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Entre los aspectos de la fiesta que han interesado a los estudiosos están su trascendencia
para la devoción popular así como sus características e importancia político social. Aquí
nos interesa establecer su influencia en las artes del siglo XVIII americano y señalar
algunos de los rasgos que determinaron la diferencia entre la Fiesta oficial y la fiesta en
su sentido popular. Aunque ambas coexisten en el mismo espacio temporal y con
frecuencia se superponen, la celebración presenta matices que resultan de las
condiciones socio económicas de cada espacio geográfico pero también, en gran parte,
de las preceptivas de la monarquía ilustrada.
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surge porque las formas impuestas oficialmente para las celebraciones fueron
imperceptiblemente contaminando lo que se consideraba apropiado y atractivo, un
objetivo implícito en los sectores que organizaban los fastos.
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eran tantas las fiestas que la devoción de los virreyes avían (sic) introducido con el
título de corte, que hecho cómputo de éstas, las de precepto, y las de vacaciones, se
quitaban cinco meses al despacho de los negocios en perjuicio de la causa pública, y
litigantes: le mandó observase puntualmente el arancel de las fiestas que guardaba el
Consejo que eran las establecidas por Urbano VIII, sin exceder de las fiestas de tabla”
(Ayala VI 1989: 181-182).
Se deduce que, a pesar de ser el regocijo general, los grupos se encontraban claramente
situados en lugares próximos, pero diferenciados. Cada sector expresaba su júbilo de
acuerdo a su particular costumbre. No existía un sentimiento unificador como no fuera,
seguramente, la intención de respaldar la promoción del limeño Baquíjano a pesar de
que para alguno de los grupos que ocupaban la plaza significara algo menos que un
pretexto para la celebración.
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Citando a: José Antonio Miralla, Breve descripción de la fiesta celebrada con motivo de la promoción
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Nacía este prejuicio del regalismo y de este tutelaje que los Reyes de
España extremaron en los últimos tiempos, convirtiendo a la Iglesia en
sierva del Estado y obligando a los Obispos a ceder ante las
intromisiones del poder real. Esta actitud de la Corona no podía menos
que arrebatar a la Iglesia su prestigio y su independencia y a situarla en
un nivel de inferioridad (Vargas Ugarte 1961:345).
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También hubo preocupación por controlar el uso cotidiano del traje. En una Pragmática
del 15 de noviembre de 1723, Felipe V encargó a los Obispos, y Prelados, que
corrigieran “los excesos de las modas escandalosas en los trajes de las mujeres”
(Saavedra-Sobrado, 1997: 287). Esta pragmática era muy específica porque prohibió
que alguna persona, cualquiera fuera su condición, usase brocados, bordados de oro y
plata, seda ni cualquier tipo de guarniciones y piedras preciosas. Respecto a las clases
bajas se ordenó que vistieran de paño y no de tejidos lujosos. En lo que concernía a
artesanos, labradores y jornaleros, se les impedía usar vestidos de seda, “sino solamente
de paño, jerguilla, raxa, ó vayeta, o de cualquier género de lana, á excepción de las
mangas, y bueltas de las mangas de las casacas, y las medias, en las cuales se permite el
uso de la seda” (Saavedra- Sobrado, 1997: 296)3. La preocupación era que el libre uso
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Citando una opinión del padre Arbiol (1715). La familia regulada con doctrina de la Sagrada
Escritura… Zaragoza: 284.
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De: Novísima Relación, Ley I, título 12, libro 7.
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Que la libertad en el uso del vestido que cada uno quiere echarse,
confunde las jerarquías, y diversidad de estados, que hasta en lo exterior
deben de distinguirse (…) el artesano o labrador de hacienda propia no
podrá vestir sino paño de Béjar, u otro equivalente en precio, y el
labrador que se adueñó de la mitad de la hacienda que trabaja vestirá solo
paño de Somonte, u otro igual. Aquel cuya hacienda sea toda ajena, no
podrá vestir sino Caldas, estameña del país, Herrera, u otra así, a no ser
que por su aplicación y aumento de ella merezca que la Junta Parroquial
de Agricultura le conceda facultad de vestir Somonte o Béjar, según su
mérito (Saavedra-Sobrado 1997:297)4.
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por vestir a sus servidores indumentarias que realzaran su prestigio personal, debido a
que el gesto connotaba desprendimiento y largueza. No se ocultaba que si el esclavo o
el servidor llevaban tanta riqueza, cuánta más correspondería al amo. Los viajeros del
siglo XVIII censuran que en Lima el traje no fuera un factor determinante de distinción
social tal como estaban acostumbrados, especialmente porque en la algarabía de las
celebraciones algunos establecían vínculos “inconvenientes” con personajes de inferior
nivel social. Esta ambigüedad en el uso cotidiano, opuesta a las disposiciones
administrativas, no ocurrió con la representación plástica de carácter permanente y
representativo que auspició la clase oligárquica, porque en ella puso extremo cuidado
por destacar las diferencias.
Otro aspecto de importancia, en el trasvase de lo cotidiano al arte, se refiere a un
elemento estructural de la fiesta que concitó el interés de las autoridades por estar
relacionado a las manifestaciones de la religiosidad popular, identificadas en el siglo
XVIII con la decadencia de las costumbres y la depravación moral. El Estado receló de
las concentraciones que se originaban en la fiesta religiosa, detrás de las que estaban las
cofradías que contribuían entusiasta y corporativamente a la celebración. El 2 de febrero
de 1758 se prohibió su libre creación, aunque generalmente contaban con el auspicio
eclesiástico. Sucedía que los grupos populares se reunían espontáneamente bajo una
advocación, se establecían como cofradía y participaban en las procesiones que disponía
la Iglesia, lo que permitió que proliferaran sin mayor control. Poco después, el 22 de
febrero de 1769, Pedro Rodríguez, conde de Campomanes, entonces Presidente de la
Cancillería española, propuso la extinción de todas las cofradías gremiales. A propósito
de ello se cursaron comunicaciones a los obispos en las que las cofradías penitenciales
eran descritas como “cuerpos tan monstruosos”. Paralelamente, se prohibieron los
banquetes y las comedias que organizaban aduciendo el excesivo gasto en el que
incurrían en perjuicio de los cofrades y la ruina de las poblaciones. Para detener lo que
fue considerado un desorden, el pensamiento ilustrado dispuso mediante la ley suntuaria
que se “recondujese la devoción de los fieles al espíritu del Evangelio y de la tradición
de la Iglesia” y “Que no se funden Cofradías sin licencia del Rey, ni se junten sin
asistencia del Prelado de la casa, y Ministros Reales” (Orduña - Millaruelo 2003: 170).
En Lima fueron identificadas diecinueve cofradías en estas condiciones que, sin
embargo, y por última vez, fueron aprobadas por Real Cédula del 9 de noviembre de
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Citado de :Novísima Recopilación. 11.11 nota 5 y 11.12, nota 8, vol. I: 4-5.
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Ministerio de Cultura Legislación Histórica de España,: Disponible en
http://www.mcu.es/archivos/lhe/Consultas/ Impresiones que el Consejo mandó hacer en los años de 1779
hasta el de 780. Fondo Contemporáneo. Ministerio de Hacienda, Libro 6559. 38º. [fecha de consulta: 06
de octubre de 2005]
7
Ministerio de Cultura Legislación Histórica de España,: http://www.mcu.es/archivos/lhe/Consultas/ y en
Novísima Recopilación 11.12, vol I:5.
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Citada de: Novísima Recopilación 11.11, vol. I: 5.
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competencia. Lo real era que las autoridades consideraban que la oscuridad contribuía a
exaltar los ánimos y auspiciaba conductas que fomentaban el desorden y las faltas a la
moral pública.
No terminaron los problemas derivados de los usos en la fiesta ni la corte dejó
de frenarlos. En general, la severidad que adquirieron las normas fueron en razón
directamente proporcional al alejamiento de la población de las figuras de autoridad, por
lo menos en el sentido en el que se estaban configurando. La mayor parte de las
disposiciones fueron creadas, o actualizadas las antiguas si eran adecuadas, durante el
reinado de Carlos III (1759-1788). Considerando la insistencia es evidente que no
cumplieron su efecto en ningún lugar del reino. La mayor parte de las costumbres que
se prohibieron estuvo vinculada al sentido popular de la celebración, más espontáneo y
desembarazado. También hicieron patente la distancia ideológica tanto entre el Estado y
la población como entre el Estado y los funcionarios encargados de hacerlas cumplir.
Aunque siguió fomentándose la música, los coros y el baile, las funciones teatrales y la
lidia de toros, hubo variaciones en su realización con tendencia a una mayor sencillez y
austeridad.
Fundamental en este proceso fue contar con el compromiso de las mayoría de las
autoridades religiosas designadas por la corona. En todo el territorio imperial se advierte
la colaboración de los miembros de la Iglesia que, ya fuera por razones de política
institucional, personales o diplomáticas, compartían la tendencia modernizadora de la
monarquía. El arzobispo de Lima, don Pedro Antonio de Barroeta y Ángel (1750-1758),
por ejemplo, fue un constante detractor de lo que consideró excesos en la conducta de
sus feligreses. que pretendió regular en vinculación a normas que se habían emitido en
todo el reino. Paralelamente a la aceptación de las altas autoridades eclesiásticas estaba
la competencia abierta entre las órdenes religiosas respecto al deseo de implantar sus
particulares maneras de acercamiento a la población. en lo que fue fundamental la
formalización artística propiciada por las congregaciones y hermandades. Este fue el
marco de otra característica de la fiesta religiosa que puede delimitarse según la
procedencia socio económica de los individuos. Las Órdenes mayores fueron más
proclives a competir por alcanzar la modernidad. Las de menores recursos o no lo
intentaron, o lo hicieron inadecuadamente. En cualquiera de los casos la población fue
receptora de los buenos o malos resultados que obtuvieron tanto los grupos como los
individuos.
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tanto como a las que dirigieron las creaciones artísticas que los clientes, en su mayoría,
asumieron para sí mismos. En ese sentido, las normas promulgadas por las autoridades
ilustradas, incluso sin referirse expresamente a ello, condujeron la formalización y la
iconografía del XVIII orientándola tanto a la representación imitativa del objeto como a
preservar la memoria.
En general, las prácticas artísticas se identificaron con lo “oficial”. Los
elementos que fueron connotativos de la nueva estética fueron el decoro y la solemnidad
expresados en la verosimilitud de las imágenes sagradas en la procesión, sus atributos,
el colorido de su vestimenta, así como el aparejo de los animales y los adornos de los
participantes tanto en los séquitos como en cuanto espectadores, a lo que se agregó la
música y el baile. Esto trascendió hacia los encargos particulares de obras artísticas en
los diversos géneros como el retrato, la pintura alegórica, la pintura mística y simbólica,
que reflejaron la misma tendencia, tal como se deduce de las piezas del siglo XVIII que
pueden analizarse actualmente. Se valoró su capacidad de invención del artista en la
apariencia de las figuras y los personajes, tanto como su habilidad para lograr el
parecido con el modelo y lo apropiado de los elementos característicos de su origen
social, esto es la vestimenta, los adornos y las joyas, objetos determinantes de la
posición y autoridad del comitente. Se fue estricto en seleccionar la postura, los gestos y
el movimiento porque, en conjunto, eran también la expresión de la condición moral del
sujeto. Para lograr el éxito fue determinante la pericia y destreza técnica que demostrase
el artista para resolver el asunto propuesto a través de la perfección y exactitud del
dibujo, la calidad de los pigmentos y la aplicación de los colores, la precisión de las
sombras y el logro de las texturas, para conseguir resaltar cada uno de los pormenores.
Es significativa la importancia que tuvo en la época conseguir la exactitud en el
dibujo en la pintura así como el obtener rasgos realistas, definidos y expresivos en la
escultura. En el sentido del control de los medios destacó el ambiente físico,
arquitectónico o cívico y la aplicación de la perspectiva geométrica sobre la que se
organizaba la composición, porque definía el espacio ordenado y jerarquizado en el que
debían distinguirse claramente los lugares destinados a cada sector social o personaje.
Se puso hincapié en la distinción entre los planos; la simetría; el tamaño proporcional de
las figuras según su autoridad; el mejor tratamiento anatómico, del volumen y la
regularidad de las proporciones. La connotación de lo claro y armonioso se tradujo en
la luminosidad del color mediante una mayor inclusión de blancos y valores bajos, así
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VARGAS, O.P., José María. Manuel Samaniego y su Tratado de Pintura. Quito, Pontificia Universidad
Católica, Museo Jacinto Jijón y Caamaño, 1975.
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su prestigio pues, como señalamos antes, no solamente debía esforzarse por resaltar el
valor del cliente.
En la búsqueda de perfección Samaniego ofrece recetas para trabajar
adecuadamente “Paños y ropas cambiantes” (vargas1975:88, 95-97); “Para hacer
terciopelos”, sección en la que incluye el tratamiento del paisaje (Vargas 1975:97-98); y
para representar adecuadamente los distintos tipos psicológicos de los personajes
(Vargas 1975:105-110). En estos pasajes Samaniego evidencia los aspectos que son
preocupación en su tiempo: la precisión anatómica de los personajes, su carácter y el
ambiente en el que se les debía colocar, a propósito de lo cual alude al principio clásico
de selección; la jerarquización de motivos; la calidad de las telas; la exactitud en los
detalles y los temas alegóricos, todo dispuesto de acuerdo a las reglas de la simetría, la
proporción y la perspectiva, mediante el uso de colores brillantes de tonalidades suaves
y armoniosas. Se advierte en Samaniego la voluntad de comprensión del artista que
profundiza en la invención para acercarse a lo conceptual y a lo conocido
intelectualmente, sin descuidar la reconstrucción de la naturaleza, lo más fielmente
posible, en el mundo paralelo de la imaginación.
Samaniego es un ejemplo adecuado para conocer la situación de las artes
plásticas en el siglo XVIII americano porque fue un pintor de éxito que recibió encargos
de distintos puntos de Sudamérica, entre ellos limeños. En este caso debemos entender
que se ajustaba a la tendencia del gusto local de balance, o indeterminación, entre la
tradición y la novedad. Un detalle interesante respecto a la percepción de un eventual
receptor contemporáneo es la comunicación que el 6 de diciembre de 1801 Francisco
José de Caldas, actuando como intermediario entre artista-cliente, le dirige a éste
informándole del avance de un encargo al pintor quiteño. Hacia el final de la carta
acota,
Los encargos de Ud. avanzan: Samaniego, pintor de genio, ha formado los
diseños de los santos, bien contrastados, equilibrados con sus niños, aptitudes
naturales y expresiones propias; en fin, no perdonó cuidado para que tenga dos
santos buenos, o, a lo menos, que salgamos de la rutina antigua” (Vargas
1975:31-32).10
Caldas advirtió en los cuadros características que coincidían con las recomendaciones
técnicas del pintor en su Tratado, lo que significa que fueron resultado de una larga y
10
Carta de Franisco José de Caldas, en la recopilación de Eduardo Posada (1917:1,102) Bogotá.
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más acordes con el sentir y las tendencias de época, tendencias que no solamente
provenían de los decretos y disposiciones reales, sino que también derivaban de la
dinámica social de los Virreinatos, a partir de la que se configuraron las características
peculiares de su arte.
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