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Revista del Instituto de Investigaciones Históricas JUAN MANUEL DE

ROSAS - Número 11 - Marzo-Abril de 1943 - esta es una parte II siendo la


1ra parte "Nos los representantes" 13 pág. 5.180 palabras

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Alberdi y las Ideas Constitucionales del 53
por José María Rosa (h.)

II

LA BIBLIOTECA DEL CONGRESO (1)

La biblioteca del Congreso Constituyente no era muy nutrida. Por


confesión del propio Gutiérrez (2) la formaba solamente un libro: una
edición del Federalista que había pertenecido a Rivera Indarte, y que Dios
sabe cómo había ido a parar a Santa Fe. Aun este solo libro, siguiendo el
destino señalado en su ex-libris, acabó por desaparecer misteriosamente de
su anaquel.
La falta de oxígeno constitucional habría sido angustiosa, si Alberdi no
tomara la precaución de hacer llegar un cajón con ejemplares de sus Bases,
publicadas poco antes en Valparaíso (3). El especialista en derecho político
entre los jóvenes mayos de 1837 se hacía presente en el Congreso, sin
abandonar su remunerado bufete chileno, y con algo más eficaz que un acta
de “representante del pueblo” lograda después del consabido “he dispuesto
que sea elegido” del Libertador.

FILOSOFÍA POLÍTICA DE LAS “BASES”

En contradicción absoluta con el pensamiento historicista expuesto en


su Fragmento (4) de 1837, Alberdi sostenía en las Bases que la organización
política liberal solamente podría hacerse eliminando o rebajando la raza
argentina. La antinomia entre un pueblo hispánico de naturaleza guerrera
con instituciones anglosajonas de índole comercial, la resolvía dando
preferencia a éstas sobre aquél: “Es utopía, es sueño y paralogismo puro –
decía (5) – el pensar que nuestra raza hispano-americana, tal como salió
formada de su tenebroso pasado colonial, pueda realizar hoy la república
representativa”. Y con el mismo pensamiento agregaba: “No son las leyes
las que necesitamos cambiar, son los hombres, las cosas. Necesitamos
cambiar nuestras gentes incapaces de libertad por otras gentes hábiles para
ella” (5).
El error de Rivadavia había consistido en hacer reformas liberales para
un pueblo naturalmente antiliberal: por eso fracasó. No era con reformas
superficiales que se lograría el amoldamiento de un pueblo hispánico y
católico a constituciones y leyes sajonas y protestantes. “A Rosas le bastó
agitar la pampa – había dicho Sarmiento en Facundo (7) – para echar por
tierra el edificio hecho en la arena”. Era necesario introducir el liberalismo
de manera más firme, más radicalmente firme. Reemplazar la arena natural
por dura argamasa importada: expulsar al criollo tan entusiasta por su tierra
y sus caudillos y tan despegado hacia los valores liberales fundados en el
comercio y en la industria.
“Con tres millones de indígenas, cristianos y católicos, no realizaréis la
República ciertamente” decían las Bases (8) con evidente lógica dando a
república el significado de “república a la norteamericana”. “No la
realizaréis tampoco con cuatro millones de españoles peninsulares, porque el
español puro es incapaz de realizarla, allá o acá. Si hemos de componer
nuestra población para nuestro sistema de gobierno, si ha de sernos más
posible hacer la población para el sistema proclamado que el sistema para la
población, es necesario fomentar en nuestro suelo la población anglosajona”,
raciocinio perfectamente encuadrado en el pensamiento liberal que antepone
las formas, las apariencias, a la misina realidad. La sola manera de lograr
una civilización anglosajona consistía, claro está, en reemplazar la población
católica por otra de índole protestante: “Ella está identificada al vapor, al
comercio, a la libertad, y nos será imposible radicar estas cosas entre
nosotros sin la cooperación activa de esta raza de progreso y de civilización
(9).
¿Podría acaso lograrse, mediante la “educación”, el cambio total del
espíritu hispanoamericano? Eso había sido el sueño utópico de Rivadavia:
“¿Podrá el clero dar a nuestra juventud los instintos mercantiles e
industriales, que deben distinguir al hombre de Sud América? ¿Sacará de sus
manos esa fiebre de actividad y de empresa que lo haga ser el yanqui
hispanoamericano?” (10). Imposible.
El pensamiento fundamental consistía en implantar la libertad; la
libertad liberal se entiende – es decir, entendida a lo protestante –, libertad
de los individuos para obrar sin trabas, que no libertad de los individuos para
oponer el interés general a la gravitación de otros individuos más fuertes. La
libertad como auto limitación de la sociedad para no intervenir en el
despotismo de los fuertes sobre los débiles: de hacer a los individuos libres
de tutelas sociales para que el struggle for life jugara plenamente la
eliminación de los menos aptos en la lucha por la vida. Y los menos aptos,
en esa civilización materialista que alboreaba eran los criollos que no tenían
aficiones mercantiles: “La libertad es una máquina que, como el vapor,
requiere maquinistas ingleses de origen. Sin la cooperación de esa raza es
imposible aclimatar la libertad en parte alguna de la tierra”, confesaban las
Bases (11). La libertad individual había sido el medio para imponer el
dominio de las razas protestantes. Y alucinado por el medio, Alberdi
aconsejaba la entrega total de la Argentina a estas razas comerciales.
EL RACISMO DE LAS “BASES”

Racista, fuerte y ardientemente racista, era el escrito de Alberdi. Como


lo eran también los escritos de su rival Sarmiento, y de los hombres todos de
su generación. Racismo a contrarío sensu, para lograr la prevalencia de las
razas de afuera contra la raza de adentro. Admiración a lo foráneo y
desprecio a lo propio: “haced pasar el roto, el gaucho, el cholo, unidad
elemental de nuestras masas populares por todas las transformaciones del
mejor sistema de instrucción: en cien años no haréis de él un obrero inglés
que trabaja, consume, vive digna y confortablemente” (12).
¡Cómo desconocería las condiciones de la vida obrera en Inglaterra por
ese entonces, para estampar semejante afirmación! ¡Cómo comparar la
modesta, pero digna, vida de un gaucho argentino en 1852, con las del
proletario londinense en ese primero y sórdido período del capitalismo
industrial (13).
No se eliminaba al gaucho por su posible poca instrucción. No era eso,
no: se lo eliminaba sencillamente por no ser extranjero, o, mejor dicho, por
ser extranjero a la nueva Argentina: “En Chiloé y en el Paraguay saben leer
todos los hombres del pueblo y, sin embargo, son incultos y selváticos al
lado de un obrero inglés o francés que muchas veces no conoce ni la o” (14).
No era, pues, una preferencia por grado más o menos de cultura: era porque
la raza no les daba aptitudes marcadamente comerciales, haciéndoles
incultos y selváticos, al lado de hombres que sabían atesorar y manejar el
dinero.
Así el criollo sería extranjero en su propia tierra. La nueva patria no
estaría en la raza, en la historia, en la gloria vivida en común: “La patria es
la libertad, es el orden, la riqueza, la civilización organizadas en el suelo
nativo bajo su enseña y su nombre” (15), enseñaban las Bases definiendo a
la nueva Argentina materialista y sin tradiciones que comenzaba.
Lograr una Argentina sin argentinos: he aquí el propósito del gobernar
es poblar. “Poblar” como despoblar de criollos y repoblar con “razas
superiores”: toda la filosofía de la Organización se concentraría en esa
máxima.

EL CAPITAL FORANEO

No era fácil la tarea de desarraigar nada menos que una raza. De allí que
el apoyo extranjero se hiciera imprescindible para lograr. la completa
desargentinización de la Argentina: “Los tratados de amistad y comercio son
el medio honorable de colocar la civilización sudamericana bajo el
protectorado de la civilización del mundo” (18), reclamaba Alberdi
iniciando la civilización mercantilista bajo la lógica protección de las
naciones mercantilistas favorecidas. Las cuatro frases sonoras que habrían
de reconocer en la futura Constitución los derechos y garantías del hombre
extranjero y del capital extranjero, quedarían “inviolables bajo el
protectorado del cañón de todos los pueblos” (17). Abdicar la soberanía
nacional en cambio de unos derechos constitucionales en exclusivo beneficio
del foráneo era la gestión más patriótica – en el nuevo concepto – que podía
pedirse. Frente a esos cañones, ¿qué derechos, qué garantías podrían
reivindicar a su vez los nativos, desarmados, disminuidos, ahuyentados?
El medio de lograr el apoyo del “cañón extranjero” consistía en hacerlo
defender intereses propios. “Proteged al mismo tiempo empresas particulares
(fiscales ¡jamás!) para la construcción de ferrocarriles. Colmadlas de
ventajas, de privilegios, de todo favor imaginable sin deteneros en medios.
Preferid este expediente a cualquier otro” (18). ¡Consejo seguido al pie de la
letra y del cual pueden dar fe las posteriores leyes de concesiones
ferroviarias! El capital foráneo era el gran factor de civilización: “Entregad
todo a capitales extranjeros. Dejad que los tesoros de fuera, como los
hombres, se domicilien en nuestro suelo. Rodead de inmunidades y de
privilegios el tesoro extranjero para que se naturalice entre nosotros” (19).
La Nación desaparece ante los intereses materiales. La naturalización
que pedía Alberdi no se efectuaba, claro está, por una asimilación del capital
foráneo al país, sino precisamente a la inversa: por asimilación del país al
capital foráneo. No quería significar que las sociedades habrían de prescindir
de su nacionalidad de origen para adquirir la del lugar donde efectuaban la
explotación de servicios públicos, que los directorios antepusieran las
conveniencias argentinas a sus propios intereses, o que los accionistas
perdieran su mentalidad extranjera por el hecho de cobrar dividendos
argentinos. La naturalización sería en realidad del país, que al ser atado al
capital extranjero se extranjerizaría también“. se tornaría en colonia, en
factoría. Con mentalidad de colonia, es decir, con mentalidad civilizada.

LIBRE NAVEGACIÓN

La entrega total de la Argentina debía completarse con la absoluta


entrega de sus ríos navegables. Era preciso renunciar a la soberanía
argentina sobre ellos, porque “Dios no los ha hecho grandes como mares
para que sólo se naveguen por una familia” (20).
Rosas había guerreado – y había triunfado – sosteniendo contra
Inglaterra y Francia la soberanía argentina de los ríos. Por los tratados de
1849 y 1850, esta soberanía había sido reconocida formalmente, aunque no
faltaran entre los propios argentinos corifeos de la “libre navegación” –
Varela, Valentín Alsina, etc.– que sostuvieran la tesis colonial. La libre
navegación de los ríos – que es decir: la renuncia a la soberanía argentina de
los ríos – había sido una de las cláusulas impuestas por el Brasil en su
tratado con Urquiza, y acababa de estamparla el Libertador en el Acuerdo de
San Nicolás. Ahora Alberdi daba la explicación económica a este
desgarramiento político: era conveniente esa libertad, para que “penetrara
por los ríos la civilización europea”. Había que hacer de los ríos, mares; y
mares libres, mares de “alta mar”: “Es necesario entregarlos a la ley de los
mares” (21), clamaba renunciando a toda pretensión soberana. Que “cada
afluente navegable reciba los reflejos civilizadores de la bandera de Albión:
que en las márgenes del Bermejo y del Pilcomayo brillen confundidas las
mismas banderas de todas partes que alegran las aguas del Támesis, río de
Inglaterra y del universo”(22), demostrando con ello no conocer el Támesis,
donde no alegra sus aguas otra bandera que la inglesa. Y demostrando
ignorar el “Acta de Navegación” de Cromwell, origen del poderío marítimo
inglés.

MORAL ALBERDIANA

Vivir sin honor, pero con dinero: ahíto, conforme, sin Dios y sin Patria:
he aquí el ideal de las Bases. “La gloria es la plaga de nuestra pobre América
del Sur” (23), dicen por ahí; “el laurel es planta estéril en América”.(24), por
otro lado; “nuestros patriotas de la primera época (la Independencia) no son
los que poseen ideas más acertadas sobre el modo de hacer prosperar esta
América... Las ficciones del patriotismo, el artificio de una causa puramente
americana de que se valieron como medio de guerra, los dominan y poseen
hasta hoy mismo. Así hemos visto a Bolívar hasta 1826, provocar, ligar, para
contener a la Europa, y al general San Martín aplaudir en 1844 la resistencia
de Rosas a reclamaciones accidentales de algunos estados europeos... La
gloria militar que absorbió sus vidas, los preocupa todavía más que el
progreso... Pero nosotros, más fijos en la obra de la civilización que en la del
patriotismo de cierta época, vemos venir sin pavor todo cuanto la América
puede producir en acontecimientos grandes” (25).
La gloria, en efecto, ¿para qué sirve?. “La paz nos vale el doble que la
gloria” (26), con la paz habría dinero, aunque fuera en manos foráneas; pero
algunas migajas podrían recoger los nativos que facilitaran la libre entrada al
extranjero.
En estas complacencias llegaba Alberdi a los extremos más lamentables.
Hasta ofrecer a los extranjeros “el encanto que nuestras hermosas y amables
mujeres recibimos de su origen andaluz” (27), convencido que los foráneos
las fecundarían mejor que los naturales. Filosofía de marido complaciente
que engorda y medra entregando a otro su casa y su mujer; que, por otra
parte, es el gran fundamento moral de nuestro liberalismo.
Esta moral tuvo su lógico corolario. El de afuera tomó la casa y la
mujer, poniendo al dócil marido a la puerta. Y éste, convencido que la “paz
vale el doble que la gloria”, ni siquiera protestó, esperando que el nuevo
dueño de casa le hiciera de cuando en cuando la limosna de algún producto
de su propia huerta, y admitiendo, en total envilecimiento, dar su nombre –
que en otro tiempo fuera glorioso – a los hijos espurios que no llevaban su
sangre ni amaban sus tradiciones. ¿Para qué reaccionar? “La gloria es la
plaga de nuestra pobre América del Sur”.

III

EL ANTEPROYECTO CONSTITUCIONAL DE ALBERDI

En la primera edición de las Bases (imprenta “Mercurio”, de Valparaíso,


mayo de 1852), este libro se componía de 28 capítulos solamente y no tenía
en apéndice el proyecto de Constitución.
Dice Pelliza (28) que Gutiérrez, comprendiendo con acierto que muy
poco se ganaba con las disquisiciones en el aire del texto de las Bases,
escribió a Alberdi pidiéndole redactara – con la mayor urgencia – un
proyecto dentro de la filosofía de su libro a fin de someterlo al Congreso. Si
la referencia es exacta, Gutiérrez hizo su pedido antes que Urquiza lo
designara diputado, pues la segunda edición de las Bases – donde se
encuentra el proyecto en “apéndice” – fue tirada en julio de 1852.
Groussac, teniendo en cuenta el angustioso plazo entre la llegada a
Valparaíso de la noticia de la caída de Rosas y la fecha de la primera edición
de las Bases (1º de mayo), encuentra – descartando el tiempo de la impresión
– que este libro fue escrito “corriendo carreras con el tiempo” (29) ; el plazo
brevísimo entre la llegada de la carta de Gutiérrez – que necesariamente tuvo
que praducirse a fines de mayo – y la segunda edición (julio) con el
proyecto en apéndice, nos revelaría el apresuramiento en la redacción del
proyecto. Descartando el tiempo empleado en la imprenta, no alcanzan a una
quincena los días que pudo disponer Alberdi para escribir su Constitución.
¿Qué hizo Alberdi ante el pedido de Gutiérrez? Tomó la Constitución
norteamericana; le agregó dos o tres disposiciones leídas en la Suiza de 1849
o en el proyecto de “Acta Federal” que Rossi preparara para Lucerna; algo
mezcló también de no bien digeridas lecturas de la reciente Constitución de
California del mismo año; algo de la chilena de 1833 (y a través de ella de la
argentina del 26, tal vez sin saberlo). Y a eso añadió media docena de
artículos que traducían las ideas de las Bases. Y el todo lo despachó con
premura, rumbo a Santa Fe.

DON MANUEL GARCIA DE SENA

Alberdi, que no sabía inglés por entonces (30), tomó la Constitución


norteamericana – verdadera base y punto de partida de su labor – en la
malísima, pésima traducción al español que entonces circulaba: la de don
Manuel García de Sena, militar venezolano que había traducido en 1811
algunos escritos de Payne con el título caprichoso de “La independencia de
tierra firme”, agregando como apéndice la Declaración de la Independencia
y la Constitución Federal de Estados Unidos, adaptadas a su buen saber y
entender. Ni sus conocimientos idiomáticos ni su versación jurídica eran
suficientes – como, por otra parte, él mismo confiesa – para atreverse a
trasladar nada menos que una Constitución. Su propósito era simplemente
dar una idea de ambos documentos norteamericanos, sin pretender una fiel
exposición de ellos.
Pero lo cierto es que esta traducción española era la única que por
entonces circulaba. Carlos Aldao, en su notable libro “Errores de la
Constitución Nacional” (31), menciona un folleto de 30 páginas tirado en
Nueva York el año 1848 con la “Declaración de la Independencia y
Constitución de los Estados Unidos”, que es simplemente una reedición del
apéndice de García de Sena, suponiéndolo el texto empleado por Alberdi
para redactar su proyecto.
Basta cotejar la traducción de García de Sena con el original americano
y con el texto argentino, para caer en cuenta que los defectos de traducción
se incorporaron a nuestra Carta fundamental como si se tratara de las propias
ideas de los congresales de Filadelfia. Con toda la reverencia que Hamilton,
Jefferson o Jay podían inspirar a los constitucionalistas de Quillota o lo de
Merengo, se establecieron instituciones y normas políticas supuestamente
americanas, y cuyo real origen se encuentra en la carencia de conocimientos
jurídicos e idiomáticos de traductor y adaptador. El derecho político de
Estados Unidos llegó a nosotros por la mala adaptación que hizo alguien que
no sabía inglés, de lo traducido por otro que apenas si lo sabía a medias.
Por ejemplo: el art. I, sec. 9', Nº 1 de la Constitución americana, dice
correctamente traducido: “La migración o importación de personas tales
como cualquiera de los Estados hoy existentes crea conveniente admitir, no
podrá prohibirse por el Congreso antes del año 1808; pero un derecho
puede imponerse sobre tal importación no excediendo de diez dólares por
cada persona” .
“Esta cláusula – comenta Story (32) –, según se manifiesta por su
lenguaje, es destinada únicamente a reservar a los Estados del sur, por un
tiempo determinado, el derecho de importar esclavos”. La perífrasis
“personas, tales como cualquiera de los Estados hoy existentes crea
conveniente admitir”, quería decir sencillamente esclavos, pues los
constituyentes americanos, no obstante ser esclavistas, no creyeron
conveniente llamar a los esclavos por su verdadero nombre.
García de Sena, quien no tenía porqué conocer estas argucias puritanas,
tradujo así la cláusula: “La inmigración de personas no podrá ser prohibida
por el gobierno federal hasta 1808; pero un derecho de diez. dólares por
persona,' podrá imponerse sobre la inmigración”.
Alberdi, inspirándose en su gobernar es poblar, quitó el plazo de 20 años
y el derecho que podía cobrarse “por inmigrante”, quedando su proyecto
redactado así: “La inmigración no podrá ser restringida, ni limituda de
ningún modo, en ninguna circunstancia, ni por pretexto alguno” (art. 33).
Y los constitucionalistas de la alfajorería, fueron más allá. ¿Cómo eso
de no restringir? La oración debía volverse activa: fomentar. Y el artículo
quedó redactado así: “El gobierno federal fomentará la inmigración
europea; y no podrá restringirla, ni limitar ni gravar con impuesto alguno
la entrada en el territorio argentino de los extranjeros, etc.” (art. 25).
He aquí cómo una cláusula norteamericana que toleraba la trata de
esclavos, quedó convertida en nuestro artículo constitucional sobre fomento
de la inmigración.

LA CONSTITUCION DE CALIFORNIA

Alberdi tomó, pues, la pésima traducción de García de Sena


amoldándola a sus ideas particulares. Le incorporó algunas disposiciones de
la californiana – como el cap. III, resumido por la Comisión en el art. 20 –
para sostén de su “gobernar es poblar”; modificó levemente la organización
de los poderes políticos: presidencia de seis años, sin reelección; senadores a
razón de uno por provincia; sin vicepresidente “porque no lo hay en Estados
Unidos” (otro error imputable a García de Sena, que fue salvado por la
Comisión). Y para estar al día, su afán cuotidiano, mezcló, vinieran o no al
caso, las mencionadas disposiciones de la Constitución unitaria chilena, la
federal suiza o la formativa de California.
En esta Constitución de California creyó encontrar Alberdi la aplicación
de sus ideas del “gobernar es poblar”. Paul Groussac (33) comenta:
“Después de pasar revista a las distintas constituciones de los países
americanos buscando la camisa de un pueblo feliz, le pasó como al Visir del
cuento oriental – que el pueblo feliz... no tenía camisa”. Pues si en parte de
la tierra podía decirse que no regía derecho alguno era en California a
mediados del siglo pasado: vasto campamento de mineros sin otra ley que la
de Lynch, ni otra autoridad que los comités de vigilancia con sus
procedimientos ultrasumarios.
Pero no solamente la Constitución de California de 1849 era letra
muerta en la práctica, sino que su mismo. texto decía precisamente lo
contrario de lo que Alberdi creyó leer. Pues la igualdad de derechos entre
naturales y extranjeros que tanto le entusiasmó en el capítulo de las Bases
que dedica a comentarla – y en mérito a la cual extiende a todos los
habitantes, derechos que debieran ser propios de los ciudadanos –, no
solamente no existe en la carta californiana, sino que allí se hace la
distinción más absoluta entre inhabitants y citizens.
No podía menos de ser así, dada la enorme afluencia de extranjeros
indeseables que había traído a California la fiebre del oro. En el art. 1, sec.
17' (34) de esta Constitución se lee: “los extranjeros que se encuentren, o
que en lo sucesivo vengan bonafide a residir en el Estado, gozarán de los
mismos derechos que los ciudadanos en cuanto a posesión, goce y
transmisión de la propiedad”. Pero nada más que los derechos civiles
pertenecen a “todos los habitantes”, pues los de escribir, publicar, enseñar,
etc., son privativos de los citizens (art. 1º, sec. 9º), es decir, de los
ciudadanos.
Los inhabitants se encontraban, pues, en una situación muy inferior a
los citizens. Pero Alberdi – o la traducción que encontró – confundió a
inhabitants con citizens, atribuyendo a aquellos lo que era privativo de éstos.
Y dando a estas “sabias medidas de libertad, de tolerancia y de progreso”
como causas del rápido poblamiento de California en el período de 1849-
1852, las establecía en su texto. Claro es que el descubrimiento del oro en
1849 no tenía, para él, importancia comparable con la igualdad – inexistente
– entre habitantes y ciudadanos, como factor del rápido poblamiento. ¡Qué
había de tenerla!

LA ALFAJORERÍA DE MERENGO

Don Hermenegildo Zuviría abrió en Santa Fe, allá por el año 52, un
despacho de bebidas y fábrica de alfajores en la esquina de las calles del
Cabildo y San Gerónimo, frente al local del Congreso Constituyente. Don
Merengo – así se lo llamaba familiarmente – gozaba de justa fama como
repostero y de buen aprecio por su correcto trato. La alfajorería de Merengo
era el punto de reunión de la sociedad santafesina en los anocheceres
veraniegos, cuando el insoportable calor imponía la tertulia con abanicos,
panales y dulces provincianos.
En los altos de Merengo el ministro y constituyente Manuel Leiva había
alquilado cuartos para sus colegas en el Congreso que, por recelo liberal, no
se avenían a la hospitalidad del convento de San Francisco o del antiguo – y
por entonces vacío – Colegio de los Jesuítas. Allí paraban Juan María
Gutiérrez, José Benjamín Gorostiaga, Salustiano Zavalía, entre otros. Allí
los dos primeros estudiaron el anteproyecto constitucional de Alberdi que
habría de someterse definitivamente en el salón del Cabildo.
El Congreso Constituyente dispuso que los diputados Leiva, Ferré,
Colodrero, Gorostiaga y Gutiérrez prepararan el proyecto de Constitución.
Pero de estos cinco, solamente los dos últimos tuvieron a su cargo la real
preparación del proyecto. Por una aclaración de Leiva en la sesión del 22 de
abril, sabemos que el trabajo dentro de la Comisión fue distribuído de la
siguiente manera: Gorostiaga y Gutiérrez redactarían un anteproyecto, el
cual sería sometido a la revisión de los otros tres miembros. Las objeciones
que éstos formularan serían discutidas en sesión plenaria.
Gorostiaga y Gutiérrez, reunidos en los altos de Merengo, estudiaron el
anteproyecto entre diciembre y enero. Por impresiones personales
transmitidas por Gorostiaga a Ernesto Quesada (35), se sabe que éste tuvo a
su cargo la parte política del proyecto, mientras Gutiérrez modificó las
“declaraciones, derechos y garantías”. En realidad, la gran labor realizada en
lo de Merengo fue traducir a un lenguaje llano “los trabajos abstractos del
doctor Alberdi”, como lo confesó Gorostiaga en el Congreso al discutirse el
artículo 4º.
Gorostiaga, que tenía un claro sentido jurídico, eliminó muchas de las
contradicciones de Alberdi y no pocas de sus exageraciones: entre otras,
aquella del art. 2º (“el gobierno de la República es democrático”), o la del
21, que admitía a los extranjeros a cualquier empleo “sin que en ningún caso
pueda excluírselos por el solo motivo de su origen”.
Pero no hay que exagerar la obra de Gorostiaga y Gutiérrez. Muchos
publicistas – entre ellos Groussac (36) –, tal vez para restarle méritos a
Alberdi, pues Alberdi ha sido uno de los grandes perseguidos de nuestra
historia, atribuyeron al famoso binomio una labor mayor de la realizada.
Pero en la alfajorería se hizo exclusivamente un trabajo de corrección
gramatical y ajustamiento lógico, que era imprescindible. Pero basta cotejar
el proyecto de Alberdi con el texto definitivo de la Comisión para darse
cuenta que éste – retoque más o menos – está de manera general contenido
en aquél .
La mayor transformación sufrida por el proyecto de Alberdi consiste en
los sancochados de la Constitución unitaria de 1826, extemporánea e
ilógicamente añadidos al texto llegado de Valparaíso. Estas disposiciones,
que son: el capítulo sobre los ministros (absolutamente inútil en una
constitución presidencialista) (37), la existencia de senadores por la Capital
(en contradicción con la naturaleza de la representación senatorial), etc., así
como el famoso artículo 29, al cual me referiré en su oportunidad (que
contradice el art. 100), han de ser la obra de del Carril, quien, no obstante no
figurar en la Comisión, tuvo “gran influencia en antesalas”, al decir de José
María Zuviría (38), y que tal vez quiso dejar en la Constitución Federal del
53 un recuerdo de sus viejas andanzas unitarias del 26.

“CIRCULEROS” Y “MONTONEROS”

Elaborado el proyecto, fue sometido a los otros tres miembros de la


Comisión: Leiva, Ferré y Colodrero.
Ya por entonces – febrero del 53 – el Congreso se encontraba dividido
en dos tendencias antagónicas. Se había formado la logia – que Sarmiento
denomina “círculo” –, dirigida por del Carril, cuyos miembros más
conspicuos eran Gutiérrez, Gorostiaga, Zavalía, Huergo y Seguí, contando
con Lavaisse, del Campillo y los mendocinos Zapata y Delgado como
figuras menores. A este “círculo” – que manejaba al Congreso contando con
la buena voluntad de Urquiza – se agregaron más tarde Derqui y Llerena. En
contra de ellos, el presidente Zuviría junto con Leiva, Ferré, Manuel Pérez,
Zenteno y Díaz Colodrero formaron el núcleo de resistencia conservadora
que Lavaisse califica despectivamente de “montonero”.
Circuleros y montoneros se encontraban oficialmente separados por
distintas apreciaciones políticas y religiosas. confesionales. Los primeros
eran partidarios de la tolerancia religiosa (que no otra cosa significó la
“libertad de cultos” del art. 14, a estar al debate del mismo), necesaria, a su
juicio, para importar protestantes; en cambio, los segundos entendían que la
católica debería seguir siendo la única religión de los argentinos; y si era
necesario llegaran inmigrantes, debía exigírseles la calidad de católicos.
Los separaba una cuestión fundamental: los primeros, inspirándose en el
criterio alberdiano de anteponer las formas políticas a la nación misma,
querían una Constitución que creara nuevas modalidades de vida; en
cambio, los segundos querían que la Constitución fuese un reflejo fiel de las
modalidades existentes.
De allí que sometido el anteproyecto a los tres restantes miembros de la
Comisión, éstos objetaron la libertad de cultos y tuvieron sus escrúpulos
sobre la oportunidad de sancionarla. Como el círculo se encontraba en
minoría en la Comisión (dos votos contra tres) y la resistencia de los
montoneros amenazaba anular el trabajo de la alfajorería, se hizo necesario
dar un verdadero “golpe parlamentario” para.. que marchara el proyecto. En
la sesión del 23 de febrero, no obstante la oposición inútil de Leiva, el
círculo amplió el número de miembros en siete, designando a los circuleros
Derqui y Zapata para que integraran la Comisión. Y para mayor seguridad,
en reemplazo del ausente Ferré – en viaje por su Corrientes natal – fue
nombrado interinamente el circulero Zavalía. Así la minoría logista de dos
contra tres, quedó transformada en mayoría de cinco contra dos, Y el
proyecto quedó aprobado y sometido al Congreso (*).

(‘) Este artículo continuará con el titulado “Las diez noches históricas”, en
el cual se estudiará el debate del texto constitucional en las sesiones del 21
al 30 de abril de 1853.

(1) Este trabajo forma parte de una serie de estudios sobre la “Historia de la
Constitución del 53”, que irán apareciendo en la Revista. El primero,
publicado en el número anterior, llevaba el titulo: “Nos, los representantes
del pueblo”.
(2) M. A. Pelliza, La Organización nacional, 67.
(3) La primera edición de las Bases fue tirada el lº de mayo de 1852,
con anterioridad, pues, a la inauguración del Congreso (20 de noviembre).
(4) Ver mi artículo Iniciación sociológica de Alberdi, en Rev. Fac.
Cienc. Jur. Santa Fe, Nº 32. (Tirada aparte).
(5) Bases (todas las citas, salvo indicación en contrario son de la edición de
Bensançon), 138.
(6) Bases, 138. Este capítulo XXX ha sido omitido en la edición de Ricardo
Rojas).
(7) Facundo, 231 (ed.-Sopena).
(8) Bases, 139.
(9) Bases, 139.
(10) Bases, 33.
(11) Bases, 143.

(12). Bases, 43.


(13) “No es raro encontrar a un hombre con su mujer y cuatro a
cinco niños, y algunas veces también los abuelos, viviendo todos en un
cuarto
redondo de diez a doce pies de lado, donde comen, duermen o trabajan. El
arreglo interior de estas habitaciones revela grados diversos de miseria, que
llega con frecuencia hasta la falta completa de los muebles más
indispensables, y la substitución de las camas por harapos sucios”, decía F.
Engels de las condiciones obreras de Londres en 1860 (cit. por A. Efimov,
Historia
del capitalismo industrial, 31). Un funcionario inglés informaba en la
misma
fecha sobre las casas para obreros de Glasgow: “son generalmente tan
sucias
que no sirven ni para establos” (ídem).
(14) Bases, 144.
(15) Bases, 41.
(16) Bases, 44.
(17) Bases, 44.

(18) Bases, 49.


(19) Bases, 50.
(20) Bases, 50.
(21) Bases, 50.
(22) Bases, 51.
(23) Bases, 149.
(24) Bases, 52.
(25) Bases, 33.
(26) Bases, 150
(27) Bases, 138. (Vuelvo a hacer constar que en la edición de Bases,
dirigida por R. Rojas, ha sido omitido nada menos que el capitulo XXX,
tal vez el más importante del libro, y al cual pertenece esta cita).
(28) M. Pelliza, La organización nacional.
(29) P. Groussac, o. c.
(30) En cartas de Londres, de 1856, confiesa “estar aprendiéndolo”.
(31) Aldao estudia algunos de los errores de traducción de García de Sena
en nuestra actual Constitución.

(32) Story, La Constitución de los Estados Unidos (pág. 90), traducción


de N. A. Calvo.
(33) o. c.
(34) Traducción de Florentino González.
(35) Carta de E. Quesada sobre “la argentinidad de la Constitución”,
en la 2ª edición del Derecho Constitucional, de J. A. González Calderón.
(36) En Las Bases de Alberdi, y el desarrollo constitucional.
(37) Tomada de las ideas parlamentarias de Benjamín Constant, e
incorporado por los rivadavianos a la Constitución 1826.
(38) J. M. Zuviría, Los Constituyentes del 53.

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