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El enigma multicultural

Un replanteamiento de las identidades


nacionales, étnicas y religiosas

Gerd Baumann

Editorial PAIDÓS

Título original: The Multicultural


Riddle

Barcelona, 2001

ISBN: 84-493-1054-7

Este material se utiliza con fines


exclusivamente didácticos
SUMARIO

Presentación ............................................................................................................................. 9

1. “Tengo un sueño.” Pero ¿para quién?


¿Derechos civiles, derechos humanos o derechos comunitarios? ............................................ 13

2. Del sueño al propósito: el triángulo multicultural


La cultura nacional, la cultura étnica, la religión como cultura ............................................... 31

3. El Estado-nación I: ¿postétnico o pseudotribal?


Por qué los Estados-nación no son étnicamente neutrales ....................................................... 43

4. El Estado-nación II: ¿negocio o templo? ......................................................................... 59


Por qué los Estados-nación no son religiosamente neutrales

5. La etnia: ¿sangre o vino? ................................................................................................. 77


No es una esencia biológica, sino un fermento cultivado

6. La religión: ¿un equipaje o un sextante? ......................................................................... 93


No es una herencia inmutable, sino una situación en un contexto

7. La cultura: ¿se tiene, se crea o ambas cosas?


Desde una perspectiva esencialista y luego procesual hasta una construcción discursiva .... 105

8. La teoría multicultural I: las rebajas y la letra pequeña ............................................. 123


¿Eres lo bastante igual para ser igual?

9. La teoría multicultural II: los valores y lo válido


¿Qué es lo que el profesor Taylor debería “reconocer”? ....................................................... 135

10. La praxis multicultural: lo banal y lo óptimo


De los desfiles culturales al multiparentesco ......................................................................... 149

11. Del sueño al propósito: resumen ................................................................................... 163


El multiculturalismo es un nuevo concepto de cultura

12. Del propósito a la puesta en práctica: sugerencias para los estudiantes ................... 171
Los nuevos conceptos necesitan nuevos proyectos

Bibliografía ........................................................................................................................... 189

Índice analítico y de nombres ............................................................................................. 203


1. “TENGO UN SUEÑO.” PERO ¿PARA QUIÉN?

¿Derechos civiles, derechos humanos o derechos comunitarios?

Así que os digo, amigos míos, que aunque debemos enfrentarnos a las dificultades del presente y del
futuro, todavía tengo un sueño. Es un sueño enraizado profundamente en el sueño americano de que un día esta
nación se levantará y vivirá bajo el verdadero significado de su credo. Mantenemos que es una verdad evidente
que todos los hombres fueron creados iguales. [...] Sueño con que mis cinco pequeños hijos un día vivan en
una nación donde no serán juzgados por el color de su piel sino por su personalidad. ¡Hoy tengo un sueño! [...]
Sueño [...] con que un día ahí, en Alabama, los niños y las niñas negras podrán juntar sus manos con las de los
niños y las niñas blancas como si fueran hermanos y hermanas. ¡Hoy tengo un sueño! (King [1963], 1968,
págs. 16-17).

La visión de Martin Luther King de un futuro sin discriminación étnica o cultural es algo que se ha
considerado acertadamente como un fenómeno programático durante los últimos treinta a9os y para los
próximos cincuenta. Estos sentimientos han tenido eco en docenas de conflictos por todo el mundo con el fin
de obtener igualdad para todos, sin considerar las diferencias étnicas, culturales o religiosas.
Sin embargo, todavía es discutible afirmar si esto implicaba igualdad en el tratamiento, en los
derechos, en el reconocimiento, en las oportunidades de la vida o en el éxito. No obstante, desde nuestra
visión actual, habría que decir que King movilizó a las tropas pero no siguió su propia estrategia. El líder del
Movimiento para los Derechos Civiles quería exactamente eso: igualdad de derechos basada en derechos
civiles, es decir, basada en la premisa de ciudadanía igualitaria e individual. En algunos aspectos, este
argumento se había superado en el mismo momento en que se elaboró imaginariamente en su forma
visionaria. La lucha contra la discriminación étnica o cultural tomó una forma completamente diferente a los
pocos años del asesinato de King: el Movimiento para los Derechos Civiles perdió su aspecto combativo ante
el Movimiento de Conciencia Negro y éste y sus distintos sucesores propagaron diversos argumentos: la
discriminación, y por lo tanto la emancipación, no era una cuestión de derechos civiles individuales, sino de
derechos colectivos, es decir, de derechos asignados a grupos, ya sean reales o imaginarios. En este proceso
se produjeron dos transformaciones distintas.
La primera transformación fue traducir los derechos civiles actuales, es decir, los derechos de
ciudadanos con independencia de su color, religión o cultura parental, en derechos étnicos.1 El más destacado
de esos cambios étnicos fue el movimiento Black Power, que no luchaba por conseguir los derechos de los
norteamericanos como tales, sino los derechos de los afroamericanos como comunidad. Se tuvo que agrupar
a esta comunidad por su cultura, así como por su color, pero su intento de remodelación fracasó en dos
aspectos: en el interno, había demasiadas personas que se negaban a desarrollar una conciencia
especialmente “negra”, en lugar de una norteamericana o cristiana. En el externo, la nación como tal tardó en
aceptar el concepto de derechos comunitarios, frente a los derechos individuales.
El siguiente paso consistía en convertir los derechos étnicos en derechos propios de una comunidad
religiosa y para este cambio se recurrió a distintos recursos simbólicos. Sus protagonistas revivieron la
*
memoria de Noble Drew Ali en 1910 y de Elijah Muhammad en los años treinta, dos de los fundadores del
nuevo islam afroamericano en Estados Unidos. Los derechos de la comunidad religiosa, a la vista de los
lentos progresos en el campo de los derechos civiles y étnicos, cobraron una nueva importancia por dos
razones, de nuevo de carácter externo e interno. Externamente, las élites políticas de Estados Unidos no
podían tolerar abiertamente la desigualdad por motivos religiosos. Internamente, la religión podía
propagarse, no sólo como una forma de conseguir derechos colectivos, sino también como una vía para
merecerlos: “Como reflejo de la lucha de los afroamericanos contra el racismo [...] [el islam funciona como
una nueva] fundación que reforma la personalidad del individuo dotándole de una serie de rasgos necesarios

1
Digo derechos civiles “actuales” porque la filosofía de los derechos civiles en sus primeras formas modernas solía
pasar por alto premeditadamente tanto las diferencias de color corno las de género. La interpretación más lúcida sobre
cómo hemos llegado a considerar tardas aspiraciones en la esfera pública como “derechos” la presenta Louis Henkin en
su obra The Age of Rights (1990).
*
Noble Drew Ali (Timothy Drew) (1886-?): líder religioso, cultista, nacido en Carolina del Norte. A pesar de su escasa
formación religiosa, Ali fundó su primer templo en Newark, Nueva Jersey, en 1913 y luego fundó otros dos más en
Pittsburgh, Detroit y Chicago. El templo de Chicago, conocido como El Templo de la Ciencia Arañe de América, fue el
más famoso; en él, Ali enseñaba a los iniciados la necesidad de formar una nacionalidad. (N. del t.)
para conseguir el éxito. [.. .] Hay un [nuevo] enfoque en la creación de la creencia y en los principios sobre
los que reposarán los cimientos de la educación y la autosuficiencia” (McCloud, 1995, págs. 88-89). Desde
Malcolm X en los años sesenta a Louis Farrakhan en los años noventa, las llamadas a la lucha más
destacadas no se dirigieron a los ciudadanos norteamericanos como tales o a un grupo étnico como tal. En su
lugar, dichas llamadas se dirigieron a una emergente nueva “nación”, la Nación del islam, cuyo fin sería
apartar a los afroamericanos de la hipócrita nación “americana” de opresores blancos y cristianos.
Evidentemente, estas tres tendencias no marcan tres períodos distintos de la historia. El Movimiento
para los Derechos Civiles no se detuvo en seco: en la actualidad supervisa las campañas para el registro de
votantes étnicos y la política de Jesse Jackson y de otros demócratas. Hay muchos restos tanto de la facción
de los derechos civiles corno de la de los derechos étnicos. Nadie puede saber su éxito relativo en el futuro.
Sin embargo, lo que verdaderamente importa es esto: hay tres tipos de derechos por los que los
multiculturalistas pueden luchar, pero no son los mismos tipos de derechos por igual.
Las diferencias entre ellos son cruciales y configuran el centro del enigma multicultural en casi todas
las partes del globo. La discriminación, así como la asimilación forzosa o natural, se puede combatir desde
tres plataformas, pero cada una de ellas define a sus distintos aliados y adversarios, así como a sus miembros
y a sus intrusos. Se puede combatir la discriminación desde la plataforma de los derechos civiles porque
implica desigualdad entre los ciudadanos. Igualmente, se puede combatir porque, y en la medida en que,
implica desigualdad entre grupos étnicos y entre grupos religiosos. Puesto que estos grupos de
conciudadanos, de miembros de la misma etnia y de correligionarios poseen distintos límites y dado que
esgrimen diferentes argumentos para combatir la desigualdad, todos ellos buscan distintos tipos de igualdad.
Los movimientos para los derechos civiles excluyen a los extranjeros, los movimi entos para los derechos
étnicos excluyen a los llamados no étnicos o medio étnicos y los movimientos para los derechos religiosos
excluyen a los no creyentes.
Las diferencias entre esos tipos de derechos no serían tan preocupantes si hubiera algún último tipo
de derecho al que los defensores de los tres grupos pudieran apelar. De hecho, esa búsqueda superior de
derechos parece existir y se conoce mundialmente corno derechos humanos. Por lo tanto, veamos si la
ideología de los derechos humanos puede servir para unir a los defensores de los derechos civiles, étnicos y
religiosos.
Considerar que los derechos humanos son una ideología, más que una lógica, puede sonar en
principio algo cínico. La ideología, después de todo, es una palabra que sirve para denominar un
pensamiento propio y unos ideales. Pero hay buenas razones legales para que se produzca este fenómeno,
tanto histórico-culturales como actuales. Para demostrar su identidad histórico-cultural, se puede pensar en
los debates sobre los derechos humanos en las Naciones Unidas. Cuando los Estados democráticos castigan a
los Estados policiales por su violación de los derechos humanos, se esgrime siempre la misma respuesta de
forma clara y contundente: “¡El discurso de los derechos humanos no es más que la demostración del
imperialismo cultural de Occidente! Implica una interferencia extranjera en los asuntos internos de otro
Estado”. Hay que reconocer que este argumento suele proceder de las opulentas y privilegiadas élites
diplomáticas y no de las víctimas por las violaciones de los derechos humanos. Las víctimas, ya sean
minorías oprimidas o prisioneros políticos, niños trabajadores o mujeres a las que no se trata igual que a los
hombres, probablemente desearían que sus derechos humanos fueran válidos universalmente. Sin embargo,
las élites estatales tienen el privilegio de omitirlos según les convenga y lo hacen basándose en su
peculiaridad histórico-cultural.
Sin embargo, dentro del propio marco occidental se puede avanzar una crítica más convincente al
concepto de derechos humanos que nos muestra que éstos no son universales y que ni siquiera son derechos.
Para desenterrar sus raíces histórico-culturales es mejor recurrir al gran Thomas Paine, el primer radical
verdaderamente internacional, coinspirador de la Constitución norteamericana, la Revolución francesa y
otros movimientos para los derechos democráticos en Occidente. En su famoso tratado, Los derechos del
hombre (1791), Tom Paine esgrimía sus argumentos de una forma deliberadamente multicultural. “Cada
historia de la creación, y cada apelación a la tradición, ya provenga del mundo culto o no, y aunque puede
variar en la opinión o creencia de algún aspecto concreto, coincide en un punto: LA UNIDAD DEL
HOMBRE, sobre la cual me baso para referirme a que todos los hombres han nacido iguales y con un
derecho natural igualo (Conway, 1967, pág. 304; en mayúsculas el original, las cursivas son mías). Eso es
algo muy bonito de creer, pero todas las pruebas están en su contra: desde el libro del Génesis a la creación
de los mitos de miles de culturas “iletradas”, es decir, de culturas orales, vemos que la creación se imaginó
como un proceso jerárquico, ya sea entre géneros o entre grupos étnicos, entre creyentes o paganos o entre
nobles y comunes. El propio Paine era perfectamente consciente de esto y para salir del embrollo tuvo que

4
inventar una nueva filosofía de la creación que incluso negaba la importancia de tener sexo.2 Ante tantas
dificultades para defender o incluso para hablar de derechos humanos, debemos admirar la sabiduría de la
Constitución norteamericana, recogida en el discurso de King, que simplemente denomina a la igualdad
como una “verdad patente”. Pero lo que resulta patente en una cultura puede parecer descabellado en otra y,
aunque el concepto de derechos humanos puede ser una ideología maravillosa, no deja de ser más que una
ideología.
Aparte de las razones de tipo cultural e histórico para denominarla así, también hay muchas razones
legales de peso. El mejor estudio de esas razones nos llega de la mano de Marie-Benedicte Dembour, una
antropóloga y profesora de Derecho Internacional. Dembour (1996) utiliza de hecho el término “ideología”.
Como abogada, debe admitir que “los derechos humanos son el primer y principal objetivo. [...] La eficacia
de los derechos humanos a nivel individual depende de que la persona pertenezca al Estado nacional
“adecuado”, [e incluso entonces] su puesta en práctica excluye a colectivos enteros” (Dembour, 1996, págs.
18-19). Terminamos con la misma triste conclusión con la que topamos en la diplomacia de las Naciones
Unidas, aunque esta vez de la mano de una verdadera autoridad en la materia: sólo se puede disfrutar de los
derechos humanos dentro de los límites impuestos por los Estados-nación y éstos todavía se muestran más
ineficaces a la hora de proteger los derechos humanos que a la de garantizar los derechos civiles. El resultado
es negativo.
Dembour presenta dos ejemplos desoladores de personas privadas de los derechos humanos por las
leyes nacionales: cada Estado-nación es libre de interpretar si un inmigrante se clasifica como un “inmigrante
económico” (normalmente expulsado) o un “refugiado político” (a veces admitido). También queda a la
voluntad de cada Estado-nación limitar las reglas bajo las cuales a un refugiado político reconocido se le
concede el “derecho humano universal” del asilo político. Pero más que eso, el asunto es igual de negativo
para los que prefieren o pueden quedarse en casa. La Declaración de los Derechos Humanos de las Naciones
Unidas (1948) no es más que eso: una declaración de buenas intenciones, pero ciertamente no es “vinculante
por ley” (Donnelly, 1989, pág. 14; Dembour, 1996, pág. 28). El único tratado sobre derechos humanos que
en realidad es vinculante, la Convención Europea de Derechos Humanos (1950), de nuevo demuestra el viejo
adagio de la ley como una sarta de palabras: las autoridades legales supremas a menudo “no se ponen de
acuerdo en si los hechos que les presentan [pueden o no] constituir una violación de los derechos humanos
garantizados por la Convención Europea” (Dembour, 1996, n. 36, pág. 15).
Ni Dembour ni yo, ni ninguno de los comentaristas que conozco, disentimos del valor moral del
“concepto” de derechos humanos. Dembour realiza una apasionada súplica para desechar nuestra
ambivalencia sobre el concepto y Donnelly, quien denomina a todas las peticiones para los derechos
humanos “por esencia más allá de la ley” (1989, pág. 14), intentó crear incluso una “dignidad humana” al
estilo de Thomas Paine con el fin de hallar un campo universal, común y culturalmente neutral (Donnelly,
1982). Pero por muy deseable que resulte y por más que debamos soñar con ello, la lógica suprema de los
derechos humanos sigue siendo una ideología de todas las formas. Histórica y culturalmente, reposa sobre un
pensamiento mítico, por muy bienintencionado que sea; desde el punto de vista legal, sigue estando sujeto a
los poderes de las élites de los Estados-nación, ya sean justas o egoístas. Los derechos humanos que
podamos conseguir sólo los podremos obtener por la gracia de nuestros Estados-nación y lo único que un
gobierno necesita para no respetarlos es una obediente fuerza policial en el interior, un eficaz “servicio” de
inmigración en sus fronteras y un diplomático mentiroso en las Naciones Unidas. Si esperábamos que la
lógica de los derechos humanos podría de algún modo traducirse en la misma medida en derechos civiles,
étnicos y religiosos, entonces habremos apostado por un caballo perdedor. Ése es, al menos, el consejo de los
letrados. Así pues, tenemos tres conceptos de igualdad que difieren notablemente. Uno se basa en derechos
civiles individualistas, pero legalmente ejecutables. El segundo en la identidad étnica y el tercero en la
igualdad religiosa. Revisemos brevemente estos tres tipos de derechos.
Los derechos civiles son reclamaciones legalmente ejecutables de un ciudadano, es decir, no de una
persona como tal, sino de una persona con un pasaporte o un estatus nacional concreto. El concepto tiene sus
raíces en las ciudades-Estado de la antigua Grecia y en el Estado del Imperio romano, pero los derechos

2
La cita prosigue: “...y con el mismo derecho natural, de la misma forma como si a la posteridad le hubiera seguido la
CREACIÓN y no la GENERACIÓN, [...] y, en consecuencia, se tiene que considerar que la existencia de cada niño
que llega a este mundo deriva de Dios. 'Puesto que] el mundo es tan nuevo para él como lo fue para el primer hombre y,
por lo tanto, su derecho natural es de la misma especie” (Conway, 1967, págs. 204-305; las mayúsculas aparecen en el
original: la cursiva es mía). En otras palabras, Paine argumenta que todas las religiones consideran a cada niño como
una creación de Dios, y no como una creación del sexo (“generación”), porque sabe tan poco del mundo como el primer
ser humano creado por Dios. No conocemos nada de semejante sociedad, pero se puede recurrir al truco de poner
palabras como “en consecuencia” y “como si” en lugares equivocados.

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civiles, en esos contextos, apenas podían distinguirse de los derechos étnicos o religiosos. Su reinvención en
los tiempos modernos fue uno de los logros más importantes de los pensadores críticos allá por 1750. Esos
pensadores, entre los que se encontraban John Locke y Tom Paine en el Reino Unido, y Charles
Montesquieu y Jean-Jacques Rousseau en Francia, crearon la idea de un contrato social básico entre los
individuos y el Estado. En este contrato se imaginaba que los individuos renunciaban a ciertos derechos ante
el Estado y, a cambio, recibían otros derechos específicos. Renuncia a tu derecho a llevar armas y obtendrás
el derecho a recibir protección de un policía. ; renuncia a tu derecho a acostarte con cualquiera y tu
matrimonio será protegido por ley. Obtener derechos fue, de ese modo, el resultado de un pacto: las personas
naturales se unen a un Estado y renuncian a derechos naturales; las personas naturales se convierten en
ciudadanos y a cambio obtienen una serie de derechos civiles. Sí los derechos civiles no consiguen respetar
los derechos naturales de las personas, los ciudadanos tienen derecho a derrocar a su gobierno.
Para nosotros, por supuesto, resulta evidente que estamos pactando con una ficción política. Lo que
esos pensadores confundieron, aunque lo hicieron de forma deliberada con el fin de ganar el debate, era la
sociedad humana en general y el Estado en particular. Nosotros, por supuesto, renunciamos a algunos deseos
ante la sociedad en general: la mayoría de nosotros llamamos a eso “civilización”, que da lugar a conceptos
sobre el autocontrol, la propiedad pública y privada y la resolución pacífica de los conflictos. No obstante,
comprometerse a vivir en una sociedad humana es algo muy diferente a subordinarse uno mismo al Estado.
Lo que los pensadores de la Ilustración intentaron hacer con este razonamiento fue rebajar al Estado y cuanto
comporta a la condición de mero servidor del bien común. Confundieron de forma deliberada el Estado-
nación con el gobierno en general, ya que lo mejor era reducir el poder del Estado. La gran ventaja fue
reducir el Estado a la categoría de socio en un contrato social. Para cumplir ese contrato, los Estados tenían
que proporcionar derechos civiles defendibles en los tribunales y prometer a todos los ciudadanos un
tratamiento igualitario por todos sus poderes. Todos los ciudadanos que disfrutan de derechos civiles deben
ser iguales ante los legisladores o ante las leyes; ante los jueces de la ley o la jurisdicción y ante el ejecutivo
y el servicio civil. A pesar de su argumento cuadriculado, el concepto de derecho civil no se debe dejar de
lado en la lucha por la igualdad.
Sin embargo, como única plataforma parece ser insuficiente. Hay decenas de millones de
inmigrantes ilegales en los Estados occidentales y hay decenas de millones de inmigrantes legales que, no
obstante, no son nacionales y a los que, por tanto, se les niega derechos civiles plenos. Ninguno de esos
grupos se limitarán a regresar al lugar de donde proceden, porque en sus países de origen disfrutan de unos
derechos civiles todavía más limitados o porque las economías occidentales hacen un buen uso de ellos. Por
encima de eso, hay decenas de millones de individuos nacionales de pleno estatus que viven en sus propios
países occidentales a los que se les impide gozar de los mismos derechos civiles que a sus vecinos. En los
Estados europeos, el problema radica principalmente en los dos primeros casos: los inmigrantes ilegales y los
no nacionales legales. En Estados Unidos, el problema principal es el primer y el tercer caso: los inmigrantes
ilegales y los ciudadanos que llevan mucho tiempo residiendo y que no son tratados con igualdad. Las
diferencias históricas y legales son inmensas, pero la característica más significativa parece ser común en
ambos lados. Los derechos civiles por sí solos no son la forma de conseguir la igualdad para todos. Por esa
razón, en Estados Unidos primero y en Europa un poco después, los ciudadanos insatisfechos se vieron
obligados a crear una serie de derechos comunitarios.
Los derechos comunitarios se diferencian de los derechos civiles en los límites que marcan. El hecho
de poseer una ciudadanía nacional ya no es lo que importa en la lucha por la igualdad de derechos. Por el
contrario, en su argumentación, la lucha por la igualdad se basa en la identidad de un grupo en particular.
Esta identidad se puede basar en dos criterios principales: la etnia o la religión. Cada uno de ellos puede
asumir una fuerza política en particular en relación con el Estado-nación. Al principio, la reclamación de una
igualdad de derechos por parte de ambas comunidades pareció algo irracional y todavía sigue siendo así para
las élites de muchos Estados-nación: ¿qué tiene que ver el origen étnico o las creencias religiosas con la
igualdad civil? Sin embargo, la respuesta es simple y también la suscriben los defensores más firmes de los
derechos civiles de las comunidades neutrales (Wilson, 1987). Dado el largo historial de desigualdad y
discriminación que posee cada Estado que conocemos, el cumplimiento de los derechos civiles parece exigir
“una acción afirmativa”. Este término, acuñado en Estados Unidos, se ha traducido en Europa como
“discriminación inversa”, “discriminación positiva” o “política antirracista”. En todas sus variantes a lo largo
de Occidente, hay una serie de políticas implícitas que requieren sistemas de cuotas en el reclutamiento de
los empleados; en la distribución de las viviendas, las escuelas y la asistencia social y en la creación de la
promoción y estructuras profesionales que sitúan la equidad en el lugar de la anterior discriminación.
Originalmente se esperaba que la acción afirmativa declarara, simplemente, el igual acceso a los
derechos civiles. Hubo que compensar los errores históricos con una acción pública correctiva, tomada de

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manera consensuada y por el bien común. A eso se le podría llamar una lógica rectificación de la historia.
Sin embargo, lo que afirma no es una fe universal en los derechos civiles, sino la fe de las comunidades
étnicas y religiosas en su derecho a determinar su propio destino. Este giro dialéctico no es tan sorprendente
como puede parecer: si las iniciativas apuntan a una comunidad o a otra, esa comunidad también estará
organizada, movilizada y se considerará como un cuerpo social con sus propios derechos particulares. De
este modo, la acción afirmativa manifiesta precisamente qué clase de derechos civiles se supone que hay que
lograr: los límites entre las comunidades étnicas y religiosas y un fortalecido sentido de identidad interior.
Eso no significa que uno tenga que estar necesariamente en contra de la acción afirmativa. Sin embargo, lo
que demuestra es que el argumento de los derechos civiles y el de los derechos comunitarios, incluida la
acción afirmativa, son dos argumentos distintos. No hay forma de resolver el enigma multicultural si
eludimos la cuestión de las diferencias y tratamos a un tipo de derechos como si fuera “básicamente el
mismo” que los otros dos. Sin embargo, esta combinación es una argucia muy común. Los portavoces para
los derechos de las comunidades religiosas apelan a la fe de sus creyentes en los derechos civiles, los
portavoces para los derechos étnicos convierten su mensaje en derechos religiosos y los que hablan de
derechos civiles los venden como la forma de llegar a los derechos de las comunidades étnicas o religiosas.
Una y otra vez, parece políticamente conveniente, tanto para las mayorías como para las minorías, oscilar
entre los distintos argumentos. Existen buenas razones para ello, ya que facilita que los principios de cada
uno sean más elásticos y permite que los compromisos sean más flexibles. Sin embargo, al mismo tiempo,
pueden dar lugar a unos resultados de lo más paradójicos y contraproducentes.
Los ejemplos más claros de este tipo de estrategias de confusión se encuentran en Europa, más que
en Norteamérica, por dos razones contradictorias. Para empezar, los Estados europeos tienen una historia de
discriminación étnica o religiosa más amplia a pesar de las declaraciones formales de igualdad legal. El
racismo y el comunalismo continuaron mucho después del reconocimiento formal de la igualdad de derechos
civiles para todos. En Norteamérica, en cambio, la igualdad civil se negó incluso por principio a los
afroamericanos hasta 1862 (y en efecto mucho más adelante) y se la negaron a los nativos norteamericanos
hasta 1911 (en efecto, de nuevo, hasta mucho más tarde). En la mayor parte de Europa, tales exclusiones
sistemáticas de los derechos civiles se pusieron de manifiesto cada vez menos en la práctica dentro de un
clima de industrialización competitiva. De hecho, algunos Estados que oprimieron a sus minorías perdieron a
sus mejores élites empresariales procedentes de Estados más liberales. Se podría pensar en los refugiados
hugonotes franceses quienes, tras ser declarados proscritos por segunda vez en 1685, iniciaron grandes
oleadas de inmigración y pronto contribuyeron de manera definitiva a fomentar las economías de Holanda y
Prusia, así como la de Norteamérica. Sin embargo, a la inversa, y ésta es la segunda razón, los Estados
europeos actuales no son capaces de resolver sus latentes problemas de desigualdad con sólo limitarse a
reforzar sus derechos civiles, ya que la mayoría de sus minorías étnicas y religiosas de hoy están formadas
por emigrantes recién llegados y, por lo tanto, no son ciudadanos de pleno derecho.
Prácticamente en todos los Estados europeos, con la principal excepción del Reino Unido, se
reproduce exactamente esta constelación de minorías desfavorecidas que no disfrutan de la ciudadanía
nacional y, como consecuencia, de los derechos civiles. La unificación de la Comunidad Europea ha aliviado
algunos de estos problemas empujando a los Estados-nación a tratar a los miembros de cada uno de ellos
como si fueran suyos propios, con independencia del Estado miembro del que procedan. Sin embargo, estos
acuerdos legales multinacionales siguen siendo muy limitados y en todo caso no afectan directamente a las
minorías más desfavorecidas que proceden de más allá de la Comunidad Europea: Europa del Este y los
Balcanes, el Norte de África y Turquía, Indochina y el Sur de Asia. De nuevo, encontrar un remedio a estas
desigualdades sistemáticas es sólo cuestión de considerar y encasillar a esos seres no nacionales como
minorías étnicas o religiosas, en lugar de considerarlos como ciudadanos. Para hacernos una idea de las
contradicciones a las que nos conduce todo esto sería conveniente examinar brevemente dos casos.
Probablemente el ejemplo más antiguo e insólito de esquivar la cuestión de los derechos civiles y de
los derechos de la comunidad religiosa se encuentra en los Países Bajos desde alrededor de 1600 hasta
nuestros días (van Rooden, 1996). A riesgo de simplificar demasiado cuatrocientos años de complicada
historia, haré un especial hincapié en algunos puntos clave de inmediato interés multicultural. Hacia 1600,
los Países Bajos eran el centro del mundo capitalista, donde Amsterdam poseía un tercio del comercio
mundial y donde un tercio de sus habitantes era emigrantes. Allí, las grandes ciudades que disfrutaban de
autogobierno, como Amsterdam, Utrecht y Haarlem, tenían ciudadanos que gozaban del mismo nivel cívico,
pero administraban los derechos sociales y los beneficios económicos de acuerdo con las comunidades
religiosas de sus ciudadanos. A algunos se les trataba mejor que a otros, pero a ninguno se le privaba
completamente de una participación en el sistema. Incluso a las denominadas sectas de armenios y de
anabaptistas, así como a la comunidad judía, se les concedían derechos sociales y a veces beneficios cívicos,

7
según sus afiliaciones religiosas. Con el paso del tiempo (de 1600 a 1800 aproximadamente) los ciudadanos
holandeses crecieron habituados a la idea de que se relacionaban con sus ciudades e incluso con el Estado
sobre la base de sus identidades religiosas. Esto era bastante mejor que la opresión de las minorías religiosas,
y de ahí surgió probablemente la famosa “tolerancia holandesa”. Sin embargo, cuando el país debería haber
comenzado a ser un Estado moderno (entre 1850 y 1900 aproximadamente) la costumbre del comunalismo
religioso apoyado por el Estado resurgió con verdadera fuerza: el Estado modernizador fue exprimido hasta
entrar en coma por un movimiento de pinza entre lo que podría denominarse la derecha religiosa y la
izquierda religiosa: los católicos, que en el pasado habían vivido tiempos difíciles y los ultraprotestantes, que
temían que en el futuro los iban a sufrir ellos. Durante los formativos cien años de industrialización y de
construcción de la nación (hacia 1850-1950), la elite estatal de los Países Bajos fue incapaz o no quiso tratar
a sus ciudadanos como tales. En cambio, actuó como un banco de préstamo para tres comunidades religiosas
o “pilares” de la sociedad nacional: los católicos, los llamados protestantes ortodoxos y los que no eran ni
una cosa ni otra y que tenían que organizarse como si también fueran una comunidad religiosa. Esta
disolución de la política civil en una “pilarización” religiosa perdió su fuerza hacia los años sesenta pero
todavía hoy tiene influencia en las ideas de los ciudadanos holandeses sobre el multiculturalismo. Los grupos
más numerosos de no nacionales proceden de Turquía y Marruecos y tienen muy poco en común entre ellos,
excepto que ambos grupos son musulmanes. Sin embargo, para la mayoría de los nativos holandeses el
problema del multiculturalismo se ha convertido en el de cómo integrar o pacificar a los musulmanes como
tales. El resultado es simple: ahora la mayoría de los ciudadanos considera el islam como tal el auténtico
problema multicultural y la mayoría de los conservadores lo ven como una amenaza para los valores
holandeses.3
El ejemplo británico de combinar los derechos civiles y los derechos comunitarios es notable ya que,
en gran medida, es innecesario. El Reino Unido es único en comparación con Occidente, ya que casi todas
sus minorías de ciudadanos poseen el estatus de nacionales y, por lo tanto, comparten el mismo derecho a
disfrutar derechos civiles igualitarios. Sin embargo, extraña y paradójicamente, el Reino Unido ha sido el
Estado que ha llegado más lejos en el camino de acercarse a un modelo universal de derechos civiles.
Aunque esto tiene sus razones históricas,4 no deja de ser un sorprendente ejemplo de lo que sucede cuando
los derechos civiles dan paso a derechos étnicos y religiosos. El Reino Unido posee una institución llamada
“El Parlamento Musulmán”, como si los musulmanes no estuvieran representados en Westminster, la
afamada “Madre de los Parlamentos”. Su gobierno laborista tiene una “Sección Negra” especial, como si
hubiera una versión blanca y una no blanca de democracia social y el Reino Unido tiene autoridades locales
que eligen a los templos y a las mezquitas para administrar la naturalización de los inmigrantes procedentes
de ultramar y convertirlos en ciudadanos británicos (Baumann, 1995b). Nada de todo esto es negativo por sí
mismo si uno lo observa detenidamente y cada país, por ahora, se ha estancado en su propio
multiculturalismo nacional, tal y como veremos en los capítulos 3 y 4. Sin embargo, lo que esos detalles
demuestran es lo contrario de un Estado moderno ajeno al color, la cultura o la religión y, por tanto, secular.
Para resumir, estos dos ejemplos de intentos europeos para conseguir que los derechos comunitarios
pasen a ocupar el lugar de los derechos civiles son, a su manera, muestras de acción afirmativa, incluso
cuando datan de varios cientos de años atrás, Por lo tanto los derechos de las comunidades étnicas o
religiosas no son algo nuevo en los Estados modernos, pero con toda claridad sí son algo radicalmente
diferente a los derechos civiles. A la persona puede importarle muy poco si disfruta de un derecho como
ciudadano, como miembro de una etnia determinada o como miembro de alguna congregación u otra. Un

3
Este desarrollo está enormemente estimulado por el hecho de que el término “musulmán” puede funcionar como una
palabra clave para distinguir a los inmigrantes de origen mediterráneo más recientes de los que proceden de las antiguas
colonias holandesas de Surinam e Indonesia. Aunque en estos últimos también hay musulmanes, normalmente se
refieren a los primeros cuando se habla de “los inmigrantes musulmanes”. Etiquetarlos por su religión puede servir para
reducir un sentimiento predominante de que están más apartados de la forma de vida holandesa que los primeros
colonos y, de ese modo, se pueden rebajar las diferencias en cualquier situación de conflicto. Esta opinión se la debo a
Alex Strating.
4
Entre esas razones históricas se encuentran la ausencia tanto de una constitución escrita como de una declaración de
derechos civiles. La paradoja también se hace más comprensible en cuanto uno se da cuenta de la diferencia entre la
nacionalidad y la ciudadanía. El Estado británico, heredero de un imperio enormemente populoso, procedió a instituir
cinco tipos distintos de ciudadanía, cada uno con su propio paquete de derechos civiles. El Estado norteamericano ha
hecho lo propio inventando distintas clases de ciudadanía para cada una de las distintas categorías de ciudadanos,
dependiendo principalmente de sus países de origen. Para los defensores de un modelo unificado de derechos civiles,
debe ser imperativo contrarrestar esas jerarquías de ciudadanía. Estos comentarios se los debo a Marie-Benedicte
Dembour.

8
derecho es un derecho. ¿A quién le importa de dónde procede? Sin embargo, ¿qué derecho tiene un El
enigma derecho? Para un multiculturalista, así como para un científico multicultural social, no hay derecho
a reclamar un derecho a no ser que sea el mismo para todos. Puede que no nos convenga distinguir las
diferentes clases de derechos. Sin embargo, para resolver el enigma multicultural las diferencias son
cruciales y el hecho de combinarlas no ayudará a nadie. No obstante, como hemos visto, la táctica de crear
confusión es muy común y políticamente útil. Nos promete a todos disfrutar de lo mejor de los tres mundos,
el cívico, el étnico y el religioso pero, al igual que todas las falacias políticas, es más útil para aquellos que
ya ostentan el poder.
Si examinamos más profundamente el sueño de King, debemos elegir con quién compartir ese sueño
y en qué medida nosotros o ellos podemos hacer que se haga realidad. ¿Estamos dispuestos a compartir el
sueño como compatriotas con independencia del color y el credo, la identidad étnica y cultural? En ese caso,
nuestra solución al enigma multicultural exigirá la creación de una cultura civil común, pero ésta será una
cultura nacional y esa forja requerirá la asimilación por parte de todos, especialmente de los recién llegados.
¿O acaso pretendemos compartir el sueño como miembros de nuestra comunidad étnica particular
independientemente de si queremos que se nos encasille como una comunidad étnica? En ese caso, nos
arriesgamos a que nos señalen como grupos problemáticos o como minorías consentidas y también nos
arriesgamos a las iras del control social como éste se practica dentro de cualquier comunidad basada en la
conformidad. ¿Estamos dispuestos a compartir el sueño como miembros de una fe religiosa, con
independencia de quién define en qué debemos creer y de quién puede excluirnos por ser medio creyentes,
herejes o apóstatas? Incluso en el caso de que los excesos por hacer cumplir la conformidad étnica o religiosa
fueran raros (¡que no lo son!), nuestra única confianza en los derechos comunitarios significaría un Estado
sin una cultura civil unificada. Es fundamental hacer una elección, ya que los tres principios de igualdad son
mutuamente exclusivos. Con eso no se quiere decir, por supuesto, que exista un camino correcto y dos
equivocados. Lo importante, a mi entender, es conocer las opciones y distinguirlas entre sí, con el fin de
traducir el sueño multicultural en un proceso de pensamiento multicultural. Para acelerar este
replanteamiento necesitamos identificar los polos de poder que se ven envueltos en el proyecto multicultural.
Por todo lo que ya se ha dicho, debe haber al menos tres polos de poder y existe un cuarto: nuestro concepto
de cultura, que se sitúa en el centro de ese triángulo de poderes.

Lecturas complementarias

Dembour, Marie-Benedicte, “Human Rights Talk and Anthropological Ambivalente: The Particular Contexts
of Universal Claims”, en Inside and Outside the Law, Londres, Routledge, O. Harris (comp.), 1996, págs,
18-39.

9
2. DEL SUEÑO AL PROPÓSITO: EL TRIÁNGULO MULTICULTURAL

La cultura nacional, la cultura étnica, la religión como cultura

Le preguntaron a un filósofo sobre qué se apoyaba la Tierra:

—Sobre una tortuga, dijo el filósofo.


—¿Y sobre qué se apoya la tortuga?
—Sobre una mesa.
—¿Y sobre qué se apoya la mesa?
—Sobre un elefante.
—¿Y sobre qué se apoya el elefante?
––No seas tan curioso (H. D. F. Kitto, 1951, pág. 176).

El método que adoptamos... consiste en las siguientes operaciones:

1. definir el fenómeno que hay que estudiar como una relación entre dos o más términos, reales o
supuestos;
2. construir una tabla de posibles permutaciones entre esos términos;
3. tomar esa tabla como el objeto de análisis general que, sólo a este nivel, pueda producir las
conexiones necesarias [con) el fenómeno empírico considerado al principio y siendo sólo
admisible una posible combinación entre ellas (Lévi-Strauss, 1964, pág. 16),

El primer vértice del triángulo multicultural es el Estado, en particular, el llamado Estado moderno o
el Estado-nación occidental. La elite gubernamental del Estado, así como sus hegemónicos medios de
comunicación y su dominante cultura cívica, que determinan las oportunidades en la vida de muchas
personas, ya se consideren como mayorías o como minorías a través de un criterio u otro. De hecho,
precisamente esos poderes con frecuencia determinan a quién se le considera como una minoría y a causa de
qué diferencias, ya sean étnicas o religiosas, cívicas o sexuales, históricas o míticas. Aunque la elección de
este punto de partida puede parecer obvia, es muy útil para echar una breve mirada detrás de la fachada de
esta entidad. El Estado-nación occidental es una amalgama peculiar de dos filosofías aparentemente
irreconciliables: el racionalismo, es decir, la búsqueda de un propósito y una eficacia, y el romanticismo, es
decir, la búsqueda de sentimientos como la base de toda acción.
Por una parte, el Estado-nación moderno creció a raíz de las necesidades económicas y geopolíticas
de la primera Europa moderna. A partir del año 1400 aproximadamente, los europeos afrontaron una
expansión de la población con una producción tecnológica no expansiva. Para aliviar su presión demográfica
y las limitaciones en la tierra pusieron en marcha una serie de guerras territoriales durante los cien primeros
años. En el interior de Europa se había llegado a un punto muerto: el continente no crecía y todos los
recursos disponibles se derrocharon en una interminable sucesión de guerras mutuas. La segunda estrategia
fue colonizar los territorios de ultramar que se encargaron de pagar las deudas durante unos doscientos años
más. Pero incluso esta válvula de escape tuvo su final. Tanto la Primera Guerra Mundial (1914-1918) como
la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) pueden interpretarse como luchas entre una serie de potencias para
dominar el resto del mundo. Los gobiernos norteamericanos, que tenían una visión distinta del colonialismo,
se las arreglaron para desmantelar los viejos imperios que eran propiedad de los europeos en un plazo de
quince años (aproximadamente entre 1945 y 1960) y, en su lugar, instauraron un nuevo imperialismo de libre
cambio, o “la globalización de la Coca-Cola”. Sin embargo, lo que sucedió en ese intermedio fue la aparición
de un nuevo culto al Estado-nación al estilo occidental como la última entidad para configurar el mundo. A
este culto se le conoce como la doctrina de la soberanía, el mito de la fundación de cada Estado desde
entonces y hasta ahora. La soberanía del Estado-nación es la doctrina del avance de la expansión económica
por medio del establecimiento de un monopolio territorial basado en el uso legítimo de la fuerza física. El
Estado es el único que declara las guerras y redacta los tratados de paz, controla la fuerza policial y las
prisiones y regula cuándo un ciudadano puede llevar armas. Al utilizar este monopolio de la fuerza para
proteger, controlar y expandir la actividad económica, el Estado podría funcionar, o se le podría considerar
como el proveedor más racional de bienestar público (de Swaan, 1988).
Por otro lado, de una visión romántica de la etnia como la base para la creación del Estado y el
levantamiento de una nación nace otra fuente del moderno Occidente. Las fuentes de este romanticismo se
remontan al siglo XVIII, unidas con frecuencia al nombre del filósofo Herder, a quien aludiremos más
adelante. La idea es bastante sencilla: el mundo está habitado por personas y cada una de ellas tiene su
cultura. La expresión final de esta unidad cultural es la creación de un Estado, un acto que eleva al grupo
étnico o cultural al estatus, algunos dirían a la libertad, de una nación. La simplicidad de este punto de vista
resulta seductora y volveremos a él para eliminar sus peligrosos errores.
El segundo polo de multiculturalismo es el concepto de que la etnicidad es lo mismo que la identidad
cultural. La idea de etnicidad tiene una gran ventaja sobre la de “Estado”: nadie necesita un pensamiento
abstracto para saber lo que es. La etnicidad implica una serie de raíces: de dónde provengo, qué es lo que me
hace ser lo que soy, en una palabra, la identidad natural. O al menos así parece. Por muy familiar que nos
resulten esas intuiciones, ése es un fuerte golpe al replanteamiento del sueño multicultural. El absolutismo
étnico no es ni políticamente útil ni tampoco siquiera sostenible como análisis. Incluso los científicos
sociales, a quienes no se les conoce por su radicalismo, lo han descartado completamente durante casi
cincuenta años.1 ¿Qué tiene de malo entonces la etnicidad, la mera identidad de uno o la identidad étnica
como algo absoluto?
Si tenemos en cuenta los valores externos, la idea de etnicidad apela, en primer lugar y
principalmente, a la sangre desde el pasado. Invoca a los antepasados biológicos y luego reclama que las
identidades actuales descienden de esos antepasados. Eso se puede utilizar para la crianza de perros, pero no
se puede aplicar a los seres humanos. De las muchas falacias que implica, sólo voy a mencionar cuatro de
ellas. La primera, el linaje, es decir, el rastro de las personas dejado por sus antepasados es un acto de
memoria presente, opuesto a un auténtico acto de comprobación genealógica. Incluso pueblos como los
nuer, * que dependen de los orígenes para su orden social general, revisan sus recuerdos genealógicos y los
adaptan a sus necesidades de cambio (Evans-Pritchard, 1940, 1951). La segunda, ni siquiera un linaje
individual científicamente determinado puede establecer una serie de modelos de conducta o de preferencias
entre los seres humanos, La genética puede influir en nuestro aspecto e incluso en nuestros horizontes, pero
se puede transformar a la luz de las decisiones individuales y de la experiencia: comparemos el rostro o el
cuerpo de cualquier par de gemelos que eligen diferentes trayectorias profesionales o modelos de
com¬portamiento para seguir. El caso es incluso más evidente en lo que se refiere al comportamiento: uno
no ha nacido simplemente para actuar o sentir como habitualmente lo hace. En su lugar, lo que decide la vida
de cada uno son los actos y las actitudes que uno toma ante la cultura, o culturas, que identifica como la suya
propia. Por lo tanto, es una cuestión de percepción y voluntad mediatizado por la cultura o de cultura
mediatizada por la percepción y la voluntad.
Tercero, y a escala colectiva, ni siquiera los biólogos más racistas han sido capaces de establecer, a
pesar de los generosos fondos procedentes de los eugenicistas en Norteamérica y de los fascistas en Europa,
ningún vínculo de cualquier tipo entre la raza o la etnicidad y las propiedades mentales, el comportamiento o
incluso las preferencias por cualquier tipo de comportamiento. El término “raza” es en sí una engañosa
ficción del siglo XIX y el término “etnicidad” en su presumible sentido biológico es su fotocopia de finales
de siglo XX. Sus rasgos son más imprecisos, pero el diseño de la imagen es igual de negativo. Incluso
aunque el comportamiento humano estuviera determinado por la genética, cosa que no es cierta, las
diferencias genéticas entre los seres humanos son demasiada pequeñas como para justificar las diferencias
culturales que todos conocemos. La variedad genética total entre las especies humanas no afecta más que al 4
% de la reserva de genes que compartimos y aunque inciden en el aspecto físico, carecen de cualquier
importancia a nivel mental, por no hablar del cultural. Lo que pueden observar los biólogos al estudiar esas
limitadas variedades no son los límites entre las “razas”, sino entre “cadenas” de distribución. “Cadenas” es
el término introducido por Livingstone y Dobzhansky (1962) para describir cómo cada uno de los distintos
factores genéticos muestra sus propios picos estadísticos a lo largo de todo un continuo de población
humana. Puesto que los picos no se agrupan sino que se rebasan unos a otros en puntos aleatorios a lo largo
de todo el espectro, demuestran con total claridad la “no existencia de razas humanas” (pág. 279).
Finalmente, al igual que la gente hace hincapié en los distintos aspectos de su lenguaje,
comportamiento y estilo en diferentes situaciones, también lo hacen o reniegan de los atributos de su

1
En el capítulo 5 se plantean ciertos aspectos de este trabajo. El mejor resumen y las actualizaciones más interesantes
de estos cincuenta años de trabajo se presentan en tres exhaustivos ensayos de la vasta literatura antropológica:
Ethnicity and Nationalism, de Thomas Eriksen (1993); Ethnicity: Antropological Constructions, de Marcus Banks
(1996) y Rethinking Ethnicity, de Richard Jenkins (1997). En la siguiente obra se recogen algunos extractos de muchas
de las colaboraciones más clásicas: Ethnicity, editado por Hutchinson y Smith (1996). Los lectores que no quieran
sumergirse demasiado en este mar de erudición será mejor que lean a Jenkins (1994), que analiza las cuestiones más
destacadas.
*
Pueblo africano del sudeste de Sudán y Etiopía, tradicionalmente pastoril y ganadero. (N. del t.)

11
etnicidad. En el código científico social debemos hablar, por tanto, de “identidad cambiante” o de “etnicidad
contextual”. Las identidades étnicas no son, por tanto, más que actos de identificación étnica congelados en
el tiempo. Cuando la temperatura social se enfría, es posible que se congelen y endurezcan cada vez más;
cuando el clima social se calienta pueden descongelarse y derretirse adoptando nuevas formas. Desde el
punto de vista analítico, la etnicidad no es una identidad dada por naturaleza, sino una identificación que se
crea a través de la acción social. En el capítulo 5 volveremos sobre este punto.
El tercer vértice del triángulo multicultural es la religión, por dos razones. La religión puede sonar
absoluta y puede funcionar como una traslación para todas las otras formas de conflicto de grupo percibidas.
Examinemos brevemente esas dos razones, ya que no están tan claras como parece. La religión puede sonar
absoluta, es decir, puede parecer como si determinara objetivos y diferencias inmutables entre las personas.
A éstas a menudo se las considera básicas e inamovibles por una serie de poderes que están por encima de la
voluntad del hombre y de la historia humana. Después de todo, las religiones se ocupan de los asuntos
aparentemente absolutos de la vida y de la muerte, del bien y del mal, de los éxitos y de los fracasos. En otras
palabras, del significado y de la moralidad de la vida. No hay duda de que la mayoría de los creyentes piensa
que eso es así y una ciencia social de la religión necesita reconocer este hecho. Después de todo, la religión
motiva a los creyentes a realizar los actos que necesitamos comprender. Al mismo tiempo, sin embargo, sería
muy ingenuo que un científico social adoptara las exigencias absolutas de una religión, de otra religión o
incluso de todas las religiones. La sola idea de denominar algunas cosas como religiosas y a otras no es el
resultado de una serie de procesos históricos concretos. Esto lo ha demostrado de forma más convincente
Talal Asad (1993a), un experto tanto en el islamismo como en el cristianismo, quien llegó a la conclusión de
que “no puede existir una definición universal de religión... ya que esa definición es en sí misma el producto
histórico de procesos discursivos” (pág. 29). Estos procesos discursivos no se forjaron en el terreno político o
histórico de ningún hombre, sino que respondían a conflictos completamente tangibles sobre la distribución
de poder, autoridad y legitimidad. Incluso hoy, considera Asad, la separación de lo que cuenta como religión
y lo que cuenta como política responde a intereses personales concretos. Curiosamente, esos intereses
conectan con diferentes partes que de otro modo sería difícil que llegaran a un acuerdo:

Este esfuerzo por definir la religión coincide con la exigencia liberal de nuestra época de que debe
permanecer completamente separada de la política, la ley y la ciencia (espacios en los que la variedad de poder
y la razón articulan de manera muy particular nuestro modo de vida). Esta definición forma, en principio, parte
de una estrategia (para los liberales seculares) de aislamiento y (para los liberales cristianos) de la defensa de la
religión. Sin embargo, esta separación entre la religión y el poder es una norma occidental moderna, el
producto de una historia singular surgida de la Reforma (Asad, 1993ª, pág. 28).

Otros autores han confirmado la peculiar historia de esas diferencias conscientemente “modernas”
entre “religión” y “política” (Harrison, 1990). Esas diferencias son ideológicas y aparentemente no se pueden
tener en cuenta aparentemente como si fueran “puras” distinciones analíticas. Eso no es menos cierto en el
caso del islam que en el del cristianismo: “El intento de comprender las tradiciones musulmanas insistiendo
en que ambas, la religión y la política (dos extractos que la sociedad moderna intenta mantener conceptual y
prácticamente separadas) están emparejadas debe conducir, desde mi punto de vista, al fracaso” (Asad,
1993a, pág. 28). Lo que está en juego aquí es una idea necesaria de religión y volveremos a este punto en el
capítulo 6, cuando hablemos de sus peligros para el proyecto multicultural. Cualquier teoría sobre el
multiculturalismo debe cuidarse de asumir erróneamente que la religión es una serie de hechos distintos a los
demás hechos sociales. Los límites entre la religión y el resto del mundo social son un tanto confusos y
responden a una serie de intereses políticos, ideológicos e incluso académicos. Es más, incluso dentro de
esos límites, las religiones demuestran poseer un amplio margen de flexibilidad y de cambio, tal y como
veremos.
No obstante, la religión nos muestra una perspectiva de líneas divisorias absolutas y la mayoría de
las personas las dan por válidas durante toda su vida. No es una cuestión de educación académica, por no
hablar de la falta de ella. Si puedo hablar personalmente, no creo en ningún dios, sin embargo puedo decir
que soy “culturalmente católico”. Tal vez este tipo de mecanismo es una razón más para alimentar la
Segunda paradoja sobre la religión en el triángulo multicultural: precisamente porque la religión suena tan
absoluta se puede utilizar como una traducción de otras formas de conflicto más relativas. En situaciones
difíciles de conflicto social a menudo se puede utilizar como una traducción de otras formas de conflicto más
relativas. En situaciones difíciles de conflicto social a menudo se puede observar que los límites étnicos,
nacionales o migratorios se han transformado en límites religiosos. Ya he apuntado un ejemplo reciente de
dicha transformación: en los Países Bajos, al principio los holandeses nativos percibieron una afluencia de
minorías nacionales como los turcos y los marroquíes, aunque convirtieron este problema de las minorías

12
nacionales en un problema de minorías religiosas que concernía a los musulmanes y al islam. Se puede
encontrar otro ejemplo en Estados Unidos: aunque la corriente de opinión principal identifica la etnicidad
como la raíz causante de la desigualdad entre los norteamericanos negros y blancos, los musulmanes
afroamericanos convirtieron el conflicto en un asunto entre el libertador islam y el cristianismo opresor. Hay
muchos más ejemplos (desde la conquista de Latinoamérica a las llamadas “guerras de religión” de los
primeros años de la moderna Europa y desde la antigua Yugoslavia a la actual Irlanda del Norte) de pueblos
que convierten un conflicto entre identidades e intereses nacionales o étnicos en las llamadas “guerras de
religión”. Las consecuencias de estas conmutaciones tienen un punto en común: bloquean el camino que
lleva al diálogo político o incluso al multicultural, ya que ¿qué puede parecer más religioso que la sangre
derramada en nombre de la línea divisoria aparentemente “absoluta” de la religión? Clasificar un
acontecimiento como un “conflicto religioso” siempre es un buen recurso para justificar cualquier
confrontación en la que se encuentren los pueblos.
Una vez que hemos identificado los tres vértices del triángulo multicultural, ahora ya podemos ver
qué es lo que se esconde en su centro. En él, a mi parecer, se halla el imán de la cultura. Lo que está en juego
en todos los debates sobre la creación de una nación, la etnicidad y la diferencia religiosa es invariablemente
la idea de cultura y qué pretenden indicar con ello los distintos contendientes que participan en el debate
multicultural. A riesgo de simplificar demasiado ciertos puntos dentro de este nivel multicultural, podemos
distinguir dos conceptos de cultura que se han abierto paso dentro de las ciencias sociales. Tal y como
veremos, sólo uno de ellos ha conseguido avanzar entre las tres partes dentro del debate multicultural, es
decir, los defensores de la construcción de culturas nacionales, los protagonistas de las culturas étnicas y los
que consideran a la religión como un tipo de cultura.
El primer concepto de cultura, que se podría llamar esencialista, es con diferencia el más extendido.
Su historia y filosofía la trazaron Gottfried Herder y sus contemporáneos hacia 1800. Eran pensadores
cosmopolitas que pretendían dar validez a cada “pueblo” y “raza” a partir de sus propias tradiciones y
producciones culturales. De ese modo recopilaron todo lo que fuera “étnico”, desde los mitos ancestrales a
las cotidianas recetas para preparar tartas de arándanos y ayudaron a situar cada cultura en el lugar de la
historia del hombre que le correspondía. Este respeto por las tradiciones populares, hasta ahora desdeñadas
por las élites culturales, se hizo cada vez más importante dentro de las ciencias sociales. En ese punto,
destaca el papel de Franz Boas, el fundador de la antropología en Norteamérica. Boas, que había escapado de
su Alemania natal debido a la intolerancia hacia los judíos, leyó durante su juventud a Herder y aplicó este
nuevo respeto por las tradiciones autóctonas durante sus estudios de los nativos americanos. Su influencia
todavía continúa configurando la antropología americana incluso en la actualidad, cien años después de que
su trayectoria profesional alcanzara su punto más álgido. La forma de ver la cultura que ideó Herder y que
más tarde perfeccionó Boas todavía tiene gran importancia en la actualidad. Entiende la cultura como la
herencia colectiva de un grupo, es decir, como un catálogo de ideas y ejercicios que configuran la vida y los
pensamientos tanto individuales como colectivos de todos los miembros. La cultura, por tanto, aparece como
un molde que configura las distintas formas de vida o, para expresarlo de un modo más polémico, como una
fotocopiadora gigante que continuamente produce copias idénticas. Esta forma de ver la cultura es plausible
en algunos aspectos y ridícula en otros.
En cuanto a la credibilidad del punto de vista esencialista de la cultura, sólo hay que preguntar a los
padres o a los hijos, no importa de dónde, qué significa para ellos la palabra cultura. Se considera como una
herencia con una serie de reglas y normas que fija la diferencia tanto entre lo bueno y lo malo como entre el
Nosotros y el Ellos. Socializar a un niño significa también dotarle de una cultura concreta, decirle que “esto
es lo que Nosotros hacemos, así que hazlo tú también; y eso es lo que Ellos hacen, ¡así que no lo hagas tú!”.
Y nadie podrá negar que cada colectivo cultural muestra cierta estabilidad en sus rasgos y en sus gustos, en
los estilos y en los hábitos que sus participantes han aprendido a cultivar. El punto de vista esencialista de la
cultura, por lo tanto, se basa en su credibilidad, Tenemos un concepto bastante preciso cuando hablamos de
culturas nacionales como la alemana o la británica, así como cuando hablamos de culturas religiosas como la
católica o, con Max Weber (1930), del espíritu del protestantismo. Este concepto de cultura fundamental es
un elemento clave en la armonía de las tres partes que participan del enigma multicultural.
Sin embargo, la credibilidad de este punto de vista funciona sólo hasta ahora. No tenemos más que
plantear la cuestión del huevo o la gallina y preguntar: ¿quién es el que cultiva la cultura? En efecto, la
cultura creó al hombre, pero son los hombres, las mujeres y los jóvenes quienes crean la cultura. Si dejaran
de crearla y recrearla, la cultura dejaría de existir y toda creación de cultura, por muy conservadora que sea,
también es recreación. Incluso desde su perspectiva más conservadora, la cultura sitúa viejas costumbres en
nuevos contextos y, de ese modo, modifica la importancia de esos hábitos. Con mucha frecuencia, las
personas cambian y se ajustan, se afinan y rehacen sus hábitos. No es necesario ir muy lejos para encontrar

13
innumerables ejemplos: en el espacio de veinte años, cada cultura cambia su forma de hablar, de celebrar los
cumpleaños o los acontecimientos comunitarios, su forma de tratar a los estudiantes o a los desempleados, de
vivir los nacimientos o los funerales, de relacionarse con la naturaleza o con el espacio e incluso de
considerar su cultura en un aspecto abstracto. Si la cultura no es lo mismo que el cambio cultural, entonces
no es nada en absoluto.
La cultura, en su segunda acepción, que podríamos denominar procesual, no es tanto una máquina de
fotocopiar como un concierto o, en realidad, un recital históricamente improvisado. Sólo existe mientras dure
la actuación y nunca puede quedarse fija o repetirse sin que cambie su significado. Este punto de vista
procesual ha conseguido avanzar dentro del campo de las ciencias sociales, especialmente donde éstas se
basan en un trabajo de campo intensivo y en los métodos de observación de los participantes (Borofsky,
1995). Resulta igualmente evidente en métodos cuantitativos tales como los cuestionarios que nos hablan de,
por ejemplo, cambios en los gustos alimenticios entre los franceses o cambios en la forma de ver los métodos
anticonceptivos entre los católicos. Al hacer un estudio empírico, ya sea del multiculturalismo o de cualquier
otro tema, siempre debe representarse una visión de fotocopia de la cultura: después de todo, ésa es la forma
más extendida, y los informantes se prestarán a ella con más facilidad. Sin embargo, no se representa como
una verdad, sino como una de las cosas que nuestros informantes, o la gente a la que representamos, creen o
encarnan. Esto forma parte del enigma multicultural que necesitamos resolver, pero no es la solución a dicho
enigma. Intentaremos hacer justicia con ambos puntos de vista en el capítulo 7.
Por tanto, una vez que hemos trazado el triángulo multicultural y que hemos señalado su centro, ya
es posible examinar con más detalle el primer polo de poder: el Estado-nación. Podemos descubrir dos
problemas: 1) el Estado-nación y la etnicidad mantienen una peculiar relación entre sí debido a la herencia
romántica del concepto de nación; y 2) el Estado-nación y la religión mantienen una tensa relación debido a
las tradiciones racionalistas y seculares del Estado moderno. En los dos próximos capítulos estudiaremos
estos problemas.

Lecturas complementarias

Asad, Talal, “Anthropological Conceptions of Religion: Reflections on Geertz”, en Genealogies of Religion:


Discipline and Reasons of Power in Christianity and Islam, Baltimore, Johns Hopkins University Press, T.
Asad (comp.), 1993a, págs. 27-54.

Jenkins, Richard, “Rethinking Ethnicity: Identity, Categorization, and Power”, Ethnic and Racial Estudies,
1994, 17, págs. 197-223.

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3. EL ESTADO-NACIÓN I: ¿POSTÉTNICO O PSEUDOTRIBAL?

Por qué los Estados-nación no son étnicamente neutrales

La mentalidad de esta ciudad [Estado de Atenas] es tan noble y libre y tan poderosa y abierta [...]
porque somos helenos puros y no nos mezclamos con los bárbaros (Menexos, según Platón [aprox. 380 a.C.],
citado en Connor, 1993, pág. 386).

La Providencia nos ha honrado al dotar a este país unido [Estados Unidos] de un pueblo unido: un
pueblo que desciende de los mismos antepasados (John Jay, 1787, en Hamilton, 1937, pág. 9, citado en
Connor, 1993, pág. 380).

Tenemos los mismos antepasados, somos de la misma familia, todos somos hermanos y hermanas [...I
Nadie puede dividir a los niños que pertenecen a la misma familia. Del mismo modo, nadie puede dividir
Vietnam (Ho Chi Minh, 1967, pág. 158, citado en Connor, 1993, pág. 379).

Por lo tanto, nuestra respuesta a la incesante pregunta “¿qué es una nación?” es que se trata de un
grupo de personas que se sienten relacionadas por sus antepasados (Connor, 1993, pág. 382).

El término combinado de Estado-nación unido por guión combina la nación, un concepto alentador y
calurosamente emocional con la más distante y fría realidad del Estado. Esta mezcla agridulce puede ser una
de las mayores exquisiteces de la imaginación lingüística e histórica. Veamos más detalladamente cómo se
ha elaborado.
Al utilizar la palabra “Estado” en los tiempos modernos, queremos indicar una forma de gobierno
que está centralizado, que posee o reivindica una soberanía territorial, que posee o reivindica un monopolio
de la fuerza coercitiva dentro de ese territorio y que se apoya en un sistema de militancia basado en la
ciudadanía individual. Este sistema es nuevo en la historia del hombre; hace sólo unos cien años unos
Estados reclamaban a otros para sí cada rincón del planeta. Los Estados son organismos a los que pagamos
impuestos, a los que juramos lealtad, de los que aceptamos las leyes y de los que obtenemos pasaportes o
visados para entrar en ellos; todo ello porque hacen gala de un monopolio territorial de la fuerza coercitiva.
La nacionalidad, un privilegio reconocido o negado por cada Estado siguiendo sus propias normas, concede a
una persona el derecho a tener un pasaporte. Este pasaporte puede, aunque a veces no, dar derecho a una
ciudadanía, pero dicha ciudadanía siempre es selectiva: no todo el mundo puede tenerla. Todo lo demás son
argumentos legales. Sin embargo, ¿qué es un Estado-nación y qué es una nación?
Una nación es uno o varios grupos étnicos cuyos miembros creen, o en cierto modo les inducen a
creer, que “poseen” un Estado, es decir, que acarrean una responsabilidad especial por ello. En caso de que
esta definición haya sonado demasiado simple, comparemos lo que las dos palabras, grupo étnico o tribu por
un lado y nación por el otro, significan en los distintos idiomas. La tabla que aparece a continuación se basa
en una comparación de las distintas 44 definiciones que recoge el diccionario en doce idiomas, entre los que
se incluyen idiomas indoeuropeos tales como el inglés, el francés, el alemán, el español, el ruso y otros, y el
árabe y el chino. Tal y como muestra la tabla, se utilizan los mismos criterios para definir lo que significan
los dos conceptos:

Definiciones recogidas del diccionario de “Grupo étnico” y “Nación”

Grupo étnico Nación


Basado en la descendencia. Basada en la descendencia.
A menudo reconocible por el aspecto. A menudo reconocible por el aspecto.
Comparte rasgos culturales (idioma, puntos de Comparte rasgos culturales
vista, etc.). (idioma, puntos de vista, etc.).
Se dice que se adquiere por nacimiento. Se dice que se adquiere por nacimiento.
Forma una comunidad de destino y una forma de Forma una comunidad de destino sobre la
organización política. base de un Estado.
No todos los diccionarios recogen todas las características para ambos conceptos: en los diccionarios
norteamericanos, ingleses y alemanes, por ejemplo, no se considera que la nacionalidad sea “reconocible por
el aspecto” y la idea de una “comunidad de destino” es más frecuente en los idiomas latinos como el francés
y el español que en los idiomas germánicos como el holandés y el sueco. Sin embargo, cada diccionario
consultado enumera al menos cinco de esos criterios y la enumeración coincide excepto en el criterio de
organización política o estatal. La coincidencia es sorprendente, pero la explicación es simple. Puesto que los
Estados-nación modernos aparecieron en Occidente aproximadamente hacia el año 1500 d.C., tuvieron que
superar los límites de la etnicidad entre sus ciudadanos y lo hicieron convirtiendo la nación en una
superetnia. De ese modo, la nación es postétnica, en tanto que niega la importancia de viejas diferencias
étnicas y las retrata como una cuestión de impreciso y distante préstamo del pasado; y también es
superétnica, en tanto que representa a la nación como una nueva y más elevada forma de etnia. Sin embargo,
la mayoría de los Estados-nación no han logrado completar este proyecto en el que incluían a algunos grupos
étnicos y excluían a otros, o concedían privilegios a unos y discriminaban a otros. Precisamente esta
exclusión es lo que convierte a grupos de personas en “minorías” y de ese modo engendra el problema clave
entre el Estado-nación y el proyecto multicultural. Cada Estado-nación tiene una superetnia, llamada los
alemanes, los franceses o los norteamericanos y cuyos miembros creen haberla fundado o que han
interpretado un papel importante en su desarrollo. Para ser verdaderamente postétnico, es decir,
verdaderamente inclusivo, el Estado-nación tendría que dejar de construir su nación a partir de una
superetnia. Un Estado-nación multicultural es, de muchas maneras, una contradicción en sus términos.
Los intentos más apasionantes e históricamente heterogéneos de superar esta contradicción no se han
llevado a cabo en Europa o en Estados Unidos, sino en los Estados-nación de Latinoamérica. Cuando esos
Estados-nación lograron la independencia del Imperio español (la mayoría de ellos en menos de una
generación: 1810¬1825), a las élites de los criollos y de los descendientes de europeos les resultó imposible
adoptar una especie de “manifiesto del destino” al estilo de Estados Unidos que les permitiera gobernar sobre
las poblaciones indígenas. Esto se debió a diversas razones, pero hay una que resulta especialmente
interesante para este capítulo sobre el Estado-nación: muchos de los pueblos indígenas de Latinoamérica
habían fundado sus propios Estados mucho antes de la conquista española y, aunque estos Estados habían
desaparecido, no se pudieron olvidar. Comparemos el marco histórico-temporal que existía a ambos lados
del Atlántico: los Estados mayas, que aparecieron en lo que hoy es Guatemala y México, florecieron
aproximadamente entre los años 300 y 900; el primer Estado que surgió en la Europa occidental lo fundó
Carlomagno en el año 800. Tanto el Estado azteca que surgió en el actual México como el Imperio inca que
se creó en lo que hoy es Perú y Bolivia, Ecuador y Chile, aparecieron aproximadamente entre los años 1300
y 1500. No existió el asomo de un Estado español unificado, por no hablar ya de un 46 imperio, hasta el
fatídico año de 1492. Por lo tanto, no se puede calificar a los pueblos indígenas de “primitivos”, tal y como
sucede en otras zonas de las Américas (Bonilla y otros, 1996).
Por el contrario, la historia y la herencia indígena tiene que integrarse en la historia moderna del
Estado-nación como parte del destino histórico de todos sus ciudadanos. Estas tentativas se extienden a lo
largo de doce países y seis generaciones y, por supuesto, sería más apropiado llamarlos indigenismos en
plural y no indigenismo en singular. Pero, en cualquier caso, las ideas y la política de los distintos tipos de
indigenistas resultan especialmente interesantes puesto que no sólo implican a los políticos, sino también a
los intelectuales y a los escritores, a los artistas y a los académicos, a los idealistas y, más recientemente
aunque a tiempo, a los propios pueblos indígenas.
Las élites de los Estados-nación poscoloniales de .Latinoamérica, la mayoría de ellos criollos o de
ascendencia europea, se enfrentaron a una doble tarea única en el hemisferio occidental: dar una nación a “la
etnia” y al mismo tiempo dar una etnia a “la nación”. De ese modo, convertir la nación en una superetnia
supuso algo más que una complicada labor. Es más, fueron dos tareas opuestas convertidas en una sola y no
se podía llevar adelante con éxito una de ellas sin la ayuda de la otra. ¿Qué lección pueden extraer los
multiculturalistas de todos estos distintos proyectos?
Desgraciadamente, los primeros cien años de indigenismo en Latinoamérica se parecieron en gran
medida a los primeros doscientos años de orientalismo en Europa (Said, 1978). Las élites de la década de
1880, con un acervo de racismo cultural más o menos parecido a las de la década de 1980, consideraron a
“sus” indígenas en la misma medida en que los orientalistas de Europa habían considerado a “sus”
musulmanes desde la década de 1780 hasta la de 1980: “el Otro”, tal y como expresaba su mensaje, es una
imagen invertida de nosotros mismos: mientras que “nosotros” somos diligentes, sofisticados y modernos,
los “otros” son perezosos, ingenuos y atrasados; mientras que “nosotros” somos egoístas, capitalistas y
burócratas, los “otros” son afectuosos, socialistas y espontáneos.

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El paralelismo transoceánico puede resultar un poco polémico y, en efecto, existen diferencias
notables en cuanto a su enjuiciamiento histórico. Alan Knight (1990) y Andrés Guerrero (1991) consideran
el indigenismo de México y Ecuador como un ejemplo de la ideología colonialista y represiva de la
exclusión. Existe una serie de razones que sostienen esta afirmación, ya que cuando los intelectuales
indigenistas persuadieron a sus políticos para que “llevaran a cabo” una política indigenista, tal y como
sucedió en México bajo el mandato del presidente Lázaro Cárdenas (1934-1940), con frecuencia el resultado
de dicha política era algo parecido a un “colonialismo interno” (Hechter, 1978): proyectos de desarrollo rural
sin beneficios rurales, campañas de alfabetización masiva sin cambios en el desarrollo de empleo,
“integración nacional” a costa de la asimilación y la proletarización. En Perú, Mario Vargas Liosa (1996)
habla de “las ficciones del indigenismo” como una “utopía arcaica”: una nostalgia del pasado, mayor que la
vida y el doble de hermoso, cultivada por intelectuales y políticos criollos que manifiestan un romanticismo
pubescente. Alberto Flores Galindo (1988), al hablar también de Perú, y Josefa Salmón (1999), que estudia
el discurso indigenista en Bolivia, así como Michiel Baud y sus colaboradores (1996), quien compara a los
distintos indigenismos de casi todos los Estados de Latinoamérica y del Caribe, hacen hincapié en los nuevos
espacios de negociación y diálogo que a menudo pueden abrir las ideologías indigenistas. Al mismo tiempo,
los sociólogos han comenzado a cuestionar la propia base ideológica de trazar un límite categórico entre los
ciudadanos indígenas y los otros ciudadanos. A cambio, destacan las múltiples influencias mutuas, las
“conexiones” y las “zonas oscuras” (Baud, 1997) que ponen en contacto a todas las polaridades ficticias. Los
indigenismos etnorrománticos o etnoutópicos que se manifestaron entre 1880 y 1980 han dado paso a una
forma de hablar de, e incluso de hablar en nombre de, los explotados y los excluidos.
El cambio crucial que dio paso a todas estas nuevas posibilidades fue, por decirlo de algún modo, un
cambio de personal. A partir de la década de los ochenta, el mismo pueblo se identificó a sí mismo, y no los
demás, cuando los indígenas hablaron como indigenistas. Estos neoindigenistas eran fundamentalmente
activistas étnicos, pero lograron cambiar la política, o al menos el discurso, de los gobiernos de sus Estados-
nación: “En lugar de hacer hincapié en la integración, el nuevo indigenismo acentuó la autonomía y validez
de las múltiples culturas indígenas y la importancia del respeto a las diferencias. Apelando a las ideas de
participación en la toma de decisiones y en el “desarrollo de la integración rural”, los gobiernos [a cambio]
propusieron el reconocimiento de las organizaciones indígenas como “interlocutores de privilegio” y el
[prometido, GB] respeto a la nación multicultural” (Radcliffe y Wetswood, 1996, págs. 69-70). A simple
vista, esto es una gran noticia, pero también nos lleva a tener que plantearnos una serie de cuestiones. La
primera será: ¿quién representa a quién en qué mandato'?, y sobre este punto volveremos en el capítulo 5:
“La etnia: ¿sangre o vino?”. Por el momento, incluso la gran creatividad intelectual y el coraje político de
tantos indigenistas parecen demostrar lo mismo una y otra vez: ningún Estado-nación es étnicamente neutral
y un Estado-nación “unívoco” y “multicultural” parece representar una contradicción en sus propios
términos.
Sin embargo, como todas las conclusiones que se extraen de la lógica, todo esto suena más pesimista
de lo que en realidad es. Efectivamente, ningún Estado es perfecto y el verdadero multiculturalismo tendría
que ser global, del mismo modo que también lo necesitan ser la ecología y el feminismo. Sin embargo, es
igualmente cierto que en los últimos veinte años cada Estado-nación occidental ha progresado en el fomento
de una cultura multicultural. ¿Cómo iban a poder lograrlo cuando ciertos grupos étnicos eran
sistemáticamente excluidos o marginados en todos los Estados-nación que conocemos? Probablemente
existen dos respuestas a esta cuestión. Una es el bienestar, la otra es la mística. La primera respuesta es de
carácter económico y se basa en la filosofía racionalista del Estado moderno. La segunda respuesta es de
naturaleza ideológica y se basa en las raíces románticas del Estado-nación.
En lo que se refiere a la primera respuesta, denominada generalmente bienestar, me refiero a que los
Estados occidentales consigan evitar que la mayoría del pueblo pase hambre. No entraremos en esta fase a
preguntarnos a expensas de qué otros Estados el Primer Mundo consigue alcanzar y mantener este objetivo.
El Estado-nación en Occidente ha sido capaz, a pesar del fin oficial del colonialismo y del verdadero final
del pleno empleo, de dar alimento y cobijo prácticamente a todos sus habitantes, o a todos los que tuvieran
una voz política. Esto no es tanto un acto de caridad como un acto de conservación propia. El orden mundial
de los Estados-nación se habría derrumbado hace mucho tiempo si las élites del Estado no hubieran
sobornado a los pobres y a las minorías quienes, casualmente, suelen ser las mismas personas. Las élites
estatales han conseguido un considerable éxito en Occidente a la hora de retratar al Estado-nación como un
gran mercado postétnico fundado con el fin de ocuparse de las necesidades económicas de todos, con
independencia del color, de la cultura o del credo. Si Occidente fuera pobre, los conflictos étnicos serían
ciertamente mucho más sangrientos de lo que ya son. Hay multitud de pruebas a nuestro alrededor de que la
pobreza y la creciente competencia por los escasos recursos incrementa la solidaridad dentro de las etnias y

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las tensiones entre ellas. Si pertenecer a una determinada etnia se convierte en un recurso dentro de la
competencia económica, entonces la radicalización étnica no es más que una consecuencia inevitable. El
Estado-nación de Occidente ha invertido todas sus credenciales multiculturales en presentarse a sí mismo
como el mayor centro comercial de todos, un desinteresado proveedor postétnico de servicios económicos
para todo el mundo. También se presenta a sí mismo, a menudo de manera muy convincente, como un
distribuidor puramente objetivo de bienestar y justicia con independencia de la cultura, es decir, como una
especie de sección postétnica de oportunidades.
Los ciudadanos individuales pueden creerlo o no e incluso comunidades enteras de ciudadanos
pueden tener sus dudas sobre la consecución de un bienestar postétnico por parte del Estado. Sin embargo, el
recurso de apelar a una serie de derechos civiles legalmente ejecutables ha experimentado una notable
mejoría en casi todas las partes del planeta. Las élites estatales han mejorado en relación con su
comportamiento pasado de racismo o de sistemática negligencia y ahora la mayoría de los ciudadanos
pueden esperar o luchar con éxito por la igualdad de derechos a la hora de acceder a las provisiones de
bienestar del Estado. Éste es un sólido argumento a favor del carácter postétnico del Estado-nación
occidental. Sin embargo, dicho esto, nos enfrentamos con una paradoja histórica o, al menos, con una deuda
que ni el Estado ni los ricos están dispuestos a pagar.
Las élites de los Estados-nación occidentales pretenden prometer el acceso a la seguridad social para
todos. Compiten con esta promesa en los distintos debates electorales y está claro que ningún partido desea
perder. Sin embargo, todavía no hemos obtenido de ellos más que un almuerzo gratis. Las élites de los
Estados-nación necesitan motivar a la gente a la que desean gobernar con el fin de que sus ciudadanos sigan
estando dispuestos a arañar en sus impuestos para el bien de todos y, si es necesario, dejar de lado sus
escrúpulos morales para la mayor gloria nacional. Todo esto se lleva a cabo, no en nombre del Estado como
tal, y todavía menos en nombre de sus élites gubernamentales. Tampoco se hace en nombre de ninguno de
los grupos más privilegiados. En cambio, en el tema del compromiso moral y de la construcción de una
comunidad se hace valer el concepto de nación. Al apelar a la conciencia y a la moral nacional el Estado se
puede presentar como el sirviente, no de los grupos étnicos privilegiados que hay en él, sino de la
megaetnicidad inclusiva llamada nación. De ese modo crea su propia leyenda como una nueva y plenamente
inclusiva comunidad postétnica.
Sorprendentemente, de las dos ascendencias del Estado-nación occidental, la racionalista y la
romántica, una de ellas permanece más viva en Norteamérica y la otra en Europa. Esto parece muy sencillo,
pero hay un giro histórico de carácter irónico en todo este desarrollo, ya que estas dos zonas de Occidente
han cambiado sus papeles en relación con la ideología racionalista o romántica del Estado. El nacionalismo
popular de carácter romántico tiene sus raíces más profundas en Europa, pero los Estados europeos han ida
más lejos a la hora de despojarse de su herencia etnonacionalista. La mayoría de los europeos, ya sean
ciudadanos autóctonos o emigrantes, pretenden que el Estado sea un proveedor gratuito de servicios
económicos y, por favor, nada más que eso. Con la única excepción de los grupos disidentes neofascistas
entre los políticamente retrasados, todos los símbolos, ritos e incluso el lenguaje del patriotismo etnonacional
ha desaparecido tanto de las esferas públicas como incluso de las privadas. Justamente entre los
norteamericanos, la nación no étnica si es que alguna vez hubo una, nos encontramos con la romántica
herencia de “una sangre” en su forma más evidente. Enfrentados a esta paradoja, uno de mis estudiantes
norteamericanos incluso esgrimió una respuesta de carácter etnonacional: “Todos somos mestizos”, afirmó,
“con un poco de identidad étnica de aquí y otro poco de allá: por lo tanto, como todos estamos mezclados,
todos podemos ser lo mismo”. No pretendo que todos los lectores estén de acuerdo con este punto de vista
pero, no obstante, su lógica dialéctica es fascinante: el híbrido multiétnico de muchos ciudadanos
norteamericanos sirvió para defender un consenso de identidad nacional basado en una neoetnia compartida.
Si el linaje de cada uno fuera “mixto”, entonces la identidad actual de todos sería la misma:
superétnicamente norteamericanos.
Al buscar otras explicaciones a este intercambio transoceánico en la forma de entender el Estado-
nación, probablemente habría que acudir a los procesos históricos. Cuando los europeos inventaron sus
distintas versiones del etnonacionalismo, la mayoría de ellas en el siglo XIX, ya habían vivido varios siglos
de burocracias estatales centralizadas. Estas burocracias dirigieron sus esfuerzos hacia el crecimiento
económico de cada Estado territorial e intentaron organizar la distribución de la abundante riqueza para
proteger su propia posición y prevenir así revueltas y revoluciones. De ese modo, concentraron todo el poder
político y económico en manos de soberanos absolutos. Cuando la industrialización hizo que los pobres lo
fueran todavía más y convirtió a los campesinos sin tierras en proletariados sin empleo, el sistema explotó de
dos formas distintas al mismo tiempo. Políticamente, la soberanía absoluta de los monarcas se sustituyó por
la soberanía absoluta del “pueblo”, o de quienes fueron reconocidos como tales. Económicamente, los

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movimientos sindicalistas y socialistas exigieron y obligaron a que las viejas estructuras burocráticas
tuvieran ahora que volver a distribuir los beneficios obtenidos del crecimiento industrial. En el curso de cien
años, aproximadamente entre 1848 y 1948, todos los Estados europeos se convirtieron en Estados de
bienestar social, es decir, en Estados en los que las élites de gobierno eran los responsables de redistribuir los
beneficios económicos de los ricos a los pobres (de Swaan, 1988). En esta historia, el invento del
etnonacionalismo no tuvo la menor oportunidad de arraigarse a largo plazo. Consiguió convertir los Estados
territoriales en Estados-nación y convertir a los nacionalistas en colonialistas. Pero cuando se desencadenó la
Primera Guerra Mundial y, a causa del renovado etnonacionalismo del fascismo, la Segunda Guerra
Mundial, esa bomba le explotó a Europa en sus propias manos. Desde entonces, todos los europeos han
aprendido, cada uno a su manera, que los Estados-nación tienen poco que ganar del etnonacionalismo
romántico. La fuerza de la burocracia, centralizada y la tradición socialista a lo largo de toda Europa se
aprovechó, aproximadamente desde 1960, para servir al proyecto de la Unión Europea. Los retales del
etnonacionalismo que se han despertado en Europa sólo se pueden entender como una protesta contra este
proyecto de una Europa que va más allá de las naciones, por muy históricamente insensible y
burocráticamente engorroso que pueda ser.
En Norteamérica la tendencia fue dar un giro en otro sentido. Allí no existía una base étnica que
permitiera crear “un pueblo norteamericano”. Lo que hizo que Norteamérica creciera como un Estado
unificado fue la diversidad enorme de las historias regionales de asentamiento y conquista, de etnocidio y
esclavitud y, más adelante, de desigual aunque desenfrenada competencia para conseguir una
autogratificación económica. Al compararlos con los Estados europeos, se observa que Estados Unidos no
presentan ninguno de los tres factores que llevaron a los europeos a forjar la unidad de sus Estados-nación:
una tradición de que el Estado representa el papel de distribuidor de los beneficios económicos, una fuerte
tradición socialista o de asistencia social y, de forma menos afortunada, una gran tolerancia pública a la
burocracia estatal centralizada. De ese modo, la forja de una identidad nacional norteamericana tuvo que
pasar a depender de la creación de una conciencia nacional explícitamente postétnica. ¿Cómo pudieron
lograrlo?
Para comprender la mística postétnica del Estado moderno lo mejor es consultar la obra de Benedict
Anderson (1983), historiador de la Universidad de Cornell. Lo que Anderson demostró en su obra, si bien lo
hizo entre líneas, fue tan simple como revelador: nuestro concepto moderno de nacionalidad es un concepto
metafísico. Debe su éxito a dos elementos sucesivos todavía más irracionales. Uno de ellos es la fe en la
legitimidad del poder que solían ostentar las dinastías, como la de los Habsburgo en la multiétnica (aunque
racista) Austria o como la Ming en la también multiétnica (aunque racista) China. A la vista de ello, resulta
difícil imaginar cómo un hecho tan accidental como el nacimiento podría posiblemente servir como un
pasaporte hacia el poder legítimo. Pero entonces la gente creía en eso y, en cierto sentido, todavía lo sigue
creyendo ahora. Véase a las primeras damas viudas elegidas para suceder a sus maridos en Argentina y en las
Filipinas, en Bangladesh y en Sri Lanka; véase a los Kennedy, a los Gandhi, a los Bhutto, por no hablar de
todas esas dinastías menores que “sólo” consiguen presidir una central bancaria o un imperio mediático
durante tres o cuatro generaciones. Hasta las dinastías de ficción que hemos aprendido a trazar en las
teleseries o en las novelas románticas nos siguen mostrando que el dinero no es nada sin la legitimidad de los
orígenes. Es, por lo tanto, perfectamente comprensible, por no decir que completamente “racional” para el
sentido común, que la gente pueda creer en la sucesión dinástica como un billete que permite el gobierno
legítimo.
El segundo principio de poder legitimador que Anderson (1983) consideró como algo que debía
sustituirse por una nueva legitimación nacionalista fue, como es natural, el poder de la Iglesia. A medida que
la vida cotidiana de las personas se vio cada vez más envuelta en los designios de las élites estatales y en sus
secularistas programas de progreso, el pueblo cada vez estaba menos dispuesto a doblar sus rodillas. A
cambio, doblaron sus espaldas para trabajar por una vida mejor y para poder enviar a sus hijos a las escuelas.
Éstas estaban bajo el control de las élites estatales en el caso de los ricos y bajo el de la Iglesia en el caso de
los pobres. La escolarización prometía todas las oportunidades que la mayoría de los padres nunca habían
tenido y cuando los hijos de los campesinos se agolparon en las ciudades industriales, la urbanización masiva
multiplicó esas oportunidades. Sin embargo, al mismo tiempo, el Estado pasó a controlar las escuelas. La
escuela se convirtió en la escuela de la nación, en muchos aspectos en el centro de control de la conciencia
nacional. Supone un enorme contraste comparar la transición que tuvo lugar en la escolarización de los
jóvenes. Cuando la Iglesia se encargaba de la escolarización popular su objetivo era leer la Biblia. En la
Suecia del siglo por aquel entonces el país con el nivel de alfabetización más alto del mundo, no estaba
permitido que una pareja se casara si no sabía leer, o que al menos fingiera leer, las Sagradas Escrituras
(Johansson, 1981). A medida que los Estados-nación pasaron a controlar la escolarización a nivel universal,

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los programas de estudios se enriquecieron con nuevas leyendas sagradas de gloria nacional. Estas leyendas
podían tratar de antiguos reyes o de la Declaración de Independencia, de grandes victorias coloniales o de
pequeñas historias de resistencia heroica: en todos los casos, no importa dónde, el programa de estudios se
convirtió en una herramienta que sirvió para forjar una conciencia nacional superétnica y, a menudo,
nuevamente religiosa. El filósofo Ernest Gellner, que escribió un importante libro sobre el nacionalismo
(1983), reconoció este punto: el Estado-nación no sería nada actualmente si no se hubiera apropiado de las
escuelas. Sin embargo, también cometió un sorprendente error declarando que el nacionalismo fue el fin de
todo el sentimiento religioso. Lo que sucedió en realidad fue exactamente lo contrario.
Cada Estado-nación ideó su propia versión nacional de una nueva religión extendida a nivel mundial.
A esta religión se le llamó nacionalismo, es decir, la fe en que la propia identidad moral está
inseparablemente unida a la identidad nacional de cada uno. En el próximo capítulo examinaremos con más
detenimiento este extraño proceso. Sin embargo, por el momento sólo podemos dedicar una ligera mirada de
soslayo al hecho de ver cómo el nacionalismo ha moldeado hasta los propios idiomas con los que intentamos
ir más allá de una visión nacionalista del mundo. El control de la educación por parte del Estado no sólo
cambió el contenido de todo lo que hemos aprendido sino también del idioma en el que estaba expresado.
Las escuelas de los Estados-nación convirtieron las lenguas maternas (descuidadas, regionales y con
frecuencia fronterizas) en los idiomas nacionales, regulados e impuestos por el Estado que ahora son. Un
ejemplo reciente de este hecho lo encontramos en la Academia Francesa, fundada en 1635 como un guardián
del idioma creado por el Estado. El ejemplo más chocante lo tenemos en Estados Unidos, donde algunos
congresistas del siglo XIX decidieron que 1) una nación independiente necesitaba tener una lengua
independiente y 2) por tanto, para ser un buen estadounidense, había que escribir labor en vez de labor y
center en vez de centre.*
El nacionalismo, un término con el que Anderson no quiere decir más que la fe de una persona en los
deberes morales que incumben a la ciudadanía, se convirtió en un sustituto de la religión. Lo que hizo que
encajara para poder funcionar como tal fue que compartía un elemento peculiar con sus dos predecesores:
podía llevar a que las personas se vieran a sí mismas viviendo en comunidad con otras personas que no
conocían o que quizás querían conocer. Por lo tanto, lo que predijo el libro de Anderson fue un sorprendente
proceso. Las personas solían pensar de sí mismas que eran miembros de una comunidad de fe. A través de la
intervención del conocimiento de la lengua materna, de los medios de comunicación y de las élites estatales,
el pueblo empezó a verse a sí mismo como miembro de una 56 nueva y supuesta comunidad: la nación y su
Estado. La nación se concibe como una comunidad en el sentido de que para ser miembro se confiere y exige
un lazo universal de solidaridad o, en su típico lenguaje patriarcal, de hermandad. Esta solidaridad es
supuesta, ya que abarca a muchas más personas de las que cualquier individuo puede llegar a conocer. Sin
embargo, es real por esa misma razón. No hay más que ver los actos de autosacrificio, así como las más
infames vilezas, que está dispuesta a cometer la gente en el nombre de sus naciones. La conciencia nacional
está, por tanto, saturada con los valores y las identificaciones más extremas: justo igual que sucede con la
religión.
Por desgracia, Anderson no presenta los procesos históricos por los que se arraigaron esas
identificaciones, pero señala dos de los mecanismos clave que más influyeron. Estos mecanismos incluso
han dado lugar al nacimiento de un nuevo término, “capitalismo impreso”, es decir, la combinación de una
cultura impresa basada en un idioma nacional con una economía capitalista expansiva. El punto más
destacado del análisis de Anderson es la siguiente observación (1983, cap. 8): “Puesto que la gran mayoría
de las personas no eligen su propia nacionalidad, la identidad nacional suele ser para ellas una cuestión de
linaje y de nacimiento, un atributo que aparece de forma tan natural como el parentesco y la familia”. En el
capítulo 2 ya vimos que el supuestamente carácter biológico de la ascendencia, el parentesco y el linaje son
mitos populares. Pero eso no le quita valor a su eficacia social.
Al explorar con más profundidad la eficacia social del nacionalismo o de la conciencia nacional, nos
hemos enfrentado a una creación completamente artificial. Es artificial, frente a lo natural, ya que representa
un artificio ingenioso de la imaginación humana y social. Lo que se imagina es una comunidad étnica en su
historia, postétnica en sus derechos civiles y en sus niveles de derechos materiales y superétnica para
justificar su existencia como una nación. Sin embargo, este carácter superétnico acarrea una serie de rasgos
místicos y religiosos. A su vez, el nacionalismo, la ideología de una o de unas pocas categorías étnicas
privilegiadas dentro de un Estado, discrimina a otras categorías étnicas dentro del mismo Estado. Incluso
aunque se haya abolido por ley la discriminación, ésta se manifiesta todavía en la práctica. Éstas son las
categorías étnicas que la burocracia estatal clasifica en “grupos” y a las que luego denomina o, mejor,

*
En inglés norteamericano las palabras inglesas labour y centre se escriben labor y center. (N. del t.)

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convierte, en minorías. Sin embargo, el Estado-nación no ha titubeado a la hora de cometer esos errores.
¿Cómo, entonces, puede ser plausible esa creación y cómo puede motivar acciones que, de otro modo, el
pueblo sería demasiado prudente, demasiado cobarde y a veces también demasiado decente para cometer por
propia iniciativa? La respuesta debe estar en una mezcla de poder político y económico y de persuasión
simbólica nacional. A continuación veamos cómo se produce este fenómeno y cómo cada Estado-nación se
ha hecho con su propia cuasireligión nacional.

Lecturas complementarias

Anderson, Benedict, Imagined Communities: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism, Londres,
Verso, 1991, págs. 14¬40, 41-65.

Connor, Walker, “Beyond Reason: The Nature of the Ethnonational Bond”, Ethnic and Racial Studies, 1993,
16 (3), págs. 373-389.

Flores Galindo, Alberto, Buscando un Inca, especialmente cap. IX (págs. 288-343), “El horizonte utópico”,
Lima, Horizonte, 1988.

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