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DIAL

24. NEUTRALIDAD JUDICIAL

Dos individuos tenían entre sí un conflicto de derecho. Como cada uno invocaba en su
favor hechos a los que el otro no asignaba relevancia y normas que el otro interpretaba
de distinto modo, acordaron someter su pleito a un árbitro. Los dos eran hombres de
bien, por lo que estaban dispuestos a acatar de buena fe lo que decidiese un tercero que
ambos reconocieran como sabio, justo e imparcial. Entre caballeros, no fue difícil
encontrar un buen árbitro: un vecino, de conducta intachable y con gran experiencia en
el problema del que se trataba, fue convocado y emitió su laudo a favor de uno de ellos.
El perdedor no se sintió feliz, pero tuvo que reconocer que el árbitro había actuado con
ecuanimidad. De manera que, no sin algún pesar, cumplió la decisión y entregó a su
oponente, en pago de una deuda de juego, los esclavos que el otro reclamaba para su
plantación de algodón.

El ejemplo, que es imaginario pero seguramente ha tenido muchas encarnaciones reales,


muestra que la neutralidad, ecuanimidad o imparcialidad es un concepto con dos caras:
funciona acaso respecto de un conjunto de personas o de intereses, pero no
necesariamente entre ese conjunto y otros elementos no pertenecientes a él.

Supongamos, en efecto, que en un continente hay cinco países, que designaremos con
letras desde la A hasta la E. A y B están en guerra. C y D son neutrales respecto de esa
guerra, pero sostienen a su vez entre sí otra contienda, en la que A y B aparecen como
neutrales. E, en cambio, se considera neutral frente a todos los otros y tal vez trata de
mediar entre ellos mientras les vende armas; pero enfrenta dentro de su territorio una
guerra civil en la que el bando estatal se opone a otro rebelde. Respecto de esa lucha,
todos los demás países se proclaman prescindentes y neutrales, invocando el principio de
no intervención.

Para hablar de neutralidad, pues, es preciso referir el concepto a un conflicto


determinado, del mismo modo en que nadie puede ser tío si no tiene un sobrino. Así
como no se puede ser neutral sino en relación con un conflicto, tampoco es posible la
neutralidad generalizada, frente a todos los conflictos, porque la vida es, en sí misma,
una sucesión de conflictos. Los neutrales absolutos, en este contexto, sólo se encuentran
en los cementerios.

Frente a esta reflexión, vale la pena examinar de nuevo el papel que asignamos a los
jueces. Los magistrados deben ser imparciales (es decir, neutrales, ecuánimes): ésa es la
garantía que ofrecen a la sociedad en la que actúan. Pero ¿cuál es el alcance de tal
imparcialidad? El árbitro intachable de nuestro ejemplo era imparcial respecto de sus
vecinos terratenientes, pero no consideraba tener obligación alguna en relación con los
esclavos, a quienes consideraba meras cosas. Los individuos reducidos a servidumbre
podían, pues, considerarlo como un enemigo, sin distinguirlo en ese sentido de los
litigantes cuyos derechos él juzgaba. Y esa actitud no sería diferente si el laudo hubiera
sido otro: en cualquier caso, los esclavos habrían mantenido su condición.

Algunos han extraído de reflexiones semejantes una conclusión apresurada, aunque no


necesariamente falsa en todos los parámetros: los jueces sirven a una sociedad injusta y
forman una unidad con la injusticia. Hace cien años, decía una canción anarquista
francesa:

“Iglesia, Parlamento,
capitalismo, Estado, magistratura,
patrones y gobernantes:
liberémonos de esa podredumbre”.

La estrofa es ciertamente pintoresca, pero no es absurda: sólo observa la realidad desde


un punto de vista axiológico completamente distinto. Tal es el dilema de la neutralidad o
ecuanimidad: ella depende de los límites en los que se la concibe (es decir,
fundamentalmente, de los conflictos frente a los cuales funciona). Vista desde afuera, la
pretensión de ecuanimidad parece irrisoria.

Esto es serio, porque la neutralidad es la mejor y a veces casi la única garantía que los
jueces pueden ofrecer. Hay magistrados expertos, pero ¿quién lo es hasta tal punto que
conozca todos los temas que puedan dar lugar a un conflicto? Hay jueces prudentes, pero
¿cómo podríamos estar seguros de que su prudencia se aplica del mismo modo que la
nuestra, o que su juicio de relevancia acerca de las condiciones de cada pleito coincide
con el que nosotros sostendríamos? Hay juzgadores de corazón noble; sin embargo, ¿los
llevará acaso su nobleza de corazón a entender y decidir las causas del modo en que
nosotros quisiéramos que lo hicieran? En un reciente artículo, “Hacer el bien”, he puesto
de resalto la peligrosa ficción de objetividad que se esconde bajo las blandas y
complacientes palabras morales, de modo que, probablemente, ya no nos engañaremos
en este aspecto. Eso sí, un juez que falla la causa de sus amigos, o que acepta dádivas
para decidir en un sentido determinado, es rechazado por todos y despreciado incluso
por quien lo corrompe. En esto nadie duda; nadie osa defender la conducta de tal
magistrado, salvo negándola. ¿De dónde procede tanta unanimidad en los valores
procesales, cuando convivimos con tantas divergencias en lo sustancial?

La respuesta es simple. La figura del juez ha sido ideada para reemplazar la guerra
privada, en la que cada uno es parte, juez y verdugo. Si el magistrado ha de cumplir su
función, es fundamental que sea ajeno a los intereses que se contraponen en el conflicto
que ha de decidir. Que decida bien o mal, rápidamente o con demora, de acuerdo con la
ley o en forma arbitraria es algo de gran importancia, especialmente en el llamado estado
de derecho. Pero aun el más arbitrario e ignorante de los magistrados es capaz de alguna
virtud si puede dictar su fallo con prescindencia de la identidad de las personas a quienes
haya de afectar, como en la legendaria justicia del cadí. En el peor de los casos, el pleito
será resuelto con perspectivas equivalentes a las de un tiro de moneda a cara o cruz: de
un modo salvaje, impredecible y probablemente injusto, pero pacífico. En este supuesto,
la propia impredictibilidad de la decisión es una muestra de su módica utilidad: al menos
se conserva en ella una primitiva igualdad de las partes frente al proceso.

En efecto, en nuestros días suele reclamarse “seguridad jurídica”. Significa esto el apego
de los tribunales a la ley, así como el apego de la ley a la Constitución y el empleo, por
legisladores y jueces, de los métodos de interpretación más aceptados para la lectura y
aplicación de las normas. Pero si los ciudadanos en conflicto invocan todavía ante el
magistrado los derechos que se atribuyen, es porque conservan una esperanza – es decir,
una porción de ignorancia – acerca de cuál pueda ser la decisión judicial. La peor
alternativa es la total previsibilidad de las decisiones, no en virtud de la claridad de las
normas y del respeto de todos por su contenido, sino por la pública propensión del juez a
favorecer a personas determinadas. En este sentido, el incremento de la previsibilidad
colectiva (en razón de las normas comunes) es el resultado de una mejoría técnica y
política en la administración de justicia, pero la excesiva previsibilidad individual (en
razón de la identidad de los litigantes) se considera un síntoma intolerable.

Nada de lo que acabo de decir es novedoso. Pero no es mi propósito predicar aquí las
virtudes judiciales más difundidas, sino mostrar sus límites naturales, que les impiden
hacer frente a expectativas exacerbadas. El buen juez suele ser descripto como un
individuo decidido a aplicar la ley lealmente, pero con humanidad; esto es, suavizando
las aristas del sistema normativo cuando encuentre que ellas pueden lesionar
injustificadamente a personas inocentes.

El lector avisado, desde luego, se preguntará qué valoraciones implícitas se ocultan bajo
el adverbio “injustificadamente” o el adjetivo “inocentes”, si tales palabras, por hipótesis
en la descripción ofrecida, no se definen de acuerdo con la ley. Pero supongamos, como
experimento de laboratorio, que todos nosotros coincidimos de hecho en aquella
valoración extralegal. En tal caso, ¿qué quiere decir “suavizar aristas”? Según la
explicación más aceptada, significa asignar a las normas, por vía de interpretación más o
menos forzada, un contenido tal que, aplicado a cierto caso concreto, arroje un resultado
equitativo.

Acabamos de suponer un acuerdo moral generalizado, de modo que, en la misma


hipótesis, el contenido de “equitativo” debe darse por suficientemente comprendido y
compartido.

Si es así, ¿debe el juez reconocer algún límite en su función de suavizar aristas? Si una
ley es claramente injusta, o si la propia Constitución lo es, ¿por qué no limar hasta la raíz
las normas que desaprobamos? ¿Podría el juez, acaso, ser neutral entre la justicia y la
injusticia? ¿No estaría el bien por encima de la ley? Y, en ese caso, ¿qué alcance
daríamos a la ley, aparte del de decidir si se ha de circular por la derecha o por la
izquierda u otras cuestiones moralmente indiferentes?
Si estos interrogantes no abarcan hoy la totalidad de nuestros debates jurídicos, no es
tanto ni tan sólo porque el sistema legal cuente con poder coactivo irresistible, sino
también porque la premisa de la que habíamos partido es utópica: de hecho, no existe
aquel acuerdo moral generalizado. Palabras como “injustificadamente”, “inocentes” o
“equitativo” reciben contenidos parcialmente distintos asignados por personas o grupos
diversos. La ley arbitra entre tales pareceres (normalmente impone uno de ellos, sin
garantía de consenso) y ofrece definiciones más (no completamente) precisas, con la
pretensión de uniformar los criterios prácticos. El sistema judicial es, desde luego, un
instrumento de este mecanismo, y encuentra no pocas dificultades a la hora de inyectar a
las palabras jurídicas el grado de precisión requerido por cada caso particular.

Al hacer esto, el magistrado pone en juego sus propios y personales criterios. Pero las
demás personas también conservan los suyos y, como están habituados a atribuir verdad
absoluta a sus juicios de valor y falsedad objetiva a los que los contradicen, no quedan
satisfechos con el resultado judicial sino cuando, a grandes rasgos, se ajusta a sus
propios parámetros. Así, un mismo juez puede ser elogiado como ecuánime por algunos,
censurado como un peligroso revolucionario por otros y execrado por otros más como
un sirviente de la opresión: cada uno clasifica los criterios desde su propia posición y, a
menudo, asigna mayor relevancia a la diferencia entre esos criterios y los otros que a la
distinción de los otros criterios entre sí.

Me parece claro que este tipo de conflicto de actitudes no depende tan sólo del previsible
desacuerdo entre las opiniones sino, además, de la confusión de las distintas funciones
estatales propia de las épocas de crisis. Cuando la gente no confía en los legisladores,
exige a los jueces que ejerzan la potestad legislativa para un caso, para varios o para
todos. Pero, cuando deja de confiar en los jueces, reclama nuevos legisladores que los
remuevan y sustituyan, como está ocurriendo ahora en Venezuela. Y, de este modo, el
drama vuelve a empezar. En cualquiera de esos supuestos, se trata de desequilibrios cuya
solución no puede exigirse por separado a alguno de los poderes del Estado: ha de ser
encarada por la opinión pública y expresarse operativamente por las vías de la
democracia.

La reflexión que acabo de hacer, por cierto, sólo adquiere sentido si se acepta
consecuentemente el principio de que no hay verdades morales que todos puedan o
deban reconocer y que, a pesar de eso, conviene establecer reglas de convivencia, sujetas
a crítica pero no a desconocimiento por parte de los ciudadanos. Si, como es común, se
parte del supuesto contrario, el derecho pierde toda relevancia frente a la moral, la moral
se distribuye en segmentos sociales incompatibles entre sí y, desde cada uno de esos
segmentos, la neutralidad judicial se describe como una ficción malintencionada.

No tengo soluciones “verdaderas” para ofrecer en este contexto: apenas he esbozado


una propuesta de clarificación. Dentro del mismo plano, sugiero que la neutralidad de
los jueces no podría apreciarse, sin distorsión del sistema jurídico, sino como la ausencia
del ánimo predeterminado de favorecer a alguno de los litigantes en cada proceso. La
interpretación, aun dentro de sus límites elásticos, constituye un inevitable (y a menudo
subrepticio) ejercicio de la potestad legislativa. Lo que excede ese límite difuso es un
experimento feliz o desgraciado, según se mire, pero siempre peligroso, de convertir al
juez en suplente de funciones que el pueblo debería haber encomendado a otras
personas.

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