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LA FLOR DE LOTO

un juego de muchachos de
lado y lado del planeta

Reinaldo Albeiro Rodas Torres

Apuntes Misioneros
Para la Buena Prensa y la Comunicación Social
Albeiror24@yahoo.com

Diseño e impresión:
LITODOSMIL
Telefax 5321068
E-mail: litodosmil1@epm.net.co
Rionegro-Antioquia

© Reinaldo Albeiro Rodas Torres

Edición sin ánimo de lucro.


Todo valor de esta obra está destinada
para un niño de Camboya.

Todos los derechos reservados al autor. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada en ningún sistema electrónico,
mecánico, fotocopias, grabado sin las debidas autorizaciones del autor o los publicadores.

Fotografía de la portada: Muchachos de Phnom Penh en uno de los juegos típicos del país (Escuelas Técnicas Don Bosco, Phnom Penh).

Fotografía de la contraportada: Muchachos del grupo scout de las Escuelas Profesionales Salesianas de Cartagena de Indias.

DEDICATORIA
Hay muchas personas a las cuales quisiera dedicar esta pequeña obra. Inicialmente a mis padres,
Reinaldo y Lillia, y a mi hermano William, y a la señora Angela Bevaqua Schneider en Roma.

Y muy especialmente a los jóvenes de todo el mundo, a los que tienen la valentía de soñar ideales
profundos, de esos que superan el drama de las guerras y la frivolidad, de esos sueños que nos enseñan
a ser valientes y a comprender de alguna manera ese misterioso sentimiento que es el Amor.

Soy hijo de una Patria que ha sido duramente azotada por la violencia: desde niño cada día de mi vida
he escuchado alguna noticia de violencia en cualquier parte de mi Colombia; después llegué a Camboya
y he visto palpable las huellas de un drama sin precedentes en la historia de la humanidad, una pesadilla
que llenó de dolor la Tierra de la Eterna Sonrisa; ahora estudio en Tierra Santa y soy nuevamente testigo
del odio que enfrenta pueblos y nos enluta diariamente. Y aún así, en medio de semejantes historias,
estoy seguro de que lo mejor es seguir creyendo en la paz y en la justicia, no porque sean una realidad
ya dada, sino
porque son ideales que nos guían para no dejar que el mundo entero toque el fondo, sino que siempre
tenga en alto a la Esperanza.

El mundo tiene esperanzas en aquellos jóvenes que deciden seguir luchando por el amor, aún en medio
del odio.
El estruendo de las armas puede parecer más fuerte, pero no prevalece.

La frivolidad y la indiferencia pueden ser como inmensos muros de hielo, pero permanece siempre la
posibilidad de derruirlos.

En cambio el amor...

nunca muere

Reinaldo Albeiro Rodas Torres

PRESENTACIÓN

Algo insólito, pero algo muy hermoso: poder hacer la presentación de un libro escrito por un alumno mío
que aún se sienta en el pupitre de la clase y está atento como el que más, preparándose, en Tierra
Santa, para su futura misión de sacerdote salesiano.

El alumno, un estudiante de teología en Cremisan (Belén): Albeiro Rodas.

El título del libro: Flor de Loto.

Autor muy joven, escribió su libro en plena actividad de tirocinio práctico en Camboya, en medio de los
muchachos de la obra salesiana de aquel país. Lo empujó a hacerlo su celo apostólico y su madurez
humana y religiosa, habiendo sabido usar con inteligencia sus cualidades literarias, su fantasía, su amor
a los jóvenes y su experiencia en la vida eclesial y religiosa.

Bajo una trama novelesca, muy humana, Albeiro nos va describiendo en su novela el valor del amor y de
la amistad, auténticas gracias que nos hacen ver lo que supone verdaderamente amar, ser amigo

y tener un amigo. Parece que el autor recuerde lo que tan acertadamente escribía Simone Weil: ―La
amistad no se busca, no se sueña, no se desea. La amistad se practica‖.

No es la facilidad, la comodidad, lo que revierte en el propio bien aquello que desea la persona amada o
el amigo, sino saber complacer a quien nos ama, hacerle sentir la cercanía del corazón, la disponibilidad
para intentar lo más arriesgado.

El amigo, el que ama de verdad es aquel de quien se puede estar seguro de que estará presente en los
momentos difíciles, como lo supo expresar, hace ahora dos mil años, el filósofo Epicuro: ―No es la ayuda
de parte de un amigo lo que nos ayuda, sino el saber que nos ayudará‖.

Flor de loto es una narración juvenil que describe estupendamente el mundo de los jóvenes, con sus
tertulias, sus decepciones, sus ideales, sus desafíos, su amor y su amistad. El autor ha sabido escoger
una buena trama que mantiene despierta la atención y la curiosidad hasta el final, y luego ha sabido dar
el justo desenlace a la aventura y al desafío que suponía la adquisición de esta hermosa flor para que
llegara a las manos de quien tanto la había deseado.

Conocedor del mundo sudamericano y oriental, Albeiro nos deleita con las descripciones de aquellos
países y paisajes, poniendo al descubierto la psicología y especialmente la psicología juvenil, la más
universal de las psicologías, que todos
pueden entender, y que el autor ha sabido delinear con toques maestros de profundización y de
realismo.

El mundo en que vivimos, tan escaso de ideales y de principios, y siempre con el riesgo de banalizar las
cosas más sagradas, necesita obras como ésta que le abran horizontes como el reflejado en Flor de Loto
para respirar una bocanada de aire puro y fresco y para reafirmar que a pesar de la decadencia y de la
degradación, existen ejemplos luminosos que atraen y ennoblecen, que hacen sentirse al hombre, más
hombre, y al joven, más joven.

De hecho la flor de loto es en sí misma un ejemplo de cómo, sobre las aguas oscuras y quietas de un
estanque, puede aparecer floreciendo como un milagro de belleza y de armonía.

Nuestra enhorabuena más sincera al autor por su iniciativa, con el deseo y el augurio de que la lectura
de su libro pueda llegar a muchos jóvenes y les pueda transmitir este sentido de amistad, de
generosidad, de altruismo y de compromiso que ha sabido describir en su novela.

Joan Maria Vernet


Cremisan (Belén, Tierra Santa)
ARTURO

Pasaba más horas en la biblioteca de la universidad que en las fiestas y paseos de sus compañeros de
estudio. Y, aunque eso le parecía extraño a sus amigos, era en general un joven alegre y jovial. Los
libros eran sus mejores amigos. En especial aquellos de historia y geografía. Soñaba con viajes
extraordinarios, a países increíbles y todas sus conversaciones terminaban, de una u otra manera, en los
mismos temas.

Estudiaba historia en la Universidad del Valle. Las mañanas las pasaba en la facultad y las tardes entre
la biblioteca o el Colombo-Americano, en donde estudiaba inglés, e iba a toda conferencia que se
programaba en cada ángulo de la ciudad. Con todo era siempre el mejor estudiante.

Su padre era dueño de una hacienda azucarera, no lejos de Palmira. Un campesino que había amasado
una gran fortuna en duros años de trabajo y se había casado 20 años atrás –la edad de Arturo– con una
joven profesora antioqueña que se trajo de Medellín. Ella, de cultura más citadina, no soportó

el ruido de la caña y los verbos machacados de los peones, y compró un apartamento en el norte de Cali
en donde creció Arturo.

Fabiola tenía una vida llena de compromisos diarios entre clubes de sociedad, clases en un colegio
privado y miles de amistades. En las noches llegaba al apartamento y sostenía conversaciones largas
con su hijo. Éste era en realidad el confidente, pues aunque tenía una lista considerable de amigos, en el
fondo no confiaba en ninguno.

Tenían, ambos, una ama de llaves que también era la nana, la administradora y la dueña de sus vidas.
Fabiola la había contratado dos décadas atrás, cuando dejó la hacienda de su esposo, para que cuidara
de Arturo. Teresa terminó cuidando no solamente de Arturo –que había sido un niño juicioso– sino
también de ella. Era una mujer de avanzada edad con innumerables hijos y nietos que la habían olvidado
en un caserío cercano a Buenaventura abundante de malaria y engullido por la selva.

—Mamá ¿por qué nunca me llevaste a Medellín?

—Pero sí te llevé... fue hace mucho tiempo, pero sí lo hice.

—Era un bebé.
—Bueno... después con tantas ocupaciones. En realidad no hemos tenido tiempo.

—Quiero ir en estas vacaciones.

—Pero yo no tengo tiempo... tengo muchos compromisos.

—Voy solo.

—¿Solo?

—Sí. Allá está la tía.

—Sí. Pero hace mucho tiempo no la veo. Desde que se casó con aquel señor.

—¿Por qué no quieres al esposo de mi tía?

—Bueno, siempre me pareció un sujeto sin nada que ofrecer. Mi mamá tampoco lo quería. Fue un
matrimonio sin respaldo familiar.

—Bueno, pienso que no hay razón justa. Se trata de razones de conveniencia o algo así. Parece más
bien una historia colonial en donde la familia de pretendida sangre azul se opone al matrimonio de una
doncella con un plebeyo. Pero admiro a mi tía que supo enfrentarse aun al peligro de perder un nombre
por amor.

—¡Arturo! ¡No le digas eso a tu mamá!- gritó Teresa mientras servía una sopa de mazorcas.

Fabiola guardó silencio.

—Está bien. Si quieres ir, ve. Ya eres un hombre. Avísale a tu padre. Se enoja si no sabe nada de ti.

—Llama a mi tía.

—No la llamo. Llámala tú. El teléfono debe estar en algún lugar.

—Yo sé en donde está –interrumpió Teresa– lo guardé en mi cuaderno de notas. Yo misma llamo para
que te reciban.

MARÍA ISABEL

María Isabel es rubia. Usa el cabello largo y tiene un porte y una estatura que la hacen una de las
adolescentes más hermosas del barrio, a sus 14 años.

Estudia en un colegio de su barrio popular al norte de Medellín, barrio Doce de Octubre. A pesar de
pertenecer a una familia pobre, se distingue por sus buenas maneras, lo que la hace odiada por algunos
y amada por otros.

Mas su gran defecto es la vanidad, quizá exagerada, más de lo que es natural en la adolescencia. Pasa
las horas en la contemplación de sí misma frente al espejo, prueba miles de maneras de peinarse y de
adornarse con moños y objetos que su papá le lleva.

Porque su papá es el principal patrocinador de su vanidad. Nada hay en el mundo que ella quisiese y él
no estuviese dispuesto a darle.

Madruga con tiempo suficiente para poder dedicarse a un completo aseo personal.
Se pone el uniforme del colegio con todos los cuidados necesarios: que no esté arrugado, que no tenga
ninguna mancha, que los pliegues estén precisos.

Después se pone los aretes, los anillos de la mano,


la cadena del día...

Como es hija única, es muy consentida. Nada pasa por ella que no sea asunto de sus padres. Cuando
sale a la calle a jugar con los vecinos, Rocío, su madre, la vigila para evitarle cualquier problema con
cualquier muchacho o muchacha. Pero especialmente es celada de los muchachos. Prácticamente le
está prohibido hablar con cualquiera que sea del sexo masculino a no ser su propio papá, por supuesto,
porque ni primos ni tíos tienen la libertad de entablar diálogos de confianza con ella.

Rocío se enorgullece de su noble origen, que, por causas del destino, perdió para ir a vivir a aquel barrio
humilde, después de casarse con Manuel, un hombre de origen campesino que llegó a Medellín cuando
joven y actualmente es el dueño de una discoteca en pleno centro de la ciudad. María Isabel jamás ha
visto la discoteca de su padre. Le está vedada, pues es considerado un lugar indigno para una princesa,
a pesar de que el sustento de la familia venga de ésta y de las clases que Rocío da en una escuela
elemental en el mismo barrio.

Rocío pinta un futuro colorido para su hija. Tan pronto como termine en el colegio, deberá ir a la

universidad, hacer una carrera y casarse con un hombre de alta sociedad. Es el deseo de rescatar el
paraíso que ella misma había perdido. Por eso evita a toda costa que su hija mire cualquier muchacho
del barrio, que son de familias pobres y que, para ella, no tienen futuro, el futuro, le dice, que ella quiere
para María Isabel.

Todos los días...:

—Niña, el hombre que es para usted, no vive aquí. Debe ser un hombre con futuro.

Querían que estudiase en un colegio privado y femenino, pero los colegios de la ciudad eran sumamente
costosos y con frustración la habían tenido que inscribir en aquel pobre colegio de barrio, mixto y oficial.
Pero Rocío mantenía la vigilancia: la llevaba personalmente al colegio y la esperaba a la salida, conocía
personalmente a las amigas las que aprobaba o desaprobaba, le ayudaba en las tareas escolares,
hablaba permanentemente con los profesores y nada pasaba a María Isabel que no fuese de su
incumbencia.

La semana previa a la gran fiesta del cumpleaños de María Isabel, Rocío recibió la llamada de Teresa, la
ama de llaves de su hermana en Cali. Rocío y Fabiola llevaban años sin hablarse, desde el día en que la
primera se casó con Manuel contra los deseos de la familia. Con el acento propio de los habitantes del
litoral pacífico colombiano, Teresa le decía que Arturo iría a Medellín y que necesitaba

que le dieran hospedaje. Rocío quedó sorprendida de la petición, pues nunca esperaría que su hermana,
que la había despreciado por tanto tiempo, acudiera así. Pero lo más odioso –pensaba– era que lo
hiciera por intermedio de otra persona.

—¿Por qué no habla Fabiola directamente?

—Ah, ella dice que lo siente mucho, pero ahora está de viaje, en Popayán.

—Pero, yo no lo conozco.
—Bien, es un chico formidable, muy bien educado, universitario. Tiene la misma cara de la mamá, así de
bello. No se preocupe por gastos ni nada, señora. El sólo estará por una semana, porque quiere conocer
Medellín. No les dará molestias.

Rocío estuvo un momento en silencio. Con lo despreciable que le parecía la idea, no fue capaz de
negarse. En cierta manera pensó que el muchacho no debía pagar por el comportamiento de su madre.
También sospechó que no podía ser idea de Fabiola, sino de él. Así que quería conocer a su sobrino.

—Está bien... dígale que es bienvenido... y usted ¿quién es?

—Una amiga de la familia– Teresa mintió. Pensó que si decía que era empleada de Rocío, Fabiola se
ofendería más.

—Pero dígale a Rocío que la próxima vez se comunique directamente conmigo.

—Claro que sí– dijo Teresa amablemente, pero nunca lo haría.

Días después...

Lo esperó en el aeropuerto.

Cuando Arturo la vio, le sorprendió el increíble parecido de su tía con su madre. Le pareció que fuesen
gemelas. Rocío lo recibió con cordialidad. Le dio buena impresión aquel joven atractivo, bien vestido y
algo tímido, como había sido su padre. En el taxi ella le preguntó por Fabiola, pero Arturo era de pocas
palabras. Después le empezó a mostrar cosas de la ciudad:

—Allá puede ver el cerro Nutibara, el que está en la mitad del valle, arriba, al que llamamos el Pueblito
Paisa... y aquella es la Avenida Colombia, muy buen lugar para tomarse unas cervezas los fines de
semana... y aquel es el Estadio Atanasio Girardot...

Arturo estaba fascinado con los paisajes montañosos.

Cuando Manuel lo vio, sintió celos por su hija. Le exigió a Rocío que lo ubicara en una habitación, lo más
lejana del cuarto de María Isabel y, desde

entonces, estuvo en la casa más de lo usual, dejando el negocio en manos de los empleados.

Pero Arturo se pasaba las horas del día recorriendo la ciudad: visitó todas las bibliotecas, los museos y
estudió con paciencia la geografía local. Se fascinó con los paisajes que veía desde las colinas
adyacentes al valle y la laboriosidad de una ciudad construida para el comercio y la industria. Una
semana después tenía más conocimientos sobre la ciudad que Rocío y Manuel... ellos escuchaban con
atención lo que él les decía sobre los lugares e historias de Medellín.

—Es tan inteligente –le decía Rocío a Manuel y éste no respondía, pero en el fondo estaba de acuerdo–
En verdad vino a conocer la ciudad... nadie habla de Medellín como él.

Por supuesto Arturo fue un atractivo para María Isabel, a pesar de que él no la determinaba. Cuando
estaba en la casa, siempre tenía entre sus manos un libro y sus conversaciones eran siempre
verdaderas clases de cultura general, que no dejaban espacio para la expresión de sentimientos.

—Tía, me gustaría conocer la casa de los abuelos– fue la primera vez que hizo mención a un tema
diferente y más personal. Pero ese era un tema que no le gustaba a Rocío, pues se trataba de la casa
paterna a la cual nunca pudo volver. Sus padres murieron y apenas alcanzaron a perdonar lo que ellos
consideraban una ofensa: el casarse con Manuel.
La casa ya no es de la familia. Fue vendida y todos los bienes repartidos entre tu madre y yo y algunos
parientes.

—Me gustaría verla. Mamá me cuenta muchas cosas de la casa. Dice que era grande, llena de jardines y
que tenía una fuente.

—Pero ya no existe así. La casa la transformaron en un edificio de apartamentos. Era por Robledo, un
barrio al Noroccidente de la ciudad. En aquellos años de nuestra niñez era una zona campestre, pero
hoy día se pobló completamente.

Arturo sintió tristeza ante la idea de que la casa de los abuelos había desaparecido. Muchas veces la
imaginó como una hermosa hacienda de antigua arquitectura, con grandes habitaciones y mucha gente.

—De todas maneras me gustaría ver el sitio.

Rocío lo llevó una mañana. Tal como decía, Robledo había dejado de ser una zona campestre en donde
las familias pudientes de la ciudad tenían grandes fincas de vacaciones, para volverse en territorio de
inmensos barrios de unidades cerradas. Hizo detener el taxi en una calle pendiente desde donde se
podía ver no sólo todo el barrio sino la extensión de la ciudad a lo largo y ancho del valle.

—Allí era la casa –señaló a un grupo de edificios residenciales– teníamos un terreno grande, con ganado
y hasta cultivábamos café. Ya no queda

absolutamente nada. Ni siquiera una piedra es semejante.

Arturo lo miró todo con desilusión. Con lo romántico que era, esperaba poder tomar alguna fotografía,
aunque fuese de alguna cosa en particular que fuese como un símbolo de la familia.

—¿No queda ni un árbol?

—Nada, todo fue derribado... hasta nuestros recuerdos.

EL CHICO DE LOS LIBROS

Así llegó la fiesta de cumpleaños.

Manuel alquiló un salón en el centro de la ciudad, bastante costoso, con un dueto de músicos y una gran
cena. Rocío invitó a las personas que consideraba más dignas, según ella, de su hija, como el rector del
colegio, algunos profesores, antiguas amistades del club y un grupo selecto de amigas de María Isabel.
Parecía la fiesta de una familia rica y para confirmarlo, pagaron un aviso en la página social del periódico
de la ciudad.

Muy pocos muchachos asistieron a la reunión social, la mayoría de los cuales eran hijos de los
profesores de María Isabel, que ella ni siquiera conocía. Entre ellos Arturo, sentado en un mueble del
salón, lejos del ruido musical con la mente en un libro.

María Isabel no lo perdía de vista. Se dio cuenta de que no miraba siquiera el tradicional momento del
vals con su padre, ni se interesó del estudio fotográfico que le hicieron, tampoco miraba a ninguna de las
amigas y parecía no disfrutar la

música que sonaba. Ella misma seguía los ritos y las etiquetas de la fiesta de sus 15 años sin disfrutarlo,
porque su atención estaba en el misterioso primo.
Tan pronto como se vio libre del protocolo, se acercó a él con una sonrisa ingenua. Arturo la miró y le
sonrió de la misma manera y por primera vez en la noche admiró su vestido de princesa de cuento de
hadas.

—¿Estás aburrido?

—No.

—Nunca vi a nadie con un libro en medio de una fiesta... ¿no te gusta bailar?

—Sí, me gusta mucho.

—¿Quieres bailar conmigo?

—No sé bailar.

—Yo tampoco... pero aprendemos.

Arturo dejó el libro sobre el mueble y se dejó llevar por la suave mano enguantada de su prima. Era una
balada que algunas parejas seguían. Arturo la tomó con verdadera gallardía y ella se sintió maravillada
de su delicadeza.

En otro ángulo del salón...

Manuel interrumpió la conversación que tenía y...

Posó su mirada en ellos...

—¿Qué lees?

—Un libro sobre la China.

—¿Es bueno?

—Ciertamente. Pero me encanta todo lo que se escribe sobre la China.

—Debe ser un país muy bello.

—Lo es. Es un país de una cultura antiquísima y muy rica.

Ella se sintió en el aire, como si el piso hubiese desaparecido de repente.

Al fin las últimas melodías de la balada llegaron a su fin y se sentaron. La conversación sobre la China
continuó todo el resto de la noche...

Mientras Manuel vigilaba...

María Isabel estaba encantada no solamente de las historias de la China, sino de aquel joven.

Olvidó el mundo que la circundaba y comenzó a viajar por un espacio de páginas y datos, versos y
sueños.

Así pasó la noche.

El ron bebido a sorbos comenzó a entrar en lo profundo del cerebro quinceañero y la envalentonó:
—¿Tienes novia?

Arturo la miró por primera vez con un brillo de malicia del cual él mismo se sorprendió.

—No.

—¿Estás enamorado de alguien?

Y él sonrió ebriamente.

—Sí.

Ella sintió un hormigueo en su vientre.

—¿De quién?

—De la historia. Me encanta. Quiero casarme con ella.

Entonces la muchacha de los 15 años respiró tranquila en medio del aliento a ron. Estaba tan mareada
que empezó a balancear suavemente su cabeza hacia los labios del caleño, pero...

—María Isabel.

—Manuel.

—Ya tomaste mucho ron y está muy tarde.

Lo miraron con la mente a punto de dejar la razón, anegada en el licor.

—Son las tres de la mañana. Vamos todos a casa.

Y así terminó la reunión social.

Al día siguiente, domingo, la casa estaba en silencio. Todos dormidos, pero Arturo se levantó a las ocho,
se duchó y se vistió como si fuese a misa. Se sentó en la sala después de tomar un café y sintió el suave
respirar del profundo sueño de Rocío, Manuel y María Isabel en sus habitaciones.

Hizo memoria de la noche anterior y se acordó de la prima cercana que parecía invitarlo con sus ojos a
un beso.

—Es muy niña– pensó despectivamente.

Salió de la casa y caminó la calle que baja hacia la iglesia. Entró a la misa de diez y después se sentó en
una banca del parque a mirar el partido de fútbol en medio de la calle. Uno de los muchachos, que había
recibido un fuerte puntapié, salió del partido y se sentó adolorido cerca de él.

Arturo nunca había estado cerca de muchachos de barrios populares, pero estarlo ahora le daba una
cierta alegría y sentía que eran tan normales como sus amigos de sociedad.

—¿Estás bien?– le preguntó al muchacho que era bastante menor que él.

—Sí– respondió el otro sin mirarlo mientras se sostenía la pantorrilla aporreada.

Después el muchacho lo miró sonriente.

—Vos sos el que está en la casa de Maritza ¿cierto?


—Sí. Soy primo de ella.

—Sí, sos caleño.

—Sí, soy de Cali.

—Ah. Yo me llamo Mario.

—Y yo me llamo Arturo– y Arturo le extendió la mano amistosamente.

Mario miró la mano unos segundos con sorpresa... no estaba acostumbrado. Después le estrechó la
mano y miró los brillantes ojos del caleño.

Días después...

Arturo preparó el retorno a su ciudad.

Rocío preparó una cena de despedida y Arturo les dirigió unas palabras de agradecimiento.

María Isabel no disfrutó la deliciosa comida de mar que tanto le gusta y su mirada se perdió en olas de
sopa caliente revuelta por la desesperada cuchara.

Se dio cuenta de lo sentimental que era.

Manuel estaba inusualmente jovial aquel día. Le preguntó por vez primera cosas de su familia y de la
hacienda azucarera de su padre.

Rocío estaba pensativa. Miraba a su hija con maternales presentimientos. Después pensó que un
matrimonio entre ambos primos no estaría mal, a pesar de la separación con su hermana. Arturo se veía
un hombre con futuro y eso le importaba más que fueran primos hermanos.

Manuel y Rocío lo acompañaron al aeropuerto.

Cuando regresaron, encontraron a María Isabel encerrada en su cuarto bañada en llanto. Rocío no le
quiso prestar atención y se sentó a ver televisión, mientras Manuel tocaba insistente la puerta del cuarto.
Cada llamada a la puerta parecía aumentar sus desesperados sollozos.

Manuel no sospechaba los motivos del lamento y pensaba que estaba enferma. Entonces iba a donde
Rocío, pero ésta permanecía indiferente.

Al fin buscó las llaves del cuarto.

—¿Por qué entras sin llamar?

—Soy tu papá... ¿lo olvidas?

—Pero yo tengo derecho a mi privacidad.

María Isabel estaba arrodillada frente a su cama, en sus manos un libro de la China y los ojos
enrojecidos.

—¿Qué te pasa?

—¡Nada!
—Entonces... ¿Por qué lloras si no te pasa nada?

—Lloro porque quiero llorar.

—Ah, pero nadie llora porque quiere llorar.

—Yo sí.

—Basta de cosas, dime qué te pasa. ¿Estás enferma? ¿Te duele algo?

—Me duele el corazón.

—¿El corazón? Pero muchacha, el corazón no duele... ya te hubieras muerto.

—Es el corazón de los sentimientos, papá. Parece que tú no lo tuvieras.

—Bueno.... entonces ¿qué te pasa?

—Bien... si te pido algo ¿me lo concedes?

—Pero sabes que siempre te doy lo que necesitas.

—Papá... estoy enamorada.

Manuel guardó un momento de silencio. Escuchaba con horror lo que temía. No concebía que su hija se
enamorase algún día y que los dejase.

—Pero todavía eres una niña. No puedes enamorarte.

—Sí... estoy enamorada.

Manuel se puso de pie y María Isabel lo miró con seguridad, sin llanto.

—Estoy enamorada de Arturo, papá.

Manuel trató de sonreír.

—Pero nadie se enamora en un mes de nadie y menos de un primo que es casi un hermano.

—Yo sí, papá –y soltó de nuevo el llanto– tú no puedes entenderme.

—Está bien, Maritza– se arrodilló cerca de ella y la abrazó– no te entristezcas por eso.

Papá... quiero que me compres todos los libros que puedas sobre Asia.

—Está bien... ¿qué más quieres?

—Dame la dirección de Arturo.

—Pero niña... ese muchacho es muy ocupado... ¿para qué se va a poner a molestarlo?

María Isabel lo miró con insolencia.

—Sólo dame la dirección de él.


Manuel salió de la habitación con ira y se sentó al lado de su esposa. No se dirigieron la palabra, pero
estaban pensando en lo mismo, en el futuro de su hija.

EL CHICO DEL BARRIO

14 años. Amante del fútbol ...como casi todos los muchachos del barrio.

Se la pasaba todas las tardes en la cancha, aquel rectangular espacio de felicidad, lleno de polvo,
invadido de remolinos de viento, balones, muchachos y gritos contra las porterías.

El resto del tiempo se la pasaba en el salón de séptimo grado.

Ser estudiante era un pasatiempo que Mario no hacía bien, no le preocupaba...

Maradona tenía más atractivo que José de San Martín, Asprilla más batallas que recordar que las de
Simón Bolívar, los estadios de Italia más sonoridad que las tablas de multiplicar, el Suramericano de
Fútbol más pasión que la geografía nacional.

Hortensia, su madre... Lo adora.

Había sido el ángel que le llegó cuando ella sólo tenía 15 años. Se había dejado ganar de las galanterías
de un camionero, con la ira de su padre, Saúl, que les construyó una pieza en el terrado de la casa para
ella, su hijo y Raúl, el camionero sin puerto fijo.

Raúl recorría las carreteras de Colombia con un inmenso y pesado camión cargado de frutas, ganado o
piedras, llevados de los puertos a la montaña, de la montaña a los puertos, de la capital a las ciudades,
de las ciudades a los pueblos, de los pueblos a las selvas...

Había sido saqueado mil veces por la guerrilla, asaltado por los piratas de carretera, había llevado
cientos de transeúntes de un poblado a otro y había conocido mil amores a lo largo y ancho de la patria.

Saúl, el padre de Hortensia, la miraba con sus ojos azules y altivos y le sentenciaba:

—Serás una esposa solitaria.

Raúl siempre estaba de viaje, pero cuando llegaba todo se volvía una fiesta. Con él venían regalos y
anécdotas de todo tipo y los fines de semana la vecindad entera se reunía en la calle para hacer un
almuerzo comunitario, sentados alrededor del camionero y sus historias, mientras los muchachos
pateaban un balón en medio de la avenida previamente cerrada a los autos. En aquellos partidos Mario
siempre era el campeón.

Para Raúl, como para Hortensia, Mario era todo, aunque sabía que el que en verdad lo educaba era
Saúl, el abuelo.

Saúl era como un patriarca en el barrio. Todos le tenían respeto. Con la decepción del embarazo de su
hija, aceptó a Raúl después que éste se casó con ella y demostró mejores intenciones. Ambos tenían
una buena amistad. Tenía diez hijos, todos casados y que vivían en la misma vecindad, de tal manera
que la mayoría de los vecinos resultaban ser parientes. La casa de Saúl y Sara, su esposa, era grande
como aquellas del campo, con un gran huerto en el patio, un lugar para gallinas y mucha gente durante
todo el día cruzando los amplios corredores. No parecía una casa en medio de una populosa ciudad,
sino una hacienda en medio de la montaña.

Era Saúl el que iba al colegio para estar al tanto de los estudios del nieto y era él quien solucionaba los
problemas de indisciplina con fuertes castigos ante los cuales no valía ninguna apelación. Todos los
sábados abuelo y nieto iban a la plaza central a traer pesados mercados para mantener la gran familia y
los vecinos más necesitados.

Hortensia se dedicaba a la costura, algo en lo que su madre la había educado y con esto ayudaba a la
economía familiar.

Cuando Raúl llegaba, Hortensia le contaba todas las aventuras de Mario y las historias con el abuelo, el
bajo rendimiento académico, el gran tiempo

dedicado al fútbol y a la televisión. Raúl llamaba a su hijo, que siempre tenía un balón debajo del brazo y
le prometía que si pasaba el año académico, irían al mar como premio. Esto bastaba para que el
muchacho se dedicara más de lo usual y así ir con su padre a las costas caribeñas durante las
vacaciones.

CUANDO EL AMOR LLEGA

Y... resulta... que no bastaba el fútbol para ser feliz.

Todo el espacio se hace pequeño cuando se va detrás de un balón. Cada quien se hace invencible,
vuela como un pájaro en los ángulos de la cancha, apenas regulado por el pito de los jueces de línea...
cuando...

¡El amor llega!

Y hace un gol contra los arcos desprotegidos del corazón.

Y la vio allí... sentada en las gradas, con una mirada inusual, una mirada perdida en la inmensidad, los
ojos marrón de la dulzura y el cabello acariciado por el viento polvoriento de la cancha. A su lado, su
mejor amiga. Las chicas que enamoran con su sola presencia, siempre tienen una mejor amiga que...
también es bella. Ésta era Nancy, más serena, más sencilla, más alta, menos elegante. María Isabel era
una hoja de poesía, como dice Leonardo,

el muchacho del colegio que escribe versos para las muchachas.

Otro le quitó el balón y se perdió entre los ángulos polvorientos de la cancha para intentar batir al portero
que dio un salto karatesco en el aire y atrapó el esférico como cuando un delfín atrapa un pez lanzado al
firmamento. Pero Mario se quedó estático, mirándola desde la mitad de la cancha. Ciertamente se quedó
estático unos segundos no más, pero cuando un muchacho se encuentra con una visión angelical, los
segundos se hacen la eternidad y todo lo demás se borra... por unos instantes.

Entonces lo despertó... ¡Un estrujón! Dado fuerte pero de parte amiga. Era Rafael, su mejor amigo...

(Casi todos los muchachos del barrio tienen un mejor amigo).

Estaba enfadado porque se había desconcentrado y por poco les hacen un gol.

Mario despertó de su breve sueño y volvió al partido. Lo luchó a partir de ese momento con más fuerza,
para llamar la atención de la muchacha rubia de ojos marrón-ternura de las gradas, al lado de Nancy.

Cuando terminó el partido se acercó a ellas como por coincidencia y escuchó la voz suave, de muchacha
bien educada, que hablaba de libros y cosas serias.
Ambas se fueron y él se quedó en las gradas, sentado, mirándolas, pensativo, hasta que llegó Rafael y
se sentó a su lado.

—Hermano... yo creo que esa muchacha debe ser mi novia– le dijo sin dejar de mirarlas en la distancia.

Entonces Rafael comenzó a reírse cuando miró de quien hablaba, mientras Mario se ponía una camiseta
sudorosa en su dorso húmedo de sudor.

—Dícelo– retó Rafael poniéndose su camiseta igual de sudada.

Caminaron en silencio las calles del barrio.

Ambos pensaban en María Isabel, el uno en cómo declarar su amor apenas nacido, el otro en si su mejor
amigo sí sería capaz de semejante historia.

—Puede ser más difícil que ganarle a los Gigantes de París– rompió el silencio Rafael.

(Los Gigantes era un equipo de muchachos, París un barrio cercano).

—Tal vez no tanto...

Y bastó ese comentario para que Mario decidiera que debía confesar a María Isabel el amor que apenas
tenía media hora de nacido.

Pasó la noche casi sin dormir, en pensar cómo. La telenovela mexicana que su madre veía le dio ciertas
ideas. Pero pensó en poner su propio estilo, menos romántico. A la medianoche concluyó que hacer una
declaración de amor es tan sencillo como ir y decirlo, así no más, como quien tira un balón contra la
arquería.

Al día siguiente practicó con Rafael.

—Me parece que es muy ruda esa manera de declararse.

—Mira Rafael, yo sé que has tenido novias y que eres un experto en la materia, pero déjame seguir mi
propio estilo.

Rafael no insistió más. Sabía cuán testarudo era su amigo y sabía bien que María Isabel era una
muchacha difícil. Más difícil que ganarle a los Gigantes de París. Así que profetizó para sí mismo el
resultado: fracaso...

Eliminado de la copa del amor...

Mario, que era la primera vez que se declaraba, a los 14 años, la esperó a la salida de clases y las siguió
(iba con Nancy) hasta la cafetería. Ambas se sentaron a leer un libro. Entonces él se acercó con sus
cuadernos en la mano, su bluejean

desteñido, su camiseta por fuera, su gorra de fanático del Atlético Nacional y los mechones de cabello
negro cruzando su frente y...

—¿Puedo hablar contigo?– le dijo.

María Isabel, que solía mirar a la gente de arriba abajo, lo miró con temor, como si temiese que él le
fuera a hacer algo.

—¿Qué?
Mario sintió entonces que se había metido en terreno peligroso, que estaban a punto de hacerle un
gol y no tenía defensas, no estaba bien preparado, pero cuando un delantero contrincante viene de
frente, lo único que un portero sabe hacer es seguirlo... no se puede escapar.

—No es otra cosa que...

Nancy, que no miraba a nadie de arriba abajo, reconoció al muchacho de la selección del colegio, uno de
los mejores en fútbol, uno de los peores en el estudio. Le atrajeron sus ojos oscuros y brillantes que
nunca había visto tan cercanos.

—¿Qué?- preguntó de nuevo María Isabel, con un dejo de mayor insolencia.

—Quería decirte que...

María Isabel se mostró impaciente.

—Que tú me gustas mucho...

Y casi se siente sin aire. Sus pies perdieron energía, sintió que había perdido las semifinales. Pero
paradójicamente se mostraba sereno y seguro de sí mismo, algo que sorprendió a ambas muchachas.

Después de pasar el momento de sorpresa, María Isabel reaccionó. Una sonrisa de burla se dibujó en su
boca y lo volvió a mirar de arriba abajo.

—Pero usted a mí no me gusta. Nunca saldría con alguien como usted... adiós– y posó sus ojos marrón
en las páginas del libro, pero Mario siguió de pie, frente a ella.

—Está bien –dijo con la voz segura de muchacho– ... te doy una semana para que lo pienses y así me
des una mejor respuesta...– y salió de la cafetería a pasos largos, ante la mirada estupefacta de Nancy.

Rafael lo esperaba afuera.

—¿Y entonces?– le preguntó.

—Le dije.

—¿Y qué respondió?

—Le di una semana para que lo pensara mejor.

Rafael se rió como el día anterior. Y así continuó todo el camino a casa, mientras Mario estaba en
silencio.

DESAFÍOS DEL AMOR

Un desafío... Solían decirse los muchachos del barrio para convenir un partido de fútbol entre dos
bandos de la vecindad.

Ningún muchacho desatendía un desafío.

Hacerlo significaba demostrar miedo y los muchachos del barrio no sabían demostrar miedo...

Así lo sintieran.
En la noche tuvo un sueño.

(Mario casi nunca recordaba los sueños).

Soñó que estaba solo en la cancha de fútbol, con el uniforme de la selección del colegio. No había nadie
en las gradas, todo estaba en silencio. Entonces vio venir a un muchacho a quien nunca había visto por
el barrio. Era alto y fuerte, con gruesas piernas de futbolista y un rostro casi angelical, de sonrisa
maliciosa.

—Y vos... ¿quién sos?

El muchacho patió suavemente un balón que apareció de cualquier parte a los pies de Mario.

—Soy el amor.

Mario se rió en el sueño de aquel pretencioso. El amor no podía ser así, sencillamente como un
muchacho.

—Vamos a un desafío– le dijo, con el mismo tono con el que el capitán de los Gigantes de París invita a
un partido.

Mario se despertó a las tres de la mañana. Todo estaba en silencio en el barrio. No se pudo dormir hasta
la hora de levantarse y salió de la casa muerto de sueño.

Entonces comenzó a vigilar a María Isabel. La seguía por las cuadras del barrio, la expiaba cuando
conversaba con las amigas, miraba a cada persona con la que hablaba y después averiguaba quién era.
Así supo que leía libros sobre los países orientales, que el papá la llamaba Maritza, que la mamá iba
todos los días a sauna en un club del barrio Pedregal, que recibía cartas de un Arturo que vivía en Cali y
que los viernes se quedaba viendo películas en su casa con Nancy.

Pero pronto María Isabel se dio cuenta de la persecución de la que estaba siendo objeto. Entonces
comenzó a evitarlo y cuando él trataba de ponerle conversación, no le respondía.

Ella no podía sacarse de la mente a Arturo y los libros era una forma de recordarlo en su mente, aunque,
Arturo apenas le había respondido un par de veces. Mario le parecía una molestia, pero no le prestaba
mayor importancia. Alguna vez pensó decírselo a su padre, pero le dio temor de cualquier escándalo que
Manuel pudiese provocar con el muchacho.

Entonces un día decidió que Nancy le podría ayudar. Le dijo que hablara con él y tratara de disuadirlo de
su pretensión. Nancy aceptó como si fuese una tarea sencilla. Lo buscó en la cancha, una tarde de
entrenamiento. Ella se detuvo en las gradas y buscó con la mirada al muchacho delgado de ojos oscuros
y cabello revolcado y cuando lo vio lo llamó con voz amistosa.

Mario sintió que su corazón se aceleraba. ¿Era quizá una buena señal?

—Mario, mira, María Isabel me pidió que hablara contigo.

—Sí.

—Mira, ella no quiere ser tu amiga ni nada, porque ella ya está comprometida.

Pero Mario permaneció inmutable.

—Te ruego que por favor no la sigas molestando, porque si su padre se da cuenta, podría haber un gran
problema.
Mario la miró serenamente y ella sintió esa serenidad de aquellos ojos oscuros en su interior. Nunca lo
había tenido tan cerca ni se había dado cuenta de que su rostro tenía un esplendor especial.

—Y vos... ¿te has enamorado alguna vez?

Nancy se enfadó.

—No hablamos de mis cosas... hablamos de ti y tus pretensiones con María Isabel.

—Si te has enamorado alguna vez, sabes que no es tan fácil, porque se acaba amenazado.

—Yo no te estoy amenazando.

—Dices que su padre podría ponerme problemas.

—Cierto... pero no es que te amenace, es sólo hacerte saber qué cosas podrían suceder si sigues con tu
idea de enamorarla.

—Si te has enamorado alguna vez, sabes que nada importa para el que se enamora... ni siquiera hay
miedo a la muerte.

Nancy enmudeció. No esperaría esas palabras de un muchacho de 14 años.

—Ustedes los hombres no saben nada del amor– alcanzó a responder como salida de escape.

—No se pueden juzgar a todos los hombres así.

—Pero casi todos se muestran ingratos.

—También he escuchado frases así acerca de las mujeres.

—Y, ¿crees en ellas?

—No... porque mi mamá jamás sería ingrata. Es una mujer maravillosa.

Nancy comenzó a mirar a Mario con simpatía.

—Pero la mayoría de los hombres sólo piensan en sexo y nada más.

—Pero los hombres no estamos solos en el planeta... Hay cosas mejores que el sexo, por ejemplo...

—el amor.

—Y tú... ¿qué sabes del amor?

—Es como el fútbol.

Nancy sonrió.

—Bien, Mario, ya sabes lo que te dije... adiós– y se alejó. El rostro del futbolista estaría en su mente el
resto del día. Después... Maritza.

—Te digo que es un muchacho especial... no es como todos.


—Puede ser... pero mi vida es Arturo.

—Pero Maritza... ante todo es tu primo y nadie se casa con un primo, es como casarse con un hermano.
Por otro lado vive en una ciudad lejana y además apenas te ha escrito dos veces en respuesta a todas
las cartas que tú le mandas.

—Sí, pero no puedo olvidarlo. Además... este Mario... ¡míralo!, es sólo un niño, tiene 13 ó 14 años, no sé
y mira de qué baja estirpe es. No me gusta y menos le gustaría a mis padres. Prefiero seguir esperando
a Arturo.

EL AMOR ES POESÍA

Comenzó a pensar en otras maneras de conquista. Entonces vio a Leonardo. Un galán. Nadie como él
en el colegio. Su fuerte... los versos.

Jamás le había hablado, porque Leonardo no gustaba del fútbol y se la pasaba en otras cosas, con otra
gente. Era miembro del grupo de teatro y le gustaba el dibujo, cosas que Mario no consideraba propias
de un muchacho. Para Mario, las cosas de muchacho eran sólo el fútbol y la cerveza.

Así que se acercó a aquel chico refinado con cierto temor. Lo veía tan popular entre las muchachas, que
sintió cierta envidia.

—Hola –le dijo una tarde, cerca de los salones de arte. Sintió más temor que cuando se le declaró a
María Isabel.

Leonardo tenía una gran hoja de papel blanco en una mesa de dibujo y con un lápiz daba formas a la
profundidad de un espacio sentado en una banca del corredor. Cuando alzó la vista, le sorprendió que el
mejor jugador del colegio le hablase. Mario no estaba en el círculo de sus amistades y siempre le había
parecido orgulloso. Quitó suavemente un lacio mechón de cabello que se había deslizado en su frente y
Mario pensó que era demasiado delicado.

—Hola –respondió Leonardo.

—Puedo preguntarte qué haces.

—Sí... pregúntame– respondió Leonardo con una sonrisa maliciosa.

—¿Qué haces?

Le mostró el dibujo: era el corredor que empezaba a revelarse de una proyección de líneas y ángulos
sombreados por el carboncillo. Mario abrió amplios sus ojos oscuros con admiración.

—Es... increíble– dijo.

—Gracias –respondió Leonardo.

Aquel día no fue capaz de decirle nada. Hablaron de arte, algo novedoso para Mario y terminó por
pensar que estaba equivocado.

–Tenía una idea equivocada del arte.

—¿Qué pensabas?
—Que no era algo para hombres.

—No eres el único que lo piensa... mi papá también lo dice. Una vez me golpeó por eso.

—¿En verdad?

—Sí. Él quiere que yo sea militar, como fue él. Es un tipo machista. Pero yo soy feliz en el arte.

—Y... ¿Te gustan...?

Leonardo lo miró con sorpresa.

—¿Qué crees tú? ¿Te parezco gay?

—No... es que...

—No. Incluso tengo mi novia. Mira, el arte también es para muchachos, y nada tiene que ver con el sexo.

Mario respiró tranquilo, no porque le importase las preferencias de Leonardo, sino porque temía que el
muchacho se enojase.

—Discúlpame, Leonardo... Por eso te dije que tenía una idea errada del arte.

—Ven a mi casa y te muestro todo lo que he hecho.

La invitación fue una gran oportunidad de entablar una amistad. Mario tenía la intención que Leonardo le
ayudase a conquistar a María Isabel.

En la tarde fue a casa de Leonardo. Era una casa del barrio, sencilla, pero le encantó el gran cuidado de
los jardines y la forma artística de la puerta. Le abrió una señora joven y hermosa que lo miró con
dulzura.

—Soy Mario, compañero de Leonardo.

—Sí, pasa Mario– lo invitó y Mario entró a una salón hermosamente amueblado. Era como estar en otro
mundo.

—Qué hermoso.

—Gracias –dijo la señora– este cuadro lo pinté yo– le señaló un inmenso cuadro sobre un sofá, era un
paisaje marino increíblemente colorido.

—También usted es artista.

—Sí... es herencia de mi padre. Leonardo también sigue el camino.

Leonardo entró en el salón con un rostro de alegría.

—Mario... mi mamá. Su nombre es Elizabeth.

—Mucho gusto –dijo Mario tímidamente.

Después Leonardo pasó más de una hora mostrándole cuadros y leyéndole versos. Nunca Mario había
admirado el arte como aquella tarde. El tour por el museo de arte de Leonardo, terminó
frente a una taza de chocolate, con ricos panes dulces que Mario comió con voracidad.

—Leonardo... ¿Puedo decirte algo?

—Claro... ya somos amigos.

—Bueno... no sé si sabes que estoy enamorado de María Isabel.

—Todos lo saben en el colegio.

—Sí. Pero no sé como hacer para que ella se fije en mí.

—Por eso te acercaste a mí.

Mario se sonrojó avergonzado.

—No te preocupes, Mario... no me molesta. Me parece muy admirable. En verdad sientes el amor. Mira,
te ha permitido apreciar el arte.

—Discúlpame Leonardo... creerás que soy interesado.

—No. Seguro que no. El amor se sirve de intermediarios. Sabes que dicen que el amor es ciego... pero
yo pienso que también es sordo y mudo y lleno de temores. Entonces necesita quién le ayude.

—¿Qué cosa es el amor, para ti?

—Bueno, es una pregunta muy complicada. Tal vez no tiene respuesta. Hay gente que prefiere no
hacerse semejante pregunta y, aunque no tiene respuesta, es mejor preguntarse siempre qué es el
amor.

—Hablas muy complicado.

—Disculpa... he leído mucho acerca del amor. Sabes que escribir versos implica necesariamente el tema
del amor.

—¿Por qué?

—Porque la vida toda es amor y desamor, ambas al mismo tiempo.

—No entiendo.

—Mira... tú amas a María Isabel y ella no te ama a ti... Amor versus... Desamor.

—Es como un partido de fútbol, más o menos.

LA FLOR DE LOTO 1

Viajaba en sueños a cualquier punto del gran continente asiático:

Desde la Gran Muralla China a la inmensidad metropolitana de Tokio, desde la isla de la Java a las
superpobladas ciudades de la India. Se soñaba una princesa de un gran imperio oriental que recorría su
territorio en un elefante blanco y alado y ella, recubierta en oro y esmeraldas y a su lado... Arturo.
Manuel la llenaba de regalos con la intención de hacerle olvidar al lejano primo. Ella aprovechaba las
ofertas y le pedía libros y costosos adornos orientales. Había llenado la pieza de perfumes de la India e
incienso, sus manos de anillos que imitaban hermosos diamantes y hasta había tenido la idea de
ponerse una esmeralda en el entrecejo como una princesa india, hasta que Rocío intervino fuertemente y
le prohibió incluso hasta pensarlo.

Ella le pidió al papá un viaje a Cali.

Pero él le prometió uno mejor a Cartagena, Bogotá, Quito, Caracas, Buenos Aires, México, Aruba,
Alaska... pero no a Cali.

Ella insistió en Cali...

Él le recuerda que tenía en Miami una tía y le prometió que tan pronto terminara el colegio, la enviaría a
estudiar la universidad a Estados Unidos.

Ella insistió en que quería estudiar en Cali...

Él le dijo que haría todo el esfuerzo del mundo para que conociera España, como había soñado desde
niña.

María Isabel sólo quería conocer a Cali.

En el colegio la comenzaron a llamar la china, porque toda conversación terminaba siempre en la China.

Rocío sólo se preocupaba que su amor por Arturo no se apagara y ella misma escribía algunas cartas a
su sobrino. Pero el sobrino no respondía.

—Hija... ¿qué debo hacer para que olvides a ese muchacho?– le suplicó un día Manuel.

—No hay nada que puedas hacer papá... sólo quiero a él.

—Nada hay que no se pueda lograr.

—Una flor de loto.

—¿Qué dices?

—Dame una flor de loto... una de la India, la flor sagrada, traída desde allá directamente y lo olvido.

Manuel pensó que era una burla y la dejó. Pero María Isabel se había enamorado de la fotografía de la
flor vista en uno de los libros. Le había parecido una flor extraordinariamente hermosa. Sabía que en
algunas partes del continente crecía, que en Africa había otra variedad, pero la única que le atraía era la
asiática.

Esa misma tarde empezó a descubrir con un terror profundo que ya no sentía la necesidad de escribirle
a Arturo. Abrió la ventana de su habitación que daba al sur, hacia donde es Cali y sintió que su corazón
ya no palpitaba como antes por el ser amado en la distancia.

Entonces se acostó muerta de rabia. ¿Podía ser el amor como una flor de un día? Trató de pensar en
Arturo, pero los pensamientos le parecieron forzados, llenos de fingimiento. Al fin su padre había
ganado, pero ella no se lo diría. De nuevo vino a su mente la flor de loto. Buscó el libro y la encontró. Se
enamoró de la flor y la deseó tener entre sus manos.

Al otro día... de nuevo... molestó Mario...


Venía con una sonrisa plena... lleno de ilusiones y calma, paso de quien termina un torneo y es
vencedor.

Por primera vez ella no sintió repulsa hacia él y dejó que se acercara.

MÁS ALLA DE LAS MONTAÑAS, MÁS ALLA DEL MAR

Las vecinas no sabían siquiera qué era una flor de loto.

Buscaron por toda la vecindad.

Le preguntaron a doña Mercedes, que tenía mil matas en su jardín intocable.

Llamaron a la tía que vive en Castilla.

A los primos de Aranjuez.

A unos amigos de Belén.

Esa tarde no dieron con ninguna flor de loto.

Al día siguiente fueron en bicicleta hasta Bello, la población que queda al norte de Medellín, a donde
unos amigos del colegio que le dijeron que en unos potreros vecinos habían flores de loto: era un
matorral que un señor les advirtió que cualquier chamizo había, menos flor de loto conocida o por
conocer.

Entonces esperó a la mañana siguiente a Nancy.

—¿Dónde se consigue esa flor de loto?

Y ella sonrió.

—Lejos, muy lejos– y se fue dejándolo con la sensación de impotencia, con la idea que se burlaban de
él.

Esta vez y por vez primera, tuvo ganas de llorar, buscar a María Isabel y exigirle respeto.

Entonces Rafael lo consoló.

—Bueno, no te pongas así... Vamos, todavía se puede intentar. ¡Ya sé dónde debe haber! En el Jardín
Botánico.

Esa tarde salieron después de almuerzo. Se olvidaron del diario partido de fútbol y de los programas de
televisión vespertinos y fueron hasta el Jardín Botánico al otro lado de la ciudad. Casi nunca iban allí, a
no ser por las visitas del colegio, por lo tanto no conocían bien acerca del intrincado espacio verde en
medio del maremagnum de cemento de la ciudad.

Lo primero que hicieron fue preguntar a la mujer de la recepción:

—Buenas tardes señora... ¿No tendrá por casualidad una flor de loto en este jardín?

La mujer tenía una larga cara de tedio y los miró con impaciencia mientras gruesas arrugas se le
formaban en la frente.
—¿Una qué?

—Una flor de loto.

—Vayan a la biblioteca... yo no sé de matas– y sin mirarlos les señaló la dirección hacia la biblioteca.

Los dos muchachos cruzaron un gran patio custodiado por cinco árboles gruesos y floridos, entraron a
un amplio salón lleno de libros pero solitario y silencioso en donde había un elegante joven detrás de un
mostrador, frente a un computador mientras sorbía una taza de café negro. Cuando los vio sonrió
satisfecho como si los esperase, lo que los animó a acercarse con más confianza.

—Buenas tardes muchachos ¿qué buscan?

Ambos respondieron a coro:

—¡Una flor de loto!

—¿Una flor de qué?

–De loto.

—Bueno –dijo como si entendiera de qué se trataba o como si la tuviese justo debajo del escritorio.

Entonces se dio vuelta hacia el computador.

—Busquemos todas las variedades de flores que tenemos.

Los dos muchachos miraron con impaciencia al monitor mientras una lista interminable de nombres de
flores aparecía. Al fin el computador dio con un nombre concreto.

—Flor de Loto... sí... vayan al herbario. Queda no lejos de aquí. Siguen derecho, por el sendero que está
en frente de la salida y encuentran el lugar. Allá debe estar.

Se despidieron del joven y salieron precipitadamente de la biblioteca para cruzar patios y prados
adornados con cientos de variedades vegetales y árboles. El herbario estaba cerca de un lago artificial
lleno de cisnes blancos que ellos miraron con simpatía pero sin deternerse para entrar en una especie de
caverna vegetal y fresca llena de una luz tenue. Las plantas tenían fijado el nombre científico y vulgar y
ellos comenzaron a buscar el nombre deseado. Quince minutos después no habían encontrado nada,
entonces pensaron en buscar a algún empleado, pero nadie, excepto ellos, estaba en el herbario.

—Esto parece un cementerio– dijo Rafael.

—Pero es hermoso ¿no? A Leonardo le gustaría para hacer sus cuadros.

Rafael continuó mirando unas plantas en un sendero de agua corriente y de pronto dio un grito de júbilo:

—¡Mario... ven, la encontré!

Mario corrió sobresaltado al lado de su amigo. Había una planta acuática sin flores pero que llevaba un
letrero:

Nelumbo penta pétala o loto americano,


Litoral Pacífico colombiano.

Ambos miraron la planta por un momento con curiosidad. Eran grandes hojas extendidas en la superficie
del agua.
—Debe ser esta...

En ese momento un anciano se les acercó.

—¿Puedo ayudarlos?

—Sí... queremos comprar una flor de esta planta.

—Pero en esta parte del año no ha florecido... deben esperar hasta mayo.

—Pero... ¿esta es la planta de la flor de loto?

—Así está escrito.

—¿Cuánto cuesta?

—Bueno, no es una planta muy cara. Pueden comprar un pie y meterla en el estanque de una finca...
crecen rápido desde que les dé sol abundante, porque crece en zonas tropicales. Esta la trajeron de las
selvas del Darién. Les puedo vender un pie por cien pesos.

—Bueno, lo llevamos –respondió Mario poniendo la moneda en la mano del anciano.

El anciano puso la moneda en el bolsillo de un delantal de jardinero y después tomó una parte de la
planta con su raíz.

—Es una planta acuática... no deben sacarla del agua, debe estar en un estanque y que le dé el sol.

Mario pensó en la poceta del abuelo Saúl.

—¿Cuándo florece?

—Bien, estamos en noviembre... para mayo tendrán alguna flor, pero deben cuidarla bien.

—¿Tarda mucho en crecer?

—No, si tiene sol y agua.

Ambos salieron del Jardín Botánico llenos de alegría. Fueron primero a casa de Nancy y le mostraron la
raíz de la planta.

—¿Dónde la consiguieron?

—En el Jardín Botánico.

—¿Están seguros de que es la flor de loto?

—Sí, de aquí a mayo florecerá y se la entrego a Maritza... puedo esperar un poco más.

—Pero... ¿es esta la planta de la India?

—¿De la India?

Nancy los hizo entrar a la casa y se sentaron en la sala. Ella cogió un libro de flores.

—Este libro es de María Isabel... aquí está la flor de loto que ella quiere.
Miraron la espléndida foto de una inmensa flor rosada de grandes pétalos custodiados por anchas hojas
extendidas como la palma de una mano.

—Existen muchas variedades de flores de loto. Aquí en Colombia tenemos algunas de ellas,
especialmente crecen en el Pacífico. Hay otra variedad en Africa, el loto egipciano. Pero esta es la flor
sagrada de la India. Sólo crece allá.

—¿Quieres decir que Maritza quiere una flor de la India?

—Sí... de la India o del Asia.

Rafael casi explota en un grito de ira, pero Mario sonrió.

—Al menos ya sabemos en dónde está.

—Y qué... ¿vas a ir a la India esta misma tarde?– gritó Rafael.

—Calmate, Rafael... veamos qué podemos hacer– dijo Mario. Nancy volvió a sentir que era un
muchacho fuera de lo común.

Después le dio la planta a Nancy.

—¿Tienes en dónde sembrar esta plantica?

—Sí, mamá tiene un jardín y hay un pozo en donde la podemos meter.

—Bueno, siémbrala de todos modos. Quiero ver cómo es esta flor. Aunque no es la que quiere ella, al
menos la podemos disfrutar nosotros ¿no crees?

Salieron sin despedirse y caminaron las calles del barrio.

—Volvamos al parque– dijo Mario.

—¿Para qué? Nancy dice que es una flor de la India.

—Pero de pronto en la biblioteca nos pueden indicar en dónde está... tal vez hay en Colombia alguna.

—Pero ya son las cinco de la tarde, vamos mañana.

Esa noche Mario tuvo otro sueño.

Se vio a sí mismo en un país extraño y caluroso lleno de estanques en donde crecían cientos de plantas
de loto y él estaba entre las plantas, sumergido en el fango. Entonces cogió una de las plantas y al
arrancarla, un gran chorro de sangre

humana salió del tallo tallado. Mario soltó con terror la planta y trató de correr, pero el fango le impedía
mientras sentía gritos y lamentos que venían de las plantas. Se despertó precipitadamente. El sudor
empapaba su rostro. Miró el reloj despertador: eran de nuevo las tres de la mañana. Tampoco pudo
dormir hasta la hora de levantarse para ir al colegio.

Toda la mañana tuvo en la mente las plantas de loto en el lodo de sangre y lamentos en la mente. Quiso
decírselo a Rafael, pero sabía cuáles serían sus respuestas. Rafael era un muchacho práctico. Entonces
vio a Leonardo en la cafetería.
—Hola.

—Hola.

—Te veo como si no hubieras dormido.

—Tuve una pesadilla... nunca en mi vida había tenido pesadillas.

—Espero que no haya sido con María Isabel.

—No estaba ella, pero tenía que ver mucho. Oye ¿podrías pintar una flor de loto? Yo te la pago... pero
que sea un cuadro bien grande y colorido.

—¿Una flor de loto? ¿La flor sagrada de la India?

—¿La conoces?

—Sí... es hermosa. ¿Por qué quieres un cuadro así?

—Quiero regalárselo a María Isabel. Dime cuánto necesitas y te pago lo que sea.

—Bueno amigo, pagar el arte no es como pagar ropa... vamos a hacer algo mejor: te lo regalo como
muestra de amistad.

—¿Pero Leonardo?

—No hay nada más que decir. Esta misma tarde me pongo a pintarla. Mamá tiene un libro de flores y allí
está.

Mario sintió una alegría con su nuevo amigo. En esta historia del enamoramiento de María Isabel, había
sido lo mejor que había ganado.

En la tarde se encontró con Rafael y volvieron al Jardín Botánico. Fueron directamente a la biblioteca y
encontraron al mismo joven en la misma posición frente al computador sorbiendo de igual manera la taza
de café. Les dio la impresión que nunca se hubiese ido de allí. Al entrar los miró de igual manera, con la
misma sonrisa de bienvenida.

—Ayer estuvimos aquí.

—Sí, los recuerdo... fueron los únicos que vinieron en la tarde. ¿Encontraron lo que buscan?

—Sí y no. Encontramos la planta de la flor de loto, pero no la de la India, sino una del Darién.

—Y ustedes necesitan una de la India ¿cierto?

—Sí.

—¿Para qué? ¿Es un trabajo escolar?

—Bueno, es para mi mamá –respondió Mario– ella sólo quiere una flor de la India.

—Gustos exigentes –dijo el joven– pero creo que será difícil encontrarla aquí... pero miremos en el
computador.

De nuevo buscó en las listas que pasaban en el monitor y todo fue negativo.
—Lo siento mucho... no está aquí. Ni aparece en registros de ningún jardín del país. Sólo la pueden
encontrar en jardines de Lake Dal, Srinagar o Kashimir.

—¿Y dónde es eso?– preguntaron a coro, creyendo que se tratase de alguna selva colombiana.

—De la India, lógicamente.

Salieron del parque en silencio.

—¿Cómo puedes enamorarte de una muchacha así?

—¿Cómo?

—Tan complicada. Ella no te quiere... ella no quiere a nadie. Se quiere a sí misma.

—Eso ya lo sé.

—Entonces... ¿por qué insistir?

—Porque mi papá me dice que la vida sin luchar por algo no vale nada. Dice que es como conducir un
gran camión cargado de cosas sin un destino fijo.

—¿Cómo así?

—Me pone este ejemplo: imagina que tienes un gran camión, como el de mi papá, y llevas mercancía,
por ejemplo, frutas, comida, animales... entonces tienes una meta fija, llevar esto a Barranquilla ¿no?

—Lógico.

—Pues bien, imagina que llevas todo eso, pero no vas a ninguna parte. ¿Es lógico?

—No... todo camionero lleva una ruta fija.

—Sí, así es nuestra vida... es un gran camión cargado de cosas buenas, pero esas cosas no tienen
importancia si no están destinadas para otros, para una meta en tu vida. Y debes luchar por esas metas.

—¿Tú padre te dice eso?

—Sí.

—Creí que era camionero.

—Lo es. ¿Los camioneros no pueden pensar así?

—Bueno, tengo una idea diferente de ellos. Pienso que son personas rudas, no filósofos.

—La mejor filosofía se lee en las carreteras ¿sabes? Vamos al centro de la ciudad.

—¿A qué?

—A buscar a un indiano o a un chino.

—¡Estás loco! Olvida eso ya, vamos al entrenamiento que este asunto de la flor de loto ya nos ha hecho
perder varias tardes.
—Bueno, ve al entrenamiento... yo voy a buscar a mi indiano o chino o japonés... hasta que no lo
encuentre no vuelvo al barrio.

Y comenzó a caminar hacia la parada de buses.

Rafael... estático.. viéndolo partir... sintió que debía ir...

Reaccionó y corrió a toda prisa, antes que su amigo se subiera al bus. No le dijo nada más.
Acompañaría a su mejor amigo de la adolescencia hasta el fin del mundo... por una flor de loto...

DE LA INDIA

Medellín, la segunda ciudad más importante de Colombia. Centro urbano destacado en el panorama
latinoamericano. Juega un importante papel en la industria, el comercio, la ciencia. Capital del
departamento de Antioquia, al noroccidente colombiano, a 1.526 metros sobre el nivel del mar, en la
cordillera central de los Andes. Ciudad de grandes industrias.

Fundada en 1541, su industria se desarrolló sobre la producción de alimentos, madera, automóviles,


químicos... La Manchester de Colombia, por su industria textil, La Ciudad de la Eterna Primavera, La
Capital de la Montaña, La Ciudad de las Flores, La Capital de las Orquídeas, La Bella Villa, La Tacita de
Plata, La Ciudad de los Congresos y Convenciones...

Después de 1914 con la construcción del Canal de Panamá y la conexión de la ciudad por ferrocarril con
Cali, se dio una explosión de progreso e hizo

crecer el pequeño poblado de arrieros en una de las principales ciudades del país.

La ciudad resume el mundo actual: dividida entre norte y sur, ricos y pobres, tecnología y nada,
desposeídos y dueños, con un trasfondo montañoso de un valle espléndido, fértil, ensoñador, de
paisajes que iluminan las auroras, hacen las tardes románticas, las noches plasmadas de estrellas que
se descuelgan en los cerros.

Y en esta ciudad... de progreso y pobreza... un muchacho buscó una flor de la India... porque otra cosa
que tiene esta ciudad es poesía.

Llegaron al centro de Medellín y caminaron las calles llenas de gente y tráfico. Miraban los rostros en
busca de ojos rasgados y así, cada calle, cada plaza, cada edificio, cada restaurante...

—Mario, aquí no hay asiáticos... estamos en Medellín.

Pero Mario no perdía la fe. Seguía con la mirada a cada persona. Sabía que en cualquier momento
tendría una respuesta a su búsqueda.

Al fin, cansados, se sentaron en las bancas del parque Bolívar. Compraron helados y en silencio
contemplaron la estatua melancólica del Libertador de América enmarcado por el frontis de la gran
Catedral Metropolitana.

La tarde tranquila que invadía cada espacio del parque sintió el arribo de aquel grupo de hombres de
túnicas rosadas, cabello rapado, sólo con un mechón a la espalda, instrumentos musicales y un mantra
cadencioso repetido mientras la danza hindú se desenvuelve.

Mario y Rafael los miraron en silencio, sin pensar nada, mientras descansaban de la fatiga, como si
hubiesen tenido un fuerte partido de fútbol.
Entonces Carlos... el monje hinduista... se acercó con la reverencia y les regaló los folletos de su secta
en la mano, para entregárselas.

—No tenemos dinero– respondió Rafael.

—No importa– respondió con un tono afable, lleno de paz, de una armonía que llamó la atención de
Mario.

—¿Es usted de la India?– le preguntó.

—No, pero viví en Asia hace algunos años– respondió Carlos.

—¿En dónde?– preguntó Rafael.

—En la India.

Ambos se miraron, como si hubiesen encontrado la flor.

—¿Usted conoce la flor de loto de la India?– preguntó Rafael.

—Sí, es la flor sagrada.

—¿Tiene alguna aquí, en Medellín?– siguió Rafael.

—No, ¿por qué?

—Estamos buscando una, pero que sea de la India.

—¿Por qué?

Entonces Mario le contó toda la historia, las intensas búsquedas, las pretensiones de María Isabel.
Carlos lo escuchó pacientemente, mientras sus hermanos danzaban en medio del parque. Sintió
compasión por aquel muchacho que reflejaba en sí ternura y coraje. Sintió que debía ayudarlo de alguna
manera.

—Tu historia es única. Te daré una ayuda, aunque no te prometo nada.

—¿Cómo?

—Tengo algunos amigos en la India. Quizá me puedan enviar semillas de la flor. Basta con escribirles.

Mario sintió que su corazón palpitaba más de prisa.

—Vengan mañana al templo y les doy una respuesta ¿de acuerdo?

—Claro– respondieron ambos llenos de alegría.

EL ABUELO
El viento frío de la montaña refresca la vereda en una tarde de hace tiempos, de esas tardes ya
olvidadas cuyas fotos amarillas reposan en álbumes condenados a viejos baúles que nadie abre.

En 1949 el viento frío de la montaña trajo los olores sanguinarios de la guerra civil.

Perturbación del orden público...


Aquí no pasa nada...
Todo está bien...

Decían los diarios, la radio... La televisión todavía no hablaba... pero qué diría si hubiese podido...

La vereda de Saúl y Sara aún estaba lejos de la espiral de violencia que tuvo como corazón la lejana
capital.

La violencia se arrastró como una serpiente venenosa y traicionera, evitando los poblados grandes, y
estrangulando el campo de aquel país. Y así empezaron las cédulas...

Azules... Rojas...

Y habían rojazules para gustos multicolores y aquellos que lo que amaban era vivir y no las banderas.

Hasta que la serpiente calamar llegó a la vereda:

Se encaramó en los tejados de barro de los caserones de los tatarabuelos, se arrastró por los cultivos de
café, silenció las vitrolas de las dos únicas cantinas, derramó las cervezas de la alegría y apagó el fuego
núbil de las risas infantiles de la escuela, dejó sin campanas los sermones de la capilla construida por
todos y detrás de su cola traicionera sólo quedó el silencio y la amargura del llanto.

Saúl y Sara pudieron escapar entre los riscos andinos, cruzar valles que nunca habían visto, dormir en
bosques poblados de brujas y espantos, y llegar de la mano, con sus hijos pequeños, a la ciudad
gigante, bien delineada, bien proyectada, en donde ellos no contaban.

La casa la encaramaron en una ladera del norte. La construyeron primero de madera y después,
domingo a domingo, piedra a piedra, la armaron, mientras soñaban en la casa solitaria de la vereda, la
casa de los tatarabuelos, la que nunca más volverían a ver.

La casa de la ladera, en las afueras de la ciudad amurallada por las barreras de la sociedad de bien, se
volvió la casa grande a cuyos pies crecieron los hijos, en la lucha contra la muerte y el hambre.

Mario se sentó aquella noche debajo del gran pino que el abuelo había sembrado cuando comenzó a
construir la casa y contempló por un momento la gran obra familiar que Saúl le había enseñado a amar
con los recuerdos dichos en las cientos de idas a la plaza por el mercado semanal.

Entonces el abuelo Saúl salió de la casa, con su cuerpo obeso, su bigote abundante y sus ojos firmes y
lo miró con sorpresa.

—¿No tienes sueño?

—No abuelo.

—Pero mañana tienes clase.

—Sí... ya me voy a la cama– y se paró para irse, pero Saúl se le acercó y se sentó en la misma banca.
—Espera. Tenía una pregunta que hacerte.

Mario se sentó de nuevo.

—Me dijeron que te gusta mucho una joven del colegio.

Mario se sonrojó.

—¿Quién dijo eso?


—Pero no te pongas así... es lo más normal del mundo ¿no crees?

—¿Fue Johana?

—No, no fue ella... recuerda que nada que pase en este barrio que no sepa el abuelo.

—Bueno, sí abuelo... me gusta una muchacha, pero ella no me pone atención.

—No te preocupes, también eso es normal. Es posible que se haga la difícil. Es parte de la vida. Me
parece que una muchacha que se haga la fácil es más difícil que sea sincera.

—Pero es complicado querer a alguien que no te corresponde.

—Piensa en las muchachas que deben estar enamoradas de ti y que tú no les prestas atención.

—Bueno, no puede uno ponerle atención a todas.

El abuelo se rió.

—¿Tienes muchas pretendientes?– le dijo riendo.

—Quizá– afirmó el muchacho con aire vanidoso.

—Bueno, mira entonces que lo mismo pasa con ella... quizá tenga muchos pretendientes, pero no puede
estar aceptando a todo el que le diga ―te amo‖.
–Sí... pero quien se enamora sufre mucho.

–Sí, pero entonces viene la lucha. Recuerda que todo lo que da felicidad, todo lo que se ama
verdaderamente, es lo que requiere lucha. Cuando miro esta casa, tan grande, tan hermosa y llena de
felicidad, la amo mucho, pero porque sé su valor. No te olvides que quien ama debe ser un valiente y la
valentía te prepara incluso para sufrir las más grandes decepciones. Si puedes salir de ese
enamoramiento con integridad, entonces la vida sabrá premiarte, aunque ella nunca te corresponda.

LA CARTA

Carlos... 45 años y media vida en una secta hinduista. Estudió en Calcuta.

Todo comenzó a los 15 años. Alguien lo invitó a unas conferencias sobre filosofía oriental. Había un
maestro vestido como un hindú, con una mirada serena y muchos términos extraños que hablaban de
reencarnación, darmas, karmas, el sagrado nombre de Dios.

Carlos volvió al sábado siguiente. Y al sábado siguiente. Y al sábado siguiente. Y cada tres días. Y cada
día.

Hasta que se quedó en el templo, con el maestro, sin hacer caso a sus padres.
Su padre es un ingeniero químico que sólo cree en la reencarnación de los protones y neutrones.

―Es un muchacho... se le pasará‖.

—¡Búscalo!– decía la madre.

―Es un muchacho... ya volverá‖.

Y Carlos volvió una tarde y le dijo que le diera dinero para ir a la India.

El padre no supo cómo aceptó, sin escuchar las protestas de su esposa y sin dudar que era lo mejor
para la felicidad de su hijo que ya había comenzado a vestir extraños hábitos, tenía el cabello rapado y
una extraña armonía en su rostro de muchacho.

No le prestó importancia a la filosofía oriental, sino que sacó una conclusión física: cada sustancia busca
su sustancia y Carlos había encontrado la suya.

Carlos viajó desde el lejano país suramericano al lejano país asiático. No se detuvo a contemplar las
ciudades europeas de paso ni le interesó la gente que miraba su extraña vestimenta. En su mente
estaba el monasterio hinduista en donde pasaría diez años de vida entre mantras, comida vegetariana,
estudio del sánscrito y de la filosofía de los hindú.

En los diez años hizo amistad con Sambath, un camboyano que había tomado refugio en la India
mientras Pol Pot devolvía su país a la Edad de Piedra.

Diez años después Carlos buscó su dirección para escribirle una carta y pedirle unas semillas de loto
para sus nuevos amigos.

Mario y Rafael llegaron puntuales.

Dos de la tarde. Entraron al templo con admiración y se sentaron en la sala de recibo de luz tenue, con
alfombras y olor a incienso. Carlos... Entró con la suavidad de quien camina en algodón, sin zapatos y la
mirada de dulzura. Se sentó frente a ellos... En posición de loto.

Otro monje hinduista entró tras él con una gran jarra de té y pocillos chinos y los puso en el tapete, frente
a los muchachos, que todo lo miraban con reverencia religiosa.

Carlos los invitó a servirse té y ellos bajaron de las dos blandas sillas y se sentaron sobre los tapetes,
imitando la posición de loto mientras se servían tímidamente el té.

Rafael miró la bebida con atención, pues por un momento pensó que era algún brebaje preparado para
embrujarlos.

—No es una bebida para embrujar... puedes tomarla con tranquilidad– le dijo Carlos, como si le hubiese
leído la mente.

Rafael se sintió avergonzado y no fue capaz ni siquiera de responder. Sólo saboreó el té.

—Esta es la carta– y les entregó el sobre.

Mario la recibió con emoción.

—Está dirigida a un amigo mío que vive en Camboya y que seguramente estará gustoso de enviarnos
las semillas de loto.
—¿Dónde es Camboya?– preguntó Rafael.

—En Asia, en el Lejano Oriente, cerca de la India. Allí crece también la flor sagrada.

Carlos les pidió que dejaran la carta en el correo y que tuvieran paciencia.

—Ahora sólo debemos esperar su respuesta –les dijo– lo mejor es dejar que las circunstancias se den
favorables a todos nosotros. Saber esperar también es parte de la lucha– les dijo.

LLEGÓ EL CARTERO

Después del almuerzo, Seihá se quedó dormido sobre el tapete, a la entrada de la casa, mientras su
padre estaba en el cultivo.

Soñó que estaba en un valle rodeado de las montañas más grandiosas que jamás había visto y pudo
sentir el viento helado que bajaba de ellas. No sabía en dónde se encontraba, pero el lugar le pareció
hermoso.

—¿Dónde es la casa del señor Sambath?

Lo despertó...

Era la voz de un muchacho mayor que él.

Abrió los ojos perezosamente y lo vio abajo, frente a la casa de madera, en una bicicleta, con un
sombrero de pescador y un bolso lleno de cartas en la espalda. Jamás lo había visto por los alrededores,
quizá porque a la aldea nunca llegaban cartas.

El muchacho se mostró impaciente y preguntó de nuevo por Sambath.

Entonces Seihá señaló sin responder los cultivos.

—¿Está allá?– preguntó el joven de la bicicleta.

—Sí, entre los cultivos de arroz.

—¿Quién eres tú?– le preguntó.

—Soy hijo del señor Sambath.

El cartero sonrió, se bajó de la bicicleta, la puso contra un tronco y se acercó a las escalas, subió un
peldaño y le extendió un sobre.

—Entonces le dejo la carta contigo ¿te parece?

—Bueno.

Seihá recibió la carta con ambas manos (señal de respeto por los mayores) y vio que el muchacho se
alejaba con prisa en dirección a la ciudad.

Sin afanes bajó las escalas, se lavó la cara en la caneca de agua lluvia y caminó hacia los cultivos en
busca de Sambath.

Sambath estaba entre el fango con otros campesinos y vio de lejos a su hijo.
—Bueno, al fin vienes a ayudar– le gritó.

Seihá no se dio por aludido y se acercó con el sobre en la mano para entregárselo en silencio. Todos los
demás campesinos se detuvieron paramirar el sobre. Era un acto único en la aldea, pues nunca nadie
recibía cartas por allí.

Sambath miró el remitente y sonrió. Recordó el nombre de quien le escribía y por unos segundos su
mente voló a Calcuta. Los demás campesinos vieron su sonrisa y dejaron las herramientas por tierra
para acercarse a él.

—¿Qué es?– preguntó Vuthy, uno de los vecinos.

—Un amigo de Colombia que conocí en la India... Pero la carta es para mí... ustedes sigan en el trabajo.

Todos rieron y cogieron de nuevo las herramientas, pero ninguno dejaba de mirar a Sambath.

Terminó de leer la carta que estaba escrita en inglés y empezó a caminar hacia la casa. Seihá lo siguió.

—Es un viejo amigo– le dijo.

Seihá trató de adivinar mentalmente en dónde quedaba el país del amigo de su padre y concluyó que era
en Europa.

—Hace mucho tiempo que no lo veo ni sabía noticias de él.

Salieron del fango y los senderos del cultivo y caminaron por la estrecha carretera hacia la casa de
madera que, como todas, está levantada por cuatro vigas.

—Me pide un favor... Dice que le mande unas semillas de loto, que es algo importante.

Sambath le dio el sobre al hijo para que lo pusiera en el interior de la casa y se dio un baño con el agua
lluvia de la gran caneca.

—Debe ser una cosa importante.

Después se vistió con pulcritud y subió a la casa para tomar una vaso de té frío.

—Iré a averiguar cuánto cuesta enviar semillas por correo... no debe ser caro.

Bajó las escalas y cogió la moto que estaba debajo de la casa, entre las cuatro vigas y una hamaca.

—Voy a la escuela por tu madre... No olvides estudiar y no te alejes mucho... Recuerda que hay muchos
ladrones por los caminos.

Seihá se sentó en el tapete, al lado de la puerta y cogió el sobre. Sacó la carta, pero estaba en inglés.
Entendía poco, pero trató de leer.

Entonces se le vino a la mente el sueño entre las montañas.

—Seihá.

La voz de Ren...
Seihá miró abajo y vio a su mejor amigo en la bicicleta, en el mismo punto en que el cartero se había
detenido.

—¿Qué es eso?

—Una carta de papá... llegó hoy.

—¿Una carta? ¿De dónde?

—De Colombia, de un amigo de papá.

—¿Qué dice?

—Que necesita unas semillas de loto.

—¿Para qué?

—No sé... para algo muy importante.

Seihá bajó de la casa y buscó su bicicleta. Ambos salieron a la carretera polvorienta.

—¿Dónde es Colombia?

—No estoy seguro... creo que es en Europa.

—¿Hablan inglés?

—Sí... porque la carta está en inglés.

La carretera daba la vuelta al gran terreno de cultivos y al centro de la aldea, para después dirigirse
hacia la pagoda y la escuela.

—Allí está– señaló Ren a una muchacha sentada al frente de una casa y que manipulaba una tejedora
con gran habilidad.

Seihá se detuvo y la miró en silencio.

—¡Qué hermosa está hoy!– dijo.

—Sí... anoche hubo mucha gente aquí... todos los jóvenes danzamos casi hasta las once... ¿dónde
estabas tú?

—Fui con mi padre a casa del tío Chayá.

—La hubieras visto danzar... estaba muy linda.

Continuaron la marcha en bicicleta y cruzaron frente a la casa de la muchacha sin mirarla.

La muchacha era Sovanareth y sus padres ya le habían organizado un matrimonio con un señor de
Phom Penh que ella nunca había visto.

—¡Hey, Seihá!

Se detuvieron frente a la casa de Hein, un abuelo de unos 80 años.

—Dicen que tu padre recibió una carta.


Seihá se sorprendió de la rapidez de la noticia, pero sabía que era una novedad recibir una carta en la
aldea.

—¿Qué dice la carta?

—Bueno, es de un amigo de papá, de Colombia, y le pide que le mande unas semillas de loto.

—De eso hay mucho por aquí... ¿Y se las va a mandar?

—Claro... Es un amigo que papá conoció cuando vivía en la India y lo quiere mucho.

—Qué bueno... dile a tu padre que lo felicito por la noticia y que si quiere yo mismo le ayudo a
seleccionar las mejores semillas de loto.

—Gracias abuelo Hein.

No era que Hein fuese abuelo de Seihá, sino que todo anciano recibía ese nombre en Camboya, todo
adulto era tío y todo menor es sobrino.

Siguieron su recorrido y en cada casa le preguntaban por la carta.

—¿Quién escribió?

Y otra casa.

—¿Para qué semillas de loto?

Y la siguiente casa.

—¿Dónde es Colombia?

Al final del día toda la aldea había recibido la carta y todos estaban preparados para enviar las semillas
de loto.

Mario estaba teniendo suerte.

ARROZ Y ESCUELA

La aldea... Había crecido lentamente después de la guerra.

Todos los vecinos habían sido refugiados en Tailandia y poco a poco volvieron a su país con la nostalgia
de tantos seres queridos desaparecidos.

Bastaba una plantación de arroz para organizar la vida... de nuevo, y tratar de vivirla lo más normal
posible, aunque el país viviese todavía un gran caos nacional...

Desempleo, hambre, carencia de escuelas para los niños, desatención hospitalaria.

Pero los camboyanos eran pacientes y habían aprendido qué era el sufrimiento. Entonces las cosas
serían mejor, poco a poco.

La aldea en donde vivía Sambath y su familia era un lugar feliz:


Todos tenían trabajo en las plantaciones de arroz,
había dos escuelas cercanas (una en la pagoda

para los muchachos más grandes y otra en la vecindad para los niños, en donde enseñaba Rany).

La vida en la aldea era sencilla y la gente apreciaba el liderazgo de Sambath. Había sido él quien había
dirigido los trabajos de reconstrucción de la pagoda y de las dos escuelas, quien coordinaba los trabajos
en los cultivos de arroz y quien ayudaba a todo el que estuviese en necesidad. Era como el jefe de la
aldea y todos lo reconocían así.

Rany era mucho más joven que él y era la maestra favorita de todos los niños. El estado no había
nombrado un director oficial en la escuela, de tal manera que ella hacía ese papel con la ayuda de
Sambath. Pero nadie veía la necesidad de que se nombrara un director, porque todos aceptaban el
liderazgo del matrimonio.

Al siguiente día Seihá llegó al colegio en su bicicleta, como siempre, y parecía que todos lo esperasen.
Algunos muchachos se le acercaron.

—Hola Seihá... ¿Es verdad que tu padre recibió una carta?– preguntó uno de ellos, en nombre de todos.

—Todo el mundo comenta que es una carta de un país lejano- dijo otro.

Seihá sonrió satisfecho de ser centro de atención.

—Sí, una carta de Colombia.

—¿Dónde es Colombia?

—No sé bien... creo que es en Europa.

Un muchacho de baja estatura rompió el círculo con un gran volumen de atlas en la mano.

—Aquí hay muchos mapas del mundo... señálanos dónde es ese país.

La emoción que estaba experimentando de ser el centro de atención se difuminó para dar espacio a las
dudas.

—Bueno, no estoy seguro en donde sea.

Ren cogió el atlas como si lo conociese bien.

—Basta mirar en dónde es Europa– dijo y se puso en cuclillas con el libro entre las piernas mientras
buscaba el continente europeo. Todos lo miraban con atención.

Cinco minutos después no había dado con el nombre correcto, entonces pasó al continente asiático,
pero en ese momento sonó la campana.

—Debes decirnos qué dice la carta –advirtió uno de los muchachos–, mientras todos se dirigían al patio
para los actos de protocolo inicial del día.

Un profesor joven, de cara somnolienta, entró al salón polvoriento que empezaba a calentarse con los
fuertes rayos del sol tropical y comenzó una

clase de historia dicha con un tono suave y sin interés. Entonces Seihá abrió con disimulo el atlas y
siguió con la mirada un viaje silencioso por todos los países asiáticos, uno a uno. De allí pasó al
continente africano y se detuvo en Congo y Camerún mientras la clase continuaba a ritmo de tren.
—Pregúntale al profesor– le susurró Ren.

—Me da pena.

—¿De qué? Si uno es tímido con el profesor, no aprenderá nada...

—Como si uno es tímido con la mujer no tendrá hijos– completó Seihá.

Así que cuando la clase terminó, se le acercó al profesor que recogía sus libros con la presteza con la
que no daba su clase.

—Profesor ¿en dónde es Colombia?

Pero el profesor no le respondió y salió del salón a paso ligero.

La siguiente clase era de matemáticas y todo el tiempo se fue en hacer un ejercicio sin darle tiempo de
mirar el atlas.

En el recreo continuó la búsqueda con otros compañeros, muchos de los cuales le decían que Colombia
no existía y que lo de la carta debía ser una invención de su padre.

Recorrió cada isla de la Oceanía, cada ciudad de las Filipinas, cada ángulo del Japón, volvió a Africa
comenzando por el Bajo Egipto, cruzando todo el desierto del Sahara, descendiendo hacia el sur por la
costa Atlántica hasta Sudáfrica y por último cruzó el océano hasta Norteamérica.

La mirada de uno de los muchachos se detuvo en el nombre de uno de los estados.

—¡Columbia! ¡Es éste!– gritó el muchacho como si hubiese descubierto América.

Ninguno puso en duda el hallazgo y todos concluyeron que Seihá se había equivocado en la
pronunciación.

—Pero papá lo pronunció así.

Entonces a nadie quedó duda que Sambath no era invencible.

—¿Podemos ir a ver la carta?- preguntó uno de los muchachos.

—Sí... los espero esta tarde en casa. No creo que a papá le moleste.

—¿Es verdad que quien la escribió pide semillas de loto?

—Sí, y no sé para qué.

En ese momento el profesor Heng, director de la escuela, se acercó y todos se pusieron de pie, como es
común.

—Hola muchachos... ¿alguna novedad?

—Ninguna profesor.

Heng miró a Seihá de la misma manera en que todos en la aldea lo estaban mirando últimamente.

—¿Qué hubo de la carta, Seihá?


—Es de un amigo de papá que necesita unas semillas de loto.

—Ah ¿qué tipo de favores son esos?

—No sé... debe ser una cosa muy importante y es un amigo que papá quiere mucho, porque lo conoció
en la India.

—Bueno, será... ¡No dejes de contarme el resto!– y se alejó.

En la tarde los muchachos de la escuela llegaron a la casa de Sambath, quien estaba en los cultivos. Así
que la casa estaba a merced de Seihá. Sacó la carta y se sentó en la hamaca, mientras todos se
sentaron en el piso de tierra a su alrededor. El les mostró la carta como quien muestra un tesoro valioso.

—Aquí está la estampilla de Columbia.

La mayoría no había visto jamás una estampilla y ninguno entendía las letras romanas, así que no
pudieron leer las letras.

—¿Sabes leer en inglés?,– le preguntaron.

—Mi padre me enseña algunas veces. Estos caracteres se llaman romanos y son los caracteres que
usan todos los idiomas occidentales.

—Huy... se ven difíciles.

—No son difíciles... tienen menos vocales que nosotros.

—¿Cuántas vocales?

—Apenas cinco.

Todos se rieron como si fuera la cosa más ridícula del mundo.

—Entonces es fácil– dijo uno.

—Lee la carta– comandó otro.

Seihá sacó la carta del sobre y trató de leer en inglés para después traducir para ellos las frases en
camboyano. Todos estaban atentos tratando de imaginar a la persona que había escrito.

En ese momento Seihá volvió a recordar el sueño entre las montañas heladas.

MISA DE DOMINGO

Los Khmer Rojos fueron una avalancha de sangre que invadió el país entero entre 1975 y 1979.

No distinguió entre pobres ni ricos, entre budistas ni cristianos, entre camboyanos ni extranjeros.

Todos los grupos religiosos fueron abolidos y muchos de sus ministros y fieles asesinados.

Pequeña y frágil, dentro de un contexto cultural milenario de hinduismo y budismo, la iglesia católica se
hundió en el fango de la incertidumbre por cinco años de pesadillas que laceró las carnes de Camboya.
De las cosas que más le gustaba a Seihá de la iglesia, era el encontrarse con una gran cantidad de
jóvenes que iban desde todos los ángulos de la ciudad. La misa se volvía, entonces, un momento de
encuentro y jolgorio.

Una buena cantidad de misioneros, venidos de los países más impensados, era otro de los atractivos.

Así, la familia nunca faltaba a la misa de domingo en la mañana, a la cual iban elegantemente vestidos.

Sambath se había hecho católico un par de años después de su regreso de la India y se casó con Rany
en aquella iglesia. Seihá había nacido dentro de la religión de Cristo, aunque su vecindad fuese budista.

A la iglesia iban también fieles vietnamitas, que a Seihá, como a muchos camboyanos, no le
simpatizaban. La enemistad entre Vietnam y Camboya se evidenciaba aún dentro de las comunidades
cristianas, aunque se insistía en la convivencia y la tolerancia, pero los camboyanos no olvidaban la
historia de malos encuentros entre ambas culturas en la cual Camboya había llevado siempre la peor
parte.

Aquel domingo Sambath habló con varios amigos extranjeros acerca de la manera de enviar las semillas
de loto a Colombia.

―Es un favor absurdo‖. ―Olvídate de eso‖. ―Debe ser una broma‖. ―Será costoso e innecesario‖.

Pero Sambath no se daba por vencido. Carlos era un amigo entrañable para él y no descansaría hasta
enviarle las semillas de loto.

El padre Jack era uno de sus mejores amigos. Lo conocía desde su regreso de la India.

—Sambath ¿qué es eso de enviar semillas de loto a Colombia?

—Ah, padre Jack... ya se enteró.

—Sí, todos lo comentan como un suceso... ¿de qué se trata?

—Es de ese amigo del que le conté, que conocí en la India... Carlos. Él necesita unas semillas de loto.

—Pero es algo difícil... enviarlas por correo debe ser costoso.

—Bueno, haré lo posible por enviarlas. Él las necesita.

Jack sabía que la palabra de Sambath era de honor y no descansaría hasta cumplirla. No le dijo nada,
pero esperaría a que él le pidiera ayuda.

Jack era un viejo misionero francés que había pasado más de la mitad de su vida en Camboya. Durante
la guerra se refugió en Tailandia y ayudó a la gente en los campos de refugiados.

—Jack, hay una hermana mexicana... tal vez ella me ayude. ¿Sabes en dónde está?

—En Kompun Thom... cuando venga le menciono tu caso. Ella se llama María.

Después de la misa, Sambath, Rany y Seihá salieron para la casa de Chayá.

CHAYÁ
Las aguas lentas del río Sap, que bajan desde el lago en cuyas orillas vislumbra la grandeza del gran
templo, buscan sin afán el encuentro con el soberbio Mekong. En la confluencia de los dos grandes
torrentes, se extiende la mágica ciudad de Phnom Penh, alrededor de la colina de la pagoda.

La ciudad de posguerra refleja todavía las huellas del abandono de más de cinco años y la destrucción
de sus cimientos, pero poco a poco tiende hacia el esplendor que antaño la hizo una de las ciudades
más hermosas de Asia.

El Palacio real se alza imponente a orillas del río y los jardines inmensos, florecidos, son testimonio del
sentido de belleza y arte del pueblo camboyano.

Un gran batallón de niños sucios y mujeres encinta recorren la ciudad de caótico tráfico en busca de
billetes que calmen su hambre y las plazas, innumerables, hormiguean de personas que vienen y van en
un intercambio de productos de la tierra y electrodomésticos de contrabando.

Los turistas, que siempre se distinguen por sus lentes oscuros y su vestir de verano, se pasean por la
avenida Sisowath, a orillas del Sap, perseguidos por los mototaxistas insistentes que ofrecen llevarlos a
cualquier punto de la ciudad por cinco dólares.

Phnom Penh, la ciudad vanidosa, lucha por retornar a su antigua belleza y, aún en la humildad de sus
vestidos, los pliegues de la hermosura ancestral se sienten en la sonrisa sencilla de sus habitantes, los
atardeceres brillantes de llanura y los edificios de artísticas formas aunque sumidos en el polvo de los
años.

Como todas las casas camboyanas, la de Chayá es de madera, montada en cuatro vigas que dejan un
espacio inferior usado de mil maneras, un techo con aristas chinescas y un altar a Buda en el frontis con
varas de incienso.

Desde el gran salón interior de la casa, sin muebles y lleno de tapetes, se ve la amplitud del río y las
canoas que lo cruzan.

Tres personas habitan la casa: Chayá, amigo de infancia de Sambath, su esposa Sovanareth y su hijo
Chimén, de la edad de Seihá, 15 años. La familia vive de la carpintería, uno de los negocios productivos
en tiempo de posguerra, pues todos están en reconstrucción.

Cada domingo, después de la misa, Sambath y su familia llegan para almorzar con Chayá y los suyos.

—Qué honor que Seihá nos visite hoy– le dice Chayá maliciosamente, porque por lo general Seihá se va
con sus amigos de la iglesia a caminar por la ciudad.

—Yo también me sorprendí con su actitud –apunta Sambath– tal vez sus amigos de la parroquia no
aceptaron hoy sus travesuras.

Sovanareth los atendió con unos dulces.

—Hoy les tengo una sorpresa para el almuerzo– les dijo.

Rany, como si el aviso le recordara algo, cogió un paquete que tenía y se lo entregó a Sovanareth.

—También nosotros traemos algo... es un pollo. Pero si ya hiciste algo, lo dejan para la cena.

—Gracias. La sorpresa son unos pescados que mis hermanos me mandaron desde el Lago Sap.

—¿Tienes familia en el Lago Sap?– le preguntó Rany.


—Bueno mujeres, vayan a conversar a la cocina– les dijo Chayá amablemente y estas los dejaron. Así
mismo Seihá y Chimén salieron de la casa y fueron a la orilla del río.

—Te voy a mostrar algo– le dijo Chimén y enseguida entró al agua después de arremangarse los
pantalones e ir hasta una canoa con bordes tallados y una cabeza de dragón.

Seihá miró la canoa con sorpresa.

—¿Es tuya?

—Sí... papá la labró. Estos días la vamos a pintar.

—Es muy hermosa. Como para el Festival de Canoas.

Chimén se rió.

—Bueno, no exageres. Canoa pequeña no debe navegar como si fuera canoa grande. Una canoa para
el Festival debe ser por lo menos 20 metros de larga... esta apenas llega a cinco metros.

—Tu papá sí sabe cómo trabajar.

—Sí... tiene la idea de hacer canoas así para vender a los pescadores. Ésta es una prueba y me la
regaló a mí. ¿Quieres dar una vuelta por el río?

Chayá no había crecido a orillas del río sino de los arrozales, por lo que no tenía experiencia, pero
aceptó dar el paseo. Chimén comenzó a remar hacia la mitad del río.

—Dice mi papá que tío Sambath recibió una carta de muy lejos.

—Sí, de Columbia. Es de un amigo de él que necesita unas flores de loto.

—¿De Columbia? Papá dice que de Colombia.

—No, es Columbia...

—Pero Columbia es en los Estados Unidos y papá dice que la carta viene de Suramérica.

Seihá permaneció en silencio pensativo. Seguro que había confundido todo y su amigo sabía más que
él.

—Talvez tenga razón tu papá.

—Sí, porque en la escuela estudiamos ya los países suramericanos y Colombia es uno de ellos. Hablan
español y tienen muchas montañas.

El recuerdo de las montañas volvió a la mente de Seihá.

—¿Enviará las flores tu papá?

—No propiamente flores, sino semillas.

—Es extraño.

—¿Qué?
—Que alguien escriba desde tan lejos para pedir algo tan curioso. La gente pide dinero o cosas más
importantes, pero no flores.

—Pero en donde existe la verdadera amistad, las cosas más insignificantes se hacen importantes. Por
eso papá quiere enviar las semillas.

Los dos muchachos pasaron el resto de la tarde viajando a lo largo del río y desembarcando en
diferentes puntos de éste dentro de la ciudad. Hasta que el sol tropical se empezó a ocultar en un
occidente lejano e incógnito, entonces la familia volvió a la aldea arrocera de las afueras de Phnom
Penh, la gran ciudad del Mekong.

HISTORIA DE LA INDIA

Hace mucho tiempo... Cuando todos los hombres vivían en la jungla... Un gran brahmán de la India, de
los nobles hijos de Kundinia, llegó a las costas del selvático país y se enamoró de la hija del rey Nagha.

El rey bebió las aguas del país y creó para los nobles esposos un reino para siempre: Camboya.

Sambath viajó a la India tres meses antes que los Khmer Rojos se apoderaran de Phnom Penh. No huía,
sino que iba a unos cursos de pedagogía en Calcuta. Aunque todos ya veían que los americanos y el
ejército de Lon Nol estaban por perder, así como en Vietnam.

Se despidió de sus padres y hermanos con una sensación de que era la última vez que los veía, pero se
negaba a creer que las cosas iban a empeorar en el país. Todos en Phnom Penh tenían las esperanzas
que si los Khmer Rojos ganaban la guerra, Sihanouk regresaría y Camboya sería lo mismo que antes de
1970.

Fue en Calcuta que empezó su incertidumbre. Abril de 1975 fue el mes más largo de su vida. El país
perdió toda comunicación con el mundo, como si no existiera.

No encontró ningún modo de viajar. Terminó como refugiado en la India, en casa de un amigo.

Pasaron los meses, y ninguna noticia de la casa.

Se cansó de caminar la inmensa ciudad aglomerada, de hacer oraciones en las pagodas budistas, de
recibir palabras de consuelo de conocidos. Era un hombre solitario y sin patria en un país inmenso.

Recordó que de la India venía una parte importante de la génesis de Camboya desde hace más de dos
mil años. En cierta manera sentía que muchos elementos de la cultura indiana se asemejaban con la de
su país y algunas palabras que tenían raíz en el sánscrito eran semejantes al camboyano. Así que se
dedicó a estudiar con atención la historia de la India y de Camboya, mientras pasaban los meses de
exilio.

Un día decidió ir a una pagoda budista para orar y para recibir la bendición de algún monje. Entró a un
distrito completamente hinduista, así que caminó calles y calles sin encontrar ninguna imagen de Buda.

Fatigado de caminar y del sol indiano, entró a un templo hinduista y se sentó en un tapete puestopara la
adoración de los fieles. Contempló las imágenes que recordaban a los dioses hindúes y los vio familiares
a las tradiciones religiosas de Camboya.

Pensó en su familia y deseó que estuviesen bien y que pronto los pudiese ver de nuevo.
En ese momento entró aquel monje extranjero y joven, de aspecto frágil y mirada tímida. Se sentó en
posición de loto y permaneció en meditación dos horas, mientras Sambath lo contemplaba con atención.

Después...

—Venerable– le dijo Sambath en inglés– puedo obtener su bendición.

El monje lo miró con simpatía y Sambath comprobó que era un joven de unos 20 años, como él.

Lo bendijo en sánscrito y después, cuando Sambath se iba a retirar...

—¿Cómo te llamas?– le preguntó.

Sambath se sorprendió de la pregunta, pues ni en la India ni en Camboya se usa preguntar por el


nombre a un desconocido, pero el respeto por la condición religiosa del extranjero le hizo responder.
Después le preguntó por el país de origen.

Sambath comenzó a contarle sus penas de una manera que ni él pudo controlar. Todo el tiempo de
incertidumbre, todas las amarguras, el pensamiento en su familia, la oscuridad de cualquier noticia, los
rumores de que los Khmer Rojos estaban haciendo una masacre nacional, todo se desahogó ante aquel
joven monje de mirada dulce.

Carlos lo escuchó con atención y Sambath sintió que estaba ante un especie de padre que lo amaba en
sus penas.

Desde entonces empezó a visitarlo casi a diario y nació entre ambos una amistad intensa hasta el día del
retorno al país.

—Vuelvo a Camboya– le dijo cuatro años después.

—Ya lo sabía– le respondió Carlos desde su posición de loto, sentado como un Buda que le daba
confianza.

—Gracias venerable por este tiempo de compañía.

—Ha sido parte de nuestra vida. Estaba escrito y lo hemos cumplido bien.

—¿Nos volveremos a ver?

—Si está escrito eso... será. Por lo pronto, usted estará siempre en mi mente y en mi corazón.

—También usted, venerable.

Y así se despidieron.

Sambath volvió a una Phnom Penh destrozada. No podía imaginar qué tipo de pesadilla había borrado la
amada ciudad y desfigurado el rostro de la gente. Había sido un terremoto del odio más despótico, la
mano de seres carentes de cualquier compasión. Sambath no sabía si el país había estado en manos de
un gobierno o de demonios...

Todo aquello que le pareciera familiar, había desaparecido para siempre. La comida escaseaba, no
habían servicios públicos y mucha gente vagaba sin rumbo fijo por el país, buscando familiares y amigos
que nunca más encontraría.

Y ¿Vong, su padre? ¿Su madre? ¿Sus hermanos?


Se los había tragado la pesadilla.

POL POT

El padre de Sambath, Vong, escondió todos los documentos que lo pudieran asociar con el gobierno del
depuesto Lon Nol y puso frente a su casa una bandera blanca.

Pero los Khmer Rojos empezaron a decir que todas las personas debían salir de sus casas y de la
ciudad.

—Papá, los Khmer Rojos está por todas partes– entró gritando Chan, el hijo menor de Vong.

Había ido a la gran manifestación que muchos habitantes habían hecho para recibir con júbilo a los
vencedores. Pero Chan tenía el rostro marcado por el miedo. Tenía 11 años, era un muchacho robusto y
alto.

—Sí hijo, mejor quedémonos en casa y esperemos a que todo se calme.

—Pero matan gente– dijo Chan con la voz entrecortada, pues había sido testigo de unos fusilamientos
cuando regresaba a casa.

Vong hizo silencio. No compartía la primera alegría de la población. Era un hombre prudente y no había
tomado la lucha de los Khmer Rojos como la de quienes defendían al príncipe Sihanouk.

Tenía cinco hijos, de los cuales Sambath era el mayor. Estaba contento que hubiese ido a la India, pues
como profesor, había estado en la nómina del gobierno del general y no quería que su familia estuviese
asociada a ninguna entidad oficial.

Los reunió a todos en la sala y se sentó junto a Koulá, su esposa, que estaba atemorizada por el
constante sonido de disparos en la calle.

—Escuchen todos, si los Khmer Rojos llegasen a nuestra casa, no digan nada acerca que yo trabajé
como secretario en el ministerio, ni que, Sambath es profesor y que estuvo en la India. Saben que ellos
son enemigos del gobierno de Lon Nol y si nos asocian a él, podríamos tener graves problemas. Digan
que somos campesinos, que somos gente del campo. Ya oculté todos los documentos. ¿Entendieron?

Los hijos asintieron con la cabeza, pero leían los temores en los ojos del padre. Eran Tym, una niña de 8
años, Chan, Vong, un muchacho de 18 y Kimny, una muchacha de 17.

Todos trataron de continuar su vida cotidiana como si nada pasara, pero desde allí se escuchaba la voz
de los Khmer Rojos por altoparlantes diciendo que todos debían salir de las casas.

—Pero, ¿por qué disparan? ¡Nadie está haciendo resistencia!–, dijo Vong.

Al atardecer una patrulla de Khmer Rojos se acercó al vecindario. Vong los vio llegar en un jeep. Eran
siete muchachos entre 14 y 17 años y apuntaban las armas de manera amenazadora. Vong no quería
abandonar la casa. Pensaba que no había razones para ello y que el nuevo gobierno debería entender.

Uno de los jóvenes, que parecía el líder de la patrulla, alzó un altoparlante y ordenó que todos los
vecinos debían reunirse alrededor del jeep y que si alguno desobedecía, sería arrestado. La voz del
joven era amable y los vecinos salieron con confianza. Hubo un momento de silencio y la mirada
amenazadora de los jóvenes hizo sentir que la seguridad del primer momento cambiaría.
—Ya saben que los Khmer Rojos vencimos a los americanos y a los traidores de la Patria –comenzó a
gritar– Hemos liberado a la nación de un gobierno despótico y ahora haremos una nación nueva y
distinta.

Todos estuvieron en silencio y seguramente el joven esperó ser aclamado por parte de los presentes.

—Ahora, por el bien de todos, deben obedecer a la Nueva Nación, Angká1 . Debemos limpiar la ciudad
de los enemigos de la patria y por eso es necesario que todos salgan de la ciudad, pues los americanos
piensan bombardearla dentro de algunas horas. Pero no se preocupen, en cuanto los americanos

sean derrotados y muerdan el polvo, todos ustedes regresarán tranquilos a sus casas. Así que empiecen
a salir. No lleven nada. Deben caminar hacia las afueras.

Muchos vecinos fueron a sus casas y prepararon equipajes, pero Vong cerró la puerta tras de sí.

—No nos vamos –dijo– no creo lo que dicen.

—Pero... ¿si es cierto?– susurró Koulá con temor.

—No creo.

—Papá... mejor obedezcamos, podríamos tener problemas– suplicó Vong, el hijo.

Vong miró los rostros de todos sus hijos llenos de temor.

Muchos vecinos comenzaron a salir y dejaron las casas bien cerradas, en la espera de un pronto
regreso. Los patrulleros continuaban en el mismo lugar para vigilar la salida. Cuando se percataron de
que la familia de Vong no salía, uno de ellos se acercó a las escalas y gritó:

—¡Deben salir... de lo contrario morirán en los bombardeos de los americanos!

Vong abrió la puerta.

—Pero... si nos vamos ¿cuándo regresaremos?

—Pienso que en una semana. Salgan rápido.

Vong cerró la puerta de nuevo y pensó a dónde podrían dirigirse. Tenían familiares en Kompong Tom y
con el auto estarían en menos de tres horas, si no tenían problemas.

—Está bien... Koulá, organiza algunas cosas, Vong, prepara el auto, vamos a casa de mis primos en
Kompong Tom.

La familia preparó todo en menos de una hora, mientras los patrulleros los vigilaban. Metieron en el auto
valijas y alimentos. Eran ya las 6 de la tarde y la noche se acercaba en pleno verano.

Cuando los patrulleros vieron el auto, se sorprendieron, pues eran los únicos con auto en el vecindario.
Entonces comenzaron a seguirlos.

Vong comenzó a temer y tiró la licencia de conducir por la ventana.

Las calles de Phnom Penh estaban desiertas, pero se escuchaban balazos y lamentos cada tanto. Los
Khmer Rojos estaban fusilando a todo el que tuviese el mínimo vínculo con Lon Nol.

Al fin la patrulla los alcanzó y los hizo detenerse en una avenida.


Vong sintió terror.

Bajó del auto con temblor en los pies.

Más que temor por él, era por su familia.

—¡Su nombre! – gritó uno de ellos.

—Vong.

—Vong... usted y su familia deben caminar. El auto ahora pertenece a Angká, la nación. Además los
bombardeos podrían ser en cualquier momento y en el auto podría ser difícil huir.

—Pero... debemos ir hasta Kompun Tom–, respondió Vong con temor.

—¡No! ¡Caminen hacia Battambang!– y señaló con el fusil al occidente.

—Pero no conocemos a nadie en esa...

—¡Basta! ¡Obedezca... ya!– gritó furioso mientras ponía el fusil en la cara de Vong.

Vong hizo que todos salieran del auto y trató de abrir el maletero para sacar las valijas y los alimentos.

—¡No saque nada! ¡Todo lo deja en donde está!– gritó el joven.

Después...

Como si se calmara...

—No tengan miedo. Tan pronto pase todo volverán y recuperarán todo. Ahora caminen hacia Batambang
que allí hay muchos amigos que les ayudarán y les llevarán a algún lugar seguro.

La familia comenzó a caminar con temor. Temían que los patrulleros les dispararan.

Caminaron varias calles solitarias y oscuras, hasta que encontraron una vía llena de gente que, como
ellos, se dirigían hacia donde les habían indicado.

Detrás de la multitud, patrulleros armados los seguían.

Vong se acercó a otro padre de familia.

—¿A dónde vamos?

—No sé... ellos nos hacen caminar hacia Batambang– respondió el otro en susurro.

—¿Habrá algún refugio en las afueras de la ciudad?– preguntó Vong.

—Eso espero, pues ya es de noche y no hemos comido nada.

Pero ni durmieron ni comieron esa noche. Toda la multitud fue obligada a caminar siempre hacia el
occidente, perfectamente vigilados por los patrulleros.

Sólo podían detenerse breves espacios de tiempo para continuar la lenta marcha de una multitud
sedienta y hambrienta.

Con las luces del alba vieron a muchos caídos en la carretera y empezaron a descubrir la ferocidad
de los Khmer Rojos y su sangre fría. No permitían que nadie se detuviese a socorrer a ninguno, ni
siquiera a sus propios seres queridos.

Fusilaban a quien desobedecía.

Vong llevaba a Tym, la niña, entre sus brazos.

La niña dormía profundamente y ya no sentía el paso fatigado de su padre.

Koula estaba al borde de la fatiga, pero hacía como si fuese normal para ella, porque detenerse, era...
morir.

Los muertos eran tirados en los estanques como si fueran basura y quien se detenía a llorarlos, corría la
suerte de acompañarlos.

Así pasaron dos meses de eterno peregrinar.

Comían lo que encontrasen en los caminos.

La gente lucía diferente. Ya no eran como gente de la ciudad, sino una multitud de vagabundos raídos
sin esperanza. De la gran cantidad de personas que habían salido de Phnom Penh, no quedaba ni la
mitad.

Muchos muertos en el camino y otros desviados hacia otras rutas.

Los Khmer Rojos estaban movilizando a toda la población del país para dejar las ciudades desiertas.

Después supieron que estaban cerca de Batambang, la ciudad fronteriza con Tailandia.

Ni Vong ni su familia habían estado nunca allí.

Pero los Khmer Rojos no los condujeron hacia la ciudad.

También Batambang corría la suerte de Phnom Penh.

Los obligaron a entrar a una aldea destruida y solitaria.

Los reunieron.

—Señores, este será el lugar en donde deben estar hasta nuevas órdenes. Reconstruyan las casas que
ven y no traten de desplazarse a otros lugares del país, a menos que Angká se los diga. No nos importan
sus vidas. Si viven, nos estorban... si mueren es para nosotros ganancia. Ustedes son la gente de la
ciudad... Aquellos que explotan al campesinado. Necesitan ser reeducados para ser la gente nueva.
Obedezcan a Angká y él los acogerá como hijos. No lo hagan enfadar Angká les cobrará caro todos los
males que ustedes han hecho a nuestro pueblo.

Vong no podía creer lo que escuchaba. Eran declarados enemigos sólo por vivir en la ciudad.

Con timidez preguntó:

—¿Cúando podemos regresar a nuestras casas?

—Pronto. Por el momento ésta es su casa.

Los patrulleros se fueron y dejaron a la gente sola y con miedo. Todos continuaron en la misma posición,
como si los patrulleros estuviesen aún presentes. Nadie sabía qué hacer.
—Hermanos –por fin dijo Vong– debemos organizarnos aquí. Jamás hemos vivido en el bosque, pero
nunca es tarde. Que los muchachos vayan a buscar algo para comer, mientras los hombres tratamos de
organizar alguna especie de casa...

Todos lo miraron con sorpresa. Hubo silencio por un momento y después todos reaccionaron y
obedecieron en silencio.

Tres días después tenían listas algunas chozas con palos y vegetación, pero no había comida. Así que
empezaron a dejar los ascos y a comer todo lo que encontraban en el bosque.

Sorpresivamente llegaban los patrulleros, los reunían y les impartía doctrina sobre Angká y noticias
sobre la constitución de un nuevo gobierno, pero nunca mencionaron nada del regreso del príncipe
Sihanouk.

Un día mencionaron a un tal Pol Pot como el nuevo líder del país.

—¿Quién es él?– preguntó uno.

—Angká– fue la respuesta.

Todos debían aclamar con un grito de Viva Angká. Cada vez que se terminase un discurso. Los
patrulleros nunca trajeron ni alimentos ni medicina.

Después comenzaron a venir y a fusilar a los hombres. Uno por semana.

Todos perdieron las esperanzas.

Hasta que llamaron a Vong y lo hicieron ir a lo profundo del bosque.

Minutos después se escuchó un disparo.

Koulá entendió que todo había terminado.

1
Angká, ―La Nación‖ en camboyano. Así se llamaban así mismo los Khmer Rojos.

TRABAJAR POR UNA FLOR

Sambath comenzó a trabajar el doble, no sólo en el cultivo, sino que puso una clase de inglés para
jóvenes.

Con la crisis del país, muchos jóvenes estaban interesados en aprender inglés con la intención de
conseguir mejores empleos o emigrar.

De esta manera se levantaba temprano e iba a dormir tarde, mientras su salud empezaba a debilitarse.
Los años de incertidumbre en la India y después los esfuerzos por reconstruir su propia vida, al lado de
Rany, casi habían envejecido a Sambath a pesar de su fortaleza.

Por meses trató de seguir el rastro de su familia. La casa paterna, la vecindad en donde creció, estaba
totalmente abandonada y después el lugar fue destinado por el nuevo gobierno para un edificio público.
Muy pocos camboyanos pudieron recuperar las propiedades que tenían, pero a muchos les dieron
nuevos lugares de asentamiento.
El nombre de su padre no figuraba en ningún registro de detenidos, no estaba entre las innumerables
fotografías de prisioneros que los Khmer Rojos condenaron a muerte. Las había revisado casi todas, una
por una:

Eran rostros humanos, fotografiados en su miedo a una condena sin juicio, por crímenes sin sentido,
rostros de niños, ancianos, mujeres, hombres desesperados.

Pero eran las fotografías de las principales prisiones usadas por los Khmer Rojos. Después se enteró
que muchos fueron asesinados sin haber entrado a las prisiones, sin contar los millares que murieron por
hambre y enfermedades en los campos de cultivo, en trabajo forzado.

¿A dónde había ido su familia?

Pasaban los años y esta pregunta no tendría jamás respuesta. Todo se perdía en la oscuridad del caos y
del horror. En sus investigaciones personales, descubría las historias más crueles, los dramas más
inimaginados. Todos tenían parientes perdidos, todos miraban hacia aquel tiempo con temor y muchos ni
siquiera se atrevían a buscar aterrados con la idea que los Khmer Rojos volverían.

Entonces una manera de hacer presente a su familia, era hablar de ellos a su hijo.

Chayá conocía bien las anécdotas de sus abuelos y tíos jamás conocidos, y hasta podía describir la

casa que nunca vio y las costumbres familiares. Tenía tanta comunicación con los recuerdos de su
padre, que sentía las mismas inquietudes.

En cuanto a la flor de loto...

Chayá y Rany empezaron a ver con preocupación la salud de Sambath. Ambos concluyeron que el favor
de Carlos era en verdad absurdo, pero no lo mencionaron.

Sambath compró una caja especial para enviar las semillas por correo. Pensaba que no debía tocar
dinero de la renta familiar y por eso trabajaba extra.

Nada lo detendría hasta saber que la flor de loto estaría en manos de su amigo.

—Seihá, Carlos fue para mí una luz en medio de mi oscuridad, cuando estuve en Calcuta. Esta es una
manera de agradecerle su amistad y su sabiduría. Dios se hace presente en cosas pequeñas pero
grandes como ésta y sólo Él hará llegar esa flor hasta el otro lado del mundo.

Seihá admiraba a su padre, su espíritu de sacrificio y de lealtad. Tenía bien claro que quería ser de su
vida: Un hombre como él.

PAPÁ SE FUE

Aquel domingo Sambath se sintió realmente mal y no quiso ir a la parroquia.

Rany se quedó en casa con él y enviaron a Seihá solo y también algunas cosas para Chayá.

Sambath tenía una fiebre alta, pero no aceptó ir a donde el médico, sino que él mismo se preparó
algunas bebidas con yerbas medicinales.

Seihá caminó hasta la casa de Ren, su amigo.


–Vamos a la iglesia– lo invitó.

Ren no era católico, pero de vez en cuando iba con la familia de Sambath a la misa, pues le gustaba el
ambiente familiar que se vivía en el lugar.

—Espera le digo a papá. Ambos tomaron una mototaxi y se dirigieron hacia la ciudad.

—¿Te gusta la misa?– le preguntó Seihá en el camino.

—Sí... se parece mucho a las oraciones en nuestra pagoda.

—Se parece, pero éstas no son para el señor Buda, sino para el señor Cristo.

—¿El Señor Cristo es como el señor Buda?

—Para nosotros no. El Señor Cristo es el Hijo de Dios, el Señor.

—¿Y quién es este Dios, el Señor?

—Bueno, es algo complicado de explicar... es el que lo hizo todo. Pero si quieres puedes ir a la
catequesis. Ellos saben hablar de estas cosas.

—Pero los extranjeros hablan muy enredado.

—Pero los catequistas son camboyanos.

—Pero la otra vez vi muchos vietnamitas... Eso es lo malo de la pagoda católica, que van muchos
vietnamitas.

—Bueno, ellos no son malos. Los catequistas son camboyanos.

—Bueno ir, pero debo pedir permiso a mis padres. Quizá no les guste la idea que vaya a estudiar los
libros sagrados de la pagoda católica.

—Allá tú. Pero si te interesa, yo mismo te llevo.

—Y... ¿si voy a la pagoda católica... no puedo volver a la nuestra?

—Depende de cómo vayas. Si te haces católico dejas de ser budista, pero no quiere decir que no
puedas volver. Ya ves como yo entro a la pagoda con mucho respeto.

Después de la misa fueron a casa de Chayá y comieron con él. Después dieron un paseo en la canoa de
Chimén, que ya estaba pintada con hermosas decoraciones.

—Ahora estás listo para el Festival de Canoas– le dijo Seihá.

—Sería bueno, pero es demasiado pequeña para las competencias– respondió Chimén.

Los tres muchachos navegaron hasta estar frente al Palacio Real.

—Es aquí en donde se sientan los jurados durante el Festival– señaló Chimén, unas gradas a la orilla del
río.

—Me gustaría participar algún día– dijo Ren.


—Se necesita ser bastante fuerte y hábil para coordinar el remar con más o menos cincuenta
compañeros– explicó Chimén mientras giraba la canoa para regresar.

—Las aldeas que participan son siempre las que están a orillas del río, del lago o del mar... nosotros no
tenemos ni idea qué es remar– dijo Seihá, pensando que su aldea estaba bien lejos del río.

—Pero podríamos entrenar– insistió Ren a Chimén.

—Cierto... pero es muy difícil. Se necesitan unos cincuenta hombres y una gran canoa, además del
patrocinio de una pagoda y la bendición de los monjes– respondió Chimén.

—Bueno, Seihá puede hablar con los monjes de la pagoda católica, ellos tienen dinero y pueden
comprar o mandar hacer una canoa bien grande y hermosa e invitamos a todos los muchachos de la
aldea.

Seihá miró con sorpresa a Ren. La idea parecía perfecta, pero no se convenció. La empresa sería
costosa y todos los muchachos de la aldea, como él, habían crecido lejos del río. Por otra parte había
visto que en el Festival los participantes eran siempre hombres adultos y fornidos, y ellos eran apenas
muchachos. Sin embargo Chimén pareció entusiasmarse.

—Me gusta la idea... hablemos con mi padre. Quizás él nos apoye en el proyecto.

Al atardecer Seihá y Ren volvieron a la aldea.

La casa estaba rodeada de todos los vecinos y Seihá imaginó lo peor.

Corrió... se abrió paso entre todos que lo miraban con tristeza, subió las escalas y vio medicinas
esparcidas por el suelo.

Algunas mujeres estaban sentadas cerca del cuerpo de Sambath. Buscó con la mirada a su madre, pero
no estaba. Después miró a su padre que parecía dormir y con el tono de respeto con el que le hablaba lo
llamó. Pero Sambath seguía inmóvil.

—Tu papá se fue– dijo una de las mujeres.

Seihá se acercó a su padre y rompió en un llanto sin control, mientras los vecinos guardaron un silencio
respetuoso.

—¿Dónde está mamá?– preguntó después de un largo momento de lágrimas.

—En casa de Vuth... se puso muy mal y tuvimos que sacarla de la casa– respondió una de las mujeres.

Seihá salió de la casa y se dirigió en busca de su madre. Borey, un anciano, lo detuvo.

—Nieto, mandamos llamar a los monjes de la pagoda para iniciar los ritos funerarios.

—Gracias, abuelo, pero nosotros somos de la pagoda católica.

Seihá respondió con gran serenidad y continuó su camino hacia la casa de Vuth.

—Tío Vuth ¿Dónde está mamá?

—Adentro... está mejor.


Seihá entró y la vio al lado de la esposa de Vuth, sin llorar, pero con la mirada perdida. Ni siquiera miró a
Seihá, aunque sintió su voz. Este se acercó y se sentó a su lado. Cogió su mano y ambos estuvieron así,
en silencio, por largo rato.

—Debemos ir a buscar al padre Jack– dijo Chayá.

Vuth entró.

—Yo conozco en donde está la pagoda católica... mañana voy por el sacerdote.

Ambos volvieron a la casa y estuvieron en vela junto al cadáver. Los vecinos se turnaron para dirigir los
cantos funerarios tradicionales durante toda la noche.

IDEAS DE LA OTRA VIDA

El punto de encuentro entre esta vida y la otra es como el ocaso en el Mekong.

Las aguas pacientes, profundas y anchas del Mekong reflejan los últimos rayos del sol tropical del Lejano
Oriente y el silencio cubre con el manto de las sombras los ruidos de los bosques y de los cultivos de la
llanura.

¿Qué hay más allá del ocaso de la vida?

Los cantos de los monjes despiertan el día antes que los rayos del sol renacido crucen los amplios
salones de oración.

El sol se ha reencarnado en un nuevo sol... El sol ha resucitado, dicen otros.

La vida continúa una otra vez y para hacerla llena de sentido, basta inclinarse y ponerse en contacto con
el único que la explica.

Seihá recordó aquella noche las palabras de su padre acerca de la vida y de la muerte y sintió que Dios
estaba cerca de él en ese momento. Era un

Dios cercano que le causaba temor y confianza a la vez. Que no comprendía bien, pero que a la vez le
parecía lo más verdadero.

Se entredurmió arrullado por los cantos monótonos de los vecinos y volvió a soñar con el gran valle
rodeado de altas montañas frías. Entonces vio a un monje que no era como el de las pagodas de su país
y en el sueño comprendió que era Carlos. Lo vio joven, como decía su padre que lo había conocido, de
unos veinte años y una sonrisa amplia y radiante. Le extendía su mano como en la espera que le
entregara algo.

Se despertó asustado y miró el cuerpo sin vida de Sambath, cubierto con una manta blanca. Una lágrima
rodó por su mejilla y vio que las luces del sol comenzaban a enrojecer el firmamento de Camboya.

Volvió a dormirse y se vio nuevamente en el valle helado. Estaba en medio de la calle de una ciudad que
no conocía con un grupo de muchachos que jamás había visto, de otro aspecto, con rostros diferentes.

Estaba en medio de un partido de fútbol y él era uno de los jugadores. Seihá recibió el balón enviado por
un muchacho delgado, como él, de rostro angelical, que a la vez lo miraba con simpatía. Entonces el
muchacho del sueño le gritó un
¡Corre, haz el gol!

Y Seihá miró adelante, hacia el arco inmenso y suspendido en el aire, con otro muchacho alto y fornido,
de mirada maliciosa, que esperaba tapar el tiro. Seihá dio una patada fenomenal al esférico y éste se fue
contra el arco celestial con tal fuerza, que el portero no tuvo tiempo de nada.

Entonces el primer muchacho, el que le había pasado el balón, se acercó y con un abrazo amistoso le
dijo:

Le hicimos un gol al amor.

Seihá se despertó de nuevo. Esta vez con una sensación de alegría, como si hubiese en verdad jugado
un partido de fútbol difícil. Pero el sueño se olvidó pronto ante la realidad de la muerte de su padre.

Jack llegó en su auto francés y lo dejó al frente de la casa. Los vecinos lo saludaron con la misma
reverencia con que saludan a los monjes budistas y Jack les respondió de igual manera. Pero frente al
cadáver de Sambath, se sintió conmovido.

Seihá tomó su mano con aprecio.

—Está en el cielo– afirmó suavemente.

—Sí, hijo, está en el cielo.

Los actos funerarios estuvieron asistidos por muchas personas. No faltó ninguno de la aldea ni antiguos
amigos y conocidos. Era un hombre conocido por su caridad y servicio.

Chayá invitó a Rany y a Seihá a estar en su casa durante un mes, por lo menos, para que la ausencia de
Sambath no fuera tan sentida. Ambos aceptaron. Además estarían cerca de la iglesia y podrían hacer
oración allí todos los días, lo que les ayudaría a superar la pérdida.

—Tío ¿no quedó en verdad ninguno de la familia de mi padre después de la guerra?– preguntó Seihá
una tarde a Chayá.

—¡No! ¡Todos murieron! Aunque alguno dijo que Tym, la hermana menor de Sambath, quizá sobrevivió
y fue a los campos de refugiados. Yo estuve en los campos de refugiados en Tailandia, pero nunca supe
de ninguno de la familia de Vong, tu abuelo.

LA FLOR DE LOTO DOS

Quince días después, volvieron a la aldea.

Los vecinos los esperaban y habían mantenido en orden la casa y todo para recibirlos.

Rany volvió a la escuela y Seihá le prometió que después del colegio iría a trabajar en el cultivo, en
reemplazo de su padre. Sabía bien el oficio que Sambath le había enseñado y estaba dispuesto a
comportarse como el hombre de la casa.

Jack les ofreció ayuda si la necesitaban, como muchos otros amigos. Seihá sintió que la bondad natural
de su padre les protegería ahora, después de su muerte.

Una tarde, después del colegio, cogió la carta de Carlos y trató de leerla. Recordó a toda la aldea
interesada en la carta y sonrió. Después le vino a la mente los sueños que había tenido en el valle frío, el
partido de fútbol.
—Debo enviar las semillas de loto –se dijo– es lo que papá quiere.

Caminó hacia los estanques y vio la planta por todas partes, en el agua, con sus inmensas hojas
extendidas en la superficie y botones de flor a punto de brotar.

—Seihá– lo llamó Ren– ¿qué haces?

—Allí están– le señaló el estanque.

—¿Qué cosa?

—Las flores sagradas... las que necesita Carlos. Debemos enviarlas.

—Pero debe ser costoso.

—Sí, pero mi padre quería enviarlas y ahora yo debo cumplir sus deseos. Se trata de su mejor amigo...
las enviaré.

—Pero ¿cómo?

—Voy a trabajar fuerte. Espero conseguir un empleo los fines de semana y así reunir dinero suficiente y
enviar las semillas.

Desde entonces Seihá comenzó a buscar algún empleo alternativo para los fines de semana. No se lo
dijo a Rany, pues sabía que ella no compartiría su idea.

Conseguir empleo en Camboya no es fácil. Menos para un muchacho de catorce años. Así que dos
semanas después del propósito, Seihá no había conseguido nada.

Así que pensó en Chayá.

—Debo mandar las semillas de loto.

—Pero sobrino, olvida eso... es un asunto cerrado– le dijo Chayá.

–No, era el deseo de mi padre. Por favor, tío, ayúdame a conseguir algún empleo para los sábados, así
puedo reunir dinero suficiente. Papá casi lo tenía, pero todo se fue en lo del funeral.

—Está bien... conozco un sitio en el mercado en donde podríamos encontrar algo. Ven mañana y vamos.

—¿Prometes que no se lo dirás a mamá?

—Prometido. Será sólo tu asunto, pero no descuides el estudio. Recuerda que Sambath amaba estudiar
como ninguna otra cosa en el mundo.

—Gracias tío.

CARNE DE PERRO

Al día siguiente Seihá regresó a casa de Chayá.

En la moto de éste, cruzaron el centro de la ciudad y se dirigieron a una de las plazas de mercado
centrales de Phnom Penh.
Chayá lo dirigió entre la multitud interminable de compradores y vendedores de frutas y cientos de
productos.

—El señor que te presentaré se llama Vuth y tiene una carnicería y un restaurante en medio de la
plaza... alguna vez me dijo que necesitaba muchachos que le ayudaran. Esperemos tener suerte.

Seihá siguió a Chayá en silencio y algo nervioso. Como era todavía principio de la tarde, el restaurante
estaba lleno de personas y la música a todo volumen y el conversar de la gente, hacían del lugar un
ambiente difícil, al menos para Seihá.

Chayá llegó hasta un mostrador en donde una anciana atendía y le preguntó por Vuth. Esta le señaló el
interior de una pieza sin hablar.

Vuth no era un hombre amable. Su aspecto era severo, bastante obeso y canoso, de unos sesenta años.

Cuando vio a Chayá, le contestó el saludo con un monosílabo y continuó con su tarea de abrir en telas
una carne sobre la mesa ensangrentada.

Seihá sintió asco por el lugar y antipatía por la manera descortés de Vuth. En cambio Chayá le sonreía
como si fuera correspondido.

—Señor Vuth, como usted me dijo algún día que le ayudara a buscar muchachos para que le trabajaran
en su carnicería, pues mire, este es hijo de un amigo mío, es un magnífico trabajador, honrado y podría
ayudarle, especialmente los sábados, porque en semana va a estudiar.

Vuth no los miró, sino que continuó concentrado en su tarea.

—Hay algo que podría hacer– dijo.

—¿Qué podría hacer?

—Usted sabe que la carne de perro es la que más se vende aquí... le gusta mucho a los chinos y
vietnamitas y a cualquier borracho– entonces, miró por primera vez a Seihá con sus ojos enrojecidos- le
doy un dólar por cada perro que me traiga.

Seihá se quedó estupefacto ante la propuesta, pero no pudo decir nada.


—¡Vamos Seihá, es un buen negocio, eres un muchacho y puedes capturar muchos perros en la calle!–
lo animó Chayá.

Entonces Seihá reaccionó ante las palabras del amigo de su padre y lo miró con súplica.

—Tío... eso no está bien.

Chayá puso una mano en su hombro decidido a convencerlo. Pero antes que pudiera decir algo, Vuth lo
interrumpió con una sonrisa sarcástica que dejaba ver sus dientes cariados:

—No te vas a creer cuentos de monjes. Matar perros no es malo. Matar un perro y comérselo es como
matar una gallina y comérsela. Así de simple. No creas en el cuento ese de los karmas y que comer
carne es malo. Esa filosofía no funciona en estos tiempos de hambre en este país.

Después se acercó más a Seihá que pudo sentir su aliento pestilente y con el cuchillo en la mano, como
en señal amenazadora, lo miró directamente a los ojos.

—Mira hombrecito... en este país somos muy pobres y no vamos a perder el tiempo pensando en la
próxima vida, si es que hay próxima vida, a los chinos, vietnamitas, coreanos, les gusta comer perros,
gatos y nosotros necesitamos dinero... ¿entiendes? Dinero. Esa carne les da a ellos fuerza, y a nosotros
plata– y comenzó a reír a carcajadas mientras Seihá sintió una náusea profunda.

—Ahora, no necesitas contestarme ya, piénsalo y trae perros... eso sí, vivos, fuertes, gordos... si quieres
los crías en tu casa.

Seihá no contestó sino que salió del lugar a paso largo y pronto estuvo fuera del mercado, hasta que lo
alcanzó Chayá.

—¿No te gusta este trabajo?– le preguntó.

—No tío, es horrible.

—¿Crees en lo del mal karma?

—Recuerda que soy católico.

—Pues con más razón, los católicos comen carne.

—Pero no de perro.

—Pero a fin de cuentas no serás tú quien se coma el perro. Tú sólo lo traes y ellos ya verán qué hacen.

Seihá se detuvo y pensó un momento. Ciertamente era un buen negocio y podría reunir pronto el dinero
para enviar las semillas de loto. Después pensó en qué diría su padre, que tanto amaba a los animales.
Nunca había tenido una mascota, pero Sambath le había dicho que entre los animales más cercanos y
amistosos, los perros eran de los mejores, junto a los elefantes.

Los camboyanos no tienen la costumbre de comer perro, pero había muchos inmigrantes que sí,

entonces algunas personas vivían de venderles la carne de estos animales.

—Quiero ver el lugar en donde ponen a los perros– dijo Seihá y Chayá sonrió satisfecho.

Volvieron al lugar. Vuth los condujo fuera de la plaza, a un edificio sucio. Entraron a un salón lleno de
carnes de todo tipo colgadas en garfios. Entraron a otro salón y la mirada de Seihá se encontró con una
mirada lastimera e impresionante:

Un pastor alemán... atado por sus patas y medio metido entre un costal.

El animal gruñó a los visitantes, pero después cambió en un gemido profundo que hizo rodar dos
lágrimas a Seihá.

En el fondo, varios perros muertos colgados por el hocico de garfios.

Seihá sintió de nuevo la náusea y se imaginó frente a un crimen. Miró por última vez al joven pastor
alemán condenado y salió precipitadamente del lugar.

Chayá entendió que sería imposible para él ese trabajo.

—Gracias tío por ayudarme– le dijo después.

—Lástima que no puedas... ahora no sé dónde más se podría.

—No te preocupes... ya veré dónde. Mi padre y Dios me ayudarán. Se trata de una buena obra y siempre
que uno hace una buena obra, Dios delega un ángel como ayudante.
—Si tú lo dices.

Chayá lo invitó a comer a la casa y ambos volvieron.

Se encontró con Chimén y fueron, como siempre, a la orilla del río.

—No culpes a papá. Él es práctico, aunque es creyente y respetuoso de la doctrina del señor Buda. El
mismo me dice que jamás coma carne de perro, porque se puede recibir un mal karma.

—Pero lo que más tengo en la mente es al pobre pastor alemán. Hubieras visto la manera en que me
miró, como si pidiera auxilio. No puedo sacarlo de la mente.

—¡Qué lástima!

—Qué te parece si vamos a comprarlo y lo rescatamos.

—¿Comprarlo?

—Hablemos con el señor Vuth y lo compramos.

—Pero ¿de dónde sacamos dinero?

—Yo tengo algo recogido para enviar las semillas de loto. Esta es una buena acción y papá estará
contento.

—Hablas de tu padre como si estuviera presente.

—Lo está... está en el cielo.

—Bueno, vamos a rescatar al perro... pero rápido porque ya comienza a oscurecer.

Chimén miró dentro de la casa para que nadie se enterase.

—Podemos ir en la canoa hasta la calle que da a la plaza, después bajamos hasta el Mekong y desde
allí puedes coger un moto-taxi.

—Espero que no esté tan herido y resista el viaje hasta la aldea.

—Si no yo voy contigo.

—Pero es tarde.

—Bueno, vamos primero por él y después pensamos.

Bajaron en la canoa hasta ubicarse frente a la calle que conduce a la plaza. La dejaron atada en un
pequeño muelle de pescadores y caminaron la calle. Entraron al restaurante y preguntaron por el señor
Vuth a la misma anciana en el mostrador.

—Está en la bodega– dijo la anciana y los dos muchachos corrieron hacia el lugar en donde estaban los
perros sacrificados.

Vuth estaba en el primer salón de carnes con un elegante joven vietnamita.

Seihá se adelantó tímidamente hacia ellos y al verlo Vuth sonrió sarcásticamente.


—Ah ¿cambiaste de opinión? Me alegra– mientras recibía unos dólares del vietnamita.

—Señor Vuth, no se trata de aceptar el negocio. Vengo para comprarle el pastor alemán que vi cuando
vine con mi tío.

—¿Comprar qué? ¡No puedo venderlo así! Esta no es una tienda de mascotas... es una carnicería.

El vietnamita miró a los dos muchachos con curiosidad.

—Se lo compro como si fuera carne– le suplicó Seihá.

Vuth se rió.

—Entonces déjame lo mato primero y así te lo empaco mejor.

—¡No!– gritó Seihá– no lo quiero para comer, lo quiero como mascota.

—Pero así te sale más caro.

—Nosotros somos pobres– protestó Chimén.

—Yo también soy pobre. Lo pesamos y a lo que pese se los cobro ¿les parece?

Vuth devolvió algunos dólares al vietnamita y éste recogió una bolsa del piso y la metió en una maleta,
pero se quedó en la puerta viendo el final de la historia. Seihá se sintió molesto con su presencia, pero ni
siquiera lo miró.

Vuth entró a la pieza en donde estaban los perros y trajo al lastimado pastor alemán protegiéndose de
sus débiles intentos de morderlo.

—¡Aquí está! Pero ya está casi muerto. No es sino cortarle la cabeza, despellejarlo y tirarlo al sartén.

Seihá y Chimén miraron al animal con lástima. Era un ejemplar joven y fuerte, por lo que había resistido
los golpes de los verdugos. Vuth lo puso en una gran balanza.

—Bien, esta bestia no es tan pesada... denme veinte dólares por él.

Seihá casi se desmaya... era demasiado.

—¡Es mucho dinero señor Vuth!– protestó Chimén.

—¡Es lo que vale!

—Le doy cinco dólares– dijo Seihá.

—Veinte o nada.

—Pero usted dijo que por perro que le traiga da un dólar ¿cómo es que ahora lo vende en veinte?

—Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa.

Entonces cogió al pastor alemán y lo tiró sobre la mesa sin importarle los chillidos lastimeros de éste.
Después cogió una hacha y la alzó lista para cortar la cabeza frente a ellos. Casi asienta el golpe cuando
una voz suave pero de orden firme lo interrumpió.

—¡Espere!
Vuth miró hacia la puerta y vio al vietnamita que lo miraba severamente.

—Yo le doy los veinte dólares por el perro para los muchachos.

Vuth abrió sus ojos enrojecidos con sorpresa y dejó el hacha al lado del animal. Los muchachos miraron
directamente al vietnamita por primera vez y advirtieron una mirada amable y una apariencia atractiva.

—Pero señor Phang... no se moleste con este tipo de problemas... sólo son caprichos de muchacho.
Mañana mismo se les olvida el perro y hasta vienen a comer al restaurante.

—No me diga usted cuáles son los problemas en los que debo meterme, señor– y sacó el billete de
veinte dólares para ofrecérselo– dele el perro a los muchachos.

Seihá y Chimén permanecieron mudos, sin saber qué decir.

Vuth los miró y les dijo en un camboyano rudo, de manera que Phang no entendiera:

—¡Cojan su perro y cómanselo!

Ambos reaccionaron a sus palabras con alegría. Habían conseguido su meta. Entonces Seihá estiró sin
cuidado sus manos hacia el animal y recibió de éste un mordisco.

—¡Estúpido... ten cuidado!– le gritó Vuth.

—Cógelo con cuidado– le advirtió Phang gentilmente.

Los tres salieron del local y Pang les mostró su auto. Subieron atrás con el perro que permanecía quieto.

—¿Cómo se llaman?– les preguntó Phang mientras ponía en marcha el auto.

Ambos respondieron con entusiasmo y se dieron cuenta de que el camboyano de Phang era fluido y
agradable.

—Mi nombre es Phang. Soy dueño de la peluquería cercana en donde vivo con mi madre.

Dos cuadras después parquearon el auto frente a un consultorio médico.

—Primero vamos a este consultorio de un amigo mío para que te ponga una inyección contra la rabia y
mire qué puede hacer por el perro. Mi amigo no habla camboyano, también es vietnamita.

Entraron al consultorio. Una joven vietnamita estaba detrás de un escritorio y miró a Phang con alegría.

—Thea, estos muchachos son sobrinos míos– le empezó a decir en vietnamita– necesito que Sry cure
al perro y le ponga una inyección a este muchacho.

—Pero Phang, este no es consultorio veterinario– respondió la joven.

—No te preocupes Thea, Sry sabe qué hacer.

Thea entró a la oficina del doctor y pronto salió un médico igual de joven y elegante.

Continuaron hablando en vietnamita.

—Phang y sus obras de caridad.


—Ya ves amigo y tú mi ángel.

—Tú eres el ángel. Y quieres a los camboyanos aunque estos nos miran tan mal.

—También nosotros ponemos barreras con ellos... bastaría con aprender su idioma y ellos nos dejarían
de mirar como a extranjeros.

—Bueno, ahora me pones de veterinario. Contigo me especializo en todo. Dile a los muchachos que
pongan al perro atrás y ya lo atiendo.

Phang tradujo las recomendaciones y Sry le hizo las curaciones con mucha atención. Después le puso
una inyección a Seihá y le dijo: pronto ―estarás bien‖ en su pobre camboyano, lo que Seihá agradeció
con una sonrisa.

—¿Crees que sobreviva?– preguntó Chimén a Seihá.

—Yo creo que sí.

—¿Le tienes nombre?

—Sí.

—¿Cuál?

—Loto.

Dejaron a Loto en el consultorio según las recomendaciones de Sry y Phang los llevó a su casa que
quedaba en la misma vecindad, que era, lógicamente, una vecindad vietnamita.

La casa queda en el segundo piso de la peluquería y Phang les presentó a su madre, que tampoco habla
camboyano, pero que los atendió con mucha amabilidad y les ofreció té helado.

—Mi madre se llama Hean. Vive hace más de treinta años en Camboya. Vino con mi difunto padre y
desde siempre han trabajado en lo de la peluquería. Durante la guerra y el tiempo de Pol Pot, nos
ocultamos en la frontera con Vietnam hasta el regreso a Phnom Penh. Todas las empleadas son
vietnamitas.

—¿Por qué no contratan camboyanas?– preguntó Chimén.

—Porque no les gusta trabajar con nosotros.

—Pero a los vietnamitas tampoco les gusta trabajar con camboyanos– respondió.

—Tienes razón... es de parte y parte. Pero no todos piensan así. Yo tengo muchos amigos camboyanos.
Debemos terminar esta época de rencores entre nuestros dos pueblos y comenzar una nueva era de
convivencia. Todos somos hermanos.

Seihá y Chimén sonrieron con simpatía por aquel joven tan gentil de tan altos sentimientos y desde
entonces cambiaron su idea acerca de los vietnamitas.

EN LA PAGODA

Ren le dijo que en la pagoda necesitaban un muchacho para hacer el aseo del salón del Maestro.
Seihá no se animó mucho con la idea pues sabía que como católico los monjes no le permitirían trabajar
dentro de la pagoda, pero Ren le dijo que él mismo había hablado con ellos, y como apreciaban tanto a
Sambath por los servicios prestados durante tantos años, aceptarían a Seihá.

Entonces salió de la casa en su bicicleta seguido de Loto y con algunas flores para regalarle a los
monjes, al menos por aceptarlo en la entrevista.

Pasó frente a su casa y la encontró como siempre con la tejedora en las manos sentada en un banco
pequeño. Vestía muy formalmente, siempre con una blusa blanca y una falda negra que tapaba hasta
sus pantorrillas y llevaba su cabello oscuro atado con un gran moño atrás.

Loto corrió a sus pies y ella se paró asustada. El perro había no sólo recuperado peso, sino que ahora

tenía un tamaño considerable que lo hacía temible. Ella se quedó mirándolo con temor mientras Seihá se
detuvo frente a la casa y lo llamó. Loto le obedeció.

—No tengas miedo, no hace daño.

Sovanareth miró a Seihá con reproche. Era la primera vez que lo miraba a los ojos y él sintió como si un
ácido quemara su rostro. Iba a continuar su marcha a la pagoda, pero ella le habló con su voz aguda y
suave, lo que se le pareció a él como una melodía.

—¿Ya enviaste las semillas de loto?

Él se sorprendió que ella lo supiera. Pero después reflexionó que nada en la aldea pasaba sin que todos
se enterasen.

—Todavía no he podido. Aún me falta dinero.

—Cuando las vayas a enviar, dime, que yo sé seleccionar las mejores semillas, para que crezcan flores
hermosas.

De tus manos sólo pueden crecer flores hermosas...

Pensó Seihá.

—¿Me lo prometes?– le preguntó ella, pero él estaba fijo en sus ojos.

Ella tenía 18 años y pronto se casaría con uno que ni siquiera conocía. Seihá era demasiado joven y no
tenía una dote suficiente como para permitir un matrimonio.

—¿Te sucede algo?– insistió ella ante su silencio.

—Sí, sí... Muchas gracias. Seguro que de tus manos sólo pueden nacer flores hermosas.

Y Seihá reinició su marcha, seguido por Loto, con una sonrisa de satisfacción en su rostro.

Entró a la pagoda y buscó al monje que Ren le había indicado.

—Así que eres el famoso Seihá, servidor del Señor Cristo– le dijo el monje que llevaba unos lentes que
le engrandecían sus ojos.

—Saludos venerable... soy yo, Seihá, hijo del señor Sambath–.

–Conozco bien a tu padre. Fue un gran hombre. Eres bienvenido a la pagoda, aunque sabes que aquí
dentro no debes hablar del Señor Cristo.
—Sí venerable... mi padre me enseñó el respeto por cada religión–.

–Tu padre era un sabio–.

–Entonces... ¿tendré algún oficio?

—Sí. Se trata de hacer el aseo del salón del Maestro. Siempre lo ha hecho una mujer, pero el Maestro
dice que de ahora en adelante ninguna mujer debe entrar en ese lugar sagrado y que debe ser un varón.

—Y ¿el maestro sabe que seré yo?

—Sí, ya hemos decidido. Él dice que tu padre es un hombre bueno y averiguamos por ti y todos hablan
muy bien. Así que puedes trabajar con nosotros.

Seihá sintió una gran alegría. El monje le dijo que el trabajo lo podía hacer todos los días después del
almuerzo y que podía almorzar en la mesa de la pagoda.

Al día siguiente comenzó su trabajo, que sólo le gastaba unas dos horas y el resto de la tarde en los
cultivos.

El Maestro nunca le hablaba, pero sentía que lo miraba con simpatía. Después se sentaba en la mesa
con los demás empleados de la pagoda, que comían aparte de los monjes.

Seihá era bienvenido por todos, pues lo relacionaban con su padre, que siempre había ayudado en la
reconstrucción de la pagoda. Ahora esta era una de las más hermosas de Phnom Penh.

Sólo una mujer lo miraba mal por ser católico.

Un día...

—Y tú ¿por qué profesas una religión de extranjeros?

Seihá se quedó sorprendido ante la pregunta. Después trató de pensar en las enseñanzas de la
catequesis.

—Mi religión no es de extranjeros–.

—Pero la mayoría seguimos al señor Buda... no al Cristo.

—Pero por eso el Señor Cristo no es extranjero... es de todos.

Uno de los monjes que estaba cerca, con el temor de tener una discusión religiosa, intervino.

—Basta con esta discusión. Seihá no hace nada malo. Él, como su padre, respeta al señor Buda y por ir
a la pagoda católica no deja de ser camboyano.

Desde entonces la mujer cambió positivamente y el tema no se volvió a tocar.

ADIÓS A LA FLOR DE LOTO

Semanas después Seihá contaba el dinero recogido con Ren.

—Tenemos el dinero justo para enviar las semillas.


—Entonces... vamos a recoger semillas en el estanque–

—No, vamos a casa de Sovanareth.

—¿Sovanareth? ¿Por qué?–

—Ella me prometió unas semillas.

Fueron en la bicicleta.

Sovanareth sonrió al verlo.

—¿Ya vas a enviar las semillas?– le preguntó ella.

—Sí.

—Entonces espera– y entró a la casa.

Al regresar le entregó cinco botones cerrados de loto puestos dentro de una bolsa.

—Elegí los botones más hermosos. Vas a ver cómo llegarán vivos y serán más radiantes que cualquier
flor en todo el mundo.

Seihá los recibió como la más delicada y costosa joya del mundo.

La miró con una gran sonrisa y ella le correspondió. Sabía que guardar esperanzas con ella no era
correcto ahora que el día de su matrimonio estaba cercano, pero sintió que había sido un gran premio
haber recibido las semillas de su mano.

Después se despidieron y volvieron a la casa.

—Papá compró una caja especial... –Basta meterlos allí, poner la dirección e ir al correo.

Cuando encontró la caja, puesta entre las cosas de Sambath, se dio cuenta de que ya estaba marcada.

—Está lista... –ahora vamos a Phnom Penh.

—Pero ya es muy tarde Seihá.

—Bueno, voy yo solo para que tú no tengas problemas en tu casa–.

—Pero debes tener cuidado... –Hay muchos salteadores en los caminos y roban bicicletas.

—La Virgen va conmigo.

Seihá puso la caja en la canasta de la bicicleta y salió de la casa. Pronto cruzó los cultivos de arroz y
dejó la aldea por un camino solitario. De pronto sintió un jadeo detrás. Se detuvo y vio a Loto, con la
lengua afuera, que corría en su búsqueda.

—¡Loto! ¡Vuelve a casa!–

El perro se detuvo al comprender los deseos de su amo y con la mirada triste volvió sobre sus pasos.
Después Seihá pensó que hubiera sido una buena ayuda si apareciesen los ladrones de camino.

Pero siguió solo. Quería llegar al correo y ver cumplido el sueño de su padre.
Ya estaba a punto de llegar a la avenida principal, cuando vio un grupo de hombres, eran cinco, que
parecían esperarlo. El corazón comenzó a palpitarle y se encomendó a la Virgen. Tenía temor de perder
los dólares recogidos con tanto esfuerzo.

—¿A dónde vas?– le preguntó uno de ellos.

—A la ciudad.

El joven lo miró con simpatía y después a la bicicleta –con igual simpatía–.

—Necesitamos tu bicicleta –le dijo.

Seihá se bajo de ella, retiró la caja de la canasta y se las entregó como si fuera una petición natural.

—¿Qué llevas en la caja?

—Son unos botones de flores.

—¿Para qué?

—Una tarea escolar.

Los cinco se acercaron y miraron la caja. No entendían las letras, pero les pareció una encomienda.

—Pero parece que es algo de correo.

—No, es una tarea.

—Déjame ver– le arrebató la caja uno de ellos y la abrió con una navaja. Sacó bruscamente los botones
de loto y los miró con sorpresa, pues esperaba encontrar algo distinto, quizá de valor. Así que le devolvió
la caja con igual brusquedad.

En ese momento sintieron un auto que se acercaba por el camino.

—Muchachos, viene un cliente mayor– gritó uno de ellos.

—Tú, vete, vete rápido– le ordenó otro a Seihá y todos se ocultaron entre los matorrales.

Seihá comenzó a caminar de prisa hacia la avenida y no estuvo tranquilo hasta que vio el asfalto y el
intenso tráfico de la ciudad.

El moto-taxi lo dejó frente a la oficina de correos, que era un antiguo edificio francés con un reloj
detenido por más de 25 años. Entró y se acercó a un hombre serio, de corbata y que miraba la hora, listo
para cerrar la oficina. Seihá era el último cliente del día.

—Quiero enviar esta caja a Colombia– le dijo.

El hombre miró el reloj y después miró a Seihá con rostro de cansancio.

—¿Qué contiene la caja?

—Flores de loto.

Entonces lo miró con interés.


—¿Para qué enviar flores tan lejos?

—Es un asunto de familia.

El hombre creyó que había sido entrometido y le pidió excusas. Después miró los botones de loto con
interés y selló la caja con cuidado.

—Pero sale caro este envío.

—Lo sé... trabajé para ello.

—Vaya... son las flores más importantes que he visto.

—Sí.

Y así dejó la caja en la oficina de correo. La miró por última vez y sintió que se estaba despidiendo de un
viejo amigo. Salió a la calle y el sol se había ya prácticamente ocultado. Pensó en el camino de regreso,
a esa hora más peligroso, pero pensó en la Virgen y volvió a casa antes que su madre se enterase de
sus aventuras.

Esa noche soñó que la caja volaba a través del espacio hacia tierras incógnitas, de hombres extraños. Y
mientras la caja volaba, Seihá sentía una satisfacción indescriptible.

Se despertó con una sonrisa en la boca y con muchas ganas de contarle a toda la aldea que las semillas
de loto iban en camino.

Salió de la casa a la escuela y pasó, como siempre, por Ren. Entonces por donde pasaba las mismas
preguntas:

—Dicen que enviaste las semillas...

—Qué bien que has cumplido con los deseos de tu padre...

—Eres un magnífico hijo...

—Te responderá...

—¿Quién te ayudo a recoger las semillas?

Y Seihá respondía con una paciente alegría.

A media mañana salió con sus amigos al patio y les describió lo del robo de la bicicleta y el miedo

sentido de perder el dinero recogido con tanto esfuerzo. Después Ren vino con un balón...

—Bueno, celebremos las semillas de Loto con un partido de fútbol– los invitó.

Todos se pusieron de pie, abandonaron la sombra protectora del árbol, se quitaron las camisas blancas
de uniforme, se amarraron a la cabeza las kromás a manera de turbante y se dirigieron a la cancha de
tierra polvorienta al son de la música camboyana que sonaba alegremente en los altoparlantes de la
escuela.

Uno patió el balón desde el centro de la cancha y con éste se fue un remolino de polvo que zumbó los
rostros de los contrincantes y los dejó enceguecidos por unos segundos, mientras otro se adelantaba
cerca de la portería de piedras sin arquero. Entonces Seihá alcanzó al delantero atrevido y le quitó el
balón de los pies ligeros para avanzar hacia la portería enemiga, dejar tendido a uno, sorprendido a otro,
...y a otro, y a otro...

Hasta ponerse de frente al arco con un provisional arquero de rostro temeroso que lo miraba más con
súplica que con carácter de jugador...

Seihá se detuvo un segundo (porque en el fútbol un segundo es como un siglo) y pensó en el sueño,
mientras una voz ruda le gritaba un...

—Patea, patea ya...

LA FLOR DE LOTO TRES

—Patea, patea ya...

Y Mario patió el balón contra el arco temeroso que recibió el esférico en su frágil regazo de mallas para
sentir un grito jubiloso de

...¡GOOOL!

En las tribunas del colegio, en cuyo centro estaba ella.

...Quince días después...

La caja llegó a su lejano destino en la ciudad del valle montañoso.

El cartero la dejó en manos del monje hinduista que la recibió con serenidad y la abrió con delicadeza.

Encontró los botones intactos dentro de la caja y los sacó con cuidado para ponerlos sobre la mesa.
Después apartó cada botón. Estaban resecos, pero las semillas en su interior vivían, prontas para brotar.

De pronto,

...Uno de los botones...

Le atrajo la atención.

Estaba colorido y fresco, como si lo hubiesen acabado de sacar de un estanque. Lo tomó entre sus
manos como una preciosa joya y lo contempló maravillado. Y como por encanto, el botón comenzó a
abrirse lentamente. Sintió que los pétalos acariciaban la palma de su mano.

Corrió en busca de un jarro con agua y lo puso en él. El botón seguía abriéndose lentamente y la flor
parecía que empezara a respirar el aire del lugar, como si por mucho tiempo hubiese esperado el
momento.

Carlos abrió las cortinas de la ventana y los rayos del sol mañanero alcanzaron la flor. Esta sintió el sol y
fue como si hubiese sido tocada por rayos de vida. Entonces el color rosado de sus pétalos se hicieron
más brillantes y radiantes, todo el recinto quedó iluminado por una tenue luz rosada.

Carlos la contempló en silencio. La Flor de Loto había llegado y estaba feliz. Lo sentía todo, lo percibía
todo.

Dentro de la caja encontró una carta breve, de la mano de Seihá, que le explicaba de la muerte de
Sambath.
Carlos pensó en su amigo y miró de nuevo la flor. Sambath había muerto, pero había cumplido, le había
enviado la flor.

NANCY

El día en que Mario y Rafael pusieron la carta para Sambath, fueron a la casa de Nancy para
comunicárselo.

Esta los esperaba, pues sabía lo de Carlos y su intención de ayudarles. Le había dicho eso a María
Isabel, pero ésta no le puso atención.

Entonces recibió a los dos muchachos con alegría y se sentaron en la sala de la casa.

—Mi mamá está feliz con el loto del Darién. Dice que es una flor hermosa y salvaje– les dijo.

La mamá de Nancy sembró la planta en un pequeño estanque en su jardín.

Mario le dijo que habían mandado una carta a Camboya. Pero que no sabían en dónde quedaba ese
país. Entonces Nancy buscó el atlas y pronto lo ubicaron. Pasaron la tarde leyendo datos sobre
Camboya.

—Bueno, esta noche debemos ir a la casa de María Isabel para ver una película– advirtió Mario.

—Sí... les recomiendo que se pongan lo mejor que tengan. La mamá de ella es muy exigente en la
presentación personal– les advirtió Nancy.

En la noche los dos muchachos se vistieron lo mejor que pudieron y caminaron a la casa de María
Isabel.

Mario conocía bien la casa, pues había seguido a su amor platónico muchas veces, pero nunca había
estado ante la puerta.

Tocó con timidez y abrió Rocío que los miró de arriba abajo.

—¿Qué necesitan?– les dijo con dureza.

Ambos enmudecieron ante aquella mujer que los miraba como si fueran pordioseros. Entonces salió
Nancy.

—Doña Rocío, ellos son los amigos de nosotras. Maritza los invitó.

Rocío los miró de nuevo, de arriba abajo, y se entró sin decir nada. Pero buscó a María Isabel en
privado.

—¿Quiénes son esos?– le preguntó.

—Unos amigos del colegio– respondió María Isabel con sarcasmo.

—Esos no son amigos... ¿no ves que son gente baja del barrio?

—Sí... y qué. ¿Hasta cuándo tendré que mirar a toda la gente y clasificarla como si fuéramos castas de
la India? Estos son buenos, nada tienen de malo. Así que déjame tranquila esta noche, viendo la película
y prepara la mesa con dulces.
Rocío no respondió, pero no se apartó de ellos para analizar a los dos muchachos que le parecían
peligrosos.

—Y bien... ¿cómo les parece la casa?– les preguntó Nancy.

—Muy bonita– respondió Mario con timidez.

Entonces María Isabel se les acercó.

—Seguro que la casa de ustedes no es así– les dijo.

—No. Esta casa es más bonita– respondió Mario con ingenuidad, pero Rafael lo miró duramente.

También había algunas amigas de María Isabel que los miraban con desdén, aunque reconocían que
Mario y Rafael eran de los mejores jugadores de la selección de fútbol del colegio.

—Y digan– empezó una de las amigas de María Isabel- ¿quién les prestó esa ropa?

Todas se rieron, con excepción de Nancy.

—Pero quien les haya prestado esa ropa tiene mal gusto– dijo otra.

—¡Suficiente muchachas!– gritó Nancy.

Mario sonrió tímidamente.

—¿No pueden ser más corteses?– insistió Nancy.

—¿Vas a defenderlos?– preguntó María Isabel– déjalos, que ellos son hombres y saben cómo atacar.

—Esa no es la manera de tratarlos– le dijo Nancy con ira.

—No exageres Nancy, si está enamorado de mí... debe saber conquistarme– y se rió.

Las amigas la miraron con sorpresa.

—¿Este muchachito está enamorado de ti, Maritza?– preguntó una con burla.

Nancy se puso de pie con un aire de furia.

—¡Vámonos de aquí, muchachos!- les dijo.

Los tres salieron de la casa ante la sorpresa de María Isabel, que, sin embargo, no los detuvo.

Por primera vez en mucho tiempo, Mario comenzó a llorar. No entendía el comportamiento de María
Isabel.

—No importa esa muchacha– dijo Rafael.

–Rafael tiene razón, Mario, no importa. No es la primera vez que alguien se enamora en el mundo. Ella
misma está enamorada de Arturo y él no le presta atención.

Desde aquella noche Mario no insistió con María Isabel. Lo había humillado y eso mata cualquier amor.

Entonces,
Llegó Nancy.

Ella era tierna y leal. Los acompañaba a los entrenamientos de fútbol y los esperaba en la casa para
merendar, ver una película o estar en el jardín viendo el florecer del loto del Darién.

Mario comenzó a sentir algo especial por aquella mirada dulce, sin pretensiones.

—Rafael... creo que estoy enamorado de Nancy.

—Menos mal –respondió– se ve que ella también. Dícelo.

—Pero me da vergüenza.

—¿Vergüenza? No tuviste vergüenza de alguien que no te quería ¿vas a tener vergüenza de alguien que
te quiere?

Y llegaron a ser novios.

Decírselo fue más difícil, porque es difícil expresar con palabras lo que se dice con la mirada.

Pero lograron entenderse.

Una tarde Leonardo los invitó a su casa: Nancy, Mario y Rafael.

Nancy se encantó con todos los cuadros de Leonardo.

—Ahora, vengan conmigo– les dijo Leonardo, con una sonrisa maliciosa.

Lo siguieron hacia el estudio en donde él pintaba sus cuadros y se encontraron frente a uno cubierto con
una sábana.

—Nancy, te invito a descubrir el cuadro.

Nancy se acercó con delicadeza y quitó la sábana. Era un cuadro inmenso y colorido.

Era una flor de loto.

Mario se quedó mudo de le emoción.

—¿Es tan fea que ni una palabra?– protestó Leonardo.

—¿Fea? Jamás. Es hermosa. Con este cuadro no se necesita la flor real.

—Bueno, este es el símbolo de nuestra amistad... así que lo puedes llevar a casa de tu novia.

Nancy se sonrojó.

—¿Mi casa? Pero esto es grandioso.

–Tu casa se va a llenar de lotos... el del Darién, la pintura... y si llega la flor de Camboya– le dijo Rafael.

Tiempo después Mario llamó a Nancy.

—Llegó la flor de loto– le dijo.


Nancy sintió emoción.

–Vamos esta misma tarde por ella al templo de Carlos. Llamó a Rafael y a Leonardo... esto es un
acontecimiento.

Nancy no resistió la tentación de decírselo a María Isabel, aunque hacía meses que no se hablaban.

—Maritza, soy yo... Nancy.

—Ah, Nancy... al fin me llamas a pedir excusas.

—No. Llamo a decirte que llegó la flor de loto desde Asia. Mario cumplió su palabra.

—Pero ya no sirve de nada... ahora es tu novio.

—Tienes razón, pero pensé que debías saberlo. Adiós.

—Espera... ¿Puedo ver la flor?

–Debes decírselo a Mario.

María Isabel lo pensó un buen momento. Pero la curiosidad por la flor que tanto le encaprichaba pudo
más. Llamó a la casa de Mario.

—La flor ya no es tuya– le respondió una voz seca e indiferente que le causó temor por el teléfono.

—Tienes razón Mario, pero...

—Si quieres ir con nosotros, puedes... nos encontramos en el centro de la ciudad.

Carlos los esperaba. Entraron a los salones llenos de tapetes y olor a incienso, lo que emocionó a María
Isabel.

Después Carlos los guió hasta un salón más pequeño después de pasar varios laberintos.

Y la vieron.

Era una flor extraordinaria.

Radiante.

Sin descripción.

—¿Ésta es... la flor de loto?– preguntó María Isabel.

Pero nadie le respondió.

María Isabel sintió deseos de llorar. Como si hubiese perdido algo extraordinario.

Miró a Mario, sus ojos oscuros y brillantes contemplaban la flor con un encanto inmenso. Era como si de
pronto fuese el hombre más hermoso sobre la faz de la tierra.

Después miró a Nancy. También hipnotizada. La luz radiante de la flor se reflejaba con favoritismo en su
rostro.
María Isabel se dio cuenta, entonces, de que había perdido algo y salió del lugar con los ojos
humedecidos. Pero ninguno de los presentes se percató. Todos estaban absortos en la flor.

—La conseguimos –dijo de pronto Mario– todos aquí y allá... lo logramos.

Carlos lo miró, con su natural calma.

Entendía bien las palabras de Mario.

LA CARTA

Las lluvias de octubre detuvieron los cultivos.

Las aguas del Mekon y del Sap corren en reversa, hacia el norte, rechazadas por el Golfo e invaden la
tierra de los hombres.

Muchas villas se vuelven islas y muchas islas se convierten en lecho del río por semanas.

La aldea de Sambath, lejos del río, no sufre por las inundaciones, pero muchos parientes de los
aldeanos, damnificados, buscan refugio en el lugar.

La casa de Rany y Seihá se vuelve centro de acopio en donde se recogen mercados para los
damnificados y en donde muchos niños se quedan al cuidado de Rany mientras pasan las inundaciones.

—Mamá... estos días voy al entrenamiento para el Festival de las Canoas... con el invierno es más fácil
practicar.

—¿El padre Jack estará con ustedes?

—No, porque siempre está muy ocupado, pero el tío Chayá es nuestro comandante.

—Ya veré yo cómo muchachos de una aldea sin río pueden ganar un Festival del Agua.

—Somos optimistas. Nuestra canoa se llama ―La Flor de Loto‖.

—Hermoso nombre.

La tarde había sido fría por el torrencial, pero en medio del pantano del camino vieron un auto que se
acercaba.

—Viene un auto... y no parece el del padre Jack– dijo Rany.

Pero Seihá lo reconoció.

—Es del señor Phang.

—¿Quién?

—¿Recuerdas el señor vietnamita que te dije que nos ayudó a rescatar a Loto de la carnicería.

Phang se bajó del auto, con su traje limpio, a pesar del pantano que invadía el auto. Miró la casa y se
encontró con la mirada de Seihá que le hacía una especial reverencia.

—Seihá, pude encontrarte– dijo.


—¿Cómo supo en dónde vivía?

—Eres muy popular en esta región.

Seihá le presentó a su madre y lo invitaron a entrar. Phang se sentó en los tapetes y bebió con calma
una taza de té.

—Disculpe el desorden... atendemos a los niños de los damnificados.

—Sí... una buena obra. Justamente vengo a dar una contribución para los niños– y le entregó un sobre a
Rany.

—Gracias señor Phang, Dios lo bendiga.

—No es nada... todos estamos sufriendo en estos tiempos y debemos ayudarnos mutuamente. Cuando
el Mekong crece, se lleva la casa de tailandeses, camboyanos, vietnamitas... sin distinción. El Mekong
nos une.

—Sí, esperemos que algún día se unan nuestros corazones.

—Claro que así será.

—Otra cosa Seihá... sé que estás liderando la construcción de una canoa para el Festival.

—Sí.

—Pues bien... aquí doy también una pequeña cuota para ella. Espero que ganen.

—¡Claro, claro señor Phang! ¡Con tanto apoyo que tenemos seremos los mejores!

—Y por último y lo más importante... les cuento que me gané un concurso en una agencia de viajes. Un
boleto para dos personas para cualquier punto del continente americano.

—¡Qué suerte tiene, señor Phang!– dijo Seihá.

–Gracias. Yo quisiera ir con mi madre, pero ella ya está muy anciana. Así que después de pensarlo,
tomé una decisión. Quiero ir con un amigo joven e inteligente que me acompañe.

—¿Quién será este amigo?– preguntó Seihá.

—Quiero que seas tú, Seihá. Será un mes y como estamos en invierno, no hay escuela... si tu madre lo
permite. Yo te consigo el pasaporte y demás documentos.

Seihá y Rany se quedaron estupefactos.

En ese momento llegó el cartero en su bicicleta llena de barro y se detuvo al lado del auto.

—¡Señor Vong Seihá! ¡Correo!

Seihá se paró en la puerta aunque las palabras de Phang lo tenían mudo. Miró al muchacho del correo,
el mismo que le había traído la carta a Sambath. El muchacho tenía aspecto cansado y estaba lleno de
barro por todas partes.

—Esto queda lejos de la ciudad. No sé porque lo consideran parte de Phnom Penh.


Seihá lo miró pensativo, pero de pronto reaccionó y bajó las escalas. El muchacho le entregó una caja y
le hizo firmar. Después se fue entre el barro del camino sin decir nada.

Seihá subió sin poder concentrarse ni en la caja que acababa de recibir ni en las palabras de Phang.

Se sentó frente a Phang.

—Ahora dime ¿a qué país de América te gustaría ir?

—Oh, señor Phang... no sé... debemos pensar.

—No te preocupes. Tenemos tiempo. Pero abre la encomienda que acabas de recibir.

Seihá obedeció automáticamente. Lo primero que sacó fue una postal de una ciudad entre montañas y
recordó el sueño.

Después, con cuidado...

Sacó una hermosa orquídea que a todos sorprendió.

Rany creyó que era artificial.

Entonces Seihá miró a Phang con una sonrisa increíble en su rostro.

NOTAS
SOBRE LA FLOR DE LOTO

La composición de este breve cuento tardó tres años así:

En 1999 llegué como misionero a Camboya, a Don Bosco Foundation en Phnom Penh, sin hablar ni jota
de inglés ni jota de camboyano. Los tres primeros meses era un completo incomunicado con el mundo
exterior y vivía de un lado para otro con un diccionario castellano-inglés en mi mano. Pero ese primer
tiempo me dio algo muy importante: soledad y la soledad bien construida crea disciplina interior. Pude
reforzar mi vida de oración y mis creencias y me dediqué a la lectura y al estudio del país que pisaba. Ya
hacia mediados del año 2000 comencé con la idea de escribir un cuento que uniera mis dos patrias (la
de origen y la de misión). Me parecía muy especial la idea que ambos países se oponen
geográficamente en el planeta, y que son doce horas de diferencia. También que son dos países
bastante sufridos en su historia. Entonces comencé a componer una historia sencilla que nace en mis
recuerdos de muchacho de barrio popular latinoamericano y se enlaza con el sentir juvenil camboyano.

Entre mayo y junio de 2001 tuve mis vacaciones en Medellín antes de iniciar mi teología, así que le
entregué una copia de los primeros manuscritos a algunos amigos para que me dieran su opinión.

Entre septiembre de 2001 y mayo de 2002 hice mi primer año de Teología en Jerusalén y tuve la
asesoría de un profesor que también es escritor, el padre Joan María Vernet, catalán, quien me dio las
más importantes apreciaciones acerca de la historia. Me hizo el honor de escribir la presentación, lo que
agradezco enormemente.

Entre junio y septiembre pasé mis vacaciones en Sliedma (Malta) en el estudio del inglés. Con tiempo
suficiente, le dí las últimas correcciones a la historia y tal cual, así la pongo a consideración de los
lectores. En el aeropuerto de Milán, en el viaje Tel Aviv-Malta, escribí la dedicatoria.

Los personajes están inspirados en personas reales que, con su manera de ser y ver la vida, entretejen
día a día historias de ternura y filosofía. Los valores humanos se hacen en el joven sencillos y posibles.
Reinaldo Albeiro Rodas Torres
Sliedma (Malta), junio de 2002
ÍNDICE
Presentación ......................................................
Dedicatoria .........................................................
Arturo..................................................................
María Isabel .......................................................
El chico de los libros ..........................................
El chico del barrio ...............................................
Cuando el amor llega .........................................
Desafíos de amor ...............................................
El amor es poesía ..............................................
La Flor de Loto Uno ...........................................
Más allá de las montañas ..................................
De la India ..........................................................
El abuelo ............................................................
La carta ..............................................................
Llegó el cartero ..................................................
Arroz ...................................................................
Misa de domingo ................................................
Chayá .................................................................
Historias de la India ............................................
Pol Pot ................................................................
Trabajar por una flor ...........................................
Papá se fue ........................................................
Ideas de la otra vida ...........................................
La Flor de Loto Dos ............................................
Carne de perro ...................................................
En la pagoda ......................................................
Adiós a la Flor de Loto .......................................
La Flor de Loto Tres ...........................................
Nancy .................................................................
La carta ..............................................................
Notas sobre la Flor de Loto ................................
Mapa del continente americano .........................
Mapa del Lejano Oriente

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