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ANGEL

J. CAPPELLETTI

LA TEORIA

SOCIEDAD VENEZOLANA
DE CIENCIAS HUMANAS
CARACAS / 1977
ANG EL J. CAPPELLETTI

LA T E O R I A
ARISTOTELICA
DE LA V ISIO N

SOCIEDAD VENEZOLANA DE CIENCIAS HUMANAS

CARACAS/1977
SERIE FILO SO FIA - 1

Esta edición ha sido financiada


por L a P rim era Entidad de
A horro y P réstam o de Caracas

© 1977, by Angel J. Cappelletti


Caracas - Venezuela
A la memoria de Ariel, mi hijo
que pasó como un rayo de luz
t, I
Para Aristóteles, la sensación es necesario punto de partida
de todo conocimiento; puerta inexcusable del arte, de la ciencia
y de la sabiduría. “ Nihil est in intellectu — dirán luego sus
comentadores escolásticos— quod prius non fuerit in sensu” .

A l sostener esto, no sólo se opone evidentemente a su maes­


tro Platón, sino que parece coincidir con Democrito y los mate­
rialistas de la época. Para determinar hasta qué punto ello
es así, se hace necesario examinar, ante todo, qué es, para A ris­
tóteles, la sensación misma y cómo se la puede definir o carac­
terizar.

En D e anima 415 b 24 y en Physica 244 b 2-245 a 11, afirma,


en primer término, que la sensación consiste en un “ ser movido”
(xivEÍcGaO y en un “ padecer” (-rcáo-xstv).

Ahora bien, según Aristóteles, el movimiento (y, por tanto,


el padecer) es de cuatro clases: sustancial (generación y corrup­
ción), cuantitativo, cualitativo y local (Phys. 200 b ). Por el pri­
mero, el individuo real adquiere o pierde una form a sustancial;
por el segundo, aum^enta o disminuye sus dimensiones; por el
tercero, altera sus cualidades, despojándose de unas para lograr
otras; por el cuarto, se traslada de un lugar a otro en el espacio.

La sensación no implica un movimiento sustancial, pues,


aunque, como veremos, supone la incorporación de una nueva
forma en el sujeto que siente, ésta no es una form a sustancial.
Tampoco se la puede hacer consistir en un movimiento cuanti­
tativo, aun cuando alguien pudiera decir que la incorporación
de un rayo de luz o de una onda sonora al órgano sensorial
significa un cambio, siquiera sea mínimo, en la cantidad del
sujeto. Tal cambio cuantitativo puede ser condición de la sen­
sación, pero no es, en todo caso, la sensación misma.
10 ANGEL J. CAPPELLETTI

No es, en fin un movimiento local, aunque suponga siempre


algunos movimientos locales en el medio o en el sensorio.

Eesta, pues, que sea un movimiento cualitativo o alteración


(áXXoiw(Tic,), “ porque de algún modo ( tícoi;) constituyen también
una alteración las sensaciones, ya que la sensación en acto
(aío-Gpo-u; tq jcav’ ávépYsiav) consiste en un movimiento que se
produce a través del cuerpo, cuando el órgano sensorial padece
algo” (■jtatrxoúo'TQi; vl ifiq ala'0TQa'£co<;) (Phys. 224 b ).

H ay que advertir, sin embargo, que la identificación de la


sensación con un movimiento cualitativo nunca es incondi­
cional o absoluta. En el anterior pasaje de la Física, Aristóteles
dice que las sensaciones son “ de algún modo” ( ttwí;) una alte­
ración. En D e anima 416 b 33-34, afirm a: “ La sensación con­
siste en el ser movido y en el padecer, según queda dicho: parece,
en efecto, que es una cierta alteración” . No dice “ una alte­
ración” , sino “ una cierta alteración” {aXkoía¡aic, tii; ) . Igual­
mente, en D e insomnis 459 b 4-5: “ La sensación en acto es una
cierta alteración” ( ecttiv áXkoioiaic, ti<; r¡ xax’ ávápYEiav a'ícr0TQín^)
¿ A qué se debe tal limitación? A l hecho de que Aristóteles no
quiere que se confunda su doctrina con la de Demócrito y Em -
pédocles. En efecto, en Metaphysica 1009 b 13, dice que algunos
filósofos, como Demócrito, confunden al entendimiento con la
sensación y a ésta con una “ alteración” .

Estos filósofos naturales, no contentos con aplicar las no­


ciones de “ acción” y “ pasión” a la teoría de la nutrición y a
otros procesos fisiológicos, creen poder explicar íntegramente
mediante las mismas el conocimiento sensorial {D e anima 410 a ).

Para Empédocles, la sensación se origina gracias al “ en­


cuentro de un elemento que está dentro de nosotros con el mismo
elemento que está fuera” . Tal encuentro se produce “ cuando
los poros del órgano de los sentidos no son ni demasiado anchos
ni demasiado estrechos para los efluvios que todas las cosas
están emitiendo de continuo” (J. Burnet, Early Greek Philo-
sophy - Londres - 1958 - p. 2 4 8 ).

Para Demócrito mismo, según claramente se ve en sus


“ ipsissima verba” transcriptas por Teofrasto y en diversos testi­
monios doxográficos (68 A 13; 68 A 135; 68 B 5, etc.), la sen-
I.A TUOIUA AKIS'J’OTKUCA DE LA VISION 11
HHcJón tiene lugar cuando las imágenes (£íSoX,a), que proceden
de los efluvios (áuoppoíai) continuamente desprendidos de las
cosas, penetran en el cuerpo humano a través de los poros
(itópoi,) e impresionan así los órganos sensoriales.

En ambos casos, y especialmente en el de Demócrito, se da


una alteración del órgano sensorial, pero dicha alteración es,
a su vez, efecto de un movimiento local. Aquí se encuentra
precisamente la clave de la gnoseología y de la psicología meca-
nicista del abderita: lo cualitativo se reduce, en última instancia,
a lo espacial (D . O’Brien, Empedocles’ Cosmic Oyele - Cam­
bridge - 1969 - pp. 301-304, considera, contra Hicks, Eoss y
Cherniss, que la crítica de Aristóteles no incluye a Empedocles).

“ Algunos sostienen también que lo semejante padece de


parte de lo semejante” , dice Aristóteles (D e anima 416 b 3 5 ),
refiriéndose precisamente a Demócrito y Empédocles. Para
ambos, en efecto, lo semejante recibe la acción de lo semejante.
El modo en que esto se realiza y la misma posibilidad o impo­
sibilidad de tal realización son cuestiones que, según Trende-
lenburg, discute Aristóteles en una obra que no conservamos
y que Diógenes Laercio y el lexicógrafo Hesiquio identifican
con el título de Sobre el padecer y el haber padecido (-nepi, voO
Tíáo'XEtv xai uETiovBévai,), aunque Simplicio y Filopón (a los cuales
se adhiere Siwek) opinan que lo hace en el Sobre la generación
y corrupción ( tiepí, YEvéffEWc; xai. <í)0opa(;).

En esta obra, critica el estagirita la teoría según la cual


lo semejante puede obrar sobre lo semejante. En realidad
— dice— para que pueda haber acción y pasión, es preciso que
agente y paciente sean parcialmente idénticos y parcialmente
contrarios. Dos objetos pertenecientes a categorías diferentes
(la línea y lo blanco, por ejemplo) no pueden influirse entre
sí, a no ser de un modo accidental (la línea blanca).

Es necesaria por lo menos una comunidad de género. Pero


si esta comunidad se extendiera hasta lo específico y llegara
a ser, al fin, identidad total, tampoco podría haber allí acción
y pasión. A sí, un cuerpo puede recibir un cambio de otro
cuerpo, un color de otro color, un sabor de otro sabor, y, en
general, todo lo que pertenece a un género, de los objetos conte-
12 ANGEL J . CAPPELLETTI

nidos dentro del mismo. Pero, al propio tiempo, agente y paciente


deberán ser, dentro del género común, desemejantes y contrarios,
porque, al menos por su función y su “ modus operandi” lo son
(C fr. D e cáelo 286 a 3 ). Según se considere en primer término
la materia o la forma, se dirá, entonces, que acción y pasión
suponen semejanza o desemejanza. (Sobre el uso del término
izáBoc, en Aristóteles, véase H . Bonitz, Aristotelische Studien -
Darmstadt - 1969 - p. 317 sgs.). Quienes atendieron a la materia
(Empédocles, Demócrito) juzgaron que agente y paciente debían
tener algo en común; quienes se fijaron en la forma (Heráclito)
creyeron que debían ser necesariamente contrarios entre sí {De
gen. et corrupt. 1 7 ) .

Algunos filósofos afirman — continúa Aristóteles— que las


cosas que sufren o reciben una acción cualquiera la sufren o
reciben gracias a la introducción de un agente a través de los
poros, y sostienen que de tal modo vemos, oímos y percibimos
con todos los sentidos. A esto añaden que vemos las cosas
a través del aire, del agua o de los cuerpos transparentes en
general, pues en ellos hay muchos y bien distribuidos poros
(aunque invisibles por su pequeña dimensión).

La teoría de los poros es utilizada así para explicar la


acción y la pasión en general y la sensación como un caso parti­
cular de la acción y la pasión. Tal teoría, sostenida ya por
Empédocles, ya por los atomistas (Leucipo y Demócrito) la
refuta Aristóteles con varios argumentos que él mismo resume
de esta manera: Eesulta enteramente inútil admitir que existen
tales conductos o poros. En efecto, toda acción supone un con­
tacto entre el agente y el paciente o no lo supone. Si lo supone,
haya o no poros la acción se producirá igualmente; si no lo
supone, haya o no haya poros la acción no se producirá {D e gen.
et corrupt. 1 8 ) .

En su Comentario medio al “ D e generatione et corruptione”


dice Averroes: “ Tomada en conjunto la teoría de los poros está
fuera de lugar. Porque, si el cuerpo no es capaz de recibir
la acción, no hay motivo alguno para suponer los poros. A sí, es
evidente que, por todo esto, o la postulación de los poros es falsa
o no puede constituir esencialmente la causa de la pasión. Porque,
desde el momento en que, según su opinión (de los filósofos ato-
LA TEORIA ARISTOTELICA DE LA VISION 13

misüis y de Empédocles), la pasión tiene lug’ar gracias a la divi­


sibilidad de un cuerpo, si los cuerpos son enteramente divisibles,
los poros no tienen objeto. Y si el cuerpo no es divisible, el
postulado de los poros es nuevamente fútil y carente de sentido”
(Averroes. On Aristotle’s “D e generatione et corruptione” middle
commentary and «E pitom e»” - Cambridge - Massachussetts -
1958 - pp. 58-59).

Si la sensación se produjera cuando entre los poros y los


efluvios hay una cierta proporción o igualdad (Theophr. De
sensu 7 ), la misma no sería otro cosa más que un movimiento
corpóreo; si, como sostiene Empédocles ( 3 1 B 109), vemos la
tierra cuando ella se une a la tierra que en nuestro órgano
reside, y vemos el agua cuando ésta se junta con el agua que
está en nuestros ojos (C fr. Kirk-Eaven; The Presocratic Philo­
sophers - Cambridge - 1963 - p. 3 4 3 ), la sensación podría redu­
cirse al tránsito de una cosa material (lo percibido) hacia otra
cosa igualmente material (el sensorio). La sensación sería, de
tal modo, un cambio local o cuantitativo, o, en todo caso, un
cambio cualitativo pero puramente material.

Por eso, Aristóteles insiste en que ella es una alteración


o cambio cualitativo “ sui generis” , una especie de alteración
iáXkoíaxnq 'viq), que no se puede identificar con la alteración
corriente o material, de la que hablan sus predecesores. El movi­
miento que se limitara al cuerpo y al sensorio no sería todavía
una verdadera sensación: ésta se produce únicamente cuando
dicho movimiento se comunica al alma (D e anima 408 b 15-17).
Aristóteles diferencia así (como ya había comenzado a hacerlo
en cierta medida Diógenes de Apolonia) lo fisiológico de lo psico­
lógico. Para él, el sujeto que siente implica el alma y la sensación
podría caracterizarse como un movimiento del alma {D e anima
408 b 4 ).

En la alteración material, un contrario es siempre reempla­


zado por su contrario. Esto implica que la adquisición de una
cualidad trae consigo la pérdida o corrupción de otra. Ahora
bien, en esta alteración “ sui generis” que es la sensación no
sucede tal cosa. Se trata, como dice Hicks, de una “ alteratio
non corruptiva” . A sí como en el orden del conocimiento inte­
lectual, cuando el sujeto pasa de la ignorancia a la ciencia no se
14 ANGEL J . CAPPELLETTI

(hi corrupción alguna, así en la sensación propiamente dicha,


esto es, en la sensación como movimiento del alma, tampoco hay
pérdida o corrupción de cualidad alguna. Por eso, podría hablarse
aquí de una “ alteratio perfectiva” , en la cual el cambio sólo
mira a la perfección del sujeto sensitivo.

De hecho, la sensación es un movimiento por el cual el


sujeto discierne (xpivEÍ) o juzga, de un modo análogo a la inte­
ligencia, aunque en un plano inferior. Cada sentido juzga, dis­
cierne o diferencia los objetos que le son propios, y así, la vista
diferencia el blanco del negro; el gusto, el dulce del amargo, etc.
{D e anima 426 b 8 -1 2 ).

Por otra parte, en cuanto la sensación comporta siempre


placer o dolor, los sentidos necesariamente la disciernen y juzgan
como positiva o negativa {Eth. Nic. 1179 b 2 0 -2 1 ; M ag. M or.
1204 b ).

Pero el juzgar resulta algo propio del alma, en cuanto


supone un principio único y superior, capaz de discernir, esto
es, de separar y unir los contrarios. A su vez, el separar o unir
los contrarios supone que ambos están presentes al que juzga
simultáneamente, lo cual demuestra que éste no es una parte
u órgano del cuerpo {D e anima 405 b ).

Sin embargo, el hecho de que Aristóteles rechace así las


teorías materialistas de la sensación (Demócrito, etc.), no quiere
decir que se encuentre en este punto más cerca de Platón que
de los presocráticos. Dijimos al principio que, al considerar
a la experiencia sensible como obligado comienzo de todo cono­
cimiento, el estagirita se opone necesariamente a su maestro
Platón. Este, en efecto, sostiene que todo conocimiento comienza
y acaba en una intuición de ideas y, más aún, que inclusive las
sensaciones tienen como único sujeto al alma, sin que el cuerpo
pueda considerarse causa de las mismas. (C fr. Tim. 64 b ).

Aristóteles, en su época de madurez, cuando compone el


D e anima, el D e sensu, el D e somno y el D e generatione anima-
lium, se ha alejado mucho del dualismo platónico de su juventud
y, después de haber atravesado por un período intermedio en
que profesa un instrumentalismo vitalista o mecanicista {H isto­
ria animalium, D e respiratione, D e vita et morte, D e partibus
LA TEORIA ARISTOTELICA DE LA VISION 15

animalium I, etc.), llega a una concepción que se suele denominar


“ entelequismo” (C fr. F. Nuyens, L ’evolution de la psychologie
de’Avistóte - Louvain - 1948).

Aplicando a la psicología los básicos conceptos metafísicos


de acto y potencia y considerando al alma como la entelequia
o forma sustancial del cuerpo, esto es, como “ el acto primero
de un cuerpo físico orgánico que posee la vida en potencia”
{D e anima 421 b 4 ), la sensación se le presenta no como un movi­
miento del cuerpo solo, como quería Demócrito, ni como un
movimiento del alma sola, según pretendía Platón, sino como
un movimiento del compuesto viviente, esto es, del alma y del
cuerpo juntamente (C fr. D e sensu 436 b 1 -3 ). Por eso escribe:
“ Solemos decir que el alma experimenta dolor, se alegra, confía,
teme, también se enoja, siente y entiende; todo lo cual parecen
ser movimientos” {De anima 408 b 1 -3 ). Pero, poco después,
añade: “ Quizás es mejor decir no que el alma se compadece,
aprende o entiende, sino que lo hace el hombre por medio del
alma” {D e anima 408 b 1 3-15 ). Y la razón de ello es que en
la mayor parte de esos casos el alma no puede funcionar sin
el cuerpo, ya que éste siempre que el alma se compadece, aprende
o entiende, experimenta alguna modificación {D e anima 408 b
16-18). Por eso dice: “ Lo sensitivo no se da sin el cuerpo;
[la inteligencia], empero, está separada” (Tó p,£v yap aío-0TiTt,xóv
oux avEu crúipaTOí;, 6 Se anima 429 b 4-5) (C fr. F.
Brentano, D ie Psychologie des Aristóteles - Darmstadt - 1967 -
pp. 9 8-10 2 ).

Si el entendimiento agente está separado, es porque realiza


una operación que puede prescindir, en cuanto tal operación
(aunque no en su punto de partida, que es la im agen), de todo
sensorio y de todo órgano corporal: la abstracción, por la cual
constituye o hace todas las cosas (-ra Tíávva tolelv) en su univer­
salidad {D e anima 430 a 1 7-18).

Pero si la sensación, para Aristóteles, nunca se produce sin


el cuerpo, ¿no estará él, de hecho, recayendo en el materialismo
que se propone combatir? Sus palabras sobre el alma como
sujeto que discierne (xpiTtxóv) ¿no pasarán de ser, en realidad,
meras palabras? Esto es lo que parece sospechar, por ejemplo,
Ross, cuando dice que la distinción aristotélica entre “ alteración
16 ANGEL J. CAPPELLETTI

(luatfuctiva” y “ alteración perfectiva” , es decir, entre alteración


física y alteración psíquica, ” is sound but does not take us far
onough” {Aristotle - London - 1923 - p. 136). Es verdad que
Aristóteles “ está aún bajo la influencia del antiguo materia­
lismo” , pero ello no quiere decir que no se diferencie efectiva­
mente de éste.

Cuando el estagirita dice que el ojo ve, lo que quiere signi­


ficar es que el sujeto de la vista es, no un ente puramente
coi’póreo, sino un ente corpóreo animado, es decir, algo cuya
materia está determinada por una forma sustancial capaz de
automoverse y de sentir. El ojo no es ojo sino por el alma
sensitiva y toda su estructura físico-química y todo su funcio­
namiento fisiológico implica el alma sensitiva. Cuando el esta­
girita sostiene que las plantas no son capaces de sentir porque
no tienen los órganos adecuados para ello, no adopta por eso
una actitud materialista: si las plantas no tienen sensorios es
simplemente porque no tienen un alma sensitiva, esto es, porque
carecen de la form a sustancial capaz de hacer que sientan
(Cfr. D e anima 435 b 1-2 ).

La relación entre el cuerpo (o sus órganos) y el alma es la


que se da — no conviene olvidarlo— entre la materia y la forma.
De ninguna manera, pues, el Aristóteles maduro puede admitir
un alma “ más allá” o siquiera “ al lado de” el cuerpo y, en conse­
cuencia, un alma más allá del sensorio. “ Es gracias a su presencia
— dice Siwek {La psychophysique humaine d’aprés Avistóte -
París - 1930 - p. 1 0 5 )— que cada órgano del cuerpo viviente
posee su existencia, su naturaleza propia, el carácter especial
de su comportamiento frente al influjo exterior y a las impre­
siones que vienen de los objetos” . Cuando el órgano sensorial
se modifica por obra de su objeto, se modifica al mismo tiempo
el alma íntimamente unida a él. Y si Aristóteles describe la
sensación como si se tratara sólo de un proceso de cambio físico,
esto se debe al hecho de que la modificación del sensorio implica
simultáneamente la modificación de su form a sustancial, del
principio gracias al cual el sensorio es sensorio, del alma sen­
sitiva.

En toda la teoría aristotélica de la sensación debe verse,


por tanto, un original esfuerzo por superar a la vez el mecani-
LA TEORIA ARISTOTELICA DE LA VISION 17

cismo democriteo y el puro dualismo platonico; una tentativa


de dar razón de la esencial unidad del hombre y, al mismo
tiempo, del carácter especifico de la vida frente a la materia.
“ Die spätere Lehre des Aristoteles steht zwischen der materia­
listischen Auffassung, das die Seele eine Harmonie des Körpers
ist, und der platonischen in Eudemos, das sie eine eigene Subs­
tanz ist, in der Mitte” , dice Jaeger {Aristoteles - Grundlegung
einer Geschichte seiner Entwicklung - Frankfurt - 1967 - p. 4 3 ).

Ahora bien, si la sensación, que es una alteración “ sui gene­


ris” (no destructiva sino perfectiva), no puede explicarse como
una modificación de lo semejante por lo semejante (ni tampoco
de lo diverso por lo diverso), ¿cómo deberá entenderse? En reali­
dad, para Aristóteles, se trata más bien de un tránsito de lo di­
verso a lo semejante o, si se quiere, de lo heterogéneo a lo homo­
géneo. En efecto, la sensación consiste en la recepción de las
formas sensibles del objeto, desprovistas de su materia, por parte
del sensorio y de la facultad {D e anima 424 a 2 5 ). Sucede alli algo
análogo a lo que pasa cuando la cera recibe la foirnia de un anillo
o sello sin recibir su materia (hierro, oro, bronce) {D e anima
424 a 17-19).

Pero lo que recibe la forma de una cosa es esta cosa. Por


consiguiente, al recibir las formas sensibles de todos los objetos,
el sensorio y el alma sensitiva se transforman, en cierta manera,
en todas las cosas sentidas. Sucede asi en el plano sensible lo
mismo que en el plano inteligible pasa con el entendimiento
pasivo (voüt; Tca0pTt,jcó<;), el cual recibe todas las formas inteli­
gibles o conceptos universales abstraídos por el entendimiento
agente, y se convierte asi en todas las cosas. Anim a fit quodam-
modo omnia, decian los comentadores escolásticos de Aristó­
teles. “ Lo pudiente percibir es en cuanto tal pudiente, un pu­
diente ser, a saber, pudiente ser tal como es determinado en el
padecer del percibir” , dice W . Bröcker {Aristóteles - Santiago
de Chile - 1963 - p. 122).

“ La facultad sensitiva es en potencia tal cual el objeto sen­


sible es ya en acto, según hemos dicho. Padece, en efecto, mien­
tras no es [aún] semejante [a él] ; pero, después que ha pade­
cido, se hace semejante [a él] y es tal como él” {D e anima 418 a
3 -6 ).
18 ANGEL J . CAPPELLETTI

La facultad de sentir o, si se prefiere, el alma sensitiva,


os en potencia todo lo que el objeto sensible es en acto, con­
forme dice el estagirita poco antes en la misma obra {D e anima
417 a 18-20; b 1 8). “ E t sentiens in potentia est sicut sensatum
in perfectione” , parafrasea Averroes. Esto es así precisamente
porque, como hemos dicho, el alma sensitiva recibe la forma del
objeto sentido sin recibir su materia y, en términos generales,
el sujeto cognoscente se hace, en cierto modo, el objeto conocido,
en el acto de la sensación.

El objeto sensible actualiza la facultad sensitiva, que está


en potencia, y dicha facultad se hace cualitativamente seme­
jante a este objeto.

La facultad o alma sensitiva recibe la acción del objeto


y padece mientras dicha acción dura, es decir, hasta que ella
misma no se hace seminante al objeto. La acción y pasión con­
cluyen cuando la facultad sensitiva se “ iguala” o se torna homo­
génea con el objeto sensible. Bien resume esta idea Trende-
lenburg diciendo: “ Si sensus ii sunt qui res suscipere possint,
Suváp,£i, tales sunt quales res agentes ÉVT£X,éx£i.a- Si perceperunt,
nihil distant” .

Sucede en la sensación lo contrario de lo que pasa en la


nutrición: mientras en ésta el sujeto asimila la materia sin la
forma, en aquélla asimila la form a sin la materia.

A l decir “ asimila” estamos dando a entender que la sensación


no es, para Aristóteles, como a primera vista pudiera parecer,
algo enteramente pasivo.

En el objeto existen “ objetivamente” las cualidades sensibles


antes de toda percepción y de todo contacto con el sujeto.
Y existen no sólo las cualidades llamadas luego primarias (ex­
tensión, figura, etc.) sino también las secundarias (olor, color,
etc.). Aristóteles profesa así un verdadero realismo gnoseolò­
gico y, en cuanto a la objetividad de las cualidades secundarias,
se opone a Democrito.

Ahora bien, las cualidades o formas del objeto determinan


al órgano y la facultad sensitiva, es decir, al sujeto percipiente,
y lo hacen pasar de la potencia al acto. En este sentido, el sujeto
LA TEORIA ARISTOTELICA DE LA VISION 19

es pasivo frente al objeto. Pero, por otra parte, las cualidades,


en cuanto tales cualidades, es decir, en cuanto son tales para
un sujeto, pasan de la potencia al acto {D e anima 425 b 25 -
426 a 2 7 ), gracias a la acción del sujeto que percibe. Y en este
sentido el sujeto es, a su vez, activo frente al objeto, de un modo
análogo a como lo es cuando el entendimiento agente abstrae
los conceptos universales a partir de los fantasmas particulares.
En cuanto es activo, se puede decir que asimila las formas sen­
sibles sin su correspondiente materia.
II
Aristóteles divide los sentidos en externos e internos. Los
primeros (vista, oído, olfato, tacto y gusto) se diferencian de
los segundos (sentido común, fantasía, memoria) no sólo porque
cada uno tiene un órgano específico o sensorio, mientras los
otros no lo tienen, sino también porque no pueden funcionar sino
en presencia de sus objetos, mientras los sentidos internos no
requieren tal presencia. Es preciso explicar, por consiguiente,
qué significa “ objeto sensible” y cuántas clases de objetos sen­
sibles hay.

Dice Aristóteles: “ Objeto sensible significa tres cosas, dos


de las cuales decimos que son percibidas por sí mismas; la otra,
accidentalmente” {D e anima 418 a 8 -9 ). Los objetos sensibles
pueden dividirse, pues, en dos grupos: los que lo son per se
y los que lo son per accidens.

Cuando con el oído captamos una melodía, sus notas consti­


tuyen para nosotros un objeto sensible per se; cuando vemos
un caballo negro, el caballo es, en cambio, un objeto sensible
per accidens, pues lo que directamente percibimos no es la sus­
tancia del caballo (el caballo en sí) sino sólo su color. A l caballo,
esto es, a la forma sustancial del mismo, no lo percibimos con
la vista sino accidentalmente, en la medida en que percibimos
una form a accidental (el color negro), que es forma accidental
o cualidad de una sustancia.

En otro lugar {Metaph. 1017 a 7 ), distingue el filósofo un


ser per accidens y un ser per se ( t 6 xavóc crupPEPiQxcx;,
TÓ Se xa0’ (XÚTÓ). A sí, cuando decimos que el hombre es músico
o que el justo es músico, el término “ músico” lo predicamos
accidentalmente del hombre o del justo, ya que no lo predicamos
del hombre en cuanto hombre ni del justo en cuanto justo (C fr.
Metaph. 1015 b 1 6 ). Y así como hay un ser per se y otro per
24 ANGEL J. CAPPELLETTI

acxidens, también hay causas per se y causas per accidens: la


causa per se de una casa es el arquitecto o quien sea capaz de
edificarla; su causa per accidens es el músico, en cuanto el arqui­
tecto puede ser también músico {Phys. 1 9 6 b 2 5 s g s .) .

Ahora bien, los objetos sensibles del primer grupo, o sea,


los objetos sensibles per se, se subdividen a su vez en propios
y comunes {D e anima 418 a 9 -1 1 ).
Objeto sensible propio (íStov) es aquel que sólo puede ser
percibido por un sentido determinado, como el color por la vista,
el sonido por el oído, etc. Objeto sensible común (xoivóv) es aquel
que puede ser percibido por dos o más sentidos, como la ex­
tensión, el movimiento, etc. (D e anima 418 a 1 1-13).
E n la percepción del objeto propio no cabe error. En otro
pasaje, sin embargo, aclara (D e anima 428 b 18-19) que tal
percepción “ o es verdadera o tiene un mínimo de error” .
En efecto, el error no se da sino cuando se atribuye a un
sujeto un predicado que no le corresponde. Esto puede suceder
con los objetos sensibles per accidens y aun con los per se que
son comunes, pero no con los que son propios de un solo sentido.

Si vemos, por ejemplo, un objeto blanco, en esto no podemos


equivocarnos. Si decimos que “ este objeto blanco es azúcar” ,
sin haberlo gustado, sólo porque inferimos que ese objeto es
azúcar, podemos equivocarnos, porque “ azúcar” es aquí un sen­
sible per accidens, y de hecho es posible que ese objeto blanco
no sea azúcar sino sal.
Cuando Aristóteles aclara, según vimos, que aun en los
sensibles propios cabe un mínimo de error, alude probablemente
a los casos en que la sensación no es lo suficientemente clara
y distinta (C fr. M eteor. 373 b ).
En realidad, es el objeto propio el que delimita la función
de un sentido: todo acto por el cual capto un color es acto de la
vista, todo acto por el cual capto un sonido es acto del oído, etc.
Por eso, el tacto que “ tiene como objeto múltiples diferencias”
{De anima 418 a 1 3-14 ), no constituye, en realidad, uno sino
varios sentidos (C fr. Richard Sorabyi, Aristotle on demarcating
the five senses - “ Philosophical Review” - January 1971, pp.
r>r)-79).
LA TEORIA ARISTOTELICA DE LA VISION 25

En este punto, Aristóteles anticipa los resultados de la


psicología experimental, que ha diferenciado las sensaciones
cutáneas, las musculares o propioceptivas, la estereognosia, la
barestesia, etc.

En otros términos y para decirlo con las mismas palabras


que Aristóteles utiliza: “ Cada [sentido] juzga por lo menos
sobre éstos [los sensibles propios], y no yerra [cuando dice]
que es color o sonido, sino [al decir] qué cosa es y dónde está
lo coloreado; qué cosa es y dónde está lo sonoro” {D e anima
418 a 14-16).

Beare {Greek Theories o f Elem entary Cognition - London -


1906 - p. 277) opina “that there is a confusion or ambiguity
in Aristotle’s statements respecting the individual senses and
the sensus communis, wich sometimes amounts to or involves
contradiction” . Pero Siwek considera con razón que tal obieción
es inválida, ya que, según el estagirita, cada sentido distingue
y juzga dentro de su propio objeto (la vista diferencia o discierne
lo blanco de lo verde y de lo ro jo), aunque la distinción formal
entre los objetos le corresponda al sentido común, por lo cual
éste es el que “juzga” de un modo más alto o desde más arriba.

Lo que Aristóteles quiere decir en la antes citada propo­


sición es, pues, que cada uno de los sentidos está exento de error
cuando se refiere a su propio objeto en cuanto tal objeto, pero
puede equivocarse cuando le atribuye un sensible común, como
el lugar ( toü ) o , más todavía, una esencia o sustancia ( t I).

Boss señala que Aristóteles basa su doctrina de los sensibles


comunes en Platón {Theaet. 185 a 8 - 186 a l ) . En todo caso,
la distinción entre sensibles per se y per accidens y, dentro de los
per se, entre propios y comunes, parece lógica y clara, y resulta
muy difícil admitir, con Rodier, que entre los sensible comunes
y los per accidens haya una gran analogía o que, más aún, los
primeros hayan de considerarse com.o una especie de los se­
gundos. Y a Averroes, y después Santo Tomás, subrayan y pre­
cisan la diferencia entre unos y otros.

Sensibles comunes son aquellos que pueden ser captados por


más de un sentido: “ No sólo por el tacto se puede percibir el
movimiento sino también por la vista” {D e anima 418 a 19-20).
26 ANCÍHI, J . CAI’l'l'.r.I.HTTI

S(‘ii,s¡I)lca 7>cr acxidens son aquellos que no se captan en sí mismos,


(l(! un modo directo, sino por medio de otro objeto sensible, de un
modo indirecto: “P or accidente se denomina un objeto sensible
cunndo, por ejemplo, el blanco hace las veces del hijo de Diares;
éste, en efecto, es percibido por accidente, porque está acciden­
talmente unido al blanco que es percibido” (De anima 418 a
2 0 -2 3 ). El hijo de Diares es, para la vista, un objeto per aceidens,
ya que ella per se sólo percibe el color blanco. El hijo de Diares
como tal (esto es, en cuanto es una sustancia), únicamente puede
ser conocido por inferencia, y de tal modo debe considerarse
como objeto del entendimiento y no de la sensación. Si decimos,
sin embargo, que vemos a esa persona, es porque percibimos
su color (blanco), que está accidentalmente unido a ella. Por
eso, el sujeto percipiente no recibe la acción ni es modificado
por el objeto que es percibido “ per aceidens” en cuanto tal
(fí ToioÜTOv) (De anima 418 a 2 3 -2 4 ), y la vista no es alterada
por el color blanco en cuanto éste es el color del hijo de Diares,
sino solamente en cuanto es tal color.

Dentro de la clasificación que hace de los objetos sensibles,


Aristóteles considera, tácita pero claramente, que los per se
son en rigor más objetos sensibles que los per aceidens, y de un
modo explícito dice que “ dentro de los sensibles per se, los propios
son los más estrictamente tales” , ya que “ a ellos se dirije por
naturaleza la esencia de cada sentido” (D e «m-ma 418 a 2 4 -2 5 ).
En efecto, los sentidos externos, que son, a su vez, sentidos
en la más estricta y primaria acepción del término, se hallan
esencialmente constituidos para sus respectivos sensibles propios,
lo cual significa que su esencia consiste en la búsqueda de los
mismos.

Pero para que los sentidos externos puedan actualizarse y


funcionar no es suficiente la presencia de los correspondientes
objetos sensibles. Es necesaria también la presencia de un
término medio adecuado entre el objeto y el sensorio.

En algunos sentidos, como la vista y el oído, el término


medio es algo exterior al cuerpo del sujeto percipiente. Estos
sentidos pueden denominarse telepáticos. En el tacto, el término
medio, que es la piel y la carne, forma parte del cuerpo mismo,
aunque se distingue siempre del sensorio.
I,A TlíORIA ARISTOTELICA DE LA VISION 27

l’or otro lado, es preciso hacer notar que aun en los sentidos
telepáticos se da una cierta continuidad y una cierta afinidad
cualitativa entre el término medio y el sensorio. En la vista,
por ejemplo, el ojo, cuya materia es, como veremos más adelante,
el agua, es una sustancia transparente, al igual que el aire o el
agua que constituyen su término medio. Y algo semejante cabe
decir del oído ( Cfr. D e anima 420 a 3-9 ), ya que, en él, el aire
se encuentra naturalmente unido al órgano auditivo (áxof) Sé
o'up,^u'i)<; áfip).
Respecto al sensorio mismo, Aristóteles explica que “ órgano
sensorial primero es aquel en el cual se encuentra la facultad” ,
es decir, la capacidad de recibir las formas sensibles (D e anima
424 a 2 4 -2 5 ). Y al decir “ órgano sensorial primero” (aícr0£Tf)piov
TcpwTov), no quiere significar, según han creído algunos autores,
el sentido común, sino el órgano por el cual “ primo et per se”
ejerce cada sentido su función específica que, como dice Ross,
es “ aquel en el cual reside la facultad” .

Ahora bien, dicho esto, se debe aclarar enseguida que, para


el estagirita, el “ órgano sensorial y la facultad son [realmente]
lo mismo, aunque difieren lógicamente entre sí [por su natu­
raleza] ” {D e anima 424 a 2 5 -2 6 ).

“ La recepción de la mutación física en el órgano; en el lí­


quido del ojo, por ejemplo, no es todavía formalmente el acto
de la sensación (la visión). Se requiere además que esta mutación
penetre en el alma sensitiva o que cambie a la misma alma
sensitiva en cuanto tal” , comenta con razón Siwek, aunque la
expresión “ penetre en el alma sensitiva” (tomada, por lo demás,
del propio Aristóteles) sugiera una equívoca idea del alma, como
situada más allá del cuerpo.
“ Pero esta mutación — continúa el mismo co m e n ta d o r-
debe recibirse no en la sustancia del alma, porque entonces el
alma cambiaría esencialmente y dejaría, por tanto, de existir,
sino en su parte o facultad (el alma obra por medio de facul­
tades). A sí como el alma no existe separada del cuerpo, sino que,
por el contrario, se encuentra íntimamente unida a él como su
forma inmanente, así también la facultad existe inmanentemente
en su órgano, forma con él una sola cosa y no puede distinguirse
de él sino lógicamente (ratione)” .
28 ANGEL J. cappelletti

Breve y claramente lo explica Tricot: “ Organo y facultad


Hon idénticos -rO ápiOny, en el sentido de que la materia y la
forma (el cuerpo y el alma, por ejemplo) son las dos fases de
una sola y misma realidad. Pero sus quiddidades son, sin em­
bargo, diferentes” .

La razón por la cual es preciso, sin embargo, distinguir


lógica o conceptualmente el órgano de la facultad y de la sen­
sación misma, la da Aristóteles al decir: “ Pues lo que siente
debe, en verdad, tener una cierta magnitud; pero ni la esencia
de la facultad sensitiva ni la sensación misma son una magnitud
sino una cierta form a y su potencia” {D e amma 424 a 2 6-28 ).

En realidad, lo que siente es, como bien anota Tricot, el


ser animado entero, tanto como el mismo órgano particular.
En el órgano, que tiene magnitud, incide directamente el movi­
miento proveniente de los objetos sensibles. Cuando este movi­
miento es excesivo, es decir, cuando los objetos tienen sus
cualidades exageradamente acentuadas, el órgano se corrompe
y entonces perece también la forma, que constituye el sentido,
y que en sí misma no tiene magnitud, del mismo modo que
perecen también la armonía y el tono cuando las cuerdas de un
instrumento musical son pulsadas con demasiada fuerza {D e
amma 424 a 2 8 -3 2 ). “ Si sensus in certa quadam ratione, qua
ad res externas refertur, positus est — explica Trendelenburg— ,
quidquid vehementiori motu sensum ferit, hoc tollet concentum” .

Si las plantas no sienten es porque no tienen órganos senso­


riales adecuados, es decir, dotados de la mediocridad necesaria
para discernir las cualidades extremas de los objetos y porque
carecen de un principio capaz de recibir las formas sensibles
sin la materia (es decir, de un alma sensitiva), ya que, al con­
trario, reciben la influencia de su materia (y tienen sólo un
alma vegetativa) {De anima 424 a 32 - 424 b 3 ). Las plantas
ciertamente se enfrían y se calientan, pero no pueden sentir
ni frío ni calor. ¿Por qué? Aristóteles responde: 1'?) porque
les falta el órgano apropiado, constituido por una mezcla de
elementos según una proporción adecuada, y 2’ ) porque les falta
la capacidad de recibir la form a sin la materia, o, en otras
palabras, la facultad sensitiva. Pero ambos motivos, como dice
Siwek, están íntimamente ligados entre sí. En efecto, si les falta
LA TEORIA ARISTOTELICA DE LA VISION 29

el órgano es porque les falta la facultad o el alma sensitiva,


y si ésta falta, necesariamente falta el órgano.

A sí, si bien todos los animales, en mayor o menor medida,


sienten, ninguna planta es capaz de ello, y la razón es, como
explica Eoss, “ que ellas no tienen un medio o capacidad de re­
cibir las formas de los objetos perceptibles y son afectadas
al mismo tiempo por la forma y la materia” . Filopón, seguido
por Santo Tomás, interpreta el texto de Aristóteles como si
éste quisiera decir que es la materia misma de las plantas
la que se ve afectada úXixwi; nai crwpaTtxwt;, esto es, “ secundum
materialem transmutationem” . Temistio, seguido por Hicks y
otros comentadores modernos como Wallace, entiende que las
plantas no reciben las formas de los objetos sensibles aparte
de la materia de los mismos, y esta interpretación parece más
aceptable, pues corresponde a la ya mencionada comparación
del anillo y la cera que establece Aristóteles cuando quiere
explicar la naturaleza de la sensación en contraste con la nu­
trición.

Podría preguntarse — dice Aristóteles— si lo que es incapaz


de percibir el olor puede ser afectado por el olor, y lo que es
incapaz de ver por el color, etc. Pero si el objeto del olfato
es el olor, lo que el olor produce, suponiendo que produzca algo,
es la olfación; de lo cual se infiere que ningún sujeto incapaz
de percibir olor puede recibir una influencia de parte del olor;
y así en los demás sentidos. Más todavía — añade— , ni siquiera
aquellos seres que gozan en general de la capacidad de sentir
pueden recibir la influencia del objeto sensible si no tienen
precisamente la capacidad de percibir este determinado objeto
sensible. Y esto puede demostrarse, según el mismo Aristóteles,
de la siguiente manera: La luz (y las tinieblas), el sonido,
el olor, no ejercen influencia alguna sobre los cuerpos. Son las
cosas en que aquéllos están las que afectan a los cuerpos: no es,
por ejemplo, el trueno sino el aire conmovido por el trueno
el que parte el árbol (D e anima 424 b 3 -1 2 ).

En otras palabras: cada sentido tiene un sensorio específico,


cuya finalidad es recibir un específico objeto sensible, y no otro
cualquiera. E l que carece del sensorio del olfato carece del
sentido del olfato, y el que carece del sentido del olfato de ningún
10 ANdl'.L J. CAI>I>1',LLI!TTI

modo ])uede ser afectado por el olor. Y lo mismo sucede con


los demás sentidos. Un ser dotado de alma sensitiva, aunque
esté dotado de un determinado sensorio y de su respectivo sen­
tido, no será nunca afectado por un objeto sensible ajeno a ese
sentido, y así, un animal que sólo poseyera la vista, jamás podría
ser afectado por el sonido.
Pero Aristóteles prevé las objeciones que a esta doctrina
se le pueden oponer, y no deja de contestarlas: “ Sin embargo,
las cualidades táctiles y los sabores afectan [a los cuerpos].
De otro modo ¿por qué causa sufrirían influencia y se alterarían
los seres inanimados? ¿Ejercen, pues, también los otros [objetos
sensibles] una influencia sobre los cuerpos?” . A lo cual res­
ponde: “ ¿Quizás [habrá que decir] que no cualquier cuerpo
puede sufrir la influencia del olor y del sonido, sino [sólo]
aquellos que carecen de consistencia y se difunden con facilidad
como, por ejemplo, el aire? Pues [el aire] se torna odorífero,
como si hubiera sufrido una modificación” . Pero otra objeción
surge enseguida: “ ¿Qué otra cosa es el oler sino padecer algo?” .
A lo cual contesta Aristóteles: “ ¿E l oler no es acaso un sentir,
mientras el aire, después de haber sufrido [una influencia],
se torna enseguida un objeto sensible?” (De anima 424 b 12-18).
En resumen: según el estagirita, toda sensación implica
padecer algo de parte del objeto, pero no todo padecer algo
de parte del objeto implica una sensación. El aire, por ejemplo,
sufre la influencia de los objetos sensibles, mas no por eso puede
decirse que perciba tales objetos.
Con respecto al número de los sentidos externos, Aristóteles
no deja de plantearse críticamente el problema. Ha dicho que
los sentidos son cinco, pero se cree obligado a probarlo.
En efecto, Demócrito, que es en todo esto el gran adver­
sario de Aristóteles, sin dejar de constituir su más fecunda
incitación problemática, creía que pueden existir seres con otros
sentidos fuera de los que posee el hombre común: hay animales
sin entendimiento, también hay hombres de gran sabiduría y,
por encima de éstos, existen todavía los dioses (68 B 116). Las
sensaciones son, para él, más numerosas que los objetos sensibles,
y éstos se nos escapan muchas veces por la desproporción que
hay entre ellos y el número de nuestros sentidos (68 B 115 -
Cfr. Lucret. D e rerum natura IV 8 00 ).
LA TEORIA ARISTOTELICA DE LA VISION 31

Ahora bien, dice Aristóteles, cada sentido percibe todo


cuanto cae dentro del ámbito de su objeto propio. Por consi­
guiente, cuando alguien sostiene (se refiere a Democrito sin
nombrarlo) que hay alguna clase de objetos que no podemos
percibir, está sosteniendo que es preciso que carezcamos de algún
sentido y de algún sensorio. Pero esta conclusión es sin duda
errónea.
En efecto, toda sensación se produce a través de un término
medio o inmediatamente (sin término medio exterior al cuerpo).
El sensorio de las que se producen inmediatamente es el órgano
del tacto; órgano que tienen absolutamente todos los animales
(porque es el mínimo común denominador de la vida sensitiva,
según veremos). El gusto, por su parte, es una especie de tacto.
El sensorio de las sensaciones que se producen a través de un
término medio consta de los mismos elementos que constituyen
el término medio (al cual prolongan y continúan). Pero tal
término medio no puede ser sino el aire o el agua. Ahora bien,
estos sensorios (vista, oído y olfato) los poseen todos los ani­
males superiores y, “ a fortiori” , el hombre (a menos que no
conserven su integridad corporal) {De anima 424 b 22-425 a 1 3 ).
Es claro que Aristóteles da por descontado que la tierra
y el fuego no podrían nunca, por sus intrínsecas características,
constituir un término medio de la sensación. Y es claro también
que la argumentación que, por otra parte, como dice Trende-
lenburg, “ tantas habet difficultates, quantas interpretando vix
tollas” , depende enteramente de la doctrina de los cuatro ele­
mentos del mundo sublunar (C fr. D e Cáelo I-II) y de la parti­
cular concepción que Aristóteles tiene de los roles del término
medio en la sensación. “ Es evidente — señala Tricot— que si
existiera un elemento desconocido o una propiedad desconocida
de los cuatro elementos, se podría imaginar un nuevo ocio-0£Tiripiov,
formado por ese elemento desconocido. Pero esa es, en el espí­
ritu de Aristóteles, una hipótesis que resulta innecesario en­
carar” .
Por otra parte, para él tampoco es posible que exista algún
sensorio propio y específico para la percepción de los objetos
sensibles comunes, como el movimiento, la quietud, la unidad,
el número, etc., pues entonces los sentidos antes estudiados sólo
lograrían captarlos accidentalmente {D e anima 425 a 13-16).
y?. ANOI'.I. ,T. CAPPULLETTI

Do oaln Tnuncrn, Aristóteles responde a otra objeción, esta


V('z tácita, (lue podría suscitar, según anota Siwek, la doctrina
del luimoro de los sentidos y sensorios, y que Temistio expresa
así: “ l ’ara percibir los sentidos comunes quizás exista un sentido
pi’opio que a nosotros nos falta” . Si esto fuera así — responde
Aristóteles— , los objetos sensibles comunes no serían captados
por nuestros sentidos propios sino per accidens; es decir, del
mismo modo en que lo dulce es percibido por la vista. Lo dulce,
como tal, no ejerce influencia alguna sobre la vista y, por consi­
guiente, no puede ser percibido por ella per se. Pero como es
a veces un accidente de lo blanco, el cual sí es percibido por
la vista, por esta concomitancia se dice que es percibido per
accidens por la vista. Ahora bien, los sensibles comunes no son
l)ercibidos sólo per accidens sino per se, pues ejercen influencia
sobre nuestros sentidos y los ponen verdadera y realmente en
movimiento. En efecto, todos estos objetos sensibles — continúa
el estagirita— los percibimos mediante el movimiento: la ex­
tensión, por ejemplo, la captamos a través del movimiento, y la
figura igualmente, ya que, al no ser ésta sino una cierta extensión
en quietud, se percibe mediante la ausencia del movimiento;
el número es captado mediante la negación de una ulterior conti­
nuidad y a través de los sensibles propios, ya que cada sentido
tiene un sólo objeto sensible {D e anima 425 a 16-20). Cuando
se dice que estos sensibles comunes son percibidos mediante el
movimiento, la palabra xivritru; viene a ser aquí sinónima de
TiáOoí;. “ Motu, idest, quadam immutatione” , glosa el Aquinate.

En realidad, el sensible común — como bien anota Tricot—


ejerce una acción sobre el aia-BeTfipiov, y por eso no es percibido
per accidens. El mismo Santo Tomás explica así eso de que los
sensibles comunes sean percibidos a través del movimiento:
“ Magnitudo immutat sensum, cum sit subjectum qualitatis sen-
sibilis, puta colorís et saporis et qualitates non agunt sine suis
su b je c tis.. . figura, quia est aliquid magnitudinis, quia consistit
in conterminationes magnitudinis. . . qui es comprenditur ex
motu, sicut tenebra per lucem; est enim quies privatio motus” .
“ El número, a su vez, es percibido, por una parte, “ discreta et
(|unsi interrupta continuitate” , según dice Trendelenburg; y, por
otra, gracias a los sensibles propios, objetos de cada sentido:
cada uno de los cinco sentidos capta la unidad, porque cada
LA TEORIA ARISTOTELICA DE LA VISION 33

sensación es una (un color, un sonido, etc.), y el número es una


multiplicidad de unidades” , según comenta Tricot. O, como dice
Siwek: “ Cada sentido percibe un objeto. E l uno no es todavía
número, pero sí principio del número” .

Eesulta así evidente que no puede existir un sentido propio


para cada sensible común; como, por ejemplo, para el movimiento
— concluye Aristóteles— , porque si no, lo percibiríamos del
mismo modo con que percibimos ahora lo dulce por la vista.
En tal caso, no percibiríamos los sensibles comunes sino per
accidens, o sea, de la misma manera que percibimos al hijo de
Cleón, no en cuanto es hijo de Cleón, sino en cuanto es blanco
y el blanco es un accidente del hijo de Cleón (D e anima 425 a
2 0 -2 7 ).

Ahora bien, de los objetos sensibles comunes tenemos una


sensación común y no per accidens. Por eso, no puede pensarse
que haya un sentido propio para dichos objetos, porque si lo
hubiera, no los percibiríamos sino como se dijo que percibimos
con la vista al hijo de Cleón {D e anima 425 a 2 7 -3 0 ). Pero así
como, según antes dijimos, los sensibles per accidens se dis­
tinguen claramente de los per se comunes, así también se dis­
tinguen las correspondientes sensaciones: una sensación común
es aquella a la que concurren dos o más sentidos, una sensación
per accidens es aquella en la cual, por inferencia tácita, pasamos
del objeto propio de un sentido al objeto propio de otro sentido
o del entendimiento (del color blanco al sabor dulce; del color
blanco a la sustancia). Como bien anota Tricot, “ los sensibles
comunes no son percibidos per accidens sino per se por cada
uno de los sentidos, puesto que dichos objetos ejercen una acción
sobre éstos, mientras lo dulce, por ejemplo, no obra en absoluto
sobre la vista” .

Cada uno de los sentidos externos puede, pues, percibir per


accidens los objetos propios de los demás, pero al hacerlo no lo
hace en su función específica, es decir, en cuanto vista, en
cuanto gusto, etc., sino sólo en cuanto todos confluyen en un sen­
tido único (oux fi aúvaí, dXk f) p,ía). Esto sucede cuando varios
sentidos se dirijen a una misma cosa al mismo tiempo y la
perciben desde sus respectivos puntos de vista. A sí, por ejemplo,
cuando la hiel es percibida por la vista como amarilla y por el
Î'I A N d lîI. J . C M 'I'M .l.U 'I'T I

Kiisto como mnnr}iîi, etc. En este caso no hay ningún sentido ex-
U'i'Mo a ((uien le corresponda determinar que la hiel es realmente
ima sola cosa {D e anima 4 2 5 a 3 0 - b 3 ) . A l que le compete esa
función es al sentido común, que, ante todo, debe considerarse
como el encargado de coordinar las diversas sensaciones referidas
a una cosa y de constituir la unidad de esa cosa. Pero el sentido
común, como la fantasía y la memoria, es un sentido interno
y no se puede agregar al número de los sentidos propiamente
dichos, que son los exteriores.

Tal vez alguien podría preguntar — dice Aristóteles— por


(lué usamos varios sentidos y no uno solo para percibir los
sensibles comunes. A lo cual responde: “ ¿N o será acaso para
que los sensibles concomitantes y comunes, como, por ejemplo,
el movimiento, la extensión y el número, más difícilmente se nos
escapen? En efecto, si sólo existiera la vista y ésta se ocupara
de lo blanco, con mayor facilidad se nos escaparían [los sensibles
comunes] y nos parecería que todos ellos son idénticos [a los
sensibles propios de la vista] ; porque el color y la extensión
se acompañan entre sí. En realidad, puesto que los sensibles
comunes están también presentes en otro sensible [propio],
resulta evidente que cada uno de ellos es algo diferente [de los
sensibles propios]” {D e anima 425 b 4 -1 1 ). En otras palabras,
si sólo tuviéramos el sentido de la vista, siempre que percibié­
ramos un color lo percibiríamos con una determinada extensión,
y de tal modo casi necesariamente los confundiríamos. En cam­
bio, si estamos dotados de varios sentidos diferentes, fácilmente
podemos evitar tal confusión, pues mientras el color sólo lo cap­
tamos con la vista, la extensión la percibimos también con el
tacto.

Como dice Santo Tomás, “ . . .quia magnitudo sentitur alio


sensu quam visu, color autem non, hoc ipsum manifestât nobis
((uod aliud est color et magnitudo” .

Algunos autores — dice Aristóteles en el D e sensu— • in­


tentan acomodar los sensorios a los elementos de la materia
( ^^TOToCen, xaxá tú Trcáv crcopáTWv), pero, como no pueden
acomodarlos numéricamente (los sensorios son cinco; los ele­
mentos, cuatro), no saben qué hacer con el último sensorio
{D e sensu 437 a 1 8-22).
I.A TI'.OKIA AIUSTOTRI.ICA DE LA VISION 35

1/0.4 ('¡('montos (o-Toi,x£ía) son, para Aristóteles, los cuerpos


mÚH Himples, irreductibles a otros ((x-uXoc crcoptaTa). Sus formas
son las ])rimeras determinaciones de la materia prima; por eso,
a diferencia de ésta, pueden existir en acto {D e cáelo 302 a 1 6).
Kn realidad, la idea de los cuatro elementos surge de la combi­
nación de cuatro cualidades fundamentales:

AGUA <

HUMEDO FRIO

AIRE TIERRA

CALIENTE SECO

^ FUEGO

Algunos elementos tienen, según esto, cualidades comunes


como agua y aire, que son ambos húmedos; otros, no tienen nada
en común, como agua y fuego.

El primero que habló de los cuatro elementos, a los que


llama “ las cuatro raíces de todas las cosas” (TÉo-o-apa icávTwv
pi.i^wp.a-Ta) (31 B 6 ), fue Empédocles, pero probablemente Aristó­
teles no se refiere aquí a él, que sólo intentó, por lo que sabemos,
vincular el aire con el olfato, sino más bien a su maestro Platón,
quien, como advierte Alejandro de Afrodisia, tropezó con tal difi­
cultad al querer asignarle un elemento al olfato {Tim. 6 6 D -E ) .

Como más adelante veremos, el estagirita rechaza la teoría


empedócleo-platónica de que el ojo consta de fuego, y coincide
con Demócrito al afirm ar que está formado por agua.

En cuanto al olfato, dice que lo que éste es en acto lo es


el órgano olfativo en potencia, pues siendo el objeto sensible el
que hace pasar el sentido de la potencia al acto, necesariamente
w ANOEL J . cappelletti

H iii'iiUdo està primero en potencia (C fr. D e anima 417 a 12-20;


12 In 17-20). Ahora bien, el olor es una cierta exhalación hu-
iiii'iuito y la exhalación humeante proviene del fuego {D e sensu
•I2H 1)21-25).

Al estar el órgano del olfato constituido por fuego, se halla


ubicado cerca del cerebro, pues el cerebro es el más frío de todos
loH órganos (C fr. D e somno et vigilia 457 b 2 9 -3 0 ), y su función
c.s la de un refrigerante {D e sensu 438 b 2 5 -2 7 ).

El sentido del oído está formado por aire {D e sensu 438 b


2 0 ). El tacto, a su vez, y el gusto, que es una especie de tacto,
cHtnn formados por tierra. Por eso su sensorio se halla cerca
del corazón, el cual se opone al cerebro, en cuanto es el más
ridiente de todos los órganos {D e sensu 438 b 30 - 439 a 4) (Cfr.
De part. anim 664 a 1 2 ; 670 a 24-25; D e iuvent. 469 b 5 ).

De esta manera, Aristóteles parece haber logrado lo que


•su maestro Platón no consiguió, y haber resuelto el problema
de la correspondencia entre elementos y sentidos {De sensu 439 a
4 -5 ). La clave de tal solución consiste, como es claro, en la re­
ducción de los cinco sentidos a cuatro, mediante la identificación
del gusto con el tacto.

Sin embargo, esta solución implica algunas afirmaciones


(|ue contradicen claramente la doctrina del D e anima. En efecto,
al hablar allí del sensorio del olfato, dice el filósofo que es de
aire y agua, pues estos elementos son los únicos que constituyen
los sensorios, mientras el fuego, o no forma parte de ninguno
o es común a todos (en cuanto no hay ninguno sin calor) {D e
anima 438 b 1 6-21 ). Esta contradicción sólo se podría solu­
cionar considerando que en el D e sensu no propone Aristóteles
.su propia doctrina sobre la composición de los sensorios, sino
(|Lio esboza una mera posibilidad de lograr la deseada corres-
l)ondencia entre elementos y sensorios. También en lo que con­
cierne al órgano del tacto el D e anima contradice a este pasaje
del D e sensu. El órgano del tacto es, según Aristóteles, el co-
i'azón. El corazón es músculo, lo cual equivale a decir, carne.
Pero la carne, según explícita afirmación del filósofo, no puede
ser “ simple” (áTT:)^o0v) y constar de un solo elemento, como el
fuego o el aire {D e anima 435 a 1 1-12). Luego, el corazón no
LA TEORIA ARISTOTELICA DE LA VISION 37

puede ser de tierra, como se dice en el D e sensu. Tanto menos


cuanto que en seguida el D e anima agrega que todos los elementos,
fuera de la tierra, pueden llegar a constituir los sensorios.
La única manera de superar esta contradicción parece ser (fuera
de la que dimos en el caso anterior) suponer que la tierra
constituye el órgano del tacto, pero no sola, sino junto con otros
elementos, en cuanto el tacto, por ser “ intermedio entre las cuali­
dades táctiles” , y su sensorio, por gozar “ de la capacidad de
recibir todas las diferencias (cualidades) propias de la tierra” ,
no se ejerce por medio de huesos o cabellos (que son sólo de
tierra), pero sí por medio del corazón, del cual la tierra forma
parte {D e anima 425 a 7 ).
I ll
A l tratar de la sensación en general y de cada especie
de sensación, distingue siempre Aristóteles el objeto sensible,
el medio y el sensorio. En el caso particular de la vista dedica
al estudio de los dos primeros el capítulo 7 del libro II del
D e anima y el capítulo 3 del D e sensu et sensíbilihus, y a la
consideración del último el capítulo 2 de esta segunda obra.
El citado capítulo del D e anima comienza de este modo:
“ Lo que constituye el objeto de la vista es lo visible. Lo visible
es el color y además algo que no se puede designar con palabras,
pues carece de un nombre particular: se aclarará lo que que­
remos decir cuando lleguemos más adelante” {D e anima 418 a
2 6-28 ).

El objeto de la vista es todo lo que se puede ver: no sola­


mente el color sino también algo más que, sin ser en realidad
un color y sin tener un nombre propio, afecta al ojo y pone
en acto la vista. Este algo “ innominado” (ávwvupov), del cual
habla más adelante (419 a 1 -6 ), es lo que nosotros llamaríamos
“ fosforescencia” . Se trata, en rigor, como bien advierte Sim­
plicio, de dos especies de lo visible: aquello que lo es en la luz
y aquello que lo es en la oscuridad.

De todas maneras el texto continúa inmediatamente di­


ciendo que “ lo visible es el color” . Y ¿qué entiende aquí Aristó­
teles por “ color” ? Sencillamente aquello “ que está encima de lo
que es de por sí visible” . A l referirse a lo que es “ de por sí”
visible, no quiere decir lo que es visible para la razón sino
a lo que “ en sí tiene la causa del ser visible” {De anima 418 a
2 9-31 ).
No deja de llamar la atención el hecho de que, enseguida
después de afirm ar la existencia de dos clases de objetos visibles,
identifique simple y llanamente a lo visible con el color ( t 6 yocp
'12 ANGEL J. CAPPELLETTI

¿paTÓv écm xpw[j.a). Temistio, seguido por muchos comentadores


modernos, como Tricot, Siwek, etc., explica esto diciendo que
el color es lo primariamente (xpwTWí;) visible, mientras la fosfo­
rescencia constituye sólo un fenómeno secundario. Por otra
parte, si bien es evidente que considera al color como la super­
ficie de lo que es “ de por sí visible” (xaG’aÚTo opaTÓv), no resulta
muy claro qué quiere decir cuando especifica que no se trata
de lo que lo es “ para la razón” ( tw Xóyw) sino de aquello que
contiene la causa de la propia visibilidad ( tó ocítiov voO ¿ívai
ópaTÓv). La expresión “ para la razón” equivale a “ lógicamente”
o “ esencialmente” . “ Lo visible” no constituye, como bien es­
cribe Siwek, una nota esencial del cuerpo y ni siquiera puede
afirmarse que sea un “ propio” (como lo es, por ejemplo, en el
hombre la capacidad de reir), sino que viene a ser un mero
accidente. Por tal razón, si se predica del cuerpo “ de por sí”
(xaB’aÚTÓ), ello se deberá al hecho de que el cuerpo lo contiene,
lo cual lo torna formalmente visible. O, en otras palabras,
se deberá al hecho de que el cuerpo incluye en sí la causa real
de su visibilidad. “ Los cuerpos, según Aristóteles, son el fuego,
el aire, el agua, la tierra o los compuestos de los mismos. Cada
uno de ellos tiene su propia definición y ninguna contiene la
mención de su visibilidad. Pero todos ellos, si realmente son
visibles (lo cual no es el caso del aire), deben su visibilidad
a su propia naturaleza y a ninguna otra cosa” , explica Ross.
De esta Kianera, cuando dice “ no por la razón” (ou Ty Lóyw)
está oponiendo el sentido lógico al sentido físico, ya que “ lo de
por sí visible” ( tó xaG’aúxó ópavov) no significa lo que es “ ex
definitione” visible sino lo que lo es físicamente, porque posee
aquello que es indispensable para la visibilidad. En cuanto a la
naturaleza misma del color, precisa inmediatamente: “ Mas todo
color es capaz de mover a lo transparente en acto y esto consti­
tuye su naturaleza” {De anima 418 a 31 - b 2 ). “ Lo transparente
en acto” equivale a lo que es actualmente transparente, es decir,
a aquellos cuerpos que, según se verá poco más adelante, inter­
puestos entre el ojo y el objeto visible, no impiden la visión
(aire, agua, etc.). La naturaleza o esencia del color consiste,
como señala Tricot, en la capacidad de determinar un cambio
cualitativo {6Xkomn(C) en la luz, la cual, por su parte, es trans­
parente en acto. He aquí la razón por la cual el color “ no es
LA TEORIA ARISTOTELICA DE LA VISION 43
visible sin la luz, sino que en todos los casos el color de cada
objeto se ve en la luz” . Y puesto que esto es así, infiere con
razón Aristóteles, “ primero hay que decir acerca de la luz qué
cosa sea” (De anima 418 b 2 -4 ). El problema de la luz, como
previo al de la visión, se extenderá más tarde, con los neoplató-
nicos, al terreno metafísico. Con San Agustín y durante toda
la Edad Medía, se pasa, por analogía, de la luz, en sentido físico,
que hace posible la percepción de los colores y, a través de ellos,
la captación de todos los objetos del mundo, a la luz, en sentido
metafísico, que hace inteligibles (captables) todas las formas
suprasensibles. Con Roberto Grossesteste (1 17 5 -1 25 3 ), profesor
en Oxford y obispo de Lincoln, autor de un tratado D e luce seu
de inchoatione formarum, la luz se convierte en la primera
forma creada por Dios para determinar la pura materia; llega
a ser una sustancia cuasi-incorpórea, cuya naturaleza consiste
en engendrarse continuamente a sí misma y en difundirse circu­
larmente de un modo instantáneo. A partir de tal concepto,
atribuye a la luz un papel esencialísimo en la producción del
Universo (C fr. E. Gilson, La •philosophie au M oyen A g e - París -
p. 470 sg s.).
Aristóteles comienza tratando de dar una definición de lo
transparente o diáfano. “ H ay, en efecto, algo transparente” ,
dice. “ Y llamo «transparente» a aquello que es visible, pero,
para hablar sencillamente, no visible por sí mismo sino por
medio de un color ajeno” (De anima 418 b 4 -6 ). “ Transparente”
(Sía(f>avÉ<;) es, así, lo que carece de color propio, por lo cual,
al interponerse entre el ojo y el objeto visible, no impide, como
dijimos antes, la visión. Pero, al carecer de color, no puede
ser visto directamente, o sea, no es de por sí visible (Cfr.
D e sensu 439 a) y sólo lo es mediante un cuerpo distinto que está
dotado de color. De ahí su nombre en griego: Si.a=a través de,
por medio de; q!)avÉ(;=visible (de <í>aívw). Podemos ver, por
ejemplo, el agua gracias a la vasija de vidrio coloreado que la
contiene, o la vasija de vidrio incoloro gracias al vino rojo que
contiene.
A esta clase de cuerpos transparentes pertenecen, en efecto,
no sólo el agua y el aire, sino también “ varios cuerpos sólidos”
(D e anima 418 b 6 -7 ). Y estos cuerpos sólidos son, como anotan
ya los comentadores antiguos (Alejandro, Filopón, etc.), el vi-
ANGEI, J, CAPPELLETTI

lit io, Ins ])iedrns transparentes, etc. Y además, según entiende


A\'(‘i foes, también muchos astros: “ E t in tali dispositione inve-
mi'iniis acrem et aquam et plura corpora caelestia” . Más aún,
COI no veremos más adelante, Aristóteles llega a sostener {De
tu'iit^u 493 a ), que en cierta medida todos los cuerpos pueden
......siderarse transparentes. Y esto se debe al hecho de que el
uKiia y el aire “ no son transparentes en cuanto agua o aire.
Mino gracias a que en ambos está presente una cierta naturaleza
roniiin, como también en el eterno cuerpo superior” {D e anima
■IIK b 7 -9 ). En otros términos, lo que hace que el aire y el agua
Hoan transparentes es una naturaleza inmanente a ambos y a
cndíi uno de ellos évuTcápxouca), pero diferente de
ambos y de cada uno en particular, a la cual Alejandro, seguido
liK'go por los escolásticos, denomina “ diafanidad” (5t,a<í)áv£ia=
(liui)lianeitas). Se trata de una naturaleza común aunque no
separada, según indica el propio Aristóteles en D e sensu 439 a
33, y ello hace posible que se la pueda encontrar no sólo en los
(los elementos mencionados sino también en muchos otros cuer­
pos, pero particularmente en “ el eterno cuerpo superior (sv tw
atShj) Tw avw crwpiaTi). Con tal expresión quiere designar las
(‘sferas transparentes, esto es, el cielo {ovpavóc,) (C fr. D e cáelo
3K() a) y también los astros, ya se encuentren fijos en la última
('sfora (las estrellas), ya giren con las esferas móviles en torno
a la tierra (planetas, sol, luna) (C fr. D e cáelo 287 a ). Los cuer-
l)os celestes son, para Aristóteles, eternos, y permanecen siempre
iguales a sí mismos, ya que no solamente no se da en ellos movi­
miento sustancial (generación y corrupción) sino que tampoco
S(' liallan sujetos a ningún movimiento cualitativo o cuantitativo
y, i)or lo que se refiere al movimiento local, sólo admiten el
circular (que es perfecto, por carecer de principio y de fin
y por no tener contrario). Todos ellos están formados por éter,
(|U(' viene a ser el quinto elemento (C fr. Cáelo 270 b 2 1 ), el cual
so mí tú a no sólo por encima de la tierra, el agua y el aire, sino
también por encima del fuego {Meteorologica 341 a 2) (C fr. J.
I. Ih'aro, Greek Theories o f Elementari) Cognition - pp. 5 7-59).

Ahora bien, para Aristóteles, “ la luz es el acto de tal [natu-


rali'zal, de lo transparente en cuanto transparente” (D e anima
418 1> 9 -1 0 ). Tenemos así la definición de la luz: ésta no es otra
cosa más que la misma realización de la transparencia o de
l A r ld lI lA AIII.VI'OTl'.I.ICA DE LA V IS IO N 45

ín|ii('llii iintufiilozii común a los diversos cuerpos transparentes,


niiiKiiie no, en modo alguno, del aire en cuanto aire o del cristal
en cuanto cristal. “ Lux autem est actus diaphani secundum
(luod est diaphanum” , vierte Averroes.
Sin embargo, “ donde dicha naturaleza está en potencia, hay
también oscuridad” (De anima 418 b 10-11). Si la “ diapha-
neitas” se encuentra sólo en potencia, no hay luz, puesto que
la luz es precisamente el acto de tal “ diaphaneitas” . En ese
caso la oscuridad ( t ó c x ó t o i ; ) es lo que está en acto. Tal es la
interpretación de Siwek, Tricot y otros comentadores modernos,
que siguen en esto a Simplicio y Filopón. Temistio, en cambio,
entiende que “ en los casos en que la luz está en potencia, en
potencia está también la oscuridad” . Esta segunda manera
de explicar el texto parece la más razonable, ya que resulta
difícil comprender cómo la oscuridad, que es una mera privación,
según dice el texto poco más abajo (1 9 -2 0 ), puede estar en acto.
Ello nos retrotraería a las cosmogonías mitológicas en que todo
surge del Caos primordial o nos pondría al nivel del De nihilo
et tenebris de Fredegiso de Tours.
“ La luz, por su parte — continúa el texto— , es como el color
de lo transparente, cuando lo transparente [está] en acto por
[influencia] del fuego o de algo como el cuerpo superior, pues
también en éste existe algo idéntico (a lo que hay en el fu ego)”
(De anima 418 b 11-13). Santo Tomás, comentando estas líneas,
escribe: “ Esse enim lucens actu et ílluminatívum, commune est
igni et corpori caelesti, sicut esse diaphanum est communi aeri
et aquae et corpori caelesti” . Sin embargo, como bien observa
Siwek, los cuerpos celestes no tienen luz por sí mismos sino que
la adquieren gracias a la presión que ejercen sobre el aire circun­
dante al moverse en él (C fr. D e cáelo 289 a 1 9-20 ), mientras
la transparencia les corresponde de la misma manera que al
agua o el aire. En un pasaje del D e sensu (439 a 1 8-21), dice
el estagirita, refiriéndose expresamente a las líneas del D e anima
que acabamos de citar: “ Como se ha dicho, pues, acerca de la
luz en aquél [en el D e anima'], ella es el color de lo transparente
de un modo accidental: en efecto, cuando algo ígneo se halla
presente en lo transparente, tal presencia [constituye] la luz,
y la [respectiva] ausencia, la oscuridad” . En este pasaje hace
notar expresamente que la luz es el color de lo transparente “ per
•l() ANGIil. J. CAPPELLE'm

iiccidíMis” . Lo transparente se torna visible por la presencia


(■napoucía) del fuego, el cual actualiza la potencia de lo transpa-
rcüite y genera de ese modo la luz. Pero aquello gracias a lo
nuil algo resulta visible es precisamente el color, por lo cual
dice que la luz viene a ser “ el color de lo transparente” (xpwpa
Toü 5ia</javo0<;). Como quiera que dicha visibilidad de lo transpa­
rente no surge de su propia naturaleza ni le corresponde “ per se” ,
debe decirse que le compete “ per accidens” (xava ¡ruppEp-qxóí;).

Pero también respecto a lo transparente y al color encon­


tramos en el D e sensu pasajes complementarios de los arriba
citados del D e anima, que conviene tener en cuenta antes de
proseguir con el examen de la noción de “ luz” .

“ Lo que llamamos «transparente» — dice^— no es algo propio


del aire, del agua o de otro de los cuerpos así denominados
[«transparentes»] sino una cierta naturaleza y fuerza común
que no está separada sino que existe en los mismos y se halla
presente también en los otros cuerpos, en unos más y en otros
menos” {D e sensu 439 a 2 1 -2 5 ). Repite aquí Aristóteles la idea
de que “ lo transparente” como tal no se identifica con ninguno
de los cuerpos transparentes en particular ni se agota en ninguno
de ellos. Lo “ transparente” (Siix4>avéq) es una “ naturaleza”
(c/>ú(ní;), que debe considerarse “ común” (xoiv-rj) al aire, al agua,
etc. Más aún, se la encuentra asimismo en todos los demás
cuerpos (aun los no transparentes), pero en distinto grado y
medida ( t o í i ; psv póihXov to I<; S’ t ) t t o v ) . Sin embargo, aquí apa­
recen importantes aclaraciones al texto del D e anima. Se dice,
en efecto, que esta naturaleza que es lo transparente es una
“ fuerza” (Sovapii;). Además, se afirma que la misma “ no está
separada” (xcopio-TT) pev oux ectiv). L o primero indica a las
claras que lo transparente no debe ser pensado como “ sustancia” ,
pero es preciso tener en cuenta también que aquí Suvapu; es
¡lotencia activa y no meramente pasiva. Lo segundo quiere
decir que lo “ transparente” , aun siendo algo trascendente a cada
cuerpo translúcido, no existe en sí mismo, como una verdadera
sustancia.

Pero desde el punto de vista espacial, ¿qué relación existe


entre lo transparente, la luz y el color? A esta pregunta res-
[)onden las siguientes líneas del texto del D e sensu: “ A sí, pues.
I A r r o lllA A IIISTO Tl'.I.ICA DI', I,A V IS IO N 47

cniiin o;i lu'ciiHurio (|uo algo sirva de límite a los cuerpos, así
I;mc('ilcI Innibión con esto [con lo transparente]: en efecto,
la naturaleza de la luz reside en lo transparente ilimitado. Pero
('M claro (lue el límite de lo transparente que existe en los cuerpos
viene a ser algo real. Que esto es el color resulta evidente por
los hechos. Pues el color o existe en el límite o es el límite.
Por eso, también los pitagóricos llamaban color a la superficie.
Este se da ciertamente en el límite del cuerpo, pero no es el
límite del cuerpo. Es necesario pensar, por el contrario, que
la misma naturaleza que revela el color hacia afuera existe
también dentro [del cuerpo]” (De sensu 4 3 9 a 2 5 - b l ) . Todo
cuerpo, más o menos transparente, en cuanto es cuerpo tiene
un límite. Por su parte, la luz, que es el color de lo transparente
en cuanto tal, reside por naturaleza en aquello que, siendo trans­
parente, no tiene límite fijo, como el aire. En efecto, lo transpa­
rente que reside en un cuerpo sólido tiene siempre como límite
un color. Y el color es algo distinto de la luz y de lo transparente,
aunque no puede existir en acto sin la una ni ser captado por
el sujeto sin lo otro. Según Aristóteles, los pitagóricos identi­
ficaban el color con la superficie, cosa que Siwek, siguiendo
a K. Freeman y A . Eaymond, pone en duda. De todos modos,
es cierto que para nombrar la superficie de los cuerpos usaban
el término xpóa, que quiere decir “ color” (A ét. Plac. I 52, 2;
IV 9, 1 4 ), ya que, según dice Bonitz {Index aristotelicum 857 a
3 3 ), es prácticamente igual a xpdi!ia. A l afirm ar el estagirita
que el color existe en el límite del cuerpo, o sea, en la superficie,
pero que no se identifica con tal límite, tiene presente natural­
mente que el color constituye el término de lo transparente y no
del cuerpo considerado como cuerpo. A l decir luego que aquello
que pone de manifiesto el color hacia afuera del cuerpo existe
también dentro del mismo, quiere expresar que lo transparente,
que en la superficie del cuerpo se presenta como color, existe
taKibién como mera transparencia en el interior del mismo.
“ El color no existe como tal en el interior del cuerpo — anota
Tricot— ; él es sólo, en cuanto transparente, principio de la luz,
que se manifiesta como color en la superficie del cuerpo” .

Pero, si el color, aunque no se identifica con el límite de los


cuerpos, existe siempre en dicho límite, ¿qué sucederá con
aquellos cuerpos que no tienen un límite fijo, como el aire o el
4K ANC;H!, ,1. CAI’I'ULLli'm

njíiifi ilol m ar? Aristóteles responde: “ Parece que también el


aire y el agua están dotados de color: en efecto, inclusive el brillo
es algo de este género. Pero aquí, por el hecho de darse en algo
que no tiene límite, ni el aire ni el mar tienen el mismo color
para quien los ve de cerca y para quien los ve de lejos; en los
cuerpos [sólidos], en cambio, cuando el ambiente no los hace
cambiar, también la representación del color está definida”
{D e sensu 439 b 1-6).
El agua y el aire, cuya superficie, a diferencia de lo que
sucede en los cuerpos sólidos, no permanece constante ni está
definida, tienen, sin embargo, un color, que es también aquí
el límite de lo transparente. La diferencia entre los cuerpos
transparentes de límites indefinidos (év áopícrTw) y los que tienen
en sí, en mayor o menor grado, lo transparente pero presentan
límites fijos, consiste en que el color de los primeros varía según
la proximidad del observador mientras que el de los segundos
es siempre idéntico, así se vea de lejos o de cerca, a no ser
que el medio a través del cual se lo capta se modifique, es decir,
a no ser que el aire (o el agua) que sirve de intermediario
entre el sensorio y el objeto visible sólido se halle alterado en
su diafanidad o transparencia.
Por eso — prosigue el estagirita— “ resulta evidente que la
misma cosa es apta aquí y allí para recibir el color” {D e sensu
439 b 6 -7 ). La misma “ cosa” ( tó aíivó), que es lo transparente
( tó 8ia4>aviq), existente en mayor o menor medida en todos
los cuerpos, se revela capaz “ aquí y allí” (xaxst xávBáSs), esto
es, en los cuerpos sólidos, de límites fijos, y en los que carecen
de límites permanentes, de recibir el color, esto es, de manifes­
tarse como coloreada. De tal manera Aristóteles parece corregir,
pero en realidad no hace sino complementar, como dice Siwek,
lo expuesto en D e anima 418 b 6.
En consecuencia — infiere el filósofo— , “ lo transparente,
en cuanto reside en los cuerpos (y reside más o menos en todos)
hace que ellos participen del color” (D e sensu 439 b 8 -1 0 ). “ Lo
transparente” ( t 6 Bia<paviq) es presentado así como la causa
de que los cuerpos sean siempre coloreados, es decir, de que
tengan parte en el color (xpwp.aTO(; tcoieí p,et£X£w ). Como dice
Tricot, se trata de una causa material, porque hace posible el
color.
I.A TEORIA ARISTOTELICA DE LA VISION 49

Ahora bien, “ puesto que el color se halla en el límite de los


cuerpos, tendrá que estar también en el límite de esto [de lo
transparente]” (De sensu 439 b 1 0 ). El color, en otros términos,
está en el límite de lo transparente, ya que el límite de lo transpa­
rente coincide con la superficie de los cuerpos, en la cual él se
manifiesta siempre. Pero, si esto es así, cabe inferir la siguiente
definición: “ el color es el límite de lo transparente en un cuerpo
de superficie fija ” (De sensu 439 b 11-12). Esta definición es,
sin duda, distinta de la que propone en De anima 418 a 31 - b 1.
Sin embargo, más que una contradicción parece haber aquí dos
perspectivas diferentes. En el D e anima el color es caracterizado
desde el punto de vista dinámico, como potencia activa o fuerza;
en el D e sensu se lo define desde un punto de vista estático y,
bien podría decirse, topològico, como el límite de algo (lo trans­
parente) dentro de un cuerpo de por sí limitado.

De acuerdo con esto, cabe afirmar que el color “ se encuentra


por igual en todos [los cuerpos], tanto en los mismos transpa­
rentes, cual el agua u otra cosa parecida, si la hay, como en los
que revelan tener un color propio en su límite” {D e sensu 439 b
12-14). En otras palabras, el color corresponde tanto a las cosas
que no tienen límites estables como a aquellas que los tienen.
Pero, en estas últimas, el color es el límite de lo transparente
y dicho límite coincide con los límites propios de la corporeidad.

“ De tal modo, pues, es posible que esté presente en lo trans­


parente aquello que produce también la luz en el aire y es posible
que no lo esté, y haya una privación. A sí, pues, como aquí
[en el aire] a veces [surge] la luz, a veces la oscuridad, así
también en los cuerpos [sólidos] surge ya lo blanco, ya lo negro”
(D e sensu 439 b 1 6-18). Como se ve en D e anima 418 b 13-17,
la luz es producida en el aire por la presencia (Tuapoucría) del
fuego (o de alguna otra cosa parecida, como los astros) y la
ausencia del mismo (o de los mismos) genera la oscuridad.
Ahora bien, para Aristóteles, luz y oscuridad en el aire (y en
los cuerpos transparentes indeterminados o de límites cambian­
tes) corresponden, por analogía, al blanco y al negro (que son
los dos colores fundamentales) en aquellos cuerpos que tienen
límites estables, esto es, en los sólidos. En el mencionado pasaje
del D e anima dice, en efecto, Aristóteles: “ Queda así explicado
50 ANGEL J. CAPPELLETTI

(lué es lo transparente y qué es la luz, (o sea) que [ésta] no es


fuego ni en absoluto un cuerpo o el efluvio de un cuerpo (porque
en tal caso sería también un cuerpo), sino la presencia del fuego
o de algo semejante en lo transparente: no es posible, en efecto,
que dos cuerpos se hallen simultáneamente en el mismo lugar”
(D e anima 418 b 1 3-17). Contra Platón {Tim . 45 B - 46 B ) esta­
blece que la luz no puede identificarse simple y llanamente con
el fuego. Cuando afirma que no es “ en absoluto” (oXwe;) un
cuerpo, parece oponerse también a Empédocles y Platón, pero,
además, en cierta medida, a los atomistas. A l sostener
enseguida que tampoco cabe explicarla como un efluvio o ema­
nación de un cuerpo, está aludiendo otra vez a la doctrina de su
maestro Platón {Tim. 67 D ), pero también a Empédocles (C fr.
D e sensu 437 b 23) y probablemente a Democrito. En efecto,
para Empédocles, “ la luz es una emisión de efluvios, que no nos
llegan sino un tiempo después de haberse separado del cuerpo
luminoso” (L. Eobin, La pensée grecque et les origines de l’ esprit
seientifique - París - 1973 - p. 1 31 ), lo cual explica por qué todas
las cosas, según el fragmento 89, “ están continuamente emi­
tiendo efluvios” (C fr. G. S. Kirk - J. E. Raven, The Presocratic
Philosophers - Oxford - 1963 - p. 3 4 3 ). Algo semejante podría
decirse de Democrito (C fr. Robin, op. cit., p. 144; Zeller-Mon-
dolfo. La filosofia dei greci nel suo sviluppo storico - 1 - IV - F i­
renze - 1969 - pp. 240 -2 4 1). Para Aristóteles, la luz supone la
“ presencia” (Tcapouo-íix) del fuego o de otro cuerpo luminoso en
lo trasparente. Como bien hace notar Hicks, Platón usa la expre­
sión “ presencia (irapoucría) del color” en un sentido semejante
(L ysis 217 - C -E ) y esto debe haber sugerido a Aristóteles el uso
del término, refiriéndolo a la luz. Cuando dice “ presencia” quiere
significar, como señalan Trendelenburg, Rodier, Tricot y otros,
no la presencia de un cuerpo en otro sino la acción presente
de una fuerza sobre un objeto. Si no fuera así, no resolvería
la dificultad que quiere resolver. En efecto, si la luz fuera un
cuerpo o, lo que es igual, la emanación de un cuerpo, al hallarse
presente en el cuerpo transparente resultaría que dos cuerpos
ocupan al mismo tiempo (apa) un mismo lugar, lo cual implica
una imposibilidad física.

Otra manera de demostrar que la luz es una “ presencia” ,


la encuentra en la naturaleza de la oscuridad, que es lo contrario
I,A TliORIA ARISTOTELICA DE LA VISION 51
(lo acjuélla: “ Se considera que la luz es lo contrario de la oscu­
ridad. La oscuridad, en efecto, consiste en la privación de dicha
cualidad en lo transparente, de manera que [resulta] evidente
que la presencia de la misma constituye la luz” (De anima 418 b
18-20). Si la oscuridad consiste en la carencia de una cualidad
en un cuerpo transparente, la luz, que es su contrario, no podrá
caracterizarse o definirse sino como la presencia de una cualidad.
De ello se deduce que no es fuego (el cual es uno de los cuerpos
elementales) ni ningún otro cuerpo. En todo caso podrá decirse
que es el influjo o el efecto del fuego (o de algún otro cuerpo
similar) en el cuerpo iluminado. Ahora bien, como el influjo
ejercido por un agente consiste para Aristóteles en la comuni­
cación de una forma, según hace notar Siwek, resulta que la luz
es la comunicación de la form a del fuego, razón por la cual, al
mismo tiempo que impugna la doctrina de Platón, utiliza un
término que pertenece al léxico del mismo (uapoucía) y que
designa precisamente “ la presencia de la form a” en alguna cosa.

Por otra parte, no se contenta Aristóteles con contradecir


a su maestro sino que, como es frecuente en él, impugna también
las teorías de los primeros “ físicos” : “ Y no es correcta [la doc­
trina] de Empédocles o de cualquier otro que haya expresado
lo mismo, según la cual la luz es transportada [por el espacio]
y, en un momento, se extiende entre la tierra y [el cielo] que
la rodea, sin que nosotros lo advirtamxos” (De anima 418 b 2 0-23 ).
El ataque contra Empédocles alcanza, según parece, a Demó-
crito y los atomistas. En D e sensu 446 a 25 sgs., en el capítulo
en que trata de la divisibilidad de los objetos sensibles hasta
el infinito, se refiere igualmente a la teoría de Empédocles, para
el cual, la luz emitida por el sol, antes de llegar a la tierra
y al ojo, llega a un lugar intermedio (tic, tó p.£Ta^ú). La oposición
entre Aristóteles y Empédocles consiste en que para el primero
la iluminación o advenimiento de la luz constituye un movimiento
cualitativo (aXXoiwcric,), mientras para el segundo es un movi­
miento local aunque tan rápido que parece instantáneo,
puesto que no podemos darnos cuenta de él. Sin embargo, dicho
movimiento no es, en realidad, instantáneo, ya que, antes de
llegar la luz desde el sol a la tierra, arriba siempre a un punto
intermedio. Eesulta obvio que esta última teoría, la de Empé­
docles, se encuentra mucho más cerca de Newton que de Aristó-
iinrii (|iii('ii cl niovimiciilo do Ih luz es instantáneo y se
lirodiicí! en un momento atómico o indivisible (C fr. D e gen. et
rorniitt. 1524 b 2(5) (C fr. II. Cherniss, Aristotle’s criticism of
prrHov.miic j)hilosophy - New York - 1971 - p. 90 n. 3 8 0 ).
l’oro, para el estagirita, todo esto “ no sólo contradice la evi­
dencia de la razón sino también lo que aparece a los sentidos”
((ifr. Calen, D e plac. Hipp. et Fiat. 6 38 ).

I'll argumento en que tal afirmación se basa es el siguiente:


"l'!n un breve intervalo dicho movimiento se nos podría ocultar,
pero es excesivo suponer que se nos oculta en su marcha de
Orií'ute a Occidente” {De anima 418 b 2 3-26 ). Aristóteles se
funda en el sentido común y en la experiencia vulgar. Conforme
/d primero, la iluminación se concibe como un mero cambio de
cualidad; de acuerdo con la segunda, no hay lapso alguno, por
cjí'inplo, entre la salida del sol y la iluminación de la tierra. Aun
suponiendo — dice— que el movimiento de la luz no fuera real-
nnuite instantáneo pero que no percibimos el lapso en un espacio
muy corto, ¿cómo podríamos no percibirlo en el largo espacio
(|U(¡ recorre la luz de oriente a occidente? (C fr. Beare, op. cit.,
P l>. 58-59).
En este punto, como en muchos otros, un presocrático, que
H(pií es Empédocles, se aproximó mucho más a los resultados
<l(( la ciencia moderna que Aristóteles. Recién A vi cena (980-
1037) y su contemporáneo Alhacen comenzaron a sospechar otra
v('z que la velocidad de la luz debía ser finita. En sus Diálogos
acerca de los dos máximos sistemas del mundo (1 6 3 2 ), Galileo
plantea el problema experimentalmente. Cuando uno de sus
interlocutores, Simplicio, que representa el punto de vista aristo­
télico, responde que la propagación de la luz es instantánea y
pr(!senta como prueba de ello el relámpago producido por la arti-
llí'ría disparada a distancia, otro personaje, Sagredo, le replica
(pie de tal hecho sólo cabe inferir que el sonido es más lento
(pie la luz. Salviati, personaje que “ representa la inteligencia
matemática y expresa su propio pensamiento” (V . Fritsch,
(¡alilée ou V avenir de la Science - París - 1971 - p. 4 5 ), propone
un método para determinar con exactitud si la propagación de
la luz es instantánea o no: dos individuos con una linterna cada
lino la tapan y destapan alternativamente para que la luz llegue
LA TEORIA ARISTOTELICA DE LA VISION 53

o no llcífuc hasta el otro. Sin embargo, como el experimento


ha sido intentado a una distancia menor de una milla, no puede
llegar a determinar si la aparición de la luz es instantánea o no.
En todo caso — concluye— , “ si no es instantánea, es de una
extraordinaria velocidad” . “ Con los medios de que disponía
en su época, Galileo no podía haber resuelto el problema con
tanta facilidad, y él lo sabía. La controversia continuó. Eobert
Boyle, el famoso científico irlandés que dio a la química la
primera definición exacta de un elemento químico, sostenía que
la velocidad de la luz era finita, pero otro genio del siglo dieci­
siete, Eobert Hooke, consideraba que dicha velocidad era dema­
siado grande para ser determinada experimentalmente. Johannes
Kepler y Eené Descartes, el matemático, concordaban con A ris­
tóteles” (B . Jaffe, Michelson y la velocidad de la luz - Buenos
Aires - 1971 - p. 1 2).

En 1676, el astrónomo danés Ole Eoemer, determinó indi­


rectamente, a partir del eclipse de uno de los cuatro grandes
satélites de Júpiter, la velocidad de la luz en 220.000 kilómetros
por segundo. Eecién en 1849, el físico francés Armand Fizeau
realizó la primera medición terrestre de dicha velocidad, fijá n ­
dola en la ya más aproximada cifra de 306.000 kilómetros por
segundo. Pocos años después, en 1862, lean Foucault sustituyó
la rueda dentada de Fizeau por un espejo giratorio y logró la
cifra, más aproximada todavía, de 297.000 kilómetros por se­
gundo. En 1872 Marie Alfred Cornu, utilizando otra vez la rueda
dentada, se acercó aún más, logrando la cifra de 300.239 kiló­
metros por segundo. La cifra media, obtenida por el físico polaco-
norteamericano Albert Michelson, en experimentos realizados
entre 1924 y 1927, es de 299.798 kilómetros por segundo. Pero
Aslakson, en 1951, y un equipo británico, en 1954, lograron
299.805 kilómetros por segundo (Cfr. B. Jaffe, op. cit., p. 144
sgs.).
IV
Pero Aristóteles tampoco se detiene demasiado en los pro­
blemas de la luz en cuanto tal, sino que se interesa, sobre todo,
en las relaciones de la misma con el color. “ Capaz de recibir
el color es lo que carece de color — dice— ; [capaz de recibir]
el sonido, lo que carece de sonido” {De anima 418 b 2 6-27 ). Sim­
plicio y Filopón hacen notar, según recuerdan Hicks, Ross y
Siwek, que la razón de tal afirmación aristotélica es que la pre­
sencia de un color cualquiera en un objeto le impediría a éste
recibir otro color en su pureza original. Aristóteles aplica aquí
al “ substratum” del color la misma idea que Anaximandro apli­
caba universalmente a la (pvaic, o (zpxTQ, la cual sólo puede ser,
para él, lo indefinido ( t 6 aTcsipov), precisamente porque contiene
en germen todos los contrarios ('^fr. Phys. 204 b 22 sg s.). Ahora
bien — prosigue el texto— , “ de color carecen lo transparente
y el objeto invisible o apenas visible, cual parece ser lo oscuro”
(D e anima 418 b 2 8 -2 9 ). En realidad “ lo transparente” o “ lo
diáfano” es “ primo et per ser” lo que carece de color; la oscu­
ridad nunca es absoluta y hay siempre en ella un mínimo de
visibilidad. Trendelenburg (cit. por Tricot) explica: “ Tenebrae
quae re vera nunquam sunt absolutae, sed vel obscurissima
nocte tenui lumine collustratae, rectius tó txóXo; ópwp,evov quam
áópaTov dicuntur, ut illud huius verbi severitatem quasi leniat” .
Temistio, por su parte, según la traducción latina que de su co­
mentario hace Guillermo de Moerbeke, dice: “ Invisibilem autem
diximus tenebram, non quia omnino non videatur, sed quia vix:
discernit enim et tenebras visus, sicut et omnis sensus priva-
tionem sui sensibilis” . A esta clase de objetos, que carecen de
color, pertenece lo transparente, “ pero no cuando está en acto
sino cuando está en potencia” . La razón es que “ la misma natu­
raleza ya es oscuridad, ya luz” (De anima 418 b 29 - 419 a 1 ).
Lo transparente o diáfano carece de color no en la medida en que
■5H ANGEL J, CAPPELLETTI

(!S transparente ahora sino sólo en cuanto puede llegar a serlo.


Mn efecto, lo transparente en acto está iluminado y deja pasar
el color de los objetos ante los cuales está. Esto supone que los
recibe en sí. La misma naturaleza de lo transparente asume,
pues, la form a de la oscuridad y la de la luz alternativamente.

“ Mas no todos los objetos visibles lo son en la luz, sino sólo


el color propio de cada cosa. Algunas cosas, en efecto, no se ven
en la luz, pero en la oscuridad producen una sensación, como
las que aparecen ígneas y brillantes (si bien éstas carecen de
un nombre único): tales son los hongos, el cuerno, las cabezas
de los peces, las escamas y los ojos” {D e anima 419 a 1 -6 ).
Además del color que es visible sólo en la luz, hay, como ya se
dijo antes {D e anima 418 a 2 6 -2 8 ), otros objetos visibles, los
cuales no lo son en la luz sino en la oscuridad. La cualidad que
los torna visibles no tiene un nombre propio, según el mismo
Aristóteles dice en el lugar mencionado, pero nosotros la podemos
denominar, como también dijimos, “ fosforescencia” . Se trata
de cuerpos lisos y livianos, de superficie bien pulida, que tienen
la propiedad de dejarse percibir en lugares donde no hay luz
(como en el fondo del m ar). Trendelenburg se extraña de que
Aristóteles omita en esta lista los “ meteoros ígneos” , que sólo
brillan de noche. Ello se debe quizás, según Siwek, al hecho
de que tales cuerpos celestes tienen luz en sí mismos. Sin em­
bargo, como antes se hizo notar, los astros tienen de por sí
transparencia pero no luz propia, pues ésta se origina mediante
el roce con el éter ambiente. La lista de objetos que aquí da es
semejante a la que aparece en D e sensu 437 a 31 y sgs., como hace
notar Hicks y como veremos más adelante. “ Pero — añade ense­
guida — en ninguno de ellos se ve un color propio. Por qué
causa, sin embargo, se ven, es otra cuestión” {D e anima 419 a
6 -7 ). La fosforescencia o cualidad que hace visible a los objetos
en la oscuridad no implica el color. Aristóteles recalca la dife­
rencia entre estas dos especies contrarias de lo visible “ per se” .
Y a Temistio hacía notar que no todas las cosas visibles son
visibles en la luz, pero que el color propio de cada cosa sólo
se da en la luz ( t ¿ [x e v oixtZov IxácTou xpCípa áv <í >w t I p,óvov).
El problema de la causa por la cual son visibles ciertos objetos
en la oscuridad aparece, como veremos más adelante, en el tra­
tado D e sensu 437 b 5-10.
I.A TliOKIA ARISTOTELICA DE LA VISION 59

“ I’ero por ahora esto al menos resulta evidente: que lo que


/II' VI' i'M la luz es el color” {D e anima 419 a 8 -9 ). Si se prescinde
ili< aipii'lla cualidad anónima que permite ver en la oscuridad
y cuyas causas no son claras (fosforescencia), y se atiende sólo
al objeto propio “ per se” principal de la vista, que es el color,
se arriba a un resultado cierto: aquello que el ojo aprehende
('11 la luz es lo que se denomina color.
“ Por eso tampoco se ve sin luz: en efecto, la esencia del
color consiste en esto, a saber, en la aptitud para mover a lo
tr-ansparente en acto. Pero el acto de lo transparente es la luz”
{De anima 419 a 9 -1 1 ). “ La esencia del color — comenta Tricot—
consiste en provocar un movimiento de alteración en lo transpa­
rente, con tal de que lo transparente esté en acto” . Hicks, por
su parte, explica: “ La naturaleza del color es excitar o estimular
el medio transparente, con tal de que éste sea transparente
en acto, es decir, con tal de que haya sido iluminado, ya que la
luz es el acto o la determinación positiva del medio transparente.
Cuando lo transparente no está actualizado, tenemos la oscu­
ridad; cuando lo está, tenemos la luz; y en el último caso el color
puede obrar sobre el ojo” . La prueba de ello es, para Aristó­
teles, muy clara: “ Si alguien, en efecto, pusiera algo dotado de
color sobre el órgano de la vista, éste no lo vería” (D e anima
419 a 11-13). Y aclara: “ En realidad, el color sólo mueve lo
transparente, como, por ejemplo, el aire; y el sensorio es movido
por el aire que se extiende de un modo continuo” {De anima
419 a 1 3-15 ). La palabra o4a^, que de por sí quiere decir “ vista” ,
significa aquí “ órgano de la vista” , como en el capítulo siguiente
(419 b 8) ocicofi significa “ órgano del oído” , y como en el capí­
tulo 5 (417 a 3 ) aío-0Ti(Tií; equivale a “ sensorio” u “ órgano de la
sensación” .

En los sentidos superiores (vista, oído) la sensación sólo


se produce a través del medio adecuado. En el caso de la vista,
este medio debe ser algo transparente en acto. Pero el ojo
mismo, aunque transparente, no lo será en acto si se le aplica
inmediatamente una cosa dotada de color (C fr. D e anima 423 b
2 1 -2 2 ). El color no puede actuar, por consiguiente, sino a través
del aire (o del agua o de algo semejante) que se extiende de un
modo “ continuo” (truvExoü.;) entre el objeto y el ojo. La palabra
60 ANGEL J . CAPPELLETTI

“ continuo” excluye no sólo la hipótesis de Demócrito, enseguida


criticada, sino también la de Empédocles, quien considera que
la luz o, según él la denomina, “ el fuego” , hace su camino a
través del aire intermedio y entra en el organismo por los poros” ,
anota Hicks. Santo Tomás explica: “ Cuius signum est: quia
si aliquis ponat corpus coloratum super organum visus non
videbitur: quia non est ibi diaphanum in actu, quod moveatur
a colore. Nam etsi pupilla sit quoddam diaphanum, non tamen
erit in actu, si superponatur sibi corpus coloratum. Oportet
autem quod color moveat diaphanum in actu, puta aerem vel
aliquid huiusmodi, et ab hoc moveatur sensitivum, idest organum
visus, sicut a corpore sibi continúate. Corpora enim non se
inmutant nisi se tangant” .

Impugnando de nuevo a uno de sus predecesores, dice, por


eso, a continuación: “ No se expresa bien, en efecto, Demócrito,
al suponer que si el [espacio] intermedio se volviera vacío, se
vería claramente hasta una hormiga que estuviera en el cielo”
{D e anima 419 a 1 5-17). “ Demócrito explica las percepciones
de la vista como lo hace Empédocles, por la hipótesis de que
surgen emanaciones o flujos de las cosas visibles, emanaciones
que conservan las formas de las cosas. Tales imágenes son
reflejadas en el ojo y de allí son difundidas a través de todo
el cuerpo. A sí surge la visión. Pero, como el espacio entre los
objetos y nuestros ojos está lleno de aire, las imágenes que
brotan de las cosas no pueden llegar por sí mismas a nuestros
ojos; lo que lo hace es el aire que es movido por las imágenes
tal como fluyen y recibe una impresión de las mismas. Por eso,
la claridad de la percepción decrece con la distancia, la imagen
resulta borrosa, y, como al mismo tiempo salen emanaciones
de nuestros ojos, la imagen del objeto es también modificada
por éstas” , explica Hicks. En D e sensu 438 a 5-6, Aristóteles
impugna también a Demócrito en cuanto éste sostiene que la
visión no es otra cosa sino el reflejo de un objeto, aunque aprueba
sus ideas sobre la composición del ojo (C fr. Theophr. D e sensu
5 0 ). Por otra parte — continúa Hicks— , “ si el aire que de hecho
llena el espacio intermedio entre el ojo y el objeto visible fuera
eliminado, se produciría una mayor claridad de percepción,
porque las emanaciones de los objetos no serían obstruidas en
su curso sino que llegarían directamente al ojo” . Según Demó-
I.A TliOlUA ARISTOTELICA DE LA VISION 61

niltt, HIjim ('hIhu sujetas a desintegración o distorsión desde que


imrlcii do la superficie del objeto visible hasta llegar al ojo.
l'iTo -dice Aristóteles— es imposible ver una hormiga en el
iTi'lo aun con el espacio vacío, “ porque la visión surge [sólo]
tTiaiido la [facultad] sensitiva recibe cierta influencia” {De
fuiivia d lí) a 17-18). Ahora bien, por una parte, “ resulta impo­
si lile (lue [reciba tal influencia] directamente del color visto”
(J)<; anima 419 a 1 8-19), dada la enorme distancia que separa
al ojo del objeto. Por exclusión, hay que inferir entonces que la
recibe de lo que está entre el mismo ojo y el objeto, “ de manera
(lue viene a ser necesario que exista algo intermedio” {De anima
419 a 1 9-20). Pero si este algo intermedio “ se tornara vacío,
no solamente [no se vería] distintamente sino que no se vería
nada en absoluto” {D e anima 419 a 20-21) (C fr. Beare, op. cit.,
pp. 25-27)

La facultad sensitiva y el sensorio (o sea, el ojo) no fun­


cionan sino gracias a un objeto externo, capaz de actualizar
su potencia. Pero la acción de dicho objeto, esto es, del color,
no puede ejercerse directamente sobre ellos (C fr. 419 a 12-13).
Luego, nunca podrán llegar a actualizarse y nunca se producirá
la visión, si no hay un término medio adecuado. Pero suponer
que dicho término medio, que es lo transparente, se vacía, equi­
vale a suponer que deja de existir, porque el vacío propiamente
dicho, esto es, el vacío absoluto, viene a ser, para Aristóteles,
lo mismo que la nada, y la nada no existe. Tal razonamiento
carecería ciertamente de valor para Demócrito, quien, como los
pitagóricos, asigna al vacío una positiva existencia, puesto que
sin ella no podría explicar el movimiento de los átomos. “ La po­
lémica de Aristóteles contra el vacío — dice Geymonat— - es uno
de los goznes de su física y pone de relieve el carácter decidida­
mente anti-democríteo de toda la concepción aristotélica” {Storia
del pensiero filosofico e scientifico - 1973 - I. p. 2 7 4 -5 ).

De esta manera queda explicado, según el propio Aristóteles,


“ por qué causa es preciso que el color sea visto en la luz” {De
anima 419 a 2 1 -2 3 ). Esto no obstante — añade— “ el fuego se ve
en ambos casos, tanto en la oscuridad como en la luz, y por
necesidad” {D e anima 419 a 2 3 -2 4 ). La razón de tal hecho está
en que “ lo transparente se torna transparente por la acción del
62 ANGEL J . CAPPELLETTI

mismo fuego” {D e anima 419 a 2 4 -2 5 ). El fuego constituye, en


opinión de Hicks, la tercera clase de objetos visibles. (Recuér­
dese que la primera está formada por el color, que se ve en la
luz, y la segunda por las cosas fosforescentes, que se perciben
en la oscuridad). Filopón, citado por el mismo Hicks, añade
que el sol form a la cuarta clase, en cuanto es fuente de la luz
diurna. El sol — dice— y los colores, no pueden ser vistos en
la oscuridad, pero por razones diferentes: éstos no pueden ser
vistos sin la luz del día, aquél no puede serlo en la oscuridad,
porque dondequiera que él se halla presente no hay oscuridad
y dondequiera que hay oscuridad él no está presente.

E l mismo razonamiento que acaba de desarrollar a propó­


sito de la vista vale también respecto del sonido y del olor:
“ ninguno de ellos, en efecto, produce la sensación tocando el
sensorio, sino que por el olor y el sonido es movido el cuerpo
intermedio y por éste el sensorio respectivo” (D e anima a 2 5 -2 8 ).
Y , reiterando una idea en otros lugares expresada {D e anima
419 a 11-13; 423 b 21-22, etc.), añade: “ Si alguien colocara sobre
el sensorio mismo el objeto sonante u odorífero, no se producirá
sensación alguna” {D e anima 419 a 2 8 -3 0 ). Aristóteles pasa así,
por analogía, de la vista al oído y el olfato. Ellos, como la vista,
no funcionan sin un cuerpo intermedio. Sus respectivos objetos,
el sonido y el olor, mueven al respectivo cuerpo intermedio, que
los comentadores, desde Teofrasto, llaman StrixÉt; en el caso
del sonido, y 5i,ócr¡jiov en el del olor. Y cada cuerpo intermedio
mueve, a su vez, al respectivo sensorio, de tal manera que si el
objeto sensible (sonante, odorífero) fuera puesto en inmediato
contacto con el sensorio (oído, nariz), la sensación no se pro­
duciría.

“ En cuanto al tacto y al gusto — añade— sucede algo seme­


jante, pero no lo parece. Mas por qué causa [esto es a sí], se
hará más claro más adelante” {D e anima 419 a 3 0-31 ).

A primera vista parece que el tacto y el gusto no requieren


un cuerpo intermedio entre el objeto sensible y el sensorio.
Pero, como lo demuestra en los capítulos 10 y 11 de este mismo
libro II del D e anima, también ellos lo tienen, pues allí la misma
carne hace las veces de cuerpo intermedio, ya que los órganos
de dichos sentidos se hallan situados en el interior del cuerpo
I.A ■l'UOIIIA ARISTOTELICA DE LA VISION 63

V mi (‘Il ,411 Hiiiiorficie. “ Aristóteles da en 422 b 34 y 423 a 13


In ITI/,mi |)oi- la cual la necesidad de un medio para el tacto y el
jriinlo no l'esulta obvia, y en 423 b 1-26 arguye que el medio
I'.", de liocho la carne, ya que los órganos de estos sentidos están
ubicados en el interior del cuerpo y no en la superficie, como
cii los casos de la vista, el oído y el olfato” , explica Ross.
“ El cuerpo intermedio de los sonidos es el aire; el del olor
algo que carece de nombre” {De anima 419 a 3 2 ). El cuerpo
intermedio del sonido puede ser también el agua (C fr. 419 b 1 8),
pero Aristóteles no la menciona aquí porque, como conjetura
Siwek, al querer demostrar, contra Demócrito, la necesidad del
cuerpo intermedio, elige el principal y el más frecuente que es,
sin duda, el aire. Lo mismo cabe decir del olor, que es percep­
tible tanto en el aire como en el agua. El medio en que el olor
se percibe no tiene nombre propio (òo-ppi; S’ ávwvupov), a dife­
rencia de lo que sucede con el color. Sin embargo, los antiguos
comentadores (C fr. Temistio 1 1 5 ,2 ), le daban, según antes di­
jimos, el nombre de Sió(rp,ov.

“ Hay, en efecto una propiedad común al aire y al agua que,


siendo inmanente a ambos, está con el objeto odorífero en la
misma relación que lo transparente con el color” {D e anima
419 a 3 2 -3 5 ). Aristóteles sostiene aquí que hay una afección o
propiedad (Ti:á0O(;) común al aire y al agua. Más arriba (418 b 8 ),
sin embargo, ha hablado, como recuerda Hicks, de una natura­
leza ( ^ úo-k;) común, y lo mismo en D e sensu 439 a 23, donde
“ naturaleza” {(¡¡vffii;) aparece equiparada a “ fuerza” (Súvapit;).
También afirma que el término medio del olfato es ya el aire,
ya el agua, pero, como hace notar Ross, “ el problema del ele­
mento o de los elementos a los que el olfato es inherente es dis­
tinto y a él alude en 424 b 17-18” .

“ Parece, en efecto, que entre los animales también los acuá­


ticos poseen el sentido del olfato. Pero el hombre y entre los
[animales] terrestres todos los que respiran no pueden oler sin
respirar. La causa de esto, sin embargo, más tarde se explicará”
{D e anima 419 a 3 5 - b 3). Para demostrar que tanto el aire
como el agua constituyen el término medio adecuado del olfato
recuerda que de este sentido están dotados tanto los animales
acuáticos como los terrestres, aunque entre estos últimos sólo
64 ANGEL J . CAPPELLETTI

los que son capaces de respirar. La causa de esto aparece expli­


cada en 421 b 13-422 a 6. Santo Tomás glosa: “ Quod animaba
aquatica habent sensum odoris: ex quo manifestum est quod
moventur ab odore. Homo autem et animaba gressibiba et
respirantia, non odorant nisi respirando. E t sic manifestum
est quod aer est medium in odoratu” .

El color viene a constituir, para Aristóteles, un género,


cuyas especies son los diferentes colores. “ Es una cualidad — ex­
plica Beare (op. cit., p. 6 1 )— y, por consiguiente, no tiene exis­
tencia alguna aparte del substratum del cual puede ser llamado
«afección» (7iá0o<;)” . Y añade: “ Regularmente, Aristóteles apli­
caría el término genérico Tioioir\c, al color permanente, mientras
al transitorio (como al colorado del sonrojo) le dará el nombre
de TtáGoi; o TcaGiQTtxTi TtoLoxpi;” .

En el D e sensu (442 b 20-29) dice que hay siete clases o es­


pecies de colores (así como de sabores). Estas especies de colores
son: el blanco, el negro, el amarillo, el púrpura, el violeta, el verde
y el azul.

Sin embargo, si el amarillo se redujera al blanco, así como


el gris al negro, sólo tendríamos seis especies. Si, por el con­
trario, ni siquiera el gris fuera incluido en el negro, habría ocho.

El color, en cuanto objeto propio de la vista, y como todo


objeto propio, es además un género limitado por dos contrarios,
que son sus extremos. “ Fuera de esos extremos contrarios — dice
el mismo Beare— no hay color alguno. Dentro de ellos, las es­
pecies se encuentran limitadas por los mismos como fronteras
y no podemos, dividiendo y subdividiendo la escala entre esos
extremos fijos, lograr un número infinito de colores” .

En cuanto al problema de la aparición de los colores a partir


del blanco y el negro, que son los polos de la escala cromática
y, por eso, los colores fundamentales, Aristóteles examina en
De sensu 439 b 18 sgs., tres hipótesis hasta ese momento formu­
ladas: 1’ la de la yuxtaposición (439 b 20-440 a 6 ), 2? la de la
superposición (440 a 6 -1 5 ), y 3'? la de los efluvios (440 a 15-20).
A continuación las refuta (440 a 2 0 -3 1 ), y luego 4’ ) expone su
propia teoría, que puede denominarse de la mezcla perfecta o, si
se quiere, de la mezcla química (440 a 31-b 2 5 ).
LA TEORIA ARISTOTELICA DE LA VISION
65

Soífún líi teoría de la yuxtaposición, los diversos colores se


orÍK¡imn cuando partículas mínimas del blanco y el negro se co­
locan unas junto a otras, de tal manera que ellas mismas, como
tales, resultan invisibles, y lo único que se puede percibir es el
color que es producto o resultante de la yuxtaposición. Dicho
color no será, naturalmente, ni el blanco ni el negro sino una
especie diferente. La diversidad de los colores se explica por
las diversas proporciones en que el blanco y el negro integran
la yuxtaposición, tales como 3:2, 3:4, etc. (C fr. Theoph. D e sensu
1 2 ,5 9 ). Aristóteles establece, aquí, como en otros muchos pa­
sajes del D e sensu y el De anima, una analogía entre los objetos
de uno y otro sentido y afirma que la relación que media entre
los colores es semejante a la que existe entre los sonidos. De tal
modo, los colores que se originan según una proporción matemá­
tica bien definida, que resulta fácilmente inteligible y repre­
sentable, son los que producen mayor placer a la vista. Tal es,
por ejemplo, el caso del púrpura, color al cual alude el escrito
peripatético D e coloribus (792 a ). Algo muy parecido pasa con
los acordes musicales. Y así como son gratas al oído la octava
(2 :1 ), la quinta (3 :2 ) y la cuarta (4 :3 ), también lo son a la vista
los colores que resultan de la mismas proporciones (2 :1 ; 3 :2; 4 :3 ).

No siempre los sonidos se unen de acuerdo con estas propor­


ciones, lo cual explica el hecho de que en su mayor parte no
constituyan acordes. De la misma manera, no siempre los colores
básicos (blanco y negro) se yuxtaponen según una precisa y
exacta relación cuantitativa, y por eso no todos los colores re­
sultan agradables a la vista.

El texto del D e sensu dice: “ Puede pensarse, en efecto, que


el blanco y el negro son puestos el uno junto al otro, de tal
modo que cada uno de ellos resulta invisible por su pequeñez,
pero lo que surge de ambos es visible y de esta manera nacen
[los colores]. Pues esto no aparece como blanco ni como negro.
Pero, puesto que resulta necesario que tenga algún color y no
puede tener ninguno de esos dos, es preciso que sea algo mixto
y una forma diferente de color. Es posible explicar así la exis­
tencia de muchos colores además del blanco y el negro, y que
son muchos según la proporción, pues [los colores básicos] pue­
den yuxtaponerse [en la relación de] tres a dos, de tres a cuatro
66 ANGEL J. cappelletti

y según otras relaciones o, en general, según ninguna proporción


[definida] o según el exceso o el defecto [de un color básico
frente al otro], que no son conmensurables. Y en estas cosas
sucede lo mismo que en los acordes musicales. Pues los colores
[generados] según los números más fácilmente comprensibles,
igual que los acordes musicales, parecen ser los más agradables
de los colores, como, por ejemplo, el púrpura y el bermellón
y otros pocos semejantes [a éstos], [pocos] por la misma causa
por la cual también son pocos los acordes musicales. Pero los
demás colores no fse originan] según relaciones numéricas, o,
aun [puede pensarse que] todos ellos se originan según tales
relaciones, pero en unos ellas son ordenadas, en otros desorde­
nadas; y éstas últimas, cuando no son puras, lo deben al hecho
de carecer de proporciones numéricas” {D e sensu 439 b 19-440
a 6 ).

Cuando Aristóteles considera aquí al blanco y el negro como


colores fundamentales se apoya, muy probablemente, en la opi­
nión de varios predecesores y contemporáneos (C fr. Theophr.
D e sensu 13, 7 3 -7 5 ). Sin embargo, los filósofos que en épocas
anteriores habían tratado de explicar la sensación de un modo
mecánico, recurriendo a la idea de flujo, como Demócrito y Em -
pédocles, sostuvieron la teoría del cuádruple color fundamental:
blanco, negro, rojo y amarillo, que, en el caso del segundo de
los mencionados filósofos, parecen corresponder a la existencia
de cuatro elementos (blanco = agua; negro= tierra; rojo = fuego;
a m a rillo s aire) (C fr. Aét. I 15, 3 ).

La teoría de la yuxtaposición supone la divisiblidad de los


colores hasta más allá de los límites de la percepción óptica
y supone que una mera variación mecánica o espacial, como
es la adición de un mínimo de color a otro mínimo, produce
una variación cualitativa.

El color es así un “ mixto” (p,i>cTÓv) y no algo “ simple”


(otTcXoüv), pero el mixto resultante de la yuxtaposición no es, como
advierte Siwek, un mixto “ simpliciter” , sino “ una cierta especie
de m ixto” (¡ xix tó v t i ) . La diversidad de los colores surge de las
diversas proporciones de los integrantes del compuesto o mixto.
Lo que define, pues, la esencia de un color es su proporción,
entendiendo por tal la relación cuantitativa que existe entre sus
LA TEORIA ARISTOTELICA DE LA VISION 67

roiiiiHmentes. Esta relación puede ser numéricamente definible


o, dicho más brevemente, conmensurable (y en tal caso hay
‘‘ima razón” o un Xoyói; propiamente dicho) o puede caracteri­
zarse por un más o un menos que no son definibles mediante un
número y resultan así inconmensurables (oca-úp.q.ETpo¡;). El placer
sensible que un color produce en quien lo ve se explica, de
acuerdo con esta teoría, porque lo cuantitativo precede a lo cuali­
tativo. Lo mismo sucede con el placer intelectual que una relación
numérica fácilmente captable produce en quien la entiende.
Y algo muy semejante pasa en el orden del oído y de los sonidos.
“ La armonía más agradable — indica Tricot— es la de la octava,
porque sus términos son los números enteros 1 y 2 ó 4 y 2,
cuya división se realiza sin residuo” . Y hay que notar, con el
mismo comentador, que en general la unidad es considerada
siempre como segundo término de la relación y que, en un
acorde, el primer término debe ser siempre un número entero
(tal como sucede en la octava) o, en todo caso, un número
n -f 1
----------- (ÉTaqópiov), como pasa en la cuarta y en la quinta.
n
También podría acontecer — y tendríamos así, según dice
Beare, una sub-hipótesis— que en todos los colores hubiera
una relación numérica definida, pero que en unos tal relación
tuviera una estructura fácilmente captable y recordable por su
regularidad (éstos serían los colores agradables a la vista) y en
otros la estructura fuera irregular y difícil de retener (y estos
colores serían poco agradables al ojo). Un ejemplo de la pri­
mera estructura sería — de acuerdo con Tricot— 3 :1; 3 :1; 3:1
un ejemplo de la segunda, 2 :1 ; 4 :1 ; 3:1. (C fr. Beare, op. cit.,
pp. 7 0 -7 1 ).

La segunda hipótesis expuesta es la de la superposición,


la cual explica el surgimiento de los diferentes colores como
una modificación que aparece en el color blanco cuando a éste
se lo contempla a través del negro o viceversa. El resultado
que se obtiene al mirar un color a través de otro es análogo
al que se produce cuando un pintor recubre un color con otro
más claro, a fin de representar, verbigracia, una cosa sumer­
gida en el agua. En realidad, esta hipótesis explica la aparición
de los colores de una manera semejante a la anterior, puesto
68 ANGEL J. CAPPELLETTI

que en todos los casos cabe suponer una relación numérica


exacta o una carencia de la misma entre el color que constituye
el fondo y el que hace de tamiz (C fr. Alex. 55, 2 3 ).

A sí se expresa el D e sensu: “ Un segundo modo [se da]


cuando un color aparece a través de otro, de acuerdo a lo que
hacen a veces los pintores al sumergir un color en otro más
claro, como cuando quieren hacer aparecer algo como inmerso
en el agua o en el aire y de acuerdo al modo en que el sol,
que de por sí aparece como blanco, [se muestra como] rojizo
a través de la niebla y el humo. También de este modo apare­
cerán muchos colores de la misma manera que en la teoría
anterior, ya que entre los colores de la superficie y los de la
profundidad puede haber una relación definida, y los otros
pueden carecer en absoluto de toda relación definida” {D e sensu
440 a 7 -1 5 ).

Esta hipótesis tiene la ventaja de evitar el difícil escollo


de los colores infinitamente pequeños o, por lo menos, de los
colores que traspasan el límite de la visibilidad (C fr. Alex.
5 5 ,1 5 sgs.). La comparación tom.ada de la técnica pictórica nos
revela a un Aristóteles tan interesado por la observación del
arte como por la de la naturaleza. A l fenómeno óptico que se
produce en el sol cubierto por la niebla se refiere ciertamente
en varios pasajes de sus Meteorológica (374 a 7-8 ; 377 b 19-20;
373 b 13, etc.). (C fr. Beare, op. cit., pp. 7 2-73 ).

A estas dos hipótesis defendidas por algunos de sus prede­


cesores añade luego el estagirita, de un modo casi incidental,
una tercera, que puede denominarse de los efluvios. Esta es la
hipótesis de Demócrito y de los atomistas, quienes reducen toda
sensación y, por tanto, también la de la vista, a un contacto
entre objeto sensible y sensorio, esto es, a una sensación táctil.
Por otra parte, ya hicimos notar que Demócrito no parte,
como Aristóteles, de dos colores básicos, sino de cuatro (Cfr.
Beare, op. cit., p. 7 7 ). Pero, según Aristóteles, aquel contacto
no se da nunca, porque el objeto visible no llega, como tal
objeto, hasta el ojo sino a través de un medio transparente.
Por tanto, hay que rechazar también esta teoría de la visión
y asimismo la teoría de los colores que con ella se conecta,
según la cual aquéllos aparecen como una mera modificación
LA TI'.ORIA A lllST O T l'.I.ICA lili LA V IM O N

HiiI)jotiva, después que se ha producido el contacto entre los


efluvios provenientes de la cosa y el sensorio.

El texto del D e sensu expresa: “ El decir, por consiguiente,


como los antiguos, que el color es un efluvio y que el ver surge
])or esta causa, es algo absurdo, pues para ellos era necesario
explicar la sensación de todas las cosas por el tacto. En esc
caso, es mejor decir en seguida que la sensación se produce por
el movimiento por el cual se mueve el término medio gracias
al objeto sensible, o sea, por contacto y no por efluvios” (De
sensu 440 a 15-20).

Según algunos comentadores este pasaje no se halla aquí


en su lugar natural y no mantiene una vinculación estricta con
la exposición anterior, por lo cual Ross, por ejemplo, propone
trasladarlo a 438 a 5. Pero, sin necesidad de querer justificar
a toda costa el orden lógico de la argumentación en el texto
aristotélico, como hacen Santo Tomás y los escolásticos en ge­
neral, bien puede aceptarse la conexión que Beare (citado por
Tricot) propone: “ Presentar una teoría de los colores que dejo
de lado todas las explicaciones precedentes y decir con los an­
tiguos filósofos que. . . etc.” . Lo que Aristóteles quiere aclarar
es que, una teoría como ésta de los efluvios, no resulta, en defi­
nitiva, distinta de la teoría del contacto directo entre objeto
y sensorio, teoría que, en el caso de la visión por lo menos,
se ha demostrado falsa. Pero, si la teoría de los colores depende
de una teoría de la visión que es falsa, será también ella misma
falsa.

Por otra parte, también las dos primeras teorías merecen


graves objeciones de parte de Aristóteles. La primera, que
hemos llamado de la yuxtaposición, implica la existencia de mag­
nitudes y de lapsos que están más allá de la capacidad percep­
tiva de la vista. Si no fuera así, ¿ cómo explicar, en dicha teoría,
el hecho de que pase para nosotros desapercibida la aparición
sucesiva de los movimientos y que éstos nos produzcan la sen­
sación de unidad y simultaneidad? La idea de un tiempo imper­
ceptible resulta, para Aristóteles, contradictoria, ya que el
tiempo, como medida del movimiento, es un continuo y no se
lo puede pensar bajo la forma de una suma de átomos de
duración.
70 ANGEL J. CAPPELLETTI

La segunda teoría, que denominamos de la superposición,


no es susceptible de la misma crítica, porque no implica la exis­
tencia de tiempos y cantidades imperceptibles. El color a través
del cual se percibe el otro genera en el medio diáfano diferentes
movimientos, de acuerdo a sus propios movimientos o a su
quietud. Aquéllos corresponden a la generación de los diferentes
colores intermedios. Ahora bien, si no hay magnitud alguna
que esté más allá de la capacidad de la vista, si todo objeto
puede ser visto desde una distancia dada y si es posible que
el sujeto vea desde lejos un solo color, con esto se habrá produ­
cido ya para él la mezcla (aunque desde cerca siga viendo dos
colores). Dicho de otra manera: si toda magnitud es visible
desde una distancia determinada, los estímulos recibidos por
el sensorio de parte del color de fondo y del color tamiz, hacen
que realmente vea algo uniforme y, en tal sentido, puede hablarse
ya de una mezcla de colores. Pero ésta no será, según Aristó­
teles, una “ mezcla” (p,í^i,<;) propiamente dicha, porque, para
que lo sea, el compuesto tiene que estar en la misma especie
que sus elementos y dar lugar a cualidades nuevas, distintas
de las de los elementos. Tricot resume todo esto diciendo:
“ La teoría de la superposición, sostiene Aristóteles, acaba por
admitir la existencia de un matiz común, en cierta manera
neutro, pero que no es un verdadero color. La teoría de la yuxta­
posición, por su parte, llega al mismo resultado, que no es más
satisfactorio, si uno se sitúa a una distancia suficiente como
para que las partículas de negro y de blanco pierdan su indivi­
dualidad. En ninguna de las dos teorías se encuentra uno en
presencia de un verdadero color intermedio” .

He aquí el pasaje del D e sensu en que se critican ambas


teorías: “ En la [teoría] de las partes yuxtapuestas, así como
es preciso admitir una magnitud invisible, también [debe acep­
tarse] un tiempo no perceptible, para que los movimientos que
de ellos nos llegan permanezcan ocultos y parezcan ser una sola
cosa por el hecho de aparecer al mismo tiempo. En la otra
[teoría] no hay ninguna necesidad de tal cosa, pero el color
superficial, al estar inmóvil o al ser movido por el color subya­
cente no produce el mismo movimiento. Por eso, también
aparece como diferente y no es ni blanco ni negro. De manera
que si ninguna magnitud puede ser invisible sino que cualquiera
LA TEORIA ARISTOTELICA DE LA VISION 71

puedo verse desde determinada distancia, habrá ya entonces


iiiin cierta mezcla. Y aun allá [en la primera teoría] nada
impide que a quienes están lejos se les aparezca un cierto color
común, pues no hay ningún color invisible, según se ha de exa­
minar en lo que sigue” {D e sensu 440 a 2 0-31 ).

Después de analizar y criticar así las teorías de los demás


filósofos sobre los colores, expone Aristóteles la suya. Si se da
una mezcla perfecta y no solamente una yuxtaposición de partí­
culas que escapan a la vista por su pequeñez; si realmente
existe una mezcla o combinación completa, de acuerdo a lo que
se dice en D e generatione et corruptione X ; si hay una mezcla
en el sentido más cabal del término, que no sea equivalente
a una simple confusión de las partículas ni surja de la pura
impotencia de la vista para diferenciar los colores integrantes,
no se tratará de una mezcla de cosas divisibles en partes mínimas,
como el individuo hombre dentro de la especie hombre, sino
de cosas que no pueden dividirse hasta llegar a partes mínimas.
Si se juntan partes mínimas de diversos todos, se logra una
muchedumbre pero no una auténtica mezcla, ya que un hombre
no se puede mezclar con un caballo. Sólo tendremos una mezcla
perfecta al utilizar objetos que no pueden ser divididos hasta
llegar a partes mínimas o indivisibles, lo cual equivale a decir
que no son susceptibles de división hasta el punto de dar con
individuos. Ahora bien, esto es justamente lo que sucede con
los colores, puesto que su variedad proviene de la intrínseca
posibilidad de que goza cada uno de ellos (en cuanto no se lo
puede dividir hasta llegar a partes mínimas o individuos) de
mezclarse con todos los otros colores. Este es el motivo por el
cual el color compuesto no parece único visto desde lejos y múl­
tiple visto desde cerca, sino que aparece como un solo color
desde donde quiera que se lo contemple (C fr. Beare, op. cit.,
pp. 7 3 -7 4 ).

Las diversas proporciones en que se mezclan el blanco y el


negro explican la existencia de los diferentes colores. A veces
las mezclas perfectas se realizan según proporciones determi­
nadas, esto es, según números conmensurables; otras veces según
la simple sobreabundancia de un color respecto a otro y según
números no-conmensurables. Desde este punto de vista, el esta-
72 ANC;i'.l, J, CAIW .U.UTTI

KÍi’il.11 Mo Ho ¡ipíU'tii siquiera de las teorías de la yuxtaposición


y de la superposición que antes ha criticado.
lio acpií el texto del D e sensu: “ Pero [supongamos que]
Imy una mezcla de cuerpos no sólo según este modo que algunos
crcíMi, ])or mera yuxtaposición de partículas mínimas inaccesibles
[Mira nosotros por medio de la sensación, sino de un modo abso­
luto y total, conforme se ha dicho acerca de todas las cosas,
universalmente, en el tratado Sobre la mezcla. De aquel modo,
en efecto, sólo pueden mezclarse las cosas que es posible dividir
basta sus partes mínimas, como los hombres, los caballos o las
semillas; pues en la clase de los hombres el hombre es la parte
mínima: y en la de los caballos, el caballo; de manera que, al
poner a estas cosas una junto a la otra, se tiene una muche­
dumbre de una y otra clase, pues no decimos que un hombre
so mezcla con un caballo. Mas las cosas que no se dividen hasta
un mínimo no pueden dar lugar a una mezcla de este tipo sino
que se mezclan completamente. Ellas son también las que por
naturaleza más se mezclan. De qué manera es posible que esto
suceda se ha explicado antes, en el Sobre la mezcla. Pero es
evidente que al mezclarse [los cuerpos] también los colores por
necesidad se mezclan y que ésta es la causa principal de que
existan muchos colores y no la superposición o la yuxtaposición
[do los colores básicos]. En efecto, el color de las mezclas no
parece uno desde cerca y desde lejos no, sino que [parece tal]
desde todas partes. Habrá muchos colores porque [los básicos]
son susceptibles de mezclarse entre sí de acuerdo con muchas
jiroporciones, ya según un número definido, ya solamente según
el exceso [de un color sobre el otro]. Y las demás cosas que
sobre la yuxtaposición o superposición de los colores se han
establecido, pueden del mismo modo decirse también sobre la
mezcla [de los m ism os]. Por qué causa las clases de colores
son limitadas y no infinitas, como también las de sabores y so­
nidos, más adelante lo investigaremos” (D e sensu 440 a 31-b 2 5 ).
En definitiva, los colores surgen, para Aristóteles, por la
mezcla perfecta del blanco y el negro, cuya divisibilidad, como
la de todos los colores, es potencialmente indefinida. Tal mezcla
lierfecta genera un color nuevo, específicamente distinto de los
colores mezclados (componentes). La teoría de la yuxtaposición,
al sui)oner la existencia de átomos o individuos de color, no
LA TI'.OHIA MilMOTI'XICA DE LA VISION 73
|Hi(>(l(! explicar el surginii(>iito de un color nuevo, pues de la
mima do individuos diversos sólo puede nacer un “ unum per
uceidens” . La teoría de la superposición, por su parte, sólo puede
(lar razón del surgimiento de los diversos colores apelando a una
especie de ilusión óptica, lo cual no puede considerarse como
satisfactorio, ya que el color es algo totalmente objetivo y normal.
(Sobre los colores en Aristóteles y en el Liceo, véase la edición
de Prantl del pseudo-aristotélico tratado D e coloribus).
V
Después de haber analizado la doctrina de Aristóteles acerca
de los colores, esto es, acerca del objeto propio de la vista, es
necesario examinar lo que piensa acerca del respectivo sensorio,
esto es, acerca del ojo. De esto se ocupa principalmente en
De sensu 2.
Cada sentido está dotado de un sensorio u órgano sensorial,
por medio del cual se produce la sensación, cuyo verdadero
sujeto es, sin embargo, el alma. A fin de dar cuenta de la
materia y la estructura de dichos órganos sensoriales, ciertos filó­
sofos recurren a una correspondencia con los cuatro elementos.
Esta explicación tiene, para el estagirita, la dificultad inicial
de que los elementos son cuatro y los sentidos cinco, por lo
cual mal podría haber una correspondencia entre ambas series.
La teoría de los cuatro elementos, aunque se venía gestando
desde la escuela de Mileto y quizás fue insinuada ya por alguno
de los primeros pitagóricos, tuvo su formulación plena con
Empédocles (y no dejó de tener vigencia hasta fines del siglo
X V III, gracias a Lavoisier y al nacimiento de la química cientí­
fica). Sin embargo, el ensayo de vincular los órganos sensoriales
con los elementos no puede atribuirse al propio Empédocles,
pues, como advierte Siwek, aunque éste relaciona el olfato con
el aire, no llega a establecer ninguna correspondencia para el
gusto y el tacto. Por tal razón, Alejandro de Afrodisia inter­
preta este pasaje como una alusión a la dificultad con que
tropieza Platón para atribuir un elemento cualquiera al olfato
(C f. Tim. 66 D -E ).
Dice el D e sensu: “ En efecto, acerca de la facultad que
cada uno de los sentidos tiene, antes se ha hablado. En lo con­
cerniente a los sensorios, partes del cuerpo donde por naturaleza
residen los sentidos, algunos los investigan con los elementos
de la materia. Pero, al no poder acomodar fácilmente con los
78 ANGEL J. cappelletti

cuatro elementos los sentidos, que son cinco, quedan dudosos


respecto al quinto” {D e sensu 437 a 1 8-22).
Todos los filósofos de la naturaleza están de acuerdo, según
Aristóteles, en considerar al ojo como formado por fuego. Sin
embargo, tal opinión tiene su fundamento, para él, en la falta
de observación de ciertos hechos: si apretamos el ojo, aun cuando
nos encontremos en tinieblas o tengamos los párpados bajos,
veremos brillar un fuego. Este argumento proviene, según Teo-
frasto {D e sensu 2 6 ), del médico y filósofo Alcmeón de Crotona,
lo cual resulta muy acorde con el método, que casi podría lla­
marse experimental, utilizado por él mismo: sabemos, en efecto,
que empleó la balanza para demostrar que el esperma no tiene
su origen en la médula espinal. Es preciso notar, sin embargo,
que el fenómeno mencionado aquí por el estagirita se produce
aunque no se ejerza sobre el ojo presión alguna, cuando se lo
mueve de una dirección a otra en la oscuridad, como la ha hecho
notar Beare. De tal fenómeno infiere la mayoría que el ojo
está formado por fuego: “ Todos hacen a la vísta de fuego, por
ignorar la causa de cierta afección: en efecto, al ser el ojo
apretado y movido parece brillar un fuego; esto sucede natu­
ralmente en las tinieblas o mientras los párpados están bajos,
pues también en este caso se producen las tinieblas” {D e sensu
437 a 2 2 -2 6 ).
Pero esta teoría ígnea del ojo no deja de presentar algunas
dificultades. Aristóteles opone una objeción y se apresta a soste­
nerla. Si el ojo estuviera constituido por fuego sería preciso
que se viera a sí mismo y que el sujeto tuviera conciencia de
ello (puesto que quien percibe un objeto no puede dejar de adver­
tirlo) no sólo cuando es oprimido y movido sino también cuando
está inmóvil. “ El argumento es claro — dice Tricot— : el ojo
debe verse siempre a sí mismo y no sólo cuando se lo oprime,
puesto que está siempre en ejercicio y está compuesto de fuego” .
Las causas de este hecho y también, por consiguiente, de la
opinión según la cual el ojo es ígneo — ^opina Aristóteles— deben
buscarse en un fenómeno ya antes observado: los objetos lisos
brillan en la oscuridad por su propia condición de tales, aunque
no producen luz (Cfr. D e anima 419 a 1 -6 ). Mas el iris (el negro
del ojo) es algo enteramente liso y, en cuanto tal, brilla por sí
mismo en la oscuridad. Sin embargo, eso no pasa sino cuando
LA TEORIA ARISTOTELICA DE LA VISION 79

liny algún movimiento del ojo, pues sólo entonces un objeto


único se transforma de algún modo en dos (C fr. Beare, oj>. cit.,
pp. 8 2-83).
La velocidad hace que sensorio y sensible aparezcan como
distintos; por eso el aludido fenómeno sólo se da cuando existe
un movimiento rápido del ojo en la oscuridad (ya que, como
se dijo antes, los cuerpos lisos brillan en la oscuridad). Si el ojo
se mueve con lentitud, no se produce este singular fenómeno
de que una misma cosa se presente a la vez como única y como
doble. Cuando dicho fenómeno se da, el ojo se contempla a sí
mismo como si se mirase en un espejo o en el agua.

Según el estagirita, por consiguiente, el negro del ojo es


un cuerpo liso que brilla en la oscuridad, y tal brillo es captado
por el ojo mismo cuando hay un movimiento bastante veloz.
En ese caso, lo que de por sí constituye una unidad, es decir,
el ojo y su brillo, se desdobla, y el primero se pone frente al
segundo.
El texto del D e sensu reza así: “ Pero esto presenta también
otra dificultad. Si, en efecto, es imposible que a quien siente
y ve un objeto visible se le oculte este hecho, resulta necesario
que el ojo se vea a sí mismo. ¿Por qué, pues, no sucede esto
cuando está en reposo? La causa de ello, de la dificultad y de
que el fuego parezca constituir la vista, debe hallarse en lo
siguiente. Los cuerpos lisos brillan por naturaleza en la oscu­
ridad, sin producir, no obstante, luz. Pero la parte del ojo que
se llama “ el negro” y “ el centro” se presenta como lisa. Esto
se pone de manifiesto al moverse el ojo, porque en ese caso sucede
que lo uno llega a ser como dos. Esto lo origina la velocidad
del movimiento, de manera que lo que ve y lo que es visto
parecen ser diferentes. Por lo cual tampoco se produce [el mo­
vimiento] si no tiene lugar con rapidez y en la oscuridad; lo
liso, en efecto, brilla por naturaleza en la oscuridad, como las
cabezas de ciertos peces y el jugo de la sepia, y al moverse
el ojo lentamente no sucede que al mismo tiempo parezcan ser
uno y dos lo visto y lo que ve. Allá el ojo se ve a sí mismo
como en un espejo” {De sensu 437 a 2 6 - b 1 0).

A decir verdad, el ojo no puede errar en cuanto a la cap­


tación del color, que es su sensible propio, y de la luz, que actúa-
80 ANGEL J. CAPPELLETTI

liza el color. E l error aparece, bajo la forma de una ilusión,


cuando el color o la luz se atribuyen a una cosa distinta de
aquella en que realmente se encuentran. Y esto es precisamente
lo que aquí sucede (C fr. Beare, op. cit., p. 9 0 ).

Siwek aduce a este propósito dos ejemplos: 1'’) la famosa


“ ilusión aristotélica” , que consiste en lo siguiente: cuando al­
guien, con los ojos cerrados, oprime una pequeña bola entre sus
dedos cruzados, cree estar tocando no una sino dos bolas; pero
no por eso hay un error en el tacto mismo; el error está en el
juicio que atribuye la sensación a dos objetos diferentes; 2’ ) la
ilusión del hombre que ve su propia imagen, caminando delante
de sí mismo con el rostro vuelto hacia él, lo cual se debe al hecho
de que, teniendo la vista muy débil, su visión se refleja, como
en un espejo, en el aire ambiente (M eteor. 373 b 3 -1 0 ). “ Este
fenómeno — añade el citado comentador— nos permite entender
cómo, según Aristóteles, el ojo puede verse a sí mismo. Cuando
por una fuerza exterior (el dedo) es trasladado rápidamente
desde su lugar propio hacia otro (no natural y oscuro), el brillo
que sale del ojo entonces, en la medida en que está en otro lugar,
es percibido por el ojo mismo. Y así ve éste algo de sí mismo”
(C fr. Beare, op. cit., p. 9 1 ).

Silvestre Mauro (118) explica el fenómeno diciendo que


“ cuando el ojo es com prim ido.. . a partir de un ojo se producen
«n cierto modo dos, de manera que el brillo emitido por una parte
del negro de la pupila llega a la otra” (cum oculus compri-
m it u r .. . ex uno oculo fiunt quodammodo duo, ita ut fulgor
emissus ab una parte pupillae nigrae perveniat ad aliam ).
Y ya antes, Alejandro de Afrodisia (19, 2 0 ), explicaba que A ris­
tóteles quiere significar aquí que el ojo “ ve una parte de sí
mismo como otro” .

Bien se puede decir entonces que se trata de algo parecido


a la reflexión. Debe tenerse presente, sin embargo, que, como
anota el mismo Siwek, ella no consiste “ en el hecho de que
el cuerpo luminoso, cuando en su movimiento progresivo cae
sobre una superficie lisa, empieza a retroceder hacia aquel
lugar del cual había salido (como creyeron Pitágoras, Empé-
docles y Platón), sino en el hecho de que el aire (al cual el
objeto visible imprimió su modificación), cuando cae sobre
LA TEORIA ARISTOTELICA DE LA VISION 81

iiim superficie lisa, se torna más compacto y uno, y, por eso


mismo, más capaz de transmitir su modificación hacia atrás,
hasta los ojos” . (N o se trata, como cree Beare (op. cit., p. 91,
n. 3 ), de que Aristóteles acepte aquí la teoría de la visión que
ha rechazado en el D e sensu).
Aristóteles rechaza la teoría de Empédocles y Platón sobre
la naturaleza ígnea del ojo y argumenta contra ella: “ Pues si
realmente [el ojo] fuera de fuego, como Empédocles dice y se
lee en el Timeo, y si el ver se produjera por el hecho de que
la luz sale [del ojo] como de una lámpara, ¿por qué no ha de
ver la vista también en la oscuridad? Decir que cuando sale
se extingue en la oscuridad, como dice el Timeo, es absoluta­
mente carente de sentido. ¿Qué es, en efecto, la extinción de la
luz? Se extinguen por la humedad y por el frío lo caliente
y lo seco, como se ve que sucede en el carbón con el fuego y la
llama; y en ninguno de aquéllos (lo caliente y lo seco) se aprecia
que esté presente la luz. Y si por casualidad estuviera presente,
pero se nos ocultara por su debilidad, parece que durante el día
y con la lluvia la luz se extinguiría y con el hielo principalmente
surgiría la oscuridad. Estas cosas, en efecto, les suceden a la
llama y a los cuerpos inflamados, mas aquí no pasa nada seme­
jante” (De sensu 437 b 10-23) (C fr. Beare, op. cit., pp.46-47;
8 3-84).
Si el ojo estuviera hecho verdaderamente de fuego, como
opinan Empédocles (frg. 84 Diels) y Platón (Tim. 45 b-c; 67 c;
68 b ), y si la visión se originara en el egreso de la luz del ojo,
de manera que éste funcionara como una linterna, ¿qué razón
habría para que el mismo no percibiera las cosas también en
la oscuridad? Afirm ar, como lo hace Platón en el Timeo (45 d
3 -7 ), que la luz proveniente del ojo se extingue en las tinieblas,
es algo completamente vacío, porque surge de una pura espe­
culación y no de un auténtico raciocinio físico, “ conforme al
método que conviene a la filosofía natural” , como anota Tricot.
Dicha explicación no considera el fenómeno de la extinción tal
como de hecho se produce en la naturaleza — dice Siwek— ,
porque allí vemos que se extinguen cosas calientes y secas,
como el fuego y la llama, a causa del agua y del frío, pero nunca
la luz en cuanto tal, que no es fuego ni llama; mientras, por
otro lado, la oscuridad misma no contiene en sí agua ni frío
82 ANGEL J. cappelletti

(C fr. A . E. Taylor, A Commentary on Plato’s Timaeus -


Oxford - 1972 - pp. 2 77 -2 8 2).
Imagiriemos, sin embargo, que en la luz se hallan presentes
el fuego y la llama, pero que a causa de su pequeñez o debilidad,
nuestros ojos son incapaces de percibirlos. En tal hipótesis,
de todas maneras, habría que admitir que cuando llueve o cae
granizo, debe producirse una total oscuridad; lo cual no es evi­
dentemente así.

Para Empédocles, la visión se da porque la luz sale del


ojo (frg. 84 D iels). “ El ojo está hecho esencialmente de un
fuego dulce, protegido por membranas, como una tela protege
en invierno la llama de la linterna. H ay adem.ás en el ojo
partículas de todos los elementos. El fuego está allí guardado
en una cavidad cerrada y la piel que lo protege está perforada
por poros muy finos, como, por lo demás, toda la piel” , dice
Eivaud, refiriéndose al filósofo de Agrigento {Histoire de la
philosophie I - París - 1938 - p. 7 0 ). El acto de ver es explicado
por Empédocles por medio de los efluvios que surgen del fuego
ocular (C fr. J. Bollack, Empédocle - París - 1969 - II - p. 136
sgs.).
De hecho, como dice Guthrie (H istory o f Greelc Philosophy -
Cambridge - 1969 - II - pp. 2 34 -2 3 5), entre los griegos se dieron
tres teorías de la visión: l'^) la de quienes consideran al ojo
como agente, es decir, como un foco que proyecta su fuego
interior sobre el objeto (pitagóricos); 2'>) la de quienes opinan
que el ojo recibe, de un modo más o menos pasivo, los efluvios
(tzuoppoíat) de los cuerpos (atom istas); y 3'*-) la de quienes opinan
que tanto el sensorio (ojo) como el objeto sensible (visible)
son igualmente activos, y que aquél emite rayos que se mezclan
con los emitidos por éste (Empédocles y Platón).

Aristóteles apoya la teoría de Demócrito y de los atomistas


según la cual el ojo está formado por agua y no por fuego.
Pero impugna, al mismo tiempo, su teoría de la visión, que
reduce a ésta a un mero reflejo de los cuerpos en el ojo.
La reflexión se origina — sostiene— sólo porque el ojo es un
objeto liso. (Por otra parte, para Aristóteles el sujeto propia­
mente dicho de la visión no es el ojo sino el alm a; lo cual supone,
como advierte Tricot, la visión de una persona que ve el fenó-
LA TEORIA ARISTOTELICA DE LA VISION 83

mono en cuestión). Pero la teoría general de la reflexión — anota


Aristóteles, como historiador de la ciencia— no se encontraba
todavía bien desarrollada. De todas maneras, parece raro — dice,
ahora como crítico— que a los atomistas y a Demócrito no se
les haya ocurrido plantearse la cuestión de por qué únicamente
ve el ojo y no todos los otros cuerpos lisos en los cuales se
reflejan las imágenes (síSoXa) de los objetos. Quienes identi­
fican la visión con el mero fenómeno de la reflexión deberían
concluir que todas las cosas capaces de reflejar otras cosas
son también capaces de ver.
En cuanto a la materia misma de que el ojo está formado,
Aristóteles se muestra, como dijimos, de acuerdo con Demócrito,
pero aclara que la visión no se origina por el mero hecho de
que el ojo sea de agua sino porque está constituido por algo
transparente. Desde ese punto de vista también podría haber
sido de aire: si, de hecho, está formado por agua, ello se debe
a que ésta es más espesa y puede ser guardada más fácilmente
que aquél. A tal consideración teleológica añade dos pruebas
empíricas: del ojo en proceso de descomposición vemos que sale
agua; si se observa el ojo en un embrión, se verá que es muy
frío y refulgente. En los animales sanguíneos (que corres­
ponden más o menos a los vertebrados) la parte blanca del
ojo tiene una naturaleza aceitosa, que teleológicamente explica
Aristóteles por la necesidad de que el líquido se conserve sin
solidificarse congelándose. He aquí por qué — dice— es el ojo
el órgano menos afectado por el frío (en la pupila nadie ha expe­
rimentado nunca frío ). Los animales no sanguíneos (que son
aproximadamente los invertebrados) tienen los ojos cubiertos
por una membrana o piel más o menos dura, cuya finalidad
es la de protegerlos (C fr. Beare, op. cit., pp. 8 4-86 ).
En suma: Demócrito y los atomistas están en lo cierto,
para Aristóteles, en su teoría de la constitución acuosa del ojo,
pero se equivocan en la teoría de los efluvios emitidos por las
cosas contra el ojo como causa de la visión. Empédocles y Platón,
a su vez, yerran en lo concerniente a la constitución ígnea del
ojo, pero yerran asimismo en su teoría de la visión, como efluvio
salido del ojo que se une con el emitido por los objetos. Es ab­
surdo — anota Siwek— afirm ar como los pitagóricos y, según
Alejandro de Afrodisia (27,28; 2 8 ,7 ), algunos matemáticos.
84 ANGEL J . CAPPELLETTI

que los rayos visuales constituyen un cono cuyo vértice es el


ojo y cuya base está dada por el objeto visible. Pero igualmente
lo es sostener, como Empédocles y Platón, que el fuego emitido
por el ojo, después de haber recorrido cierto espacio, se junta
con el que sale de la cosa visible. En efecto, arguye el estagi-
rita: ¿en qué consiste tal unión de una luz con otra? Porque
es claro que no cualquier cosa puede unirse con cualquier otra
y, por otra parte, ¿de qué modo la luz interior se uniría con la
exterior, si ambas se encuentran separadas por la membrana
ocular ?

He aquí el texto del D e sensu: “ Empédocles parece pensar


que se produce la visión al salir la luz, como antes se explicó.
Dice, en efecto: “ A sí como alguien que intenta salir a la noche
tormentosa, dispone una linterna con llama de refulgente fuego
y la dota, para rechazar toda clase de vientos, de paredes
vitreas, y ellas quiebran la fuerza de los vientos que soplan,
y la luz que sale brilla en el umbral con invencibles rayos, tanto
más cuanto más sutil es, así [el Am or] encerró al fuego primi­
genio, a la redonda pupila de membranas rodeada, en frágiles
tejidos. Estos [tejidos] detienen las profundas aguas que corren
en torno a la pupila; pero el fuego salta afuera, en la medida
en que es más sutil” . Y a, en verdad, dice que así se ve, ya por
medio de los efluvios que surgen de los objetos visibles. Demó-
crito, por su parte, al decir que es el agua [la que constituye
el o jo ], bien se expresa, pero no lo hace bien cuando piensa
que el ver es la reflexión [de la cosa en el o jo ]: ésta, a decir
verdad, se produce porque el ojo es liso; y no está en él sino
en el que ve: tal afección es, en efecto, un reflejo [de la luz].
Pero [la teoría] de las apariencias y de la reflexión en general
no la tenía muy clara, como se ve. Resulta raro que no haya
llegado a plantearse el problema de por qué solamente el ojo
ve, y no ninguno de los otros [cuerpos] en los cuales se reflejan
las imágenes. Que [el órgano de] la vista es, pues, de agua,
es verdad; pero no le corresponde el ver en cuanto es agua sino
en cuanto es transparente, lo cual le es común con el aire. Pero
el agua es más fácilmente conservable y más espesa que el aire,
por lo cual la pupila y el ojo son de agua. Esto resulta evidente
por los hechos mismos: se ve, en efecto, que es agua el líquido
que sale de los ojos cuando se corrompen, y en todos los fetos
LA TEORIA ARISTOTELICA DE LA VISION 85

el ojo sobresale por su frialdad y su brillo. En los [animales]


que tienen sangre el blanco del ojo es grasoso y aceitoso, a fin
de que el líquido siga sin congelarse. Y por esto es [la parte]
del cuerpo menos sensible al frío, pues nadie sintió nunca frío
dentro de las pupilas. Entre los animales sin sangre los ojos
se hallan cubiertos con una piel dura, y esto les sirve de pro­
tección. Es completamente irracional [suponer] que la vista
ve por medio de algo que sale [del ojo] y que se extiende hasta
los astros, o que se junta, después de recorrer cierta distancia
[con las emisiones del objeto], según dicen algunos. Mejor que
ésta, en realidad, es la [teoría] de que tal unión se realiza al
comienzo, en el ojo; pero también esto es absurdo. ¿E n qué
consiste esta unión natural de la luz con la luz y cómo puede
efectuarse? Pues no cualquier cosa se une por naturaleza con
otra. Y ¿cómo la [luz] interna [se unirá] con la externa?
Porque entre una y otra hay una membrana” (D e sensu 437 b
23-438 b 2 ).

Y a antes {D e anima 418 b) Aristóteles había establecido


que la visión no puede darse sin la luz, porque supone siempre
un movimiento a través de la misma. Y de igual manera
que el espacio que media entre el ojo y su objeto debe estar
ocupado por una sustancia transparente, también el espacio
interior del ojo mismo tendrá que estar lleno de algo diáfano.
Ahora bien, como tal sustancia diáfana no es el aire, ella será
el agua.

El texto aristotélico reza así: “ Sobre el [hecho de que]


sin luz no se [puede] ver, se ha hablado en otra parte. Pero,
ya sea la luz ya el aire lo [que sirve de] intermedio entre el
objeto visible y el ojo, lo que produce la visión es el movimiento
[propagado] a través de este [intermedio]. Y es lógico que
el interior [del ojo] sea de agua; el agua, en efecto, es transpa­
rente. Y así como afuera no se ve sin luz, tampoco adentro.
Es preciso, pues, que [el interior del ojo] sea transparente,
y necesariamente debe ser de agua, puesto que no es de aire”
{D e sensu 438 b 2 -8 ).

El alma sensitiva, que es el verdadero sujeto de la visión


(el que realmente v e), no se halla en la superficie sino en el
interior del ojo. Tal aseveración es demostrada por Aristóteles
86 ANGEL J . CAPPELLETTI

])or la experiencia clínico-quirúrgica. Descendiente de médicos


y cirujanos, el estagirita recurre a la observación y el trata­
miento consiguiente de las heridas de guerra. Combatientes
heridos en la sien, a los cuales se les seccionaron los conductos
oculares (H ist. anim. 415-b 1 1 ), creyeron que de repente lo
habían invadido todo las tinieblas, tal como si súbitamente
se apagara de noche la lámpara que alumbra una habitación.
Esto ocurrió porque lo diáfano del ojo, es decir, la pupila, que
hace las veces de lámpara del cuerpo, fue cortado (H ist. anim.
415 b 15-16).

Dice el texto del estagirita: “ No es, en efecto, en la super­


ficie externa del ojo donde reside el alma o la parte sensitiva
del alma, sino evidentemente en el interior: por eso, resulta
necesario que el interior del ojo sea transparente y capaz de
recibir la luz. Y esto es claro inclusive por los hechos. Hubo,
en efecto, algunos que durante la guerra fueron golpeados en
la sien, de modo que se les cortaron los conductos del ojo y cre­
yeron que se había producido una repentina oscuridad, tal como
si una lámpara se hubiera apagado, por haberse cortado lo trans­
parente, que se denomina «pupila» y es como una lámpara”
(De sensu 438 b 8 -1 6 ).

El ojo, cuya materia elemental es el agua (la del oído será


el aire; la del olfato, el fuego, etc.) tiene su origen en el cerebro
(De part. anim. 6 5 2 ), el cual, a su vez, no viene a ser, para A ris­
tóteles (como lo es, en cambio, para Platón), el órgano central
de la vida sensitiva (fiYPlJi'Ovixóv), sino únicamente una especie
de central de refrigeración que equilibra el calor producido por
el corazón (que es el verdadero fiy-rmoviuóv). Por eso el cerebro
es la parte más húmeda y más fría de todo el cuerpo humano.
VI
He aquí, en resumen, las principales conclusiones a que
llega Aristóteles sobre la luz, el color, el ojo y la visión:

1. El objeto propio de la vista (lo visible) es el color


y la fosforescencia: el primero en la luz, el segundo
en la oscuridad.

2. La esencia del color consiste en su aptitud para pro­


ducir un cambio cualitativo (alteración) en la luz.
Por eso, el color no se ve sino por la luz.

3. Transparente es lo que carece de color propio y, al


situarse entre el ojo y el objeto visible, no impide
la visión. Los cuerpos transparentes (agua, aire, éter,
astros) no lo son sino por una naturaleza (potencia
activa), que es común a todos ellos: la transparencia
o diafanidad. La luz es el acto de la diafanidad y
puede ser considerada como el color de lo transparente,
cuando lo transparente está en acto (por acción del
fuego o de un cuerpo astral).

4. La luz, sin embargo, no es fuego ni otro cuerpo alguno,


ni tampoco el efluvio de cuerpo alguno, sino la pre­
sencia del fuego (o de algo parecido) en lo transpa­
rente. La oscuridad, que es lo contrario de la luz,
será, pues, su ausencia.

5. Por consiguiente, la luz no consiste en un movimiento


local (que se da en el tiempo) sino en un movimiento
cualitativo (que se da en el instante).

6. Puede recibir el color lo que no tiene color, esto es,


lo transparente en acto o en potencia (lo oscuro o no
visible). La luz resulta el medio indispensable del
90 ANGEL J. cappelletti

color: la sensación visual no se produce porque el color


mueva directamente al sensorio (ojo) sino porcino
mueve al aire (transparente) iluminado.

7. En un cuerpo que tiene superficie estable el color es


el límite de lo transparente. A l color le compete pro­
ducir una alteración en lo transparente en acto.
8. La aparición de los diversos colores a partir de blanco
y el negro se explica, no por yuxtaposición de los
mismos, sino por su mezcla perfecta, que genera un
color específicamente diferente de los mezclados.
9. El ojo no está formado de fuego sino de agua; tiene
origen en el cerebro, y en su interior reside el alma
sensitiva.
10. Rechaza la teoría pitagórica de la visión como pro­
yección del fuego interior sobre el objeto, la teoría
atomista de los efluvios que se reflejan en el ojo y la
teoría empedócleo-platónica de la confluencia de los
rayos emitidos por el objeto y por el sujeto.
Aristóteles ha observado con bastante acierto la relación
entre la luz y el ojo. Hoy sabemos que en ciertos animales infe­
riores hay inclusive una sensibilidad difusa o dérmato-óptica,
que se extiende a toda la parte externa del cuerpo, aunque sólo
con la aparición de un aparato óptico diferenciado se da una
percepción de los objetos en sentido propio.

Y a hemos visto que la teoría de la luz como movimiento


cualitativo contradice todos los resultados de la ciencia física
moderna.
La teoría aristotélica del color, por su parte, fue retomada
por Goethe, quien intentó sustituirla a la de Newton, pero evi­
dentemente sin lograr su propósito. Desde un punto de vista
físico, también puede decirse que Aristóteles falla en su crítica
de la teoría democrítea de la visión, ya que, para la ciencia
actual, la luz avanza y es reflejada; los rayos provenientes del
objeto producen, a través del aparato refractivo del ojo, una
imagen en la retina; lo cual desde Descartes (Dioptrique V ),
es considerado como el hecho objetivo fundamental para explicar
la visión (C fr. Beare, op. cit., p. 8 7 ).
LA TEORIA ARISTOTELICA DE LA VISION 91

Por otra parte, Aristóteles “ ignora totalmente las propie­


dades del nervio óptico y de la retina” , como señala Beare
(op. cit., p. 6 4 ). Más aún, como todos los griegos, ignora el
papel del sistema nervioso en general (C fr. D. J. Alian, The
philosophy o f Aristotle - London - 1970 - p. 5 0 ). Quizás podría
sostenerse, en cambio, que sus ideas acerca de la constitución
química del ojo son más aceptables que las de sus contempo­
ráneos.

Algunos historiadores de la psicología consideran también


que a Aristóteles le corresponde el mérito de haber observado
los fenómenos que en el lenguaje moderno de dicha ciencia se
denominan “ vuelo de colores” (flight of colors) y diplopia (C fr.
D. B. Klein, A H istory o f Scientific Psychology - New York -
1970 - p. 8 7 ).

Pero lo que importa subrayar, desde el punto de vista filo­


sófico, es la idea de que el verdadero sujeto de la visión es el
alma (o, más precisamente, el alma junto con el cuerpo);
y la teoría realista de la sensación visual, según la cual el sujeto
capta cualidades que se hallan verdadera y realmente en el
objeto, aunque, en cuanto visibles, estén allí sólo en potencia
(C fr. Beare, op cit., p. 6 3 ). En ambos puntos el pensamiento
de Aristóteles se opone al de Democrito, ya que para éste
el sujeto cognoscente no es algo esencialmente diferente del
cuerpo, y las cualidades tales como el color no existen en el
objeto mismo sino que son consecuencia del choque de los átomos
emanados del objeto con el órgano sensorial.

La vista es suficiente, según Aristóteles, para revelar al


sujeto la existencia del mundo exterior, y no necesita, para ello,
del auxilio del tacto (como pensarán, en la edad contemporánea,
Condillac y otros, de quienes deriva, a la larga, Dilthey),
si bien hay objetos (como la extensión y el movimiento) que
son comunes a uno y otro sentido . Más aún, en lo que se refiere
a su objeto propio, es decir, al objeto que no comparte con el
tacto ni con ningún otro sentido, la vista no se equivoca jamás.
Sus errores e ilusiones se refieren a los sensibles comunes (dis­
tancia, magnitud, etc.), y no son, en realidad, errores de la vista
sino del entendimiento (C fr. Beare, op. cit., p. 9 0 ).
92 ANGEL J . CAPPELLETTI

Más aún: como bien hace notar Beare {op. cit., pp. 8 9-90 ),
“ el valor de evidencia de la vista es en ciertos casos superior
al del tactq y corrige las ilusiones del anterior. Por ejemplo,
si dos dedos de la mano se cruzan y se coloca un pequeño objeto
entre ellos de modo que esté en contacto con ambos, es al sentido
del tacto a quien le parecerá que son dos objetos. El sentido
de la vista prueba que se trata solamente de uno” .
Pero no se trata sólo de esto. Además, como dice el mismo
Beare, el sentido de la vista es, para Aristóteles, también superior
al tacto en pureza, y, por eso, los placeres de la visión son
moralmente más elevados que los del tacto {Eth. Nic. 1176 a l ) .
La posesión de la vista es más deseable que la del olfato (Rhet.
1364 a 3 8 ). Por otra parte, al ser la vista nuestro sentido más
“ evidencial” (évocpyECTTáTiQ), afecta nuestros sentimientos (pa­
siones, emociones) de la manera más vivida y potente (Probl.
886 b 1 0-37 ), de manera que si se estimulan artificialmente las
pasiones o emociones por medio de este sentido, ellas se acercan
más a la impresión de realidad: las ideas de peligro que induce
inspiran temor con una fuerza e inmediatez nunca igualadas
por los demás sentidos (C fr. Horat. A r s Poet. 180-181).
También puede decirse — según explica siempre el mismo
Beare— que la vista es de primordial importancia en la dirección
de los movimientos en el espacio y que por medio de la misma
se determinan las nociones de “ antes” y “ después” , de manera
que “moverse hacia adelante” quiere decir “ moverse en la di­
rección en la que los ojos miran naturalmente” (C fr. D e incessu
anim. 712 b 1 8).
A l señalar la preponderancia de la vista desde un punto
de vista cognoscitivo, tampoco debemos ignorar su papel bioló­
gico, aunque éste, considerado dentro de la totalidad del mundo
orgánico o viviente, sea menos importante que el de otro sentidos,
como el tacto.
La locomoción o capacidad de moverse en el espacio no
constituye una facultad del alma vegetativa. Exige, por el con­
trario, una facultad de naturaleza intencional, es decir, una
sensibilidad (C fr. D e anima 432 b 1 3-19).
Pero dentro del reino animal se da una jerarquía con res­
pecto a la sensibilidad: algunas especies sólo gozan del tacto;
LA TEORIA ARISTOTELICA DE LA VISION 93

otras tienen además gusto; otras también olfato u oído; otras,


en fin, tienen todos los sentidos.

Hay muchos animales que durante toda su vida permanecen


inmóviles y fijados en un lugar. Ahora bien, como la natura­
leza no hace nada en vano ni deja de hacer nada de lo que
resulta necesario para lograr sus fines, y como dichos animales
son perfectos en su género, si tuvieran la facultad de moverse
en el espacio deberían tener los órganos adecuados a la loco­
moción {D e anima 452 b 1 9-25). Los animales que sólo tienen
tacto y gusto (que es una especie de tacto) no tendrían la
jerarquía suficiente en el orden de la sensibilidad como para
generar movimientos locales. Para ello se hacen necesarios
los sentidos capaces de percibir su objeto a distancia, es decir,
a través de un término medio externo (C fr. De sensu 436 b 18 -
437 a 3 ).

He aquí, pues, que la locomoción en los animales que ca­


recen de estos sentidos no tendría objeto y no sólo no sería
útil para la conservación de la vida de tales especies, sino que
más bien las perjudicaría. Pero, en cambio, los animales dotados
de la capacidad locomotiva, si ss vieran privados de olfato,
oído y vista, correrían grave peligro de perder la vida. El tacto
y el gusto no serían suficientes para ponerla a salvo, ya que
estos sentidos funcionan solamente en contacto inmediato con el
objeto, y de tal manera los animales no podrían huir del peligro
que los acecha.

Por otra parte, la razón de ser de la facultad consiste en


ayudar al animal a procurarse el alimento que necesita. Los
vegetales y los animales inmóviles tienen organismos muy
simples y extraen su alimento del medio al cual están fijados.
Pero los animales superiores, dotados de una estructura bioló­
gica más compleja, no pueden procurarse su alimento sino en
medios y lugares diversos, a veces muy distantes entre sí. Ahora
bien, para que la búsqueda que se ven obligados a emprender
no resulte infructuosa, se hace necesaria para ellos la posesión
de sentidos capaces de informarles a distancia de la existencia
de los objetos aptos para su nutrición. Y estos sentidos son
el olfato, el oído y la vista {D e anima 434 b 34) (C fr. P. Siwek,
La 'psychophysique humaine d’après A ristote - pp. 130-132).
94 ANGEL J. CAPPELLETTI

La vista tiene así una función biológica y está ligada a la


conservación de la vida. H ay que tener en cuenta, sin embargo,
(jue la misma se encuentra restringida a los animales superiores,
y aun no a todos, ya que algunos, como los topos, prescinden
do ella en su locomoción y, por tanto, en la búsqueda de sus
alimentos (D e anima 425 a 1 1).

La vista, en todo caso, es en el hombre sustituida frecuen­


temente por el tacto, porque, si bien en cuanto a aquélla (y en
cuanto al oído y el olfato) el hombre es superado por muchos
animales, en cuanto al tacto los supera a todos, pues lo tiene
mucho más agudo (D e anima 421 a 19-23).

Considerando la totalidad del reino animal, para Aristó­


teles, los sentidos se podrían dividir en dos grupos: 1) aquellos
que cumplen una función biológicamente básica, pero tienen
un limitado alcance cognoscitivo (tacto, gusto) y 2) aquellos
que son biológicamente secundarios, pero gnoseológicamente
ocupan un rango más elevado (vista, oído, olfato).

De esta manera, al contraponer lo que más contribuye a


conservar la vida y lo que más conocimientos aporta, contrapone
también tácitamente la vida y el espíritu.

En efecto, aunque todos los sentidos son funciones del alma


sensitiva, algunos de ellos se inclinan hacia abajo (hacia el alma
vegetativa), en cuanto su finalidad se vincula principalmente
con la nutrición, la generación y la preservación de la especie,
y éstos son precisamente el tacto y el gusto, que es una especie
de tacto.

El tacto, en verdad, es una suerte de mínimo común deno­


minador de toda vida sensitiva o animal, y en cuanto tal es lo
más próximo a la base vegetativa.

Otros sentidos, en cambio, se inclinan hacia arriba, esto es,


hacia el alma intelectiva, y tal es el caso de la vista y el oído,
en cuanto, aun sin dejar de cumplir una finalidad biológica,
se encuentran menos necesariamente unidos a la nutrición y
demás funciones de la vida vegetativa, y más íntimamente rela­
cionados con el entendimiento, a través de su papel en la for­
mación de la imagen, y gracias al número y diversidad de los
LA TEORIA ARISTOTELICA DE LA VISION 95

datos que aportan. Debe notarse, a este propósito que el término


medio de la vista y el oído es no sólo siempre exterior al sujeto
mismo (cosa que no sucede en el tacto) sino también algo tan
incorpóreo dentro de su corporeidad como el aire, al cual, ya
Anaxímenes, según nos dice Olimpiodoro (D e arte sacra lapidis
pMlosophorum c. 2 5 ), llamaba “ próximo a lo incorporal” (iyjvc,
ToO ácrcopáTou).
Por otra parte, ningún animal puede carecer de tacto,
mientras muchos carecen de vista u oído. Se constituye así en
el sistema de los sentidos la estructura piramidal, tan frecuente
en todos los ámbitos del pensamiento aristotélico y platónico:
lo fundante es lo más extenso y lo más bajo (como la clase
de los productores, xP'^V-oi-zici'zixbv yivoc,, en la República de
Platón); lo valioso es lo menos extenso y lo más alto (como los
filósofos gobernantes o guardianes absolutos, apxovT£<; o ^■o'kaxEc,
-KavTEXsUí;, en este mismo diálogo).

Esta preeminencia de la vista y del oído es reconocida


ya por los presocráticos (C fr. E. Bignone, Empedocle - Boma -
1963 - p. 4 7 7 ). Heráclito decía: “ Las cosas de las cuales hay
vista, oído, aprendizaje, son las que yo prefiero” ( B 5 5 ) . Sin
embargo, ya el mismo filósofo, que prefiere la vista y el oído
precisamente porque son los sentidos que proporcionan más
y mejor aprendizaje (p,á0T]cri,(;), distingue y contrapone ambos
sentidos, y confiere un valor mucho más elevado a la vista:
“ Porque los ojos son testigos más fieles que los oídos” (B 101 a ).
El ver se antepone al oír como la experiencia directa de las
cosas a la tradición y la fe. Por otra parte, sin embargo,
la vista parece aportar una mayor cantidad y diversidad de
datos que el oído. “ Como los griegos en general, y a diferencia
de los newtonianos, para cuyo mundo de masas es el tacto el que
debe ser el sentido primero, Aristóteles considera a la visión
o la vista como el primer sentido, e intenta moldear su análisis
de los otros sentidos sobre el de la visión” , dice J. H. Randall
(Aristotle - New York - 1965 - p. 86) (C fr. H . Friedmann,
Wissenschaft und Sym bol - 194 9).

La vista se presenta, tanto para Aristóteles como para sus


predecesores y sucesores, como el sentido intelectual por exce­
lencia. La misma lengua griega implica en sus significados
‘)6 ANGEL J. CAPPELLETTI

ctiinolüíiricos tal juicio: e’íSoí; (idea) tiene idéntica raíz que ÍSeív
(ver) (C fr. D e sensu 437 a 3 -1 1 ).

Plotino soátendrá que el fuego, como productor de luz,


“ es entre los demás cuerpos hermoso, puesto que en orden a los
demás elementos representa la idea” (Enead. I 6, 3 ) .

La escultura, ciertamente dotada de color, es el arte helé­


nico por excelencia. En los poemas homéricos predominan las
imágenes visuales.

No por nada, Santo Tomás, comentador y cristianizador


de Aristóteles, considera a la vista como “ Ínter ceteros sensus
nobilior... et spiritualior, ac per hoc intellectui affinior” ( Contra
Cent. III 5 3 ). Y , al hablar del conocimiento divino, lo carac­
teriza precisamente como una “ visio intellectualis” (Sum. theol.
II-II q. 15 a 1 ; III q. 30 a 3, etc.).
N O T A

Los principales comentarios al D e anima de Aristóteles utilizados, son


los siguientes;

A risto teles de A nim a cum com m entariis A v erro is - Frankfurt, 1962.

Thém istius : Com m entaire su r le T raité de l’âme d’A r is to te - Louvain -


Paris, 1957.

S. Thom ae A quinatis in A risto telis libros D e anima. Ed. A . M. Pirotta,


1959.

R. D. Hicks: A r is to tle : D e A nim a, Amsterdam, 1965.

J. Tricot: A r is t o te : D e l’âme, Paris, 1972.

D. Ross: A r is to tle : D e anima. Oxford, 1967.

P. Siwek: A r is to te lis : T ractatus D e Anim a, Roma, 1965.

Por consiguiente, siempre que en el texto nombramos a alguno de estos


comentadores sin citar la obra, nos referimos al lugar correspondiente de
los referidos comentarios.
I ................................................................................................................. 7

II .......................................................................................................... 21

III 39

IV 55

V 75

VI 87

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