralite des Mondes. Soir. 6.

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