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‘Primero venecianos, luego cristianos’

Proverbio del siglo XVII

Venecia, ciudad única construida sobre un fino límite, ese que separa la realidad del
deseo, es el marco de las piezas que van a ser interpretadas hoy, música compuesta por dos
venecianos de la primera mitad del siglo XVIII: Antonio Vivaldi y Antonio Caldara. El tercer
compositor del programa, Alessandro Scarlatti, siciliano afincado en Nápoles durante dos
extensos y significativos períodos de su vida, trae al mismo la evocación de una histórica
invasión, que no por cumplirse en el reino del espíritu fue menos real: Nápoles invadió
musicalmente a Venecia paulatinamente a lo largo de la década de 1710, ocupación pacífica
llevada a cabo a través de la llegada a los teatros de la Serenissima de cantantes y
compositores de la escuela de ópera napolitana. Después de cien años de liderazgo veneciano
en la ópera barroca, la ciudad, exhausta, se abandonó sin oponer resistencia a los nuevos aires
operísticos procedentes del Reino de Nápoles.

Esta colonización musical y sus consecuencias emergen en las piezas de este concierto.
En una primera fase del proceso, hallamos a un napolitano de adopción establecido en la
Serenissima. El oratorio Cain, overo Il primo omicidio, obra de Alessandro Scarlatti (Palermo
1660-Nápoles 1725) escrita para Venecia (en donde permaneció desde Septiembre de 1706
hasta Abril de 1707), fue estrenado en dicha ciudad en Enero de 1707, quizás en un palacio
puesto que en el autógrafo se designó la composición como Trattenimento sacro
(entretenimiento sacro). El oratorio desarrolla el capítulo IV del Libro del Génesis, aquel en
el que, tras la expulsión de Adán y Eva del Edén, se presenta a sus hijos Caín y Abel en la
edad adulta. El aria da capo que vamos a escuchar se encuentra ubicada al comienzo de la
segunda parte. Perché mormora il ruscello (Caín) forma un díptico con Ti risponde il
ruscelletto (Abel), díptico en el que se muestra sucesivamente la naturaleza de cada uno de
los dos hermanos en el momento narrativo inmediatamente anterior al crimen: la inquietud y
desasosiego de Caín frente a la inocencia y la armonía de Abel, que responde plácidamente a
las preguntas del primero. Vamos a escuchar únicamente la primera de las dos arias, la cual
finaliza con una inusual cadencia en la dominante, final abierto que prepara el enlace con la
segunda parte del díptico. Alessandro Scarlatti escribe en el estilo napolitano que ha
contribuido a formar, melódicamente sencillo a la vez que pictórico. Con él da cuerpo
retórico musical a las imágenes de la naturaleza (el arroyo, la brisa, la fronda), así como a la
agitación del espíritu de Caín, el cual percibe el mundo con una absoluta distorsión,
encarnada en las semicorcheas fluctuantes en registro grave en la tonalidad de Re menor que
abren el aria.

En una segunda fase del proceso de asedio musical, van a ser los propios venecianos los
que escriban en estilo napolitano y para intérpretes napolitanos. Antonio Caldara (Venecia
1670- Viena 1736) compuso el oratorio La morte d’Abel para ser estrenado en Viena en la
capilla del Palacio Real en 1732. Viena, incipiente meca de la ópera europea y por extensión,
de la música en general, atraía hacia sí a compositores, instrumentistas, cantantes y libretistas
italianos: los soberanos de la ópera escribían todos a la napolitana en cualquier lugar de
Europa. Vivaldi peregrinará en 1740 a esta ciudad en busca de mejor fortuna que la que le
concedía Venecia. Años antes, en 1716, Caldara fue nombrado vicemaestro de la Capilla de
la Corte en Viena. El puesto de maestro lo ocupaba J. J. Fux, cuya cercanía y plausible
influencia quizás puedan explicar los dos movimientos iniciales tan contrapuntísticos de la
sinfonía que va a abrir este concierto. El contrapunto se nos presenta en esta Sinfonía en Fa
menor como vehículo expresivo debido al tejido interválico que lo configura, pues despliega
en arpegio un elocuentemente patético intervalo de 7ª nada más comenzar. La técnica
compositiva contrapuntística, denostada en el mundo galante del siglo XVIII por ser
excesivamente compleja, fue sin embargo mantenida por Fux, organista que admiraba a
Palestrina y autor del tratado de contrapunto más influyente en el siglo de la ciencia y del
método: Gradus ad parnassum. Escrito este oratorio sobre un libreto de Metastasio, el aria
que vamos a escuchar es un canto de Abel ubicado en la primera parte. En él, Metastasio
parafrasea los versículos del evangelio de San Juan, 10,1 de tal manera que establece un
paralelismo entre Abel y Cristo como inocente que muere por la redención de los hombres,
juego de espejos convertido en eje vertebrador de la primera y la segunda parte del programa
del concierto de hoy. A partir de los versos de Metastasio, el veneciano Caldara escribió una
bellísima aria destinada a Farinelli (junto con el compositor Porpora, el napolitano más
universal del siglo XVIII). En ella escuchamos una síntesis de lo que configuraba el estilo
vocal napolitano: una melodía cantabile, plácida, sostenida, el vuelo sonoro que sublima en
belleza cualquier tribulación terrena, lejos de las intensidades, los extremos y los juegos
cromáticos e imaginativos de la escuela barroca veneciana.

Esta rendición veneciana ante Nápoles fue un síntoma más de la lenta agonía política,
militar y, en un último estadio, también espiritual y cultural, en la que Venecia había entrado
desde finales del siglo XVI. La primera mitad del siglo XVIII veneciano nos ofrece las
últimas excelencias artísticas de una república que, finalmente en 1797, dejó de serlo,
consumados ya los derroteros de la decadencia. La Serenissima, equilibrista de su propia
desmesura, se hundió abrumada por el peso de lo imposible.

La excepcionalidad irreal de Venecia no se limitaba a su arquitectura y urbanismo, con


sus 145 canales atravesados por 312 puentes de piedra y 117 de madera, sus 140 torres y
campaniles o sus 70 iglesias parroquiales e innumerables palacios a los pies de los canales
para una población que alcanzó alrededor de 140.000 habitantes en la época de Canaletto,
Guardi, Zeno, Vivaldi, Albinoni y Caldara. Desde el mendigo hasta el noble, el veneciano
vivía alegre y melódicamente. La música no era patrimonio únicamente del mundo galante.
Los gondoleros cantaban melodías líricas sobre versos de Tasso o Ariosto, y el mercader o el

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14: Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas y las mías me conocen.
15: Como el Padre me conoce, y yo conozco al Padre; y pongo mi vida por las ovejas.
paseante hacían lo propio2 mientras la ciudad entera se entregaba, durante prácticamente seis
meses al año, a los festejos del Carnaval, en los que era imperativo llevar máscara. El
arlequín enmascarado podía ser un príncipe o un soldado, hombre o mujer, extranjero o
cittadino. Venecia se convirtió en la ciudad en la que todos los juegos de contrarios eran
posibles y estaban exentos de consecuencias. La ciudad de los canales y la bruma abandonó
paulatinamente el arte supremo del funambulista entre lo posible y lo imposible, entre la
tierra y el mar, para diluir los límites y caer del lado de lo volátil, entregándose, en un
paroxismo creciente a lo largo del siglo XVIII, a una vida de juego, placeres, equívocos,
aventuras novelescas, serenatas, ópera, ceremonias del Estado y de la Iglesia, todo bajo la
consigna de la máscara. Casanova y los castrados Farinelli y Senesino dejaron su estela en la
ciudad que atraía a toda Europa y al resto de Italia con una promesa: esta es la tierra del
olvido en la que toda gravedad se transfigura en representación. Venecia devino un escenario
leve en el que sus ciudadanos y visitantes se veían convertidos en actores de narrativas
imprevisibles, excesivas y delirantes. En el siglo que confrontó mundos de fe y mundos de
razón, Venecia, entregada a una incesante actividad ociosa, no creía ni en Dios ni en el
pensamiento. Ciudad flotante y ensoñada apartada de la tierra, voluntariamente ajena al
dragón de la decadencia que acechaba bajo sus palacios, el Ridotto (su sala de juego), sus
máscaras y disfraces, mostraba en cambio una exhibición de deseos y placeres.

Cuatro ospedali procuraban cobijo a huérfanos, ancianos, enfermos e indigentes, dando


formación musical exclusivamente a las niñas dotadas, las cuales llevaban una vida de
clausura durante el período de residencia. Fueron, junto con los cuatro ospedali napolitanos,
los primeros conservatorios de la tradición europea. Al Ospedali de la Pietà estuvo vinculado
Vivaldi de manera significativa, aunque intermitente, durante prácticamente toda su vida,
primero como maestro instrumentista y después como maestro di concerti. Fue para esas
jóvenes para las que escribió las obras que van a ser interpretadas hoy, procedentes tanto de
su música sacra (salmos de vísperas, motetes, el oratorio Juditha Triumphans, números de
misas, las ocho introduzione), como de su música instrumental (concerti, sonatas, sinfonías).
Si el reino de la ópera tenía en su trono a los castrados, en los ospedali sólo podían
escucharse voces femeninas. Los ospedali, y muy particularmente el de la Pietà, devinieron
instituciones muy activas en cuanto a producción musical e interpretación de conciertos, y
adquirieron un creciente prestigio tanto local como internacional hasta el punto de ser incluso
un referente musical para los cantantes de los teatros.3 Cualquier visitante señalado que
llegara a Venecia en misión política era llevado a alguno de estos conciertos de la Pietà,
contrapartida refinada y sutil del mundo de la ópera, entregado con excesiva frecuencia al
impacto inmediato tal y como constató el compositor Benedetto Marcello. Este noble

2
No se oyen más que cantos por doquier; a poco que dos hombres, incluso de la más baja condición, se
paseen cogidos del brazo, parecen entretenerse cantando; en el agua, en las góndolas, sucede lo mismo; y no
hay melodías sin segunda voz, ni aire que no se convierta en un dúo. Burney, Charles, Viaje musical por
Francia e Italia en el siglo XVIII. Ramón Andrés (trad. y ed.). Acantilado, 2014.
3
J.J. Rousseau: Los actores mismos de la Ópera acudían a formarse en el auténtico gusto del canto con
estos excelentes modelos. Citado en Talbot, M., Vivaldi, Alianza Música. Pg. 82.
veneciano, culto y espiritual, publicó anónimamente en 1720 el texto satírico Il teatro alla
moda, ironía amarga ante el palpable hundimiento de la calidad del género operístico.

Antonio Vivaldi (Venecia 1678-Viena 1741), primero violinista y veneciano, luego


compositor, empresario de ópera y, en muy última y casi anecdótica instancia, sacerdote,
escribió cerca de 500 concerti para muy diversos tipos de combinaciones instrumentales,
siendo el concierto solista el principal formato presente. El concierto, forma aún joven para el
momento en el que Vivaldi le dedica tan ingente número de composiciones, recibió con él un
impulso definitivo que fue de doble dirección: Vivaldi lanzó algunos de sus concerti en
ediciones que difundieron su fama por todo el Norte y Centro de Europa, dándose a conocer
internacionalmente al tiempo que impulsaba con dicha producción la música instrumental.
Este impulso tenía un componente de desafío. Vivaldi pertenecía a una época convencida de
la superioridad absoluta de la música vocal sobre la instrumental. La opinión común,
sostenida y subrayada por los ilustrados franceses, situaba a la primera a una altura más
elevada: puesto que la música vocal tiene texto, se la consideraba mucho más capaz de
encarnar y transmitir los afectos que la música instrumental, limitada por su propia
abstracción. Y fue en esta época tan segura de algunas de sus convicciones cuando Vivaldi
compuso 500 conciertos en los que desplegó el lenguaje de los afectos de un modo claro,
libre y conciso. No son obras de arco amplio. Confirman el formato de tres movimientos
iniciado por Corelli en la generación inmediatamente anterior, formato que garantiza el
contraste entre movimientos rápidos en los extremos y un movimiento lento central. A lo
largo de una producción tan extensa, no encontraremos una variedad notable; tampoco una
profundidad sutil ni una exploración compleja de los estados del alma. Vivaldi es un
compositor rápido, prolífico más allá de lo habitual. Si Venecia es la ciudad excesiva que
sobrepasa los límites, Vivaldi es su compositor. Raudo y veloz con la pluma, hay que señalar
su osadía compositiva particularmente en los movimientos lentos, en los que, en ocasiones, se
concede una libertad armónica tal que rompe las reglas de la sintaxis del lenguaje tonal de la
época. Rompe la sintaxis cuando lo considera creando una propia, un lenguaje del color
absolutamente personal. Del mismo modo audaz, en los movimientos rápidos lleva al violín a
un desarrollo nunca visto hasta entonces, explorando en los 220 concerti para dicho
instrumento los límites técnicos del mismo, límites en los que él se movía con un dominio tan
absoluto que le permitía el intenso despliegue de energía que le caracterizaba.4

El primer Concerto que vamos a escuchar hoy, en Re Mayor, aparece titulado en una de
las fuentes como ‘Grosso Mogul’.5 El Imperio Mogol de la India, o Gran Mogol, fue un

4
Al final, Vivaldi interpretó un solo -espléndido- al cual añadió una cadenza, que realmente me atemorizó,
ya que una interpretación semejante no se ha dado nunca ni puede darse: puso sus dedos a una distancia
mínima del puente, sin dejar sitio para el arco, y ello sobre las cuatro cuerdas con imitaciones y a una
velocidad increíble. De esta forma asombró a todo el mundo; sin embargo, no puedo decir que me gustara,
porque la pieza no era tan agradable de oír como su diestra ejecución. Testimonio de Uffenbach, mercader
alemán que escuchó a Vivaldi en Venecia. Citado en Talbot, M., Vivaldi, Alianza Música. Pg. 61-62.
5
Existe un autógrafo de Vivaldi conservado en Turín, así como dos copias de las partes: una se conserva en
la Landesbibliothek Mecklenburg-Vorpommern Günther Uecker en Schwerin (es en ésta en la que aparece el
título por el que se conoce el concierto); la otra se conserva en la localidad Cividale del Friuli.
poderoso estado turco-islámico que existió entre los siglos XVI-XIX. Tamerlán fue su
fundador; Akbar (1542-1605), el emperador al que parece hacer referencia el título de la
pieza, uno de sus descendientes. Cuando subió al trono, sólo una pequeña parte de lo que
antiguamente constituía el Imperio Mogol estaba todavía bajo su control. Akbar se propuso
recuperar el territorio perdido. Sin embargo, los últimos años de su reinado se vieron
ensombrecidos por las visicitudes de sus hijos: dos de ellos murieron en la juventud, el
tercero se rebeló en diversas ocasiones contra su padre. Es posible que esta sinopsis alumbre
de manera plausible los contrastes de este Concerto, llamativamente más intensos que nunca.
La energía de los dos movimientos rápidos situados en los extremos es particularmente
explosiva, desafiante por el virtuosismo de los solos de violín que son contestados por los
ritornelli de ritmos martilleantes de la orquesta, y más retadora aún por la longitud de las
cadenze que se le otorgan al instrumento en ambos movimientos. Conservadas en las dos
copias del concerto no autógrafas de Vivaldi, las cadenze, probablemente de su autoría,
presentan una extensión relevante, un despliegue sostenido altamente virtuosístico,
exhibición que deviene encarnación del poder, del imperio, de la conquista, del hombre que
se realiza en la expansión de su energía. Escritos los movimientos a los que pertenecen estas
cadencias en Re mayor, tonalidad habitual en los conciertos para violín (dada la afinación del
instrumento, esta tonalidad permite el juego de las dobles cuerdas con mayor facilidad), en el
movimiento central, Grave recitativo, pasamos a un modo menor, el del relativo Si menor.
Este movimiento es un lamento, no agonizante sino enérgico. Es un soliloquio que pregunta
desconcertado, y preguntando tira, con un sinfín de escalas que discurren por todo el registro
ascendente y descendentemente recorriendo tonalidades menores (en este caso, sin correr
riesgos: en tonos cercanos pertenecientes a los grados II, V, IV de Si menor), en ocasiones
utilizando la inusual escala armónica menor con la 2ª aumentada tan orientalizante, para
finalmente retirarse de la escena esfumándose en un arpegio hacia el agudo. Este segundo
movimiento, con sus escalas y su final desorientado y perplejo, es un monólogo intenso y
desolado en el que Vivaldi confirma la capacidad del violín para hablar sin texto, il suonar
parlante. Este Concerto presenta en sus tres movimientos la dualidad de su personaje,
dividido entre el imperio sobre el mundo y el dolor íntimo. Vivaldi pinta al héroe en su vuelo
y en su sima. Y no cualquier héroe sino el oriental, el objeto de fascinación de esa Venecia
bisagra entre Oriente y Occidente, expuesta al enigma de lo que había más allá, situada frente
al Otro, ese con el que comercia, lucha, del que se defiende, al que admira y teme.

Del Concerto en Re Mayor que presenta estos extremos pasamos al Concerto para dos
violines y orquesta en Do menor o el mundo de los afectos plácidos, líricos. La dialéctica
entre los dos concerti del presente programa es la del caos frente al orden, o la de la tensión
frente al equilibrio. En este segundo Concerto, Vivaldi hace una exploración del mundo
galante de su época: la serenidad de las pasiones, la Arcadia recreada. Toda la obra emana esa
atmósfera sutil y lírica, con su tratamiento compositivo de la forma ritornello abundante en
secuencias y en círculos de quintas, así como en diálogos periódicos y mesurados entre los
violines solistas, los cuales no han de encarnar una tensión entre solista virtuosístico y
orquesta como en la obra precedente. Todos ellos son recursos comunes del discurso
heredado del barroco, los cuales en este momento ya devienen predecibles. Con ellos se crea
de manera sencilla, inmediata, fácil, el lenguaje que encarna el mundo armónico, estable,
inmutable, privilegiado. Lo contingente queda neutralizado, la complejidad de la realidad
cambiante y desbordante resulta enmarcada dentro de un límite comprensible, familiar. Esta
obra pudo ser una de tantas obras instrumentales que se interpretaron en la liturgia, una
concesión más entre otras de las llevadas a cabo por la Contrarreforma en su afán por
convertir la liturgia en una fiesta del espíritu a la que se accedía por los sentidos, anticipo del
Paraíso celestial que pintaba en sus bóvedas.

Las obras vocales de Vivaldi de este programa nos introducen de lleno en el marco de
la Pasión de Cristo. El Miércoles, Jueves y Viernes Santo, el dux, los embajadores, los
nobles, los magistrados y los senadores acudían a San Marcos en indumentaria de duelo, y el
Viernes Santo, descalzos. La paradoja entre dimensión espiritual y ciudad entregada a los
placeres se disolvía por la vía de la representación. La Introduzione al Miserere Filiae
Maestae Jerusalem, una de las ocho introduzioni para textos litúrgicos escritas por Vivaldi,
es un motete en tres movimientos: dos recitativos accompagnati enmarcan un aria da capo.
Si en la Pasión de Cristo narrada por San Mateo a la muerte de Cristo le sucede un terremoto,
así como la rasgadura del velo del templo, aquí, paralelamente, comenzamos en el primer
recitativo accompagnato con un lamento apesadumbrado por la muerte de Cristo, seguido por
la presentación de la inversión absoluta de los principios de la Naturaleza en el aria para
finalmente, en el último recitativo, pintar musicalmente la rasgadura del velo del templo. La
Creación se invierte, resquebraja y desmorona ante el asesinato de un inocente.

El recitativo accompagnato es, como técnica compositiva, el reino del color. No hay en
esta técnica casi ningún otro recurso para construir el discurso musical más que el color de
los diversos acordes que van iluminando el texto. Estos ocupan así todo el espacio sin
compartirlo más que muy puntualmente con recursos rítmicos, melódicos o instrumentales.
Lo que escribe Vivaldi para el primer recitativo de esta Introduzione en Do menor es un
juego de luces asombroso en el que asoma su audacia visionaria: los acordes elegidos para las
palabras vulneratis, detergat, dolorum, durissima cruce, lugete, pertenecen, todos ellos, a la
paleta de colores de los músicos del futuro siglo XIX, no a la de su época. Elige armonías
muy alejadas entre sí: en la tensión que produce el alejamiento a zonas tonales tan distintas de
la de partida y en el contraste que se genera al presentar esa lejanía sin puentes, concesiones
ni bisagras, ahí emerge el sobrecogimiento. El color en primer plano actúa directamente sobre
las fibras nerviosas de la sensibilidad dentro de una sintaxis musical absolutamente libre que
encuentra y presenta un recorrido no convencional. Vivaldi es, en este movimiento, más
veneciano que nunca en cuanto a la libertad asumida con respecto al color y más barroco que
nunca en el pathos alcanzado. Compositor que nunca se rebeló contra la inercia cómoda de la
ópera de su tiempo y que parecía reservar para la música instrumental sus exploraciones más
innovadoras, sin embargo, en este ejemplo vocal presenta esa libertad cromática, la cual es
más frecuente en algunos de los segundos movimientos de sus concerti. Por el contrario, en el
aria da capo en Fa menor, Vivaldi escribe en el lenguaje de la escuela napolitana,
presentando así un expresivo juego de opuestos entre el aria y los recitativos. Contrarios
absolutos, pues el canto napolitano, ese que invadió no sólo Venecia, sino Europa desde
Lisboa hasta Polonia y Rusia, es la belleza de la luz, del contorno definido y ordenado, de la
línea vocal cantabile sostenida sin artificio, con la mínima definición retórica, canto volador
por cómodos grados conjuntos sobre un acompañamiento armónico básico. La tonalidad de
Fa menor tiñe el aria de un afecto dulcemente melancólico, subrayado por el trémolo de los
violines, figura retórica rítmica del lamento. Cristo ha muerto y, después del lamento
cromático y lleno de pathos del primer recitativo, presenta Vivaldi en el aria el otro lamento,
el que es dulce y estático, aceptación en medio del llanto. No podemos determinar cuál es
más expresivo.

Vivaldi no cambia sustancialmente su escritura de un género a otro, de un medio a otro.


Va a trasladar al Stabat Mater el formato mencionado de concerto en tres movimientos. En
otras composiciones conocidas de la época sobre el poema Stabat Mater de Jacopone da
Todi, se incluyen las 20 estrofas, lo cual es apropiado cuando se canta la obra como secuencia
en la misa, cuestión que se dio de hecho cuando este poema fue incorporado al ritual cristiano
en 1727 como la última de las cinco secuencias oficiales de la Iglesia Católica. Vivaldi
emplea en su obra, compuesta en 1712, las estrofas 1 a 10 prescritas cuando se entona como
himno de vísperas en las dos fiestas de los Siete Dolores de la Virgen: 15 de Septiembre y
viernes anterior al Viernes Santo. Estas estrofas presentan un arco que parte de la
contemplación del dolor de la Virgen (1-8) para ir a la identificación individual con ese
padecimiento (9-10). Vivaldi va a destacar musicalmente esta particularidad del texto con el
medio que le es más familiar: escribe una forma concerto para toda la primera sección
(estrofas 1-4; repetición íntegra en las siguientes 5-8); y utiliza un cambio radical de recursos
retóricos para las últimas estrofas 9-10-Amén, de tal manera que da cuerpo musical al paso de
la asunción individual del padecimiento a la transfiguración final del mismo.

De nuevo, ninguno de los movimientos presenta un arco amplio. Las dimensiones son
significativas a la hora de considerar el peso retórico expresivo de un discurso sonoro. En
Vivaldi es habitual partir de una ligereza en las dimensiones notable, brevedad a través de la
cual Venecia asoma. Como en la Introduzione, a lo largo de la obra exprime el expresivo
claroscuro que se genera de manera inmediata al escribir unos números en el intenso estilo
barroco veneciano y otros en el plácido estilo napolitano. Compositor inevitablemente
bilingüe dadas las circunstancias, emplea el dominio de los dos estilos en favor de la
elocuencia que produce el contraste. Comienza con un primer número que es napolitano en
esencia, con su cantabile transparente y bello aderezado con los mínimos elementos
necesarios para crear un cierto pathos: el trémolo constante del bajo continuo, el cual
presenta una única vez en la primera frase el tetracordo descendente, emblema barroco del
lamento; la línea quebrada melódica de los violines que produce un salto expresivo de 9ª en el
primer giro que se escucha; el intervalo de 6ª menor ascendente, intervalo expresivo dentro
del lenguaje retórico barroco, presente una única vez en dum pendebat: sin embargo, el
pathos de este intervalo es inmediatamente compensado por el ordenado círculo de quintas
armónico que le sigue. Todos estos elementos (junto con la tonalidad Fa menor), que en una
dosis mayor crearían un patetismo barroco intenso, aparecen en una cantidad mínima, la justa
como para teñir de una cierta sombra lo que habría sido un discurso musical plácido
napolitano, entregado a la belleza de la luz. El segundo número, un recitativo accompagnato
con la indicación adagissimo, presenta el primer contraste: el claroscuro emerge y nos
entregamos a la contemplación del dolor en Do menor. Sin embargo, Vivaldi mide y limita el
nivel de oscuridad: cuius animam gementem, contristatam et dolentem se declama sobre un
círculo de quintas, patrón armónico que, como ya hemos mencionado, es el equivalente del
orden y del equilibrio, de lo previsible y conocido; acto seguido, un deleite melódico extenso
sobre gladio nos remite al mundo de lo galante,6 no al mundo del pathos barroco. El formato
concerto finaliza con un tercer movimiento, el cual engloba dos estrofas del poema. Es este
número una incursión de Vivaldi en el mundo galante específicamente francés: presenta una
danza, concretamente un menuet, la danza ternaria por antonomasia del siglo XVIII noble.
Esta danza representa la encarnación del mundo de la corte, los salones rococó, los tonos
pastel. Escribir danzas para la música vocal sacra era una práctica habitual en la época: según
la danza elegida, el efecto retórico resultante intensificaba el texto o matizaba lo dramático de
su contenido aligerándolo. Este segundo caso es el que observamos en estas estrofas.

Los números 9-10, junto con el Amén final, forman en sí mismos una unidad
diferenciada en este Stabat Mater tripartito. Eja mater nos va a llevar al mayor
sobrecogimiento de toda la composición debido a dos recursos retóricos contundentes: la
orquesta presenta una figuración rítmica en puntillos desplegados en una angulosa
bivocalidad, con lo que entra en escena la capacidad de la retórica musical para pintar una
imagen: la de látigos rítmicos. El segundo recurso retórico tiene que ver con la carencia de
bajo continuo. Este movimiento parece estar suspendido en el aire, flotando en un limbo sin
gravedad. El cimiento sonoro pasa a ser desempeñado por instrumentos como las violas que,
en ocasiones, quedan por encima de la voz, ‘fuera’ de la zona que les correspondería como
bajos sustitutos. Estos bassetti fueron deplorados por C. P. E. Bach, pues infringen con
frecuencia las leyes de la sintaxis tonal, pero, sin embargo, su efecto retórico es indudable, y
en él descansa este número oscuro a la vez que irreal. En Fac ut ardeat cor meum nos
presenta Vivaldi, para iniciar el camino hacia la transfiguración, una siciliana en compás de
12/8. Danza habitualmente anacrúsica y en modo menor, fue utilizada durante el siglo XVIII
para representar musicalmente, con su movimiento fluido y melodía cantabile, los afectos
melancólicos, asociados normalmente a modos menores. Aunque esta métrica procedía del
marco pastoril de Sicilia, entorno arcádico, la creencia en el Cielo cristiano como destino de
la vida humana llevó a la identificación de esta danza con las representaciones del Paraíso, lo
que trajo la consiguiente conexión inesperada entre mundo pastoril y muerte. De esta manera,
esta métrica arcádica devino una ‘métrica sacra’ en algunas obras espirituales del siglo XVIII.
La siciliana se convirtió en la música de las bóvedas celestiales, la transfiguración del dolor
de la Pasión en resurrección. Por último, el número correspondiente al Amén es un fugato. Si
la siciliana transfigura la muerte en Paraíso, el contrapunto imitativo se había erigido, desde
el Renacimiento con la escuela franco-flamenca, en la alquimia musical del espíritu, la
técnica compositiva que transformaba cualquier estado del alma en uno superior, áureo,
liberado de toda referencia terrena, en consonancia absoluta con la armonía de las esferas.
Con la siciliana y el fugato, este Stabat Mater, tras trazar una onda fluctuante que atraviesa
claroscuros creados sucesivamente a lo largo de las breves estrofas, finaliza con una

6
En 1721, Mattheson enumera, entre los compositores más galantes de Europa, a Capelli, Bononcini,
Gasparini, Marcello, Vivaldi, Caldara, A. Scarlatti, Lotti, Keiser, Haendel, y Telemann. Mattheson, Das
forschende Orchestre, Hamburgo, 1721, citado en SHELDON, David A., The Galant Style Revisited and Re-
Evaluated, Acta Musicologica, 47(2), 2, pp. 240-270.
elevación del espíritu, sublimación encarnada musicalmente a través de recursos retóricos
propios de la época.

Olga Fernández Roldán

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