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DE FIESTAS Y FIESTAS EN EL SIGLO XVIII VIRREINAL


Martha Barriga Tello
Universidad Nacional Mayor de San Marcos

Entre los aspectos de la fiesta que han interesado a los estudiosos están su trascendencia
para la devoción popular así como sus características e importancia político social. Aquí
nos interesa establecer su influencia en las artes del siglo XVIII americano y señalar
algunos de los rasgos que determinaron la diferencia entre la Fiesta oficial y la fiesta en
su sentido popular. Aunque ambas coexisten en el mismo espacio temporal y con
frecuencia se superponen, la celebración presenta matices que resultan de las
condiciones socio económicas de cada espacio geográfico pero también, en gran parte,
de las preceptivas de la monarquía ilustrada.

La copiosa legislación alrededor de la fiesta se extendió a todo el territorio imperial y


recogida por los concilios, por lo que puede observarse su impacto y aplicación en los
ámbitos virreinales. Las autoridades civiles y religiosas que llegaron a las sedes
americanas fueron las encargadas de aplicar las nuevas disposiciones sustentándose en
las mismas consideraciones que se adujeron en Europa. De acuerdo a sus motivaciones
podríamos considerar que la población de todo el territorio de la monarquía española
pasaba por un cambio de costumbres que la conducía a conductas similares, cuando no
idénticas entre sí. Como es difícil aceptar llanamente que fue factible que las normas se
ejecutaran y asimilaran exactamente del mismo modo a ambos lados del Atlántico,
considerando las peculiaridades de los territorios así como la variedad de sus
poblaciones, suponemos que, en lo que atañe a la festividad religiosa, la Iglesia
española en América aplicó la legislación como un modelo cerrado, sin dubitaciones y
con escasas adaptaciones. Es cierto que ni en España ni en América se pudieron fijar en
profundidad las restricciones establecidas porque, en términos generales, la población se
mostró indiferente, y esto comprendió tanto al sector civil como al religioso no
pertenecientes a los estamentos altos de la sociedad. Sin embargo, la intención
unificadora y austera que implicó la legislación ilustrada tuvo consecuencias más o
menos patentes en las manifestaciones artísticas referidas a la fiesta y en aquellas que le
estuvieron vinculadas en el sector de las altas clases sociales. La aparente contradicción

Barriga Tello, Martha: De Fiestas y fiestas en el siglo XVIII virreinal. (2007). Reflexión y
espectáculo en la América virreinal. Buxó, José Pascual (Editor)Universidad Nacional
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surge porque las formas impuestas oficialmente para las celebraciones fueron
imperceptiblemente contaminando lo que se consideraba apropiado y atractivo, un
objetivo implícito en los sectores que organizaban los fastos.

El Presbítero Ignacio de Castro, partícipe del pensamiento ilustrado en el Cusco a fines


del siglo XVIII (1793), opinó a propósito de la parafernalia festiva religiosa que:

las iluminaciones interiores y exteriores en fiestas y otras funciones de


Iglesia es de incomparable exceso. Increíble es lo que se gasta en pólvora
para salvas y juegos de artificio […] Nuestro culto aunque sea de espíritu
y verdad, pide objetos sensibles que ayuden nuestra atención. Tal es la
religión de los Mortales. Las sombras, símbolos y enigmas son aquí
abaxo su suerte; y limitarse a solo el culto interior, no es factible al
inmenso cuerpo de los Fieles acostumbrados a que les vengan las
especies por los sentidos (Castro 1978:56).

Históricamente, la necesidad de transmitir conceptos, reforzarlos y de convencer


inventó la fiesta, en cualquier medio y con variados objetivos. Fue un recurso al que
acudió el cristianismo desde su creación alentado por el éxito de su aplicación en las
tradiciones de las que surgió. Era lógico que la fiesta que pasó a América desde España
se esforzara por comprometer sensiblemente a los asistentes, especialmente en aquellos
lugares en los que habían existido civilizaciones con un alto desarrollo, a las que debía
emular. Por su propia dinámica en su aspecto externo la celebración trascendió la
propuesta oficial porque era una escenificación que suponía la intervención de
participantes de variados orígenes en competencia por mostrar su posición social, sus
habilidades y capacidad. En el nivel interno fueron más complejas las motivaciones en
parte derivadas de lo anterior y también porque implicaron un sustrato de
ideologización, tendenciosidad y encubrimiento de la verdadera intención, en todos los
grupos que participaron.

En el virreinato del Perú la celebración pública se había convertido en un estado


permanente al punto que motivó las Real Cédulas del 26 de agosto de 1686 y del 8 de
octubre de 1689 por las que se llamó la atención al virrey debido a que:

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eran tantas las fiestas que la devoción de los virreyes avían (sic) introducido con el
título de corte, que hecho cómputo de éstas, las de precepto, y las de vacaciones, se
quitaban cinco meses al despacho de los negocios en perjuicio de la causa pública, y
litigantes: le mandó observase puntualmente el arancel de las fiestas que guardaba el
Consejo que eran las establecidas por Urbano VIII, sin exceder de las fiestas de tabla”
(Ayala VI 1989: 181-182).

Esto significa que la población, partícipe fundamental de la celebración, estaba


permanentemente sometida a un proceso de entrenamiento acerca de lo que era social e
ideológicamente correcto, pero no de intervenir del mismo modo. En caso que tuviera la
capacidad para hacerlo se le sometía a restricciones que limitaban su toma de
decisiones. La descripción de la fiesta que se tributó en Lima a José Baquíjano y
Carrillo en 1812, da un ejemplo de la situación, pocos años después de terminado el
siglo XVIII:

Mientras que la nobleza se entregaba a las delicias del baile (…) el


pueblo rebozaba de júbilo y entusiasmo en medio de la plaza (…) y sobre
un tablado inmediato coloca la orquesta que le acompaña: en el extremo
opuesto de la plaza los negros (…) continuaban sus danzas africanas. El
repique de las campanas conmovía los edificios, la explosión y ruido de
la pólvora purificaba y estremecía la atmósfera, la harmonía de una
escogida música deleytaba la imaginación y los sentidos, y los bárbaros y
rudos instrumentos orientales con sus groseras pero enérgicas canciones
formaban el más sorprendente contraste. Lima se había conmovido toda
desde sus cimientos, y la noche se había convertido en día (Estenssoro
1989: 64).1

Se deduce que, a pesar de ser el regocijo general, los grupos se encontraban claramente
situados en lugares próximos, pero diferenciados. Cada sector expresaba su júbilo de
acuerdo a su particular costumbre. No existía un sentimiento unificador como no fuera,
seguramente, la intención de respaldar la promoción del limeño Baquíjano a pesar de
que para alguno de los grupos que ocupaban la plaza significara algo menos que un
pretexto para la celebración.

La falta de un compromiso comunitario único hizo suponer a los historiadores del


siglo XVIII que se produjo un debilitamiento de la fe y que se desdeñaba a la clase

1
Citando a: José Antonio Miralla, Breve descripción de la fiesta celebrada con motivo de la promoción

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religiosa. Más que debilitamiento lo que se observa es una formalización diferente,


centrada en paradigmas distintos, que tuvieron su expresión en las ceremonias. El
jesuita limeño Rubén Vargas Ugarte percibió parte del problema cuando afirmó que:

Nacía este prejuicio del regalismo y de este tutelaje que los Reyes de
España extremaron en los últimos tiempos, convirtiendo a la Iglesia en
sierva del Estado y obligando a los Obispos a ceder ante las
intromisiones del poder real. Esta actitud de la Corona no podía menos
que arrebatar a la Iglesia su prestigio y su independencia y a situarla en
un nivel de inferioridad (Vargas Ugarte 1961:345).

Vargas reconoce que la dificultad derivaba de la subordinación de la Iglesia y de la


postura de algunos de sus miembros. Sin embargo, tampoco debe dejar de considerarse
que la Iglesia no era la única que estaba inmersa en estos conflictos pues, de alguna
manera, reflejaban la actitud de distanciamiento que se produjo en todos los sectores
respecto a la autoridad. Un escenario propicio para que se verificaran los desencuentros
fueron las fiestas y la aplicación de las ordenanzas que se emitieron para adecuarlas a la
nueva ideología ilustrada. Las normas surgieron a medida que fue ejerciéndose mayor
control al entusiasmo ciudadano y conforme estas expresiones fueron convirtiéndose en
espejo del entramado social.
Es interesante observar cómo, sin que abandonara su carácter lúdico y piadoso, en el
siglo XVIII la fiesta fue percibida por las autoridades como un elemento disociador,
reflejo de rupturas o crítica sociales al punto que obligó a reiterar, o a disponer, si no
existía, una reglamentación estricta y precisa. Alrededor de la segunda mitad del siglo
las normas que se establecieron para ordenar las fiestas tuvieron una doble intención.
En un sentido demuestran un cambio en las ideas de las autoridades religiosas,
progresivamente más coincidentes con la tendencia oficial a favor del orden. En otro
sentido, fueron un pretexto para controlar la mentalidad del colectivo y, en ese marco,
aplicar y establecer una gradación acorde con la condición social de los participantes.
Algunas de las normas emitidas por la corona buscaron reforzar su autoridad y delimitar
las pretensiones de sectores diversos, encubiertas en algunas prácticas. En detalles
exteriores como la moda en el vestido, la calidad de las telas y de los adornos, los

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borbones se mostraron restrictivos, controladores, así como profundamente interesados


por mantener las distancias y evitar la confusión de las jerarquías

Algunas leyes involucraron una clara separación estamental y tuvieron implicancias en


el contexto de la celebración. El tema de la vestimenta se aplicó a toda la población. Un
uso que puede considerarse extremo fue el travestismo, rechazado explícitamente. En
las Prevenciones que se deben observar en los bailes de máscaras que el comercio de
esta capital [Santa Fe de Bogotá] ofrece al feliz arribo a ella del Exmo. Señor Virrey
don Antonio Amar y Borbón, que redactó el Oidor Juan Hernández de Alba, entre otras
disposiciones se explicitaba que “era prohibido […] el que las mujeres llevaran traje de
varón y éstos de mujer” (Giraldo Jaramillo 1941: 223). Esta modalidad fue
relativamente aceptada en España más o menos abiertamente, aunque nunca por la
Iglesia ni la legislación. En 1715 se estableció que,

El vestirse la mujer con vestiduras de hombre, y el hombre con


vestiduras de mujer, es cosa abominable, y Dios lo tenía prohibido en su
Ley Antigua; pero de este capital desorden no es necesario hablar más
largamente, porque por sí mismo manifiesta su feísima y grande
incidencia (Saavedra-Sobrado 1997: 291)2.

También hubo preocupación por controlar el uso cotidiano del traje. En una Pragmática
del 15 de noviembre de 1723, Felipe V encargó a los Obispos, y Prelados, que
corrigieran “los excesos de las modas escandalosas en los trajes de las mujeres”
(Saavedra-Sobrado, 1997: 287). Esta pragmática era muy específica porque prohibió
que alguna persona, cualquiera fuera su condición, usase brocados, bordados de oro y
plata, seda ni cualquier tipo de guarniciones y piedras preciosas. Respecto a las clases
bajas se ordenó que vistieran de paño y no de tejidos lujosos. En lo que concernía a
artesanos, labradores y jornaleros, se les impedía usar vestidos de seda, “sino solamente
de paño, jerguilla, raxa, ó vayeta, o de cualquier género de lana, á excepción de las
mangas, y bueltas de las mangas de las casacas, y las medias, en las cuales se permite el
uso de la seda” (Saavedra- Sobrado, 1997: 296)3. La preocupación era que el libre uso

2
Citando una opinión del padre Arbiol (1715). La familia regulada con doctrina de la Sagrada
Escritura… Zaragoza: 284.
3
De: Novísima Relación, Ley I, título 12, libro 7.

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de materiales y tejidos amenazaba con anular la distinción entre el noble y el plebeyo lo


que, se afirmaba, conducía al cambio de las costumbres, absteniéndose de trabajar el
que tenía la obligación de hacerlo en su afán por equipararse a su señor, con lo que lo
dejaba sin medio de sustento.
Con mayor severidad, no faltó obispo que decidiera extender el castigo a la
excomunión de los sastres que prepararan dichas prendas, porque atentaban contra las
buenas costumbres e inducían al pecado. ¿Cuál habría sido la reacción de alguno de
ellos si hubiese participado de la visita canónica a los monasterios de la ciudad de Lima
realizada por su Arzobispo don Diego Antonio de Parada en 1775?. Eran famosos los
lujos y excesos que las abadesas permitían a las incontrolables monjas. En el artículo
tercero de su Auto de Visita, Parada ordenó que “ninguna [novicia] para tomar el hábito
se adorne con perlas, diamantes, alhajas de oro, ni otros vestuarios” (Angulo 1927:
111), que se añadían a los trajes de seda, encaje y brocado de la monja y su séquito. El
tipo y calidad del vestido era un distintivo social que ninguna circunstancia pudo
obstaculizar y, por consiguiente, también una pauta iconográfica que continuó
controlada hasta el fin del virreinato.
No debieron dar resultado las restricciones en ningún lugar del imperio porque,
en las ordenanzas generales del principado de Asturias de 1781, se insistió en proscribir
el libre uso del traje debido a::

Que la libertad en el uso del vestido que cada uno quiere echarse,
confunde las jerarquías, y diversidad de estados, que hasta en lo exterior
deben de distinguirse (…) el artesano o labrador de hacienda propia no
podrá vestir sino paño de Béjar, u otro equivalente en precio, y el
labrador que se adueñó de la mitad de la hacienda que trabaja vestirá solo
paño de Somonte, u otro igual. Aquel cuya hacienda sea toda ajena, no
podrá vestir sino Caldas, estameña del país, Herrera, u otra así, a no ser
que por su aplicación y aumento de ella merezca que la Junta Parroquial
de Agricultura le conceda facultad de vestir Somonte o Béjar, según su
mérito (Saavedra-Sobrado 1997:297)4.

Aunque en lo cotidiano español y americano la identificación de la apariencia externa


del individuo con su posición social era decisiva, en cuanta aparición pública o privada
hiciese, esta fue más problemática en el virreinato peruano porque los amos competían
4
De: E. Gómez Pellón, E. Vida tradicional y proceso de cambio en un valle del oriente de Asturias.
Editorial Trea. Oviedo, 1994:, p. 257.

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por vestir a sus servidores indumentarias que realzaran su prestigio personal, debido a
que el gesto connotaba desprendimiento y largueza. No se ocultaba que si el esclavo o
el servidor llevaban tanta riqueza, cuánta más correspondería al amo. Los viajeros del
siglo XVIII censuran que en Lima el traje no fuera un factor determinante de distinción
social tal como estaban acostumbrados, especialmente porque en la algarabía de las
celebraciones algunos establecían vínculos “inconvenientes” con personajes de inferior
nivel social. Esta ambigüedad en el uso cotidiano, opuesta a las disposiciones
administrativas, no ocurrió con la representación plástica de carácter permanente y
representativo que auspició la clase oligárquica, porque en ella puso extremo cuidado
por destacar las diferencias.
Otro aspecto de importancia, en el trasvase de lo cotidiano al arte, se refiere a un
elemento estructural de la fiesta que concitó el interés de las autoridades por estar
relacionado a las manifestaciones de la religiosidad popular, identificadas en el siglo
XVIII con la decadencia de las costumbres y la depravación moral. El Estado receló de
las concentraciones que se originaban en la fiesta religiosa, detrás de las que estaban las
cofradías que contribuían entusiasta y corporativamente a la celebración. El 2 de febrero
de 1758 se prohibió su libre creación, aunque generalmente contaban con el auspicio
eclesiástico. Sucedía que los grupos populares se reunían espontáneamente bajo una
advocación, se establecían como cofradía y participaban en las procesiones que disponía
la Iglesia, lo que permitió que proliferaran sin mayor control. Poco después, el 22 de
febrero de 1769, Pedro Rodríguez, conde de Campomanes, entonces Presidente de la
Cancillería española, propuso la extinción de todas las cofradías gremiales. A propósito
de ello se cursaron comunicaciones a los obispos en las que las cofradías penitenciales
eran descritas como “cuerpos tan monstruosos”. Paralelamente, se prohibieron los
banquetes y las comedias que organizaban aduciendo el excesivo gasto en el que
incurrían en perjuicio de los cofrades y la ruina de las poblaciones. Para detener lo que
fue considerado un desorden, el pensamiento ilustrado dispuso mediante la ley suntuaria
que se “recondujese la devoción de los fieles al espíritu del Evangelio y de la tradición
de la Iglesia” y “Que no se funden Cofradías sin licencia del Rey, ni se junten sin
asistencia del Prelado de la casa, y Ministros Reales” (Orduña - Millaruelo 2003: 170).
En Lima fueron identificadas diecinueve cofradías en estas condiciones que, sin
embargo, y por última vez, fueron aprobadas por Real Cédula del 9 de noviembre de

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1763. La legislación implicó que debieron obligatoriamente adecuar su participación a


una nueva formalidad, más austera y menos demostrativa.
Era claro que estas actividades preocupaban a las autoridades porque escapaban
a su dominio, especialmente en América. Fue necesario que el 2 de septiembre de 1771
se firmara una real cédula que disponía que las cofradías debían erigirse conforme a las
Leyes de Indias. Nuevamente, el 25 de junio en 1783, una resolución real concretaba los
aspectos mencionados amparándose en que tenían la intención de “eximirse de los
tributos, intento de constituir comunidad separada de la parroquial, exceso de derramas
y aportaciones impuestas a los cofrades, exceso en el consumo de cera, funciones de
pólvora y comilonas, gastos impuestos por el espíritu de emulación” (García Gallo
1979: 46), lo que evidentemente excedía la fiscalización del Estado.
Entre los indígenas puede observarse otro matiz respecto a estas leyes. Este
sector se vio involucrado cuando en 1777 el Estado, apoyado por un amplio sector de la
Iglesia, mostró una postura contraria a las reuniones indígenas que implicaban las
cofradías y las hermandades. Muchas de ellas fueron afectadas por las normas porque
eran autónomas, no rendían cuentas a autoridad alguna y se conducían con la libertad
suficiente como para recaudar fondos, realizar y participar en las festividades, así como
fundar lazos de compromiso social y religioso, lo que incomodó a las autoridades por el
carácter de administración paralela que establecían. La disposición real que decidió la
cancelación de las hermandades y cofradías que no hubiesen sido creadas de manera
regular se orientó a terminar con estos posibles focos de subversión, aunque la
preocupación se encubrió con una supuesta defensa de la adecuada observancia. Como
el 8 de marzo de 1792 hubo otro intento por controlar el funcionamiento de las
cofradías, puede suponerse el escaso eco que produjo el anterior.
En el contexto de esta última disposición estuvo la prohibición de que no se
erigiera “Iglesia ni lugar pío sin licencia del Rey” (García-Gallo 1979: 48), lo que causó
un malestar innecesario y condujo a las consiguientes demoliciones. Con ello la
monarquía manifestó opinión respecto a estas muestras de religiosidad, consideradas un
atentado contra el nuevo paradigma ilustrado porque fomentaban manifestaciones con
características populares no sujetas a la normatividad imperial. Por derivación, fueron
afectados económicamente los arquitectos y artistas, pues, aunque no contaban con
grandes caudales, los cofrades solían esforzarse por competir encargando obras para sus
capillas, locales y todo lo que implicara su participación en las procesiones.

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Un tercer aspecto en el sentido que tratamos es el que buscó simplificar la celebración.


Se prohibieron “los gigantones y gigantillas y tarasca‘ porque lejos de autorizar
semejantes figurones las procesiones y culto del santísimo Sacramento, causaban no
pocas indecencias y servían sólo para aumentar el desorden y distraer o resfriar la
devoción de la Majestad divina” (Orduña- Millaruelo 2003: 168)5. Para Madrid, el 10 de
abril de 1770, y con carácter más general el 10 y 21 de julio de 1780 y un año más
tarde, se reiteró que “en ninguna iglesia del Reino, sea catedral, parroquia o regular,
haya en adelante danzas ni gigantones, y que cese en adelante y del todo esta práctica en
las procesiones y demás funciones eclesiásticas”6, así como que se evitara del todo “esta
práctica en las procesiones y demás actos religiosos, como poco conveniente a la
gravedad y decoros que en tales ceremonias se requiere”7. La primera interpretación que
puede proponerse es que así se buscó simplificar la celebración. Pero estas
representaciones generalmente estaban bajo responsabilidad del sector popular de la
población, por lo que su marginación pasaba por negar su intervención directa en la
fiesta. En Lima las restricciones se extendieron en 1772 al uso de fuegos artificiales, lo
que se justificó primero por razones económicas y luego porque, tal como se estableció
en lo referido a la relación entre los retablos y el uso de velas en la devoción,
amenazaban con incendios, por lo que se adujo el peligro de su uso próximo a edificios
que estaban en gran parte construidos con madera y quincha (telares de barro y cañas
amarradas con cuero), aunque el mismo argumento se esgrimió para ámbitos más
seguros.
La participación popular fue nuevamente restringida por una norma del 20 de
febrero de 1777. Se ordenó que, en especial de noche, no se permitiese bailes en las
iglesias, incluidos aquellos [que se realizaban] en los atrios, así como delante de las
imágenes en las procesiones porque debía guardárseles respeto y reverencia igual que a
las imágenes (Orduña- Millaruelo 2003: 168)8. Los afectados en este caso fueron los
músicos que acompañaban las danzas y componían las piezas así como los coreógrafos,
porque los bailes y danzas solían prepararse con anticipación y animados por la

5
Citado de :Novísima Recopilación. 11.11 nota 5 y 11.12, nota 8, vol. I: 4-5.
6
Ministerio de Cultura Legislación Histórica de España,: Disponible en
http://www.mcu.es/archivos/lhe/Consultas/ Impresiones que el Consejo mandó hacer en los años de 1779
hasta el de 780. Fondo Contemporáneo. Ministerio de Hacienda, Libro 6559. 38º. [fecha de consulta: 06
de octubre de 2005]
7
Ministerio de Cultura Legislación Histórica de España,: http://www.mcu.es/archivos/lhe/Consultas/ y en
Novísima Recopilación 11.12, vol I:5.
8
Citada de: Novísima Recopilación 11.11, vol. I: 5.

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competencia. Lo real era que las autoridades consideraban que la oscuridad contribuía a
exaltar los ánimos y auspiciaba conductas que fomentaban el desorden y las faltas a la
moral pública.
No terminaron los problemas derivados de los usos en la fiesta ni la corte dejó
de frenarlos. En general, la severidad que adquirieron las normas fueron en razón
directamente proporcional al alejamiento de la población de las figuras de autoridad, por
lo menos en el sentido en el que se estaban configurando. La mayor parte de las
disposiciones fueron creadas, o actualizadas las antiguas si eran adecuadas, durante el
reinado de Carlos III (1759-1788). Considerando la insistencia es evidente que no
cumplieron su efecto en ningún lugar del reino. La mayor parte de las costumbres que
se prohibieron estuvo vinculada al sentido popular de la celebración, más espontáneo y
desembarazado. También hicieron patente la distancia ideológica tanto entre el Estado y
la población como entre el Estado y los funcionarios encargados de hacerlas cumplir.
Aunque siguió fomentándose la música, los coros y el baile, las funciones teatrales y la
lidia de toros, hubo variaciones en su realización con tendencia a una mayor sencillez y
austeridad.
Fundamental en este proceso fue contar con el compromiso de las mayoría de las
autoridades religiosas designadas por la corona. En todo el territorio imperial se advierte
la colaboración de los miembros de la Iglesia que, ya fuera por razones de política
institucional, personales o diplomáticas, compartían la tendencia modernizadora de la
monarquía. El arzobispo de Lima, don Pedro Antonio de Barroeta y Ángel (1750-1758),
por ejemplo, fue un constante detractor de lo que consideró excesos en la conducta de
sus feligreses. que pretendió regular en vinculación a normas que se habían emitido en
todo el reino. Paralelamente a la aceptación de las altas autoridades eclesiásticas estaba
la competencia abierta entre las órdenes religiosas respecto al deseo de implantar sus
particulares maneras de acercamiento a la población. en lo que fue fundamental la
formalización artística propiciada por las congregaciones y hermandades. Este fue el
marco de otra característica de la fiesta religiosa que puede delimitarse según la
procedencia socio económica de los individuos. Las Órdenes mayores fueron más
proclives a competir por alcanzar la modernidad. Las de menores recursos o no lo
intentaron, o lo hicieron inadecuadamente. En cualquiera de los casos la población fue
receptora de los buenos o malos resultados que obtuvieron tanto los grupos como los
individuos.

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Un modelo de reacción positiva al contexto legislativo, con implicancias en lo


artístico, se produjo en el ámbito privado de la clase social alta, en su afán de auto
ponderación y de estar a la vanguardia. Su actitud favoreció la participación de los
artistas plásticos, arquitectos, carpinteros, ensambladores, músicos, instrumentistas y de
todo aquel que fuera necesario para cubrir cada uno de los aspectos vinculados a la
representación que se mostraban al colectivo. Normalmente, el cliente ofreció los
modelos para la realización de la arquitectura efímera y de los elementos decorativos,
para lo cual buscó el apoyo de intelectuales de prestigio. El artista seleccionado debía
mostrar su calidad y capacidad creativa traduciendo de manera técnicamente impecable
las instrucciones y, además, con formas estéticamente satisfactorias para que
cumplieran eficazmente su objetivo.
La posibilidad que tenía el cliente, concretado como representante de cada uno
de los estamentos sociales responsables, de obtener prestigio a través de las
formulaciones artísticas permanentes o efímeras de la fiesta, debía cumplirse en varios
niveles. 1) La competencia se daba en el ámbito erudito que cubría el sector de los pares
y se establecía mediante lo apropiado de las formas, tanto como en los emblemas,
jeroglíficos y alegorías, en el marco de las expresiones estilísticas más actualizadas; y 2)
en lo espectacular, que se orientaba a deslumbrar a los concurrentes valiéndose de los
recursos de mayor ingenio y costo. Ambos discursos se entrecruzaban, pero no eran
necesariamente legibles en ambos sentidos. La población, en general, no podía dar
testimonio respecto a la actualidad de los recursos empleados ni acceder a los
complicados mensajes, legibles para determinado grupo social. Por su parte los estratos
altos de la población habitualmente criticaban las concesiones a la espectacularidad en
las que incurrían los comitentes, tanto como la orientación política de los mensajes
visuales.
En esta situación los artistas, inadvertidamente colocados en el centro de la
controversia, con frecuencia procedían de los sectores bajos de la población, aunque
habían adquirido la habilidad suficiente para traducir propuestas complejas. Eran el
vehículo de la integración festiva en la dirección de participación y coherencia que
postulaba la política ilustrada para las artes, a través de los encumbrados comitentes
virreinales, civiles y religiosos y de la adecuada recepción de los concurrentes. La
representación plástica a la que debió recurrir el artista tuvo que adecuarse a la imagen
de ciudad-población que postuló la corona en las directrices que normaron la conducta,

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tanto como a las que dirigieron las creaciones artísticas que los clientes, en su mayoría,
asumieron para sí mismos. En ese sentido, las normas promulgadas por las autoridades
ilustradas, incluso sin referirse expresamente a ello, condujeron la formalización y la
iconografía del XVIII orientándola tanto a la representación imitativa del objeto como a
preservar la memoria.
En general, las prácticas artísticas se identificaron con lo “oficial”. Los
elementos que fueron connotativos de la nueva estética fueron el decoro y la solemnidad
expresados en la verosimilitud de las imágenes sagradas en la procesión, sus atributos,
el colorido de su vestimenta, así como el aparejo de los animales y los adornos de los
participantes tanto en los séquitos como en cuanto espectadores, a lo que se agregó la
música y el baile. Esto trascendió hacia los encargos particulares de obras artísticas en
los diversos géneros como el retrato, la pintura alegórica, la pintura mística y simbólica,
que reflejaron la misma tendencia, tal como se deduce de las piezas del siglo XVIII que
pueden analizarse actualmente. Se valoró su capacidad de invención del artista en la
apariencia de las figuras y los personajes, tanto como su habilidad para lograr el
parecido con el modelo y lo apropiado de los elementos característicos de su origen
social, esto es la vestimenta, los adornos y las joyas, objetos determinantes de la
posición y autoridad del comitente. Se fue estricto en seleccionar la postura, los gestos y
el movimiento porque, en conjunto, eran también la expresión de la condición moral del
sujeto. Para lograr el éxito fue determinante la pericia y destreza técnica que demostrase
el artista para resolver el asunto propuesto a través de la perfección y exactitud del
dibujo, la calidad de los pigmentos y la aplicación de los colores, la precisión de las
sombras y el logro de las texturas, para conseguir resaltar cada uno de los pormenores.
Es significativa la importancia que tuvo en la época conseguir la exactitud en el
dibujo en la pintura así como el obtener rasgos realistas, definidos y expresivos en la
escultura. En el sentido del control de los medios destacó el ambiente físico,
arquitectónico o cívico y la aplicación de la perspectiva geométrica sobre la que se
organizaba la composición, porque definía el espacio ordenado y jerarquizado en el que
debían distinguirse claramente los lugares destinados a cada sector social o personaje.
Se puso hincapié en la distinción entre los planos; la simetría; el tamaño proporcional de
las figuras según su autoridad; el mejor tratamiento anatómico, del volumen y la
regularidad de las proporciones. La connotación de lo claro y armonioso se tradujo en
la luminosidad del color mediante una mayor inclusión de blancos y valores bajos, así

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como en su perfecta aplicación en el espacio delimitado por la línea. Se hizo


indispensable añadir cartelas aclaratorias e informativas que no dejaban resquicio a la
interpretación acerca del tema o personaje representado, una ocasión que permitía rendir
homenaje al individuo, o aportar opinión acerca del tema.
No se descuidaron los aspectos técnicos del arte. Eran importantes los detalles
propios de la obra, como su tamaño y la calidad de los materiales que se empleaban en
realizarla, los que eran rápidamente identificados por los receptores, acostumbrados a
considerarlos un valor añadido al producto. Tampoco se desatendió la ubicación a la
que se destinaría la obra, si formaría parte del ámbito privado, o si sería expuesta de
manera permanente en una capilla o edificio público. Todos estos aspectos
comprometieron la interpretación de la imagen oficial y de la privada de la Ilustración,
tendiente al orden y la claridad. Algunos artistas de la segunda mitad del siglo XVIII
siguieron esta preceptiva combinada con elementos de su experiencia anterior, más
cercana a su realidad inmediata. Es importante señalar que así como el artista resaltó a
los personajes en el cuadro, se cuidó de destacar la propia imagen aludiéndose, ya fuera
en forma explícita o incorporándose ingeniosamente en la composición.
Un ejemplo referido a la práctica pictórica que nos acerca a lo expuesto es el
Tratado de Pintura del artista quiteño Manuel Samaniego y Jaramillo (ca. 1767-ca.
1823), propuesto como manual en su taller hacia fines del siglo XVIII, o principios del
siguiente (Vargas 1975)9. El texto de Samaniego refleja en gran parte la problemática
que se ha venido tratando, desde la focalización de las artes plásticas. Las fuentes con
las que el autor respalda sus consejos y apreciaciones datan de la vertiente clasicista de
la transición entre los siglos XVI y XVII: Juan de Arfe y Villafañe, Francisco Pacheco,
Pablo de Céspedes, Carl van Mander y puntuales acotaciones iconográficas del más
antiguo, Jan van Eyck. Para los asuntos de taller, Samaniego ofrece soluciones técnicas
referidas a la preparación de materiales y la aplicación del color, texturas y motivos
iconográficos a temas históricos, alegóricos, religiosos y al paisaje.
Los primeros capítulos dan cuenta de la preocupación del pintor por la adecuada
representación del cuerpo humano. Los títulos de los capítulos establecen los temas: 1:
“Tratase de las medidas y compases del cuerpo humano” en el que alude al homus
quadratus vitruviano y 2: “Diez rostros tiene el hombre más gallardo” tomado De Varia

9
VARGAS, O.P., José María. Manuel Samaniego y su Tratado de Pintura. Quito, Pontificia Universidad
Católica, Museo Jacinto Jijón y Caamaño, 1975.

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Conmmensuración para la Escultura y la Architectura (1585-1587), de Juan de Arfe y


Villafañe, del Discurso de la comparación de la antigua y moderna pintura y escultura
(1604) de Pablo de Céspedes y del Poema de la pintura, rescatado por Francisco
Pacheco en su Arte de la Pintura (1649), de los que compendia las proporciones
humanas de acuerdo a la edad y sexo del individuo representado; y el tercero: “En que
se trata de la segunda parte del dibujo y la simetría”, define las medidas de los niños e
incluye una parte en la que sigue las pautas del Schilderboek (Holanda 1604) de Carl
van Mander, para las posturas y movimientos, gestos y actitudes con tipologías tanto
para figuras individuales como para grupos (Vargas 1975:65-110). Recalca el autor los
pasajes referidos a la variedad de personajes y a los modelos de ambientes que pueden
incluirse en una composición combinando distintos tamaños y niveles, pero cuidando de
guardar siempre la claridad expositiva y la verosimilitud. De Pablo de Céspedes y de
Jan van Eyck incluye, junto a las propias, las propuestas de algunos temas
iconográficos, los materiales y la preparación y aplicación del color. De acuerdo a la
selección de sus fuentes y a que las evidencia nítidamente, Samaniego es un artista que
se orienta a la práctica de cuño clásico, a la rigurosidad de la preceptiva mediante un
lenguaje formal legible de raíz científica, porque los teóricos a los que hizo referencia
así lo entendían y sus propuestas fueron el resultado del convencimiento del valor
superior del arte. El artista quiteño respalda sus aseveraciones con ellos, tanto para
conducir su práctica artística como la de sus discípulos.
Se deduce del texto el interés del pintor por establecer definiciones en cuanto al
aspecto de los personajes según su condición, como acerca de la técnica para lograrlo.
Destaca en particular la importancia que da Samaniego al dibujo y a que el color se
aplique uniformemente en los espacios que delimita la línea, “perfilar el dibujo, meter el
encarne bien parejo, no en partes cargado y en partes flaco…procurar no salir del dibujo
[…] sin dejar raya ninguna en todo” (Vargas 1975:89). Prefiere el uso de una gama
corta de colores claros y de sombras sutiles y está a favor del uso de las medias tintas,
sin contrastes pronunciados. Junto a esto resalta la aplicación de las veladuras para
obtener mayor precisión en las texturas y calidad en el efecto del color, “bien templado,
acorde y armónico, sin que haya cuerda que desune[…] de suerte que en cada cosa se
muestre la gracia y sutileza del artífice”(Vargas 1975:88-89). Comprobamos su
preocupación porque el artífice muestre habilidad en el manejo técnico en beneficio de

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su prestigio pues, como señalamos antes, no solamente debía esforzarse por resaltar el
valor del cliente.
En la búsqueda de perfección Samaniego ofrece recetas para trabajar
adecuadamente “Paños y ropas cambiantes” (vargas1975:88, 95-97); “Para hacer
terciopelos”, sección en la que incluye el tratamiento del paisaje (Vargas 1975:97-98); y
para representar adecuadamente los distintos tipos psicológicos de los personajes
(Vargas 1975:105-110). En estos pasajes Samaniego evidencia los aspectos que son
preocupación en su tiempo: la precisión anatómica de los personajes, su carácter y el
ambiente en el que se les debía colocar, a propósito de lo cual alude al principio clásico
de selección; la jerarquización de motivos; la calidad de las telas; la exactitud en los
detalles y los temas alegóricos, todo dispuesto de acuerdo a las reglas de la simetría, la
proporción y la perspectiva, mediante el uso de colores brillantes de tonalidades suaves
y armoniosas. Se advierte en Samaniego la voluntad de comprensión del artista que
profundiza en la invención para acercarse a lo conceptual y a lo conocido
intelectualmente, sin descuidar la reconstrucción de la naturaleza, lo más fielmente
posible, en el mundo paralelo de la imaginación.
Samaniego es un ejemplo adecuado para conocer la situación de las artes
plásticas en el siglo XVIII americano porque fue un pintor de éxito que recibió encargos
de distintos puntos de Sudamérica, entre ellos limeños. En este caso debemos entender
que se ajustaba a la tendencia del gusto local de balance, o indeterminación, entre la
tradición y la novedad. Un detalle interesante respecto a la percepción de un eventual
receptor contemporáneo es la comunicación que el 6 de diciembre de 1801 Francisco
José de Caldas, actuando como intermediario entre artista-cliente, le dirige a éste
informándole del avance de un encargo al pintor quiteño. Hacia el final de la carta
acota,
Los encargos de Ud. avanzan: Samaniego, pintor de genio, ha formado los
diseños de los santos, bien contrastados, equilibrados con sus niños, aptitudes
naturales y expresiones propias; en fin, no perdonó cuidado para que tenga dos
santos buenos, o, a lo menos, que salgamos de la rutina antigua” (Vargas
1975:31-32).10

Caldas advirtió en los cuadros características que coincidían con las recomendaciones
técnicas del pintor en su Tratado, lo que significa que fueron resultado de una larga y

10
Carta de Franisco José de Caldas, en la recopilación de Eduardo Posada (1917:1,102) Bogotá.

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meditada experiencia confrontada con autoridades. También advierte que existe un


cambio en el estilo de Samaniego en sentido opuesto a lo realizado hasta entonces.
Como se deduce del Tratado, las variaciones estuvieron en soluciones técnicas distintas
a lo inmediatamente anterior, en aspectos como la relación dibujo-color y la gama suave
y delicada de éstos, tomando como referente la estructura compositiva de la etapa
clasicista del último Renacimiento y el manierismo. Paralelamente, demostró un
particular interés por obtener, lo más cercanamente posible, la apariencia de la calidad y
textura de las telas que fue un factor relevante en su tiempo. En cuanto a los temas,
mantuvo la iconografía fijada en el medioevo, que continuaba vigente en su época
(Stastny 1993).
La coincidencia entre las fuentes del arte del siglo XVI y la tendencia que se
construía en el siglo XVIII no se remiten exclusivamente a la teoría artística. Se advierte
en la insistencia por ejercer control sobre las manifestaciones públicas que redundaron
en la codificación del lenguaje artístico. Por ello las fuentes más adecuadas para la
Ilustración fueron las de los últimos años del siglo XVI o primeros del XVII que, a su
vez, mantuvieron rasgos más antiguos. Las normas referidas a la simplificación de la
fiesta, de una manera u otra, afectaron la imagen que de sí misma tenía la ciudad sede
del gobierno virreinal y, por consiguiente, de sus habitantes en situación de beneficiarse
del objeto artístico o de contemplarlo. Pero esa imagen debía localizar un referente
autorizado para cubrir la necesidad racionalista de la época. El eclecticismo era
inevitable porque la interacción entre lo permitido y lo practicado fue constante y
produjo un importante matiz. La ambigüedad que se advierte en los usos cotidianos de
la época hizo que, en lo que respecta a las artes, poco lograron profundizar las
propuestas de los estatutos reales en los lugares en los que no hubo intereses paralelos
que los hicieran viables. La cuestión de adaptar la arquitectura, la música y las artes
aplicadas a las artes plásticas estuvo signada por las implicancias políticas e ideológicas
de las disposiciones y restricciones monárquicas que suponía aceptar o no una norma.
Las instancias de los gobiernos civil y eclesiástico poco pudieron hacer para oponerse,
si esa hubiese sido su intención. Fue diferente la situación en los sectores que no
estaban comprometidos ni aspiraban a ningún beneficio de la administración central. La
persistencia en la mayoría de lugares de las fórmulas estéticas rechazadas oficialmente
es una muestra de ello. Y también lo es el patético resultado que muchas veces tuvo
intentar aplicar las preceptivas en contextos poco o en absoluto convencidos.

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Posiciones como la de Manuel Samaniego y otros artistas contemporáneos se orientaron


a conciliar los cambios que propiciaba el sector oficial buscando el respaldo de fuentes
autorizadas, equivalentes en lo formal. El artista intentó encontrar un referente teórico-
práctico coherente y claro que le permitiera adaptarse a las modificaciones en el sentido
de austeridad y decoro que fomentaban las normas. Así se produjo la interacción entre
arte y realidad sin subvertir la legislación, a la vez que se satisficieron las inquietudes
estéticas de la alta clase social ilustrada, aunque finalmente afectó la de todos los
estamentos sociales. Si analizamos cuidadosamente el Tratado de Pintura de Manuel
de Samaniego y las obras de arte de su tiempo, observaremos la progresiva claridad en
las composiciones, mayor naturalismo en los personajes y los paisajes que los
acompañan, así como una gama de colores, cada vez más luminosos, contenidos por
dibujos de delineados precisos que coinciden con las propuestas de orden, jerarquía y
decoro de las normas festivas.
A pesar de estos esfuerzos y como consecuencia de las variables que se
advierten en el siglo XVIII, en ocasiones es difícil datar una obra o establecer
claramente sus características estilísticas, indecisión que debe atribuirse a las
ambigüedades y vacilaciones en las que se desenvolvieron los protagonistas, atrapados
entre la vocación y la norma. La distancia social que establecía la legislación referida a
la fiesta se reflejó en los aspectos estilísticos e iconográficos que solicitaban los clientes
de obras de arte, en su mayor parte miembros de las altas clases sociales y autoridades
de la administración civil y religiosa. Las clases inferiores continuaron aspirando a
obras de devoción más cercanas a la tradición, que estilísticamente presentaron escasas
variables debido a su transformación más lenta. Por otro lado, la legislación contra la
formación de cofradías así como la importancia que fue adquiriendo el desempeño
individual, supuso una desviación del mercado hacia temas de arte no religiosos, más
acordes al gusto particular. Ese fue el caso del retrato, que se fue constituyendo en
estandarte de autoridad, poder económico y forma de reconocimiento cultural y social,
incluso en el interior de la Iglesia, por lo que es un género referencial importante para
comprobar los cambios.
En este contexto puede comprenderse la influencia que tuvo en las artes la
Fiesta, como celebración regulada por la Iglesia o la autoridad civil, y la fiesta del
común que, aunque se estructuraba sobre el modelo de la anterior, permitía variaciones

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más acordes con el sentir y las tendencias de época, tendencias que no solamente
provenían de los decretos y disposiciones reales, sino que también derivaban de la
dinámica social de los Virreinatos, a partir de la que se configuraron las características
peculiares de su arte.

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