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Ricardo A. Guibourg
Los seres humanos pensamos. Pensamos todo el tiempo, día y noche, aun mientras
dormimos. El pensamiento puede concebirse como una actividad cerebral, de naturaleza
física y química, de la que cada sujeto cobra conciencia apenas en su parte superficial. Esta
constante e intrincada serie de sucesos puede interpretarse como sujeta a leyes causales
escasamente conocidas. Tal es el enfoque de la neurobiología, que intenta desentrañar poco
a poco las regularidades observables en los fenómenos cerebrales, y también es el de la
psiquiatría, que a partir de manifestaciones exteriores y fragmentarias clasifica el
funcionamiento de la mente como normal o anormal y, mediante el habitual método del
ensayo y error, busca incidir en ese funcionamiento mediante psicofármacos u otras
intervenciones materiales.
Respecto de aquel nivel del concepto de pensamiento, que podría llamarse básico, lo
que se sabe es poco todavía para dar explicación precisa a nuestras actitudes cotidianas.
Pero la parte de la que tenemos conciencia nos permite identificar y delimitar ciertos
fenómenos mentales (sensaciones de lo externo o de lo interno, impulsos), vincularlos entre
sí (como cuando integramos sensaciones táctiles, auditivas y visuales para configurar
nuestra percepción de una ráfaga de viento) y clasificar las unidades así integradas –
llamadas genéricamente vivencias – de acuerdo con ciertas similitudes, como conceptos,
recuerdos (conocimientos), emociones, intenciones o actos de voluntad. Esto nos habilita
para hablar acerca de ellos y abre otra vía para analizarlos y ordenarlos causalmente. Se
emplea para eso el método de la caja negra, consistente en tomar en cuenta las experiencias
sufridas por cada uno (inputs) y las manifestaciones mentales visibles en la comunicación y
en la conducta (outputs) a fin de establecer entre ellas regularidades y construir un modelo
ideal que, hasta cierto punto, sea capaz de explicarlas mediante hipótesis generales. Esto es
lo que hace la psicología y este es el nivel donde el psicoanálisis procura ejercerse. Desde
mucho antes que Freud, el hombre usa implícitamente un método semejante para suponer –
no siempre certeramente – que la amabilidad nos granjea simpatía, que la fuerza inspira
respeto y que las normas jurídicas sirven para ordenar las conductas humanas. Es
importante, sin embargo, señalar que este segundo nivel no es el de la realidad empírica
(que apenas comprende hechos mondos y lirondos para los que postulamos una naturaleza
externa a nuestra mente), sino el correspondiente a una construcción intelectual que no
pretende reproducir exactamente esa realidad sino elaborar un modelo de ella, una
representación más o menos isomórfica que nos permita explicarla a grandes rasgos y hasta
manipularla. A este nivel corresponde, entre muchos otros elementos, la interpretación
causal de universo, que por un lado constituye el fundamento de las ciencias naturales y por
el otro impulsa a ciertas personas a evitar pasar por debajo de una escalera o a bailar a
danza de la lluvia cuando hay sequía.
Pero aún hay un tercer nivel en el que se concibe el pensamiento, sin perjuicio de las
reconstrucciones causales pero más allá de ellas. Observamos nuestras vivencias
(emociones, recuerdos, conceptos, taxonomías, propósitos) y procuramos ordenarlas de tal
modo que sea posible justificarlas frente a terceros, así como frente a nosotros mismos en
cuanto internalizamos esa necesidad de justificación. No hablo aquí – todavía – de
justificación moral, sino de coherencia argumental. Sea cual fuere el contenido de nuestro
pensamiento, estamos habituados a exigirle que se ajuste a las leyes de la lógica. Claro está
que no es lo mismo exigir que lograr: es extremadamente común que nuestro pensamiento
contenga cierto número de contradicciones. El punto es ver qué hacemos cuando las
advertimos. Si procuramos echarles tierra mediante racionalizaciones o palabras bonitas,
dicen los psicólogos que nos volvemos neuróticos y dicen los filósofos que sostenemos una
ideología, palabra que emplean en su acepción peyorativa. Si, en cambio, procuramos
eliminar la contradicción eligiendo uno de sus términos o reformulando el problema de tal
suerte que ella desaparezca, quedamos habilitados para exponer nuestro pensamiento en
términos argumentales válidos. Claro está que esta validez, dependiente de vínculos
puramente lógicos, funciona en el contexto de un mismo sistema de pensamiento y
depende, por lo tanto, del segmento de ese sistema que pueda tomarse como su conjunto de
axiomas.
No hace falta decir mucho más para advertir que muchos juristas, en lugar de
ejercer el cuarto nivel con apoyo en los otros tres que le sirven de marco y en armonía con
ellos, parten del primero para moverse en el cuarto y, a modo de coartada, postulan (o
admiten) entidades del segundo sin parar mientes en el tercero. Plantean este galimatías
como si fuera la llana descripción de hechos evidentes para cualquiera y acaban por motejar
de ingenuos o de perversos a quienes sustenten una opinión diversa.