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Alberto Muñoz
Alberto Muñoz
-Es cierto. Pero M.I.A. era mucho más que música. Era una acción tan artística como
política. Funcionábamos como activistas.
-Vi indicios. Indicio es una palabra muy buena. El baqueano busca indicios en la bosta del
animal: la huele a ver si está fresca o seca o dura para saber si el animal pasó hace un rato
o hace una semana. Esas canciones son el indicio de que algo estuvo bien.
¿Qué rescatás?
-Una canción: “Mama, deja que entren por la ventana los siete mares”.
¿Por qué?
¿Y tu padre?
-Era camionero, tenía un reparto de fideos. El me enseñó a manejar. Por eso un libro mío
se llama Camiones. Falleció antes que mi madre. Mis padres nunca me entendieron. Pero
el amor compensaba todo. Me amaban. Se preocupaban por mí, pero no me entendían.
¿Por qué Albertito se queda leyendo hasta las cuatro de la mañana? ¿Por qué los lunes se
mete en la peluquería?, preguntaban. Mi vieja en una época tenía una peluquería y yo los
lunes, cuando estaba cerrada, montaba espectáculos y le daba clases de teatro a la gente
del barrio. Armaba un bochinche bárbaro. “¿Qué hace Albertito los lunes en el salón?”.
“Teatro, mamá. Teatro”, le decía. En general nunca nadie me entendió. No me puedo
quejar: lo que escribo es raro.
Sin embargo, tenés un anclaje popular: has hecho circo, folletín, radio, tangos; has
escrito sobre revistas como Billiken o manuales como el Kapelutz…
Alberto Muñoz se parece a lo que escribe. Hay algo anacrónico en su traza. No cuesta
imaginarlo a los veinte años planificando combinaciones de colectivos para llegar desde su
casa de La Paternal o desde el Centro hasta Villa Adelina. Ahora, a los 69, la mirada
conserva una intensidad jovial, una llamarada. Como un titiritero de su propio rostro,
maneja los gestos con maestría: los ojos se achinan y se redondean alternadamente, en
sintonía con su tono de voz que, como parte de una dramaturgia, pasan del énfasis al
susurro. Pone toda la teatralidad posible para señalar: “Nunca lo dije, pero yo fui desertor.
Deserté del servicio militar. Y durante años soñé que me agarraban. Aún hoy tengo
sueños. Un día llegué a mi casa, y había en la puerta dos camiones del ejército. Huí. Me
tomé un colectivo hacia ningún lado. Estuve tres horas dando vueltas, hasta la terminal.
No sé dónde aparecí. Estaba turbado. Nunca supe si esos camiones llenos de milicos me
buscaban a mí”.
¿Cuáles?
-Tengo dos hijos: Manuel de 30 y Moro, de 18. Ya saben: si alguna vez quedo en una cama
de esas de hierro, en un hospital, enchufado a un suero, deben sacar el tubito y conectar
champagne al suero. Quiero morir embriagado de champagne. Antes, espero vivir todo el
año en el Tigre. Todavía voy y vengo. Allá soy un mal isleño y acá, un mal ciudadano.
-Oficios físicos e intelectuales. Hago las cosas de la casa, trabajo con las manos, con
madera, desmalezo, leo, escribo y, sobre todo, corrijo. Yo puedo escribir un libro en un
mes. Pero tardo siete años en corregirlo.
Para él, dice, “la música está primero que la palabra, el oído antes que la voz”. “Primero
Bach y después Shakespeare. Al ladito de Bach, Spinetta. Al nivel de Los Beatles y Astor
Piazzolla. Aunque debo decir que de joven, el que me volaba la cabeza era un cantante
francés llamado Antoine. No lo conoce nadie. El único que una vez habló de él fue
Eduardo Mateo. Antoine me habilitó a cantar. Era una especie de Bob Dylan francés…
¡pero malísimo! Un plebeyo. Mi hijo Moro, que es músico, me dice: ‘Rajá papá: ¡es
horrible!’ Y yo le digo: ‘Sí, ¿y?’”. Ríe Muñoz, los ojos achinados. Atusa la barba y cambia de
expresión: “¿Sabés qué pasa? Me estoy quedando sin mundo”.
¿Por qué?
- Lo que hay ahora es otra cosa. Hubo una torsión, como con un dentífrico: ahora el
mundo tiene otros códigos, otros procedimientos. Mis problemas éticos y estéticos son de
un mundo que está dejando de existir. Soy un sujeto del alma y de la palabra. Están
bajando una cortina como de hierro y yo grito del otro lado, como un loco: “¡Escuchen
Bach! ¡Escuchen Bach!”. No hay tiempo, nadie tiene tiempo y Bach necesita del tiempo.
Sigo poniendo long plays. Me dicen “plataforma” o “nube” y es como si me pegaran un
tiro. Mis hijos son de donde ya no pertenezco. Me miran con cariño. Por eso el Tigre.
¿Cómo te imaginás?
-Que si preguntan por mí, nadie me conozca. Desarrollé una importante fobia social. Y
fumigo. Me gusta estar con mis amigos: Mileo, Cófreces, Liliana, un psicoanalista llamado
Diego Alfón. Tal vez pensar en hacer radio…
Aquel programa legendario, La panadería. El arte de las masas duró poco. Fue como un
proyecto trunco.
-Enfrente de la isla parece que van a poner una radio. Ya instalaron una antena gigante.
¿Quién te dice? La estoy mirando con cariño.
Los ojos vuelven a achinarse, se para, habla de la lombriz solitaria, de rock, de Freud y de
más conventos, y repite en un susurro: “Este no es mi mundo. Esto es otra cosa. La cortina
está bajando”.