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K L A U S K O R­D O N

K L A U S K O R­D O N
Coordinadora del Área de Literatura: Laura Giussani
Editora de la colección: Karina Echevarría
Traductores: Ricardo Ibarlucía y Alejandra Obermeier
Correctora: Virginia Piera
Jefe del Departamento de Arte y Diseño: Lucas Frontera Schällibaum
Coordinadora de Arte: Natalia Udrisard
Diagramación: Laura Porta y Patricia I. Cabezas
Imagen de tapa: Thinkstock
Gerente de Preprensa y Producción Editorial: Carlos Rodríguez

Kordon, Klaus
El muro. - 2a ed. 2a reimp. - Boulogne : Cántaro, 2015.
176 p. ; 20x14 cm. - (Aldea literaria; 532)

Traducido por: Ricardo Ibarlucía y Alejandra Obermeier

ISBN 978-950-753-370-9

1. Narrativa Alemana. 2. Novela. I. Ibarlucía, Ricardo, trad. II. Obermeier,


Alejandra, trad.
CDD 833

K L A U S K O R­D O N
Título original: Die Flaschenpost
©1999 Beltz Verlag, Weinheim und Basel, Programm Beltz & Gelberg, Weinheim
© Para la edición en español Editorial Puerto de Palos S.A., 2009
Editorial Puerto de Palos S. A. forma parte del Grupo Macmillan
Avda. Blanco Encalada 104, San Isidro, provincia de Buenos Aires, Argentina
Internet: www.puertodepalos.com.ar
Quede hecho el depósito que dispone de la Ley 11.723
Impreso en la Argentina / Printed in Argentina
ISBN 978-950-753-370-9

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“Es­ta his­to­ria co­mien­za con las pa­la­bras ‘Ha­bía una vez’. capítulo1
Así em­pie­zan los cuen­tos. Sin em­bar­go, lo que en es­te li­bro La ciu­dad, el río, el chi­co
se na­rra no es cuen­to; ocu­rrió de ver­dad ha­ce mu­chos años.
En la de­sem­bo­ca­du­ra
Y to­da­vía no ha pa­sa­do el tiem­po su­fi­cien­te pa­ra que al­guien
Pe­po, el ex­tra­te­rres­tre
se ani­me a es­pe­rar un fi­nal fe­liz…”
Una idea

H a­bía una vez una gran ciu­dad don­de vi­vían dos chi­cos, un va­rón y una
ne­na. El chi­co se lla­ma­ba Ma­tías y sus ami­gos lo lla­ma­ban Ma­tu. La
chi­ca se lla­ma­ba An­ge­li­ka y pa­ra to­dos era An­gie.
La ciu­dad cons­ta­ba de dos par­tes. Una que­da­ba al es­te; la otra, al oes­
te. Ma­tu vi­vía en la par­te es­te de la ciu­dad; An­gie, en la par­te oes­te. Pe­ro
en­tre es­te y oes­te ha­bía una fron­te­ra muy rec­ta y hos­til. La ciu­dad se lla­
ma­ba Ber­lín1.
A tra­vés de la ciu­dad di­vi­di­da co­rría un río. Ha­cia el su­des­te, en­tra­ba en
la ciu­dad y ha­cia el no­roes­te vol­vía a sa­lir. El río se lla­ma­ba Spree2 y en sus
ori­llas ha­bía mu­cho ver­de, pe­ro tam­bién mu­chas fá­bri­cas y ca­sas. Y el tra­
mo del río que atra­ve­sa­ba la ciu­dad tam­bién es­ta­ba di­vi­di­do.
Ma­tu vi­vía no muy le­jos del Spree. Ha­bía so­lo un pe­que­ño par­que en­
tre la ca­lle y la ori­lla del río: era el te­rre­no bal­dío en el que los chi­cos se
en­con­tra­ban des­pués de la es­cue­la pa­ra ju­gar al fút­bol, a la es­con­di­da o
pa­ra pes­car. La ma­yo­ría de las ve­ces Ma­tu ju­ga­ba con ellos, pe­ro en otras

1 Ber­lín es actualmente la ca­pi­tal de Ale­ma­nia.


2 Río na­ve­ga­ble de Eu­ro­pa que na­ce en el es­te de Sa­jo­nia y de­sem­bo­ca en el Ha­vel. En su
cur­so atra­vie­sa la ciu­dad de Ber­lín.
KLAUS KORDON El muro

opor­tu­ni­da­des pre­fe­ría es­tar so­lo. En­ton­ces se sen­ta­ba en la ba­rran­ca, apo­ vol­ver a sa­lir. La ma­yo­ría de las ve­ces un bar­co sa­lu­da­ba a otro ha­cien­do
ya­ba los co­dos so­bre las ro­di­llas, la ca­be­za so­bre las ma­nos y mi­ra­ba el so­nar una lar­ga si­re­na.
agua. Y así so­ña­ba. Era un día muy ca­lu­ro­so de ve­ra­no. El cie­lo es­ta­ba azul y da­ban ga­nas de so­
So­ña­ba siem­pre con el río. Sa­bía, cla­ro, que el Spree de­sem­bo­ca­ba en ñar. Así que Ma­tu se en­tre­gó de nue­vo a su sue­ño. Veía su bar­qui­to en­trar en el
el Ha­vel y el Ha­vel a tra­vés de va­rios ríos y ca­na­les de­sem­bo­ca­ba en el El­ puer­to y zar­par des­pués ha­cia el Atlán­ti­co. Las olas eran muy al­tas y su bar­qui­
ba. Y el El­ba de­sem­bo­ca­ba en el mar del Nor­te, en el océa­no3. to dan­za­ba de la cres­ta de una ola a otra. Bai­la­ba a la par de enor­mes bu­ques
Pe­ro un día Ma­tu no so­lo so­ñó, si­no que tam­bién fa­bri­có un bar­qui­to de pe­tro­le­ros y de fra­ga­tas de ve­las blan­cas co­mo la nie­ve. Se en­con­tra­ba con bu­
cor­te­za de un ár­bol y lo de­jó flo­tar en el agua. Y lue­go ima­gi­nó que pa­sa­ba ques de car­ga de to­dos los paí­ses y has­ta una vez se cru­zó con un bar­co de pa­
por Lie­be­sin­sel y por de­ba­jo del puen­te de Trep­tow has­ta Ost­ha­fen y se­guía sa­je­ros que se pa­re­cía al Ti­ta­nic, al que ha­bía vis­to tam­bién en una pe­lí­cu­la.
flo­tan­do has­ta atra­ve­sar el puen­te de Wei­den­damm. Lo que ve­nía des­pués De pron­to se de­sa­tó una tor­men­ta; las olas se vol­vie­ron aún más al­tas,
no po­día ima­gi­nár­se­lo. Tras el puen­te de Wei­den­damm em­pe­za­ba Ber­lín ca­da vez más al­tas. Era tan im­pe­tuo­sa que los más­ti­les más al­tos se sa­cu­
Oc­ci­den­tal y él co­no­cía Ber­lín Oc­ci­den­tal so­lo por la te­le­vi­sión4. dían de aquí pa­ra allá; el bar­qui­to de ma­de­ra de Ma­tías iba co­mo en una
Era, sin em­bar­go, en Ber­lín Oc­ci­den­tal don­de el Spree de­sem­bo­ca­ba en mon­ta­ña ru­sa. Su­bía y ba­ja­ba, su­bía y ba­ja­ba. Y el cie­lo se cu­bría ca­da vez
el Ha­vel. Eso lo ha­bía apren­di­do en las cla­ses de geo­gra­fía. Y que el Ha­ más de ne­gras nu­bes.
vel co­rría has­ta las fron­do­sas la­de­ras del mon­te Kie­fern lo ha­bía vis­to una Ma­tu son­rió con­ten­to y se re­cos­tó con las ma­nos ba­jo la nu­ca. Aho­ra
vez en una pe­lí­cu­la. Lo mis­mo con la ciu­dad de Ham­bur­go, que se ha­lla­ba que­ría pen­sar en al­go lin­do: el cie­lo se des­pe­ja­ba, bri­lla­ba un sol ar­dien­
jun­to al El­ba y a la cual su bar­qui­to de ma­de­ra, si to­do iba bien, al­gún día te y se di­vi­sa­ba una ex­ten­sa y blan­ca pla­ya con mu­chas pal­me­ras. Las olas
de­bía lle­gar. rom­pían con­tra im­po­nen­tes acan­ti­la­dos…
En es­te pun­to del sue­ño, Ma­tu se re­cos­tó so­bre el pas­to y ce­rró los ojos. Al­go le hi­zo cos­qui­llas a Ma­tu en la na­riz. Se lo sa­có con la ma­no. Lo
Y en­ton­ces se ima­gi­nó el puer­to de Ham­bur­go, tal co­mo lo ha­bía vis­to en la que veía de­bía ser Amé­ri­ca, Su­da­mé­ri­ca o las In­dias… De nue­vo al­go le hi­
pe­lí­cu­la. Con in­men­sos cru­ce­ros y pe­que­ños bo­tes, y en me­dio de to­do eso zo cos­qui­llas en la na­riz. Ma­tu abrió los ojos y vio que te­nía la ca­ra de Pe­
su bar­qui­to de ma­de­ra, co­mo si su im­pul­so lo lle­va­ra ca­da vez más le­jos. po en­ci­ma: Pe­po Klemm, que vi­vía en la mis­ma cua­dra, en el nú­me­ro 68, su
Has­ta don­de el El­ba se vol­vía tan an­cho que ya no se di­vi­sa­ban sus ori­llas, com­pa­ñe­ro de ban­co en la es­cue­la y su me­jor ami­go.
si­no so­lo bar­cos, al­gu­nos de los cua­les que­rían en­trar en el puer­to y otros —¿Es­ta­bas dor­mi­do? —pre­gun­tó Pe­po, mi­rán­do­lo con cu­rio­si­dad—. ¿O
te sientes mal?
3 El Ha­vel y el El­ba son ríos de Eu­ro­pa. El océa­no al que se ha­ce re­fe­ren­cia es el Atlán­ti­co
—No —fue lo úni­co que di­jo Ma­tu, si bien es­to no era una res­pues­ta.
nor­te.
Es­ta­ba con­tra­ria­do y un po­co mo­les­to. So­lo Pe­po po­día caer y des­per­tar­lo
4 El re­la­to se si­túa en la dé­ca­da de 1980, en la ciu­dad de Ber­lín. Con­clui­da la Se­gun­da Gue­
rra Mun­dial, en el año 1949, Ale­ma­nia fue di­vi­di­da en dos par­tes: la Re­pú­bli­ca De­mo­crá­ti­ca en me­dio de un sue­ño tan her­mo­so.
Ale­ma­na, al es­te y ba­jo el con­trol del co­mu­nis­mo so­vié­ti­co; y la Re­pú­bli­ca Fe­de­ral de Ale­ma­ Ob­via­men­te, Pe­po no se lla­ma­ba Pe­po de ver­dad, si­no Da­mián, pe­ro ca­
nia, al oes­te y ba­jo la tu­te­la de los paí­ses ca­pi­ta­lis­tas: Fran­cia, In­gla­te­rra y Es­ta­dos Uni­dos. si no ha­bía na­die en cla­se que no tu­vie­ra un so­bre­nom­bre. ¿Pe­ro por qué
La ciu­dad de Ber­lín tam­bién su­frió la mis­ma suer­te.

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KLAUS KORDON

a Pe­po lo lla­ma­ban jus­ta­men­te Pe­po? Na­die lo sa­bía. Ya en el jar­dín de in­


fan­tes los chi­cos lo lla­ma­ban así. Y así fue siem­pre. Pe­po era Pe­po; si ese
nom­bre no exis­tía, ha­bía si­do in­ven­ta­do es­pe­cial­men­te pa­ra Pe­po. Pe­po se
sen­tó jun­to a Ma­tu en la ba­rran­ca, se sa­có los za­pa­tos y me­tió los pies en
el agua.
—La ta­rea de ma­te­má­ti­cas de es­ta ma­ña­na —di­jo mien­tras ha­cía olas
con los pies— fue otro ver­da­de­ro ho­rror. Gra­cias si sa­co un cin­co.
Pe­po no era muy bue­no que di­ga­mos en la es­cue­la. La se­ño­ri­ta Merz, la
maes­tra del cur­so, ha­bía or­ga­ni­za­do pa­ra él cla­ses de apo­yo des­pués de
ho­ra; aque­llos que se des­ta­ca­ban en al­gu­na ma­te­ria te­nían que ayu­dar­lo.
Pe­ro no ha­bía ca­so. Pe­po siem­pre ra­zo­na­ba de otro mo­do a co­mo los maes­
tros o el li­bro de tex­to es­pe­ra­ban que lo hi­cie­ra. Pa­re­cía ve­nir de otro pla­
ne­ta, co­mo so­lía de­cir la se­ño­ri­ta Merz sus­pi­ran­do. Y en ese pla­ne­ta no se
pen­sa­ba del de­re­cho si­no del re­vés.
Ma­tu acos­tum­bra­ba ayu­dar a Pe­po. Pe­ro ese día no te­nía ga­nas de pen­
sar en la es­cue­la. To­mó una ra­ma del sue­lo y la arro­jó al agua. Y en­ton­ces
pre­gun­tó en voz ba­ja:
—¿Qué opi­nas? ¿Has­ta dón­de va a flo­tar?
—Has­ta Trep­tow —res­pon­dió Pe­po rá­pi­da­men­te.
Creía que Ma­tu es­ta­ba dis­pues­to a com­par­tir con él una más de sus cla­
ses de apo­yo. Pe­ro Ma­tu no le es­ta­ba to­man­do el nom­bre de las es­ta­cio­nes
de tren y con­ti­nuó con el te­ma:
—¿O flo­ta­rá más bien has­ta Amé­ri­ca?
Pe­po de­jó de mo­ver los pies en el agua y se que­dó pen­san­do en si­len­cio.
—¡No! —di­jo lue­go y em­pe­zó nue­va­men­te a ha­cer olas.
—¿Y por qué no?
—Se pu­dre.
—¿Quién?
—¡La ra­ma!
Ma­tu se que­dó mi­ran­do a Pe­po un lar­go ra­to y lue­go pro­pu­so:

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