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Dos imperios

A Barack Obama, habitualmente tan cuidadoso en su retórica, se le escapó hace unos días una frase poco
afortunada. Al criticar la anexión de Crimea por Rusia declaró ante la prensa: –Nosotros (los Estados Unidos)
tenemos considerable influencia sobre nuestros vecinos. Pero generalmente no necesitamos invadirlos para
reforzar la cooperación con ellos.

¿Generalmente no? Por lo menos veintinueve veces en su breve historia de algo más de dos siglos han
invadido los Estados Unidos a sus vecinos del continente americano, empezando por su derrotada tentativa de
anexión del Canadá en 1812 (aunque ya antes le habían echado el ojo a México y al Haití de la revolución de
los esclavos). Va una enumeración a vuelo de pájaro, tras la pausa dedicada al exterminio del enemigo
interior, que eran las tribus indias.

A partir de la proclamación de la Doctrina Monroe sobre el derecho divino de los Estados Unidos a mandar
sobre todo el hemisferio, la primera invasión en grande fue la de México en 1846, adueñándose de la mitad de
su territorio (lo que hoy son Texas y California). En 1855 vino la ocupación de Nicaragua para restablecer la
esclavitud allí y en los vecinos Salvador y Honduras. La de Cuba en 1898, que incluyó la conquista de Puerto
Rico y las remotas Filipinas en la guerra hispano-americana. La toma de Panamá en 1903. La de República
Dominicana en 1904. En el 06, otra vez Cuba, en el 08 de nuevo Panamá, en el 10 Nicaragua nuevamente.
Casi de a una por año hubo invasiones y ocupaciones temporales o permanentes de partes de México, Haití,
República Dominicana, Panamá, Honduras, Nicaragua, entre 1911 y 1927. Un respiro hasta 1954: Guatemala.
Y luego intervenciones pasajeras o por mano ajena, como la invasión de cubanos anticastristas a Cuba en
1961, financiada por la CIA, o los golpes de los militares locales en Brasil, Uruguay, Guatemala, Bolivia, el
muy sangriento de Chile en el 73 que organizó el secretario de Estado Kissinger, el de los generales
argentinos, la invasión de la islita caribeña de Grenada en el 83 y el bombardeo de Ciudad de Panamá en el
89. Todo esto sin contar las guerras e invasiones de otros países en otros continentes, en Europa, en Asia, en
África, para, como dice el presidente Obama, “reforzar la corporación” con los invadidos. Y sin contar la
instalación de cientos de bases militares, como la que tiene Rusia en Sebastopol, en la recién anexada, o más
bien reanexada, península ucraniana de Crimea.

Por lo visto el presidente Barack Obama, tan educado en las mejores universidades, no conoce la historia.

O no es que no la conozca, sino que no la reconoce. Lo cual forma parte indisoluble no solo de su función
presidencial, que consiste en decir mentiras, sino de la educación puritana de la hipocresía. Los Estados
Unidos no se han reconocido nunca como un imperio, y por eso se dan el lujo de condenar el imperialismo de
los demás imperios en nombre de la libertad. Rusia, en cambio, reconoce con brutal jactancia haber sido
desde hace siglos un imperio y aspirar a seguir siéndolo. Por eso dice ahora su presidente Vladimir Putin que
“la bravura de los soldados rusos trajo Crimea al imperio ruso”. Y está hablando de las guerras de Catalina la
Grande, llamada así por sus guerras.

Son dos imperios, Rusia y los Estados Unidos, que en los años de la Guerra Fría llegaron a ser casi
hegemónicos en sus respectivas mitades del mundo. Pero el hundimiento del comunismo les ha quitado a los
dos su máscara para dejarlos desnudamente imperiales. Ya Rusia no se puede presentar como promotora de la
revolución socialista, y los Estados Unidos ya no se pueden disfrazar de defensores de la libertad. Cada cual
está reducido a la promoción y defensa de sus intereses respectivos.

¿Cómo? Mediante lo que Obama llama “cooperación”. Es decir, lo mismo que le critica a Putin: el uso de la
fuerza.

Por: Antonio Caballero


La majestad de la justicia
El problema fundamental es que aquí no hay justicia. Hay demasiados abogados, estorbándose los unos a los
otros, para que pueda haberla. Interponiéndose, decididos a dilatar indefinidamente los procesos e impidiendo
de ese modo que se imparta la “pronta y cumplida justicia” que promete la Constitución. Hay 52 mil abogados
(y 30 mil estudiantes de Derecho) para 47 millones de habitantes, cuando el Japón, por ejemplo, para 120
millones solo tiene 15 mil: diez veces menos. Por eso se enreda todo, y todos los culpables quedan impunes.
O,  por el contrario, son castigados los inocentes. Un tercio de los detenidos en las cárceles colombianas está a
la espera de un juicio.

Eso es así cualquiera que sea el delito o la falta: leve o grave. Y cualquiera que sea su índole: penal, civil,
administrativa, disciplinaria. Están a punto de salir en libertad paramilitares responsables de masacres
horrendas;  o que tal vez no lo sean: no han sido juzgados al cabo de ocho años de su desmovilización. Los
hermanos Moreno Rojas llevan dos años presos, y su proceso va ya por los cien mil folios, y tienen
demandada a la Fiscalía por el costo de las fotocopias. El caso del caño de la calle 87 está empantanado desde
hace tres años, y los abogados de la parte y de la contraparte han ido presos y han  vuelto a salir libres sin que
eso haya acelerado ni un ápice la marcha del asunto: y sigue sin saberse si aquello fue suicidio o asesinato o
accidente. Y esto se refiere solo a lo que sale en los periódicos. Porque, como dije más arriba, un tercio de los
presos de las superpobladas cárceles del país no ha sido llevado a juicio –por hurto, por parricidio en
flagrancia, por lo que sea–. Pero en cambio todo delincuente con dinero puede comprar su excarcelación o
lograr que un juez le dé su casa por cárcel, o lo instale en un club de la Policía o en una clínica.

Los jueces se venden. Pero también se venden los más encopetados magistrados de las altas cortes. Está
todavía fresco –aunque sin juzgar, naturalmente– el caso del magistrado Henry Villarraga, del Consejo
Superior de la Judicatura. Los cargos allá arriba se venden, se compran, se permutan. La muchas veces
anunciada reforma de la justicia acabó siendo un festín de jueces y de políticos corruptos. Saltan de rama en
rama, como Tarzán de los Monos: del Consejo de Estado a la Procuraduría, de la Fiscalía a la Corte Suprema.
Y la Procuraduría inhabilita a un alcalde y el Consejo de Estado lo rehabilita revocando el fallo, con lo cual la
Procuraduría radica una demanda de nulidad ante el Consejo de Estado, mientras el inhabilitado, o
rehabilitado, o ya no se sabe qué, eleva un recurso de súplica o interpone una acción de tutela ante la Corte
Suprema cuya sentencia en firme es a continuación tumbada por la Corte Constitucional, hasta que el paquete
entero llega al Tribunal Internacional de La Haya. Y leo que “los ponentes presentan una solicitud de
reconsideración que es rechazada por radicación extemporánea, lo cual es insubsanable”. Y se archiva el
asunto. 

Buena parte de las noticias de la prensa y la radio y la televisión está conformada por asuntos judiciales. Y
todos los periódicos tienen entre sus columnistas cuatro o cinco que solo tratan temas jurídicos, sean
constitucionales o penales o contenciosos administrativos. Y los demás también metemos la cucharada en
ellos cada dos por tres, como estoy haciendo yo en este momento. Porque creemos que hemos aprendido
mucho, de tanto leer al respecto: y hablamos con soltura, aunque no sé si con propiedad, de inexequibilidad  y
de presunción de inocencia, de bloque de constitucionalidad y de debido proceso y de tránsito a cosa juzgada. 

Pero la suma de todo eso no hace de Colombia un país en el que impere la justicia. Y no hablo de justicia en
el sentido amplio y hondo que tiene la palabra, sino en el más práctico e inmediato de la administración de
justicia. 

Por: Antonio Caballero


Unas cuantas frases
Termina su cofnerencia sobre "la paz territorial” el alto comisionado Sergio Jaramillo con una frase
apocalíptica: “Y la realidad es esa: que no va a haber otra oportunidad”.

No es cierto. Siempre hay otras oportunidades, como lo enseña la historia universal. La famosa frase final de
García Márquez en sus “Cien años…” –“las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda
oportunidad sobre la tierra”– es pura literatura, en el más vacío sentido de la palabra: no quiere decir nada. La
de Sergio Jaramillo es igual: mero ruido. Pero su conferencia de Harvard publicada en El Tiempo tiene
bastante más sustancia que esa hueca amenaza, que parece del propio Juan Manuel Santos en su trance de
reelección presidencial. Y que, dado que en Harvard no hay votos, sobra.

Dice seis cosas importantes Sergio Jaramillo (aunque no en el orden en que las voy a citar). Una es la
fundamental equiparación de la paz con la justicia, porque si no hay la una no puede haber la otra: “…se trata
de reconstruir los elementos básicos de la justicia en el territorio”. Y es precisamente eso lo que despierta el
furioso rechazo de los enemigos de la paz, tanto de los descubiertos como de los agazapados, para llamarlos
con otra frase famosa de otro comisionado de paz, en otros tiempos. El rechazo o la indiferencia de quienes,
como dice el de ahora, “piensan que las cosas están bien como están”.

Otra cosa que dice es la que le da título a su conferencia. Que “…el conflicto ha afectado más a unos
territorios que a otros” en el mapa nacional. Otra obviedad, por supuesto. Pero que el ciego Estado
colombiano empiece a reconocer las obviedades es revolucionario (si es verdad que detrás del comisionado
Jaramillo está el Estado). Otra obviedad, digo, porque en este último medio siglo no ha habido aquí una
guerra, sino varias, de acuerdo con las regiones y con los momentos: por la tierra, por la política, por la
justicia, por la droga.

Otra frase del comisionado recuerda la propuesta del difunto jefe guerrillero Jaime Bateman sobre lo que él
llamaba “ el sancocho nacional”, y es la sensatez misma: que todo el mundo participe. Dice Jaramillo:
“Necesitamos que todos los sectores de la sociedad –campesinos, indígenas, afrodescendientes, empresarios,
universidades, organizaciones sociales, miembros de la Iglesia– se sientan parte de un mismo proceso; que la
paz es de ellos y con ellos, que todos pueden y deben aportar”. Y en su enumeración quedan faltando otros:
banqueros, sindicatos, militares, políticos profesionales. Niños y niñas, aunque suene imbécil: también hay
que contar con los imbéciles.

Otra de las frases es el recorderis de algo también obvio, pero que muchos temen, incluso dentro de este
mismo gobierno de Santos que está negociando con la guerrilla en La Habana: que el fin del uso de la
violencia en política “hará la política colombiana más rica y más democrática; y también más agitada y más
contestataria”. Esto significa que las manifestaciones, las marchas de protesta, los paros campesinos, no
podrán ser reprimidos con el habitual pretexto de que están “infiltrados por los violentos”. Las autoridades
tendrán que aguantárselos. Para que, como advierte el comisionado, “nadie que promueva sus ideas políticas
en democracia sea víctima de la violencia”.

Y, finalmente, otra obviedad que no sobra reiterar muchas veces, porque también solemos rechazarla por
nuestra pereza mental, política, y, en suma, existencial: que “el proceso de paz no se acaba sino, más bien,
comienza de verdad con la firma del acuerdo” de La Habana.

Está muy bien lo dicho por Sergio Jaramillo. Pues lo que hemos venido viendo de lo de La Habana es que los
del gobierno, callados, solo hablan como reacción al parloteo incesante de las Farc, que tienen bien ensayada
su carreta, ellas sí. O bien hablan aquí, a gritos, por boca del ministro de Defensa Juan Carlos Pinzón para
apaciguar a los enemigos de la paz. No es a ellos a quienes hay que hablarles. Ni tampoco en inglés a los
estudiantes de Harvard. Sino a la gente de Colombia en su conjunto, para explicarle en qué van las cosas, y
para dónde van.

Por: Antonio Caballero

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