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¿Eran creíbles los apóstoles de Jesús?

Una mala lectura de San Lucas


Los primeros cuatro discípulos que tuvo Jesús (Pedro, Andrés, Santiago y Juan) eran pescadores
(Mc 1,16-20); y posiblemente otros discípulos también lo eran (Jn 21,1-3). Y ellos fueron los
responsables de transmitir las enseñanzas de Jesús que hoy tenemos en los Evangelios. O sea que
la veracidad de los Evangelios depende de la credibilidad que estos pescadores nos merezcan.
¿Qué clase de persona era un pescador?
Se suele hablar de ellos como de gente ruda e ignorante, sin educación ni estudios, y siempre se
hace alusión a su pobreza y su falta de conocimientos. Esta idea surgió del libro de los Hechos de
los Apóstoles, donde las autoridades judías, al hablar de los discípulos de Jesús, dicen que eran
“hombres sin instrucción ni cultura” (Hch 4,13). Desde entonces, ésa es la idea que tenemos de
ellos. Y es la opinión que se ha utilizado para poner en duda el valor de su testimonio, y de la
fiabilidad del Evangelio. Se argumenta: ¿cómo es posible que unos hombres ineptos y torpes
pudieran haber retenido en sus mentes, y luego haber transmitido con sus palabras, los recuerdos
históricos y las palabras sublimes de Jesús? ¿Éstas no serán más bien un invento posterior de las
comunidades cristianas primitivas?
El desayuno de Jesús
En realidad, esta imagen de los apóstoles surgió de una mala interpretación del texto bíblico. La
expresión “hombres sin instrucción ni cultura”, empleada por los miembros del Sanedrín, no
significa que los apóstoles fueran personas incultas e ignorantes. Significa que no tenían el título
de Doctores de la Ley, ni eran Escribas de profesión, ni gozaban de autoridad alguna para
interpretar oficialmente las Escrituras. Pero no que eran analfabetos, como algunos han pensado.
Pero además, el hecho de que los apóstoles fueran pescadores los coloca en una de las
profesiones más lucrativas de la época.
En primer lugar, porque el pescado en Palestina era la comida principal de la gente, tanto de ricos
como de pobres. El Evangelio refleja su importancia en varios pasajes. Por ejemplo, cuando Jesús
pregunta en el Sermón de la Montaña: “Si un hijo pide a su padre un pescado, ¿le dará acaso una
serpiente?” (Mt 7,10). También cuando Jesús y sus discípulos van al desierto, lo único que llevan
para comer es pescado con pan (Mc 6,38). Asimismo, después de la pesca milagrosa Jesús prepara
a los apóstoles, como desayuno, un trozo de pescado asado (Jn 21,9). Y en una de sus apariciones,
los encuentra cenando pescado (Lc 24,42).
El pescado, pues, era un artículo de primera necesidad. En cambio la carne no aparece nunca en
los Evangelios. Por lo tanto, el hecho de que los apóstoles fueran pescadores los ubicaba en una
posición laboral privilegiada para su tiempo.
No todos podían comerse
En segundo lugar, los apóstoles de Jesús pescaban en el lago de Galilea, y esto significaba una
ventaja adicional. En efecto, los judíos no podían comer cualquier pescado, sino sólo aquellos
considerados “puros” por la Biblia (Lv 11,9-12). Por eso, después de pescar había que tomarse el
trabajo de separar los peces permitidos de los prohibidos. Esto se ve en la parábola de la red,
contada por Jesús, que dice: “El Reino de los Cielos se parece a una red que se echa al mar, y
recoge toda clase de peces; cuando está llena, los pescadores la sacan a la orilla, se sientan, y
guardan los peces buenos (los puros) en canastas, y tiran los que no sirven (los impuros)” (Mt
13,47-48).
Pero no todos los pescadores se tomaban en serio este trabajo. Sólo lo hacían los pescadores
judíos, que observaban estas reglas, y que estaban afincados en el lago de Galilea. En cambio los
pescadores paganos, instalados en el mar Mediterráneo, no ofrecían ninguna garantía. Por eso,
tanto en Jerusalén como en el resto del país se consumía casi exclusivamente la producción del
lago de Galilea, donde trabajaba justamente Pedro y sus compañeros.
Trabajar cuando uno quiere
En tercer lugar, Pedro y sus compañeros trabajaban en el pueblo de Cafarnaúm (Mc 1,21), que era
la zona pesquera más próspera del lago de Galilea. En efecto, el norte del lago, donde estaba
Cafarnaúm, era (y sigue siendo hasta el día de hoy) la franja preferida de los pescadores. ¿Por
qué? Porque allí existe una fuente de aguas termales, llamada Tabga, que desemboca en el lago, y
vuelve más cálidas las aguas de los alrededores, haciendo que los peces prefieran quedarse en esa
área durante las temporadas frías. Así, el norte del lago aseguraba a los pescadores una excelente
producción tanto en invierno como en verano.
Todo esto contribuía, sin duda, a que Pedro y su familia gozaran de una buena posición
económica. En efecto, por los Evangelios sabemos que Pedro era propietario de una pequeña
empresa pesquera, y que contaba con un equipo de gente (Lc 5,7). Con él trabajaba su hermano
Andrés (Mc 1,16), además de los apóstoles Santiago y Juan (Lc 5,10). También colaboraba
Zebedeo, el padre de Santiago y Juan, y una cuadrilla de empleados contratados (Mc 1,20). Incluso
las barcas, con sus redes y aparejos, eran de su propiedad (Lc 5,3).
Esta situación financiera holgada les permitía, sin duda, trabajar cuando querían (Jn 21,1-3) y
descansar cuando les parecía (Lc 5,11). Así se explica que Pedro y Andrés pudieran suspender sus
tareas en la empresa durante largas temporadas, para permanecer como discípulos de Juan, el
Bautista y estudiar las Escrituras, antes de conocer a Jesús (Jn 1,40-42).
Los buscaron por la lengua
Hay otro detalle significativo que tira por tierra la imagen de incultos que tenemos de los
apóstoles. Sabemos que Pedro, Andrés y Felipe eran oriundos de Betsaida (Jn 1,44), localidad
situada en la orilla oriental del lago. Y ésta era una ciudad helenística, es decir, de cultura griega;
por lo tanto, gran parte de sus habitantes, además del arameo, hablaban griego.
Estos tres apóstoles, pues, estaban influenciados por la cultura griega, como se ve por sus
nombres de origen griego. En efecto, Pedro se llamaba originalmente “Simón”. Y si bien en hebreo
su nombre se pronuncia “Simeón” (como aparece escrito en 2 Pe 1,1), sabemos que en su pueblo
lo llamaban “Simón”, que es una forma griega (Mc 1,16; Mt 17,25; Lc 4,38). Por su parte, los
nombres de Andrés (= “viril”) y Felipe (= “amante de los caballos”) son también griegos. Y lo más
curioso es que estos dos apóstoles, a pesar de ser judíos, no tenían ningún nombre de origen
hebreo; sólo su nombre griego. Esto muestra el gran predominio de la cultura griega en los
pobladores de Betsaida.
Un pasaje del Evangelio parece confirmar este dato. En cierta ocasión, estando Jesús y sus
discípulos en Jerusalén, se acercaron unos griegos a Felipe para pedirle una audiencia con Jesús. El
hecho de que esos extranjeros buscaran a Felipe y no a otro discípulo, parece indicar que Felipe
era de cultura griega. A su vez, Felipe consultó a Andrés, y ambos fueron a hablar con Jesús sobre
los griegos (Jn 12,20-22). La escena parece dar a entender que Pedro, Andrés y Felipe hablaban
griego. Lo cual no es el todo descabellado ya que, como dueños de una pequeña empresa, a estos
pescadores de Betsaida les venía muy bien conocer la lengua del comercio y la industria de aquel
tiempo, que era el griego.
Una extraña mudanza
Si seguimos rastreando en los Evangelios, encontramos más pistas sobre el nivel cultural de los
apóstoles de Jesús.
En efecto, si bien Pedro y Andrés habían nacido en Betsaida, sabemos que vivían y trabajaban en
Cafarnaúm (Mc 1,29). ¿Por qué trasladaron su empresa pesquera de Betsaida a Cafarnaúm, si las
dos ciudades estaban muy cerca la una de la otra, y bien ubicadas en el norte del lago?
El biblista irlandés Murphy O’Connor ha propuesto una hipótesis interesante, que parece
explicarlo. El trabajo de los pescadores no terminaba con la captura de los peces; también tenían
que salarlos para su conservación, ya que el calor de la región los descomponía rápidamente, y
ellos necesitaban conservarlos frescos para poder trasladarlos y venderlos en las demás ciudades.
Este proceso de salazón se realizaba en una ciudad llamada Tariquea. En los Evangelios es
conocida como Mágdala. De allí procedía María Magdalena, una de las discípulas de Jesús (Lc 8,2).
O sea que Tariquea (o Mágdala) era, en tiempos de Jesús, el gran centro industrial donde se salaba
el pescado. Su mismo nombre significaba “Pesca salada”.
Pero había un problema: Tariquea se hallaba en la costa oeste del lago. Y la costa oeste pertenecía
a la provincia de Galilea. En cambio la ciudad de Betsaida, donde Pedro y Andrés tenían en un
principio su empresa pesquera, estaba en la costa oriental, en la provincia de Iturea; es decir, era
otro país, con otro gobierno y otros impuestos. O sea que, mientras los pescadores de la costa
oeste no tenían problemas en llevar sus pescados a Tariquea, los de la costa este debían pagar
impuestos especiales por cruzar la frontera y salar sus peces.
Éste debió de haber sido el motivo por el que ambos hermanos decidieron trasladar la compañía a
Cafarnaúm, un pueblo de la costa oeste. Así no tendrían ya que pagar los aranceles fronterizos
para llevar sus productos a Tariquea. Pedro y Andrés, pues, eran hombres de negocios
emprendedores, que supieron encontrar la mejor salida industrial para potenciar la economía de
su empresa.
Vivir con la suegra
La arqueología también puede darnos una mano, en esta tarea de intentar conocer mejor la
situación social de Pedro y Andrés. En efecto, gracias a antiguas inscripciones descubiertas entre
los restos del antiguo pueblo, los arqueólogos han podido identificar y estudiar la casa en la que
vivían los dos pescadores, en Cafarnaúm.
Se trataba de una vivienda amplia, un poco más grande que la mayoría de las otras casas halladas
en Cafarnaúm. Estaba formada por un conjunto de siete habitaciones, agrupadas alrededor de un
patio común. En cada una de ellas residía una familia. Así se entiende que el evangelista Marcos
diga que la casa era “de Simón y de Andrés” (Mc 1,29), o sea, de los dos hermanos. Cada uno de
ellos tendría su mujer y sus hijos, que vivirían en una habitación distinta. A esto hay que agregar
que también en esa casa vivía la suegra de Simón (Mc 1,30), la cual a su vez podía haber tenido
otros miembros de la familia, como su marido, o hermanos. Era, pues, un complejo habitacional
compartido al menos por esas tres familias, además de otros posibles integrantes del mismo clan.
Aunque no era una casa lujosa, se pudo comprobar que estaba situada en el centro mismo del
pueblo, a sólo dos cuadras de la gran sinagoga, sobre la avenida principal de la ciudad, y a metros
de la orilla del lago. Todo esto revela el nivel socioeconómico elevado de sus ocupantes.
No era por alabarse
Volvamos ahora a la pregunta inicial: ¿eran los apóstoles de Jesús gente ignorante y ruda? Si
resumimos las conclusiones que hemos presentado hasta aquí, más bien parece lo contrario.
Veamos.
Eran dueños de una pequeña empresa de pesca, que contaba con varios jornaleros más como
empleados. Se habían trasladado de su Betsaida natal a Cafarnaúm para obtener especiales
beneficios fiscales, mostrando así su capacidad de emprendimiento y su gran tacto para los
negocios. Eran personas hábiles, que dominaban su oficio de pescadores, y que se manejaban muy
bien en el mundo del comercio y las finanzas.
Tres de ellos (y tal vez algún otro más), por ser de Betsaida, eran bilingües, lo cual les permitía
moverse con soltura tanto en los ambientes judíos como en los círculos de lengua griega.
Llevaban un nivel de vida acomodado, como se deduce de la casa que tenían en Cafarnaúm
(amplia y cómoda, en pleno centro del pueblo, y a dos cuadras de la sinagoga), y por la casa
identificada por los arqueólogos en Betsaida como perteneciente a gente de la misma profesión.
Como empresarios eran hombres libres: podían elegir cuándo trabajar y cuándo cortar su jornada
laboral. Habían hecho además una importante inversión en barcas y en redes, que les aseguraba
un puesto de trabajo y una cierta independencia económica.
Todo esto nos enseña que cuando Pedro, hablando con Jesús sobre las riquezas, le dijo: “Nosotros
lo hemos dejado todo para seguirte” (Mc 10,28), no estaba haciendo ningún alarde, ni exagerando
las cosas. Cuando esos pescadores lo dejaron todo, en verdad dejaron mucho.
La confianza queda a salvo
San Juan, al final de su Evangelio, describe una escena de pesca en la que participan siete
apóstoles: Simón Pedro, Andrés, Santiago, Juan, Tomás el Mellizo, Natanael y otros dos cuyos
nombres no se citan (Jn 21,1-11). Parece, pues, que al menos la mitad de los discípulos (y
precisamente los más significativos) eran pescadores.
Ahora bien, por el nivel de vida del que gozaban estos profesionales, podemos concluir que no
eran en absoluto gente ignorante, inculta y ruda, sino más bien personas idóneas para su tiempo,
preparadas y hábiles, capaces de comprender un mensaje como el predicado por Jesús, asumirlo
con sus vidas, y transmitirlo a las comunidades cristianas posteriores. Por lo tanto, la credibilidad
del Evangelio y la fiabilidad de las tradiciones que ellos comunicaron, por ese lado quedan a salvo.
La recompensa por seguirlo
Los apóstoles de Jesús eran expertos pescadores, y habían organizado sus vidas alrededor de su
profesión. Pero un día se cruzaron con Jesús, y descubrieron que aquel inmenso lago, fuente de
sus riquezas y prosperidad económica, ya no les atraía. Y tomaron la gran decisión de sus vidas:
dejarlo todo para irse con Jesús.
Así comprendieron que lo realmente valioso no era lo que habían dejado, sino lo que habían
adquirido. Porque cuando uno decide seguir a Jesús, descubre que las demás cosas no valían tanto
como antes pensaba.
La actitud de los apóstoles nos enseña que el seguimiento de Jesús no es para gente mediocre. No
es para quienes no tienen nada más que hacer en la vida, o no encuentra otra cosa a la cual
dedicarse. No es para los desilusionados del mundo, o los que quieren huir de las realidades
materiales. No. Es para quienes tienen mucho que hacer en la vida. Para los que tienen
emprendimientos, están llenos de trabajo, repletos de actividades, y con grandes ambiciones en
sus negocios. Pero que a pesar de eso descubren en el seguimiento del Señor un camino más
perfecto para su oficio, y por eso deciden seguirlo.

¿Y qué obtendremos a cambio por haber dejado nuestras riquezas y seguir al Señor? La
recompensa consiste precisamente en haberlo seguido. En estar con él. No hay más tesoro
ni más recompensa que ésa. La felicidad es poder andar cada día con la seguridad, la paz, la
tranquilidad que da Jesús de Nazaret, sin importar a dónde nos lleve él. Porque si andamos
con Jesús, no existe el camino hacia la felicidad. La felicidad es el camino.

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