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Mimoso - Silvina Ocampo

Cuento de Silvina Ocampo              


Desde hacía cinco días Mimoso agonizaba. Mercedes con una cucharita le daba
leche, jugo de frutas y té. Mercedes llamó por teléfono al embalsamador, dio la
altura y el largo del perro y pidió los precios. Embalsamarlo iba a costar casi un
mes de sueldo. Cortó la comunicación y pensó llevarlo inmediatamente para
que no se estropeara demasiado. Al mirarse en el espejo vio que sus ojos
estaban muy hinchados por el llanto y decidió esperar la muerte de Mimoso.
Junto a la estufa de kerosene, colocó un platito y volvió a darle leche al perro,
pero con la cucharita. Ya no abría la boca y la leche se derramó por el suelo. A
las ocho llegó el marido, lloraron juntos y se consolaron pensando en el
embalsamamiento. Imaginaron al perro en la entrada de la habitación, con sus
ojos de vidrio, cuidando simbólicamente la casa.
A la mañana siguiente Mercedes metió al perro adentro de una bolsa.
Estaba muerto. Hizo un paquete con arpillera y papel de diario para no llamar la
atención en el colectivo y lo llevó a la tienda del embalsamador. En el escaparate
de la casa vio muchos pájaros, monos embalsamados y víboras. La hicieron
esperar. El hombre apareció en mangas de camisa, fumando un cigarro toscano.
Tomó el paquete, diciendo:
—Me trajo el perro. ¿Cómo lo quiere? —Mercedes pareció no comprender.
El hombre trajo un álbum lleno de dibujos—. ¿Lo quiere sentado, acostado o
parado? ¿Sobre un soporte de madera negra o pintadito de blanco? ¿Cómo lo
quiere?
Mercedes miró sin ver nada:
—Sentadito, con las patitas cruzadas.
—¿Con las patitas cruzadas? —repitió el hombre, como si no le gustara.
—Como usted quiera —dijo Mercedes, ruborizándose.
Hacía calor, un calor sofocante. Mercedes se quitó el abrigo.
—Vamos a ver al animal —dijo el hombre, abriendo el paquete. Tomó a
Mimoso por las patas traseras, y continuó—: No está tan gordito como su
dueña —y lanzó una carcajada. La miró de arriba abajo y ella bajó los ojos—.
Cuando lo vea listo le va a dar ganas de comerlo.
Mercedes dijo, tratando de contener sus deseos de abofetear o de quitar el
perro al hombre:
—Quiero que tenga un soporte de madera como aquél —le enseñó el que
sostenía una paloma mensajera.
—Veo que la señora tiene buen gusto —musitó el hombre—, ¿Y los ojos de
qué los quiere? De vidrio resultará un poco más caro.
—Los quiero de vidrio —respondió Mercedes.
—¿Verdes, azules o amarillos?
—Amarillos —dijo Mercedes, impetuosamente—. Tenía los ojos amarillos
como las mariposas.
—¿Y usted les vio los ojos a las mariposas?
—Como las alas —protestó Mercedes—, como las alas de las mariposas.
—¡Ya me parecía! Tiene que pagar adelantado —dijo el hombre.
—Ya lo sé —respondió Mercedes—, me dijo por teléfono —abrió su cartera
y sacó los billetes; los contó y los dejó sobre la mesa. El hombre le dio el recibo
—. ¿Cuándo estará listo para venir a buscarlo? —preguntó, guardando el recibo
en su cartera.
—No hace falta. Se lo llevaré yo el veinte del mes que viene.
—Vendré a buscarlo con mi marido —respondió Mercedes y salió
precipitadamente de la casa.
Las amigas de Mercedes supieron que el perro había muerto y quisieron
saber qué habían hecho con el cadáver. Mercedes dijo que lo habían hecho
embalsamar y nadie le creyó. Muchas personas rieron. Ella resolvió que era
mejor decir que lo había tirado por ahí. Con su tejido en la mano esperaba como
Penélope, tejiendo, la llegada del perro embalsamado. Pero el perro no llegaba.
Mercedes todavía lloraba y se secaba las lágrimas con el pañuelo floreado.
El día convenido Mercedes recibió un llamado telefónico: el perro ya
estaba embalsamado, sólo faltaba ir a buscarlo. El hombre no podía ir tan lejos.
Mercedes y su marido fueron a buscar al perro en un taxímetro.
—Lo que nos ha hecho gastar este perro —dijo el marido de Mercedes, en
el taxímetro, mirando los números que subían.
—Un hijo no hubiera costado más —dijo Mercedes, sacando su pañuelo del
bolsillo y enjugándose las lágrimas.
—Bueno, basta; ya lloraste bastante.
En la casa del embalsamador tuvieron que esperar. Mercedes no hablaba,
pero su marido la miraba atentamente.
—¿La gente no dirá que estás loca? —inquirió su marido con una sonrisa.
—Peor para ellos —respondió Mercedes apasionadamente—. No tienen
corazón, y la vida es muy triste para los que no tienen corazón. Nadie los quiere.
—Mujer, tienes razón.
El embalsamador trajo casi demasiado pronto al perro. Sobre un pie de
madera barnizada de oscuro, semisentado, con los ojos de vidrio y el hocico
barnizado estaba Mimoso. Nunca había parecido de mejor salud; estaba gordo,
bien peinado y lustroso, lo único que le faltaba era hablar. Mercedes lo acarició
con sus manos trémulas; lágrimas saltaron de sus ojos y cayeron sobre la cabeza
del perro.
—No me lo moje —dijo el embalsamador—. Y lávese la mano.
—Sólo le falta hablar —dijo el marido de Mercedes—. ¿Cómo hace estas
maravillas?
—Con venenos, señor. Todo el trabajo lo hago con venenos, con guantes y
anteojos, de otro modo, me intoxicaría. Es un sistema personal. ¿No hay niños
en su casa?
—No.
—¿Será peligroso para nosotros? —preguntó Mercedes.
—Únicamente si lo comen —respondió el hombre.
—Tenemos que envolverlo —dijo Mercedes, después de secar sus lágrimas.
El embalsamador envolvió el animal embalsamado en papeles de diario y
entregó el paquete al marido de Mercedes. Salieron con alegría. En el camino
hablaron del lugar donde colocarían a Mimoso. Eligieron el vestíbulo de la casa,
junto a la mesita del teléfono en donde Mimoso los esperaba cuando ellos
salían.
Después de examinar el trabajo del embalsamador, una vez en la casa,
colocaron al perro en el lugar elegido. Mercedes se sentó frente a él para
mirarlo: ese perro muerto la acompañaría como la había acompañado el mismo
perro vivo, la defendería de los ladrones y de la soledad. Le acarició la cabeza
con la punta de los dedos y cuando creyó que el marido no la miraba, le dio un
beso furtivo.
—¿Qué dirán tus amigas, cuando vean esto? —inquirió el marido—. Que
dirá el tenedor de libros de la Casa Merluchi.
—Cuando venga a cenar lo guardaré en el armario o diré que fue un regalo
de la señora del segundo piso.
—Tendrás que decírselo a la señora.
—Se lo diré —dijo Mercedes.
Aquella noche bebieron un vino especial y se acostaron más tarde que de
costumbre.
La señora del segundo piso sonrió ante el pedido de Mercedes.
Comprendió la perversidad del mundo ante el cual una mujer no puede mandar
embalsamar a su perro sin que la crean loca.
Mercedes era más feliz con el perro embalsamado que con el perro vivo; no
le daba de comer, no tenía que sacarlo para que orinara, ni tenía que bañarlo,
no le ensuciaba la casa ni le mordía el felpudo. Pero la felicidad no es duradera.
Bajo la forma de un anónimo llegó la maledicencia a esa casa. Un dibujo
horrible ilustraba las palabras. El marido de Mercedes tembló de indignación: el
fuego ardía en la cocina menos que en su corazón. Tomó al perro sobre sus
rodillas, lo quebró en varias partes como si fuese una rama seca y lo arrojó al
horno que estaba abierto.
—Que sea o que no sea verdad no importa, lo que importa es que lo digan.
—No me impedirás que sueñe con él —gritó Mercedes y se acostó en la
cama vestida—. Sé quién es el hombre perverso que hace anónimos. Es ese
tenedor de porquería. No volverá a entrar en esta casa.
—Tendrás que recibirlo. Esta noche viene a cenar.
—¿Esta noche? —dijo Mercedes. Saltó de la cama y corrió a la cocina a
preparar la cena, con una sonrisa en los labios. Puso junto al perro el asado de
tira, en el horno.
Preparó la comida más temprano que de costumbre.
—Hay asado con cuero —anunció Mercedes.
Antes de saludar, junto a la puerta, el invitado se restregó las manos, al
tomar el olor que venía del horno. Después, mientras se servía, dijo:

—Estos animales parecen embalsamados —miró con admiración los ojos


del perro.
—En China —dijo Mercedes—, me han dicho que la gente come perros
¿será cierto o será un cuento chino?
—Yo no sé. Pero en todo caso, yo por nada del mundo los comería.
—No hay que decir "de este perro no comeré" —respondió Mercedes, con
una sonrisa encantadora.
—De esta agua no beberé —corrigió el marido.
El invitado se asombró de que Mercedes hablara con tanto desparpajo de
los perros.
—Tendremos que llamar al peluquero —dijo el invitado, viendo la carne
con cuero donde asomaban algunos pelos, y, riendo a carcajadas, con una risa
contagiosa, preguntó—: ¿La carne con cuero se come con salsa?
—Es una novedad —contestó Mercedes. El invitado se sirvió de la fuente,
chupó un pedazo de cuero untado con salsa, lo mascó y cayó muerto.
—Mimoso todavía me defiende —dijo Mercedes, recogiendo los platos y
secando sus lágrimas, pues lloraba cuando reía.

Fuente: Silvina Ocampo, Cuentos Completos I, Ed. Emecé


“LAS INVITADAS” (CUENTO DE SILVINA OCAMPO)

Para las vacaciones de invierno, los padres de Lucio habían planeado un


viaje al Brasil. Querían mostrar a Lucio el Corcovado, el Pan de Azúcar,
Tiyuca y admirar de nuevo los paisajes a través de los ojos del niño.

Lucio enfermó de rubéola: esto no era grave, pero “con esa cara y
brazos de sémola”, como decía su madre, no podía viajar. Resolvieron
dejarlo a cargo de una antigua criada, muy buena. Antes de partir
recomendaron a la mujer que para el cumpleaños del niño, que era en
esos días, comprara una torta con velas, aunque no fueran a compartirla
sus amiguitos, que no asistirían a la fiesta por el inevitable miedo al
contagio.

Con alegría, Lucio se despidió de sus padres: pensaba que esa


despedida lo acercaba al día del cumpleaños, tan importante para él.
Prometieron los padres traerle del Brasil, para consolarlo, aunque no
tuvieran de qué consolarlo, un cuadro con el Corcovado, hecho con alas
de mariposas, un cortaplumas de madera con un paisaje del Pan de
Azúcar, pintado en el mango, y un anteojito de larga vista , donde podría
ver los paisajes más importantes de Río de Janeiro, con sus palmeras, o
de Brasilia, con su tierra roja.

El día consagrado, en la esperanza de Lucio, a la felicidad tardó en


llegar. Vastas zonas de tristeza empañaron su advenimiento, pero una
mañana, para él tan diferente de otras mañanas, sobre la mesa del
dormitorio de Lucio brilló por fin la torta con seis velas, que había
comprado la criada, cumpliendo con las instrucciones de la dueña de
casa. También brilló, en la puerta de entrada, una bicicleta nueva,
pintada de amarillo, regalo dejado por los padres.

Esperar cuando no es necesario es indignante; por eso la criada quiso


celebrar el cumpleaños, encender las velas y saborear la torta a la hora
del almuerzo, pero Lucio protestó, diciendo que vendrían sus invitados
por la tarde.

—Por la tarde la torta cae pesada al estómago, como la naranja que por
la mañana es de oro, por la tarde de plata y por la noche mata. No
vendrán los invitados —dijo la criada—. Las madres no los dejarán venir,
de miedo al contagio. Ya se lo dijeron a tu mamá.

Lucio no quiso entender razones. Después de la riña, la criada y el niño


no se hablaron hasta la hora del té. Ella durmió la siesta y él miró por la
ventana, esperando.

A las cinco de la tarde golpearon a la puerta. La criada fue a abrir,


creyendo que era un repartidor o un mensajero. Pero Lucio sabía quién
golpeaba. No podían ser sino ellas, las invitadas. Se alisó el pelo en el
espejo, se mudó los zapatos, se lavó las manos. Un grupo de niñas
impacientes, con sus respectivas madres, estaba esperando.

—Ningún varón entre estos invitados. ¡Qué extraño! —exclamó la criada


—. ¿Cómo te llamas? —preguntó a una de las niñas que se le antojó más
simpática que las otras.

—Me llamo Livia.

Simultáneamente las otras dijeron sus nombres y entraron.

—Señoras, hagan el favor de pasar y de sentarse —la criada dijo a las


señoras, que obedecieron en el acto.

Lucio se detuvo en la puerta del cuarto. ¡Ya parecía más grande! Una
por una, mirándolas en los ojos, mirándoles las manos y los pies, dando
un paso hacia atrás para verlas de arriba abajo, saludó a las niñas.

Alicia llevaba un vestido de lana, muy ceñido, y un gorro tejido con


punto de arroz, de esos antiguos, que están a la moda. Era una suerte
de viejita, que olía a alcanfor. De sus bolsillos caían, cuando sacaba su
pañuelo, bolitas de naftalina, que recogía y que volvía a guardar. Era
precoz, sin duda, pues la expresión de su cara demostraba una honda
preocupación por cuanto hacían alrededor de ella. Su preocupación
provenía de las cintas del pelo que las otras niñas tironeaban y de un
paquete que traía apretado entre sus brazos y del cual no quería
desprenderse. Este paquete contenía un regalo de cumpleaños. Un
regalo que el pobre Lucio jamás recibiría.

Esperar cuando no es necesario es indignante

Livia era exuberante. Su mirada parecía encenderse y apagarse como la


de esas muñecas que se manejan con pilas eléctricas. Tan exuberante
como cariñosa, abrazó a Lucio y lo llevó a un rincón, para decirle un
secreto: el regalo que le traía. No necesitaba de ninguna palabra para
hablar; este detalle desagradable para cualquiera que no fuera Lucio, en
ese momento, parecía una burla para los demás. En un diminuto
paquete, que ella misma desenvolvió, pues no podía soportar la lentitud
con que Lucio lo desen- volvería, había dos muñecos toscos imantados
que se besaban irresistiblemente en la boca, estirando los cuellos,
cuando estaban a determinada distancia el uno del otro. Durante un
largo rato, la niña mostró a Lucio cómo había que manejar los muñecos,
para que las posturas fueran más perfectas o más raras. Dentro del
mismo paquetito había también una perdiz que silbaba y un cocodrilo
verde. Los regalos o el encanto de la niña cautivaron totalmente la
atención de Lucio, que desatendió al resto de la comitiva, para
esconderse en un rincón de la casa con ellos.

Irma, que tenía los puños, los labios apretados, la falda rota y las rodillas
arañadas, enfurecida por el recibimiento de Lucio, por su deferencia por
los regalos y por la niña exuberante que susurraba en los rincones,
golpeó a Lucio en la cara con una energía digna de un varón, y no
contenta con eso rompió a puntapiés la perdiz y el cocodrilo, que
quedaron en el suelo, mientras las madres de las niñas, unas hipócritas,
según lo afirmó la criada, lamentaban el desastre ocurrido en un día tan
importante.

La criada encendió las velas de la torta y corrió las cortinas para que
relucieran las luces misteriosas de las llamas. Un breve silencio animó el
rito. Pero Lucio no cortó la torta ni apagó las velas como lo exige la
costumbre. Ocurrió un escándalo: Milona clavó el cuchillo y Elvira sopló
las velas.

Ángela, que estaba vestida con un traje de organdí lleno de entredoses y


de puntillas, era distante y fría; no quiso probar ni un confite de la torta,
ni siquiera mirarla, porque en su casa, según su testimonio, para los
cumpleaños, las tortas contenían sorpresas. No quiso beber la taza de
chocolate porque tenía nata y cuando le trajeron el colador, se ofendió
y, diciendo que no era una bebita, tiró todo al suelo. No se enteró, o
fingió no enterarse, de la riña que hubo entre Lucio y las dos niñas
apasionadas (ella era más fuerte que Irma, así lo afirmó), tampoco se
enteró del escándalo provocado por Milona y Elvira, porque, según sus
declaraciones, sólo los estúpidos asisten a fiestas cursis, y ella prefería
pensar en otros cumpleaños más felices.

—¿Para qué vienen a estas fiestas las niñas que no quieren hablar con
nadie, que se sientan aparte, que desprecian los manjares preparados
con amor? Desde chiquitas son aguafiestas —rezongó la criada ofendida,
dirigiéndose a la madre de Alicia.

—No se aflija —contestó la señora—, todas se parecen.

—¡Cómo no voy a afligirme! Son unas atrevidas: soplan sobre las velas,
cortan la torta sin ser el niño del cumpleaños.

Milona era muy rosada.

—No me da ningún trabajo para hacerla comer —decía la madre,


relamiéndose los labios—. No le regale muñecas, ni libros, porque no los
mirará. Ella reclama bombones, masas. Hasta el dulce de membrillo
ordinario le gusta con locura. Su juego favorito es el de las comiditas.

Elvira era muy fea. Aceitoso pelo negro le cubría los ojos. Nunca miraba
de frente. Un color verde, de aceituna, se extendía sobre sus mejillas;
padecía del hígado, sin duda. Al ver el único regalo, que había quedado
sobre una mesa, lanzó una carcajada estridente.

—Hay que poner en penitencia a las chicas que regalan cosas feas. ¿No
es cierto, mamá? —dijo a su madre.

Al pasar frente a la mesa, consiguió barrer con su pelo largo, en-


marañado, los dos muñecos, que se besaron en el suelo.

—Teresa, Teresa —llamaban las invitadas.

Teresa no contestaba. Tan indiferente como Ángela, pero menos


erguida, apenas abría los ojos. Su madre dijo que tenía sueño: la en-
fermedad del sueño. Se hace la dormida.

—Duerme hasta cuando se divierte. Es una felicidad, porque me deja


tranquila —agregó.

Teresa no era del todo fea; parecía, a veces, hasta simpática, pero era
monstruosa si uno la comparaba con las otras niñas. Tenía párpados
pesados y papada, que no correspondían a su edad. Por momentos
parecía muy buena, pero hay que desengañarse: cuando una de las
niñas cayó al suelo por su culpa, no acudió en su ayuda y quedó
repantingada en la silla, dando gruñidos, mirando el cielo raso, diciendo
que estaba cansada.
“Qué cumpleaños”, pensó la criada, después de la fiesta. “Una sola
invitada trajo un regalo. No hablemos del resto. Una se comió toda la
torta; otra rompió los juguetes y lastimó a Lucio; otra se llevó el regalo
que trajo; otra dijo cosas desagradables, que sólo dicen. las personas
mayores, y con su cara de pan crudo ni me saludó al irse; otra se quedó
sentada en un rincón como una cataplasma, sin sangre en las venas; y
otra, ¡Dios me libre!, me parece que se llamaba Elvira, tenía cara de
víbora, de mal agüero; pero creo que Lucio se enamoró de una, ¡la del
regalo!, sólo por interés. Ella supo conquistarlo sin ser bonita. Las
mujeres son peores que los varones. Es inútil.”

Cuando volvieron de su viaje los padres de Lucio, no supieron quiénes


fueron las niñas que lo habían visitado para el día de su cumpleaños y
pensaron que su hijo tenía relaciones clandestinas, lo que era, y
probablemente seguiría siendo, cierto.

Pero Lucio ya era un hombrecito.

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GENTILEZA EDITORIAL EMECÉ.


“Las invitadas” pertenece al libro del mismo título, publicado en
1961

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