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¿Crisis de representación?

Recuerdo una clase a la que asistí en el instituto IDEA de la Universidad


de Santiago con el profesor Fernando Estenssoro, en que en una sala
con alumnos mayoritariamente de izquierda dice una frase
enormemente provocadora: “tenemos capitalismo para 500 años más”.
Por supuesto que hay algunas ideas básicas que todos conocemos, como
por ejemplo que las poleras del “Che” se venden en las tiendas o que
Coca Cola hay en todas partes, pero es mucho más que eso.
Tampoco es necesario profundizar mucho para vislumbrar que la
diversidad permite la creación de nuevos conceptos, formas de habitar,
si se quiere de ser, facilitando lo que Schumpeter y otros llaman
“destrucción creativa”, ya que estas nuevas “ideas” facilitan la
introducción de nuevos bienes (desde libros hasta las citadas poleras,
pasando por museos, música y hasta “experiencias completas”). Las
ideologías, de todos los colores, crean nuevos mercados.
Todo lo anterior y mucho más (no pienso agotar el tema, ni podría), al
parecer dificulta mucho desconocer la principal característica del
capitalismo, su resiliencia. A tal punto llega ésta que un terremoto (de
los geológicos y de los sociales), incluso a mediano plazo dinamiza y
robustece la economía, ya que la reconstrucción (que más bien es una
nueva versión de lo existente, tal como las Torres Gemelas
estadounidenses fueron reemplazadas por edificios diferentes y un
memorial), es una oportunidad de crecimiento que es frecuentemente
muy bien aprovechada.
Estamos en una amorfa lucha en que muchos disputan la obtención de
lo que está en las bambalinas de la pregunta inicial, el poder.
Pero el poder se está degradando, lo que Moisés Naím sintetiza en 3
revoluciones: la revolución del Más, la revolución de la Movilidad y la
revolución de la Mentalidad.
La descripción de Naím sobre la revolución del Más va desde el aumento
de la población mundial, pasando por la disminución de la pobreza a
nivel global, hasta el aumento de la esperanza de vida.
Concluye respeto de esta revolución que “la terea de gobernar,
organizar, movilizar, influir, persuadir, disciplinar o reprimir a un gran
número de personas con un mejor nivel de vida necesita métodos
diferentes de los que servían en el caso de una comunidad más
pequeña, estancada y con menos recursos individuales y colectivos a su
disposición” (Naím, Moisés, El Fin del Poder, p. 96).
Respecto de la revolución de la Movilidad el impacto de la inmigración
es indesmentible, como también lo es la urbanización, dando nacimiento
a las megaciudades. Desde este punto de vista “ejercer el poder
significa no solo mantener el control y la coordinación de un territorio
real o figurado, sino también vigilar sus fronteras” (Naím, Op. Cit. 103).
La revolución de la Mentalidad es quizás la más importante. Naím cita a
Samuel Huntington quien señala que las “sociedades en rápida
transformación” (en desarrollo) padecían un aumento de las
expectativas de la población que crecía más rápido que la capacidad de
sus gobiernos de satisfacerlas.
“La inestabilidad política que genera la brecha entre lo que la gente
espera y lo que su gobierno puede darles en términos de más
oportunidades o mejores servicios se han vuelto globales” (Naím, Op.
Cit. 104).
Naím señala que las revoluciones del Más y de Movilidad han agudizado
este cambio de mentalidad.
Este autor cita en su obra a Critical Citizens, en que se llega a la
conclusión que el descontento con el sistema político y las instituciones
fundamentales de gobierno es un fenómeno mundial y creciente (Vid.
Naím, Op. Cit. 110).
Lo hasta aquí expuesto nos permite asegurar con fundamento que quien
diga representar a alguien y, con credenciales democráticas o no, tiene
una tarea bien difícil, mucho mayor a lo que sucedió en los siglos
precedentes.
Por su parte en “Autopsia ¿De qué se murió la elite chilena?”, Alberto
Mayol plantea el agotamiento de una fórmula política, lo que para él es
“el mecanismo específico mediante el cual un pacto elitario ofrece una
integración (material o simbólica) de las distintas clases sociales con el
sector dominante, el que se comporta como clase dirigente, es decir,
como administradora y reguladora del conflicto social” (p. 207).
Por supuesto hay un concepto a esclarecer antes de ensalzar (o
dinamitar) el citado concepto, a saber, ¿qué es pacto elitario?
Pacto elitario, según Mayol, es “el equilibrio relativamente incuestionado
de las posiciones específicas de cada actor dentro de la zona de mayor
influencia de la sociedad (la elite)” (p. 20).
Pero seamos concretos ¿Quiénes conforman el pacto elitario según el
citado autor?
Entre 2011 y 2016 incluye a la Nueva Mayoría; grandes empresas y
organizaciones empresariales; Iglesia Católica (autoridades y
congregaciones de elite); estamentos académicos afines al nuevo
modelo (economía y derecho), tecnocracia; medios de comunicación
asociados al nuevo modelo; partidos defensores de enclaves autoritarios
(UDI y sector RN) y; Empresariado histórico más oligarquía pre-73 (p.
193).
No pienso disputar si esta descripción es correcta (solo diré que carece
de la complejidad necesaria y que no habla, para nada, de los cambios
que se experimentan en cada uno de los “actores o colectivos” que se
mencionan, atribuyendo una homogeneidad y estabilidad que no es real.
El autor plantea que el sometimiento a este “pacto elitario” y a su
fórmula política se debe a ciertos “efluvios metafísicos” que
“deslizaban” expresiones del tipo: “Son los elegidos de Dios”; “son los
que formaron Chile”; “son grandes emprendedores”, por algo son ricos”;
“son caritativos”; “han modernizado el país”; “son referentes éticos”;
“son familias importantes”; “es gente seria”; “sus instituciones son
respetables”, “son más inteligentes” (p 291).
Frente a estas expresiones cabe poco o nada que decir excepto que no
parecen inventadas y que más de alguna vez las hemos escuchado (y
muy probablemente con matices resuenan en la memoria de cientos de
millones en el mundo), por lo mismo carecen de especificidad y
profundidad necesaria para explicar el fenómeno, pero dotan de una
simplicidad que reporta utilidad.
Es importante señalar que Mayol planteaba para el periodo 2011 – 2016
la existencia de una elite disidente encabezada por el movimiento
estudiantil (también incluye a movimientos sindicales, autoflagelantes,
medios de comunicaciones críticos al neoliberalismo, estamentos
académicos, movimientos insurreccionales e Iglesia Popular. P. 193).
En su descripción de la disidencia hay de todo un poco, pero de plano no
incluiría en esta elite ni a sindicatos, ni movimientos insurreccionales, ni
a la Iglesia Popular, ya que todos ellos impactaban a pocos y eran
(quizás son), subalternos del movimiento estudiantes (hoy parte de las
cúpulas del FA y el PC).
¿Por qué analizar élites y disidentes al estudiar la crisis de
representación?
Precisamente porque al hablar de representantes y representados, se
alude a una forma de administración del poder.
Puede ser discutible el grado de libertad de los mandantes, quienes
pueden subordinarse de manera más o menos inconsciente por los
“efluvios metafísicos”, por influjo de exitosas campañas de marketing y
un complejo campo de otras consideraciones, pero formalmente es así.
El 2011 fue la educación pública, gratuita y de calidad la punta de lanza
que sirvió de caballo de batalla a la oposición (que en una versión
original parió a la Nueva Mayoría –que se reveló insustancial o al menos
ineficaz- y muy tardíamente al Frente Amplio – que extrañamente
parecía mucho más cohesionado y coherente pero ya apreciamos
desgajamientos ya que el partido Ecologista Verde dejó el bloque y
partido Iguales suspendió su participación en éste-.
Dada la urgencia de este ensayo solo diré que la fuerte atracción de
votantes en segunda vuelta en 2017 convocó a menos de la mitad de los
potenciales electores, pero la abrumadora ventaja del presidente Piñera
nos informa a lo menos de 2 posibles conclusiones: No hay muchas
ganas de ser representados y las fuerzas de conservación del sistema
son las que más se movilizan de un modo eficaz.
En 2011 era muy poco serio pensar que habría un segundo mandato del
Presidente Piñera, sin embargo no es sorprendente que en 2013 ya
hubiese cabezas dispuestas a pavimentar su vuelta al poder y recursos
disponibles para ello (basta recordar la fundación “Avanza Chile”).
El votante chileno no creyó en el proceso de transformaciones propuesto
por la Nueva Mayoría, ni tampoco en el poco experimentado Frente
Amplio (al que muchos vieron con simpatía).
Por lo anterior lo único que quedó de esos años no tan convulsionados
pero intensos (2011 a 2017), fue la sanción social al lucro mezclada con
ansias de consolidar la posición de los sectores medios (de allí el éxito
de la oferta “clase media protegida” del programa del Presidente
Piñera).
Esa consolidación no es sólo económica, sino también simbólica (“que
no me traten mal”, “que no abusen de mí”, “que no me discriminen” y,
con tristeza debemos reconocerlo, se escucha la frase “no me
reemplace por un extranjero”).
Esta clase media también reivindica el derecho a vivir en paz,
básicamente sin miedo a la delincuencia, privilegiando el orden público
sobre otras aspiraciones.
Este coctel tiene más ingredientes, es cierto, pero no muchos más.
El aumento de la complejidad social deja bastante claro que la
explicación de capas dominantes y grupos sociales subordinados sirve
de poco, porque la diversidad nos golpea la cara con toda su riqueza.
No lleguemos tan rápidamente a nuestro “largo octubre”, ya que para
entender el presente hay que retroceder a lo menos a 2018.

¿Por qué 2018?

Podría ser por varias razones, la más evidente es que fue el primer año
del segundo gobierno de Sebastián Piñera ¡Quien iba a decirlo! Un año
sin terremoto ni excusa que valga para aceptar por la izquierda (que
tradicionalmente ostenta una alta capacidad de movilización), a la
derecha otra vez en el poder por vía democrática, siendo un secreto a
voces que siempre se creyó por ésta última que en un país como el
nuestro su llegada al poder sería prácticamente un accidente, lo que
cambió drásticamente después de la segunda vuelta en que habían
vivido una aplastante victoria.
Una razón más evidente para la necesidad de volver al 2018 es mundial,
y con una clara expresión local, el movimiento “me too”.
A raíz de casos emblemáticos en el mundo las mujeres denunciaron que
eran abusadas en diversos ámbitos, y a nivel local este tema animó la
agenda de cientos de miles, encontrando nuevamente la energía para
expresar demandas en el mundo estudiantil.
Pero Chile ha cambiado y la centroderecha también, un ejemplo de ello
es Evópoli, novel partido político de gobierno que tiene dentro de su eje
ideológico la diversidad y la defensa de los derechos de la mujer (así
como el medioambiente y el libre mercado), lo que dio al gobierno una
vitalidad para enfrentar esta coyuntura crítica muy distinta a la que
ostentaba en 2011. Evidentemente el hecho de incluir al citado partido
es una muestra de un cambio experimentado en toda la coalición, al
punto que la ministra de la mujer, con notable participación durante este
período, no pertenece a Evópoli. Esta es una muestra de los cambios
internos de la derecha que Mayol no distingue en su análisis.
La variopinta oposición organizada tras estas demandas feministas que
buscaban imponer una agenda al gobierno, queriendo o no
deslegitimarlo en el ejercicio del poder, no persistió en este intento, y la
burocracia estatal logró convertir en políticas públicas dichas demandas
a la manera que las propuso el gobierno, incluso desde su diseño
programático, de modo que las protestas solo fueron un driver de éste,
dándole un muy saludable sentido de urgencia a esta agenda.
Tomando en cuenta la baja popularidad que tienen los gobiernos en
ejercicio en el mundo, el gobierno y su presidente gozaron de un apoyo
razonable (50% de aprobación según CADEM vid.
https://www.24horas.cl/politica/encuesta-cadem-primer-ano-del-gobierno-de-sebastian-
pinera-es-calificado-con-un-43-2971497), aunque muy golpeado por el caso
Catrillanca.
Todo lo anterior era posible por una oposición absolutamente ineficiente
en la construcción de una alternativa atractiva para la ciudadanía.
Pero ahora volvamos a la pregunta inicial ¿estamos frente a una crisis de
representación?
No hay identidades claramente definidas, ni tribus, tampoco se pueden
identificar proyectos colectivos masivos ni, por supuesto, lucha de
clases. Por lo anterior no creo que enfrentemos una crisis de
representación, sino que estamos frente a una “nueva normalidad” que
requiere importantes cambios políticos para gestionar los desafíos que
plantea esta realidad social, por ejemplo incluir algunos elementos de
democracia directa, los que pueden ser muy variados, desde los
plebiscitos constitucionales anunciados, o plebiscitos municipales
frecuentes (o a nivel regional), iniciativas ciudadanas de ley (o para su
revocación).
También se requieren mayores espacios para los cambios de gobierno
en periodos de crisis, pero sin perder la estabilidad, y para ello sería
muy útil un sistema semiparlamentario, en que convivan un primer
ministro (dedicado a la labor de gobierno), y un presidente que
represente al Estado y esté a cargo de, por ejemplo, la defensa nacional
y la seguridad interior (separación de funciones que hubiese sido muy
útil en la coyuntura actual).
Con la rapidez de los cambios tecnológicos, que afectan
vertiginosamente la cultura, la política siempre estará en deuda, lo
importante es avanzar lo suficiente para que la deuda acumulada no sea
cobrada en una cuota, como ocurrió en este “largo octubre” que por
momentos parece no va a terminar.

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