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ICONOGRAFÍAS MALDITAS,
IMÁGENES DESENCANTADAS
Arte
Eduardo Grüner
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“contenido” musical, sino una manera de tocar: ¿por qué la ensayística habría
de ser menos (o más)?
Tan solo me queda agradecerles, muy sentidamente, a mis amigos Guillermo
Saavedra y Raúl Illescas, y a la Oficina de Publicaciones de la Facultad de
Filosofía y Letras (UBA), que sigan cometiendo despropósitos como la
publicación de lo que sigue.
5
1. DE ÍCONOS Y CONTORSIONES
1.
2.
Suponemos que se nos aceptará que sería difícil encontrar una obra que
tradujera con mayor exactitud la representación institucional, la Imago “oficial” del
así llamado “Renacimiento”, que El Nacimiento de Venus de Sandro Botticelli.
Allí está, en efecto, la elegancia pasmosa, la belleza inaudita, el equilibrio
preciso, la pureza angélica de una composición renacentista perfecta, tanto
desde el punto de vista geométrico como del poético. ¿Era sin embargo necesario
–podemos preguntarnos, siguiendo una sugerencia de Warburg- tanto
movimiento en distintas direcciones de las ropas de los personajes o de los
cabellos de la protagonista central? ¿No es el retorcimiento de esas telas un poco
demasiado crispado e incluso violento en el contexto enormemente plácido de la
escena? ¿No es extraño que el viento que empuja ese movimiento (y del cual no
podríamos tener duda: vemos al mismísimo Eolo exhalando) parezca soplar en
dos sentidos contrarios, como apuntando hacia afuera desde ambos extremos del
marco de la obra, y des-centrando sutilmente la mirada “automatizada” de la
perspectiva fijada a la altura de la mirada del sujeto contemplador? ¿No hay
aquí ya algo, aunque aún apenas perceptible, que iniciala el camino hacia el
estallido de esa mirada en, digamos, Las Meninas de Velázquez? Y más
inquietantemente aún, cuando pasamos de la iconografía a la iconología -para
emplear la terminología canónica de Panofsky-, ¿no nos sobresaltará un poco
enterarnos de que en el mito originario que la pintura explícitamente ilustra, tal
como es transcripto por Pico Della Mirandola de la Teogonía de Hesiodo, la
espuma del mar del cual surge la celestial Venus representa el semen disperso
por la sangrienta castración de Urano?
8
Es decir: la contradicción entre las dos direcciones del viento no es más (ni
menos) que la expresión formal de un conflicto irresoluble entre la Belleza y el
Horror que finalmente no deja de ser constitutivo de esa grecidad que
supuestamente “renace” en la época. Es sabido que Warburg batalla
incansablemente, durante toda su vida (en las huellas, bien distintas entre sí, de
Burckhardt, de Nietzsche, de Freud), contra un vacío formalismo que preferiría
“renegar” de esas intrusiones disruptivas, y a favor de lo que tanto Didi-
Hubermann como Carlo Severi denominan una metafórica biología de las
imágenes, que, al contrario, empuja “pulsionalmente” hacia la destrucción de la
bella apariencia para des-ocultar una “verdad” harto menos tranquilizadora.
Pero, entonces, avancemos por esta senda perdida, aunque sea a los empujones.
La belleza serena y etérea, enmarcada por la ondulación simétrica de rizos
dorados, del rostro de la Venus de Botticelli, debe atravesar la prueba del nudo
de ofidios del ritual de la serpiente de los hopi de Arizona, para llegar al rictus
amenazante, prometedor del Horror mismo, enmarcado en la ondulación esta
vez monstruosa de los reptiles que hacen las veces de la cabellera de la Medusa.
O, al menos, ese es el trayecto iconológico que postula, célebremente, Aby
Warburg, para mostrar que la pretendida homogeneidad lineal que propone la
historia del arte a partir de Vasari oculta sinuosidades serpenteantes , violencias,
conflictos y aún espantos, que un golpe de mirada quizá contingente pero
atento al detalle singular y “anómalo”, a esa particularidad expresiva
inquietante que Warburg denomina el Pathosformell , puede revelar otra huella:
la de un retorno de lo reprimido por una (ideo)lógica de la totalidad armónica que
busca, precisamente, desplazar de la vista el dislocante punctum -como diría
Roland Barthes- que desarticula el elegante studium del conjunto cerrado sobre
sí mismo.
El Nachleben, la “supervivencia” (pero hay que entenderla no como mera
rémora, sino como incubus, como captura “vampírica” o sobrevida zombie de lo
pasado-siniestro en la imagen actual) de la cabellera ominosa de la Medusa en
el ensortijado angélico de la Venus, mediada por el nudo mítico-ritual de los
ofidios, desarticula simultáneamente –con su contigüidad inesperada, su
metonimia sorpresiva- tanto una visión convencionalmente hegemónica del arte
del Renacimiento como una concepción de la cultura, y de la historia, que
quisiera mantener separados, en sus compartimentos asépticos e
incontaminados, lo “primitivo” de lo “evolucionado”, lo “arcaico” de lo
“sublime”, lo “monstruoso” de lo “bello”. Cito nuevamente a Didi-
Hubermann: “¿Qué clase de objeto encontraba Warburg en este terreno de
experiencias? Algo que probablemente seguía estando –era 1895- innominado.
Algo que fuera imagen, pero también acto (corporal, social) y símbolo (psíquico,
cultural). Una sopa de anguilas teórica, en suma, un amasijo de serpientes…” 2
Aquí las temporalidades histórico-culturales se cruzan y entran en conflicto, los
opuestos se unifican en esas constelaciones tensas de las que hablaba Benjamin,
2
Didi-Hubermann, Georges (2009), op. cit., pág. 39
9
3.
Burkert, Walter: Greek Religion , Harvard University Press, 1985, pág. 290
11
azaroso- reenvían inevitablemente, una vez que se nos ha hecho visible esa
contigüidad, al “amasijo de serpientes” devoradoras de la autoridad de la
cultura.
Pero, entonces, ¿podemos ver en esos rostros desencajados, en esos cuerpos
contorsionados, un índice, o tal vez un síntoma (también en su estricto sentido
“freudiano”) de lo que “anda mal” –incluso de lo que siempre anduvo mal- en
la cultura? ¿Podemos, sin forzar excesivamente la marcha, darles el valor de un
Pathosformell “contracultural” en toda su politicidad coreográficamente intensa?
Hay que cuidarse, se sabe, de las sugestiones apresuradas, “fascinantes”. Sin
embargo, puestos en buenos warburguianos buscadores de asociaciones
inesperadas, no pueden dejar de aparecérsenos pasmosas las analogías entre,
por un lado, esas imágenes de las ménades, las bacantes, los practicantes del
ritual de la serpiente, e incluso las histéricas de Charcot, y por otro –citando un
poco al azar- las registradas en la década del 30 por Michel Leiris sobre los
rituales de posesión Zar en Gondar (Etiopía)5, o por Alfred Métraux en la
década del 40 sobre los rituales vodú en Haití6, por Ernesto de Martino en la
década del 50 sobre los rituales del tarantismo de los campesinos de Apulia en
el sur de Italia7.
En todos estos casos tan separados en el tiempo y el espacio como diferentes en
cuanto a sus contextos culturales, la interpretación de esos grandes
antropólogos, aunque desde perspectivas teóricas muy distintas, es
ampliamente coincidente: la “psicología social de la expresión” de esos rostros
crispados y esos cuerpos convulsivamente serpenteantes –en fin, de esas
“coreografías de la intensidad”- denuncian en acto un “malestar” de la propia
cultura: eso que Ernesto de Martino denomina una crisis de la presencia social,
bajo la cual se ha precipitado en el vacío, en la Nada, la relación del sujeto con la
simbolicidad comunitaria, con ese “orden cultural” que, perdido o estallado su
sentido, arroja nuevamente en el “caos”8.
La “coreografía de las intensidades” tiene allí una doble función: por un lado, la
de expresar con sus contorsiones esa precipitación en el vacío de significación;
por el otro, y simultáneamente, la de restaurar desde ese vacío un orden
simbólico. De Martino habla, a este propósito, de una recuperación de la presencia
que implica en sí misma una producción cultural ; los rostros y cuerpos dislocados
están allí como si dijéramos suspendidos entre el mundo desaparecido y el
mundo por venir: están, pese a los desbordes convulsivos u orgiásticos,
“dionisíacos”, contenidos por un “cronotopos” fuera del espacio y el tiempo
normales, un umbral liminar (como lo llamaría Victor Turner hablando de los
5
Cfr. De Martino, Ernesto: La Terra del Rimorso. Il Sud tra Religione e Magia , Milano, Il Saggiatore,
1997
8
Cfr. De Martino, Ernesto (1961): La Terra del Rimorso , Milano, Il Saggiatore
12
9
Cfr. Turner, Victor: La Selva de los Símbolos , Mexico, Siglo XXI, 1980
10
Kott, Jan: Divorare gli Dei. Un’interpretazione della Tragedia Greca , Milano, Mondadori, 2005, pág.
230
11
Le Breton, David: Rostros. Ensayo Antropológico, Buenos Aires, Letra Viva, 2010, pág. 133
13
4.
12
De Heusch, Luc: Le Roi de Kongo et les Monstres Sacrés , Paris, Gallimard, 2000, pág. 338
14
Mannoni, Octave: “Ya lo sé, pero aún así…”, en La Otra Escena. Claves de lo Imaginario , Buenos
Aires, Amorrortu, 1979
14
Lévi-Strauss, Claude: “El hechicero y su magia”, en Antropología Estructural , Buenos Aires, Eudeba,
1969.
15
que nuestros cuerpos, las memoriosas panoplias de Aby Warburg, casi por
definición, estarán siempre in-completas.
En efecto, el “retorno” del Pathosformell, más bien que a completar una ausencia,
o a “llenar un vacío” –como se dice- viene a producir la ausencia y el vacío allí
donde la imagen parecía plena, completa. En su texto sobre el Trauerspiel, el
drama barroco alemán, Benjamin habla del “alegorista” como de un nuevo tipo
de “arqueólogo” que no se limita, sobre la base de las ruinas que encuentra, a
reconstruir el templo antiguo tal cual era en su propio contexto histórico, sino
que, justamente, hace ruinas de ese sentido naturalizado, convencionalizado,
para proyectar esas ruinas “tal como relampaguean hoy en un instante de
peligro” –según reza una de sus famosas Tesis sobre la Historia-.
“Warburguianamente” dicho, el retorno actual del Pathosformell “arruina” el
sentido congelado en la imagen, produciendo aquel agujero de sentido donde
creíamos haber absorbido la completud iconográfica.
Lo que se crea allí es entonces, de nuevo, una dialéctica negativa entre las
presencias y las ausencias de la imagen. A través de esa dialéctica implícita en
Warburg –que, no lo olvidemos, conserva modificado un componente kantiano-
se puede llevar a cabo, como decíamos, una conexión con la problemática de lo
sublime, especialmente bajo la cuestión de la representación de lo irrepresentable.
También, por supuesto, del Horror igualmente “irrepresentable”. Las siluetas a
que recién aludíamos vienen al caso como intento de representación de lo
desaparecido. Es decir, no simplemente de lo “ausente” –puesto que, por
definición, toda representación lo es de un objeto ausente-, sino de lo
intencionalmente ausentado, lo hecho desaparecer mediante alguna forma de
violencia material o simbólica (y frecuentemente ambas).
La elección formal de la silueta vacía es expresión de lo que Sartre –siguiendo a
Kierkegaard- llamaría un universal-singular : cada figura abstracta de silueta,
formalmente equivalente a todas las otras, representa a un o a una
desaparecido / desparecida y a todos los desaparecidos; ni la singularidad ni la
universalidad, si bien sobreimpresas una a la otra, pueden no obstante ser
reducidas una a la otra, ambas desbordan su significación arrojando un resto
indecidible, un vacío de significación que debe ser construido por el espectador.
Pero hay algo más en estas siluetas, que necesariamente sobresalta –es decir,
toma por asalto – al que las contempla: ellas reproducen el recurso habitual de la
policía, que dibuja con tiza, en el suelo, el contorno del cadáver retirado,
“ausentado”, de la escena del crimen. ¿Puede entenderse esto como un gesto
político que arrebata al enemigo –a las llamadas “fuerzas del orden”- sus
métodos de investigación, generando una contigüidad, como si les dijeran:
“Fueron ustedes”? Posiblemente. Pero lo que me interesa ahora es la
comprobación del retorno de ese Pathosformell, la “silueta” que tantas veces
hemos visto como iconografía en los films o series policiales, y cuyo sentido
originario ha sido arruinado para producir sobre esos restos otra cosa.
16
5.
6.
1.
lugar para hacer esa discusión. Lo que nos importa, aquí, es constatar la
confianza desmedida en la potencia productora de la literatura.
Otros discursos, menos poéticos y / o más “científicos”, generalmente
provenientes del campo de la antropología, pueden postular para el arte un
componente de significación flotante (Claude Lévi-Strauss) o de exceso de
simbolicidad (Clifford Geertz). Es decir: una sobreabundancia de sus signos que
desborda los significados posibles, conocidos o actualmente concebibles, del
mundo de lo real. No se trata, allí, de un puro delirio imaginativo –que a veces
también lo hay, claro-, sino de una especie de captación, por sus “significantes
flotantes”, de las potencialidades ocultas, todavía no desarrolladas, en los
pliegues de la realidad: las mejores, y con harta frecuencia, las más siniestras.
Por eso Aristóteles consideraba a la poesía superior a la ciencia: mientras esta
solo puede describir lo que es, aquella habla de lo que puede (o lo que debe) ser.
Y hagamos constar que ese “debe”, como lo usamos acá, no habla de obligación
moral alguna, sino de una necesidad oscura, “forcluída”, que la literatura, o el
arte en general, tiene la incómoda costumbre de hacer “retornar”.
Como sea: esa capacidad anticipatoria de la literatura y el arte se desarrolló
profundamente, más que nunca, y de otra manera, en la Modernidad burguesa.
Por dos razones básicas: primero, el arte se fue autonomizando –
paulatinamente pero en forma sostenida- del culto (religioso, mítico, ritual, y
aún político): es cierto que, como decíamos antes siguiendo a Benjamin, al
precio de transformarse en mercancía; pero al mismo tiempo liberándose
(aunque habremos de interrogarnos hasta qué punto) del peso de su función
confirmadora de la cultura hegemónica –y, va de suyo, del trabajo “extra” de
desobedecer esa función, como ha ocurrido frecuentemente, sin que el artista
necesariamente lo supiera- . Y segundo: el arte moderno-burgués acompañó, y
muchas veces adelantó, esa disolución de todo lo sólido en el aire que
célebremente festejaran Marx y Engels en el Manifiesto Comunista.
El problema es que, en el camino, también puso en escena una distancia crítica
tanto respecto de la sociedad que lo había producido como de sí mismo: el
mejor arte –aún cuando “burgués”- devino aquel “producto anti-social de la
sociedad” del que vimos que hablaba Adorno. Sus más eficaces armas críticas –
en una época que perdió a sus dioses, y donde en consecuencia ya no era
posible la tragedia- fueron, entonces, la parodia y la ironía: dos recursos con los
cuales el arte, y muy especialmente la literatura, pudieron sostener su lugar
dentro de la modernidad burguesa al mismo tiempo que se burlaban
ácidamente de ella, poniendo el dedo –o la letra – en aquellas “zonas oscuras”
de la confiada, optimista modernidad. Eso ocurrió desde el principio mismo:
Warburg descubrió ya en el Renacimiento el origen del Nachleben siniestro,
mientras Bakhtin propuso que ese acta de fundación de la novela moderna que
es el Quijote es ya la parodia de una sociedad en transición entre las
deshilachadas mitologías feudales y la prosaica sociedad mercantil, así como es
ya una profunda mirada irónica sobre la propia forma-novela. Pero fue sobre
21
2.
3.
Una novela (si es que es eso) como El Proceso puede ser leída, sin duda –ha sido
así con harta frecuencia, aunque ya dijimos que con crasa insuficiencia-, como
una anticipación de los sistemas totalitarios del siglo pasado (y aún en esa
lectura reduccionista hay una insuficiencia ideológica grave: en todo caso, es
una anticipación de todo el capitalismo tardío, “totalitario” o no, así como de los
“socialismos burocráticos”). También, en clave “hegelo-freudo-marxista”, como
una gran alegoría de la alienación. Y el señor K es una de las grandes figuras
simbólico-literarias de la modernidad, la del Culpable (no se sabe de qué, ni por
qué): la otra es la del Extranjero (según, entre otros, Camus). Pero, cuando
veníamos hablando de la inhumanidad tardomoderna, ¿por qué limitarse a esa
novela, cuando es sobre todo en los relatos breves de Kafka donde aparece
inequívocamente aquel abismo de la inhumanización del hombre, del cual el arte
modernista en general, en cualquiera de sus vertientes, intenta hacerse cargo
(solo a principios del siglo XX, a caballo de ese genocidio gigantesco que fue la I
Guerra Mundial, pudo “inventarse” conscientemente el arte abstracto,
certificando el “ausentamiento” violento del cuerpo humano)?
El “sistema” es, para empezar, una máquina que funciona por sí misma,
inscribiendo literalmente en la carne humana sus reglas inapelables (véase La
Condena o En la colonia penitenciaria). Pero también es la licuefacción del cuerpo
humano –de su carne, de sus sueños, de sus deseos- en la animalidad: véanse la
cucaracha (o “sabandija”) de La Metamorfosis; pero también los chacales
(Chacales y árabes), los ratones (Josefina, la cantante, o el pueblo de los ratones), los
buitres (El buitre) los perros (Investigaciones de un perro), los simios (Informe para
una academia). Desde ya, el paradigma lo establece La Metamorfosis: se recordará
–con un cierto estremecimiento- cómo Gregorio Samsa se despierta una mañana
transformado en repugnante, monstruoso bicho. O, mejor dicho –y aquí está el
secreto del horror, no exento de la agria comicidad irónica que practica Kafka-,
su cuerpo se ha transformado en eso: su conciencia, su “espíritu”, sigue siendo
“humano, demasiado humano”. El horror, decíamos (al igual que el más
disimulado de la frase de Goya), consiste justamente en esa duplicidad: no es que
la “máquina” moderna haya anulado totalmente nuestra humanidad, sino que
la ha amputado, ha separado el “alma” del cuerpo, dejándola que flote en el
vacío (eso es, desde luego, por lo menos en su versión vulgarizada, el sujeto
“cartesiano”: puro cogito sin libido).
Y algo más: si la conciencia humana de la “cucaracha” Samsa entiende el
peligro de morir aplastado en cualquier momento (incluso por un descuido de
sus seres queridos) es porque la “maquinización” de la naturaleza –no su
destrucción: la llamada catástrofe ecológica es un problema nuestro , no de la
naturaleza, que va a seguir tranquilamente su camino después de deshacerse de
la especie molesta- nos ha obligado a tomar conciencia –esa conciencia
desprendida del cuerpo que decíamos- de que estamos ante lo que Jean-Marie
Schaeffer, recientemente, ha nombrado como el fin de la excepción humana :
somos, en suma, una especie en peligro de extinción, como cualquiera. Es bueno
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1.
2.
Salvo que uno crea que, por ejemplo, los trípticos de Hyeronimus Bosch eran
meras ilustraciones teológicas, o aún duras críticas a la Iglesia, hay que concluir
que el arte descubrió muy tempranamente el Terror moderno. Incluso, como
suele suceder, lo anticipó , al menos en sus condiciones “filosóficas”: para volver
al Renacimiento, la “invención” de la perspectiva geométrica –traduzcamos:
proveniente de un cálculo “instrumental”-, que permitió colocar al Individuo
(ese invento también moderno) en “primer plano”, vale decir en posición
dominante respecto de la realidad, en efecto anticipa en unos buenos dos siglos
la aparición, en el pensamiento occidental, del omnipotente y omnisciente
sujeto cartesiano, fuente y origen de toda “perspectiva”, de la separación radical
entre el Sujeto y el Objeto, y por lo tanto de la posibilidad misma de no sólo
conocer , sino también dominar a la Naturaleza (ya sabemos: todo documento de
civilización es también un documento de barbarie).
Esto le ha permitido afirmar alguna vez a Lacan, nuevamente con amarga
ironía, que el Renacimiento es la época más oscurantista de la historia europea:
en ella las “cosas”, el Universo entero, queda reducido a la medida del hombre:
o sea, a la cuantificación instrumental. Heidegger, antes, ya había intentado
rescatar la frase de Protágoras, “renacida” en el quattrocento , de su inadvertida
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anticipación de la Era de la Técnica: todo lo que habría querido decir esa frase
es –nada menos- que sólo a través del DaSein puede des-velarse la medida del
Ser, la aletheia ; el Hombre no es la medida, sino apenas la herramienta de
medición. Bien, puede ser. Pero esta nueva reducción heideggeriana de los
presocráticos a su propio pensamiento no impide –civilización y barbarie,
encore – que sea la modernidad, y en primer lugar a través del arte , la que
empuje la matematización del Universo que hace posible, por supuesto, la
ciencia experimental, pero también la organización “científica” del Terror. No
es cuestión, claro está, de culpar al Quattrocento: pero sí de no distraerse ante el
hecho de que, como hemos intentado mostrarlo, esa reducción pretendidamente
“humanista” es una potencial fuente de Terror.
Pero, claro, el arte es –o debería ser- lo contrario de esta lógica terrorista. En el
arte nada es calculable de antemano, su “lógica” es la de lo cualitativo no
cuantificable, la de lo heterogéneo no homogeneizable, la de la singularidad
irreductible a la generalización. Como lo dijera estupendamente Lukács: es “la
insubordinación de lo concreto contra la tiranía de lo abstracto”. El arte (lo
sabemos al menos desde Kant y su teoría de lo sublime estético) puede
aterrorizar -y quizá deba , en ciertas circunstancias, hacerlo: ¿quién dijo que el
arte debe ser una terapia apaciguadora o tranquilizadora de conciencias
desdichadas?-. Pero no pertenece a la matriz instrumental productora de Terror.
Su lógica intrínseca no es “instrumental”: mal que le pese a Hegel, el arte,
estrictamente hablando, no sirve para nada, no es el sirviente de ninguna
Causa, de ninguna Idea, de ningún Espíritu Objetivo, de ninguna astucia de la
Razón. O, por lo menos, esa es la concepción del arte que nos ha legado,
justamente, la modernidad (europea, se entiende), ya desde el Renacimiento
aunque culminando en el romanticismo y luego exacerbándolo en el
decadentismo: la de una autonomía del “arte por el arte” –la pura aisthesis de
Baumgarten, la finalidad sin fin de Kant- irreductible a ninguna heteronomía
cultual , como la llamaba el propio Benjamin. Al precio, eso sí -lo dice también
Benjamin, dándole todo su valor a la palabra precio –, de su brumosa,
desplazada transformación en mercancía .
¿Volvemos, pues, al principio? ¿es el arte mismo, idealmente “autonomizado”
pero materialmente subsumido en la “religión de la mercancía”, cómplice
inintencionado de la condición de posibilidad de la máquina del Terror? No
necesariamente: ya se sabe que hay otra noción de “autonomía” (acuñada por
Adorno, y que sería demasiado largo discutir aquí) mediante la cual la obra
atraviesa sin eliminarlo su estatuto de mercancía para volverse estrictamente
extraña al propio mercado que la contiene y la promueve, en una “dialéctica
negativa” que hace de ella (Adorno, siempre) el producto anti-social de la sociedad
.
Y sin embargo, seríamos bien necios si negáramos que el arte ha sido puesto,
una y mil veces, al servicio del Terror. Desde siempre, pero muy especialmente
en la modernidad. Limitándonos al siglo XX –el siglo de la “industria cultural”,
29
3.
4.
Si se admite lo anterior, hay que formular la hipótesis de que una manera –muy
poco explorada, que sepamos- de pensar la (otra vez, no decimos “relación”
sino) implicación entre arte y política, es vía Freud.
La primera de sus frases que quisiera evocar aquí dice así: "Si el psicoanálisis se
parece a alguna forma de arte, no es a la pintura, que agrega algo a una
superficie en blanco, sino a la escultura, que quita algo a un volumen para que
aparezca una forma". Encuentro en esta frase un par de ideas destacables. La
primera (por la que pasaré brevemente, porque quiero llegar rápido a la
segunda): comparar al psicoanálisis con un arte es poner en juego muy
audazmente un concepto que Freud enuncia en alguna otra parte -¿o es Lacan,
“regresando” a Freud?-: que la Verdad tiene estructura de ficción , quiero decir,
que es sólo en el trabajo de "ficcionalización" de las operaciones del Inconsciente
donde puede reconocerse el núcleo de Verdad que determina al sujeto. En este
sentido, el mejor elogio del psicoanálisis posiblemente lo haya hecho Borges
creyendo denigrarlo, cuando lo calificó de una "ciencia-ficción". Aunque ya
habrá ocasión de problematizar el estatuto de esta ficción en su relación con las
teorías estéticas contemporáneas, la idea me parece capital por lo siguiente: si es
posible encontrar algo así como una teoría estética en Freud, no es desde luego
en sus ensayos sobre arte (sobre Leonardo, Miguel Angel, Shakespeare o
Dostoievsky) donde hay que ir a buscarla -lúcidos y hábiles, pero acotados
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O tal vez sea Buster Keaton, a quien tampoco caprichosamente eligió Samuel
Beckett como protagonista de su único film (llamado, precisamente, Film: la
tautología irónica, la repetición paródica, es el último recurso del arte en un
siglo que ha perdido el sentido de la tragedia): Buster Keaton, con su rostro
pétreo que mira con una suerte de azorada impasibilidad la sucesión de
desastres en el mundo que lo rodea, constituye junto a Groucho Marx la
metáfora más perfecta del sujeto del siglo de la “industria cultural”: la metáfora
de la sustitución del sujeto trágico por el sujeto cómico, es decir del sujeto
incómodo dentro de sus ropas, ridículo en su desconcierto ante la catástrofe,
pero que se hace el distraído, como si nada sucediera. Porque, en efecto, como
lo sugiere Freud, el origen de la comicidad es la impotencia para asumir la
realidad trágica de una situación. Es ese sujeto de identidad inestable, en
permanente deslizamiento, del que nada certero puede predicarse, como en ese
chiste ejemplar del propio Groucho, digno de figurar en la galería de chistes
judíos de Freud, y en donde un hombre interpela a otro diciéndole: "Es
verdaderamente asombroso cómo se parece Ud. a Fulano" "Pero... si yo soy
Fulano!", responde el interpelado. "Ah", se tranquiliza el primero, "debe ser por
eso que se parece tanto a él".
5.
La pregunta, entonces, se impone: ¿hasta dónde llega este poder del arte?
Contra lo que interpreta como confianza un poco ingenua de Benjamin en el
potencial "liberador" de las nuevas tecnologías estéticas que sabotean la
museificación de la cultura, Adorno advierte, premonitoriamente, la posibilidad
de que incluso la obra de vanguardia termine cayendo en aquella ilusión
"narcisista" de sustituir a la realidad que empezaron por contradecir en su
alteridad utópica. Si ello ocurriera, la cada vez más ubicua Industria Cultural,
apoyándose en ese mismo potencial tecnológico, tiene la posibilidad inédita de
apoderarse de la obra de vanguardia para ultimar el proceso de fetichización
ideológica al mercantilizar la lógica misma del Inconsciente, al realizar
imaginariamente en la actualidad del mercado la utopía del deseo imposible, al
cubrir con un tejido de imágenes las faltas insoportables de lo real. El siglo del
psicoanálisis es también el siglo de lo que Marcuse llamó "colonización del
Inconsciente" o "desublimación represiva", para indicar la puesta del
Inconsciente al servicio de la alienación, una operación que sería imposible sin
los recursos de la creatividad estética. Más cerca nuestro en el tiempo, Fredric
Jameson reflexiona sobre cómo la lógica cultural del capitalismo tardío -que es la
denominación que prefiere para la eufemística globalización “postmoderna”-
deja pequeñas incluso a las más amargas intuiciones del texto frankfurtiano
sobre la industria cultural: ya no es sólo que la cultura se ha vuelto
“económica”, sino que la economía se ha vuelto “cultural” . La implicación mutua
entre cultura y capitalismo ha creado una nueva “máquina” de totalitarismo
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por el Terror (el pasado, pero también el actual de saber que, bajo el imperio del
“capitalismo tardío”, son sociedades condenadas a la más cruel de las agonías,
quizá como una venganza siniestra de la Historia contra sus propios orígenes
perdidos).
No podemos saberlo. Se trata de un programa de preguntas , no de respuestas.
En todo caso, de una módica apuesta contra el Terror, aunque fuera la del
mínimo consuelo del caballero del Séptimo Sello de Bergman, cuando
enfrentaba a la Muerte con su “Está bien, voy. Pero bajo protesta”.
SACRUM Y TREMENDUM
Sobre lo político y sus desv(ar)íos teológicos
Si un célebre tema musical pop de los años 60 pudo llevar como título “Los
sonidos del silencio”, quizá eso pueda entenderse como una banalización
festiva del famoso gesto vanguardista de John Cage al “componer” una pieza
musical que hacía estricto silencio durante cuatro minutos y treinta y tres
segundos. El silencio, parece decirnos Cage, tiene valor por sí mismo, no como
mera ausencia de sonido. Por supuesto, los músicos saben muy bien esto: el
intervalo silencioso es decisivo para el valor de la nota; es el contraste entre el
sonido y el silencio lo que articula la estructura de la música. Eso es fácil de
detectar en “el arte de combinar los sonidos” (y por lo tanto, los silencios). Pero,
¿qué decir de otras formas de arte –la pintura, la escultura- que, siendo por
45
1.
2.
Hace ya varias décadas, el etnógrafo Marcel Griaule informó que los dogon de
Senegal guardan durante toda su vida un celosísimo secreto, que se llevan a la
tumba, que no revelan ni a sus padres, ni a sus hijos, ni a sus mujeres, que
constituye el núcleo único e inaccesible de su subjetividad (los dogon tienen una
vida extremadamente “pública”): ese íntimo secreto es su nombre. Quiero decir:
su verdadero nombre, el que eligen para ellos, y no el nombre falso que usan para
“comunicarse” con el resto de la tribu. Su nombre auténtico, en cambio,
permanece en eterno silencio. O sea, un dogon no puede realmente ser interpelado,
en el sentido althusseriano; hay una distancia infinita, irreductible y no
suturable entre los dos “nombres” de este sujeto literalmente dividido.
Es una situación interesante para pensar en ciertos espejismos: entre los dogon,
la ilusión comunicativa está sostenida por ese núcleo estrictamente
incomunicable, por la existencia de una palabra radicalmente inaccesible,
misteriosa, desconocida, callada para siempre, con la que sin embargo tienen
que contar los miembros de esa sociedad -todos los dogon tienen un nombre
secreto; para cada uno de ellos, por lo tanto, hay cientos, miles de signos
desconocidos que deben ser descontados del lenguaje social para que la
“comunicación” sea posible-.
Tomemos otro caso, no muy lejano geográficamente de los dogon. Los luba del
sudeste del Zaire -relata Adolfo Colombres- utilizan para emitir mensajes el
cyondo, tambor que presenta en la parte superior una larga hendidura con dos
labios (ellos mismos los llaman labios). El más grueso emite un sonido bajo, al
que se llama “la voz hembra”. El otro emite un sonido agudo, la “voz macho”.
Esto resulta de especial relevancia, pues la lengua luba tiene una oposición de
duración (vocales breves y vocales largas) y otra de tonalidad (tono alto, tono
bajo y tono complejo). El cyondo registra estas cualidades, y si bien no alcanza a
emitir sílabas (consonantes y vocales), sí logra comunicar las características de
duración y de tono de esas sílabas. Mediante el procedimiento de la
amplificación, los tambores son capaces de desarrollar una frase, una palabra o
una idea básica desplegándola con diversas técnicas, que incluyen el uso de
fórmulas estereotipadas (las “holofrases”), constituidas por uno o varios versos.
Pero también recurren a las metáforas, dando una forma alambicada, poética, a
mensajes que podrían emitirse de un modo sencillo, referencial. Así, muchas
epopeyas africanas sobreviven durante siglos en la piel tensa del cyondo,
transmitiendo de generación en generación una tradición que no obstante es
diferente en cada versión, ya que recurre a distintas “metáforas”. Los cyondo, de
más está decirlo, son tocados por “profesionales” que tardan muchos años en
formarse, y que se llevan a la tumba el secreto de su técnica.
Último ejemplo. Entre los oualof de Senegal existe el gewel o griot, el recitador
oficial de los mitos de la tribu. El griot también debe sufrir un largo y trabajoso
49
3.
4.
16
Walter Benjamin: “El narrador”, en Iluminaciones, Madrid, Taurus, 1987.
52
La nostalgia benjaminiana por ese universo perdido, por ese imaginario abierto
y pleno de incertidumbres que constituía lo narrativo de la épica a la novela, de
la tragedia a la aventura, está muy lejos de ser conservadora o tradicionalista (o
quizá haya que decir que hoy, en un mundo subordinado al mero presente
efímero de la información de modo incomparablemente más virulento que en la
época de Benjamin, cierta forma de conservadurismo y tradicionalismo sea una
manera de ser “de izquierda”): más bien, lo que lamenta es, nuevamente, la
paralización del futuro, aquel que dormía en el secreto como promesa silenciosa
de la Historia.
5.
6.
17
Todas las citas son de Comolli, Jean-Louis: Voire et Pouvoir , Paris, Verdier, 2004
56
1.
Entre la técnica sugestiva y la analítica hay la máxima oposición posible: aquella que el
gran Leonardo da Vinci resumió, con relación a las artes, en las fórmulas per via di
porre y per via di levare. La pintura, dice Leonardo, trabaja per via di porre; en
efecto, sobre la tela en blanco deposita acumulaciones de colores donde antes no estaban;
en cambio, la escultura procede per via di levare, pues quita de la piedra todo lo que
recubre las formas de la estatua contenida en ella. De manera en un todo semejante,
señores, la técnica sugestiva busca operar per via di porre; no hace caso del origen, de
la fuerza y la significación de las síntomas patológicos, sino que deposita algo, la
sugestión, que, según se espera, será suficientemente poderosa para impedir la
exteriorización de la idea patógena. La terapia analítica, en cambio, no quiere agregar ni
introducir nada nuevo, sino restar, retirar, y con ese fin se preocupa por la génesis de
los síntomas patológicos y la trama psíquica de la idea patógena, cuya eliminación se
propone como meta 18.
Hay una sugestiva semejanza (o, como se dice, un “paralelo”) entre lo que
Freud ya está diciendo en 1904 y lo que dirá Benjamin en 1935 sobre la oposición
estetización de la política / politización del arte 19. Si bien los modos de expresión de
Freud y Benjamin son muy diferentes, el efecto es similar; allí donde Freud
sostiene que la via di levare de la “terapia analítica” “se preocupa por la génesis
18
Sigmund Freud: “Sobre la Psicoterapia” (1904 / 1905), en Obras Completas , Madrid, Biblioteca
Nueva, 1975
19
Cfr., por supuesto, Benjamin, Walter: “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, en
Obras , Libro I, Vol. 2, Madrid, Abada, 2008
57
20
En el contexto de los debates de la década del 30 en Alemania (y también en París), es obvio que el
señalamiento de Benjamin –cuyas referencias son las vanguardias y en particular el surrealismo, así como
la idea de distanciamiento crítico en el teatro de Bertoldt Brecht- es parte de la polémica con el llamado
“realismo socialista”, y por esa vía con el “segundo” Lukács. Pero cabe aquí una aclaración, para no ser
nosotros mismos unilaterales: no todas las vanguardias estéticas –incluso de entre las más históricamente
significativas- se salvan de una fascistizante “estetización de la política”: es flagrante el ejemplo del
futurismo italiano, y su glorificación de la guerra como el más sublime espectáculo artístico posible: ¿y
hará falta recordar que el “jefe” futurista Marinetti y sus seguidores, al menos al principio, adhirieron
fervorosamente al fascismo?
21
Kracauer, Sigfried: Teoría del Cine. La Redención de la Realidad Física , Barcelona, Paidós Estética,
1989
58
2.
Arriesguemos desde ya –sin poder todavía desplegarla en todo su alcance- una
hipótesis escandalosa: el cine, su lenguaje “objetivo”, como se dice, está
plenamente del lado de la “escultura”, de la via di levare. Más: de la forza di
levare. Y de, por lo tanto, la alegoría, en el idiosincrático e intransferible sentido
benjaminiano. Y adelantemos: la materia contra la cual tiene que luchar para
vencer su resistencia (y con la cual, por lo tanto, tiene una relación de intimidad
conflictiva pero estrecha) es la realidad misma, que, como la roca del escultor,
también es una masa informe que sin embargo le da señales, le hace guiños, al
cineasta. Cuando Pasolini, célebremente, define al cine como una semiótica de la
realidad , pero al mismo tiempo afirma que la realidad humana es ya pensable
como un film , o que cada existencia individual es como un plano-secuencia solo
interrumpido por la muerte 24, cuando nos confronta con esta doble operación,
está haciendo, Pasolini, también una doble afirmación: a) el cine es una
semiotización de lo real, es la reescritura de lo real como un conjunto complejo
de signos a ser “leídos” 25; b) pero a su vez, los objetos de la realidad humana
23
Walter Benjamin: El Origen del Drama Barroco Alemán , Madrid, Taurus, 1989
24
Para todo esto, cfr., por ejemplo, Pasolini, Pier Paolo: “La lengua escrita de la realidad”, “Réplicas
sobre el cine”, “Observaciones sobre el plano-secuencia” o “Res sunt nomina”, en Empirismo Herético ,
Córdoba, Editorial Brujas, 2005
25
Otra vez: como la arquitectura, que por eso es la forma de arte más arcaica , incluso cronológicamente
la más antigua: el Australopitecus o quien sea que ocupa una caverna, evidentemente no la fabrica : la
60
encuentra ya hecha por la Naturaleza. Sin embargo, al tomar decisiones sobre el uso de ese espacio inerte
–en este rincón hará fuego, en aquel tenderá la piel de oso para dormir, en el de más allá levantará el altar
a sus dioses, en esa pared pintará sus bisontes o sus mamuts- está haciendo arquitectura : está
“semiotizando” o simbolizando la materia pétrea, marcando el umbral entre Naturaleza y Cultura. El cine
tampoco fabrica la realidad material; pero, como la “escultura”, retira de su abstracción pétrificada
cierto número de objetos que la imagen en movimiento convertirá en significaciones .
26
Sartre, Jean-Paul: El Ser y la Nada , Buenos Aires, Losada, 1964
61
Se podría citar –los ejemplos abundan, por suerte, aunque sean minoría- una
toma de El Desierto Rojo de Antonioni, en la cual la pareja protagónica discute;
ambos personajes están enfrentados de perfil, cada uno de ellos apenas
asomando por los extremos opuestos de la ancha pantalla en Cinemascope, y
durante toda la duración de la escena se los mantendrá así, en lugar de recurrir,
para mostrar el diálogo, al plano / contraplano del montaje más convencional.
En el amplísimo centro del encuadre pueden verse objetos –un florero, un
cenicero, un cuadro en la pared, lo que sea- que adquieren entonces una
presencia propia e independiente, en lugar de quedar subordinados a simple
decorado o ambientación de la acción y el diálogo. Es un bellísimo ejemplo de
esa insubordinación de lo concreto contra la tiranía de lo abstracto de la que hablaba
Lukács. En otro plano de ese mismo film , Mónica Vitti conversa con un niño
mientras escribe en una pizarra. A la izquierda de esta, una ventana rectangular
(una segunda pantalla dentro de la pantalla, diríamos) deja ver un gran barco
que avanza lentamente, sin que podamos asignarle, nuevamente, ninguna
“funcionalidad” en la diégesis de la escena. Y para tomar un ejemplo –entre
muchos posibles, repetimos- del propio Pasolini, en Edipo Hijo de la Fortuna
vemos a un hombre caminando por el desierto (luego nos enteraremos que es el
campesino que terminará llevándose a Edipo bebito a Corinto), que observa con
intriga a otro que se acerca (el sirviente al cual se le ha ordenado que asesinara a
Edipo, pero –incapaz de cumplir la terrible orden- lo ha abandonado en la tierra
con la esperanza de que alguien lo rescatara). La escena del cruce de miradas
entre ambos personajes parece al principio que va a desarrollarse con la lógica
clásica del plano / contraplano. Pero de pronto, Pasolini hace un movimiento
totalmente inesperado: coloca su cámara detrás de la nuca del campesino y un
poco hacia su (y nuestra) izquierda, de tal modo que seguimos viendo al
sirviente que camina hacia él (y hacia nosotros); pero entonces ahora son dos las
miradas que simultáneamente lo ven venir –o tres, si contamos la nuestra-: la
del campesino y la de la cámara.
3.-
No encuentro entre la pintura y la escultura otra diferencia que esta: el escultor realiza
su obra con mayor esfuerzo físico que el pintor; y el pintor la suya con más esfuerzo
intelectual. Eso se demuestra en tanto el escultor debe hacer, al producir su obra, un
27
“Tabú de contacto”, arriesguemos que como síntoma, entre muchas otras cosas, de un prejuicio
“ideológico” del ocularcentrismo moderno (ya hablaremos sobre esto): ¿por qué, en los museos, está
prohibido tocar las esculturas? ¿no es la escultura, acaso (al menos en su forma clásica) una forma
estética que –porque tiene una dimensión voluminosa , porque ocupa un lugar concreto en el espacio ,
porque está hecha con una textura material que puede ser suave o áspera, fría o cálida, etcétera-
compromete al sentido del tacto al menos tanto como al de la vista? Cualquier guardián de museo nos
dirá: bueno, pero si todo el mundo la toca, la acaricia, la patea, terminará gastándose, deteriorándose.
Pero, pero : ese es, en todo caso, un problema práctico , no de principios estéticos, filosóficos o lo que
fuere. Y además: si se “gasta”, ¿qué? Si pierde , incluso, parte de su “materia” ¿qué? ¿no sería esa
“pérdida” parte de la “experiencia histórica” de la obra? No podemos meternos con esto aquí –nos
llevaría por otros rumbos-, pero nada hay de “natural” en esa obsesión conservacionista : es parte de un
debate que, en honor a la brevedad, podemos resumir con una pregunta: ¿deben , necesariamente,
restaurarse las obras de arte, o su “deterioro” multisecular es un componente de su “recepción” actual
(es decir, para permanecer benjaminianos, de su aura )?
63
Hasta ahora, como reza el viejo chiste del hombre que caía de un décimo piso,
vamos bien: el esfuerzo “físico” (la forza miguelangeliana) de la via di levare
permite, neoplatonismos aparte, “develar”, retirando la materia “sobrante”
(haciendo ruina de ese sentido previo, diría Benjamin), la “figura encerrada” en
su seno. Freud, que no es “neoplatónico”, sin embargo ha hecho precisamente
eso : ha “retirado” el “sobrante” idealista de la cita de Leonardo para que quede
la “figura” con la que podrá metaforizar la “psicoterapia”. Lamentablemente, el
pasaje de Leonardo continúa:
…lo cual exige un esfuerzo totalmente mecánico, acompañado frecuentemente del sudor
que se mezcla al polvo y se transforma en una capa de lodo; con la cara toda enduida y
enharinada de polvo de mármol, parecida a la de un panadero, cubierta de pequeñas
escamas como si hubiera nevado sobre él; su habitación sucia y plena de destellos y de
polvo de piedras. Con la pintura ocurre todo lo contrario (…) pues el pintor se para
cómodamente frente a su obra, bien vestido, agitando un pincel ligero con colores
agradables, ataviado a su gusto, su habitación limpia y repleta de bellas imágenes, y con
frecuencia acompañado de música o de lectura de bellas y variadas obras, que escucha
con sumo placer, sin que lo perturben el ruido de martillos u otros estruendos…
No cabe duda –pese a la astucia freudiana de hacer uso para sus propios fines
de la primera parte del pasaje- de qué lado está Leonardo. La via di porre es
todo belleza, elegancia, armonía de colores y sonidos, ligereza, distancia
descansada, placer . La vía di levare, por el contrario, es sudor, polvo, barro,
suciedad, ruido, contaminación: ¿nos atreveremos a decir, goce (infantil,
incluso, en su revolcarse en toda esa materia un poco fecal)? También –
deslizándonos a otro discurso- podríamos decir: la via di porre es
“aristocrática”, la via di levare es “proletaria” (esfuerzo “totalmente mecánico”,
acompañado de sudor, etcétera). En todo caso, reponiendo la cita entera de la
cual Freud ha retirado la “figura” que le interesaba, hemos agregado, lo
insinuábamos más arriba, el factor contaminación. Es difícil resistirse a la
sugestión -valga el término- del extraordinario análisis que hace Didi-
Huberman del pasaje de Leonardo y otros conexos. Muy especialmente cuando
afirma que “el taller del escultor se presenta en el contraste conmovedor de la
fealdad, de las formas incompletas, del alboroto y la suciedad. Ya no es más un
salón destinado a la elevación del alma, es una fábrica para el estrépito de materias
y el sudor de cuerpos”.
Todas las expresiones utilizadas aquí por Didi-Huberman y varias otras, todas
tomadas de Leonardo –“materias ligadas al desecho y la combustión”,
“digestión”, “excreción”- hablan a las claras de un proceso de mutación
64
4.-
En efecto, habría que pensar –quedará para otra vez- qué lugar ocupa, en relación a todo esto, la pintura
barroca . No importa lo que se piense sobre su ideología explícita (el contrerreformismo o lo que sea),
¿puede haber duda de la inmensa “movilización de la experiencia histórica del sujeto” que ella ha
provocado?
30
Grúner, Eduardo: El Sitio de la Mirada. Secretos de la Imagen y Silencios del Arte , Buenos Aires,
Norma, 2001.
66
Habría que continuar por esta vía. Incluir, por ejemplo, a ciertas formas de la
literatura moderna: intentar mostrar cómo el pasaje de la gran novela realista
del siglo XIX a Kafka, Joyce, Beckett o Faulkner (y a Borges, cómo no), pasaje
quizá inimaginable en otra época que la del cine, podría entenderse en términos
de abandono de la via di porre por la via di levare. También habría que inscribir
allí el examen de las nuevas hermenéuticas (como las llama Jay) que apuntan a
poner en crisis el ocularcentismo de la modernidad occidental, y de las cuales el
psicoanálisis habría sido la primera expresión. Tal vez –no se tome como
amenaza- lo hagamos en otra ocasión. Tan solo permítasenos, por el momento,
esbozar lo que podría ser una hipótesis de trabajo –tanto para este como para
un futuro ensayo-: la metáfora “escultórica” de Freud, enunciada en 1904, es
una implícita teoría inaugural sobre aquella “crisis”: es una metáfora a la que
hoy, en pleno reinado, según se dice, de la sociedad del espectáculo (¿de un
retorno del “ocularcentrismo”?) valdría la pena, a su vez, retornar. Sería
también un retorno (no al, sino) del gran cine.
31
Se entiende que estamos hablando, aquí, de las potencialidades (según algunos, ya agotadas) del
lenguaje cinematográfico. Es más que evidente que la inmensa mayoría del cine que puede verse hoy en
los circuitos “normales” de distribución es una apoteosis ocularcentrista .
68
Eduardo Grüner
(…) Había llegado absurdamente poco preparado para esa exclusión de la vida de los
otros que es la repetición de la propia…
Pier-Paolo Pasolini
Pier Paolo Pasolini, en los años 50 y 60 del siglo pasado, es uno de los pocos
grandes intelectuales europeos– el otro es Jean-Paul Sartre, en la misma época-
que tomó partido explícita y consecuentemente por el “compromiso” con lo que
habitualmente se llama “el Otro”: el subproletariado marginalizado de los
borgate periféricos, el campesinado explotado, las minorías étnicas y sexuales, y
por supuesto el entonces llamado “Tercer Mundo” de los pueblos colonizados o
neo-colonizados (que para él, como lo dijo, empezaba en las afueras de Roma).
Pasolini defendió este posicionamiento no solo en el registro estrictamente
político, sino también, y aún más profundamente, en el de todas y cada una de
las expresiones del arte y la cultura que practicó. Estaba convencido de que era
necesario que su polémica reivindicación de lo que con cierto amoroso
sarcasmo denominó la Barbarie o la Prehistoria , encontrara su propia forma ,
semiótica y estética, se inventara su propia lengua. Volveré en un momento
sobre esto. Digamos por ahora que su riguroso y rabioso argumento central es
que el denominado “milagro económico” italiano, y más en general el neo-
capitalismo, la nueva tecnocracia de la aceleración industrial, la vertiginosa
erección de la “sociedad de consumo”, etcétera, estaban cometiendo un
verdadero genocidio cultural, un etnocidio que implicaba una siniestra
“mutación antropológica”. La riqueza y diversidad de las culturas tradicionales,
69
los dialectos locales, las mitologías, las variantes de sincretismo religioso, las
formas artísticas y poéticas populares y aún la bella lingua del Dante, estaban
siendo destruidas, descuartizadas, convertidas en ruinas descartables por la
homogeneización capitalista y su tecnocrática “lengua media” vaciada de sus
acentos y matices diferenciados, así como por el imperio del fetichismo de la
mercancía (aunque no podemos desarrollar la cuestión aquí, son notables las
coincidencias, en este punto, entre Pasolini y los análisis críticos de Adorno y
Horkheimer en su Dialéctica de la Ilustración, así como con los análisis de Walter
Benjamin sobre la decadencia del arte de la narración oral). Fuerzas, todas ellas,
que empujaban hacia una unificación degradante de lo cultural, para no
mencionar a los seres humanos mismos, sacrificados en el altar sangriento de la
acumulación de capital y la rentabilidad insaciable, o convertidos en mecánicos
altavoces repetidores de la Voz del Amo.
1.
2.
74
Ahora bien ¿cómo se traslada todo esto a la praxis estética material? En parte,
ya lo sabemos: poniendo en práctica lo que en su Empirismo Herético teoriza
sobre el llamado Discurso Indirecto Libre (DIL), un dispositivo a medias
gramatical, a medias “estilístico”, que no le otorga al Otro su voz fusionada con
–y subordinada a- la propia (como harían tanto el Discurso Directo como el
Indirecto “normal”), sino que permite que el discurso del “autor” se vea
invadido -es decir, en definitiva, des-autorizado – por los acentos y modalidades
del discurso del Otro, generando un quiebre , o mejor un pliegue interno, una
suerte de cinta de Moebius, entre las dos “voces” en el interior del mismo nivel
de discurso, de tal manera que el “Uno” y el “Otro” no sean realidades
mutuamente externas e incomunicables, ni siquiera nítidamente distinguibles,
sino un espacio entrelazado pero heterotópico -para recuperar esa expresión de
Foucault-. Un espacio, también, de supervivencias, en el sentido estricto de las
Nachleben de Aby Warburg: los retornos impensados, en la “actualidad” de la
obra de arte, de arcaísmos anacrónicos o de iconografías sepultadas, que
inquietan, que conmueven, las certidumbres domesticadas de los “estilos de
época”.
El DIL es un viejo truco de la literatura. Según los canónicos análisis de Mijail
Bakhtin, ya lo practicaba esa “literatura carnavalesca” que va de la sátira
menipea (el Satyricon de Petronio, tan diestramente traspuesto al cine por
Fellini, es un paradigma) a François Rabelais. Son ejemplos de uso del DIL para
que la cultura popular –burlándose de los empaques solemnes de la lengua
dominante- hable por sí misma entretejida en la propia voz del narrador, creando
un contraste, una tensión conflictiva en el interior mismo del discurso (el
marxista Bakhtin, como es sabido, consideraba a la cultura y a la misma lengua
no como una “superestructura”, sino como un escenario privilegiado de la lucha
de clases, dibujada en los propios usos de la lengua). Y allí está, por supuesto, el
gran ensayo bajtiniano sobre Dostoievsky, poniendo de manifiesto en sus
grandes novelas la posibilidad de una polifonía, o una heteroglosia (la pluralidad
enmarañada de diferentes voces y “acentos”), mediante la cual es imposible
identificar la “voz” de ninguno de los personajes con la del narrador: no
importa cuál fuera la posición ideológica explícita de Dostoievsky, el recurso es
rigurosamente “democratizador”, al sustraer la escritura de toda “colonización”
por parte de una voz única y dominante que impone su propio “acento” a la
realidad. Y allí está también el opus magnum sobre Rabelais y la cultura popular
del Renacimiento, donde la risa burlona y estentórea, los excesos corporales de
todo tipo, una sexualidad desinhibida y “salvaje” o una vitalidad desatenta a
las contenciones de las “buenas costumbres” (todas cosas que obviamente
encontramos en el cine de Pasolini) son las marcas de una objetiva, no
necesariamente buscada pero efectiva rebelión contra la cultura dominante (es
cierto –y Bakhtin no aparece particularmente atento a este problema- que el
poder casi siempre es capaz de absorber y neutralizar tales “desvíos”: Pasolini
lo sufriría en carne propia) .
75
“discurso que quisiera ser otro discurso”?- para crear, en efecto, el marco dentro
del cual lo real pueda hablar por sí mismo.
Pero se trata de un debate en dos frentes. Aunque lo mira con mayor simpatía,
Pasolini desconfía asimismo del otro extremo de esa constelación, el del
vanguardismo que podríamos denominar semioticista -y que hay que distinguir
de esa semiótica de la realidad con la cual él mismo define al cine-. Este
vanguardismo es característico de una época, la de los años 60, en la que el
estructuralismo, la lingüística y la semiología levantaron toda clase de
recusaciones contra cualquier forma discursiva –incluyendo las producciones
estéticas- que siguieran manteniendo la ilusión ideológica de una relación
“expresiva” entre el signo y el objeto “referente” del signo –es decir, esa
totalidad expresiva de la cual Althusser acusaba a Lukács y su defensa del
“realismo crítico”-. Esas recusaciones, desde luego, habían ya comenzado a
principios del siglo XX con las reflexiones de los formalistas rusos –y luego de
la Escuela de Praga liderada por Jan Mukarovsky-, pero ahora, en el despuntar
de los años 60, se habían transformado en una verdadera programática teórica:
desde las críticas al “efecto de realidad” (Roland Barthes) a las prescripciones
del “no hay nada fuera del texto” (Derrida); desde los señalamientos sobre la
“falsa transparencia de los signos icónicos” (Umberto Eco) a los de la similar
“falsa transparencia de la ideología” (Althusser), y más cerca del cine, la
empresa de demolición de la noción de representación por los Cahiers du Cinema ,
se trataba de una verdadera cruzada contra la (ilusoria, repitamos) primacía de
la “realidad”, y a favor del puro valor por sí mismo del “significante”.
Sin duda, esta política de la teoría cumplió un papel de gran importancia como
crítica de la ideología ingenuamente “realista”, tanto la burguesa como la
marxista. Fue un momento necesario para terminar de despejar los velos
míticos –todavía actuantes de uno u otro modo en el neorrealismo italiano, por
ejemplo, aunque este fuera fuertemente crítico de la “prosa” hollywoodense-
que invisibilizaban al signo y sus operaciones de producción de unos “objetos”
que los signos no se limitaban simplemente a “reflejar” de manera pasiva. Del
otro lado quedaban los teóricos de una objetividad fílmica orientada hacia el
rescate de lo real “duro”, y transformada en una auténtica filosofía realista
(“anti-semiótica”, se podría decir) del cine: defensa de un realismo mimético a
ultranza, de la existencia de una cosa-en-sí de lo real que puede ser alcanzado
por el registro de la cámara. Allí revistan la ontología de la imagen fílmica de
André Bazin o la redención física de la realidad de Sigfried Kracauer, así como el
“neorrealismo” teórico de críticos comunistas como Umberto Barbaro o Guido
Aristarco.
Pasolini no quiere perder completamente todo esto. Comprende, por supuesto,
que debe ser problematizado, complejizado –porque el cine no es puro “reflejo”,
sino asimismo semiosis, “producción” de la realidad (y ni Bazin, ni Kracauer, ni
Barbaro ni Aristarco, todos ellos sofisticados intelectuales, son asimismo tan
ingenuos como para no advertirlo: se trata de una cuestión de acentos)-. Pero
77
hay allí un momento de verdad que no debe arrojarse como el proverbial niño con
el agua de la bañadera. El “semioticismo” vanguardista, llevado a su extremo,
se limita a ponerse como el polo simétricamente inverso del realismo
ingenuamente mimético. La “cárcel del lenguaje” (como diría Fredric Jameson),
esa misma que Pasolini había resentido de facto en su práctica narrativa y
poética, se enclaustra en una ajenidad respecto de lo real que termina perdiendo
aquella dimensión más “política” de la tensión conflictiva entre la realidad y los
signos: una dimensión, por otra parte –como lo señala agudamente Pasolini-,
que está implícita en los objetos mismos, que son ya inmediatamente “signos”
¿de qué cosa? de sí mismos. Es un hallazgo teórico fundamental de la “semiótica
de la realidad” pasoliniana: para el zoon symbolikón que son los humanos, el
objeto está siempre de entrada significado; pero para la realidad en-sí , que existe
en su autonomía más allá de su “humanización” simbólica (el católico Pasolini,
recuérdese, es un estricto materialista), el signo coincide inmediatamente con el
objeto. Hay un constitutivo conflicto, entonces, entre el signo (es decir, en última
instancia, el sujeto, que es quien “emite” signos) y el objeto (es decir, la
“realidad”). Tanto el realismo mimético “silvestre” como el vanguardismo
semioticista se desentienden de él, y por eso ambos son –otra hipótesis notable-
igualmente formalistas, e incluso “idealistas”.
Pasolini quiere retener ese conflicto, dándole su lugar a ese “Otro” que también
es, para el hombre, la realidad, el universo de las cosas. El DIL en la narrativa o
la poesía, el PSI en el cine, podrían, decíamos, generar las condiciones para que
al menos un fragmento, un trozo, una “ruina” –para insistir con Benjamin- de lo
real invada, por así decir, el espacio “normalizado” de / por los signos.
Mediante esa “invasión”, lo real, el propio objeto, desborda al signo y recupera
su autonomía (es la “insubordinación de lo concreto contra la tiranía de lo
abstracto” de la que alguna vez habló Lukács).
Y es que, en la cultura tecnocrática neocapitalista, los objetos y la naturaleza
también forman parte de los “vencidos” de la Historia: reducidos a su mera
funcionalidad (a esa pura herramienta a-la-mano sobre la que filosofa
Heidegger), o en todo caso a su estatuto de fetiche mercantil (en el sentido de
Marx), los objetos y la naturaleza tienen un lugar análogo al de los marginales
suburbanos, los campesinos pobres, los subproletarios, los pueblos del Tercer
Mundo, y en general los cuerpos, cuya degradación a mercancía, a puro valor de
cambio, está dramáticamente expuesta en Salò. Todos esos “objetos”, así como
esas “ruinas” semióticas sometidas al etnocidio –los dialectos, las jergas, los
fragmentos en descomposición de las culturas populares y tradicionales- son
otros tantos trozos de lo “real” licuado por la tecnocracia unificadora
neocapitalista que para Pasolini es imperioso rescatar, dejar hablar y dar a ver,
en toda su dimensión de conflicto con la “modernidad”, mediante recursos
como el DIL o el PSI.
Puede parecer extraño que el marxista, el comunista que hay en Pasolini se
empeñe, con su arte, en esa tarea a primera vista restauradora. Pero, en primer
78
3.
propia forma. Pero también podría estar pensando en Pasolini, para el cual
cosas como el Plano Subjetivo Indirecto o el “cine de poesía” constituyen una
ética (y una política) de la forma que produce su propio “contenido”, y que busca
dejar comparecer , liberar ese “poder propio de aparición” del Otro sin
escamotear o disfrazar la mirada del narrador.
No se trata, por otra parte, de un descubrimiento que Pasolini, a través de no se
sabe qué súbita epifanía, extraiga de la nada. El propio Didi-Huberman apunta
que se podría remontar esa economía de la figuración –como la llama él- hasta los
palafreneros de Caravaggio, los pordioseros de Callot, los mendigos de
Rembrandt o los desastres de Goya. En todos ellos, y en tantos otros que
podrían acudir a esta convocatoria, se condensan la mimesis -imitación de los
movimientos de la realidad-, la figura -signo “heráldico” que construye
sentido- y la passio –la expresión de afectos, emociones o pulsiones por la
gestualidad o la corporalidad-. Didi-Huberman no lo dice explícitamente, pero
es notoria la similitud de esta tríada con la idea de Pathosformell (la “fórmula
del pathos”) de Aby Warburg, en la cual se produce una suerte de “retorno de lo
reprimido” en el nuevo contexto de una figuración (los cabellos ensortijados de
la Venus de Botticelli remitiendo a las serpientes de la cabeza de Medusa, según
un famoso ejemplo warburgiano).
Pasolini es perfectamente consciente de esta tradición representacional, como
vimos que lo era de la de Dante o Pontormo. Es decir, de la voluntad de hacer
“comparecer”, para conservar esa expresión, a los que el cine industrial suele
llamar los figurantes, los “extras”: también los figurantes o los extras de la vida, o
de lo que para la cultura dominante pasa por ser “vida”. En ellos se conserva –
aún cuando disimulada detrás de la “colonización” de sus cuerpos por el
neocapitalismo- una huella de vitalidad prehistórica no-tecnificada, resistente a
la codificación, con la cual el ojo de la cámara (mediante el PSI entre otros
recursos) debería poder fusionarse plenamente. El cine mismo, pues, como lo
dice bien Didi-Huberman, es constituido como una arcaica forza “de vínculo y
enfrentamiento con la realidad”.
Pero Pasolini, como si dijéramos, da un paso más, o en todo caso un paso en
otra dirección: en la dirección de un dis-locamiento de la “economía figurativa”
de la representación del Otro, del mismo sistema de jerarquías visuales que
construyen al Otro como esos anónimos “figurantes”, intercambiables entre sí,
que aparecen pero no comparecen .
No es únicamente que en los films de Pasolini los que en cualquier otro serían
simples “figurantes” puedan actuar un papel protagónico (eso finalmente, ya lo
había hecho repetidamente el neorrealismo, y antes aún, más directamente, el
documental etnográfico de Flaherty o de Bateson), sino que en una inversión de
la “perspectiva” análoga a la que hace un momento registrábamos en la
Orestíada Africana , en La Ricotta -también lo veíamos- la crucifixión que
realmente importa es, justamente, la del miserable figurante , que de hecho
ocupa, en el plano correspondiente, el lugar de Cristo en la pintura de
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Pontormo, y del cual el director del film dentro del film, actuado por Orson
Welles haciendo de sí mismo, dice muy bíblicamente que “tuvo que morir para
que supiéramos que estaba vivo”. Es decir: el miserable figurante es Cristo, y
por lo tanto Cristo, inversamente, es el miserable figurante.
¿Se ve la dimensión realmente “subversiva” de lo que hace aquí Pasolini (y a
cuya sutileza, ciertamente, la Iglesia oficial estuvo muy atenta, intentando por
todos los medios de censurar el film)? Si como decíamos antes los figurantes
son por definición intercambiables, Pasolini transforma en intercambiables a los
propios polos del sistema jerárquico de la “historia oficial” que ha producido a los
figurantes como intercambiables: al liberarlos de su encierro –de la “alienación”
que señala Didi-Huberman- en los corralitos estáticos de la iconografía clásica,
Pasolini hace que los figurantes comparezcan por sí mismos como figurables:
como los que deben ser no solo contabilizados sino tomados en cuenta por la
imagen. Y, en el camino, hace que Cristo retorne al lugar que le corresponde: el
de miembro de un pueblo de figurantes, de un pueblo de “vencidos” que lucha
por su comparecencia, por correrse de su lugar de “Otro” des-figurado. Pero lo
hace mostrando el sistema iconográfico tradicional: allí están perfectamente
visibles, después de todo, Pontormo y Rosso Fiorentino en todo su esplendor,
claro que sin olvidar que –como vimos que sucedía para el caso de Dante, que
sutilmente subvierte la lengua clásica dominante con sus intromisiones
dialectales- se trata de pintores manieristas, puentes visuales hacia el barroco,
que también ellos, con sus retorcimientos “anti-naturales”, empiezan a
subvertir el “realismo” naturalizado de la perspectiva renacentista, mostrando
que hay otros “modos de ver”.
Así, Pasolini nos sumerge en una suerte de gran panorámica del Plano
Subjetivo Indirecto en la que efectivamente coexisten, con toda su tensión
conflictiva, las dos miradas sobre la “figura” del sacrificio de Cristo. Y algo muy
similar hará en El Evangelio: allí, toda la intensa, por momentos iracunda,
sacralidad de Cristo está atravesada por una imagen “sucia”, como
polvorienta, que emana de esa tierra seca, resquebrajada, desolada, ese paisaje
“Otro” al cual Cristo parece hablarle. Es el paisaje, físico pero también social y
“moral”, al cual pertenece el pueblo de los pobres diablos del cual proviene
Stracchi. La expresión “pobres diablos” es de Pasolini, y es muy italiana; o,
mejor dicho –y es altamente significativo-, esa locución que nosotros
traducimos al castellano como “pobres diablos”, se dice en italiano… poveri cristi,
“pobres cristos”. ¿Faltará algo más para convencernos de ese lugar
intercambiable entre Cristo y el miserable subproletario?
Esto es el “cine de poesía”: el poner en cuestión, y no meramente “representar”,
el lugar del Otro como Otro, empezando por la propia realidad: lo que se ha
llamado la mimesis maldita, que es la otra cara –la cara oculta y entrelineada que
Pasolini quiere sacar a la luz para ser totalmente “realista”- de la divina mimesis
dantesca. Alguien ha dicho que no hay en la historia del cine otro ejemplo de
poeta cineasta. La frase, escúchesela, no dice “cineasta poético”. Este último,
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Eduardo Grüner
El “progresista”, pues, ha actuado con la misma lógica que el racista (aunque, por
supuesto, para la víctima de esa lógica no sea lo mismo que lo “toleren” o que,
digamos, lo envíen al campo de exterminio): ha elegido un rasgo
completamente secundario del “otro”, un detalle casi insignificante, y lo ha
elevado a condición ontológica, a estatuto del ser del “otro”, transformándolo en tal
“otro”. Por ejemplo: se toma un color de piel y se dice “es negro” (o blanco, para
el caso); se toma una pertenencia religiosa y se dice: “es judío” (o cristiano, para
el caso); se toma una elección sexual y se dice: “es homosexual” (o “hetero”,
para el caso), etcétera. El obligatorio verbo ser figura allí como la marca misma
del famoso totalitarismo de la lengua barthesiano. Pero el “otro” es muchas más
cosas que negro / judío / homosexual o sus reversos: estas son solamente partes
de la totalidad de su ser. Tanto el progresista como el racista, entonces, han
cometido una operación fetichista: han hecho una confusión (una con – fusión)
entre la Parte y el Todo, entre lo particular y lo “universal”, entre lo concreto y
lo abstracto. Han elevado una figura retórica a constancia del Ser.
Pero, agreguemos un dato aparentemente contradictorio. Apenas un año
después de escribir esto, Sartre redacta su famoso ensayo Orfeo Negro, a modo
de prólogo para la antología de poetas negros compilada por Aimé Césaire y
Leopold Senghor, y allí hace una encendida defensa del concepto no solo
estético sino político de negritud, en términos que bien pueden ser calificados de
“ontológicos”. ¿Borra pues Sartre con el codo lo que ha escrito con la mano? No
necesariamente. Por un lado, Sartre ya ha sentado su posición en el escrito
anterior: no es posible nunca establecer una diferencia absoluta con lo que
llamamos el Otro. Pero, por otro lado, las diferencias, sean “absolutas” o
“relativas”, no son un producto de la naturaleza sino de un ejercicio del poder,
de una lógica de la dominación. En esas condiciones, al designado como Otro no
le queda otra opción que asumir como estandarte orgulloso su impuesta
alteridad, con ese gesto que Gayatri Spivak denomina de esencialismo estratégico.
Más importante aún, lo que a Sartre le interesa subrayar es que esos poetas son
el signo de una negritud que ya no le habla –o mejor, no le responde- a los
blancos; sino que, como él mismo lo dice, “se hablan entre ellos por encima de
nuestras cabezas”. Es decir: han adquirido su voz propia e intransferible, hasta
cierto punto intraducible. En palabras de Didi-Huberman, es el pasaje de los
figurantes a plenas figuras.
Es precisamente esto lo que Pasolini quisiera producir con su poesía y con su
“cine de poesía”. Me gustaría imaginar que su pregunta es la siguiente: ¿Cómo
lograr que el Otro –el viento, las luciérnagas, la lengua del borgate, el Tercer
Mundo- se haga escuchar y se haga ver por sí mismo? “Por sí mismo”: vale decir,
no solamente porque el escritor o el cineasta le de la palabra o le otorgue su
visibilidad, sino porque genere la posibilidad de que su palabra o su “figura”
comparezcan autónomamente en el diálogo conflictivo con la voz y la mirada
del autor.
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realidad para producir otra “realidad?- para crear, en efecto, el marco dentro
del cual lo real pueda hablar por sí mismo.
Pasolini quiere retener ese conflicto, dándole su lugar a ese “Otro” que también
es, para el hombre, la realidad, el universo de las cosas. Generar las condiciones
para que al menos un fragmento, un trozo, una “ruina” de lo real invada, por
así decir, el espacio “normalizado” de / por los signos. Mediante esa
“invasión”, lo real, el propio objeto, desborda al signo y recupera su autonomía
(es la “insubordinación de lo concreto contra la tiranía de lo abstracto” de la que
alguna vez habló Lukács).
Y es que, en la cultura tecnocrática neocapitalista, los objetos y la naturaleza
también forman parte de los “vencidos” de la Historia: reducidos a su mera
funcionalidad (a esa pura herramienta a-la-mano sobre la que filosofa
Heidegger), o en todo caso a su estatuto de fetiche mercantil (en el sentido de
Marx), los objetos y la naturaleza tienen un lugar análogo al de los marginales
suburbanos, los campesinos pobres, los subproletarios, los pueblos del Tercer
Mundo, y en general los cuerpos, cuya degradación a mercancía, a puro valor de
cambio, está dramáticamente expuesta en Salò. Todos esos “objetos”, así como
esas “ruinas” semióticas sometidas al etnocidio –los dialectos, las jergas, los
fragmentos en descomposición de las culturas populares y tradicionales- son
otros tantos trozos de lo “real” licuado por la tecnocracia unificadora
neocapitalista que para Pasolini es imperioso rescatar, dejar hablar y dar a ver,
en toda su dimensión de conflicto con la “modernidad”.
En algunos de sus films, el recurso –trasposición del DIL literario- al Plano
Subjetivo Indirecto se sobrepasa a sí mismo, se excede hacia una realidad
alegórica del conflicto. El cine de poesía es allí el PSI elevado a la propia
“estructura” del film. Es pues, entre otras cosas, la interacción tensa entre
imágenes y voces “históricas” y “prehistóricas”, a través de la cual el narrador
pugna por hacer consciente, para espectador que él o ella, al igual que el
narrador, no es el Otro pero de todos modos puede compartir el espacio
“heterotópico” del Otro.
Allí está el infaltable ejemplo de sus Apuntes para una Orestíada Africana. Es un
film muy extraño, un film “descompuesto”, en parte ficcional, en parte
“documental”, en parte alegoría mítica. Pensado desde el vamos, diríamos hoy,
como “deconstruible”. Por otro lado, en su conjunto, ilustra transparentemente
los puntos de vista pasolinianos en materia estética y política: una condensación
de la “prehistoria” griega (tal como está evocada en la trilogía trágica de
Esquilo) y la “modernidad” africana (la lucha anticolonial de los años 60). Y
dicho sea de paso, si no fuera por el hecho de que es Pasolini el que está
haciendo eso, podría sorprendernos que sea Europa la que esté del lado de la
“prehistoria”, mientras que es África la que está del lado de la “modernidad”.
Pero, justamente, es Pasolini el que lo hace: el choque de voces y miradas
culturales invierte los estereotipos tradicionales del eurocentrismo. Al mismo
tiempo, dentro de la “extrañeza” del film a la que aludíamos, Pasolini se toma
91
Pero no solo eso: su voz en off -desde el espacio del narrador- nos informa que
piensa usar esta secuencia, tal como la vemos, para aludir al asesinato de
Agamenón por Clitemnestra, que en la obra originaria ocurre tras los muros del
palacio, fuera de la vista del espectador. Es decir, por un lado Pasolini ha
comprendido la extrema dificultad de “representar” a “África”, y entonces su
trasposición la hace no a través de la acción “mimética”, sino de ese arte
abstracto, o no-figurativo, que es la música. Y al mismo tiempo, en cierto
sentido se toma literalmente en serio las indicaciones escénicas de Esquilo, y no
muestra el asesinato… pero lo hace escuchar, por medio de las notas
deformadas, verdaderos alaridos de angustia, del saxo del Gato Barbieri.
Esto es el “cine de poesía”: el poner en cuestión, y no meramente “representar”,
el lugar del Otro como Otro, empezando por la propia realidad: lo que se ha
llamado la mimesis maldita, que es la otra cara de la divina mimesis dantesca.
Alguien ha dicho que no hay en la historia del cine otro ejemplo de poeta
cineasta. La frase, escúchesela, no dice “cineasta poético”. Como ya sugerimos,
este último, que abunda por demás en lo que los Cahiers du Cinema llamaban
socarronamente cinema de calité , es justamente el que hace “figurar” la realidad,
incluso la más dura, revistiéndola de formas consensuadamente bellas, donde
la materia oscura, desgarrada, violenta, es estrictamente funcional a la belleza
de la forma. En otras palabras, la estetización de lo real de la que hablaba
Benjamin, o la “canallada” del travelling de Kapò de la que hablaba Serge
Daney.
El poeta cineasta, por el contrario, está decididamente del lado de la
“politización” del arte: si su “poesía” es ríspida, resquebrajada, incluso
insoportable (como puede aparecer en El Chiquero o en ese extremo que es Salò,
digamos) eso habla de un intenso amor a la realidad, que era aquella motivación
que aducía Pasolini para su pasaje de la poesía al cine. Pero es un pasaje, no una
renuncia ni una ruptura: es la continuación de la poesía por otros medios. Y es
también la demostración de que la poesía, llevada a sus últimas consecuencias,
es indefectiblemente política, así como la política en serio, la que importa (que
para Pasolini es la de la lucha de clases, de los movimientos de liberación, de la
revolución), es sustancialmente poética: no en el sentido melifluo de un
sentimentalismo poetizante, sino en el sentido de también tomarse en serio la
antigua palabra griega poiesis, que alude a un trabajo de transformación de la
realidad que produce una nueva realidad. Y que en esa nueva realidad, tal vez –
solo tal vez, porque Pasolini no apuesta ingenuamente al “optimismo de la
voluntad”- podamos volver a ver, aunque sea oblicuamente, el viento y las
luciérnagas.
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Que la Naturaleza –se escribe así, con mayúsculas– está a punto de estallar, se
ha vuelto hoy un lugar común de la corrección política progre. Y en cualquier
ideología, se sabe, hay siempre lo que Adorno llamaría un momento de verdad
(de otra manera el discurso ideológico carecería de toda eficacia): en efecto, eso
que suele nombrarse como el capitalismo salvaje –nos falta aún conocer uno
civilizado–, y que como lo explica con agudeza Fredric Jameson, ha terminado
de saturar su canibalística expansión mundial, entonces ha comenzado a
autodevorarse (y a todos nosotros con él, claro) hasta tal punto que las propias
condiciones de supervivencia biológica de la especie humana –y de todas las
demás– están en cuestión. Si uno tiene inclinaciones apocalípticas (¿y cómo no
tenerlas, con un mínimo de lucidez?) puede imaginar que asimismo ya ha
empezado, como reacción, una gigantesca venLA INVENCION DEL
DESIERTO Eduardo Grüner Un margen sin límites que acecha al Texto más allá
de sus bordes Tahar Djaout: L’invention du desert ganza de la Naturaleza: entre
terremotos, recalentamientos globales, tsunamis y tornados, ciudades enteras
con sus habitantes son engullidas en el maelstrom de los elementos que pugnan
por sacudirse de encima la tiranía de una técnica puesta al exclusivo servicio de
una lógica psicotizada de la ganancia y el poder. Una lógica que ha adquirido
vida propia, autonomizándose incluso de sus fines originarios: es la
Modernidad transformada en puro síndrome del aprendiz de brujo, o el pasaje
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al acto de las peores pesadillas kafkianas. Esa actualización –en un sentido más
o menos aristotélico– debería alterar los términos mismos del pensamiento
crítico contemporáneo. Antes, lo que teníamos –pongamos, en Heidegger, o en
la Escuela de Frankfurt, incluso a su manera en Lévi-Strauss– era la metáfora de
la Naturaleza violentada como representación del ocultamiento del Ser por el
cálculo técnico LA INVENCION DEL DESIERTO - 28 - de los entes, del triunfo
de la racionalidad instrumental tardo-capitalista, lo que fuera. Pero ya no es
más una metáfora. O, mejor: lo que tenemos es una demostración del poder
bien material de las metáforas. Por un lado, la propia Naturaleza se ha vuelto
instrumento del Poder: es lo que Foucault llamó biopolítica. Por otro, la
colonización de la Naturaleza por la Cultura es también la destrucción de la
Cultura. Y lo de colonización tampoco es una metáfora: como no podía ser de
otra manera, son los territorios ¿ex? coloniales los que –por intermedio de una
globalización tecnológica aún mucho más deformada que las de las sociedades
“centrales”– sufren las consecuencias más catastróficas, con su secuela de
sobreexplotación, pestes, hambrunas, enfermedades; y esto viene sucediendo al
menos desde mediados del siglo XIX, como hace no mucho lo demostró un
exhaustivo ensayo de Mike Davis. Como ha dicho alguien, la promesa que sí
parece que podrá cumplir el actual orden civilizatorio es la de la transformación
del planeta entero en un gigantesco desierto. Sin embargo, ¿es esta afirmación
totalmente justa con el desierto? Después de todo, el desierto es también parte
de la Naturaleza; usarlo como alegoría de la destrucción de la Naturaleza ¿no
implica aceptar el ideologema del lugar vacío, no-humano, un lugar de pre-
humanidad que volverá a ser lo que era en la post-humanidad? Pero –además
de que ese ideologema sigue dando por sentado que la Naturaleza
necesariamente está referida a la humanidad , que por lo tanto no se le reconoce
un derecho a la existencia en sí–, lo que nosotros denominamos desierto fue
siempre , en buena medida, una invención de la cultura. Y como tal, fue
siempre una función de la racionalidad instrumental para racionalizar,
justamente, muy precisas formas de dominación. Trataremos de explicarnos lo
más brevemente que podamos. * * * La metáfora espacial –y su otra cara, la
importancia del establecimiento de fronteras– tiene una larga historia, desde los
orígenes mismos de la cultura política occidental. En la República de Platón, en
efecto, la polis, la Ciudad, asiento de la Civilización, se opone simétricamente a
un afuera , a una exterioridad contra la cual también levanta fronteras rígidas:
el desierto , asiento de la Barbarie, del despotismo asiático –una denominación
que llega hasta el mismí- simo Marx– que se identifica con el espacio
indeterminado y sin fronteras. En el medio, entre ambos, está el Laberinto,
tercero en una oposición imaginaria, ideológica, entre las fronteras de la Ciudad
y la infinitud , sin límites visibles, del Desierto bárbaro. La metáfora tuvo una
carrera exitosa. La encontramos, todavía, en el Iluminismo, y en cierto sentido
ilumina, efectivamente, el pensamiento de la Revolución Francesa: en
Montesquieu, por ejemplo, el desierto es el asiento natural de la tiranía, puesto
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que en esa línea recta, sin interrupciones, el Déspota puede vigilar todo el
territorio (la democracia, por el contrario, florece en las zonas montañosas –
como Suiza, digamos– que favorecen la existencia de comunidades pequeñas,
con relaciones cara a cara). ¿Pero no estamos asistiendo hoy mismo al retorno
de esa iconografía en la oposición cósmica del Bien y el Mal espacializados en el
contraste de imágenes entre la Ciudad Civilizada –digamos, esa que ha perdido
sus dos torres– y el Desierto Bárbaro –digamos, ese que se nombra como Irak,
aunque en su propio cen- Eduardo Grüner - 29 - tro se levante nada menos que
la Ciudad de las Mil y Una Noches, una de las más civilizadas y civilizadoras
que ha conocido la historia de la humanidad–? (desde luego, lo que no se olvida
es que, casualmente, los territorios desérticos son los que suelen contener
petróleo) ¿Y no ha propuesto Slavoj Zizek, hablando de todo esto, que hemos
retornado al desierto de lo real? Como sea: ¿qué es, del Desierto, lo que tanto
fascina al Poder de la Ciudad? ¿Es, para ponernos más o menos deleuzianos,
precisamente su ausencia de fronteras, que facilita toda clase de flujos deseantes
sin rumbo fijo, que ofrece su espacio infinito a la interminable rumbosidad del
Nómade que se opone al Estado, ya que no puede ser institucionalizado,
abrochado por las grillas clasificatorias del poder citadino? Quizá: no lo
descartemos. Sin embargo, hay una hipótesis, por así decir, menos rizomática,
más terrenal. La metáfora en cuestión, dijimos, es un antiguo invento
occidental. La equivalencia Desierto = Barbarie es tributaria de la operación
ideológica que Edward Said ha bautizado como orientalismo , en virtud de la
proliferación, estrictamente paralela a la expansión colonial moderna, de los
llamados estudios orientales; por extensión, se aplica el concepto a las imágenes
ideológicas que el poder colonial construye a propósito de sus otros: imágenes
que tienden todas ellas, por supuesto, a justificar el gesto invasor que
introducirá la civilización en el desierto de la barbarie. El Desierto es una
pantalla de proyección de los deseos de dominio occidentales: se llama desierto
a un espacio que puede no tener fronteras estables como la Ciudad, pero que
sin embargo está a veces ricamente poblado por culturas milenarias y
complejas. No obstante, el poder colonial tiene que imaginárselo como un
espacio vacío, sobre el cual imprimir, proyectar, su propia película, su propia
cultura identificada no con una, sino con la Civilización. Y la historia argentina
tiene, desde ya, su propia versión de este lapsus ideológico: es ese episodio
heroico conocido como la conquista del desierto. Obsérvese: el enunciado no
dice poblamiento, irrigación, forestación o siquiera colonización del desierto;
dice conquista. Pero, ¿por qué, contra quién, habría que conquistar un espacio
desierto? Empezar por nombrar ese lugar como ya desierto no es más que
anticipar en la enunciación el acto real de vaciamiento de ese espacio por el
exterminio físico y el etnocidio ideológico de los cuerpos que lo habitan. * * *
Esto ya está, a su manera, en Sarmiento como en Alberdi. Es la asociación casi
automática de la Ciudad con la utopía de una sociedad perfectamente ordenada
y racional, opuesta al caos de la Naturaleza. Por supuesto: en ellos –así como en
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los iluministas y positivistas cuyo ejemplo siguen– está presente con la misma
fuerza, en tanto elemento constitutivo de la utopía urbana, un valor que estaba
completamente ausente de la concepción política clásica: la idea del progreso ,
de la infinita perfectibilidad de la naturaleza humana dentro del proceso de
incremento civilizatorio. Pero el progreso sólo es concebible, precisamente,
como contenido en los límites del orden civil. La bandera comtiana de Orden y
Progreso pues, recibe su decodificación exacta como progreso dentro del orden.
Lo cual resulta casi en una tautología: sólo es verdadero progreso lo que se
atiene a tal orden. Del otro lado está el desierto inmóvil, salvo por los des- LA
INVENCION DEL DESIERTO - 30 - concertantes cambios de posición de las
dunas movidas por el viento eterno. Pero eso, desde ya, no depende de la
voluntad planificadora de los hombres, de una voluntad de poder óntica, diría
Heidegger: el desierto es el Ser librado a su propia espontaneidad. Tal vez esta
utopía esté más explícitamente tematizada en un texto semi-satírico como
Argirópolis –que, entonces, adquiere el estatuto de un cierto lapsus–, pero toda
la obra de Sarmiento está atravesada por la herencia de inspiración utópica que
han dejado el racionalismo, el iluminismo y, con más ambivalencia, el
positivismo europeos. La vida de Cicerón, la autobiografía de Benjamín
Franklin, los escritos flamígeros de Thomas Paine lo llevaban a fusionar la polis
y la civitas con el ejemplo de la república norteamericana: utopía retrospectiva e
imitativa, capturada a través de la mediación letrada, pero que era la
contrapartida –de manera similar a lo que había sucedido en las naciones
avanzadas– de la necesaria construcción de una sociedad burguesa racional. Ya
se ve aquí despuntando la cuestión que va a culminar en la generación del 80: la
de la invención de un país, de arriba hacia abajo, allí donde no había una
sociedad que hubiera seguido la vía clásica del capitalismo –del campo a la
ciudad, por un lado; de la sociedad civil a la política, por el otro– que
identificaba Marx en Europa, casi exactamente en el mismo momento en que
Sarmiento escribía el Facundo. Se trata de inventar Una Nación para el Desierto
Argentino, según eficaz título de un libro de Tulio Halperín Donghi. Por
contraste, el universo indio y criollo (el espacio desierto y por lo tanto bárbaro)
es la anomalía anacrónica de la historia real a la que debe oponerse –siguiendo
la huella de los grandes utopistas– la modelización del futuro, la planificación
del progreso. Y en ella, el paradigma de la Virtud grecorromana antigua, tal
como se retoma en las utopías ilustradas, ocupará siempre un lugar de
privilegio. La naturaleza de la barbarie que conforma esa realidad (así lo
pensaban Montesquieu, Tocqueville, Guizot, para el despotismo oriental: ¿por
qué Sudamérica habría de ser distinta?) está determinada por la extensión
inaudita y la consiguiente ausencia de sociabilidad; es decir –reescribiríamos
hoy, gramscianamente–: por una sociedad civil casi inexistente, débil y
gelatinosa. Como las arenas del desierto, digamos, que giran en remolinos
informes. Para que esa sociedad civil exista y se consolide, se requiere no sólo
un Estado organizado meticulosamente, sino una cultura urbana
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todo quede allanado como contingencia personal, aunque para llegar a esta
forma tenga que partirse de un sentimiento o de una conciencia de la
participación personal en un orden absoluto. Se perciben claramente, aquí, los
dos componentes centrales del socialismo utópico: la voluntad de una
planificación meticulosa de la vida de la polis, de manera que el factor
subjetivo, impredecible y cambiante, pueda ser reducido al mínimo; y en
segundo –y complementario– término, la consideración de los problemas
humanos en general, y políticos en particular, privilegia los valores de la
comunidad y la asociación por sobre los individuos. El desierto queda
nuevamente en el medio, o lisa y llanamente afuera, como el no-lugar donde
toda vida comunitaria es imposible, o bien es la barbarie pre-social, que sería
mejor que no existiera. Es –como diría Louis Dumont– el triunfo de la
perspectiva holista sobre la individualista: el eje del pensamiento orgánico no es
ya el individuo abstracto y autónomo –como en el racionalismo y el
contractualismo clásicos– LA INVENCION DEL DESIERTO - 32 - sino el socius,
el ente colectivo integral dentro del cual recién es posible y concebible el
verdadero sujeto. Curiosamente, aquí parece colarse también algo de ese
organicismo comunitario que –como lo ha señalado Richard Morse– es más
propio de la ambivalente herencia cultural hispánica (tan rechazada por
Sarmiento y los progresistas) que de la anglosajona o incluso la francesa
ilustrada: ¿será otro lapsus? Sea como sea, del principio de los derechos del
hombre y del ciudadano se pasa al principio del orden orgánico, imprescindible
como condición de posibilidad de la existencia individual. Esta es la idea de
socialismo en las utopías de Saint Simon y Comte –que no deja de tener un
cierto parentesco con la noción de voluntad general de Rousseau–: por encima
del ser individual está el ser colectivo, sujeto a una lógica propia y autónoma, a
un complejo determinismo, que sin embargo puede planificarse, modelarse por
la racionalidad aplicada. En el fondo, lo que hay detrás de la metáfora del
Desierto es esta vocación –profundamente utópica e idealista– de una
omnipotencia de la Razón que puede hacer borrón y cuenta nueva, que puede
fundar una realidad ex nihilo, sobre el vacío de lo actual. Pero, ya se sabe: lo
reprimido retorna. ¿No escribe acaso Roberto Arlt, a principios de los 30 –
cuando ya se han apagado los fulgores del Centenario y el sueño de la Gran
República se ha encontrado con la hora de la espada– un texto llamado,
casualmente, El Desierto entra en la Ciudad? * * * Pantalla de proyección,
decíamos más arriba, y película. Hollywood ha mostrado una y mil veces la
ecuación Desierto = Barbarie, y la consiguiente justificación ideológica del papel
civilizador de occidente. Empezando por los desiertos propios, claro, que en la
gran tradición del western previo a la pérdida de la inocencia son el marco
natural del American Dream , sólo perturbado por algunas cabezas
emplumadas rápidamente barridas del mapa. Pero el desierto pronto se
transformó en un tema, en un tópico –literalmente: un lugar repetido–, en sí
mismo. El encanto de cientos de films como Gunga Din , como Las Tres
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