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Crónica en El Alto: Con la piel mojada, seis días en un sauna gay

Sergio Mendoza

Día 1: 23 de mayo de 2015

La vista es espectacular cuando uno sube en una cabina amarilla y ve allá abajo las luces
de una ciudad incrustada en un hoyo. Desde la estación del teleférico en Ciudad Satélite se
puede ir a pie, avanzar varias cuadras y atravesar el obelisco alteño.
Al principio, si no lo conoces, no es sencillo encontrar el lugar. No hay un letrero a la vista,
ningún aviso. Damos vueltas hasta hallar el número de la puerta metálica, negra como
muchas de otras casas, con la cabeza de un león dorado que ruge en el centro.

Me dio la alerta un señor de bigote teñido de tanto fumar. Me dijo que le contaron de un
sitio al que solo iban homosexuales, que él mismo fue con un amigo “solo para conocer”,
por curiosidad, y lo que vio me dejó más sorprendido a mí de lo que él estaba. Lo
describió como un templo del sexo. Hombres cogiendo en plena sala, en la ducha, en los
cuartos, en las gradas, en todo lado sin importarles que el resto mire. “Uno me agarró de la
mano para llevarme a unos cuartos, así de la nada –recordaba mi amigo sosteniendo su
pucho–. Yo, molesto, le pregunto a dónde vamos, y me dice que me va a tirar. ‘Entonces
yo primero te tiro’, le he dicho; ‘ejeee’, se ha reído, ‘entonces no jodas’, ¿no ve?”.
Golpeo la puerta y abre una mujer redonda con un niño en brazos.

— ¿Es aquí el sauna gay?


Nos mira con extrañeza. Un minúsculo hall con piso de azulejo, un sofá marrón en un
rincón y en el otro un enorme sapo de estuco, con sal en la cabeza y cigarrillos consumidos
en su boca abierta. Detrás de una puerta corrediza de plástico opaco hay una sala más
grande, con un mostrador a la izquierda. Allí está Jerjes, un tipo gordo con lentes de
aumento, cabello negro peinado a la derecha y chaqueta deportiva. Aparta la vista de la
laptop que tiene enfrente y nos alcanza unas llaves, sandalias y toallas superpequeñas.
El azulejo de la superficie del mostrador se extiende frente a unos taburetes y es, a la vez,
una barra para tragos. Botellas de ron, whisky, revistas de hombres en ropa interior. Un
voluminoso frasco de cristal con varios condones dentro, gratuitos, de esos que te regalan
en carnavales. A la derecha hay un pequeño vestidor, dos paredes con casilleros metálicos
y una banca al centro. Apoyada en una de las paredes descansa una lavadora junto a un
lavamanos y un espejo empañado. Al fondo están las duchas, claro que sin cortinas.

Me desvisto nervioso, tan desconcentrado que olvido guardar mis tenis nuevos, que
quedan bajo una banca, para no verlos de nuevo. ¿Qué son estas cosas? ¿Son toallas? En
realidad son taparrabos. Jerjes me los entregó junto a las llaves y las sandalias. Solo
alcanzan a cubrir unos cuantos centímetros por debajo de la entrepierna. Creímos (con las
excepciones obvias) que el lugar sería como cualquier otro sauna y que usaríamos mallas,
por eso trajimos las nuestras y por eso nos las ponemos, aunque desentonamos con el
resto.
Acá nada es demasiado grande. En las paredes hay pósters de modelos musculosos con
cabellos recortados y ropa interior ajustada. Las miradas se sienten en la piel, de un lado,
del otro. Mientras estoy en el baño escucho que afuera alguien habla con Fábregas, mi
compañero.

— ¿Estás solo?

— No, vine con mi pareja.


Ese fue el acuerdo para conocer, para ver sin probar: decir que somos pareja. Que nos
conocimos hace un tiempo, que estudiamos esto otro y que nos ganamos la vida haciendo
tal cosa. Una farsa.
En la barra pedimos dos vasos de ron. El lugar tiene un aire hogareño. Hay un espejo
pegado en una de las paredes de la sala para que el espacio parezca más grande, una
habitación al lado del baño, con un gran sillón de cuero frente a una tele plana, colgada en
la pared, donde pasan una película porno, una y otra vez.
El sauna seco es el primero que visitamos después de vaciar nuestros vasos de plástico.
Aquí dentro hay dos tipos: Noviembre y Diciembre. También está Erguido, parece mayor,
tranquilo y relajado, no tan ansioso como el resto.

— ¿Y ustedes son amigos?, nos pregunta Noviembre.

— Somos pareja.

— ¡Aaaahhhh..!, ¿y no se aburren?

Nos cuentan que el lugar funciona hace dos años. Al principio fue concebido solo para
homosexuales, pero con el paso del tiempo se intentó diversificar la clientela sin buenos
resultados. Funciona de martes a domingo, seis días a la semana, algunos con temáticas
especiales. Se intentó que los viernes sean de espacio abierto a todas las orientaciones
sexuales; tampoco hubo éxito. El sábado, como hoy, es uno de los días más tranquilos, sin
un tema en particular. Lo mismo el domingo, aunque es más concurrido. Los jueves y
martes son de desnudos, nada de mallas ni de esos mínimos taparrabos.

Después de beber otros dos vasos vamos al sauna a vapor. Del techo caen gotas frías y
gordas. Aquí, apenas visible por la bruma, está Fernando, con su cuerpo escuálido y
pálido. Lo conozco, sus ojos se estiran de sorpresa cuando se lo comento. Estaba en mi
colegio, aunque nunca cruzamos una palabra. Él iba unos cursos más arriba. Lo recuerdo
como ahora, enclenque y menudo: fantasmal; pero él no se acuerda de mí. Fernando se
entera de que es nuestra primera vez aquí y comenta que debimos venir un martes porque
hoy la noche está aburrida. “Aquí vienen a tirar, de una”, dice.
Le pregunto qué fue lo más interesante que le pasó acá. Él acomoda la cabeza hacia atrás
mientras sus ojos escudriñan el techo, buscando en su memoria. Aquella vez se quedó
dormido en una posición similar a la que adopta ahora, hasta que unos golpes repetidos
en su mejilla lo despertaron. Abrió los ojos y vio algo agitándose: “Era una verga. Me
despertaron golpeándome en la cara con una verga”.
Después de unos segundos nos dice que arriba hay cuartos, también un salón
acondicionado para encuentros furtivos; ese piso es conocido como El Laberinto. Para
subir por primera vez necesitamos otro vaso de ron bien cargado.
Las habitaciones son más bien cubículos de metro y medio por tres… exagerando, con
tableros negros que hacen de paredes pero que no llegan hasta el techo ni hasta el piso,
puertas de madera con débiles seguros y un colchón tendido en el suelo. Son cuatro, una al
lado de la otra, conectadas por un pasillo angosto que a su vez une las gradas que vienen
desde la planta baja con El Laberinto, que está al fondo.
El sitio es oscuro: una sala dividida por tableros pintados de negro que forman un
recorrido en forma de serpiente.
No es largo ni complicado como uno imagina cuando se habla de un laberinto, pero es
probable que no sea tan fácil salir de aquí. La intensidad de la luz que llega desde el
pasillo disminuye en cada curva y el fondo se ilumina apenas por claridad entra por un
par de angostas ventanas. Allí llegamos después de avanzar unos 12 o 15 metros.
Observamos los faroles de la calle, el techo de la casa de al lado y las manchas en los
tableros negros.

De repente, un ‘click’ y todo se desvanece en la más absoluta oscuridad, tan negra que
repele incluso la luz del exterior, que se queda paralizada tras los cristales de las ventanas.
Alguien accionó el interruptor del pasillo. Fábregas desapareció con todo lo que había a mi
alrededor. Aunque no debería ser complicado salir de aquí, las cosas cambian cuando no
ves tu propia nariz y sabes que alguien se acerca desde el otro extremo, por un corredor
por el que apenas pasan dos personas.
Junto al ‘click’ escucho un “¡ay, carajo!” de Fábregas. El piso de madera rechina. Un paso,
luego otro, cada vez más cerca. ¿Quién apagó la luz? ¿O será quiénes? ¿Y para qué?
¿Dónde están? Agito las manos, como un ciego primerizo en un lugar desconocido. Sigo
los murmullos de Fábregas hasta encontrarlo. Nos sujetamos fuerte para que, pase lo que
pase, ninguno de los dos se quede en el camino. Estamos dispuestos a salir juntos como
sea.
Avanzamos tanteando las paredes y al instante él me alerta: “Está aquí, en una esquina”.
Cierro y abro los ojos pero solo distingo una sombra inmóvil en un rincón, ni siquiera
respira. ¿También tiene miedo? ¿Acaso puede vernos? Tenemos certeza de que solo es
uno, sabemos dónde está, así que pasamos casi de un salto delante de esta persona que
extiende una de sus manos para alcanzarme, sin éxito. Caminamos a ciegas, guiándonos
con las paredes hasta salir al pasillo para accionar el interruptor. De pronto él está detrás
de nosotros y susurra: “Entren a este privado, tiene seguro”.
Una vez que estamos dentro de la habitación el desconocido pregunta desde afuera si
queremos un trío y ante la negativa se aleja. El cuarto es mínimo y el colchón está cubierto
de sábanas con personajes de Plaza Sésamo, sobre el suelo hay regados empaques de
condones. Allí permanecemos Fábregas y yo unos minutos, aún asustados, antes de irnos.
Abajo, en el vestidor, descubro que me robaron los tenis. Camino con sandalias por las
calles de El Alto, rumbo a la 12 de Octubre para tomar unas cervezas en locales donde
también van sólo hombres. Pero aquí hay mujeres semidesnudas en las puertas de “los
privados” y en la pantalla de un televisor se ve a una rubia con grandes tetas.

Día 2: domingo 23 de agosto de 2015

Llegamos de improviso a las 20:00. Puerta negra sobre la avenida, un timbre al costado
izquierdo con un papelito pegado en el que se lee “Punto G”. Nos abre la misma chica,
gorda, morena, con una wawa en brazos que mama de rato en rato.
No hicieron falta tragos de baja calidad para agarrar valor, estamos sobrios por completo,
casi. Voy con más confianza hacia los casilleros después de recibir las sandalias y el
taparrabos. Remodelaron el lugar: en el cuarto de los casilleros hay ahora un muro de
bloques de vidrio para cubrir las duchas que antes quedaban a la vista de todos.
Entre la espesura del calor del sauna seco se ven cuerpos semidesnudos, más de los que
había el sábado. Buscamos un lugar donde sentarnos y por poco no me hundo en unas
tablas que ya no aguantarán por mucho tiempo, así que me acomodo en otro sitio con
Fábregas. Nos miran, entran, salen. El cuarto empieza a vaciarse y en todo este tiempo no
hablamos con nadie.
“Vámonos al de vapor”, le digo a ‘Fabre’. Pero antes paramos en la barra por ron. Cada
vaso cuesta 20 bolivianos. Pedimos dos y hojeamos las revistas de ropa interior para
hombres. A un costado de la sala una vitrina exhibe caderas de maniquís con bóxers
ajustados.
Entramos con los vasos al sauna de vapor y allí conocemos a Terios. Nos cuenta que es la
primera vez que visita el lugar y que lo encontró por casualidad en las redes sociales.

— ¿Y ustedes hacen tríos?, pregunta directo.

— No…, recién estamos saliendo, tranquilos nomás… ¿Tú?

— Obvio.

Un momento de silencio. Miro a Fabre, que está callado, incómodo. Terios estira su zurda
para alcanzar mi malla, pero no está tan cerca. Trato de apartarlo con una mano. Debí
decirlo desde un principio, creí que estaba claro.

— Se va a poner celoso – le advierto antes de que pase a mayores, refiriéndome a


Fábregas.

— ¡Ahh!..., ¿son pareja? – suelta mi mano.

— ¡Claro! –le digo– Si te lo dijimos desde un principio.

— ¡Ah…!, no, no sabía, perdón.

Nos vamos al segundo piso. Aquí solo nos refugiamos, no hay nada que ver, no hay nada
que hacer más que inflar un condón y golpearlo como un globo, llevarse el otro de
recuerdo. En este privado sí hay una cama de madera a diferencia del colchón tirado en el
piso de la primera habitación que visitamos. Está todo oscuro. Me empeño por guardar las
apariencias y calculo el tiempo que deberíamos estar ahí para no levantar sospechas,
quizás exagero.
Es hora de irse. Al salir veo el sapo enorme forrado de monedas de oro y joyas. Dicen que
trae suerte y dinero.

Día 3: martes 16 de agosto de 2016

Pasó casi un año desde la última vez que vine. Ella me recordó que tenía esta tarea
pendiente y que de una vez por todas debía hacerla. Por primera vez iré solo. En el
trayecto intento no preocuparme demasiado, pero recuerdo que hoy es martes y que la
primera vez que estuve aquí me dijeron que este día se llena más que un fin de semana.

Consigo una sobaquera con licor seco que sabe horrible y que bebo a grandes sorbos para
acelerar el efecto. No son muchas cuadras las que me quedan por recorrer, la fachada está
como siempre pintada de rosa. Al entrar veo a dos hombres desnudos frente a la barra. Lo
olvidé por completo, hoy es “martes de desnudos”. Solo recibes un par de sandalias y una
manilla de plástico en la que sujetas la llave de tu casillero.
Borro mis pensamientos. Me desvisto con cuidado para evitar que mi ropa caiga en el piso
lleno de agua. Paso rápido por la ducha y salgo al frío de la sala principal. Los tipos
desnudos sentados en los taburetes y los que andan por ahí me observan de pies a cabeza,
el lugar está más lleno que las dos veces anteriores. En el sauna seco, en el último peldaño
para sentarse, las tablas no aguantaron más y se rompieron.
Entra un tipo fornido con músculos marcados, se sienta a mi lado y se presenta. Es
Rusznak, habla con educación y extiende su mano gentilmente para saludarme.

— ¿Es la primera vez que vienes acá? –me pregunta.


— Sí, una persona me contó de este lugar y quedamos en que vendríamos un día, pero
nunca se dio, no hubo tiempo –le miento.
El sauna comienza a llenarse. Algunos entran tapándose los genitales con ambas manos;
pensé muchas cosas hasta que uno de ellos confesó que se sentía avergonzado, que no
tenía idea de que hoy no se repartirían los taparrabos.

— Dije ¿y dónde está esa cosita que te pones acá? Y me dicen que hoy no te dan eso, que
hoy es de desnudos. ¡Mierda!, ni que me fuera a ir ese cacho, ya no tenía otra que
quedarme nomás.

— ¿Y de qué te haces lío? –le increpa otro, con barba y ojos avivados–, si somos hombres y
todos tenemos lo mismo.

— Sí, pero no, hay que tener un poco de pudor también, ¿no?

El gordo pone cara de “¿qué mierda haces aquí entonces?”. Él conoce este sitio desde hace
más de tres años. Nos dice que es una imitación de saunas para homosexuales que hay en
países como España. Este es el único en el occidente del país que él conoce. Alguien le
comentó que en Santa Cruz hay otros tres, pero por lo visto no abundan.

Hace tiempo, en sus inicios, el lugar era una locura. Recuerda que una vez se formó una
fila desde el fondo del laberinto oscuro de la planta de arriba hasta las gradas que bajan a
la sala principal, más de 25 metros, seguro que más de 30 tipos, uno detrás de otro. El
primero de la fila, que se cansaba solo de recibir, se iba hasta atrás para continuar la fiesta.
Despute y medio. En comparación con esos momentos el sauna ahora está apagado.

Las habitaciones de arriba antes tenían catres –me dicen–, incluso sábanas y frazadas; pero
ahora sólo son colchones tirados en el piso con algunas almohadas.

Rusznak se levanta y sale con alguien rumbo al sauna de vapor. Otro se sienta en su sitio,
uno que no deja de mirarme. Al poco rato Rusznak regresa y dice que allá está de locura,
que es todos contra todos. Aunque la curiosidad me carcome por dentro no me animo a ir,
no así, solo y sin Fábregas como mi excusa perfecta. Opto por dirigirme a la sala de videos.
En la pantalla coge un negro con un blancón.

— ¿Te excita? –pregunta Rusznak, que aparece de repente apoyado en el marco de la


puerta–. ¿Puedo sentarme aquí, quieres relajear un rato?

— Mmm… no, mirá, la persona que te dije que me habló de este lugar era mi pareja.

— ¿El venía sin ti?

— Eh… sí, mientras estábamos juntos él venía y quedamos que un día podíamos venir,
pero no hubo la oportunidad, nunca se dio. Ahora no quiero nada con otra persona.

— Entiendo, no hay problema, no pasa nada –pasan los segundos con los gemidos de los
hombres de la película– ¿Quieres ir al vapor?

— ¿Se puede, sin que pase nada con nadie?

En medio del vapor solo hay una persona sentada, nada del “todos contra todos” del que
habían hablado. Rusznak se sienta en un rincón, cerca del lugar de donde sale el calor.
Mientras del techo caen gotas de agua conversamos de diferentes cosas, así desnudos, uno
frente al otro. En una de esas él me dice que es divertido tener una conversación
interesante, que en la vida no todo es tirar y tirar como un enfermo.

— ¡¿Qué dices, que estoy enfermo?! –exclama de pronto el tipo que estaba sentado cuando
llegamos. Se levanta indignado y se marcha, con paso de pasarela.
Rusznak estudió una carrera que nada tiene que ver con su trabajo actual en el área de la
construcción. Pero de esos tiempos de universitario guarda uno de sus mejores recuerdos,
fue allí cuando conoció a su más grande amor, un hombre por supuesto, aunque antes de
eso ya había tenido una novia.
— Mirá, no me desagradan las mujeres, me tiraría a una chica si se da la oportunidad, pero
cuando conocí a Ian…, fue otra cosa.
Ian era un norteamericano que tocó su corazón. Era mayor por varios años. Llegó a La Paz
para hacer unos estudios de antropología. Todas las chicas en la universidad hablaban de
él, era simpático y extravagante. La amiga de Rusznak quería conquistarlo, pero en una
salida a la discoteca las cosas cambiaron. Al final de la noche se quedaron los dos hombres
solos e Ian tomó la iniciativa, lo invitó a tomar unos tragos en su departamento. Ahí, más
cómodos, el estadounidense le confesó que se había fijado en él desde un principio, pero
sentía que el interés no era mutuo.
Esa noche durmieron en la misma cama, abrazados, aunque no tuvieron sexo hasta varios
días después. Para Rusznak esa fue su primera experiencia íntima con otro hombre, pero
la atracción que sintió no se limitó solo a los orgasmos. Se enamoró de la personalidad de
Ian, de esas ganas de superación, de la forma en que lo impulsaba a terminar sus estudios,
a viajar, a volverse “un hombre de mundo”, con ambiciones y una visión de futuro.
— Lo querías –le interrumpo.

— Yo lo amaba.

Pero en varias ocasiones el extranjero se acostó con otros. La infidelidad era algo que
Rusznak no toleraba. Por eso terminaron 11 veces, entre rupturas y regresos, hasta que en
una de esas se enteró de que Ian había empezado una nueva relación con otro a las pocas
semanas de su última separación. Llegó ese momento en que el distanciamiento total fue
inevitable.

Durante mucho tiempo Ian intentó contactarlo de nuevo, pero chocó contra el muro que
Rusznak había levantado para protegerse del sufrimiento. No valía la pena continuar en
una relación que le causaba daño y en la que, estaba cada vez más convencido, las
infidelidades nunca terminarían. Se vieron por última vez de pura casualidad en El Prado.

— Nos abrazamos. Él tenía una bolsa de plástico dentro su ropa, por su última operación.
Se lo veía flaco, demacrado. Me dijo que se iría antes de Año Nuevo, de vuelta a su país,
para que lo volvieran a operar. Quería que habláramos antes de eso, antes de su operación.
Llegó el Año Nuevo y Rusznak recibió 40 llamadas de Ian, pero no contestó. Tampoco lo
hizo después, los días previos a la operación que le había comentado. El norteamericano
estaba enfermo, tenía un problema en el estómago que lo obligó a pasar por al menos una
decena de cirugías.

Después de la operación, Ruszank recibió una llamada más, era la hermana de su ex. Ella
le contó que Ian había muerto durante la intervención. Estaba muy débil y su cuerpo no
soportó la infección que se extendió a otros órganos. Se dejó ir, encontraron las pastillas
que debía tomar bajo su colchón y la manguera del suero amarrada para que no pasara
más líquido a su cuerpo.
— Lo que más me duele, hasta ahora, es que ni siquiera hice esa cosa… compasiva
digamos, de hablar con él antes de su operación, como me lo había pedido –recuerda
ahora reteniendo las lágrimas.

No sé si lo que me cuenta es verdad del todo, puede que sea una estrategia para mostrar
“su lado sensible”. Pero le creo.
Delante de nosotros una pareja se besa apasionadamente. Se levantan tras un rato y ambos
salen agarrados de la mano en dirección a los privados de arriba.

— A veces me pregunto si volveré a sentir algo igual a lo que he sentido por él. Tal vez
solo fue él y ya pasó, tal vez esa fue la única oportunidad que tuve para sentir eso.

— Creo que nunca se siente lo mismo por otra persona, pero eso está bien porque si
pudieras sentir exactamente lo mismo ya no sería especial, sería algo repetido. Si los
sentimientos se repitieran entonces lo primero, eso por lo que has pasado, ya no tendría
esa cualidad de único. Pero de que vas a conocer a otras personas lo vas a hacer, y seguro
te vas a enamorar de nuevo.

El sauna se apaga, el calor disminuye, en realidad quisiera irme pero Rusznak sigue
hablando, con las piernas abiertas, mirándome de frente.

Por fin un tipo con una toalla atada a la cintura, un trapeador y un balde en las manos abre
la puerta de golpe para decirnos que debe limpiar, que es hora de que nos vayamos.
Rusznak me pregunta si usaré el teleférico para ir a casa y aunque le digo que tomaré un
minibús desde la Ceja, él insiste en acompañarme.

Afuera hace frío, todo está helado. Uno camina siempre encorvado para mantener el calor
y dar menos cuerpo al viento. Avanzamos por el llamado Barrio Chino, por una calle llena
de kioscos pintados de azul, enfilados uno al lado del otro, corredores angostos, fríos,
oscuros y vacíos. Un paisaje perfecto para una película de terror, o un asalto.
Salimos de las callejuelas estrechas hacia la Ceja donde sí, incluso a esta hora (son como las
11 de la noche), abunda la gente, los vendedores, los minibuses. Tomamos uno de esos
hasta San Francisco. En el carro Rusznak me enseña su cuenta en Facebook, las imágenes
que tiene allí de chicos en el gimnasio, de él mismo haciendo ejercicios, dibujitos y memes
con los que deja escapar una risa aniñada que para nada coincide con su aspecto.
El viaje es rápido y en unos minutos ya estamos en otra ciudad. Él me dice que irá a
Sopocachi (donde le dije que yo vivía), que puede acompañarme, pero invento que debo ir
a otro lado para recoger unas cosas que necesito para el día siguiente. Asiente con una
sonrisa de incredulidad, se asegura de que grabe su número de celular y memorice el
nombre con el que puedo encontrarlo en Facebook.

— ¡Llámame! –dice con tono coqueto antes de darse la vuelta.

Día 4: jueves 1 de septiembre de 2016

Son las 21:45 cuando golpeo la puerta negra con el león dorado en el centro. Desde adentro
se oye la música, alegre como siempre. No pasa mucho hasta que abren un muchacho de
ojos grandes, moreno y cabello corto. Me deja pasar con la advertencia de que cerrarán el
lugar en 15 minutos.
No me queda otra que entrar aunque solo sea por ese tiempo. Ahora sí me entregan las
sandalias y el taparrabos, aunque parece más corto que los que me dieron los anteriores
días.

Es una estafa. Adentro todo está apagado aunque aún se mantiene algo de calor en el
sauna seco, donde me acomodo lo más cerca del horno y me relajo unos minutos. Cierro
los ojos e intento concentrarme en nada, dejar mi mente en blanco, pero al rato el tipo de
los ojos grandes entra a recoger un balde, me mira, se acerca, sube los escalones y
pregunta si puede besarme.
Unos minutos más de tranquilidad, hasta que un sujeto grande y feo abre la puerta, se
sienta cerca de mí, se presenta con un apretón de manos. Se llama Crown, conoce el lugar
desde el año pasado pero solo viene los jueves, por motivos laborales. Tuvo varias
aventuras, calcula que por lo menos una al mes, prácticamente la mitad de las veces que
vino, eso sí –enfatiza– a él no le gusta recibir, solo dar.
Me cuenta que ya no existe el laberinto oscuro de la planta de arriba, ahora solo hay una
habitación enorme con poca luz. Quitaron las tablas de venesta que marcaban el camino
zigzagueante, según él, porque los movimientos de los que allí disfrutaban los destrozaron
poco a poco. Alguna vez él participó de esos encuentros violentos en los que no ves nada,
no sabes cómo es la otra persona, pero sientes su cuerpo. Es cuestión de lo que algunos
llamarían química. “Si hay entonces, sí y si no pues, no hay problema, no se acaba el
mundo”, dice Crown. Me recalca que él siempre se cuida, esté donde esté y con quien esté,
mientras tenga un condón en las manos, todo está bien.

Me pregunta si estoy soltero, le digo que no, que tengo una pareja con la que vine hace un
tiempo.

— ¡Ah…!, entonces estás ocupado. Es mejor preguntar y saber esas cosas para no molestar.
Se abre la puerta y aparece un tipo bajito y regordete con un vaso de ron en una mano, una
polera roja y un jean desgastado.

— ¿Quién está aquí? –pregunta con voz de borracho, mirando hacia todas partes–. ¿No
quieren ayudarme con el trago? No me dejan irme si es que no lo termino.

La sala de video está apagada. El lugar está a punto de cerrar. En la barra unos tipos ya
vestidos beben y ríen mientras el gordito de la polera roja está ahí parado aún con su vaso
de ron. En los vestidores hay otros dos que hablan sobre lo difícil que sería confesarles a
sus padres su homosexualidad. Uno de ellos le dice al otro que su situación es aún más
complicada porque los suyos son evangélicos. El otro le contesta que su madre es una
católica de mente abierta que respeta las elecciones personales.

— Pero es otra cosa saber que tu hijo es uno de ellos. Siempre estoy a punto de decirle,
pero en ese momento que veo a mi viejita ya no me sale.

En el mostrador le entrego mis sandalias, llave y taparrabos al muchacho de los ojos


grandes. Él me mira y estrecha la mano invitándome a que venga al día siguiente, viernes,
que es de desnudos. Parece que el gordito está más borracho que antes, discute con los
otros hombres, que se burlan de él. Cuando estoy por irme se acerca y ofrece el último
sorbo de su ron. Al final acepto con la confianza de que ya tengo un pie afuera.
Aunque solo da para un trago, insisto en que él tome la mitad conmigo, y es que uno
nunca sabe.
Recorro el callejón entre los kioscos azules. El gordito, Lennon, camina a mi lado. Me
cuenta –aunque pienso que miente o exagera– que cuando tenía cinco años lo violaron
cinco hombres en Brasil.

— Fue una experiencia traumante, no entiendes lo que te hacen, pero te duele. Después de
eso igual nomás tienes que seguir adelante en la vida.

Él está seguro de que aquel episodio (si fue real) no tuvo que ver con sus preferencias
sexuales, que ya estaban bien definidas cuando era adolescente. En esa época se enamoró
de un chico, Daniel, a quien después de un tiempo alejó para evitarle sufrimiento. Resulta
que a Lennon lo doparon en una fiesta y a la mañana siguiente despertó con un hombre a
su lado, quien le dijo que se lo había cogido sin protección y le había contagiado VIH Sida.
El mundo de Lennon se derrumbó, un montón de pensamientos se agolparon en su
cabeza, cortó con su pareja y se sumió en el aislamiento.

— Pensé en hacerlo sin condón y contagiar a otros porque te da rabia lo que te hicieron. Te
digo que tenía planes de casarme con Daniel, entonces viene otro y me jode todo.
Meses después (para verificar si uno está infectado a través de un examen médico es
necesario que pasen al menos tres meses desde la relación sexual riesgosa), Lennon se
enteró de que le habían jugado una mala broma. No se había contagiado de nada, pero en
la separación su expareja, Daniel, sí contrajo la enfermedad.

— Muchos ahí adentro (en el sauna) lo tienen, ese que has visto tiene. A mí me odian
porque aviso antes de que alguien se meta con ellos y lo que ellos quieren es que se
enteren después.
Lennon anda borracho con un morral de aguayo y ropa deportiva que le queda grande.
Me dice que vive solo y que sus padres saben de su homosexualidad, pero no se hacen
problema. Estudió una carrera electrónica y aunque no la terminó ahora se dedica a
reparar equipos y enseña a otros cómo hacerlo. Tiene una visión depresiva de la vida.
Lamenta que sea tan difícil encontrar a alguien que lo ame.
Caminamos por la 12 de Octubre, entre prostíbulos baratos, y él sale con una nueva
historia que me cuesta creer aún más que las anteriores. Me cuenta que cuando era más
joven él también se prostituía, más por placer que por necesidad.
— Lo hacía por gusto. En eso me di cuenta de que cuando tienes un buen cuerpo solo te
miran por eso, no les interesa lo demás, no les importas como persona. De más chango yo
tenía un buen cuerpo, ubicas cuando varios hombres se tiran a una sola persona, yo era
esa persona en el sauna.
Ahora se siente acabado pese a que aún es joven, aunque no conozco su edad exacta.
Imagino que esta noche está deprimido, no creo que ande todo el tiempo así.

Día 5: miércoles 28 de diciembre de 2016

Tarde de nuevo. Ya son las 21:35 cuando me abren la puerta e indican que solo atenderán
por una hora más. Estiro mi cuello y veo que el lugar está vacío, estoy cansado y un poco
de tranquilidad me cae bien.
Después de pasar por los vestidores donde solo hay una persona cambiándose entro al
sauna seco, de donde no pienso moverme. Para mi sorpresa me encuentro con cinco tipos
sentados, con sus taparrabos de color rojo.

— Pero la ética depende de la sociedad –dice uno, el más desubicado.

— No, la ética depende de uno –contesta otro, robusto.


— No, la sociedad con sus leyes te dice qué es bueno y qué es malo.

— Pero la ética es tuya, depende de uno mismo, la sociedad te pondrá límites para ciertas
cosas, pero la noción de qué es bueno y qué es malo es tuya.

— Entonces, ¿cómo es que ser gay, por ejemplo, no es bueno para la sociedad?

— Está bien pues, pero no hay ninguna ley que te prohíba serlo.

— Tampoco hay una que te permita ser gay –. Silencio absoluto.

— Pero no la necesitas, si no hay nada que te lo prohíba no pasa nada y ya depende de ti.
De pronto, la conversación cambia hacia el Carnaval de Oruro, hablan sobre la diablada,
sobre cómo los diablos entran a la iglesia del Socavón de rodillas para que un cura los
bendiga. Hablan de qué hicieron en Navidad, si creen o no en el nacimiento de un
salvador, y sobre qué harán en Año Nuevo, que ya está cerca.
Eustaquio es un chapaco de 24 años que acaba de terminar la carrera Comunicación Social
y ahora está en El Alto de vacaciones con sus primas cambas. Es su segunda vez en el
sauna. Hace varios meses vino con el mismo amigo que hoy lo acompaña. Cuando nos
enteramos de que es de Tarija, le digo a modo de broma que los hombres allá son unos
jodidos, ¿que cómo lo sé?, eso es lo que dicen.

— Tienes que probar entonces –habla con el típico acento tarijeño, como cantando.
Poco a poco van saliendo. Minutos después apagan el sauna y me quedo solo, relajado.
Desde acá se escucha el ruido de las duchas, de la gente que se baña. Espero a que se
vayan antes de salir porque prefiero ducharme solo y no en manada. No pasa mucho
tiempo hasta que el ruido para, adivino que la mayoría ya debe estar cambiándose, y es
así.

Soy el único en las duchas tratando de enjuagarme un poco con el agua fría que sale
apenas como un chorrito pegado a la pared. Sobre el muro de bloques de vidrio que da al
vestidor están colgados los taparrabos colorados de los que ahora se visten. De allí
también se marchan y solo queda Eustaquio, lo sé porque una chacarera suena en su
celular.

Mientras me visto, él se observa en el espejo, casi listo. Me dice que va a la Ceja, que está
bien si nos acompañamos. En el tétrico camino de siempre me cuenta sobre sus estudios,
sobre el tiempo que se dedicó a los servicios pastorales, sus labores en la Iglesia católica.
Ahí jamás tuvo líos por sus aventuras con otros hombres porque solo eso eran, aventuras
de las que nadie más se enteraba además de él y su eventual cómplice.

En realidad prefiere a las mujeres, al menos si se trata de algo serio. Para él, los hombres
solo son un gusto aparte, no una elección inevitable.
— No lo saben, yo prefiero que nadie se entere porque un día quiero formar mi familia,
con una mujer. Esto de los hombres es algo pasajero. En mi casa nadie sabe, sé cómo
actuarían porque yo también actué así una vez, pero de eso prefiero no hablar.
La primera vez que ocurrió él estaba borracho y se cogió a su amigo, claro que el amigo lo
deseaba, quizás estaba más sobrio que Eustaquio porque después de aquella vez lo buscó
para continuar y en esa segunda oportunidad lo hicieron sin tragos de por medio.
Luego vinieron otros hombres, él siempre fue el activo. Pero estos encuentros solo se
trataban de sexo y a lo mucho sintió algo de cariño por alguno de ellos. Jamás se enamoró
de un hombre, aunque sí de una mujer. “Esto es algo temporal”, repite.
Día 6: viernes 20 de enero de 2017

La primera vez que vine fue como hace dos años. Nunca vine un viernes, un día en el que,
al igual que los martes, todos deben estar desnudos.
Lo sé ni bien atravieso la puerta y veo a todos en bolas. Jerjes me alcanza solo un par de
sandalias celestes y yo agarro valor. Son las 20:30, temprano a comparación de otros
días. El muchacho del que nunca supe su nombre, cabellos parados y barba, me sirve un
vaso de ron en la barra mientras dos tipos que están a mi derecha le coquetean.
Voy con un vaso de ron al sauna seco, donde hay un montón de hombres callados, sin
siquiera mirarse unos a otros. En la pantalla del cuarto de videos un trío que lo hace en el
monte, después un profesor con su estudiante escondidos en lo que parecer ser un
campamento. Una pareja recostada en el sillón mira la película abrazada.
El sauna a vapor también está lleno, debo sentarme en el lugar más caliente, cerca de ese
espacio rectangular debajo de los asientos. Por ahí también está un tipo de cabello largo
atado en una cola, sumamente delgado. Desde un principio siento que le intereso, que se
acerca y roza su pierna con la mía.
— ¿Cuánto pesas, cuánto mides? Mira tus brazos. ¿A qué viniste?
— Nada, vine a relajarme un poco, a descansar.— ¿Tienes chico?
— Sí.— Ummm, ¿será? –saca de algún lado un condón en su sobre, no sé dónde lo tenía
porque está desnudo. Juega con él sobre su rodilla y me mira de reojo– ¿Eres fiel?
— Claro. Solo que ahora estamos con algunos problemas. Es más, debo ir a hablar después
de esto, quedamos en vernos.— Pss…, seguro van a terminar cogiendo. Mejor terminale y
dame tu número.
Me levanto y alejo con una disculpa, pero él intenta sujetarme, más bien con dedos que
resbalan en la humedad.
Las duchas también están ocupadas. El barman, el amigo de barba y cabello parado que
me sirvió el ron, está desnudo bajo el agua, que esta vez sale más fuerte que un chorro.
Espero que se retire pero no hay cuando. Al final se acerca a mí, trata de sujetarme las
manos y ante mi rechazo me mira extrañado.
— Entonces, ¿a qué viniste?
Esta noche no hay mujeres que miran desde una puerta, ni cerveza con videos porno de
rubias.

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