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ICONOGRAFÍAS MALDITAS,

IMÁGENES DESENCANTADAS

Hacia una Política “warburguiana” en la Antropología del

Arte

Eduardo Grüner
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Pequeña Introducción Impertinente (29 de enero de 2016)

El gesto disruptivo de Aby Warburg en la historia del arte no ha terminado de


ser plenamente asimilado. En primer lugar, porque esa historia académica,
convencional, conservadora, se resiste a dejarse contaminar por lo que,
parafraseando a Carlo Severi, llamaríamos una antropología conflictiva de las
imágenes, que pone en cuestión el sometimiento de la historia del arte a una
concepción lineal, serena y desproblematizada tanto del arte como de la
historia. Que no quiere ver que el arte, como la historia misma, es un campo de
batalla no decidido de antemano, del cual se puede huir pero al cual no se puede
ingresar impunemente. En ese campo de batalla hay violencias, hay fantasmas,
hay “retornos de lo reprimido”, hay fuerzas en pugna, hay poder, dominación,
resistencias. Como en la historia misma.
Afortunadamente, hay pensadores críticos del arte –de Carl Einstein a Fredric
Jameson, de Walter Benjamin a Georges Didi-Huberman, de Theodor Adorno a
Rosalind Krauss, de Mijail Bakhtin a Pier Palo Pasolini- que, cada uno desde su
propia perspectiva, han aceptado el desafío de abordar el arte como un sitio de
conflicto, como un terreno polifónico de disputa, de aquella antropología
“rebelde” de las imágenes.
En este texto nos proponemos trabajar con esas intuiciones teóricas, sin
necesariamente tematizarlas de modo sistemático ni puntillosamente fiel. No es
–aventemos falsas ilusiones- un texto sobre Warburg y / o sobre cualquiera de
los otros autores nombrados. Sí lo es, en varios sentidos, un texto a partir de él y
de ellos. Se trata de un ensayo “proto-warburguiano” que parte de ciertas
contigüidades inesperadas entre imágenes (pictóricas, cinematográficas,
fotográficas, y también ¿por qué no? “imágenes literarias”) para intentar
producir preguntas, esperamos que más o menos inquietantes, que apunten a
una potencial re-construcción de la antropología conflictiva de las imágenes,
atendiendo a su dialéctica negativa (para decirlo con Adorno) respecto de su
relación con la “realidad” (social, histórica, política, ideológico-cultural). Y
procurando, asimismo, desmarcarnos de las etiquetas al ya no tan evidente uso
académico (vanguardia versus tradición, modernismo versus postmodernismo,
y así) para concentrarnos en –si se nos disculpa el anacronismo- el fondo de la
cuestión.
Insistimos en que no se puede esperar de este ensayo respuesta definitiva
alguna: aún cuando estuviera en nuestra capacidad darla, eso sería traicionar el
espíritu warburguiano (y benjaminiano, adorniano, pasoliniano, etcétera):
contra las “certidumbres” de un pensamiento dominante que pretende que
aceptemos los hechos, sostener que el sentido de las cosas, también de sus
imágenes, está siempre por hacerse. A cualquier intento de asimilar esto al
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llamado de-construccionismo, nos permitimos responderle: No, es en cierto modo


lo contrario: construccionismo en “suspenso”. O, si se prefiere ser más
“sartreanos”: re-totalización permanente.
Dos palabras sobre el título. Iconografías Malditas es una cierta (nada original)
acuñación propia. La palabra iconografías no requiere mayor argumentación:
está usada en su pleno sentido warburguiano. Malditas, en cambio, tiene sus
complicaciones. Desde ya, no somos cultores de ningún “malditismo” –esa
coqueta coartada para disculpar cualquier desaguisado injustificable-; aquí
usamos el término en su estricto (si bien ambiguo) sentido etimológico: para
hablar de imágenes –también “teóricas”- que en general han sido mal dichas por
las hermenéuticas “oficiales”, y a las que debería permitírseles abrirse a su
propio retorno de lo reprimido, a su lado más oscuro y “sedicioso”.
En cuanto a Imágenes Desencantadas, confesamos públicamente (aunque
suponemos que ante un público reducido) que es un alevoso y premeditado
robo. Si se quiere ser más indulgente con nosotros, aceptaremos un cambio de
carátula por la de préstamo compulsivo. Se trata de repetir literalmente, con
apenas una módica reducción que queda implícita, el título de un libro
maravilloso, casi clandestino, de Theodore Ziolkowski (Imágenes Desencantadas.
Una Iconología Literaria, Madrid, Taurus, 1980), en el que las estatuas vivientes,
los retratos hechizados y los espejos mágicos –todas buenas metáforas para las
imágenes de la cultura- revelan, por detrás de su “encantamiento” puramente
imaginario, una insospechada relación con lo real, incluyendo su componente
siniestro. Es lo que (alguna vez) quisiéramos hacer también nosotros, de allí que
nos hayamos animado al delito: si la propiedad es siempre un robo, el robo
puede a veces ser un homenaje.
Finalmente, dos palabras más sobre el / los texto / s. La vacilación entre el
singular y el plural quisiera dar cuenta de una operación de ¿cómo llamarlo?
montaje. Cada capítulo del libro proviene –con muchas mediaciones- de algún
texto o mezcla de textos que –borgianamente dicho- hemos cometido en algún
pretérito próximo o remoto. Ese conjunto heteróclito (artículos publicados o
inéditos, conferencias, clases, apuntes, intervenciones en “mesas redondas” no
siempre de caballeros, etcétera) ha sido sometido, sin embargo, a revisiones y
reescrituras varias, a algunas mínimas invenciones nuevas, y a un intento de
ensamblaje y remisiones mutuas que podría, quizá, otorgarle al libro una suerte
de (no diremos “unidad”, concepto que en la escritura es tan ilegítimo como en
la política) atenuada dispersión, para que al menos algún aire de familia
resguarde cierta insistencia de las (escasísimas) ideas propias.
Renunciamos pues, con mucho gusto, a citar los “originales”: por un lado, en
muchos casos nos sería imposible, ya que no hay de dónde citar (por no decir
que no hay “originalidad”); por el otro, defenderemos la tesis de que aún los
textos “citables”, cuando se los pegotea aunque fuera torpemente, producen un
texto relativamente nuevo. Ya decía Sergei Eisenstein que un film, en definitiva,
se hace en la mesa de montaje. Y ya decía Miles Davis que el jazz no es un
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“contenido” musical, sino una manera de tocar: ¿por qué la ensayística habría
de ser menos (o más)?
Tan solo me queda agradecerles, muy sentidamente, a mis amigos Guillermo
Saavedra y Raúl Illescas, y a la Oficina de Publicaciones de la Facultad de
Filosofía y Letras (UBA), que sigan cometiendo despropósitos como la
publicación de lo que sigue.
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1. DE ÍCONOS Y CONTORSIONES

1.

El arte (occidental y moderno, es decir post-renacentista) ha conquistado su


autonomía del “culto” –afirma Benjamin- al precio (valga la palabra) de
transformarse en mercancía. Esta condición es independiente de que la obra
efectivamente se venda –la mayoría de las obras, para desgracia de los artistas,
no tienen ese final feliz-. Hay que entender por “mercancía”, aquí, una estricta
categoría “marxiana” en su dimensión más amplia: la dialéctica valor de uso /
valor de cambio, que no afecta solamente al objeto en cuestión en su
inmanencia: es, esa dialéctica, una grilla cognitiva, una lógica operacional, en
última instancia una manera –dominante, por no decir excluyente- de pensar la
realidad y de ser en-el-mundo. El “momento de autonomía” que pueda ser
reconocido resiste, sin duda, contra esa lógica. Pero –si se me disculpa el
“foucaultismo” apresurado- solo hay resistencia allí donde actúa un real poder.
La resistencia es, entonces, el síntoma de una evidencia (la del poder). No
ayudamos a la causa del arte autónomo negándola: al contrario, lo hacemos
sabiendo que el arte es un campo de tensiones, y que tiene que luchar para
afirmar, todo el tiempo, su propia evidencia, que nunca está dada de una vez
para siempre: “Ha llegado a ser evidente que nada referente al arte es evidente:
ni en él mismo, ni en su relación con la totalidad, ni siquiera en su derecho a la
existencia”.
Esta, como se recordará, es la primerísima primera frase de la Teoría Estética de
Adorno. Y es también, posiblemente, una de las más famosas de su autor –con
excepción, claro, de la celebérrima sobre la poesía después de Auschwitz-. No
es, sin embargo, un enunciado precisamente sencillo de entender. Con un gesto
típico (en él), Adorno empieza por postular la negatividad de toda evidencia
sobre el arte. Y que esa postulación encabece un libro llamado precisamente
Teoría Estética no es la menor de muchas de esas perplejidades que el autor
prodiga. El arte sólo puede ser experimentado en tanto in-evidencia, en tanto
ausencia de su “relación con la totalidad”, pero ausencia que no por ello le
otorga una existencia “en él mismo”, un en-sí de autonomía plena respecto del
mundo. Contra lo que una lectura apresurada podría inducir, Adorno no es un
cultor, menos aún un defensor, de la autonomía del arte. “Arte” es un concepto,
no una materialidad concreta; si fuéramos a hacerlo coincidir con esta última,
estaríamos irremediablemente atrapados en ese pensamiento identitario que es la
ideología dominante de la moderna sociedad administrada, y desde luego de la
lógica instrumental de la industria cultural.
6

Propongo entonces que es imposible, no digo comprender, sino siquiera acceder


al recinto laberíntico de la teoría adorniana del arte, sin tomar en cuenta que el
fundamento de ese edificio es la oposición –que no quiere decir ausencia de
relación, sino lo contrario- entre arte y obra de arte. La negatividad y la no-
evidencia del arte está señalada, pues, por la singularidad del “momento
autónomo” de una obra, que impide su identidad con la totalidad del concepto
“arte”. La relación de no-identidad entre la obra y el concepto de “arte”: eso es,
en Adorno, el arte.
El arte, sin duda, puede ser “superado” en tanto pura Idea, como pretendía
Hegel; pero, para Adorno, no lo será por otra Idea superior, sino, para decirlo
brutalmente, por sus propios objetos singulares, materiales. Es decir: por las
obras de arte. O, con más precisión: por los momentos de autonomía expresiva de
ciertas obras de arte, que si bien no podrían prescindir de su confrontación con
el Concepto, no pueden ser reducidos a él: representan esa “insubordinación de
lo concreto contra la tiranía de lo abstracto” que ya invocara el joven Lukács,
aunque luego extraviara ese impulso inicial por tortuosos caminos.
Esto no significa en absoluto –como también se ha malentendido a veces- que
para Adorno la reflexión sobre la obra de arte sea un sustituto para la filosofía.
Al contrario: es el momento heterogéneo al propio pensamiento, que lleva al
pensamiento más allá de sí mismo, al encuentro con su “otro”, con su límite,
pero también con su apertura a la alteridad; ya decía Kant –a quien sin duda
Adorno regresa, pero desde este lugar otro – que el pensamiento debe tener
barreras para poder ver lo que hay más allá de ellas. Pero, dialéctica obliga. Lo
contrario también es simultáneamente verdadero: para poder constituirse en esa
“barrera” de negatividad ante el Concepto, la obra tiene que ir más allá del arte,
tiene que trascender su condición de pertenencia al concepto y a la “institución”
Arte, para apuntar a un “contenido de verdad” trans-estético , desbordado hacia
el mundo circundante. Esto podría casi constituir un truismo fenomenológico.
Como diría Mikel Dufrenne, “que el fondo sea garantía de la forma no significa
sino que el mundo es el garante del objeto”1. Pero Adorno agregaría que el
objeto, la obra de arte, socava las bases mismas de su propia garantía: el mundo
queda a la vez admitido y cuestionado por el propio proceso de producción de la
obra, que es el “producto anti-social de la sociedad”.
Por lo tanto la trans-esteticidad de la obra (que debiera liquidar definitivamente
toda “estetización” del mismo arte, y no sólo de la política en el sentido de
Benjamin), la trans-esteticidad de la obra, decíamos, implica un afuera del arte
que no obstante no anula su momento de autonomía, sino que lo requiere como
función negativa de su no-identidad mimética. En la Teoría Estética, es cierto,
puede leerse lo siguiente: “Allí donde el arte se experimenta en forma
puramente estética, deja de ser experimentado incluso estéticamente”. Pero
entonces –y nuevamente, dialéctica obliga-, esa última cláusula, la que reza
1
Dufrenne, Mikel (1953): Phenoménologie de l’Experiénce Esthétique, Tomo I: L’objet Esthétique ,
Paris, P. U. F., pág. 201
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“incluso estéticamente”, autoriza el reverso del enunciado: allí donde el arte es


experimentado solamente de manera trans-estética, en la aprehensión de su
“contenido de verdad”, este también se pierde en el mundo. Se trata entonces
de trascender la apariencia estética desde ella misma, para que el “contenido de
verdad” pueda ser aprehendido en el mundo usando la obra como mediación,
como negación determinada del propio mundo que es él mismo la negación
determinada del arte “puro”.
Y bien, me propongo ensayar ante –y con- los dudosos lectores, algunos
ejemplos de esa trans-estetización que podrían, presumiblemente, funcionar
como matrices o modelos singular-concretos (es decir, no generalizables al
“concepto” ni a la “institución”-Arte) de un desborde de la obra sobre el mundo
de lo “cultural”, en el sentido más estrictamente antropológico, incluso
etnográfico. Y me propongo hacerlo desde -o mejor, partiendo de, aunque no
circunscribiéndome a ella- la perspectiva de Aby Warburg, con la aviesa
intención de sugerir que una (anti)Estética consecuentemente “adorniana”
presupone una política warburguiana de la obra.

2.

Suponemos que se nos aceptará que sería difícil encontrar una obra que
tradujera con mayor exactitud la representación institucional, la Imago “oficial” del
así llamado “Renacimiento”, que El Nacimiento de Venus de Sandro Botticelli.
Allí está, en efecto, la elegancia pasmosa, la belleza inaudita, el equilibrio
preciso, la pureza angélica de una composición renacentista perfecta, tanto
desde el punto de vista geométrico como del poético. ¿Era sin embargo necesario
–podemos preguntarnos, siguiendo una sugerencia de Warburg- tanto
movimiento en distintas direcciones de las ropas de los personajes o de los
cabellos de la protagonista central? ¿No es el retorcimiento de esas telas un poco
demasiado crispado e incluso violento en el contexto enormemente plácido de la
escena? ¿No es extraño que el viento que empuja ese movimiento (y del cual no
podríamos tener duda: vemos al mismísimo Eolo exhalando) parezca soplar en
dos sentidos contrarios, como apuntando hacia afuera desde ambos extremos del
marco de la obra, y des-centrando sutilmente la mirada “automatizada” de la
perspectiva fijada a la altura de la mirada del sujeto contemplador? ¿No hay
aquí ya algo, aunque aún apenas perceptible, que iniciala el camino hacia el
estallido de esa mirada en, digamos, Las Meninas de Velázquez? Y más
inquietantemente aún, cuando pasamos de la iconografía a la iconología -para
emplear la terminología canónica de Panofsky-, ¿no nos sobresaltará un poco
enterarnos de que en el mito originario que la pintura explícitamente ilustra, tal
como es transcripto por Pico Della Mirandola de la Teogonía de Hesiodo, la
espuma del mar del cual surge la celestial Venus representa el semen disperso
por la sangrienta castración de Urano?
8

Es decir: la contradicción entre las dos direcciones del viento no es más (ni
menos) que la expresión formal de un conflicto irresoluble entre la Belleza y el
Horror que finalmente no deja de ser constitutivo de esa grecidad que
supuestamente “renace” en la época. Es sabido que Warburg batalla
incansablemente, durante toda su vida (en las huellas, bien distintas entre sí, de
Burckhardt, de Nietzsche, de Freud), contra un vacío formalismo que preferiría
“renegar” de esas intrusiones disruptivas, y a favor de lo que tanto Didi-
Hubermann como Carlo Severi denominan una metafórica biología de las
imágenes, que, al contrario, empuja “pulsionalmente” hacia la destrucción de la
bella apariencia para des-ocultar una “verdad” harto menos tranquilizadora.
Pero, entonces, avancemos por esta senda perdida, aunque sea a los empujones.
La belleza serena y etérea, enmarcada por la ondulación simétrica de rizos
dorados, del rostro de la Venus de Botticelli, debe atravesar la prueba del nudo
de ofidios del ritual de la serpiente de los hopi de Arizona, para llegar al rictus
amenazante, prometedor del Horror mismo, enmarcado en la ondulación esta
vez monstruosa de los reptiles que hacen las veces de la cabellera de la Medusa.
O, al menos, ese es el trayecto iconológico que postula, célebremente, Aby
Warburg, para mostrar que la pretendida homogeneidad lineal que propone la
historia del arte a partir de Vasari oculta sinuosidades serpenteantes , violencias,
conflictos y aún espantos, que un golpe de mirada quizá contingente pero
atento al detalle singular y “anómalo”, a esa particularidad expresiva
inquietante que Warburg denomina el Pathosformell , puede revelar otra huella:
la de un retorno de lo reprimido por una (ideo)lógica de la totalidad armónica que
busca, precisamente, desplazar de la vista el dislocante punctum -como diría
Roland Barthes- que desarticula el elegante studium del conjunto cerrado sobre
sí mismo.
El Nachleben, la “supervivencia” (pero hay que entenderla no como mera
rémora, sino como incubus, como captura “vampírica” o sobrevida zombie de lo
pasado-siniestro en la imagen actual) de la cabellera ominosa de la Medusa en
el ensortijado angélico de la Venus, mediada por el nudo mítico-ritual de los
ofidios, desarticula simultáneamente –con su contigüidad inesperada, su
metonimia sorpresiva- tanto una visión convencionalmente hegemónica del arte
del Renacimiento como una concepción de la cultura, y de la historia, que
quisiera mantener separados, en sus compartimentos asépticos e
incontaminados, lo “primitivo” de lo “evolucionado”, lo “arcaico” de lo
“sublime”, lo “monstruoso” de lo “bello”. Cito nuevamente a Didi-
Hubermann: “¿Qué clase de objeto encontraba Warburg en este terreno de
experiencias? Algo que probablemente seguía estando –era 1895- innominado.
Algo que fuera imagen, pero también acto (corporal, social) y símbolo (psíquico,
cultural). Una sopa de anguilas teórica, en suma, un amasijo de serpientes…” 2
Aquí las temporalidades histórico-culturales se cruzan y entran en conflicto, los
opuestos se unifican en esas constelaciones tensas de las que hablaba Benjamin,
2
Didi-Hubermann, Georges (2009), op. cit., pág. 39
9

las diacronías lineales se hacen sincronías conflictivas. La “supervivencia” que


desarmoniza la apariencia, decíamos recién, no es un mero rezago cultural: es
un fantasma, o es la figura vampírica del muerto-vivo , del Un-dead , del No-
sferatu cuya sombra acecha dentro mismo de lo heimlich , lo “familiar”,
confortable y acogedor, del hogar de la belleza estetizada.
La operación warburguiana es, pues, en un sentido amplio pero estricto de la
palabra, política. Quiero decir: una interpelación a la polis, “ciudad” hecha
también, y quizá principalmente, de representaciones de rostros y cuerpos, y
que quisiera no tener que hacerse cargo de sus propias monstruosidades, de la
cuota de barbarie que está inscripta en su “civilización”, según el famoso dictum
de Walter Benjamin.
Warburg, a finales de la década del 20, traducía la consigna freudiana de Wo Es
war, soll Ich Werden (donde era el Ello, que advenga el Yo) por la frase latina Per
monstra ad astra. Como es obvio, no se trata de una traducción literal, sino, por
así decir, “alegórica”: Warburg estaba obsesionado con lo que él mismo llamaba
la dualidad siniestra (la unheimliche Doppelheit) del hecho cultural –de casi
cualquier hecho cultural-, en virtud de la cual la propia lógica que el orden
cultural instaura permite que el “caos” que la cultura se propone ordenar la
desborde por el agujero impensable de un detalle descuidado. La “belleza” que
el arte inventa –la del rostro de la Venus, por ejemplo-, permite que el terror
que esa belleza debería “reprimir” estalle a través de ella. Sin duda –si
atendemos a las influencias neokantianas, aunque también a las nietzscheanas
de la pareja de lo apolíneo y lo dionisíaco, sobre Warburg- estamos ante una
inequívoca referencia a la forma de lo sublime estético.
Pero en términos de una filosofía crítica de la cultura, esa referencia es igual de
inequívocamente freudiana. Y no solamente porque Warburg cita
explícitamente aquella consigna, sino porque la famosa fórmula warburguiana
del Pathosformell , el “modelo de sensaciones” que “retorna” insistentemente a
través de la historia de las representaciones, adopta para él, en la obra de arte, el
estatuto de un síntoma de compromiso entre la belleza y el horror, entre el cosmos
cultural y el caos pulsional, que hace de la obra el exemplum de una psicología
social de la expresión a la que podría ser traducida la entera historia de las
imágenes, y que a su vez traduce la “tragedia de la cultura” (como hubiera
dicho Simmel), es decir su constitutivo mal-estar.
Pero volvamos a nuestra Venus medusante. Si, para repetirnos, las ondulaciones
de su cabellera pueden remitir –retorno del Pathosformell mediante- a los
literales serpenteos en la cabeza de la Medusa, también remiten, decíamos, al
ritual de la serpiente hopi , que Warburg ha presenciado y fotografiado, y cuyas
imágenes son incorporadas al célebre Atlas Mnemosyne , ese centenar de
panoplias en las que Warburg yuxtapone –en un montaje aparentemente
caprichoso- iconografías extraídas de las más diversas fuentes de la historia,
desde reproducciones de grandes obras del Renacimiento hasta avisos
10

publicitarios, pasando por ilustraciones de libros de anatomía clínica o


astronomía ptolomeica.
Allí, las imágenes de las serpientes entremezcladas inquietantemente en el pozo
donde se realiza el ritual pueden hacer serie de contigüidad con los rostros de la
Venus y la Medusa, pero también con los dibujos que había realizado Paul
Richer para Charcot –destinados a ilustrar todas las complejas retorsiones
corporales, dignas de un ballet frenéticamente coreografiado, observables en las
“crisis histéricas” de la época- y con la Figura Poseída de Rafael, la Danza de San
Vito de Brueghel, las Ménades danzantes de las vasijas griegas o las horrendas
contorsiones de los cuerpos de Laocoonte y sus hijos en los anillos de la serpiente
del anónimo romano del siglo III a. C.
Y es que las serpientes que “danzan” sobre el rostro de la Medusa se duplican ,
precisamente, en las contorsiones de los cuerpos que parecen imitarlas, ya fuera
por la mimesis a la que obliga el objeto del ritual hopi, por la posesión extática
descontrolada en el trance histérico, por las contorsiones desesperadas para
escapar del abrazo siniestro del monstruo. Georges Didi-Huberman propone el
concepto de coreografía de las intensidades para referirlo al Pathosformell común a
estas imágenes3, cuya iconicidad es la del “amasijo serpenteante”, pero cuya
remisión cultural más “arcaica” es a esa exuberancia trágica (así la llama el autor)
que Nietzsche nombraba como lo dionisíaco, donde efectivamente son los rostros
en rictus y los cuerpos contorsionados por el éxtasis de la posesión los que
figuran el movimiento espasmódico de una oposición a la “normalidad” de la
polis .

3.

Regresamos pues a la dimensión política de estas “coreografías de la


intensidad”. Y esto no es una mera ocurrencia nuestra. Es uno de los más
grandes eruditos contemporáneos en la religiosidad griega antigua, Walter
Burkert, el que ha llamado la atención sobre el hecho de que “el estallido social
y la revolución pertenecen a la propia esencia de este dios” (refiriéndose, por
supuesto, a Dionisos)4.
Este significado dramáticamente “subversivo”, o, al menos, de interrogación
crítica a la normatividad de la polis está, por supuesto, presente con toda
evidencia en la última de las grandes tragedias de Eurípides, Las Bacantes , en la
que nuevamente, la “crisis histérica”, la posesión extática, el desencajamiento
de los rostros y las contorsiones convulsivas de los cuerpos de esas mujeres que
descuartizan y canibalizan el cuerpo de Penteo –y que sean precisamente
mujeres, es decir excluidas de la ciudadanía legal, no puede ser un dato
3
Didi-Huberman, Georges: L’Image Survivante. Histoire de l’Art et Temps des Fantomes selon Aby
Warburg, Paris, Minuit, 2002, pág. 249. Cfr., también, Severi, Carlo: “Warburg antropólogo…” , en Il
Percorso e la Voce. Un ‘antropologia della Memoria , Torino, Einaudi, 2004
4

Burkert, Walter: Greek Religion , Harvard University Press, 1985, pág. 290
11

azaroso- reenvían inevitablemente, una vez que se nos ha hecho visible esa
contigüidad, al “amasijo de serpientes” devoradoras de la autoridad de la
cultura.
Pero, entonces, ¿podemos ver en esos rostros desencajados, en esos cuerpos
contorsionados, un índice, o tal vez un síntoma (también en su estricto sentido
“freudiano”) de lo que “anda mal” –incluso de lo que siempre anduvo mal- en
la cultura? ¿Podemos, sin forzar excesivamente la marcha, darles el valor de un
Pathosformell “contracultural” en toda su politicidad coreográficamente intensa?
Hay que cuidarse, se sabe, de las sugestiones apresuradas, “fascinantes”. Sin
embargo, puestos en buenos warburguianos buscadores de asociaciones
inesperadas, no pueden dejar de aparecérsenos pasmosas las analogías entre,
por un lado, esas imágenes de las ménades, las bacantes, los practicantes del
ritual de la serpiente, e incluso las histéricas de Charcot, y por otro –citando un
poco al azar- las registradas en la década del 30 por Michel Leiris sobre los
rituales de posesión Zar en Gondar (Etiopía)5, o por Alfred Métraux en la
década del 40 sobre los rituales vodú en Haití6, por Ernesto de Martino en la
década del 50 sobre los rituales del tarantismo de los campesinos de Apulia en
el sur de Italia7.
En todos estos casos tan separados en el tiempo y el espacio como diferentes en
cuanto a sus contextos culturales, la interpretación de esos grandes
antropólogos, aunque desde perspectivas teóricas muy distintas, es
ampliamente coincidente: la “psicología social de la expresión” de esos rostros
crispados y esos cuerpos convulsivamente serpenteantes –en fin, de esas
“coreografías de la intensidad”- denuncian en acto un “malestar” de la propia
cultura: eso que Ernesto de Martino denomina una crisis de la presencia social,
bajo la cual se ha precipitado en el vacío, en la Nada, la relación del sujeto con la
simbolicidad comunitaria, con ese “orden cultural” que, perdido o estallado su
sentido, arroja nuevamente en el “caos”8.
La “coreografía de las intensidades” tiene allí una doble función: por un lado, la
de expresar con sus contorsiones esa precipitación en el vacío de significación;
por el otro, y simultáneamente, la de restaurar desde ese vacío un orden
simbólico. De Martino habla, a este propósito, de una recuperación de la presencia
que implica en sí misma una producción cultural ; los rostros y cuerpos dislocados
están allí como si dijéramos suspendidos entre el mundo desaparecido y el
mundo por venir: están, pese a los desbordes convulsivos u orgiásticos,
“dionisíacos”, contenidos por un “cronotopos” fuera del espacio y el tiempo
normales, un umbral liminar (como lo llamaría Victor Turner hablando de los
5

Cfr. Leiris, Michel: Miroir de l’Afrique , Paris, Gallimard, 1996


6

Cfr. Métraux, Alfred: Vodú , Buenos Aires, Sur, 1963


7

Cfr. De Martino, Ernesto: La Terra del Rimorso. Il Sud tra Religione e Magia , Milano, Il Saggiatore,
1997
8
Cfr. De Martino, Ernesto (1961): La Terra del Rimorso , Milano, Il Saggiatore
12

ritos de iniciación 9), que es ni más ni menos que el no-lugar y el no-tiempo de lo


sagrado, que muy bien puede conducir –momentánea o definitivamente- a la
locura. Es el lugar –y el tiempo- en suspenso en el que todavía no está decidido
si lo que sigue es el sacrum o el tremendum (en un capítulo ulterior hablaremos
más extensamente de esto).
Pero, atención: significantes como “restauración” o “recuperación”, o por cierto
“sagrado”, no deberían hacernos creer que se trata de un impulso conservador.
Al contrario: se trata de una nueva producción cultural, de una instancia
fundacional donde el conflicto consigo mismo que atraviesa el rostro y el cuerpo
expresan el doloroso parto de un volver a empezar de la cultura. Ya lo decía,
para volver a él, el propio Eurípides en Las Bacantes: “Y para las cosas que eran
inesperadas, el dios ha encontrado un nuevo camino”. Jan Kott traduce
espléndidamente: “El cosmos ha vuelto al caos para que todo pueda comenzar
de nuevo”10 . Cuerpos y rostros se tornan bacantes para mostrar que está vacante
el lugar de una nueva polis. Vuelven a ser “el lugar y el tiempo de un lenguaje,
de un orden simbólico”11
Pero, entonces, ¿no se ve que estas representaciones de la “coreografía de las
intensidades” son, como decían Burkert o Kott en relación al “dionisismo”, algo
así como un movimiento político en el que se juega en última instancia la
existencia misma de la polis, de la comunidad como tal? Y ese es, por supuesto, el
significado último de tantas de las tragedias griegas, notoriamente la Antígona
de Sófocles, así como –acabamos de verlo- Las Bacantes de Eurípides. Pero
también lo es el de muchas, y muy diversas, de las imágenes de rostros
crispados y cuerpos perdidos en el “amasijo de serpientes” de los que
hablábamos hace un momento. El ejemplo paradigmático, si se me permite
hacerlo retornar, es el del ritual vodú haitiano. Y esta “voluntad de retorno”
está hecha con toda (mala) intención, desde ya. Pasado el año 2010 en que en
toda Latinoamérica se celebró “ditirámbicamente” el bicentenario de nuestros
movimientos de independencia, conviene recordar que estábamos
considerablemente atrasados en nuestros fastos: en efecto, la primera, por lo
tanto la fundante, y por muy lejos la más radical de esas revoluciones
independentistas, la única en la que fue la clase y la etnia más explotada y
degradada la que expulsó a una de las mayores potencias coloniales de la
época, no fue en 1810 sino en 1804: a saber la revolución haitiana, en la que –por
primera y única vez en la historia humana- los esclavos africanos, liberándose a
sí mismos, al sangriento precio de 200 000 muertos, tomaron el poder político y
fundaron una nueva nación. Que nadie en Latinoamérica haya concebido la
idea de festejar el bicentenario en el 2004 sería motivo de otras amargas

9
Cfr. Turner, Victor: La Selva de los Símbolos , Mexico, Siglo XXI, 1980
10
Kott, Jan: Divorare gli Dei. Un’interpretazione della Tragedia Greca , Milano, Mondadori, 2005, pág.
230
11
Le Breton, David: Rostros. Ensayo Antropológico, Buenos Aires, Letra Viva, 2010, pág. 133
13

reflexiones. O negras reflexiones, si se me disculpa el chiste de mal gusto. En


este momento, no obstante, lo que me importa señalar es el rol absolutamente
decisivo que tuvo para el estallido de esa revolución la gigantesca ceremonia
vodú celebrada por los esclavos cimarrones en Bois-Cayman el 29 de mayo de
1791.
No han quedado, lamentablemente, representaciones visuales de ese
acontecimiento: ¿quién hubiera podido hacerlas? Pero podríamos apostar a que
en ellas veríamos rictus y contorsiones, “coreografías de la intensidad”, muy
similares a las fotografiadas por Leiris, Métraux o de Martino, o a las del San
Vito de Brueghel, la figura poseída de Rafael o las histéricas de Charcot, las
ménades o las bacantes, y más aún las del ritual de la serpiente de Warburg, ya
que también en el ritual vodú la serpiente tiene un rol protagónico.
Y, por supuesto, aquí está expresada con toda transparencia la significación de
una recuperación política de la presencia, ya que se trata literalmente de liberar a
esos cuerpos de la esclavitud mediante sus convulsiones y hacerlos, como se
dice, “dueños de su propio destino”. Una vez más, no es una ocurrencia
nuestra. Otro notable antropólogo, Luc de Heusch, ha retomado recientemente
los trabajos de Métraux para indicar cómo ese ritual vodú forzadamente
inmigrado de África –principalmente de Dahomey-, sincretizado y
transformado en América, conservó no obstante sus intensas coreografías
básicas, que en esa noche fundante de 1791 pudieron llevar a cabo, diría de
Martino, una novísima “producción cultural”12 .

4.

Quedaría, sin embargo, para completar esta perspectiva, un señalamiento que


sólo podemos hacer muy breve y esquemáticamente. Las fotografías de esos
antropólogos, las pinturas de Rafael o de Brueghel, los dibujos “charcotianos”
de Richer, las ménades de las vasijas griegas, o lo que fuere, son desde luego
imágenes, o, como suele decirse, “representaciones”. A decir verdad, deberíamos
hablar de representaciones de representaciones, de meta-representaciones, en el
sentido de que los rictus, las contorsiones corporales o las coreografías de
intensidad de las que hemos estado hablando son ya, en muchos casos si no en
todos, “representaciones”: en otras palabras, tienen un elevado, a veces
sofisticadísimo, estatuto de ficción (una palabra que, va de suyo, no debería
confundirse con la mentira). Para empezar, el propio y orgiástico ritual
dionisíaco tuvo que hacer subir sus cuerpos –incluida la máscara, ese hypokratés
que los latinos traducirían por persona – al escenario, para que la catarsis pudiera
funcionar políticamente en las gradas de la polis, por fuera de los cuerpos
convulsionados. Y es sorprendente leer cómo tanto Leiris como Métraux o De
Martino descubren y describen el carácter de parcial fingimiento (otra vez, en el

12
De Heusch, Luc: Le Roi de Kongo et les Monstres Sacrés , Paris, Gallimard, 2000, pág. 338
14

sentido etimológico de ficcionalización, de actuación y no de mentira) de la


“posesión” zar, la vodú o la tarantina.
Y sin embargo, esa “ficción” funciona, y la “recuperación de la presencia” se
realiza, de la misma manera que en el caso de las máscaras Katcina
clásicamente analizado por Octave Mannoni bajo la canónica fórmula del Ya lo
sé, pero aún así…13 , o el igualmente canónico análisis de Lévi-Strauss sobre el
“complejo shamánico” en El hechicero y su magia14 .
La ficción parecería operar aquí un cierto distanciamiento que permite una
proyección de los rostros y cuerpos multitudinarios sobre un Otro que ejerce un
relativo control sobre los rictus y convulsiones “involuntarias”. Es, un poco, el
modelo de la Psicología de las Masas de Freud: la masiva identificación vertical
con el líder permite atenuar la in-diferencia(ción) horizontal de la masa. Frente a
la ficción del Otro, los cuerpos y los rostros tienden a volverse más dis-cretos. La
modernidad, al menos idealmente, radicaliza el efecto con la cada vez mayor
producción de distancias de todo tipo. Como dice David Le Breton: “La
promoción del individuo en el escenario de la historia es contemporánea de la
sensación aguda de poseer un cuerpo y la dignidad de un rostro que declara
ante todos su humanidad y su diferenciación personal a la vez (…) La
definición moderna del cuerpo implica una triple retracción: el hombre se
separa de los otros (estructura individualista), de sí mismo (dualismo hombre-
cuerpo), y del cosmos (que se convierte simplemente en «medioambiente» del
hombre). El cuerpo es un resto. Pero ese resto da rostro al individuo (…) El
rostro cobra vida gracias a una conciencia individual” (fin de la cita) 15.
Bien. Pero no desestimemos el retorno de lo reprimido de ese resto corporal. Por
un lado, la proyección sobre ese Otro virtual que es la pantalla del televisor o de
la computadora tiende a llevar al extremo la anulación de los cuerpos
materiales en su función política; por el otro, una cierta reacción contra esa
extremidad de la individuación –del hombre amputado de sus otros, como
también dice Le Breton- busca recuperar alguna “coreografía de las
intensidades” en el espacio público. La tensión entre, digamos, Facebook y la
presencia física en el ágora resume bien la indecidibilidad del momento político
actual, su carácter “liminar” de suspenso. El llamado “arte callejero”, desde las
siluetas en el piso que evocan los cuerpos ausentados (en el famoso Siluetazo)
hasta los stencils en las paredes que denuncian los rostros de los ausentadores,
a veces también estableciendo intercambiabilidades quizá discutibles pero en
todo caso con su propia eficacia, parecen proponer una nueva forma de re-
presentar la cabeza de la Medusa sobreimpresa al rostro de la Venus. Al igual
13

Mannoni, Octave: “Ya lo sé, pero aún así…”, en La Otra Escena. Claves de lo Imaginario , Buenos
Aires, Amorrortu, 1979
14

Lévi-Strauss, Claude: “El hechicero y su magia”, en Antropología Estructural , Buenos Aires, Eudeba,
1969.
15

Le Breton, David: op. cit., pág. ¿?


15

que nuestros cuerpos, las memoriosas panoplias de Aby Warburg, casi por
definición, estarán siempre in-completas.
En efecto, el “retorno” del Pathosformell, más bien que a completar una ausencia,
o a “llenar un vacío” –como se dice- viene a producir la ausencia y el vacío allí
donde la imagen parecía plena, completa. En su texto sobre el Trauerspiel, el
drama barroco alemán, Benjamin habla del “alegorista” como de un nuevo tipo
de “arqueólogo” que no se limita, sobre la base de las ruinas que encuentra, a
reconstruir el templo antiguo tal cual era en su propio contexto histórico, sino
que, justamente, hace ruinas de ese sentido naturalizado, convencionalizado,
para proyectar esas ruinas “tal como relampaguean hoy en un instante de
peligro” –según reza una de sus famosas Tesis sobre la Historia-.
“Warburguianamente” dicho, el retorno actual del Pathosformell “arruina” el
sentido congelado en la imagen, produciendo aquel agujero de sentido donde
creíamos haber absorbido la completud iconográfica.
Lo que se crea allí es entonces, de nuevo, una dialéctica negativa entre las
presencias y las ausencias de la imagen. A través de esa dialéctica implícita en
Warburg –que, no lo olvidemos, conserva modificado un componente kantiano-
se puede llevar a cabo, como decíamos, una conexión con la problemática de lo
sublime, especialmente bajo la cuestión de la representación de lo irrepresentable.
También, por supuesto, del Horror igualmente “irrepresentable”. Las siluetas a
que recién aludíamos vienen al caso como intento de representación de lo
desaparecido. Es decir, no simplemente de lo “ausente” –puesto que, por
definición, toda representación lo es de un objeto ausente-, sino de lo
intencionalmente ausentado, lo hecho desaparecer mediante alguna forma de
violencia material o simbólica (y frecuentemente ambas).
La elección formal de la silueta vacía es expresión de lo que Sartre –siguiendo a
Kierkegaard- llamaría un universal-singular : cada figura abstracta de silueta,
formalmente equivalente a todas las otras, representa a un o a una
desaparecido / desparecida y a todos los desaparecidos; ni la singularidad ni la
universalidad, si bien sobreimpresas una a la otra, pueden no obstante ser
reducidas una a la otra, ambas desbordan su significación arrojando un resto
indecidible, un vacío de significación que debe ser construido por el espectador.
Pero hay algo más en estas siluetas, que necesariamente sobresalta –es decir,
toma por asalto – al que las contempla: ellas reproducen el recurso habitual de la
policía, que dibuja con tiza, en el suelo, el contorno del cadáver retirado,
“ausentado”, de la escena del crimen. ¿Puede entenderse esto como un gesto
político que arrebata al enemigo –a las llamadas “fuerzas del orden”- sus
métodos de investigación, generando una contigüidad, como si les dijeran:
“Fueron ustedes”? Posiblemente. Pero lo que me interesa ahora es la
comprobación del retorno de ese Pathosformell, la “silueta” que tantas veces
hemos visto como iconografía en los films o series policiales, y cuyo sentido
originario ha sido arruinado para producir sobre esos restos otra cosa.
16

5.

Esos retornos pueden a veces operar directamente sobre el vacío de la imagen.


Me permito tomar prestado el siguiente ejemplo de un artículo de John Berger.
En él, Berger describe con casi obsesiva minuciosidad una fotografía que tiene
frente a él, en su escritorio. Es la fotografía de seis militantes sindicales de
izquierda turcos, tomada en la clandestinidad, poco después de un cruento
golpe militar en 1980. Berger hace una lectura política (y duramente poética) del
momento a través de la fotografía, de la expresión de los seis rostros, de sus
manos y sus nudillos apretados, de su ropa, del ambiente que los rodea, del
brillo obcecado de sus ojos. Imagina sus pensamientos y sus sentimientos, las
canciones que cantan y los libros que leen en su escondite, cómo se comunican
con sus familias, cómo reciben alimentos y noticias del mundo exterior. A
continuación dice que ha llegado el momento de mostrar la fotografía, y aquí
está:

Ya se nos ha dicho prácticamente todo sobre ellos, pero la fotografía misma es


por supuesto inmostrable, porque sería incriminatoria. Al revés de lo que
sucedía con las siluetas, donde la imagen se ponía en lugar del cuerpo ausente,
aquí es la imagen la que se ausenta para que el cuerpo pueda seguir circulando.
En esta dialéctica entre la presencia y ausencia de imagen hay una ulterior
posibilidad: la de la intermitencia iconográfica. Esta vez tomo el ejemplo de
Frantz Fanon y su análisis del papel que juega el velo tradicional de las mujeres
islámicas en Argelia, durante la revolución anticolonial (y que puede verse
17

magníficamente ilustrado en ese film llamado La Batalla de Argelia de Gilo


Pontecorvo). Fanon explica que las tropas de ocupación francesas estaban
verdaderamente obsesionadas por convencer a las mujeres de que se quitaran
el velo, invocando razones “progresistas”, “universalistas” y hasta de
“emancipación femenina”. Pero la verdadera razón, argumenta Fanon, es que
ellos perciben perfectamente que –en la situación de opresión colonial- ese velo
que fue siempre símbolo de sometimiento de la mujer, ahora es resignificado
como signo de resistencia cultural: los conquistadores, dice Fanon, sienten que
esa persistencia en el ocultamiento del rostro equivale a una fortaleza que no
puede ser conquistada: la mujer argelina puede mirar a sus nuevos amos sin ser
mirada por ellos. Hay allí un “borramiento” de la imagen que permite que ese
cuerpo no pueda ser simbólicamente violado por el escrutinio del opresor.
Pero en una segunda etapa, el FLN (Frente de Liberación Nacional) argelino
ordena que sus mujeres, en efecto, se quiten el velo. No, evidentemente, porque
acepten el mandato de la administración colonial. Pero tampoco con la
finalidad principal de eliminar un símbolo de la opresión femenina: eso ya ha
sido completamente sobreentendido. Las mujeres se quitan el velo para hacerse
menos sospechosas, menos misteriosas a los ojos de los ocupantes;
paradójicamente, sin velo se han vuelto como si dijéramos invisibles, o al menos
no “registrables” por la mirada enemiga, y pueden circular libremente sin ser
molestadas, llevando en sus bolsos los panfletos de propaganda y las armas
para atacar a las guarniciones militares.
Es decir: se podría proponer que es porque el velo está ausente que está más
presente que nunca. Es porque antes existía el velo y ahora se ha retirado que la
operación puede realizarse eficazmente. La iconografía del “velo islámico” –que
tendemos a asociar con esas mujeres como si fuera un ícono congelado y eterno-
ha retornado como Pathosformeln “historizado”, como Nachleben “arruinado”, y
cuya función expresiva, significativa, se ha vuelto plenamente política.

6.

Bien. Hemos recorrido un camino sinuoso, ciertamente serpenteante, desde la


cabellera de la Venus de Botticelli hasta el rostro re-velado -valga el juego de
palabras- de la mujer argelina. Hemos procurado mostrar, siguiendo la idea de
la trans-esteticidad de la obra de la que nos hablaba Adorno, de qué diversas
maneras la imagen, decíamos, se desborda sobre el mundo sin por ello perder
su estatuto específico, su “autonomía relativa” en tanto imagen, que no puede
reducirse a su identificación masivamente mimética con el mundo, pero al
mismo tiempo no es ajena a ese mundo. Es precisamente esa tensión y esa
mezcla indecidible entre “imagen” y “mundo” (dos términos a veces
inesperadamente intercambiables, que conforman una constelación dialéctica ) lo
que permite el “retorno de lo reprimido” del Pathosformell bajo la forma de una
super-vivencia de la imagen, que, “historizándose” en el “instante de peligro”,
18

responde –como quería Benjamin- con la politización del arte (entendida no


como una mera cuestión de “contenidos”, sino como la movilización de la
experiencia histórica de los sujetos con los medios propios del arte), responde,
decíamos, con esa “politización del arte” a la estetización de la política que
inmoviliza la experiencia en el puro y bello espectáculo para la contemplación.
Las intuiciones de Warburg, pues, constituyen un productivo encuadre posible
hacia una antropología política del arte, en el sentido más proliferante de todas
esas palabras. Pero hay algo más: esas circulaciones inauditas de matrices
iconográficas a través de tiempos y espacios heterogéneos, de heterotopías y
heterocronías -como diría Michel Foucault-, y que Warburg fue posiblemente el
primero en señalar, demuestran palmariamente –si se me permite jugar un poco
con el propio título de estas jornadas- que no es solamente que haya artes en
cruce , sino que el arte es , constitutivamente, un “cruce”. O, si se quiere, una
“sopa de anguilas”, un “amasijo de serpientes”. Apostar a no se sabe qué
pureza incontaminada y a-histórica de la mirada significaría no solamente
aquella “estetización de la política”, sino también –en el más crítico sentido
adorniano del término- la estetización del arte mismo, es decir, su banalización
como pura mercancía falsamente apaciguadora.

2. PER MONSTRA AD ASTRA


19

La trans-esteticidad del arte es en ocasiones explicitada por la misma obra, que


abre dentro de sí aquel vacío enigmático de sentido: como si el momento
autónomo se ocultara a sí mismo, pero señalando al mismo tiempo hacia un
afuera de la obra –porque es falso que “no hay nada fuera del texto”: el “texto”
es un afuera de sí mismo, un ek-stasis textual-. Un famoso grabado de Goya, de
principios del siglo XIX, lleva inscripta en su pie (y dándole su título a la obra)
una frase que se ha vuelto casi una consigna moderna: El sueño de la Razón
produce monstruos. Consigna ambigua si las hay, ya que el posesivo / transitivo
aplicado a una palabra como “sueño” –que en castellano alude tanto a la
figuración onírica como a la acción de dormir- permite una ambivalencia
extrema: ¿los monstruos aparecen cuando la razón duerme, o justamente cuando
da rienda suelta a sus sueños? La ambigüedad, se puede entrever, es la opuesta
a la del celebrado Esto no es una pipa magritteano: si este autoriza las elegancias
semióticas de Foucault, lo hace a condición de que nos quedemos dentro de la
obra, porque es en ese su interior donde se juega la dislocación entre “las
palabras y las cosas”. En Goya, al revés, el enunciado lingüístico me obliga a
apartar los ojos de la “ilustración” (en apariencia tan literal) para buscar en el
mundo, si puedo –o si quiero- localizarlos, los warburguianos monstra que el
dibujo no muestra: la ambigüedad no se juega tanto en la relación imagen /
palabra como entre ambas y un mundo externo pleno de acechanzas invisibles.
En lo que sigue no nos proponemos disolver esa ambigüedad: al contrario,
quisiéramos mostrar (de a retazos, con ejemplos más o menos arbitrarios, y por
una vía indirecta) que la Modernidad consiste en esa indecisión entre el
esplendor de sus sueños y el abismo pavoroso de sus monstruos.

1.

Los Nachleben se pueden dar, a veces, como anticipaciones. El arte –también la


literatura, que ocupará el centro de estos balbuceos- goza de una cierta
reputación adivinatoria: la de iluminar por adelantado, avant la lettre como se
dice, ciertas zonas, por definición las más oscuras –de otro modo, no haría falta
iluminarlas- de la realidad (social, cultural, histórica, política, etcétera). Por eso
Ernst Bloch hablaba de esas prácticas con la aparentemente paradójica
expresión de una memoria anticipada. Una variante más decididamente
“idealista” de esa intuición la encontramos, cuándo no, en Borges –aunque
admitidamente sugerida por Oscar Wilde-: es la realidad la que copia a la
literatura, y no al revés. Ya sabemos a qué conclusión histórico-política lo
conducía a Borges este supuesto: que la Argentina hubiera sido un país muy
diferente si su “mito nacional” hubiera sido el Facundo en lugar del Martín
Fierro. Semejante colofón es harto discutible –principalmente porque se podría
demostrar (y Borges lo sabía muy bien) que esos libros no son homogéneos
bloques ideológicos, sino que están textualmente divididos contra sí mismos
(civilización con barbarie para uno, ida y vuelta para el otro)-. Pero no es este el
20

lugar para hacer esa discusión. Lo que nos importa, aquí, es constatar la
confianza desmedida en la potencia productora de la literatura.
Otros discursos, menos poéticos y / o más “científicos”, generalmente
provenientes del campo de la antropología, pueden postular para el arte un
componente de significación flotante (Claude Lévi-Strauss) o de exceso de
simbolicidad (Clifford Geertz). Es decir: una sobreabundancia de sus signos que
desborda los significados posibles, conocidos o actualmente concebibles, del
mundo de lo real. No se trata, allí, de un puro delirio imaginativo –que a veces
también lo hay, claro-, sino de una especie de captación, por sus “significantes
flotantes”, de las potencialidades ocultas, todavía no desarrolladas, en los
pliegues de la realidad: las mejores, y con harta frecuencia, las más siniestras.
Por eso Aristóteles consideraba a la poesía superior a la ciencia: mientras esta
solo puede describir lo que es, aquella habla de lo que puede (o lo que debe) ser.
Y hagamos constar que ese “debe”, como lo usamos acá, no habla de obligación
moral alguna, sino de una necesidad oscura, “forcluída”, que la literatura, o el
arte en general, tiene la incómoda costumbre de hacer “retornar”.
Como sea: esa capacidad anticipatoria de la literatura y el arte se desarrolló
profundamente, más que nunca, y de otra manera, en la Modernidad burguesa.
Por dos razones básicas: primero, el arte se fue autonomizando –
paulatinamente pero en forma sostenida- del culto (religioso, mítico, ritual, y
aún político): es cierto que, como decíamos antes siguiendo a Benjamin, al
precio de transformarse en mercancía; pero al mismo tiempo liberándose
(aunque habremos de interrogarnos hasta qué punto) del peso de su función
confirmadora de la cultura hegemónica –y, va de suyo, del trabajo “extra” de
desobedecer esa función, como ha ocurrido frecuentemente, sin que el artista
necesariamente lo supiera- . Y segundo: el arte moderno-burgués acompañó, y
muchas veces adelantó, esa disolución de todo lo sólido en el aire que
célebremente festejaran Marx y Engels en el Manifiesto Comunista.
El problema es que, en el camino, también puso en escena una distancia crítica
tanto respecto de la sociedad que lo había producido como de sí mismo: el
mejor arte –aún cuando “burgués”- devino aquel “producto anti-social de la
sociedad” del que vimos que hablaba Adorno. Sus más eficaces armas críticas –
en una época que perdió a sus dioses, y donde en consecuencia ya no era
posible la tragedia- fueron, entonces, la parodia y la ironía: dos recursos con los
cuales el arte, y muy especialmente la literatura, pudieron sostener su lugar
dentro de la modernidad burguesa al mismo tiempo que se burlaban
ácidamente de ella, poniendo el dedo –o la letra – en aquellas “zonas oscuras”
de la confiada, optimista modernidad. Eso ocurrió desde el principio mismo:
Warburg descubrió ya en el Renacimiento el origen del Nachleben siniestro,
mientras Bakhtin propuso que ese acta de fundación de la novela moderna que
es el Quijote es ya la parodia de una sociedad en transición entre las
deshilachadas mitologías feudales y la prosaica sociedad mercantil, así como es
ya una profunda mirada irónica sobre la propia forma-novela. Pero fue sobre
21

todo en las formas más relativamente “marginales”, “menores”, o al menos no-


canónicas de cada etapa del desarrollo de la modernidad, que se operó el “des-
ocultamiento” (se me disculpará la pedantería heideggeriana) de las aristas
monstruosas de la modernidad.

2.

Del siglo XIX se puede decir que es la era de la “modernidad tardía”. Es


también el siglo en el que afloran de manera indisimulada las contradicciones
extremas de un capitalismo que, en plena expansión mundial y en plena
eclosión de sus fuerzas productivas, crea enormes, terroríficos bolsones de
miseria, superexplotación y marginalidad. Su ética y su filosofía política
proclamada se apoyan en el principio de la libertad individual, mientras no
solamente condena a la inanición y el embrutecimiento al proletariado
metropolitano, sino que mantiene millones de esclavos en las colonias
americanas, africanas y asiáticas. Los burgueses se congratulan de –gracias a
sus emprendimientos científicos y técnicos aplicados a la industria- haber
liquidado el inmovilismo feudal y la bucólica abulia aristocrática, pero se
atropellan a comprar tierras rentísticas y falsos títulos de nobleza. Como supo
ver bien el “dialéctico” Marx, su mismo grandioso desarrollo es la fuente de su
decadencia.
Dos “imágenes (des)encantadas” que fascinaron a ese siglo (y lo siguieron
haciendo durante el XX y lo que va del XXI) nacieron de novelas en su
momento desdeñadas como meras ocurrencias fantasiosas (en contraposición
con la gran tradición de lo que Lukács denominó el realismo crítico de los
Stendhal, Balzac, Dickens o Tolstoi) y dieron cuenta, casi inadvertidamente, de
los abismos terroríficos que ocultaba el optimismo positivista triunfante:
Drácula de Bram Stoker, Frankenstein de Mary W. Shelley. No estamos diciendo
nada demasiado original cuando señalamos que esos dos monstruos
sintomatizan un comentario cruelmente sarcástico acerca de las ilusiones del
ordenado cosmos moderno-burgués.
Como aquí no tenemos espacio para grandes sutilezas, seamos brutalmente
reductivos: el conde Drácula es el Nachleben, la figura “zombie” (undead ,dicen
los ingleses con un término sugestivo y difícilmente traducible, aunque él
mismo traducido del no-sferatu rumano) de un espíritu aristocrático
“aburguesado” que pretende sobrevivir artificialmente (un poco como el
horrendo señor Valdemar de Edgar Allan Poe) a su propio cuerpo putrefacto,
alimentándose de sangre ajena –y la metáfora no podría ser más nítida, como lo
indica el hecho de que hoy sigamos usando el adjetivo “chupasangre” para
hablar de los explotadores, más allá del elemento decadentemente erótico de
que las víctimas favoritas del vampiro sean virginales doncellas-. La
(significativamente innominada) criatura creada por el Dr. Frankenstein es aún
más sugestiva: suerte de “proletario” idiota, desprovisto de cerebro y de habla
22

inteligible, igual de artificialmente “armado” a partir de retazos cadavéricos, es


asimismo un transparente símbolo de la victimización de la clase obrera y los
pobres en aras del espíritu presuntamente “prometeico” de una civilización
científico-técnica que disfraza de investigación desinteresada su avidez de
dominación de los hombres y la Naturaleza. Pocas obras literarias han
anticipado tan inquietantemente, ya en la primera mitad del siglo XIX, a los
monstruos de la Razón moderna que tanta tinta filosófica harían correr en el siglo
XX –en los dispositivos de la metafísica de la técnica de Heidegger, o de la
racionalidad instrumental en Adorno y Horkheimer, etcétera-.
Pero hay algo más –y quizá peor-. El “hombre” Drácula es apenas el
recubrimiento “humano” de una bestia depredadora; en el otro polo, la criatura
elaborada por Frankenstein es un montaje pre-humano de músculos y nervios:
un cuerpo nudo (diría Agamben) que no se controla a sí mismo y solo sirve para
el trabajo. ¿Anticipos fragmentarios de lo que ahora se llama el biopoder? Tal
vez. Pero, sobre todo, anticipos de una inhumanidad -una “animalización”, si se
quiere- que, si en su propia época ya era, por ejemplo, la de los esclavos
africanos en esas plantaciones americanas que condensaban la fábrica
capitalista con el futuro campo de concentración, en el siglo XX se transformaría
en un sistema : el de la anulación de lo humano por el poder técnico-
instrumental, del cual “Auschwitz” (nombre-taquigrafía de los monstruos
tardo-modernos) será el signo princeps, pero en modo alguno único.
Nuevamente, la “memoria del futuro” literaria estuvo atenta.

3.

Déjesenos dar un paso más. Cuando en los términos anteriores se piensa en


Kafka –uno de los pocos escritores cuyo apellido ha dado lugar a un adjetivo:
kafkiano (otro es, por cierto, Borges)- se suele pensar en El Proceso , esa novela
que, como ninguna otra del siglo XX (con la posible excepción del Ulises de
Joyce) ha producido bibliotecas enteras de intentos de interpretación –de la
teológica a la filosófico-política, de la metafísica a la psicoanalítica, de la
sociológica a la jurídica-, siempre inacabados, siempre insuficientes. Y es que no
hay otra escritura moderna que sea tan abismalmente un “sueño de la Razón”,
con toda la ya vista ambigüedad de este enunciado: Borges, ya que lo
nombramos, dice con su habitual agudeza que la fascinación inquietante de los
relatos de Kafka no se produce porque parecen pesadillas, sino porque son
pesadillas; se experimentan con la misma normalidad siniestra de nuestros
peores íncubos. Y del siglo XX, cuya literatura Kafka en cierto modo inaugura.
“Kafka” –ese nombre, antes que a un sujeto, designa a una escritura- es una
máquina generadora de iconografías malditas con las que la propia sociedad que
las ha producido no sabe qué hacer: de ahí también la proliferación aplastante
de interpretaciones que buscan desplazar (o al menos aplazar) el espanto de ese
“horror fundamental”.
23

Una novela (si es que es eso) como El Proceso puede ser leída, sin duda –ha sido
así con harta frecuencia, aunque ya dijimos que con crasa insuficiencia-, como
una anticipación de los sistemas totalitarios del siglo pasado (y aún en esa
lectura reduccionista hay una insuficiencia ideológica grave: en todo caso, es
una anticipación de todo el capitalismo tardío, “totalitario” o no, así como de los
“socialismos burocráticos”). También, en clave “hegelo-freudo-marxista”, como
una gran alegoría de la alienación. Y el señor K es una de las grandes figuras
simbólico-literarias de la modernidad, la del Culpable (no se sabe de qué, ni por
qué): la otra es la del Extranjero (según, entre otros, Camus). Pero, cuando
veníamos hablando de la inhumanidad tardomoderna, ¿por qué limitarse a esa
novela, cuando es sobre todo en los relatos breves de Kafka donde aparece
inequívocamente aquel abismo de la inhumanización del hombre, del cual el arte
modernista en general, en cualquiera de sus vertientes, intenta hacerse cargo
(solo a principios del siglo XX, a caballo de ese genocidio gigantesco que fue la I
Guerra Mundial, pudo “inventarse” conscientemente el arte abstracto,
certificando el “ausentamiento” violento del cuerpo humano)?
El “sistema” es, para empezar, una máquina que funciona por sí misma,
inscribiendo literalmente en la carne humana sus reglas inapelables (véase La
Condena o En la colonia penitenciaria). Pero también es la licuefacción del cuerpo
humano –de su carne, de sus sueños, de sus deseos- en la animalidad: véanse la
cucaracha (o “sabandija”) de La Metamorfosis; pero también los chacales
(Chacales y árabes), los ratones (Josefina, la cantante, o el pueblo de los ratones), los
buitres (El buitre) los perros (Investigaciones de un perro), los simios (Informe para
una academia). Desde ya, el paradigma lo establece La Metamorfosis: se recordará
–con un cierto estremecimiento- cómo Gregorio Samsa se despierta una mañana
transformado en repugnante, monstruoso bicho. O, mejor dicho –y aquí está el
secreto del horror, no exento de la agria comicidad irónica que practica Kafka-,
su cuerpo se ha transformado en eso: su conciencia, su “espíritu”, sigue siendo
“humano, demasiado humano”. El horror, decíamos (al igual que el más
disimulado de la frase de Goya), consiste justamente en esa duplicidad: no es que
la “máquina” moderna haya anulado totalmente nuestra humanidad, sino que
la ha amputado, ha separado el “alma” del cuerpo, dejándola que flote en el
vacío (eso es, desde luego, por lo menos en su versión vulgarizada, el sujeto
“cartesiano”: puro cogito sin libido).
Y algo más: si la conciencia humana de la “cucaracha” Samsa entiende el
peligro de morir aplastado en cualquier momento (incluso por un descuido de
sus seres queridos) es porque la “maquinización” de la naturaleza –no su
destrucción: la llamada catástrofe ecológica es un problema nuestro , no de la
naturaleza, que va a seguir tranquilamente su camino después de deshacerse de
la especie molesta- nos ha obligado a tomar conciencia –esa conciencia
desprendida del cuerpo que decíamos- de que estamos ante lo que Jean-Marie
Schaeffer, recientemente, ha nombrado como el fin de la excepción humana :
somos, en suma, una especie en peligro de extinción, como cualquiera. Es bueno
24

recordar que la animalización es una ya venerable metáfora de la modernidad,


especialmente en el campo de la filosofía política: allí están el centauro del
Príncipe maquiaveliano (mezcla de zorro y león) o el lobo-del-hombre
hobbesiano –por no recordar el monstruo leviatánico que es el Estado para el
propio Hobbes-; pero Kafka, que desesperaba de las metáforas según él mismo
decía, literaliza la inhumanización, y se puede entender que la monstruosidad
maquínica en que ha terminado el mundo es, entre muchas otras cosas, una
cifra de la retirada de Dios. ¿O no?

SOBRE LAS INTIMIDADES ENTRE EL ARTE Y EL TERROR

La lectura de las perplejidades que siguen implica una petitio principii : no


presuponemos, estrictamente hablando, una relación entre arte y política. No se
trata, para nosotros, de entidades preexistentes que puedan ponerse en
contacto. En otras ocasiones hemos ensayado la hipótesis de que, en cierto
sentido, toda la cultura dominante de la modernidad –con su “fragmentación
de las esferas de la experiencia”, que describían Weber o Simmel- puede
entenderse como un gigantesco intento de renegación de lo que, en los orígenes
de la cultura llamada “occidental”, estaba mutuamente implicado de forma
conflictiva pero inextricable: por ejemplo, en la Tragedia, ese “género” de
anudamiento de lo político / lo religioso / lo estético. Solo a partir de dar por
sentada esta constatación podremos articular los balbuceos de más abajo, en los
que apenas podemos pretender empezar a sospechar lo que vulgarmente se
denomina un “tema” (y sus variaciones, a menudo discordantes).
25

1.

Parto, abusándome de la amistad, de un pre-texto. En una reciente instalación de


los artistas argentinos Juan Carlos Romero y Marcelo Lo Pinto, el “espectador”
–si es que esa palabra todavía tiene sentido- puede pasearse materialmente entre
seis letras (de distintos tamaños, colores, diseños, consistencias, etcétera) que,
puestas en orden, forman la palabra “Terror”. No tengo tiempo de desarrollarlo
aquí, pero no es en absoluto lo que se llama una “estetización” de la política –ya
que en lo que sigue quedará claro, espero, que considero al Terror una forma de
la política, y no necesariamente su opuesto-. Al contrario: el efecto es, más bien,
el de una descomposición de todo posible aspecto estético que distrajera de ese
“paseo”. Pero, como acabo de decir, no menciono esto sino para abusarme del
pretexto. Cambio, pues, de tema, aunque se verá que es un cambio regulado.
Hay una frase fundadora de la modernidad –no es la única, claro, pero es
capital-: “La más grande pasión de mi vida ha sido el Miedo”. La escribió
Thomas Hobbes en 1651 –casi un siglo y medio antes de la así llamada
Revolución Francesa y su “Terror”-, en el contexto de las devastadoras guerras
civiles inglesas que poco antes se habían llevado la cabeza de Carlos I al filo de
un hacha, y la inscribió en el frontispicio de su Leviatán, publicado en ese mismo
año, para que nadie, jamás, la olvidara. Ese libro, es sabido, es algo así como el
acta de nacimiento de la moderna filosofía del Estado. Hobbes, pues, sabe lo
que dice, y lo que hace: el Terror, o el Terrorismo (también el “de Estado”), tal
como lo entendemos habitualmente, es uno (y no de los menores) modos de
organización de la política moderna.
Sin duda, los hombres se han pasado toda su historia aterrorizando a otros
hombres, usando el miedo como instrumento básico de conquista, de
dominación, de extorsión. Pero sólo en la modernidad ese recurso alcanzó el
estatuto de una lógica universal matemáticamente calculada, de una suerte de
maquinaria anónima que por momentos diera la impresión de funcionar por sí
misma, implacablemente pero sin pasión, sin intenciones singularizadas, sin
malignos designios demoníacos que alguna compleja teología pudiera explicar
(no se trata, hay que ser claros, solamente de la “banalidad del Mal”, sino
también, muy especialmente, de la atrocidad del Bien ). Simplemente, la máquina
funciona : y lo hace más allá de los sujetos, devenidos meros pretextos para
mantenerla aceitada; como en El Proceso de Kafka, digamos –aunque nombrar
ese título no es decir cualquier cosa, sobre todo en la Argentina-.
Si para este perfeccionamiento hubo que esperar a la modernidad, es porque
sólo ella consagró plenamente lo que Adorno y Horkheimer hubieran llamado
la razón instrumental : simplificando, una racionalidad del cálculo, de la mera
relación de eficacia entre medios y fines, sin importar la cualidad o los
“contenidos de valor” de estos últimos. Una racionalidad que –hay que decirlo
con todas las letras- corresponde a la era “burguesa” de la producción e
26

intercambio de mercancías: la era del equivalente general , indispensable para la


contabilidad, en la que la particularidad de objetos y sujetos queda disuelta en la
universalidad de la homogeneización por el mercado (¿y hace falta aquí hablar
de la mal denominada “globalización”?). Pero que, más allá de su constitución
históricamente condicionada, pareció alcanzar dimensiones metafísicas, y aún
religiosas -Marx no bromeaba cuando hablaba del capitalismo como de la
religión de la mercancía -: ningún régimen político y social modernos, fuera o
no “burgués”, logró sustraerse a la lógica de una instrumentalidad terrorista –
también esto hay que decirlo con todas las letras: no para establecer simetría
alguna al estilo del combate entre “dos demonios” (el peso de la teología, como
se observará, sigue siendo enorme), sino al contrario, para no engañarnos
respecto de la potencia de esa instrumentalidad, que ha perneado todo el ethos
y el pathos de la modernidad-.
El modelo –y la matriz- de la instrumentalidad terrorista moderna no es, pues,
en su origen primario, directamente “político”: es económico . Es en función de lo
que aquel barbado pensador del siglo XIX hubiera llamado la acumulación
originaria de capital que ya en los albores de la modernidad se organizó la
maquinaria del Terror “universalista” contra, por ejemplo, la particularidad de
los habitantes de América o de Africa, empeñados en no querer comprender las
ventajas del equivalente general –incluída la de contar con un Dios tan único y
centralizado como el Estado o la administración económica, esa suerte de
equivalente general de la infinita multiplicidad de lo Sagrado; y que no vaya a
creerse que esta hipótesis responde a algún exorbitado afán de ateísmo o
paganismo: León Rozitchner nos ha recordado que la formuló, apenas
comenzada la era cristiana … San Agustín-. Pero, otra vez: hubo que esperar a
la modernidad plena para que esa “máquina” (el término, se verá, está lejos de
ser caprichoso) desplegara en toda su gloria sus engranajes “objetivos” de
funcionamiento en el modelo más perfecto de instrumentalidad terrorista: la
cadena de montaje de la fábrica moderna. Allí, en efecto, la homogeneidad, la
universalidad, el cálculo cuantitativo, lo son todo ; la heterogeneidad, la
particularidad, lo incalculable cualitativo, no son nada .
Walter Benjamin fue el primero en el siglo XX, si no me equivoco, en –para
subrayar hasta qué punto la cadena de montaje puede ser tomada como aquélla
matriz metafórica del Terror moderno- trazar el paralelo entre la fábrica
capitalista y el Lager , el campo de concentración nazi. Al igual que en la fábrica,
en el campo de concentración la más perfecta y anónima lógica de la
racionalidad instrumental está puesta al servicio de la relación más eficaz entre
medios y fines: que en un caso el “fin” sea producir objetos y en el otro suprimir
sujetos no es por supuesto lo mismo, pero no altera en un ápice aquélla lógica
de funcionamiento.
El Terror, pues, es una condición de la existencia moderna. A veces, durante
temporadas más o menos largas, logramos mantenerla a raya. O, al menos,
“negar” eficazmente su presencia larvada. Pero, tarde o temprano, como diría
27

un psicoanalista, lo “reprimido” retorna – bien lo sabemos los argentinos, entre


tantos otros-. Estamos, qué duda cabe, en una de esas épocas. Basta leer los
diarios de la mañana –de todas nuestras mañanas-: el planeta entero vive bajo
un régimen de Terror, no sólo –ni siquiera principalmente- por la acción de los
“terroristas” (acción inequívocamente condenable, pero que no constituye una
gran novedad), sino por la reducción de lo que los politólogos llaman
eufemísticamente “relaciones internacionales” a la lógica de la guerra civil
mundial . Hay que llamarla, en efecto, “civil”, no sin un dejo de amarga ironía,
por al menos una razón básica: si es cierto que el mundo está “globalizado”,
como pretende persuadirnos el discurso oficial, entonces cualquier guerra –
incluídas las llevadas a cabo por el Imperio- se libra en el mismo territorio:
Bagdad queda aquí a la vuelta.
Finalmente: esta reducción de la política al régimen de Terror significa que el
terrorismo fascista al que se creyó vencido hace más de medio siglo ha
triunfado en toda la línea. Quiero decir: el terrorismo fascista se diferencia de
cualquier otro régimen simplemente autoritario en que no pretende
sencillamente infundir pasividad social a través del miedo, sino que apunta a
movilizar a una buena parte de la sociedad a favor del régimen de Terror. El
Terror ya no es sólo miedo físico a un poder objetivo: es una pasión subjetiva ,
como decía Hobbes; todos, aunque fuera para denunciarlo, estamos en alguna
medida identificados con él. Como hubiera dicho aquel poeta latino retomado
por el Renacimiento: nada de lo terrorífico nos es ajeno.

2.

Salvo que uno crea que, por ejemplo, los trípticos de Hyeronimus Bosch eran
meras ilustraciones teológicas, o aún duras críticas a la Iglesia, hay que concluir
que el arte descubrió muy tempranamente el Terror moderno. Incluso, como
suele suceder, lo anticipó , al menos en sus condiciones “filosóficas”: para volver
al Renacimiento, la “invención” de la perspectiva geométrica –traduzcamos:
proveniente de un cálculo “instrumental”-, que permitió colocar al Individuo
(ese invento también moderno) en “primer plano”, vale decir en posición
dominante respecto de la realidad, en efecto anticipa en unos buenos dos siglos
la aparición, en el pensamiento occidental, del omnipotente y omnisciente
sujeto cartesiano, fuente y origen de toda “perspectiva”, de la separación radical
entre el Sujeto y el Objeto, y por lo tanto de la posibilidad misma de no sólo
conocer , sino también dominar a la Naturaleza (ya sabemos: todo documento de
civilización es también un documento de barbarie).
Esto le ha permitido afirmar alguna vez a Lacan, nuevamente con amarga
ironía, que el Renacimiento es la época más oscurantista de la historia europea:
en ella las “cosas”, el Universo entero, queda reducido a la medida del hombre:
o sea, a la cuantificación instrumental. Heidegger, antes, ya había intentado
rescatar la frase de Protágoras, “renacida” en el quattrocento , de su inadvertida
28

anticipación de la Era de la Técnica: todo lo que habría querido decir esa frase
es –nada menos- que sólo a través del DaSein puede des-velarse la medida del
Ser, la aletheia ; el Hombre no es la medida, sino apenas la herramienta de
medición. Bien, puede ser. Pero esta nueva reducción heideggeriana de los
presocráticos a su propio pensamiento no impide –civilización y barbarie,
encore – que sea la modernidad, y en primer lugar a través del arte , la que
empuje la matematización del Universo que hace posible, por supuesto, la
ciencia experimental, pero también la organización “científica” del Terror. No
es cuestión, claro está, de culpar al Quattrocento: pero sí de no distraerse ante el
hecho de que, como hemos intentado mostrarlo, esa reducción pretendidamente
“humanista” es una potencial fuente de Terror.
Pero, claro, el arte es –o debería ser- lo contrario de esta lógica terrorista. En el
arte nada es calculable de antemano, su “lógica” es la de lo cualitativo no
cuantificable, la de lo heterogéneo no homogeneizable, la de la singularidad
irreductible a la generalización. Como lo dijera estupendamente Lukács: es “la
insubordinación de lo concreto contra la tiranía de lo abstracto”. El arte (lo
sabemos al menos desde Kant y su teoría de lo sublime estético) puede
aterrorizar -y quizá deba , en ciertas circunstancias, hacerlo: ¿quién dijo que el
arte debe ser una terapia apaciguadora o tranquilizadora de conciencias
desdichadas?-. Pero no pertenece a la matriz instrumental productora de Terror.
Su lógica intrínseca no es “instrumental”: mal que le pese a Hegel, el arte,
estrictamente hablando, no sirve para nada, no es el sirviente de ninguna
Causa, de ninguna Idea, de ningún Espíritu Objetivo, de ninguna astucia de la
Razón. O, por lo menos, esa es la concepción del arte que nos ha legado,
justamente, la modernidad (europea, se entiende), ya desde el Renacimiento
aunque culminando en el romanticismo y luego exacerbándolo en el
decadentismo: la de una autonomía del “arte por el arte” –la pura aisthesis de
Baumgarten, la finalidad sin fin de Kant- irreductible a ninguna heteronomía
cultual , como la llamaba el propio Benjamin. Al precio, eso sí -lo dice también
Benjamin, dándole todo su valor a la palabra precio –, de su brumosa,
desplazada transformación en mercancía .
¿Volvemos, pues, al principio? ¿es el arte mismo, idealmente “autonomizado”
pero materialmente subsumido en la “religión de la mercancía”, cómplice
inintencionado de la condición de posibilidad de la máquina del Terror? No
necesariamente: ya se sabe que hay otra noción de “autonomía” (acuñada por
Adorno, y que sería demasiado largo discutir aquí) mediante la cual la obra
atraviesa sin eliminarlo su estatuto de mercancía para volverse estrictamente
extraña al propio mercado que la contiene y la promueve, en una “dialéctica
negativa” que hace de ella (Adorno, siempre) el producto anti-social de la sociedad
.
Y sin embargo, seríamos bien necios si negáramos que el arte ha sido puesto,
una y mil veces, al servicio del Terror. Desde siempre, pero muy especialmente
en la modernidad. Limitándonos al siglo XX –el siglo de la “industria cultural”,
29

en el cual por primera vez en la historia se intenta ya no transformar las obras


en mercancías sino producirlas como tales-, basta pensar –es sólo un ejemplo,
aunque no cualquiera- en el uso movilizador de la arquitectura, del cine, de la
música, por parte de los nazis. O en la función del llamado “realismo socialista”
en el stalinismo. O en el pro-fascista futurismo italiano, con su celebración de la
destrucción y la guerra como la más excelsa obra de arte imaginable. Es el
momento de mayor evidencia de lo que diera en llamarse la estetización de la
violencia, y por extensión, de la política. Es la elevación del Terror a categoría
de goce de los sentidos. Benjamin –también lo sabemos, lo hemos citado hasta el
hartazgo- oponía a esa estetización de la política la politización del arte . Con esto
no aludía, desde ya, a ninguna cuestión temática, a ningún contenido particular,
ni siquiera a un privilegio de algún género o estilo, sino a lo que él mismo
llamaba la “movilización de la experiencia histórica” de los hombres por y en el
arte, contra su “monumentalización” estática y estética (algo que no es, por
supuesto, un patrimonio exclusivo de la derecha: basta volver a citar el realismo
socialista).
El secreto de la frase –como no podría ser de otro modo tratándose de
Benjamin- está en la noción de “experiencia histórica”, completamente ajena
(más: opuesta ) al “progreso” de los historicistas, y ya pisándole los talones al
“relámpago en un instante de peligro” de las futuras Tesis . Pero no dejemos
escapar la idea central, al menos para las preguntas que nos estamos haciendo
aquí: no es el arte, sino su (falsa) autonomía, expresada en la estetización de lo
real –en la sustitución de la experiencia histórica por el “monumento”-, la que
puede devenir en cómplice objetiva del Terror. Y es paradójico que Benjamin
creyera que estaba desarrollando estas ideas (cuyas líneas matrices pueden ya
encontrarse en el texto sobre el Trauerspiel ) en diálogo simétrico con Carl
Schmitt, cuando es éste, tal vez, el más sutil e inteligente teórico de la
estetización de lo político, y no de su “teologización”, como se supone
habitualmente (véanse, si no, los textos schmittianos sobre Hamlet o sobre
Melville, donde el instante de la decisión, totalmente desprovisto de auténtica
“experiencia histórica”, guarda llamativas semejanzas con la noción
convencional y formalista de la “soberanía” de la obra de arte).
Tal vez Adorno estaba pensando en todo esto cuando enunció su famoso dictum
: después de Auschwitz, ya es imposible escribir poesía. Por supuesto, no se
estaba refiriendo a una imposibilidad física o intelectual –de hecho, se ha escrito
toneladas de gran poesía después de “Auschwitz”, un nombre que hay que
entender aquí como una especie de taquigrafía para el Terror-. Más bien se
estaba refiriendo a un después en el que la poesía, el arte, ya no puede alegar
inocencia: tiene que hacerse cargo de la “heteronomía” de su contaminación por
el Terror, tiene que saber que, una vez que la humanidad ha sido capaz de
traspasar ciertos límites, el propio arte quizá no pueda sino apostar a lo
inhumano , a lo imposible (¿será casual, se podría preguntar alguien, que la
emergencia del arte llamado abstracto sea aproximadamente contemporánea de
30

la gran masacre masiva de la I Guerra Mundial, a partir de la cual el cuerpo


humano se vuelve irrepresentable , salvo bajo su forma sanguinolienta y en
estado de licuefacción, como en Francis Bacon?) . Finalmente, es también
Adorno el que –en las célebres primeras líneas de su Teoría Estética – ha dicho
que en el arte la única evidencia es que nada es evidente, ni siquiera su propio
derecho a la existencia : se trata, ese “derecho”, de algo a conquistar , entre otras
cosas contra el Terror.

3.

Abundemos en mayores perplejidades. El arte (en especial el moderno) es el


universo un tanto enloquecido del Significante. El Terror, también. Si no me
equivoco, es Hannah Arendt la que relata que, en los Lager alemanes, la estrella
de David cosida en el uniforme de algunos prisioneros servía para quebrar la
solidaridad interna: aquéllos que no la tenían podían sentirse, patéticamente,
menos amenazados. En cambio, en los campos de los muy cartesianos
colaboracionistas franceses de Vichy, se cosía en los uniformes signos diferentes
y enigmáticos, cuyo significado era totalmente desconocido: allí ya no se trataba
de una fractura de la solidaridad, sino de su estallido : no había nadie que
pudiera saber si estaba más o menos amenazado, no había “códigos” que
permitieran descifrar cuándo, en qué momento, por qué, se podía esperar la
apertura del abismo que acechaba detrás de aquéllos diseños . Deslicémonos en
el tiempo y en el espacio: se podía ser guerrillero o figurar en una agenda
telefónica; hoy, se puede ser un terrorista fundamentalista o un buen islámico
que pace su rebaño en las montañas iraquíes: no hay manera de saber dónde se
está más “protegido”. Eso es, exactamente, el Terror: la completa arbitrariedad
del Significante que –al decir de Sartre- serializa al sujeto para transformarlo en
un átomo de (in)significancia.
Pero, insistamos: ¿no es el arte, él también , el juego impredecible, casi azaroso,
del Significante? Sí, pero con esta diferencia: el arte no “serializa”, sino que
singulariza : una vez que el Significante ha producido lo que suele llamarse la
“obra”, se vuelve inseparable de ella, único , no traducible al Concepto (que, sin
duda, también vehiculiza), sino un detalle en exceso , un plus , una ruina de
sentido: esa es su auténtica “autonomía” – en el sentido adorniano-, pero ese es
también su aporte (modesto, se dirá, pero ¿quién podría vivir sin él?) a la
resistencia contra un Terror que quisiera transformar a todos los objetos –y,
claro, a los sujetos- en intercambiables en su insignificancia, para ser él, el Terror,
el único Amo del Sentido. Pero el arte, por definición, no tiene un sentido que le
pueda ser arrebatado, dominado o secuestrado –por eso es, aunque no fuera
exactamente lo que quería decir Kant, la “finalidad sin fin”-: su trabajo es un
proceso de producción de sentido, y no el sentido mismo, ni siquiera bajo la
forma de su ausencia . Por eso la obra guarda siempre, en su propio núcleo, un
secreto singular e indescifrable, que nada tiene que ver con el arbitrio del
31

Terror: el arte no es arbitrario, sino que sencillamente convoca a la praxis –a la


“experiencia histórica”- de una construcción , individual o colectiva, de la
significación, sin darnos garantía alguna de alcanzarla. Y eso es algo que el
Terror no puede dominar: él depende de que el Sentido ya esté hecho de una
vez para siempre, precisamente para negarlo. Si alguien (pongamos: Romero y
Lo Pinto) tomaran, por ejemplo, la palabra “Terror”, como se dice, a la letra , en
toda su concretud material , y la descompusieran en sus propios átomos de
insignificancia para (de)mostrar su arbitrariedad, pero al mismo tiempo
dándole a cada letra su densidad, su textura, su peso, su color, es decir su
particular unicidad , ¿qué otra cosa estarían haciendo más que precisamente
convocar al “espectador” (al verdadero productor de significaciones) a esa
desinstalación del arbitrio para que ahora sí pudiera apuntar a un sentido
siempre desplazándose como un horizonte? Ese sujeto –cualquiera de nosotros-
podría pasearse entre las letras y leer en su paseo diferentes cosas (digamos:
“Error” / “Torre” / “Reto” / “Rote” / “Tero”), o podría simplemente no entender ,
y así llegar al colmo de la necesidad de producir la significación, alguna
significación que no por ello sería arbitraria, sino todo lo contrario: sería única ,
intransferible, sólida, inequívoca, no intercambiable, des-serializada .¿Se ve que
esto, lejos de ser ninguna “estetización” del Terror, sería su reverso : una
desterritorialización del arbitrio estetizante, para darle al arte su auténtico lugar ?

4.

Si se admite lo anterior, hay que formular la hipótesis de que una manera –muy
poco explorada, que sepamos- de pensar la (otra vez, no decimos “relación”
sino) implicación entre arte y política, es vía Freud.
La primera de sus frases que quisiera evocar aquí dice así: "Si el psicoanálisis se
parece a alguna forma de arte, no es a la pintura, que agrega algo a una
superficie en blanco, sino a la escultura, que quita algo a un volumen para que
aparezca una forma". Encuentro en esta frase un par de ideas destacables. La
primera (por la que pasaré brevemente, porque quiero llegar rápido a la
segunda): comparar al psicoanálisis con un arte es poner en juego muy
audazmente un concepto que Freud enuncia en alguna otra parte -¿o es Lacan,
“regresando” a Freud?-: que la Verdad tiene estructura de ficción , quiero decir,
que es sólo en el trabajo de "ficcionalización" de las operaciones del Inconsciente
donde puede reconocerse el núcleo de Verdad que determina al sujeto. En este
sentido, el mejor elogio del psicoanálisis posiblemente lo haya hecho Borges
creyendo denigrarlo, cuando lo calificó de una "ciencia-ficción". Aunque ya
habrá ocasión de problematizar el estatuto de esta ficción en su relación con las
teorías estéticas contemporáneas, la idea me parece capital por lo siguiente: si es
posible encontrar algo así como una teoría estética en Freud, no es desde luego
en sus ensayos sobre arte (sobre Leonardo, Miguel Angel, Shakespeare o
Dostoievsky) donde hay que ir a buscarla -lúcidos y hábiles, pero acotados
32

trabajos de mera aplicación de la teoría-; es en sus investigaciones sobre la


lógica de lo que modernamente llamaríamos el trabajo del significante: el chiste,
el lapsus , el acto fallido y por supuesto, en primerísimo lugar, el sueño.
Tampoco parece en absoluto azarosa –o, digamos, “arbitraria”- la comparación
con la escultura: como explica Georges Didi-Hubermann, fue en la modernidad
–en la era de la separación entre sujeto y objeto- que la escultura se volvió un
arte comparativamente menor, por lo que tenía de excesivamente material , de
“sucio”, en relación por ejemplo a la pintura, la gran estrella inicial del
ocularcentrismo moderno al que alude Martin Jay. Un “ocularcentrismo” que es
también, en parte, un producto de la renacentista perspectiva geometrizante.
Freud, que tanta estima tenía por el arte del Renacimiento, no puede sin
embargo haber elegido la metáfora caprichosamente: hay en ella, por un lado,
una reivindicación (“¿inconsciente?”) de la “suciedad”, de la contaminación
como estofa del Sujeto del psicoanálisis, y por otro, una recusación de la
distancia “visual” con el objeto, que pone al In/dividuo (el “no dividido”) como
fuente y centro (“narcisista”, digamos) de la perspectiva.
Pero la idea que más me interesa, aquí y ahora, es -puesto que se habla de la
escultura, o al menos de lo que era la escultura en la época de Freud- la del arte
como lucha contra una resistencia, la resistencia de esa roca viva que, a la
manera de la Esfinge que enfrenta a Edipo, se niega a entregar completamente
su secreto, que puede muy bien ser el secreto del Espanto último,
irrepresentable. Y en esta idea -que en sí misma constituye toda una teoría de la
interpretación y por lo tanto de la crítica, pero en la que también,
reconozcámoslo, persiste la marca hereditaria de cierta mayéutica socrática-, en
esta idea hay ya sin embargo al menos dos implicaciones inquietantes por su
novedad radical: primero, la de que tanto el psicoanálisis como el arte suponen
el acercamiento a un Horror indecible, a un Terror en donde la Verdad y la
Belleza llevan la marca de un Goce del cual nada queremos saber, justamente
porque ese no-querer es la estofa última del Deseo; parafraseando a Eliot, se
podría decir que el arte no es la expresión del sentimiento, sino una huída del
sentimiento, de lo que en él pudiera haber de insoportable y que el arte
permitiría simbolizar o, como suele decirse, "sublimar". Pero es una huída, un
retroceso, en el que no podríamos dejar de percibir, oscuramente, la huella de
los pasos que nos llevaron hasta el borde del abismo. "Tenemos el arte para
defendernos de la muerte", apostrofa Nietzsche. Pero mucho antes que él, Kant
decía que justamente basta poner una barrera para poder ver lo que hay del otro
lado: el arte del siglo XX que realmente me interesa es el que (en contra, por
ejemplo, de la ilusión de un retorno a la pureza neoclásica que es más propia
del "realismo de Estado" de los totalitarismos), se hace cargo de esa
contaminación de la Belleza por las llagas de aquél Horror fundamental, y que es
también el "horror" de la Historia. Es, para tomar un paradigma de la literatura,
el empeño por “volver loca a la lengua” para hacerle decir lo indecible, que
encontramos en Joyce, en Kafka o en Beckett, cuyo personaje nada casualmente
33

llamado El Innombrable testimonia la persistencia de un Deseo sin objeto cuando


declara: "Es necesario seguir hablando, aunque ya no haya nada que decir..."
Todas estas contaminaciones que dejan ver lo que hay del otro lado de la barrera
que hemos puesto para separarnos del Horror, no podrían haberse puesto en
acto en otro siglo que el del psicoanálisis, en el siglo que nos ha acercado más
que ningún otro al borde mismo de una política de lo insoportable. Quiero
recordar aquí otra frase célebre de Freud, de la que el arte, en su práctica, se ha
hecho cargo mucho más de lo que la crítica estética es capaz de reconocer: es la
que dice que "La cultura es el producto de un crimen cometido en común". Que
en la cultura haya una dimensión constitutivamente criminal, que en su propio
origen mítico haya un acto catastrófico que es la causa misma del Deseo, causa
perdida desde siempre pero eficaz en sus retornos insistentes, es lo que hace de
la obra de arte un síntoma, y no una mera “expresión” de la cultura (repitamos:
“el producto anti-social de la sociedad”) y lo que la instituye, a la cultura, no
como conteniendo sino como siendo un malestar: es esa dimensión señalada por
Freud la que enuncia Walter Benjamin como la consustancial solidaridad entre
cultura y barbarie, y es la que el mejor arte del siglo del psicoanálisis intenta
sostener, recusando -como lo hizo el propio Freud- no la Razón sino las
ilusiones sin porvenir de la superstición racionalista, no el Conocimiento sino el
falso optimismo positivista de un saber sin límites, no la Belleza sino la creencia
narcotizante en una armonía eterna.
El arte del siglo XX es, ante todo, un campo de batalla y un experimento
antropológico. En él -al igual que en el "conflicto de las interpretaciones" del
que también participa Freud- se juega el combate por las representaciones del
mundo y del sujeto, de la Imagen y de la Palabra. Ese combate no podría dejar
de ser político, no en el sentido estrecho de la explícita tematización
propagandística de lo político por el arte -lo cual casi siempre lo ha conducido a
la más mediocre banalidad-, sino en el sentido mas amplio, pero también más
profundo, de un cuestionamiento de los vínculos del sujeto con la polis, es decir,
con su lengua y su cultura.
La materia de ese conflicto es esencialmente trágica: la tragedia es el género
estético paradigmático, la matriz cultural perdida de los discursos más críticos
de la modernidad: el de Freud, por supuesto, pero inmediatamente antes de él,
el de Marx y el de Nietzsche. En el recurso a la tragedia por estos tres
"fundadores de discurso", en estos tres "maestros de la sospecha" -para utilizar
esas etiquetas ya canónicas-, se hace sentir no sólo la ya señalada importancia
de la ficción como vehículo de la Verdad, sino también la lucidez implacable
que no admite consolaciones fáciles ante la catástrofe subjetiva implicada por
una modernidad que ha asesinado a Dios, que por la lucha de clases ha
provocado el retorno de los cuerpos reprimidos por la Historia, que ha volteado
de su trono a la Conciencia. En los tres, se trata no de retroceder tímidamente
hacia terreno más firme, sino de llevar hasta las últimas consecuencias la crisis
(¿de dónde más proviene el término de "crítica"?) para reconstruir la
34

imaginación sobre las ruinas de la ilusión. Ellos saben, o presienten -como lo


explicita Freud llegando nada menos que a Nueva York-, que están trayendo la
peste al mundo: saben que no hay "cura" del mundo que no incluya este
carácter pestilente de la cultura: ninguna sociedad, como ningún sujeto, pueden
pretender conocerse a sí mismos sin pasar por la contaminación. La Peste es a
Tebas como la Verdad a Edipo.
Tragedia y Peste son, pues, la materia del arte del siglo XX. O, mejor: son la
materia de las mejores lecturas del arte en el siglo XX –lecturas que, como la que
hiciera Freud de la tragedia de Edipo, han quedado incorporadas a la obra,
forman parte inseparable y constitutiva de ella-. Lecturas como las del primer
Lukács, las de Benjamin, las de Adorno. También –y quizá sobre todo, por la
crítica feroz al sentido común estético que supone- la de Aby Warburg, que ve
Tragedia y Peste justamente en el Renacimiento : mediante su teoría de los
Pathosformeln , de lo que llama las Nachleben (un concepto que habría que
traducir no como “supervivencia” sino como sobre-vida , como si se tratara de
fantasmas o de vampiros) Warburg acentúa el aspecto de tensión y conflicto que
sobre-vive (que vive “en más”, como detalle excesivo e “innecesario” para la
composición plástica de algo que “retorna de lo reprimido”) desde los propios
orígenes violentamente rituales del arte occidental, aún en el inocente Botticelli.
Hay aquí una concepción anti-historicista de la experiencia histórica que sólo
puede compararse a la de Benjamin –sobre quien sin duda surtió sus efectos-: el
arte no es ni eterno ni históricamente fechable , sino que “relampaguea” en una
suerte de siempre renovado anacronismo (¿mesiánico-catastrófico?) que
descompone radicalmente las certidumbres del progreso histórico. Que la
bibliografía crítica posterior (quizá con la única excepción del ya citado Didi-
Hubermann) haya olvidado, disculpado o disimulado la traición ética y política
de los discípulos-albaceas más famosos de Warburg (Gombrich y Panofsky,
centralmente) al volver a hacer de la historia del arte una disciplina
“humanista-progresista”, eso es en sí mismo un patético síntoma de lo que la
academia llama “el estado de la cuestión”.
Hay que insistir en que esa materia, la de la Tragedia y la Peste, es política ,
porque -y esta frase no es de Freud ni de Marx ni de Nietzsche, sino de
Napoleón Bonaparte- la política es la tragedia de una época que ha perdido a
sus dioses. Sin embargo, la cultura y la política del siglo XX, la cultura y la
política del siglo que ha prodigado algunas de las mayores tragedias colectivas
de la Historia después de los genocidios coloniales, esa cultura y esa política
-como siguiendo la asombrosa predicción de Marx de que la historia se produce
una vez como tragedia y otra como farsa- no es trágica: es paródica. Parecería
que si hay un Marx que ha terminado triunfando y dominando el arte en el
siglo XX no es tanto Karl como Groucho, con sus bigotes pintados, su chaqueta
de mangas demasiado largas, su manera ridícula de caminar con las rodillas
dobladas, pegado al suelo, como achatado por el peso de una realidad
aplastante en la que sólo se puede sobrevivir por la rápida verborragia chistosa.
35

O tal vez sea Buster Keaton, a quien tampoco caprichosamente eligió Samuel
Beckett como protagonista de su único film (llamado, precisamente, Film: la
tautología irónica, la repetición paródica, es el último recurso del arte en un
siglo que ha perdido el sentido de la tragedia): Buster Keaton, con su rostro
pétreo que mira con una suerte de azorada impasibilidad la sucesión de
desastres en el mundo que lo rodea, constituye junto a Groucho Marx la
metáfora más perfecta del sujeto del siglo de la “industria cultural”: la metáfora
de la sustitución del sujeto trágico por el sujeto cómico, es decir del sujeto
incómodo dentro de sus ropas, ridículo en su desconcierto ante la catástrofe,
pero que se hace el distraído, como si nada sucediera. Porque, en efecto, como
lo sugiere Freud, el origen de la comicidad es la impotencia para asumir la
realidad trágica de una situación. Es ese sujeto de identidad inestable, en
permanente deslizamiento, del que nada certero puede predicarse, como en ese
chiste ejemplar del propio Groucho, digno de figurar en la galería de chistes
judíos de Freud, y en donde un hombre interpela a otro diciéndole: "Es
verdaderamente asombroso cómo se parece Ud. a Fulano" "Pero... si yo soy
Fulano!", responde el interpelado. "Ah", se tranquiliza el primero, "debe ser por
eso que se parece tanto a él".

5.

La pregunta, entonces, se impone: ¿hasta dónde llega este poder del arte?
Contra lo que interpreta como confianza un poco ingenua de Benjamin en el
potencial "liberador" de las nuevas tecnologías estéticas que sabotean la
museificación de la cultura, Adorno advierte, premonitoriamente, la posibilidad
de que incluso la obra de vanguardia termine cayendo en aquella ilusión
"narcisista" de sustituir a la realidad que empezaron por contradecir en su
alteridad utópica. Si ello ocurriera, la cada vez más ubicua Industria Cultural,
apoyándose en ese mismo potencial tecnológico, tiene la posibilidad inédita de
apoderarse de la obra de vanguardia para ultimar el proceso de fetichización
ideológica al mercantilizar la lógica misma del  Inconsciente, al realizar
imaginariamente en la actualidad del mercado la utopía del deseo imposible, al
cubrir con un tejido de imágenes las faltas insoportables de lo real. El siglo del
psicoanálisis es también el siglo de lo que Marcuse llamó "colonización del 
Inconsciente" o "desublimación represiva", para indicar la puesta del 
Inconsciente al servicio de la alienación, una operación que sería imposible sin
los recursos de la creatividad estética. Más cerca nuestro en el tiempo, Fredric
Jameson reflexiona sobre cómo la lógica cultural del capitalismo tardío -que es la
denominación que prefiere para la eufemística globalización “postmoderna”-
deja pequeñas incluso a las más amargas intuiciones del texto frankfurtiano
sobre la industria cultural: ya no es sólo que la cultura se ha vuelto
“económica”, sino que la economía se ha vuelto “cultural” . La implicación mutua
entre cultura y capitalismo ha creado una nueva “máquina” de totalitarismo
36

audiovisual / informático / comunicacional que infunde verdadero terror a


quedarse “afuera”.
De todas maneras, este triunfo de una racionalidad instrumental que logra
poner al arte al servicio de un deseo alienado que oculta las faltas de lo real,
obliga a replantar de manera radical el estatuto liberador de la ficción. Ya no
parece tan evidente que toda ficción pueda resguardar sus momentos autónomos
de Verdad. Las teorías estéticas postestructuralistas, deconstruccionistas o como
se las quiera llamar, corren aquí el peligro de recaer en una ingenuidad
simétricamente inversa al del realismo tradicional pero con efectos
ideológicamente similares, al suprimir la alteridad crítica que la ficción o la
écriture oponen a una realidad que -por la mera existencia de esa alteridad-
puede percibirse como cruelmente imperfecta. La postulación del mundo, de la
sociedad o de la subjetividad como pura dispersión fragmentada de imágenes y
palabras desinvestidas, de flujos deseantes desligados, de átomos rizomáticos
destotalizados, ¿no puede resultar contradictoria con la idea del mismo
Foucault -de quien tantas de estas teorías se dicen tributarias- de que es el Poder
mismo el que ha adquirido este carácter en apariencia caprichosamente
circulatorio, de "asociación libre" desligada de todo objeto real, para mejor
ocultarse en una "ficcionalización" que quiere mostrarse inofensiva? Frente a
esto, sería paradójico -pero de ninguna manera impensable- que el Lukács que
se equivocaba en 1930 tuviera razón hoy, y que tuviéramos que abogar por
alguna forma de nuevo realismo totalizador que permitiera instalar el marco
para recuperar la diferencia crítica entre ficción y realidad, y a partir de ella dejar
que el  Inconsciente produjera nuevas utopías del Deseo, se pusiera de nuevo a
jugar. 
¿Hay alguna clase de esperanza (“esperanza” en el sentido del principio activo de
Bloch, no en el de una “espera” bienintencionada) de que algo semejante pueda
todavía ocurrir? Las vanguardias, de acuerdo, han muerto, aún bajo su forma
autoparódica o melancólica de las “trans-vanguardias” (o transa –vanguardias ,
como escriben con involuntaria ironía los italianos). Pero, ¿no podremos leer, en
alguna parte, sus Nachleben , el relampagueo de algún anacronismo que ponga
en cuestión tanto el reduccionismo historicista como la postmoderna pérdida
de la experiencia histórica que promueve el actual terrorismo cultural? El
último Jameson cree poder encontrarlo en lo que denomina las arqueologías del
futuro -la idea de una (contra)utopía donde la visión del futuro habla de las
ruinas del presente- construídas por ciertas formas de la ciencia-ficción (es
decir, de la “ciencia conjetural” de Borges, esa que sería en verdad,
jamesonianamente traducido, la ciencia del Inconsciente político ). Puede ser. O
quizá deberíamos volvernos nuevamente –las vanguardias “históricas” lo
hicieron en su momento: es incluso lo que les dio su condición de posibilidad – al
arte no occidental, “periférico”, que es actualmente (especialmente en el Africa
subsahariana) el que más radicalmente pone en juego, en su “forma” y su
“contenido”, las discronías provenientes de una experiencia histórica violada
37

por el Terror (el pasado, pero también el actual de saber que, bajo el imperio del
“capitalismo tardío”, son sociedades condenadas a la más cruel de las agonías,
quizá como una venganza siniestra de la Historia contra sus propios orígenes
perdidos).
No podemos saberlo. Se trata de un programa de preguntas , no de respuestas.
En todo caso, de una módica apuesta contra el Terror, aunque fuera la del
mínimo consuelo del caballero del Séptimo Sello de Bergman, cuando
enfrentaba a la Muerte con su “Está bien, voy. Pero bajo protesta”.

SACRUM Y TREMENDUM
Sobre lo político y sus desv(ar)íos teológicos

En este texto quisiera presentar un problema para el cual, como es costumbre,


no tengo solución. Tampoco tengo una posición nítidamente tomada frente a él.
Ni siquiera estoy muy seguro de cómo debe plantearse. O sea: es un problema.
Permítaseme entonces abordar la cuestión, como se dice, in medias res. El
cineasta Claude Lanzmann, autor de ese ya clásico film que es Shoah, se
enfurece –debo decir que con toda razón- contra otros films que abordan el
tema del así llamado “Holocausto”, por ejemplo La Lista de Schindler de
Spielberg o La Vida es Bella de Benigni. Su argumento es, desde mi punto de
vista, más que sólido: no puede tolerarse la banalización de ese Horror radical
bajo la coartada de una supuesta “belleza” de las imágenes que lo transmiten.
El Espanto terminal que supone la shoah no puede ser reducido a materia de
“comunicación artística”. Lanzmann, que yo recuerde, no cita a Walter
Benjamin y su canónica crítica a la estetización de la violencia, característica para
él del fascismo, pero es evidente que su propia crítica va en la misma dirección,
potenciada por el hecho de que esta violencia va mucho más allá –y en el
mundo de lo real- de lo que el mismo Benjamin podía imaginar en 1935.
Desde ya que no es la primera vez que se presenta una controversia semejante
respecto del derecho (o la falta de él) que tendría la imagen cinematográfica
para “representar lo irrepresentable” –y me gustaría después, si puedo, volver
sobre estas categorías-. En 1961 Gillo Pontecorvo –autor de la tan justamente
celebrada La Batalla de Argelia- había estrenado su propio film sobre los campos
de concentración, Kapò, del cual muchos espectadores recordarán el estético y
elegante travelling final que muestra a una prisionera del campo suicidándose
contra las alambradas porque la vida en el campo se le ha hecho insoportable.
En el siguiente número de los Cahiers du Cinema, Jacques Rivette publica una
famosa crítica que incluye su no menos famosa diatriba, luego recogida por
38

Serge Daney. Cito textualmente a Rivette: “Observen, en Kapo, el plano en que


Emanuelle Riva se suicida arrojándose sobre los alambres de púa electrificados:
el hombre que en ese momento decide hacer un travelling hacia adelante para
encuadrar el cadáver en contrapicado, teniendo el cuidado de inscribir
exactamente la mano levantada en un ángulo del encuadre final, ese hombre
merece el más profundo desprecio”. Y Serge Daney añade: “La célebre fórmula
de Godard que ve en los travellings una cuestión de moral me parecía una de
esas verdades evidentes que nadie discute. Yo no, en todo caso”.
Tampoco yo, ciertamente. Quiero decir: si se trata de discutirle a Spielberg o a
Benigni –incluso a Pontecorvo, aunque no sea estrictamente asimilable a los
otros dos- la dudosa eticidad de transformar la más horrenda experiencia
humana posible en un espectáculo de la industria cultural, no pareciera que
tenemos un serio problema. Lamentablemente, las cosas no suelen ser tan
simples.
Porque, Lanzmann no se queda en esto. Radicalizando al extremo la posición de
Rivette y Daney, pone en cuestión la legitimidad misma de que existan
imágenes –fotográficas o fílmicas, ficcionales o documentales- que tengan la
pretensión de poder representar lo irrepresentable de la Shoah. Como es sabido,
en su propio film Lanzmann no usa esas imágenes disponibles –por ejemplo las
tomadas por camarógrafos norteamericanos durante la liberación de los campos
en 1945, y que ya habían sido profusamente mostradas en un film de ficción,
Juicio en Nüremberg de Stanley Kramer, y antes aún, aunque de manera muy
rápida y fragmentaria, en El Extraño de Orson Welles-. Lanzmann se limita a
filmar algunos lugares, y sobre todo sus entrevistas con sobrevivientes, con
antiguos funcionarios nazis, con ciudadanos polacos que vivían en las
inmediaciones, etcétera. Y su condena hacia la voluntad de representación
icónica del infierno de los campos llega al punto de declarar que, en su
investigación previa para el film, no había encontrado imágenes tomadas por
los administradores de los campos, y que si las hubiera encontrado, las hubiera
destruido inmediatamente.
Bien, es evidente que aquí empieza el problema. Para comenzar por lo que
podría parecer una pequeña “inadvertencia”: se comprende muy bien, desde la
perspectiva de Lanzmann, que quiera usar palabras para “elaborar” las
imágenes que no deben ser mostradas; incluso este método ha sido prestigiado
por la práctica del psicoanálisis, como recuerda un defensor de la posición de
Lanzmann, Gérard Wajcman. Ahora bien, el film Shoah sí muestra, aunque más
no fuera, la imagen de aquellos sobrevivientes que Lanzmann entrevista,
algunos de los cuales llevan perfectamente visible el tatuaje del “número de
serie” del campo. ¿Es o no es eso una “representación” del horror de los
campos? ¿Se trata de una mera metonimia indirecta, o se trata de la muy directa
marca del poder exterminador inscripto para siempre en el cuerpo mismo de la
víctima, como en La Colonia Penitenciaria de Kafka?
39

Pero aún esto podría aparecer relativamente anecdótico frente a la ulterior


complejización del debate. Georges Didi-Huberman publica su también
conocido libro Imágenes a pesar de Todo, donde analiza cuatro fotografías de las
cámaras de gas tomadas con gran riesgo por un miembro de los
Sonderkommando con la intención de dejar registrado el horror en el que él
mismo se veía obligado a participar. Sí existían pues imágenes previas a la
liberación de los campos, y Didi-Huberman defiende (ya se verá en qué
condiciones) la legitimidad de su uso “representativo” del horror. Por su parte,
en el curso de una entrevista, Jean-Luc Godard –el autor de la célebre
admonición sobre la moral del travelling- objeta duramente a Lanzmann su
“absolutismo” anti-imagen, imputándole pretender encerrar a la Shoah en el
recinto intocable de lo sagrado, con el efecto objetivo de des-historizarlo, des-
politizarlo, y en el fondo des-humanizarlo, haciéndolo inaccesible al
pensamiento tanto como a la mirada. Lanzmann no solo acepta sino que
reivindica la imputación, sosteniendo que él ha querido hacer un film
estrictamente talmúdico, incluyendo la prohibición de la representación
mimética, y acusando a Didi-Huberman de “judío renegado”, y a Godard –que
usa algunas imágenes de los campos en varios de sus films, notoriamente en
Histoire(s) du Cinema- de no ser en el fondo tan diferente a Spielberg o Benigni.
Para Lanzmann ya no se trata solo de la “estetización de la violencia”, de la
monumentalización de la experiencia histórica de los sujetos, para volver a
Benjamin: cualquier uso de la imagen “representativa” de ese acontecimiento le
suena a herejía. Los medios, como corresponde, trivializan la polémica,
acantonando unilateralmente a los oponentes en dos bandos nítidos y
delimitados: los iconoclastas (Lanzmann y Wajcman) y los iconofílicos (Godard y
Didi-Huberman), en una suerte de reedición de las discusiones literalmente
bizantinas de fines de la Edad Media.
En suma: de repente, por un deslizamiento casi inadvertido pero radical, el
debate sobre la ética del travelling o del montaje se ha transformado en una
controversia teológica -¿o deberíamos decir teológico-política?: ya volveremos
sobre esto-, en la cual el cine, el lenguaje de las “imágenes en movimiento”, se
ve inesperadamente elevado a una dimensión inmanentemente religiosa, no tanto
por su temática explícita sino por el propio estatuto de su materia, esas imágenes
que, bien usadas, pueden operar la “redención física de lo real” de la que
hablaba, no sin sus propias connotaciones teológicas, Sigfried Kracauer, a quien
Godard no se priva de citar en el curso del debate.
Pero, vayamos por partes. No es verdad que los dos bandos puedan ser tan
fácilmente unificados y diferenciados. Como hemos visto, Lanzmann también
se ve obligado a utilizar imágenes –casi diríamos que por definición, puesto que
es un cineasta-. Por su parte, Didi-Huberman no puede ser más claro al decir
que las fotografías del Sonderkommando solo pueden ser analizadas
inscribiéndolas en un círculo de “interpretación fenomenológica” (es su propia
expresión) que tenga en cuenta el contexto histórico-concreto en que fueron
40

tomadas; eso supone, por supuesto, palabras y conceptos, y no el mero impacto


visual impedido de distancia crítica de, digamos, el travelling de Kapo. Y es
sabido que Godard siempre utiliza palabras en sus films, incluso palabras
escritas, bajo la forma de carteles, inserts de frases de filósofos o de estrofas
poéticas, etcétera. Lo que está en juego aquí, entonces, no es la oposición
excluyente entre la Imagen y la Palabra, sino las condiciones de posibilidad en las
que una articulación abierta, incluso ambivalente, entre ambas, pudiera sortear
el señuelo de la “estetización”. Lo que está en juego, si puedo decirlo así –y
habida cuenta del “tema” sobre el que gira la discusión- es el estatuto siempre
enigmático de la pesadilla. Gérard Wajcman tiene razón al recordar que el
psicoanálisis es la “cura por la palabra”; pero quizá se apresura un tanto al
pasar por alto lo que Freud denominaba el trabajo del sueño, con su montaje
aparentemente arbitrario de “representaciones de cosa” y “representaciones de
palabra”: si hay algo que lleva a sus últimas consecuencias la estructura del
rebus o del jeroglífico que Freud usa como metáfora del sueño, incluyendo su
“núcleo duro” irrepresentable, ese algo es el cine, al que no por azar Pasolini
llama “la escritura de lo real”.
Volvamos, en este marco, a la dimensión teológica a la que aludíamos. Godard,
como dijimos, desconfía de la sacralización a la que, según él. Lanzmann está
sometiendo a la Shoah, al prohibirse –y censurar duramente en los demás- el uso
de imágenes, de tal modo que el Horror quede ausente a la mirada, y se
transforme en una suerte de cosa en sí incognoscible. Esta implícita referencia a
Kant no es desde luego casual: en términos estrictamente estéticos, remite a la
categoría de lo sublime, y a la discusión sobre la posibilidad del arte de
“representar lo irrepresentable”, de asomarse a ese abismo aún sabiendo que
una representación plena será siempre del orden de lo imposible. En términos
más amplios, se trata de la sempiterna cuestión de, precisamente, lo imposible de
ser accedido por la conciencia, lo imposible de ser mirado de frente, lo imposible
de ser articulado simbólicamente, o lo que se quiera, que es toda una temática
en el pensamiento del siglo XX, desde el mismo Ser en Heidegger, pasando por
lo místico-erótico en Bataille hasta llegar a lo real en Lacan, etcétera.
Pero la posición de Godard (y hasta cierto punto la de Didi-Huberman), si la
entendemos bien, tiene otras aristas más claramente políticas: teme que el
“congelamiento” del Horror en un registro inefable, completamente inaccesible a
una Mirada aunque fuera oblicua, termine por sustraerlo a una historización
crítica: lo vuelva, en una palabra, intocable como sede terrenal de un Espanto
sobre el cual una acción plenamente humana pudiera intervenir. Sería un error,
en este sentido, levantar un “después de Auschwitz no se puede más hacer
imágenes”: sería, en primer lugar, malentender esquemáticamente a Adorno,
para el cual no se trata de que materialmente ya no se pueda hacer “poesía”, sino
de que la poesía que se haga –recordemos la de Paul Celan, por ejemplo- ya no
puede alegar inocencia, y deberá hacerse cargo de su inexcusable contaminación
41

por el Horror; esa es una de las acepciones posibles, después de Auschwitz, de la


“politización del arte” en su oposición a la “estetización de la política”.
Si tuviéramos entonces que traducir esta posición a los términos teológicos a los
que se ha desplazado el debate, diríamos que ella teme que la concentración en
el sacrum del Horror conduzca a una obturación del tremendum que ese Espanto
lleva como su “base material”: ese pavor numinoso –según la clásica definición
de Rudolph Otto- despertado por la Ira del Dios implacable. De el Dios,
decimos, pero por supuesto la dialéctica entre el sacrum y el tremendum no es un
privilegio del monoteísmo, sino que todas las sociedades humanas la han
conocido. La politización historizada de esa dialéctica implicaría no ocultar a la
vista que –más allá de sus simbolizaciones por el sesgo de las Furias divinas-
ella es una “obra” estrictamente humana, que incluso está inscripta
fundacionalmente en el origen de la cultura: ¿qué otra cosa arriesgan, por
ejemplo, las hipótesis de Freud en Tótem y Tabú o de René Girard en La Violencia
y lo Sagrado?
Desde luego, esto no implica una equivalencia de todas las formas del
tremendum: el genocidio, o el Terror generalizado, bajo cualquiera de sus formas
históricas (como las que estamos experimentando hoy mismo en múltiples
variantes), no es simplemente el precio de violencia transitoria que hay que
pagar para el re-anudamiento del lazo social –como en la lógica sacrificial del
chivo expiatorio de Girard-: al contrario, es la extensión del tremendum hasta el
extremo de hacer imposible todo lazo social: es la reversión del tremendum
originario en sus efectos potencialmente finales que liquiden toda posibilidad de
cultura. La sacralización de las víctimas –parecería advertirnos la “posición
Godard”- corre el riesgo de, justamente, sustraer a la Mirada la dialéctica trágica
entre el sacrum y el tremendum que es la estofa misma de nuestra Historia. Para
insistir con Benjamin, corre el riesgo de no dejarnos ver que todavía ni los
muertos están a salvo. Que su aniquilación no es una mera cuestión de
“memoria”, sino algo que nos sigue ocurriendo.
¿Se trata pues, como insinuábamos con reservas más arriba, de un debate
teológico-político? Es algo muy difícil de discernir. La relación entre lo teológico y
lo político, vía el “puente” de la discusión sobre la Shoah y sus imágenes, sin
duda está ahí. Pero eso es una generalidad: no cualquier relación entre esas dos
cosas se define inequívocamente como “teología política”. Más aún, la
definición de qué es exactamente la teología política se ha vuelto harto
problemática. El “retorno de lo reprimido” de lo teológico-político en las
últimas décadas –por razones variadas y enormemente complejas que sería
imposible discutir aquí- a veces ha impedido ver que ese “retorno”, con mayor
o menor visibilidad, ha sido una espasmódica constante a todo lo largo de la
modernidad, y muy en particular desde los inicios del siglo XX, entre otras
cosas como respuesta a las crisis revolucionarias mundiales desencadenadas a
partir de la I Guerra, y al colapso catastrófico del optimismo iluminista o
positivista, de la confianza en la Razón y el Progreso. El posicionamiento crítico
42

de la filosofía ante cosas como la cuestión de la técnica o la racionalidad


instrumental, las teorías de la cultura como malestar o como tragedia, todo eso, sin
ser manifiestamente “teológico”, conforma el gran telón de fondo del “giro”
teológico-político, como lo hacen –más explícitamente- las llamadas teologías de
la crisis de Barth o Bultmann, no azarosamente pergeñadas en el contexto del
ascenso de los totalitarismos, de las feroces crisis económicas, las guerras
mundiales, los genocidios. Y ese telón de fondo debería ser suficiente como para
poner a la teología política decididamente en el campo del nuevo tremendum
abierto en una época que, pese a todo, sigue siendo la nuestra.
En todo caso, la teología política, tal como la entendemos habitualmente, es una
consecuencia de la modernidad (y dicho sea entre paréntesis, quizá ello haga
especialmente apta para ella esa forma de arte moderna por excelencia, el cine).
No es que antes no existiera, sino que retroactivamente le asignamos ese
nombre a una serie de elaboraciones que no lo necesitaban. Porque, en efecto,
solo puede concebirse una teología política cuando esas dos cosas están separadas,
por efecto de la llamada secularización. Esta es una tesis weberiana que,
curiosamente, ya desde principios del siglo XX aparece compartida por los
teólogo-políticos de la derecha (digamos, Carl Schmitt) tanto como por los de
izquierda (digamos, los marxistas Benjamin o Ernst Bloch). Es en la crisis
desatada por esa secularización fallida –que fue incapaz de realizar sus
potenciales emancipatorios- que hay que entender la proliferación de lo que
Eric Voegelin llama las religiones políticas –de impronta más o menos
“gnóstica”-, según una lógica hoy llevada al extremo del tremendum por todos
los “fundamentalismos”: no solamente el islámico, sino también por ejemplo el
teo-con (“teológico-conservador”) de origen “bushiano”.
Es posible que esto ya no tenga vuelta atrás, y que el retorno de lo teológico-
político haya impactado en el pensamiento crítico genéricamente de izquierda
bien puede ser un síntoma de esa imposibilidad de retroceso. Pero, ¿en qué
términos? Es significativo que autores como Badiou, Zizek, Agamben o Taubes
se hayan ocupado exhaustivamente de San Pablo. O que, entre nosotros,
alguien como León Rozitchner se haya concernido con San Agustín. El período
que va de Pablo a Agustín, coincidiendo parcialmente con la patrística, es un
momento fundacional que se empeña, precisamente, en mantener la distinción
entre teología y política, sobre la base de afirmaciones crísticas del tipo “Mi
reino no es de este mundo”, o “a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del
César”: como ha dicho un autor, es un momento militantemente anti-
constantiniano, que no hace “teología política” sino teología de la política. Y en el
cual lo que se busca es la trascendencia de lo político en la teología, y no la
inmanencia de lo teológico fusionado en lo político, como hacen los
fundamentalismos.
Menciono todo esto porque, si bien antes dije que el retorno de lo teológico-
político era una “novedad” moderna, sabemos muy bien que muchas
“novedades” son una reinscripción de pasadas “ruinas”, recuperadas “en este
43

instante de peligro”. El retorno de lo teológico-político, hoy, debería actuar –


como lo propone Massimo Borghesi- en tanto crítica de la teología política, en
una época en que el pensamiento crítico no puede darse el lujo de no hacerse
cargo del tremendum que está en la base de aquel retorno (y no está de más
recordar que esa crítica ya empezó muy conscientemente con Erik Peterson y su
polémica con Carl Schmitt, casualmente en 1935, en pleno auge del nazismo).
Me permito ir cerrando –es decir, seguir abriendo- con mi propio “retorno”.
¿Puede incluirse en toda esta problemática el debate Godard / Didi-Huberman
versus Lanzmann / Wajcman? Tiendo a creer que sí, en la medida en que la
exclusión de las imágenes del genocidio –seguramente defendible, o al menos
comprensible en sus propios términos-, cuando es extremada al rango de
prohibición totalizante, de imperativo ético-religioso, corre el serio riesgo de
recaer en la teología política en el sentido “malo” que señalábamos. Es decir, de
hacer de lo teológico, incluyendo la dimensión de lo sagrado, una inmanencia de
lo estético-político, en lugar de buscar la trascendencia de lo estético-político
hacia lo teológico, incorporando críticamente la instancia de lo tremendum, al
menos hasta donde pueda ser mirado. Si se me permite aún otra paráfrasis de
Benjamin, el retorno de lo teológico-político, entendido como aquella crítica de
la teología política a que aludíamos, opone a la teologización de lo político la
politización de la teología.
Y, finalmente: ¿por qué el cine? ¿no podría haber constituido un igualmente
buen pre-texto para esta discusión cualquier otro lenguaje, artístico o no?
Probablemente. Pero el hecho es que el cine tiene la propiedad, con sus
“imágenes en movimiento”, de permitirnos asomar a lo tremendum como quizá
no pueda hacerlo otro lenguaje. Propiedad ciertamente bien forcluída por las
grillas de la industria cultural en las que está mayormente atrapado, pero no
por ello menos “retornable de lo reprimido”. ¿Habremos de privarnos de esa
posibilidad crítica por un exceso de “teología política”? Es interesantemente
paradójico que allí donde Lanzmann, para hablar del genocidio, propone un
film sin imágenes, otro cineasta, Harun Farocki, proponga –también para hablar
de la Shoah- un film mudo, donde la palabra no pueda “comentar” unas
imágenes del archivo de lo tremendum mostradas sin ninguna clase de edición
ni montaje, para sustraerse a la tentación estetizante. Y esa aptitud cinemática
para lo tremendum por fuera de la “sacralización” queda perfectamente
ilustrada con otra pequeña reflexión del propio Farocki, cuando nos recuerda
que, gracias a la montadura de pequeñas cámaras en los misiles o drones,
pudimos ver los bombardeos de Irak en lo que él llama “planos subjetivos
fantasmas”, en los que además nunca vimos ningún muerto, así como nunca
vimos los del 11 de septiembre. Lo cual, añade Farocki, nos hace imaginar que
si por alguna razón la especie humana se extinguiera de un momento para el
otro, la guerra podría continuar, y podría continuar siendo filmada. Y entonces
tendríamos infinitas imágenes de lo real, que ya nadie podría mirar. ¿Se puede
pensar algo más tremendum?
44

En fin, como dije al principio, quería solamente presentar un problema. Y si


alguien me preguntara cuál es mi respuesta a las cuestiones de ese problema, y
ya que hemos hablado de teología, tendría que responder con las palabras de
un personaje de El Poder y la Gloria de Graham Greene, cuando es interrogado
por su fe: “Toda una vida de dudar no quiere decir que haya llegado a una
conclusión”.

LOS SILENCIOS DEL SONIDO


(O, por qué el arte es el enemigo de la comunicación)

Si un célebre tema musical pop de los años 60 pudo llevar como título “Los
sonidos del silencio”, quizá eso pueda entenderse como una banalización
festiva del famoso gesto vanguardista de John Cage al “componer” una pieza
musical que hacía estricto silencio durante cuatro minutos y treinta y tres
segundos. El silencio, parece decirnos Cage, tiene valor por sí mismo, no como
mera ausencia de sonido. Por supuesto, los músicos saben muy bien esto: el
intervalo silencioso es decisivo para el valor de la nota; es el contraste entre el
sonido y el silencio lo que articula la estructura de la música. Eso es fácil de
detectar en “el arte de combinar los sonidos” (y por lo tanto, los silencios). Pero,
¿qué decir de otras formas de arte –la pintura, la escultura- que, siendo por
45

naturaleza “silenciosos”, logran a veces, y por ello mismo, hacernos escuchar el


silencio tanto como Cage?
Permítasenos, para ilustrar imperfectamente esa rareza, poner en contigüidad
arbitraria –como si dijéramos en una panoplia del Atlas Mnemosyne de Aby
Warburg- cuatro o cinco imágenes de la historia del arte que representan gritos,
aullidos, alaridos: cosas como El Grito de Munch, la trasposición que hace
Francis Bacon del Retrato de Inocencio X de Velázquez, el anónimo Laocoonte de
la antigüedad griega, el canónico fotograma de la nurse gritando en El
Acorazado Potemkin de Eisenstein. Hay muchos otros, sin duda.
El cuadro de Munch, para empezar por él, ostenta una importante prosapia en
la teoría psicoanalítica: siendo un objeto para la mirada, le sirve a Lacan para
introducir el estatuto de un objeto privilegiado, la Voz. Pero, paradójicamente,
en articulación con lo que en apariencia le es más opuesto: el silencio. “El resto
es silencio”, dice Hamlet. Y en efecto, el silencio es un resto, producido por una
operación de la voz. Sin embargo, más allá o más acá de Lacan, lo que nos
importa ahora es constatar la aporía –obvia solo en apariencia- de que un grito
sea representable por una pintura. Es decir: por un arte por definición silencioso,
mudo.
Tampoco se trata de un caso inaudito. El oxímoron del grito mudo tiene bien
ganados galones en la historia del arte. Un paradigma es el Retrato del Papa
Inocencio X según Velázquez pintado por Bacon en 1953 como una “re-visión” del
famoso Retrato de Inocencio X de Velázquez, de 1650. Se recordará cómo, en
Bacon, el rostro firme, severo, de mirada admonitoria, de Inocencio aparece
desencajado en un alarido de horror abisal, sus ojos antes serios ahora vueltos
hacia una sima de muerte y de locura. Bacon sabe lo que hace: es el contraste
imposible entre el silencio de la imagen fija y esa boca abierta en un grito lo que
le otorga todo su valor de espanto a la “mudez”. ¿Se ha inspirado en Bacon otro
Francis, Ford Coppola, para esa famosa escena de El Padrino III en la que
suspende el sonido cuando don Corleone abre la boca en un alarido de angustia
ante el cadáver de su hija asesinada en las escalinatas del teatro?
Muchísimo antes, más de dos mil años atrás, ese grito mudo juega su propia
imposibilidad con su cuerpo –y el de sus hijos- de piedra, envuelto por las
monstruosas serpientes que el ánimo vengativo de Minerva le ha enviado. Que
se trate de una escultura –arte de la inmovilidad y el silencio por excelencia, más
aún que la pintura- tiene una enorme relevancia, que Lessing, en su tratado
llamado precisamente Laocoonte (un texto seminal en la estética moderna) no ha
dejado de captar finamente: es porque Laocoonte permanece mudo –si bien la
imagen muestra inequívocamente su grito- que podemos contemplarlo con
compasión; si realmente pudiéramos escuchar su aullido, ese espectáculo nos
resultaría insoportable, horroroso, siniestro. Y sin embargo el cine, arte del
movimiento por excelencia, ha podido casi hacer lo mismo, y mucho antes de
Coppola: allí está el famoso fotograma de Eisenstein que citábamos antes (por
46

supuesto, Potemkin es un film “mudo”: pero tomar en cuenta esa limitación


técnica de su época no hace menor el efecto sobre un espectador actual).
Todo lo anterior nos sirve para introducir una vacilante hipótesis –o ni siquiera:
apenas una ocurrencia-: el “grito mudo”, o la representación en imagen
silenciosa de un gesto que convoca “naturalmente” al sonido (el del alarido,
para el caso) puede ser una buena metáfora del modo en que el arte, el que
realmente importa, está hecho de lo que le falta: es en sus “silencios” –allí donde
debería haber “sonido”- que se resguarda un sentido todavía incompleto, un
misterio a develar, un todavía-no (para decirlo con Ernst Bloch) que demanda
una experiencia de interpretación, es decir de construcción de sentido, allí donde
los fetichismos de la “comunicación” (hoy presentes hasta la saturación de la
vista y el oído) quisieran hacernos creer que los sentidos están hechos. Que a
cada sonido corresponde un sentido, y que el silencio es sin-sentido por
antonomasia. Y bien, no: una defensa del silencio (que a veces sí es “salud”)
todavía, o nuevamente, es una trinchera de resistencia ante el embate fascista del
“sonido y la furia” comunicacional.

1.

Propongamos la siguiente utopía (negativa): un equipo multinacional de


traductores se propone traducir todos los textos producidos en una lengua
-digamos, el castellano- a todas las otras lenguas existentes en el mundo -unas
seis mil, aproximadamente-. A poco de andar, la tarea se revela más que
ímproba, absolutamente kafkiana en su improbabilidad (en sentido fuerte): cada
texto singular, traducido a una lengua, produce a su vez -puesto que el mero
cambio de lenguas introduce variantes de sentido en el original- un texto nuevo
que sería necesario traducir a las otras 5999 lenguas, cada una de cuyas
traducciones produciría un nuevo texto a traducir, y así sucesivamente, hasta el
infinito; “infinito” es aquí la palabra clave (y, desde luego, intraducible): como
ha dicho Benjamin, la esencia de cada lengua, su differentia specifica, solo se hace
evidente en la traducción, vale decir, en su confrontación con las otras (5999)
lenguas. Pero, como lo revela nuestra pequeña parábola, esa tarea no puede
tener fin, al menos no un fin humano; solo una omnipotente inteligencia divina,
que conociera de antemano todos los posibles efectos multiplicadores futuros
de todas las posibles traducciones a todas las lenguas, podría verdaderamente
realizar esa esencia total del lenguaje.
Tal vez sea por eso -porque los hombres saben que no son dioses, aunque les
cueste resignarse a esa herida narcisista- que las relaciones entre las lenguas, e
incluso al interior de ellas, sean principalmente de conflicto (como lo muestra
Bajtín) y no de armonía. No es solo que una traducción perfecta sea imposible,
sino que es indeseable: ¿quién querría asumir ese rol un tanto siniestro? (El casi
inevitable “nacionalismo lingüístico” es la forma política reactiva de esa
impotencia).
47

Es decir, la noción misma de comunicación (aun con sus “ruidos”) es


virulentamente anti-poética: la comunicación es la reducción de los enigmas del
infinito al segmento, efímero e ilusorio, de su traducibilidad; pero, siempre para
Benjamin, la traducción, y por lo tanto, la comunicación, no es sino un
procedimiento transitorio y provisional para interpretar lo que tiene de singular
cada lengua. La singularidad de cada lengua está en permanente relación de
tensión con la totalidad del lenguaje; en cada frase, en cada palabra -quizás en
cada fonema- de una lengua resuenan, por ausencia, todas las otras lenguas,
incluidas las muertas (o “desaparecidas”) y las del porvenir, así como dice
Sartre que en cada calle de una ciudad está la ciudad entera. No se trata de
ninguna “unidad del género humano” ingenuamente humanista: por el
contrario, se trata de una imposibilidad, estrictamente humana, de alcanzar la
esencia completa del lenguaje, salvo -como muestran Cassirer o Steiner- en el
prebabélico mito de origen. O, según la alegoría benjaminiana, en el instante
mesiánico y apocalíptico de la Revolución. Pero todavía no estamos allí.
Mientras tanto, cada lengua está irremediablemente fragmentada, amputada de
su totalización en el lenguaje, y en ella anida una ausencia originaria, un callar
radicalmente incomunicable. La clave de una lengua, de cualquiera, es el
silencio de todas las demás que resuena en ella. Y si recién no se trataba de
humanismo, ahora no se trata simplemente de alguna inefabilidad mística (si
bien es cierto que el místico es el que se hace cargo –esa es su “locura”- de que
Dios, a veces, hace silencio): el secreto que guarda cada lengua -es decir, cada
matriz de la “competencia simbólica” de las formaciones sociales- es la cifra de
su historicidad, de su específica politicidad, en el sentido amplio pero también
estricto de que, junto al trabajo (junto a la capacidad de autoproducción del
sujeto por la transformación de la naturaleza), la lengua (la capacidad de
autoproducción del sujeto por la simbolización de los sonidos y también de los
silencios) constituye ontológicamente al ser social.
Si se acepta esto, habrá que concluir que la incompletud de toda lengua, el modo
en que sus enunciados también consisten en los silencios que evocan, el
resguardo de sus secretos incomunicables (que hace posible, entre otras cosas,
que toda lengua necesite una literatura, una poesía, algo que hable de lo
indecible), es lo que permite que haya futuro, es decir, que haya Historia: la
Historia debe ser entendida también como la “memoria anticipada” a la que se
refiere Bloch, como el deseo interminable de alcanzar el horizonte en
desplazamiento del lenguaje; hacer literatura, hacer arte, hacer política, hacer
historia es -para repetir la bella expresión de Sartre- “arrojarse hacia el
Horizonte”: dicho de otro modo, hacer que la palabra apunte al silencio. Hacer,
meramente, “comunicación”, es embrionarse en el puro presente, en el hic et nunc
donde el poder nos tiene siempre al alcance de la mano. La obsesión
comunicativa solo pudo haber emergido en una época como la nuestra, que ha
enajenado su voluntad de hacerse en el confort placentero, placentario, del
entenderse. No siempre fue así.
48

2.

Hace ya varias décadas, el etnógrafo Marcel Griaule informó que los dogon de
Senegal guardan durante toda su vida un celosísimo secreto, que se llevan a la
tumba, que no revelan ni a sus padres, ni a sus hijos, ni a sus mujeres, que
constituye el núcleo único e inaccesible de su subjetividad (los dogon tienen una
vida extremadamente “pública”): ese íntimo secreto es su nombre. Quiero decir:
su verdadero nombre, el que eligen para ellos, y no el nombre falso que usan para
“comunicarse” con el resto de la tribu. Su nombre auténtico, en cambio,
permanece en eterno silencio. O sea, un dogon no puede realmente ser interpelado,
en el sentido althusseriano; hay una distancia infinita, irreductible y no
suturable entre los dos “nombres” de este sujeto literalmente dividido.
Es una situación interesante para pensar en ciertos espejismos: entre los dogon,
la ilusión comunicativa está sostenida por ese núcleo estrictamente
incomunicable, por la existencia de una palabra radicalmente inaccesible,
misteriosa, desconocida, callada para siempre, con la que sin embargo tienen
que contar los miembros de esa sociedad -todos los dogon tienen un nombre
secreto; para cada uno de ellos, por lo tanto, hay cientos, miles de signos
desconocidos que deben ser descontados del lenguaje social para que la
“comunicación” sea posible-.
Tomemos otro caso, no muy lejano geográficamente de los dogon. Los luba del
sudeste del Zaire -relata Adolfo Colombres- utilizan para emitir mensajes el
cyondo, tambor que presenta en la parte superior una larga hendidura con dos
labios (ellos mismos los llaman labios). El más grueso emite un sonido bajo, al
que se llama “la voz hembra”. El otro emite un sonido agudo, la “voz macho”.
Esto resulta de especial relevancia, pues la lengua luba tiene una oposición de
duración (vocales breves y vocales largas) y otra de tonalidad (tono alto, tono
bajo y tono complejo). El cyondo registra estas cualidades, y si bien no alcanza a
emitir sílabas (consonantes y vocales), sí logra comunicar las características de
duración y de tono de esas sílabas. Mediante el procedimiento de la
amplificación, los tambores son capaces de desarrollar una frase, una palabra o
una idea básica desplegándola con diversas técnicas, que incluyen el uso de
fórmulas estereotipadas (las “holofrases”), constituidas por uno o varios versos.
Pero también recurren a las metáforas, dando una forma alambicada, poética, a
mensajes que podrían emitirse de un modo sencillo, referencial. Así, muchas
epopeyas africanas sobreviven durante siglos en la piel tensa del cyondo,
transmitiendo de generación en generación una tradición que no obstante es
diferente en cada versión, ya que recurre a distintas “metáforas”. Los cyondo, de
más está decirlo, son tocados por “profesionales” que tardan muchos años en
formarse, y que se llevan a la tumba el secreto de su técnica.
Último ejemplo. Entre los oualof de Senegal existe el gewel o griot, el recitador
oficial de los mitos de la tribu. El griot también debe sufrir un largo y trabajoso
49

aprendizaje secreto para alcanzar, en su recitado, la más absoluta y monótona


neutralidad, ya que el mito, a través de los siglos, debe ser narrado exactamente
de la misma manera, sin la más mínima alteración semántica ni sintáctica, en el
mismo tono de voz. Se trata de una cuestión de supervivencia: de otra manera,
el cosmos perfectamente ordenado y en equilibrio que el mito representa se
derrumbaría catastróficamente, y la sociedad oualof como tal desaparecería. De
modo que el relato del griot está sometido a una estrecha vigilancia por parte
del tribunal de griots retirados que han sido sus maestros, para evitar que la
más ínfima transgresión de un punto o una coma, el más imperceptible cambio
de pronunciación, desate el apocalipsis: hay muy pocos casos como este de los
que pueda decirse que el Ser entero de una sociedad pende del delgado hilo de
“las palabras de la tribu”. Y de sus silencios.

3.

Recapitulemos. Los dogon sustraen de la comunicación la intimidad del sujeto:


un dogon jamás sabrá a quién le habla -ni, claro, a quién está escuchando-; el
secreto del nombre propio transforma el esquema emisor / receptor (o
destinador / destinatario, etcétera) en una ficción necesaria, donde un agujero
de silencio sostiene a toda una comunidad hablante en una red de circulación
de mensajes articulada alrededor de la falta. Los luba, por su parte, apuestan a
un exceso innecesario para los fines de una comunicación “funcional”: una
percusión sexualizada –“labios”, “voz macho”, “voz hembra”- sustituye y replica
los fonemas de la lengua (los luba, parece, son una sociedad más bien silenciosa
y parca), y se da el lujo de hacer “metáforas”, de retorizar a los golpes
(¿Nietzsche no filosofaba a martillazos?). Finalmente, los oualof demuestran por
el absurdo lo discutible de la hipótesis lévistraussiana según la cual el mito es
una narración que no responde a la fórmula traduttore / traditore (en el mito de
Lévi-Strauss lo que importa son sus estructuras lógicas universales, que hacen
que la traducción sea siempre eficaz): ya no se trata simplemente de que el estilo
narrativo personal del griot puede cuestionar esa universalidad, sino
exactamente al revés, que la más absoluta ausencia de “estilo” que ellos logran
es irreproducible; el carácter hipnótico de esa monotonía repetitiva y
completamente plana (ese ”texto de goce”, lo hubiera llamado Roland Barthes)
requiere un esfuerzo de neutralización de la propia lengua que solo es posible
en esa lengua.
Y además, en los tres casos, la circulación de mensajes está condicionada por un
silencio inviolable, por un secreto: el ocultamiento del nombre, o la naturaleza
“clandestina” del aprendizaje de los tambores y de la iniciación en la técnica de
narración del mito. En los tres casos hay algo que le falta o le sobra al circuito
comunicacional –un silencio o un estruendo: ambos pueden ser excesivos restos
comunicacionales-, pero es ese resto incontable, descontado, el que hace posible
la cultura; el circuito mismo es, en verdad, lo que resulta superfluo. O, mejor
50

dicho: está allí para disimular tautológicamente su propia superfluidad, es una


opacidad que hace pensar en una posible transparencia que en realidad jamás
existió (como cuando Lacan dice que la ropa sirve para ocultar... que no hay
nada que ocultar: la desnudez total supondría la muerte del deseo, por eso no
hay ninguna cultura que no “marque” el cuerpo de alguna manera; podríamos
decir que la plena desnudez es un silencio de la libido).
Digámoslo brutalmente: la obsesión por la transparencia comunicativa es una
exclusividad moderna y occidental (el buen socialdemócrata Habermas no
podría desde luego ser dogon, luba ni oualof). Y seamos groseramente
reduccionistas (parafraseando lo que decía Masotta sobre el existencialismo
sartreano, cierto reduccionismo será siempre pertinente): es una trasposición
ideológica de la ficción de la transparencia del mercado -que, sin embargo, es
desmentida por el propio discurso liberal mediante el lapsus de apelar a una…
“mano invisible”-.
Se puede dar un paso más, de audacia apenas tímida; la democracia tal como la
entendemos y la practicamos hoy, su “credibilidad” ideológica, es el tercer
pliegue de esa ideología de la transparencia; la idea misma de representación -un
concepto de vertiente doble: político-social, estético-comunicacional- es
tributaria del imaginario de lo todo-comunicable, en tanto la democracia traduce
sin traición –sin silencios molestos- la “lengua” de los “representados”. En el
reino de la transparencia democrática, al igual que en el de la transparencia del
mercado y la comunicación, no puede haber silencios, restos, secretos, faltas,
excesos ni “plusvalías”, todo lo cual implicaría el riesgo del quiebre de la
“totalidad translúcida” (por eso teorías como la de Marx o la de Freud no son
“democráticas” en ese sentido: ellas parten de la premisa de un universo social o
subjetivo que está constitutivamente opacado por sus propias zonas ocultas,
por los secretos y los silencios de la lucha de clases o el inconsciente, de la
plusvalía o la pulsión; Marx o Freud sí que podrían haber sido dogon, luba,
oualof).
La totalidad translúcida de la comunicación democrática del mercado, por otra
parte, tiene que suponer la existencia de un Otro igualmente transparente -sin
nombre secreto- con el cual comunicarse, al cual comprarle y venderle, al cual
representar. La ilusión de la comunicación supone, en efecto, la existencia de un
Otro (ya se sabe que esa palabra se escribe con mayúscula) con el cual es
imprescindible entenderse para lograr una coexistencia democrática y respetuosa
de las mutuas diferencias. No obstante, todos sabemos que no es así en la
“realidad”: lo sabemos, a la manera de aquella fórmula ya canónica de Octave
Mannoni: ya lo sé, pero aún así… “Aún así”, en efecto, confiamos en los discursos
antes que en lo que ellos, necesariamente, silencian.
Ya se ve, entonces: ninguno de estos conjuntos discursivos justifica la confianza
habermasiana en un futuro de transparencia comunicativa -ni siquiera, para ser
justos con Habermas, como hipotético “modelo de regulación”-. No lo justifica
ni en su posibilidad ni, hay que decirlo, necesariamente en su deseabilidad.
51

4.

Hay otras lecturas que es pertinente nombrar aquí: la ya mencionada de Walter


Benjamin, por caso. A propósito, justamente, de la traducción, es imposible
olvidar aquella idea benjaminiana que citábamos: una traducción perfecta -una
“comunicación” plenamente transparente, diríamos- solo le está reservada a
Dios, ese Otro absoluto, no castrado e incastrable, que siempre tiene algo de
siniestro; a nosotros, simples mortales, solo nos está permitido reescribir
incansable y fallidamente al Otro, sin esperanzas de ponerle punto final a ese
texto, de poder realmente inscribir ese resto incodificable, constitutivamente
silencioso, que el Otro arroja. Y esa carencia es nuestra salvación: es ella la que
mantiene el deseo de seguir, por ejemplo, escribiendo, mientras que la
“comunicación” total, perfecta, sería -como la desnudez completa del cuerpo
ajeno- la lisa y llana muerte del deseo. Creemos -para seguir recordando
lecturas- que era Rimbaud el que decía que el mundo es el espacio del
permanente malentendido: “Por suerte”, agregaba, “porque si la gente
realmente se entendiera... se matarían todos entre ellos”.
Pero volvamos, decíamos, a Benjamin. En otro de sus luminosos ensayos (y en
otra demostración del absurdo de hacer de Benjamin un teórico de la
“comunicación”), sindica, precisamente, a la comunicación de masas -aquí bajo
la forma del periodismo- como responsable de la muerte de la narración en tanto
intercambio de experiencia vital:

Con la dominación de la burguesía, que tiene a la prensa como uno de sus


instrumentos más importantes en el capitalismo desarrollado, emerge una forma
de comunicación, la información, que amenaza con el hundimiento de la
experiencia y la inteligencia de lo lejano -en el tiempo y en el espacio-16.

La información, se sabe, es por definición sonido pleno; no hace lugar para el


silencio, es abrumadoramente cercana, es una plenitud de sonidos que invade
los espacios más íntimos de la Ciudad. Lo lejano para Benjamin -lo que
mantenía un “aura” de autoridad creadora aunque (o tal vez porque) no
estuviera sujeto a verificación, es decir, lo que permitía mantener el componente
de secreto, el enigma de la lengua y de las culturas- ha sido sustituido por el
ideal (meramente ideológico, claro está) de la verificabilidad, de lo “comprensible
en sí mismo”, de lo que no está sujeto al conflicto de las interpretaciones que
intentan descifrar los silencios: en definitiva, de lo próximo, lo inmediato que no
admite otro análisis crítico, u otro goce, que su confrontación empírica con la
“realidad”.

16
Walter Benjamin: “El narrador”, en Iluminaciones, Madrid, Taurus, 1987.
52

La nostalgia benjaminiana por ese universo perdido, por ese imaginario abierto
y pleno de incertidumbres que constituía lo narrativo de la épica a la novela, de
la tragedia a la aventura, está muy lejos de ser conservadora o tradicionalista (o
quizá haya que decir que hoy, en un mundo subordinado al mero presente
efímero de la información de modo incomparablemente más virulento que en la
época de Benjamin, cierta forma de conservadurismo y tradicionalismo sea una
manera de ser “de izquierda”): más bien, lo que lamenta es, nuevamente, la
paralización del futuro, aquel que dormía en el secreto como promesa silenciosa
de la Historia.

5.

Como en estos tiempos posmodernos (se nos disculpará que, en honor a la


brevedad, utilicemos este anacronismo, ya que el término hace rato que ha sido
superado) los objetos de compraventa -esas mercancías-fetiches de triste
memoria- son fundamentalmente (cuando no exclusivamente) imágenes, y como
la mayoría de las imágenes tienen la fastidiosa costumbre de colocarse en el
lugar de los objetos para re-presentarlos, no sorprenderá a nadie que nos
atrevamos a afirmar lo siguiente: primero, que si todavía existe hoy algo
parecido a lo que en aquellos tiempos pretéritos se llamaba “lucha ideológica”,
esta tiene lugar en el campo de las representaciones antes que en el de los
conceptos; y segundo, que todo este galimatías que sin mucho éxito estamos
tratando de desentrañar nos conduce peligrosamente de regreso a la cuestión de
los medios de comunicación de masas. O, para ser más precisos, a eso que
Adorno y Horkheimer etiquetaron como la “industria cultural”: una industria
que tiene la muy peculiar característica de producir, directamente,
representaciones, cuyo consumo indiscriminado y “democrático” (ya que la ley
que preside su elaboración, como corresponde a una constitución republicana,
es igual para todos, aunque sean muy pocos los autorizados a elaborarla, y esos
pocos se llamen, casualmente, representantes) no se limita a satisfacer
necesidades -reales o imaginarias- sino que conforma subjetividades, en el sentido
de que -puesto que por definición el vínculo del Sujeto humano con su realidad
está mediatizado por las representaciones simbólicas- el consumo de
representaciones es un insumo para la fabricación de los sujetos que
corresponden a esas representaciones.
Bastaría este razonamiento breve para entender la enorme importancia política
-en el más amplio sentido del término- que tiene la industria cultural, ya que
una de las dos operaciones más extremas y ambiciosas a que puede aspirar el
poder es justamente la de fabricar sujetos -la otra, por supuesto, es la de
eliminarlos-. Pero podemos ir todavía más lejos. En efecto, esa fábrica de sujetos
universales que es la industria cultural massmediática -y que hoy, en la llamada
“aldea global”, ha realizado en forma paródica el sueño kantiano del sujeto
trascendental- postula a su vez su propio sueño, su propia utopía
53

“tecnotrónica”, si se quiere pensarlo así, que es la utopía de la comunicabilidad


total, de una transparencia absoluta en la que el universo de las imágenes y los
sonidos no representa ninguna otra cosa más que a sí mismo.
Se trata otra vez, cómo no verlo, del correlato exacto de la idea de un mercado
“transparente” en el que no existe otro enigma que el cálculo preciso de la
ecuación oferta / demanda, o de una democracia igualmente transparente, en la
que un espacio público universal establece la equivalencia e intercambiabilidad
de los ciudadanos, y donde la única “oscuridad” que existe (puramente
metafórica, claro está) es la del cuarto ídem donde el ciudadano va a depositar
su papeleta en el más absoluto silencio –está prohibido “cantar” el voto, como es
sabido-.
Pero esta idea de una comunicabilidad total, de un mundo de imágenes y
sonidos como pura voluntad de representación -si se nos permite burlarnos
respetuosamente de un famoso título de Schopenhauer- tiene, desde ya, varias
consecuencias. La primera (seguramente tranquilizadora para muchos) es que
de realizarse este sueño massmediático de completa transparencia quedaríamos
inmediatamente eximidos de, además de incapacitados para, la penosa tarea de
interpretar el mundo –sus silencios y sus enigmas-, y por lo tanto de
transformarlo, ya que toda práctica de la interpretación, en la medida en que
problematiza la inmediatez de lo aparente, introduce una diferencia en el
mundo, lo vuelve parcialmente opaco: vuelve borrosa la imagen, hace escuchar
los silencios en el sonido.
Esa opacidad, esa inquietante extrañeza ante la sensación de que el mundo
guarda secretos no dichos y tal vez indecibles, no representados y tal vez
irrepresentables, no comunicados y tal vez incomunicables, de que hay algo que
se juega en alguna otra escena que la de las representaciones inmediatas, es lo
que se llama -ya sea en términos ampliamente epistemológicos o estrictamente
psicoanalíticos- lo inconsciente.
Ahora bien, las ideologías massmediáticas de la transparencia y de la perfecta
comunicabilidad, de un mundo sin secretos y donde por lo tanto toda
interpretación y toda crítica serían superfluas frente a la ubicuidad de lo
inmediatamente visible y escuchable, parecen volver obsoletas hasta las más
apocalípticas previsiones de la Escuela de Frankfurt sobre los efectos de la
industria cultural: por ejemplo, las impugnaciones de Marcuse a la
“desublimación represiva” o a la “colonización de la conciencia”, puesto que de
lo que se trataría aquí es de mucho más que eso: se trataría de la lisa y llana
eliminación del inconsciente, y por consiguiente de la liquidación de la subjetividad
crítica. No habría ya “otra escena” sobre la que pudiéramos ejercer la sana
paranoia de sospechar que allí se tejen los hilos de unas imágenes que aparecen
como síntomas de lo irrepresentable, de unos sonidos como síntoma de lo
silenciado, sino que todo sería una pura presencia de lo representado y lo
escuchado, una pura obscenidad, que no es otra cosa que la obscenidad del poder
54

que se muestra al tiempo que parece disolverse en la transparencia de las


imágenes y los sonidos fetichizadas.

6.

Pero la ideología massmediática de la comunicabilidad tiene una segunda


consecuencia, estrechamente ligada a la anterior, en la que nos detendremos un
momento: la disolución de los límites entre la realidad y la ficción. Sabemos que
esta es una afirmación extraordinariamente problemática, ya que lo que
llamamos “realidad” no es una categoría de definición tan evidente, ni lo que
llamamos “ficción” es tampoco algo tan evidentemente opuesto a lo que
llamamos “verdad”, cualquiera sea la definición que queramos darle a este
último término. Justamente, las monumentales narrativas teóricas de Marx o de
Freud están montadas sobre la idea de que las grandes producciones ficcionales
de las sociedades (llámense ideología, religión o fetichismo de la mercancía) o
de los individuos (llámense sueños, lapsus o alucinaciones) no son, en el
sentido vulgar, mentiras, sino regímenes de producción de ciertas verdades
operativas, lógicas de construcción de la “realidad” que pueden ser
desmontadas para mostrar los intereses particulares que tejen la aparente
universalidad de lo verdadero.
Por lo tanto, la interpretación solo puede producir la crítica de lo que pasa por
verdadero a partir de esas ficciones tomadas en su valor sintomático. Dicho lo
cual, no significa en absoluto que todas las construcciones ficcionales tengan el
mismo valor crítico, sino solamente aquellas en las que puede encontrarse la
marca de un conflicto con lo que se llama “realidad”, y que sean por lo tanto
capaces (aun, y sobre todo, si lo hacen de manera “inconsciente”) de devolverle
su opacidad a la engañosa transparencia de lo real, de escuchar en ella lo
silenciado entre sus líneas –los entre-dichos prohibidos, como se puede traducir
la palabra latina inter-dicto-, lo no representado en los bordes de sus imágenes,
lo no comunicado en el murmullo homogéneo de la comunicación. El nombre
verdadero de los dogon, el secreto de la técnica de los tambores luba, el enigma
de la trabajosa “neutralidad” de las narraciones oualof: es de todos esos secretos
de lo que se está intentando privarnos. Eso se llama barbarie. La experiencia de
lo poético, la del arte en general, -pese a, e incluso en razón de, lo “bárbara”
que pueda ser dentro de su propio espacio- es, por el contrario, civilizatoria:
apuesta a la construcción sobre lo desconocido, a la fundación de lo por-conocer.
Pero lo hace de un modo radicalmente diferente del de las aspiraciones de la
ciencia -incluyendo las de la “comunicación”-, porque su propio movimiento
crea nuevas zonas secretas, intraducibles. Es una apuesta a los silencios, sobre
cuyas ausencias se puedan construir sentidos nuevos, productores de más, pero
otros, silencios. Eso es, entre otras cosas, el arte. Si Adorno pudo decir de él que
es el producto anti-social de la sociedad, permítasenos ahora añadir: y el
producto silencioso del sonido y la furia.
55

“EL SUEÑO DE UNA(S) COSA(S)”

Leonardo da Vinci y Sigmund Freud como cineastas

Hablando sobre el cine de John Cassavetes, Jean-Louis Comolli lo sindica como


“una física, pero una física de las emociones”. Incluso le adjudica una especie de
violencia. Pero –y es una distinción enormemente inteligente- se trataría de una
violencia sucia, opuesta diametralmente a la violencia limpia del mainstream
hollywoodense, con sus cuerpos tecnificados y “calculados” (como el de
Stallone o el de Schwarzeneger, digamos). En Cassavetes nos confrontamos con
“el cuerpo, pero el cuerpo habitado, trabajado, agobiado por el deseo… el
cuerpo como loco derroche del inconsciente”. Etcétera 17 . Mirar el cine de
Cassavetes –aunque no solamente, va de suyo- es en efecto darse cuenta de que
el cine como tal es un arte físico, “materialista”. Por supuesto, con eso se puede
hacer meta-física, y hasta teología: ahí están, pongamos, Dreyer, Bergman o
Tarkovski. Pero aun ellos, o especialmente ellos, tienen que trabajar con
imágenes de cosas, con imágenes que son “cosas”. Incluso la cualidad onírica –

17
Todas las citas son de Comolli, Jean-Louis: Voire et Pouvoir , Paris, Verdier, 2004
56

de la que tanto se ha hablado- de la imagen fílmica, extrae su extrañeza


precisamente de esa pesada física que invade la penumbra de la sala tanto como
la luz de la pantalla. Por eso se puede decir –el propio Comolli lo sugiere- que
todo film, aun el más ficcional, es ante todo “documental”: tiene que empezar
por registrar el espesor de los cuerpos, la densidad de la materia. Desde ya:
“Hollywood” (nombre propio que se ha transformado en taquigrafía y
emblema, para bien o para mal) hace todo lo posible por distraerse de esa
pesadez “subversiva”. Pero, lástima: ella es el cine. Es el sueño de una cosa, como
titula Pier Paolo Pasolini uno de sus inauditos textos poéticos. Procuremos
abundar, pues, en la Cosa.

1.

En el año 1904, en una conferencia pronunciada en el colegio de médicos de


Viena, destinada a defender la relativamente reciente “terapia analítica” (de allí
cierto tono propagandístico y un poco concesivamente adulador de una
conferencia que, sin embargo, es extremadamente interesante) y que tituló
"Sobre Psicoterapia", Freud, cuatro años después de la publicación de la
Interpretación de los Sueños, sienta las bases de la “psicoterapia” psicoanalítica:

Entre la técnica sugestiva y la analítica hay la máxima oposición posible: aquella que el
gran Leonardo da Vinci resumió, con relación a las artes, en las fórmulas per via di
porre y per via di levare. La pintura, dice Leonardo, trabaja per via di porre; en
efecto, sobre la tela en blanco deposita acumulaciones de colores donde antes no estaban;
en cambio, la escultura procede per via di levare, pues quita de la piedra todo lo que
recubre las formas de la estatua contenida en ella. De manera en un todo semejante,
señores, la técnica sugestiva busca operar per via di porre; no hace caso del origen, de
la fuerza y la significación de las síntomas patológicos, sino que deposita algo, la
sugestión, que, según se espera, será suficientemente poderosa para impedir la
exteriorización de la idea patógena. La terapia analítica, en cambio, no quiere agregar ni
introducir nada nuevo, sino restar, retirar, y con ese fin se preocupa por la génesis de
los síntomas patológicos y la trama psíquica de la idea patógena, cuya eliminación se
propone como meta 18.

Hay una sugestiva semejanza (o, como se dice, un “paralelo”) entre lo que
Freud ya está diciendo en 1904 y lo que dirá Benjamin en 1935 sobre la oposición
estetización de la política / politización del arte 19. Si bien los modos de expresión de
Freud y Benjamin son muy diferentes, el efecto es similar; allí donde Freud
sostiene que la via di levare de la “terapia analítica” “se preocupa por la génesis

18
Sigmund Freud: “Sobre la Psicoterapia” (1904 / 1905), en Obras Completas , Madrid, Biblioteca
Nueva, 1975
19
Cfr., por supuesto, Benjamin, Walter: “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, en
Obras , Libro I, Vol. 2, Madrid, Abada, 2008
57

de los síntomas patológicos”, y la opone a la técnica sugestiva, que “no hace


caso del origen, de la fuerza y significación de los síntomas, sino que deposita
algo”, Benjamin dirá que la “politización del arte” nada tiene que ver con los
temas explícitos de la obra 20, sino que supone la “movilización de la
experiencia histórica de los sujetos ”, expresada en la propia estructura formal de
dicha obra, contra la “monumentalización estática” (vale decir, la anulación ) de
esa experiencia histórica, operada por el fascismo y su “estetización de la
política”. Sobre esto tendremos que volver. Recordemos simplemente, por
ahora, que en el mismo texto que estamos citando, Benjamin pone grandes
(aunque no ingenuas) esperanzas en la técnica de reproducción
cinematográfica como “movilizadora” de la experiencia histórica y perceptiva
de los sujetos. Y un capítulo aparte merecería la comparación que, siempre en el
ensayo de marras, hace Benjamin entre el film y el sueño, explícitamente en el
sentido freudiano .
Pero no es la única comparación: en otro contexto, Benjamin homologa el cine a
la arquitectura , en tres sentidos: a) son las dos formas de arte que más
estrechamente articulan lo más moderno (la tecnología de avanzada) y lo más
arcaico (el hábitat primitivo para la arquitectura, el “sueño” y las percepciones
más primarias para el cine); b) son las dos formas de arte que más han
contribuido, en la historia de la humanidad, a alterar radicalmente la relación
de los sujetos con el espacio (“real”, en un caso, “virtual” en el otro); c) ambas
son formas que le devuelven al arte una dimensión que Benjamin llama táctil ,
en el sentido lato de que el sujeto guarda con ellas una relación “física” , un
contacto mucho más cercano con la materia espacial tanto como visible (y uno
no puede evitar aquí recordar la definición de Kracauer del cine como
“redención de la realidad física” 21 ). Y aunque Benjamin no lo mencione
explícitamente –si bien en su examen de las técnicas de reproducción queda
claramente implícito-, cabe agregar que ambas –al igual que la escultura clásica,
en muchos sentidos- son formas de arte públicas, que, como el propio autor
diría, “acercan el arte a las masas”.
Retomemos. Después de Leonardo (cuya cita deberemos examinar luego en su
textualidad), Miguel Ángel volverá a utilizar la metáfora –y para hablar nada

20

En el contexto de los debates de la década del 30 en Alemania (y también en París), es obvio que el
señalamiento de Benjamin –cuyas referencias son las vanguardias y en particular el surrealismo, así como
la idea de distanciamiento crítico en el teatro de Bertoldt Brecht- es parte de la polémica con el llamado
“realismo socialista”, y por esa vía con el “segundo” Lukács. Pero cabe aquí una aclaración, para no ser
nosotros mismos unilaterales: no todas las vanguardias estéticas –incluso de entre las más históricamente
significativas- se salvan de una fascistizante “estetización de la política”: es flagrante el ejemplo del
futurismo italiano, y su glorificación de la guerra como el más sublime espectáculo artístico posible: ¿y
hará falta recordar que el “jefe” futurista Marinetti y sus seguidores, al menos al principio, adhirieron
fervorosamente al fascismo?
21
Kracauer, Sigfried: Teoría del Cine. La Redención de la Realidad Física , Barcelona, Paidós Estética,
1989
58

menos que de su Moisés, de nada secundaria significación en la obra freudiana,


y además agregando que hay asimismo escultores , y no solo pintores, que
actúan por via di porre -, aunque con un pequeño pero sugerente cambio: en
lugar de via di levare , hablará de forza di levare . ¿Contra qué debe luchar –hacer
fuerza – el “escultor” para que aparezca, extraída de esa masa amorfa,
indeterminada, que es la piedra, la forma? Es evidente: contra la resistencia de la
materia. “Sacar lo que sobra” para que la forma “aparezca” no implica, claro
está, que la escultura esté ya , desde siempre, contenida en la piedra (no lo
implica, creemos entender, en Freud: probablemente sí en Leonardo, mucho
más imbuido del neo-platonismo renacentista). El acento, antes que en la forma
final –no siempre previsible-, está puesto en una acción (en la forza de Miguel
Ángel) tendiente a que la materia “muerta” entregue , por así decir, su
“resistencia”, para poder alcanzar –prosigamos el abuso retórico- la roca viva
que la resistencia defiende. En suma: no es acumulando “capas de pintura”
sobre la materia que se llegará a la “forma” –esa acumulación sólo endurece la
resistencia de la materia-, sino logrando que la materia acceda a perder algo para
ganar su forma.
La metáfora “escultórica” puede entenderse, también –y así lo han hecho
muchos-, como una teoría de la interpretación (incluso como una hermenéutica con
alcances más vastos que el de la técnica “psicoterapéutica”): en una por lo
demás curiosísima coincidencia, tanto Ricoeur como Foucault 22 apelan a una
imagen muy semejante para mostrar que, efectivamente, lo que hace Freud (y
otros dos casos, Marx y Nietzsche, completarían la santísima trinidad de
maestros de la sospecha en la modernidad) es mostrar, mediante lo que el propio
Foucault llama la lógica de la “interpretación de la interpretación”, que es
necesario retirar la hojarasca de “símbolos” (de interpretaciones naturalizadas ,
por así decir), para hacer ver que lo que hay detrás de ella es… nada . Es decir:
no una verdad prístina, originaria, eterna, que los símbolos estarían ocultando,
sino un vacío de sentido sobre el cual hay que construir (diríamos, esculpir) una
significación sin fundamentos previos. Desde la perspectiva de lo que en otras
épocas se llamaba “crítica de la ideología”, pues, se trata de mostrar que los
símbolos “naturalizados” nada tienen que ver con sentidos fijos y evidentes,
sino que son construcciones históricas obedientes a alguna “voluntad de
poder”. Ahora bien: decir que lo que hay detrás de ellos es nada, es un grado cero
del sentido, o un vacío, no es decir que ese vacío –la falsa plenitud de la piedra,
digamos- no pueda ser matriz de alguna significación. Es obvio que la
interpretación no parte totalmente de cero: hay, en la “piedra”, marcas que
indican la posible “forma” hacia la que se puede apuntar –como dice Miguel
Ángel: el escultor sólo puede concebir una figura para la que el mármol ya le da
algunas señales; he ahí, nuevamente la diferencia con el pintor, que se enfrenta
a una tela en blanco. Pero, en primer lugar, esas “marcas” aparecen, digamos,
22
Cfr. Paul Ricoeur: Freud, una Interpretación de la Cultura , Mexico, Siglo XXI, 1976; Michel
Foucault: Nietzsche, Marx, Freud , Buenos Aires, Imago Mundi, 1992
59

retroactivamente una vez iniciado el trabajo de esculpir; y luego, deben ser


“resignificadas”, transformadas en otra cosa por ese trabajo entre el escultor y la
piedra. Los símbolos, las interpretaciones naturalizadas, estáticas,
“monumentalizadas”, ocuparían aquí el lugar de la resistencia: el de no querer
perder nada para poder conservarse en su… nada. O, lo que es lo mismo, como
diría Adorno, en su (falsa) totalidad.
Nuevamente, Benjamin viene al caso: por oposición al símbolo , en la alegoría -tal
como el propio Benjamin la define en contra de la definición tradicional- la
“interpretación” hace ruinas del sentido previo, “naturalizado”, para construir
algo nuevo en el presente 23; y que, en Benjamin, el lugar del escultor esté
metafóricamente ocupado por el del arqueólogo –tan caro a Freud, por otra
parte- no por ello deja de referir a la lucha con la piedra , o en general con la
materia . Por su parte, el “fascismo” en sentido benjaminiano sólo busca
confirmar, incluso exaltar, un sentido previo, una imagen ideal existente desde
siempre en su voluntad externa a la “materia”: si la materia no quiere ajustarse a
ella, peor para la materia. A eso se llama, en Benjamin, estetización: a la
inmovilización de la “experiencia histórica” en el monumento a esa misma
inmovilidad. O, dicho de otra manera: a la belleza, a la simétrica armonía, a la
más autocontenida completud, entendida como resistencia a la pérdida, pérdida
que es el nombre de la experiencia histórica.

2.
Arriesguemos desde ya –sin poder todavía desplegarla en todo su alcance- una
hipótesis escandalosa: el cine, su lenguaje “objetivo”, como se dice, está
plenamente del lado de la “escultura”, de la via di levare. Más: de la forza di
levare. Y de, por lo tanto, la alegoría, en el idiosincrático e intransferible sentido
benjaminiano. Y adelantemos: la materia contra la cual tiene que luchar para
vencer su resistencia (y con la cual, por lo tanto, tiene una relación de intimidad
conflictiva pero estrecha) es la realidad misma, que, como la roca del escultor,
también es una masa informe que sin embargo le da señales, le hace guiños, al
cineasta. Cuando Pasolini, célebremente, define al cine como una semiótica de la
realidad , pero al mismo tiempo afirma que la realidad humana es ya pensable
como un film , o que cada existencia individual es como un plano-secuencia solo
interrumpido por la muerte 24, cuando nos confronta con esta doble operación,
está haciendo, Pasolini, también una doble afirmación: a) el cine es una
semiotización de lo real, es la reescritura de lo real como un conjunto complejo
de signos a ser “leídos” 25; b) pero a su vez, los objetos de la realidad humana
23

Walter Benjamin: El Origen del Drama Barroco Alemán , Madrid, Taurus, 1989
24
Para todo esto, cfr., por ejemplo, Pasolini, Pier Paolo: “La lengua escrita de la realidad”, “Réplicas
sobre el cine”, “Observaciones sobre el plano-secuencia” o “Res sunt nomina”, en Empirismo Herético ,
Córdoba, Editorial Brujas, 2005
25
Otra vez: como la arquitectura, que por eso es la forma de arte más arcaica , incluso cronológicamente
la más antigua: el Australopitecus o quien sea que ocupa una caverna, evidentemente no la fabrica : la
60

son ya siempre “signos de sí mismos”: un árbol, una montaña, un guijarro, no


son, para los seres parlantes (= “simbolizantes”) que somos los humanos, mera
materia en-sí ; desde que la lengua que hablamos les ha puesto nombre -aunque
fuera “solamente” (¡¡!!) por eso- son constitutivamente signos, sin dejar de ser
esa “mera” materia. Este es el “secreto”, el enigma poderoso de lo que André
Bazin (con una expresión discutible y hasta sospechosa, pero de la que nos
apropiamos a nuestro modo) llamaba “el cine en tanto ontología de la imagen”:
en el cine, el árbol o el guijarro son sin duda imagen, son signo, pero porque
siguen siendo –inequívocamente, en su propia “entidad”- árbol y guijarro, así
como el sujeto humano, decía Comolli, “ficcionalizado” por el actor, sigue
siendo cuerpo . E incluso dicho así es demasiado poco: en verdad, no se trata de
que esos fragmentos de lo real, en el cine, sigan siendo “árbol”, “guijarro”,
“cuerpo” –que son, finalmente, conceptos abstractos a los que podría remitir su
estatuto de signos-. No, son este árbol, ese guijarro, aquel cuerpo: por más
signos que sean proyectados sobre la pantalla, en ningún caso perderán su
irreductible singularidad material.Por eso agrega Pasolini que con el cine se
puede hacer arte, se puede hacer “poesía”, pero no filosofía, al menos en el
sentido convencional de ese discurso. Los fragmentos de realidad, en el cine, no
pueden pasar directamente a conceptos: la imagen fílmica, esa escritura de lo real,
está condenada a dejar “persistir en su ser” (como diría Spinoza) a esos trozos
de materia en su literalidad física intraducible. De esa manera, la mirada del
espectador, por más “conceptual” que sea, queda indefectiblemente enredada
en lo que Sartre llamaría la facticidad de lo real26. Por supuesto: la imagen
fílmica puede ser manipulada de tal modo que los objetos de la realidad,
incluidos los cuerpos humanos, se subordinen a, y aun se disuelvan en, el
Concepto abstracto; eso es, precisamente, la estetización benjaminiana, o es el
principio identitario en Adorno, o es –retorna esa taquigrafía- “Hollywood”. Y
es, claro, el cine de prosa contra el cual Pasolini se rebela: el que oculta sus
propias manipulaciones (conscientes o inconscientes) tendientes a escamotear
todo aquello que, de lo real, no pueda ser anulado “funcionalmente” por la
conceptualización narrativa o estetizante. Como es archiconocido, a eso opone
Pasolini el cine de poesía (y que ahora podríamos llamar asimismo cine de
“escultura”) : ese que –entre otras muchas cosas- permite manifestarse a esa
“autonomía de lo real” en toda su singularidad material de cosa no anulada por
la Idea (también las cosas, los objetos, forman parte para Pasolini de esa
realidad-real “prehistórica” reprimida, al igual que la naturaleza, los sueños, la

encuentra ya hecha por la Naturaleza. Sin embargo, al tomar decisiones sobre el uso de ese espacio inerte
–en este rincón hará fuego, en aquel tenderá la piel de oso para dormir, en el de más allá levantará el altar
a sus dioses, en esa pared pintará sus bisontes o sus mamuts- está haciendo arquitectura : está
“semiotizando” o simbolizando la materia pétrea, marcando el umbral entre Naturaleza y Cultura. El cine
tampoco fabrica la realidad material; pero, como la “escultura”, retira de su abstracción pétrificada
cierto número de objetos que la imagen en movimiento convertirá en significaciones .
26
Sartre, Jean-Paul: El Ser y la Nada , Buenos Aires, Losada, 1964
61

gestualidad espontánea, las pulsiones inconscientes, los marginados de los


borgate , los pueblos oprimidos del Tercer Mundo, las lenguas perdidas).

Se podría citar –los ejemplos abundan, por suerte, aunque sean minoría- una
toma de El Desierto Rojo de Antonioni, en la cual la pareja protagónica discute;
ambos personajes están enfrentados de perfil, cada uno de ellos apenas
asomando por los extremos opuestos de la ancha pantalla en Cinemascope, y
durante toda la duración de la escena se los mantendrá así, en lugar de recurrir,
para mostrar el diálogo, al plano / contraplano del montaje más convencional.
En el amplísimo centro del encuadre pueden verse objetos –un florero, un
cenicero, un cuadro en la pared, lo que sea- que adquieren entonces una
presencia propia e independiente, en lugar de quedar subordinados a simple
decorado o ambientación de la acción y el diálogo. Es un bellísimo ejemplo de
esa insubordinación de lo concreto contra la tiranía de lo abstracto de la que hablaba
Lukács. En otro plano de ese mismo film , Mónica Vitti conversa con un niño
mientras escribe en una pizarra. A la izquierda de esta, una ventana rectangular
(una segunda pantalla dentro de la pantalla, diríamos) deja ver un gran barco
que avanza lentamente, sin que podamos asignarle, nuevamente, ninguna
“funcionalidad” en la diégesis de la escena. Y para tomar un ejemplo –entre
muchos posibles, repetimos- del propio Pasolini, en Edipo Hijo de la Fortuna
vemos a un hombre caminando por el desierto (luego nos enteraremos que es el
campesino que terminará llevándose a Edipo bebito a Corinto), que observa con
intriga a otro que se acerca (el sirviente al cual se le ha ordenado que asesinara a
Edipo, pero –incapaz de cumplir la terrible orden- lo ha abandonado en la tierra
con la esperanza de que alguien lo rescatara). La escena del cruce de miradas
entre ambos personajes parece al principio que va a desarrollarse con la lógica
clásica del plano / contraplano. Pero de pronto, Pasolini hace un movimiento
totalmente inesperado: coloca su cámara detrás de la nuca del campesino y un
poco hacia su (y nuestra) izquierda, de tal modo que seguimos viendo al
sirviente que camina hacia él (y hacia nosotros); pero entonces ahora son dos las
miradas que simultáneamente lo ven venir –o tres, si contamos la nuestra-: la
del campesino y la de la cámara.

Se sabe –él lo ha teorizado exhaustivamente, como elemento de su cine de poesía


– qué es lo que está haciendo aquí Pasolini: trasponiendo a lo que llama Plano
Subjetivo Indirecto el célebre recurso literario del Discurso Indirecto Libre,
mediante el cual el habla (el estilo, el “nivel cultural”, la voz y el acento , como
hubiera dicho Bakhtin) del narrador, se dejan invadir, contaminar , por otro
registro de discurso que no le pertenece estrictamente. Es una estética, claro,
pero antes que eso –y junto con eso- es una sutil política : por un lado, se hace
evidente que hay una cámara, que la mirada del personaje no tiene nada de
“natural”, y más aún, que no debemos caer en la trampa “estetizante” de
identificarnos con esa falsa “naturalidad”; por el otro, y por una extraña
62

paradoja (o “dialéctica”, si se prefiere), justamente porque se “des-naturaliza” el


encuadre haciéndolo visible , no escamoteando la operación, lo real (la mirada
externa al marco de la pantalla) penetra abruptamente en el espacio ficcional:
otra vez, hay allí una singularidad dis-funcional para la pretendida simetría
conceptual de la toma.

En todos estos ejemplos, la palabra clave es contaminación. Esa palabra define al


“habla” cinematográfica, en primer lugar, y en los términos más generales
posibles, porque la mescolanza incierta de materias semióticas diversas
(imagen, palabra, sonido, música, etcétera) define un lenguaje
constitutivamente impuro, “bastardo”. Pero también, y más importante, porque
todas y cada uno de esas materias deben sufrir una pérdida de su completud
originaria para poder contaminarse mutuamente en ese amalgama caótico y
fragmentario que es el más mínimo encuadre, plano o secuencia: es como si la
toma y el montaje les arrancara a esas materias pedazos, jirones, para armar su
propio bricollage . Y finalmente, en ejemplos como los de Antonioni o Pasolini
(ya dijimos que hay muchos otros) esa contaminación y esa pérdida inevitable
puede elevarse a proyecto, a programa estético-político. Ya habíamos sugerido
una sucinta fórmula: pérdida = via di levare . Ahora hay que ir un poco más lejos:
contra la armonía distanciada y elegante de la via di porre , la via di levare ,
trabajando sobre la pérdida de materia, supone en efecto contaminación , incluso
suciedad en el sentido de Comolli-Cassavetes –supone, diríamos, una disolución
del “tabú de contacto” 27 a favor de la ya citada tactilidad de Benjamin-.

3.-

Volvamos a la metáfora freudiana. Su fuente es, por supuesto, el Trattato Della


Pittura de Leonardo. El fragmento completo merece ser citado in extenso:

No encuentro entre la pintura y la escultura otra diferencia que esta: el escultor realiza
su obra con mayor esfuerzo físico que el pintor; y el pintor la suya con más esfuerzo
intelectual. Eso se demuestra en tanto el escultor debe hacer, al producir su obra, un

27

“Tabú de contacto”, arriesguemos que como síntoma, entre muchas otras cosas, de un prejuicio
“ideológico” del ocularcentrismo moderno (ya hablaremos sobre esto): ¿por qué, en los museos, está
prohibido tocar las esculturas? ¿no es la escultura, acaso (al menos en su forma clásica) una forma
estética que –porque tiene una dimensión voluminosa , porque ocupa un lugar concreto en el espacio ,
porque está hecha con una textura material que puede ser suave o áspera, fría o cálida, etcétera-
compromete al sentido del tacto al menos tanto como al de la vista? Cualquier guardián de museo nos
dirá: bueno, pero si todo el mundo la toca, la acaricia, la patea, terminará gastándose, deteriorándose.
Pero, pero : ese es, en todo caso, un problema práctico , no de principios estéticos, filosóficos o lo que
fuere. Y además: si se “gasta”, ¿qué? Si pierde , incluso, parte de su “materia” ¿qué? ¿no sería esa
“pérdida” parte de la “experiencia histórica” de la obra? No podemos meternos con esto aquí –nos
llevaría por otros rumbos-, pero nada hay de “natural” en esa obsesión conservacionista : es parte de un
debate que, en honor a la brevedad, podemos resumir con una pregunta: ¿deben , necesariamente,
restaurarse las obras de arte, o su “deterioro” multisecular es un componente de su “recepción” actual
(es decir, para permanecer benjaminianos, de su aura )?
63

esfuerzo manual sorprendente para develar, en la superficie del mármol o de la


piedra que sea, la figura encerrada en su seno…(subrayados nuestros)

Hasta ahora, como reza el viejo chiste del hombre que caía de un décimo piso,
vamos bien: el esfuerzo “físico” (la forza miguelangeliana) de la via di levare
permite, neoplatonismos aparte, “develar”, retirando la materia “sobrante”
(haciendo ruina de ese sentido previo, diría Benjamin), la “figura encerrada” en
su seno. Freud, que no es “neoplatónico”, sin embargo ha hecho precisamente
eso : ha “retirado” el “sobrante” idealista de la cita de Leonardo para que quede
la “figura” con la que podrá metaforizar la “psicoterapia”. Lamentablemente, el
pasaje de Leonardo continúa:

…lo cual exige un esfuerzo totalmente mecánico, acompañado frecuentemente del sudor
que se mezcla al polvo y se transforma en una capa de lodo; con la cara toda enduida y
enharinada de polvo de mármol, parecida a la de un panadero, cubierta de pequeñas
escamas como si hubiera nevado sobre él; su habitación sucia y plena de destellos y de
polvo de piedras. Con la pintura ocurre todo lo contrario (…) pues el pintor se para
cómodamente frente a su obra, bien vestido, agitando un pincel ligero con colores
agradables, ataviado a su gusto, su habitación limpia y repleta de bellas imágenes, y con
frecuencia acompañado de música o de lectura de bellas y variadas obras, que escucha
con sumo placer, sin que lo perturben el ruido de martillos u otros estruendos…

No cabe duda –pese a la astucia freudiana de hacer uso para sus propios fines
de la primera parte del pasaje- de qué lado está Leonardo. La via di porre es
todo belleza, elegancia, armonía de colores y sonidos, ligereza, distancia
descansada, placer . La vía di levare, por el contrario, es sudor, polvo, barro,
suciedad, ruido, contaminación: ¿nos atreveremos a decir, goce (infantil,
incluso, en su revolcarse en toda esa materia un poco fecal)? También –
deslizándonos a otro discurso- podríamos decir: la via di porre es
“aristocrática”, la via di levare es “proletaria” (esfuerzo “totalmente mecánico”,
acompañado de sudor, etcétera). En todo caso, reponiendo la cita entera de la
cual Freud ha retirado la “figura” que le interesaba, hemos agregado, lo
insinuábamos más arriba, el factor contaminación. Es difícil resistirse a la
sugestión -valga el término- del extraordinario análisis que hace Didi-
Huberman del pasaje de Leonardo y otros conexos. Muy especialmente cuando
afirma que “el taller del escultor se presenta en el contraste conmovedor de la
fealdad, de las formas incompletas, del alboroto y la suciedad. Ya no es más un
salón destinado a la elevación del alma, es una fábrica para el estrépito de materias
y el sudor de cuerpos”.

Todas las expresiones utilizadas aquí por Didi-Huberman y varias otras, todas
tomadas de Leonardo –“materias ligadas al desecho y la combustión”,
“digestión”, “excreción”- hablan a las claras de un proceso de mutación
64

“degradante” de la materia: de su cambio a estatuto de ruinas, de restos , sobre /


desde las cuales deberá surgir la nueva “figura” (¿y qué decir de las “formas
incompletas”? ¿no son ellas las que hacen que la roca viva?). Repitamos:
“ruinas”, “formas incompletas”, “restos”, con los cuales se generará una “nueva
figura”: ¿alguien podría describir mejor la operación del montaje
cinematográfico, que es, si hemos de creerle a Eisenstein, la “fábrica”, el “taller”
de donde se forjará el sentido final del film? Agreguemos, recordando a
Comolli, el “sudor de los cuerpos”, y recordando a Pasolini, el “estrépito de
materias”, y tendremos nuevamente toda la fisicalidad, o la facticidad
irreductible, de ese arte materialista-sagrado por excelencia. “Sagrado”, sí,
además de material, porque la imagen fílmica encierra siempre un enigma , un
fondo oscuro misterioso (Pasolini lo llama, ya vimos, pre-histórico , también en el
sentido de pre-conceptual , en la medida en que su singularidad material es un
resto de sentido indecidible por el Concepto). Y donde las cosas (y la Cosa)
existen por sí mismas, tienen una presencia casi palpable, “táctil”, más allá –o
más acá- del “sueño”.

Que es, evidentemente, algo muy distinto a la elegancia y armonía “totalizada”


desde el exterior de la imagen-pura-representación producida por via di porre , al
menos en la idealización de la pintura que construye Leonardo. Aquí se trata
por un lado de lo que Martin Jay ha denominado ocularcentrismo 28, en el
contexto del lugar dominante que empieza a adquirir la pintura sobre la
escultura (progresivamente descalificada como arte “no espiritual”) en la
modernidad, y ya a partir del Renacimiento; por el otro, y más allá (pero
conectado con) el prestigio neoplatónico del espíritu sobre el cuerpo -que
requiere una traducción a la toma de distancia respecto de la obra, transformada
en puro objeto de contemplación , también para su creador-, de una
“espiritualización” –una esquicia mente / cuerpo , si se quiere decir así-, una
transformación de la obra en espectáculo para ser contemplada, decíamos, a
distancia. Las condiciones contaminadas y, por así decir, materialistas de la
escultura tal como las describe Leonardo, y del cine tal como lo piensan
Benjamin o Pasolini o Cassavetes, hacen imposible su reconocimiento como
“arte espiritual”: si la pintura –por medio de la proporción sistematizada y de la
perspectiva- participa de la búsqueda de leyes axiomáticas universales , la
escultura y el cine quedan arrinconados en el lugar (demasiado “corporal”) del
particular concreto (en todos los sentidos de este concepto): como dice Didi-
Huberman, es cada vez una “hipótesis de trabajo” sin alcance universal, “un
caso de bricollage de golpes”. Ese “abductivo” uno-por-uno de la via di levare
-donde cada vez hay que empezar de nuevo para identificar e “interpretar” las
marcas singulares de cada trozo de piedra- coloca a la escultura (y al cine) en
una posición insostenible para la unidad “universal” del punto de vista
28
Cfr. Jay, Martin: “El ascenso de la hermenéutica y la crisis del ocularcentrismo”, en Campos de
Fuerza , Barcelona, Paidós, 2003
65

(también en todos los sentidos del término) humanista, del “universal


abstracto” de las artes liberales.

4.-

Es evidente que la via di levare, en su asociación con la escultura, funciona


exclusivamente como metáfora: finalmente, en la “vida real”, como se dice,
puede también utilizarse para “estetizar la política”. Eso lo han hecho muchos
escultores y muchos cineastas, y en cambio no lo han hecho otros tantos
pintores con su via di porre29. Pero, y es lo que Benjamin trata de demostrar, hay
algo en la propia lógica de lo real del soporte fílmico que permite dar la batalla,
como si dijéramos desde adentro , mucho mejor que en la pintura como tal; que la
industria cultural haya secuestrado ese componente mediante su propia y
gigantesca via di porre no supone una condena trágica para el lenguaje mismo
(como alguna vez nos atrevimos a decir, el cine es el punto de encuentro
indeciso entre el fetichismo de la mercancía y el proceso primario del
inconsciente 30) . No se trata, pues, de una cuestión meramente técnica, de una
competencia del procedimiento: se trata de que –para mantenernos dentro de la
metáfora, pero contaminándola con otras cosas- ciertas “materias”, al parecer,
resisten mejor que otras el impulso a la “espiritualización humanista” (en el
sentido renacentista de esa expresión) que según hemos visto es la matriz
ideológica de la estetización, y por lo tanto facilitan la eficacia de la metáfora.
Una de esas materias –propicia por su propia consistencia- es, por supuesto, la
piedra escultórica. La otra es lo real-escrito de la imagen fílmica.

La política de la via di porre es lo contrario de la pregunta por el enigma de la


“materia”. La estetización no busca resolver enigma alguno: ya tiene todas las
respuestas de antemano, lo único que quiere –desde la abstracción de su
“espiritualismo”- es aplicar sus ideas previas a la materia, para
“universalizarla”. No es sólo que no respete el secreto singular que puede
guardar el material –o mejor: que puede ser construido entre el material y el
artista-: ni siquiera le asigna uno. Para el “estetizador” cualquier método es
bueno si logra producir “belleza”: he ahí su racionalidad instrumental. Para
Freud, al contrario, como para Benjamin o para Pasolini, hay que empezar por
retirar las ideas convencionales sobre lo “bello” para buscar en otra parte el
enigma (¿qué puede haber de enigmático, en efecto, en la belleza, fácilmente
explicable por los usos sociales?). No se trata, justamente, de los “pensamientos
29

En efecto, habría que pensar –quedará para otra vez- qué lugar ocupa, en relación a todo esto, la pintura
barroca . No importa lo que se piense sobre su ideología explícita (el contrerreformismo o lo que sea),
¿puede haber duda de la inmensa “movilización de la experiencia histórica del sujeto” que ella ha
provocado?
30
Grúner, Eduardo: El Sitio de la Mirada. Secretos de la Imagen y Silencios del Arte , Buenos Aires,
Norma, 2001.
66

integrados en el diálogo” ni de “las excelencias del estilo” –como dirá Freud a


propósito de Shakespeare- sino de cómo ellos reenvían a otra cosa: llamémoslo,
al registro de lo real que excede, enigmáticamente, o que está por fuera , de esas
“marcas”. Freud es un realista, incluso un materialista. Benjamin y Pasolini
¿hace falta decirlo? también.

Ahora bien: en materia de arte Freud, se sabe, era un hombre de gustos


decididamente –y casi excluyentemente- clásicos. Murió en 1939, al parecer sin
haber pisado, jamás, una sala cinematográfica (aunque, curiosamente, en un par
de ocasiones se dejó filmar). Pensemos: 1939. El cine ya tenía varias décadas
(muy simbólicamente, la primera proyección cinematográfica en 1895 coincide
con la publicación de esos textos “fundacionales” del psicoanálisis, los Estudios
sobre la Histeria y el Proyecto de una Psicología para Neurólogos), y estaba
plenamente establecido como lenguaje artístico. Algunos de sus grandes logros
históricos (Griffith, Eisenstein, Vertov, Buñuel-Dalí, Léger, todos los
expresionistas alemanes desde Murnau a Lang pasando por Pabst, Chaplin, el
primer Dreyer, el primer Hitchcock, el primer Mizoguchi) ocurren durante la
vida de Freud. Hay ya una pequeña y muy sustantiva tradición de cine
documental etnográfico: Flaherty ya había mostrado Nanouk el Esquimal y El
Hombre de Aran, Margaret Mead y su marido Gregory Bateson ya habían
comenzado a usar el cine como documento etnográfico en Bali –cosas que
tendrían que haber resultado de interés para el autor de Tótem y Tabú o El
Malestar en la Cultura -. Pero no. Freud se niega a tener nada que ver con el cine.
Y sin embargo, parecería poder concebirse una afinidad casi “natural” entre el
psicoanálisis y el cine. Léase el capítulo VI de La Interpretación de los Sueños,
donde se trata de la “elaboración onírica”: es un acabado tratado de lenguaje
cinematográfico; prácticamente cada uno de los mecanismos descriptos por
Freud (condensación, desplazamiento, inversión en lo contrario, dialéctica
representación de cosa / representación de palabra, etcétera) podría, sin
forzamiento excesivo, transponerse a las operaciones cinematográficas (elipsis,
“fundido”, raccord , plano-secuencia, flash-back , etc.).

Y es que, como insinuábamos antes, el cine, finalmente, actúa


“estructuralmente” por via di levare, como la metafórica “escultura”. No habría
que dejarse llevar a la ligera por la similitud trivial entre la tela del pintor y la
pantalla, ambas “en blanco”: no es lo mismo pintar que proyectar ; el cine no se
hace en la pantalla. El montaje consiste, antes que en la compaginación, en el
recorte y la sustracción de “lo que sobra” del metraje filmado; el “corte” o el
“fundido” son elipsis que retiran imágenes, y así sucesivamente. Y vale la pena
recordar la célebre definición del cine que titula el libro de Andrei Tarkovski:
Esculpir el Tiempo .
67

En este específico sentido, el cine –junto a la mayoría de las nuevas estéticas


“vanguardistas” de las primeras décadas del siglo XX, que no por azar se
apoderaron ávida y simultáneamente del cine y del arte “primitivo” no-
perspectivista, produciendo una constelación nueva de los tiempos históricos,
de lo más moderno y lo más arcaico- es la culminación de una lucha sorda,
dentro mismo de las artes “visuales”, contra el ocularcentrismo de la via di porre
renacentista, lucha que ya había comenzado con el manierismo y ciertas formas
del barroco 31. No habría que dejarse engañar, tampoco, por la vulgata del
barroco como mera acumulación: lo importante –lo que nos importa aquí, en
todo caso- es más bien el desplazamiento, o el des-centramiento (la “fuga”) de la
perspectiva, esa “mirada oblicua”, como la que hay que echar sobre la calavera
anamorfósica de Los Embajadores de Holbein. Es decir, otra vez, el levare , la
sustracción del sujeto de un cogito auto-centrado (¿de qué otra cosa hablan los
interminables análisis, y no solamente el de Foucault, sobre Las Meninas?).

Habría que continuar por esta vía. Incluir, por ejemplo, a ciertas formas de la
literatura moderna: intentar mostrar cómo el pasaje de la gran novela realista
del siglo XIX a Kafka, Joyce, Beckett o Faulkner (y a Borges, cómo no), pasaje
quizá inimaginable en otra época que la del cine, podría entenderse en términos
de abandono de la via di porre por la via di levare. También habría que inscribir
allí el examen de las nuevas hermenéuticas (como las llama Jay) que apuntan a
poner en crisis el ocularcentismo de la modernidad occidental, y de las cuales el
psicoanálisis habría sido la primera expresión. Tal vez –no se tome como
amenaza- lo hagamos en otra ocasión. Tan solo permítasenos, por el momento,
esbozar lo que podría ser una hipótesis de trabajo –tanto para este como para
un futuro ensayo-: la metáfora “escultórica” de Freud, enunciada en 1904, es
una implícita teoría inaugural sobre aquella “crisis”: es una metáfora a la que
hoy, en pleno reinado, según se dice, de la sociedad del espectáculo (¿de un
retorno del “ocularcentrismo”?) valdría la pena, a su vez, retornar. Sería
también un retorno (no al, sino) del gran cine.

31
Se entiende que estamos hablando, aquí, de las potencialidades (según algunos, ya agotadas) del
lenguaje cinematográfico. Es más que evidente que la inmensa mayoría del cine que puede verse hoy en
los circuitos “normales” de distribución es una apoteosis ocularcentrista .
68

PASOLINI, O “EL OTRO” INDIRECTO LIBRE

Eduardo Grüner

El no hablaba en tanto ciudadano: fue i-legal, extra-legal, diferente, no-ciudadano. Pero


un compañero.
(Un amigo estrecho, en el entierro de PPP)

(…) Había llegado absurdamente poco preparado para esa exclusión de la vida de los
otros que es la repetición de la propia…
Pier-Paolo Pasolini

Pier Paolo Pasolini, en los años 50 y 60 del siglo pasado, es uno de los pocos
grandes intelectuales europeos– el otro es Jean-Paul Sartre, en la misma época-
que tomó partido explícita y consecuentemente por el “compromiso” con lo que
habitualmente se llama “el Otro”: el subproletariado marginalizado de los
borgate periféricos, el campesinado explotado, las minorías étnicas y sexuales, y
por supuesto el entonces llamado “Tercer Mundo” de los pueblos colonizados o
neo-colonizados (que para él, como lo dijo, empezaba en las afueras de Roma).
Pasolini defendió este posicionamiento no solo en el registro estrictamente
político, sino también, y aún más profundamente, en el de todas y cada una de
las expresiones del arte y la cultura que practicó. Estaba convencido de que era
necesario que su polémica reivindicación de lo que con cierto amoroso
sarcasmo denominó la Barbarie o la Prehistoria , encontrara su propia forma ,
semiótica y estética, se inventara su propia lengua. Volveré en un momento
sobre esto. Digamos por ahora que su riguroso y rabioso argumento central es
que el denominado “milagro económico” italiano, y más en general el neo-
capitalismo, la nueva tecnocracia de la aceleración industrial, la vertiginosa
erección de la “sociedad de consumo”, etcétera, estaban cometiendo un
verdadero genocidio cultural, un etnocidio que implicaba una siniestra
“mutación antropológica”. La riqueza y diversidad de las culturas tradicionales,
69

los dialectos locales, las mitologías, las variantes de sincretismo religioso, las
formas artísticas y poéticas populares y aún la bella lingua del Dante, estaban
siendo destruidas, descuartizadas, convertidas en ruinas descartables por la
homogeneización capitalista y su tecnocrática “lengua media” vaciada de sus
acentos y matices diferenciados, así como por el imperio del fetichismo de la
mercancía (aunque no podemos desarrollar la cuestión aquí, son notables las
coincidencias, en este punto, entre Pasolini y los análisis críticos de Adorno y
Horkheimer en su Dialéctica de la Ilustración, así como con los análisis de Walter
Benjamin sobre la decadencia del arte de la narración oral). Fuerzas, todas ellas,
que empujaban hacia una unificación degradante de lo cultural, para no
mencionar a los seres humanos mismos, sacrificados en el altar sangriento de la
acumulación de capital y la rentabilidad insaciable, o convertidos en mecánicos
altavoces repetidores de la Voz del Amo.

1.

La literatura y el arte, incluyendo el cine, en la perspectiva pasoliniana, solo


pueden operar como trinchera de resistencia ante este etnocidio bregando para
“dejar hablar al Otro”, antes de que sea demasiado tarde. Dejar hablar –que,
veremos, no es lo mismo que “hacer hablar”-, como decíamos, a esa “barbarie”,
a esa “prehistoria” pletórica de riquezas inmemoriales, a punto de ser
sepultada, asesinada, por la maquinaria tecnoburguesa.
No se trata en él, entiéndase bien, de ninguna nostalgia “rousseauniana” por la
inocencia perdida en algún mítico “estado de Naturaleza”, y que Pasolini sabe,
lúcidamente, que es irrecuperable y que en verdad jamás existió –aunque haya
jugado a “recuperarla”, manifiestamente en la Trilogía della Vita-. No. Se trata,
en todo caso, de registrar la tragedia cultural que está ocurriendo ante nuestros
ojos inadvertidos o indiferentes. De hacer visible la tensión desgarradora que
está aplastando esos jirones de “prehistoria”. De recuperar esas ruinas para
hacer titilar todavía a las luciérnagas, como él mismo lo hubiera dicho con una
metáfora poética que se hizo célebre. O, más radicalmente, “hacerlas
relampaguear en este instante de peligro”, como definía Benjamin a la verdadera
historia, que no es la historia del “progreso” de los vencedores, sino la de ese
permanente estado de emergencia que es la historia del “Otro”, la de los vencidos.
“Luciérnaga”, en italiano, se dice lucciola; pero esta es asimismo,
sintomáticamente, una palabra vulgar para “prostituta”: no es solo que las
luciérnagas, con su sutil titilar, se han vuelto invisibles en el baño de luz
incandescente, enceguecedor, de la fiesta neocapitalista, sino que han sido
prostituidas, “quemadas”, en ese resplandor artificial. Son la metáfora perfecta
de ese “Otro” al que habría que devolverle su luz pequeña, sí, pero auténtica y
persistente a través de los siglos.
Para hacer eso, y porque Pasolini es un artista, no bastan la denuncia política y
la oposición militante (que desde ya él practicó abundante y consistentemente).
70

La propia lógica estructural y la propia textura semiótica, la gramática, la


sintaxis, la retórica y la estilística de la poesía, la narrativa y el film tienen que
abrir el espacio para que el Otro pueda “hablar”, o hacerse ver , por sí mismo.
No se trata, claro, simplemente de darle al Otro la palabra o la imagen, en un
gesto condescendiente, limosnero, de benevolencia superior, gesto en el fondo
tan “clasista”, “colonial” o “imperial” como el del dominador. Al mismo
tiempo, tampoco se trata de ocultarse que el intelectual o el artista blanco-
europeo pertenece (no puede dejar de hacerlo) a la cultura dominante, a la clase
o la etnia que mira al Otro desde afuera, y en general desde arriba. Incluso esa
misma palabra, “Otro” –si bien la seguimos usando por comodidad- es
críticamente interrogable: a fin de cuentas, ¿quién es el Uno a partir del cual hay
“otro”? ¿quién es el Igual a partir del cual se define un Diferente?¿No es
siempre la cultura dominante la que se da una “otredad” para reafirmar su
propia identidad dominadora?
Si el intelectual o el artista crítico quiere ser honesto, entonces, tiene que saber
que no puede ponerse en la piel del Otro, ni debe anular la lengua del Otro
traduciéndola a la propia. No queda pues otra salida –que en verdad es la
entrada a un laberinto- que la de trabajar sobre la tensión irreductible que
significa ser “el (imposible) Otro del Otro”. El italiano Pasolini conoce, ha leído
bien, a su compatriota, el notable antropólogo Ernesto de Martino, quien,
acuciado por el mismo dilema, había acuñado el concepto de etnocentrismo
crítico, para dar cuenta de ese lugar sin-lugar y no escamotear el hecho
irrenunciable de que, mostrando la cultura del Otro estamos simultáneamente
hablando de, y aún celebrando, la nuestra. Que se trata, entonces, de dar cuenta,
en la propia trama y textualidad de nuestra obra, de esa contradicción sin
síntesis, de esa encrucijada sin salida, de ese lugar imposible, y que sin embargo
está ahí (y no puede ser del todo azaroso que la gran obra póstuma de De
Martino, prematuramente muerto en 1965, sea un originalísimo análisis crítico
de la idea del apocalipsis, desde los mitos y las religiones arcaicas, pasando por
el judeocristianismo, hasta el marxismo y la literatura moderna: también él –a
través de su trabajo de campo en las misérrimas comunidades agrarias del sur
de Italia- parecía estar registrando una suerte de fase terminal en lo que
denominaba la crisis de la presencia social).
Pasolini se propone, se arriesga, a practicar ese “etnocentrismo (auto)crítico” en
su narrativa, en su poesía, en su cine. Es archisabido que en sus primeras
poesías utiliza idiosincrásicamente el dialecto campesino del Friuli (donde ha
crecido), combinándolo con las inflexiones más exquisitamente intelectuales
que ha aprendido en Dante, en Ariosto, en Torquato Tasso o en Leopardi –
también, más contemporáneamente, en Ungaretti o Montale-, para mostrar la
posibilidad de un dialogismo o una “polifonía” (para decirlo con Bakhtin) entre
diferentes “niveles” culturales. Al mismo tiempo –porque es un atento lector de
cosas como Mimesis de Erich Auerbach- sabe que, aún cuando muy
problemática, hay una “realidad” que puede colarse en los intersticios, en las
71

entrelíneas de la novela o la poesía, en los “intervalos” del montaje


cinematográfico, y que un autor como el Dante ha sabido trabajar en la cuerda
floja de esas mezclas de niveles. En su último texto (publicado póstumamente,
tres semanas después de su asesinato), La Divina Mimesis, Pasolini da cuenta de
esas extrañas fulguraciones –como de lucciola, diríamos- que había descubierto
en su juventud gracias a Auerbach, y con las que Dante ya produce
bifurcaciones o ramificaciones (“rizomas”, diría una cierta actualidad
deleuziana) en la propia lengua que, en cierto modo, él mismo está inventando:
uso de los dialectos, de las jergas, de juegos de palabras más o menos insólitos
que reenvían a una oralidad sepultada. Es decir: una otra “lengua del Dante”
que desmiente la normalización que de ella ha hecho la historia de la literatura, y
que devendrá para el joven Pasolini en un verdadero programa político-
intelectual.
Programa que tiene, por cierto, algo de desesperado -o mejor, de trágico, puesto
que Pasolini nunca se dejó aplastar del todo por la desesperanza- ya desde sus
propios inicios: hay en el lenguaje como tal una especie de impotencia; su
constitutivo estatuto de dispositivo simbólico necesariamente implica una
distancia, un hiato insalvable respecto de lo real. La realidad, la verdad, no se
pueden “hablar”. Pero de lo que quizá sí se pueda hablar sea precisamente de
esa imposibilidad. Quizá la impotencia de la lengua –que de algún modo
replica la de esas “subculturas” que están en tren de perder la suya- pueda ser
ella misma una “lengua” en cuyas entrelíneas balbucee lo real (es significativo
que uno de los ensayos más notables de Empirismo Herético hable del guión
cinematográfico como de “una estructura que quisiera ser otra estructura”, y
que comentando el primer film de Bernardo Bertolucci, La Commare Seca, diga
que es una película que quiere ser otra película: es como si Pasolini, mediante
esos diferimientos, buscara producir ese “hiato”, esos espacios de
desplazamiento, para que lo real se muestre en los silencios, sean los de la
lengua escrita o los de la “escritura de la realidad” que es el cine).
En muchas de sus novelas –Ragazzi di Vita y Una Vita Violenta acuden
inmediatamente a la mente- la jerga juvenil lumpen de los borgate es
reproducida con extrema credibilidad. En la mayoría de sus films (de Accatone
a Edipo Rey, de El Evangelio a la Trilogía de la Vida) convoca a actores y actrices
no profesionales, hombres y mujeres marginales provenientes de las propias
locaciones donde rueda. La presencia del “Tercer Mundo”, en el sentido más
amplio, se hace sentir -se cuela , como decíamos, entre los intersticios de la
diégesis narrativa- de variadas maneras: en Edipo, por ejemplo, las secuencias
centrales están filmadas en los villorrios milenarios del desierto marroquí, y sus
habitantes reales actúan todos los papeles “secundarios”; los ropajes parecen
vagamente africanos, los sombreros vietnamitas (es 1967, esa guerra está en
pleno desarrollo, recordemos); la banda de sonido es una antigua letanía ritual
japonesa, y así sucesivamente. En suma, la Grecia arcaica, y su representación
en la tragedia ática, que siempre ha pasado por ser el mismísimo origen de la
72

cultura europea occidental, se vuelve una suerte de condensación de


“marginalidades” no-occidentales, incluida la de la propia Grecia “mítica”
anterior a su “recorte” como cuna de Occidente a partir del logos socrático. En
efecto, si Jean-Joseph Goux, en un texto seminal, llama la atención sobre la
anomalía del mito de Edipo –es el único de los héroes mítico-trágicos que,
enfrentado con el monstruo (la Esfinge, para el caso) lo destruye con la palabra-
Razón, con el logos, y no con la violencia- Pasolini nos retrotrae a un Edipo
plenamente violento, casi desesperado, que empuja a la Esfinge al abismo
mientras esta le advierte que el enigma que él pretende resolver está dentro
suyo, en su propio abismo interior. No es, entiéndase, que Pasolini pretenda
“normalizar” el mito para homologarlo con los otros: simplemente quiere
subrayar su “barbarie”, apuntando simultáneamente a la insuficiencia de una
palabra que es incapaz de dar plenamente cuenta de “lo que puede un cuerpo”
(como hubiera dicho Spinoza).
Pero en Edipo Rey , junto a todos sus “arcaísmos”, está también, en el rol nada
menos que del adivino Tiresias, Julian Beck, el fundador y director del Living
Theater , ese vanguardista experimento contracultural neoyorquino, así como en
Medea , filmada en las barrocamente escarpadas y salvajes mesetas de la
Capadoccia turca, está la diva operística por excelencia María Callas, o en El
Evangelio está, en el rol de uno de los Apóstoles, el erudito filósofo Giorgio
Agamben (y vale la pena recordar que para el rol de Cristo había pensado
sucesivamente en Evgueni Evtuchenko, Allen Ginsberg, Jack Kerouac y Luis
Goytisolo –todos ellos excelsos poetas en distintas lenguas-, aunque finalmente
optará por el desconocido Enrique Irazoki, un estudiante vasco comprometido
con la ETA) , o la “crucifixión” del miserable extra de La Ricotta está
visualmente calcada de las iconografías manieristas de Pontormo y Rosso
Fiorentino, o en La Orestíada Africana está el free jazz del Gato Barbieri sobre el
que reflexiona en estas mismas páginas Raúl Illescas. Una vez más, como en su
poesía o en sus “novelas romanas”, el extremo más “bajo”, más oprimido de la
cultura se articula al más “alto”, el más canónico y sublimado –si bien dentro de
una “contracultura” más o menos contestataria-, de facto poniendo en cuestión
esa misma tabla de jerarquías y generando una nueva “otredad” como producto
de ese dislocamiento, mientras los tiempos históricos (y también
“prehistóricos”) diferentes se entrechocan entre sí, conforman –para volver a
Benjamin- imágenes dialécticas, constelaciones polarizadas sin “síntesis”
superadora.
En su cine Pasolini no duda en trasponer las cumbres literarias de Esquilo,
Sófocles, Eurípides, el Nuevo Testamento, Chaucer, Boccaccio, las Mil y Una
Noches, el marqués de Sade, para no mencionar su propia novelística (como en
Teorema, por ejemplo), o su obra de teatro sobre Calderón, o su guión sobre
Pablo de Tarso. Solo que lo hace de tal manera que la “espiritualización” de los
símbolos académicamente consagrados no oculta las miserias desgarradas del
mundo, el “barro y la sangre” de la historia. Siendo un católico convencido
73

aunque iracundamente herético y trágico –un muy pasoliniano oxímoron: el


catolicismo es lo contrario de la tragedia-, o siendo un marxista con sensibilidad
de cristiano primitivo, lo que podríamos llamar su teología política apuesta a la
redención, al menos, aunque la cuestión es debatible, hasta la amarga y
póstuma Salò: un poco al modo de Ernst Bloch, Pasolini procura resguardar, en
medio de la abyección contemporánea, aunque fuera un tímido “principio
esperanza”, un titilar de luciérnagas apenas perceptible bajo la incandescencia
del infierno (todos los films pasolinianos, y no solamente Salò, incluyen alguno
de los círculos infernales del Dante). Pero siendo un igualmente herético
comunista, como sucede en Fanon (o, a su modo, en el propio Benjamin) este
rescate del alma sólo puede venir de “los condenados de la tierra”, de las
víctimas del poder, del colonialismo y el neocapitalismo, del fascismo estructural
de la sociedad contemporánea.
Como ya apuntamos, la historia lineal del “progreso” económico y técnico es
tan solo la historia epidérmica de los vencedores. Pero hay otra historia, la
historia del Otro , una historia subterránea -y por ende mucho más profunda -, la
de los por ahora derrotados , o la de las luciérnagas desaparecidas de las que, ya
lo vimos, habla en sus recuerdos juveniles: una pre-historia , una oculta historia
previa, “primaria” y “originaria”, que el arte debe hacer evidente en su choque
con la historia “actual” de la superficie, creando aquella polifonía bárbara a que
aludíamos: una chirriante disonancia –de nuevo, como la del saxo desgarrado
del Gato Barbieri- dentro de las simétricas armonías y el tedioso confort de la
cultura “oficial”, para mostrar que toda su aparentemente indisputable
prosperidad y su hueco hedonismo están enraizadas en las ruinas humeantes
de los oprimidos, y para hacer visibles esas raíces putrefactas. De los hombres
oprimidos, pero también de sus lenguajes bastardeados, de sus culturas
destruidas o falsificadas, de sus sueños y sus sexualidades reprimidas o
“reprimidamente desublimadas” (para decirlo con Marcuse: Pasolini habla de
la falsa tolerancia) –que son los “síntomas” prehistóricos de la historia interna de
los sujetos: Pasolini también ha leído a su Freud-, incluso de los objetos y de la
Naturaleza, que tendrían un derecho a la existencia autonomizada de su uso
fetichizado o de su valor de cambio mercantil.
Sí, pero ¿cómo hacerlo? Pasolini no se engaña a sí mismo: “nosotros”, los
occidentales blancos europeos, como adelantábamos más arriba, no somos “el
Otro”. Y también decíamos: pretender que podemos hablar por el Otro en
nuestra propia lengua “impotente” sería ejercer una insidiosa forma de robarle
la palabra. La única vía es aceptar ese insoluble conflicto, trabajar desde adentro
de él, en el interior de esa dialéctica negativa, para decirlo esta vez con Adorno,
practicando el etnocentrismo crítico con los medios del arte.

2.
74

Ahora bien ¿cómo se traslada todo esto a la praxis estética material? En parte,
ya lo sabemos: poniendo en práctica lo que en su Empirismo Herético teoriza
sobre el llamado Discurso Indirecto Libre (DIL), un dispositivo a medias
gramatical, a medias “estilístico”, que no le otorga al Otro su voz fusionada con
–y subordinada a- la propia (como harían tanto el Discurso Directo como el
Indirecto “normal”), sino que permite que el discurso del “autor” se vea
invadido -es decir, en definitiva, des-autorizado – por los acentos y modalidades
del discurso del Otro, generando un quiebre , o mejor un pliegue interno, una
suerte de cinta de Moebius, entre las dos “voces” en el interior del mismo nivel
de discurso, de tal manera que el “Uno” y el “Otro” no sean realidades
mutuamente externas e incomunicables, ni siquiera nítidamente distinguibles,
sino un espacio entrelazado pero heterotópico -para recuperar esa expresión de
Foucault-. Un espacio, también, de supervivencias, en el sentido estricto de las
Nachleben de Aby Warburg: los retornos impensados, en la “actualidad” de la
obra de arte, de arcaísmos anacrónicos o de iconografías sepultadas, que
inquietan, que conmueven, las certidumbres domesticadas de los “estilos de
época”.
El DIL es un viejo truco de la literatura. Según los canónicos análisis de Mijail
Bakhtin, ya lo practicaba esa “literatura carnavalesca” que va de la sátira
menipea (el Satyricon de Petronio, tan diestramente traspuesto al cine por
Fellini, es un paradigma) a François Rabelais. Son ejemplos de uso del DIL para
que la cultura popular –burlándose de los empaques solemnes de la lengua
dominante- hable por sí misma entretejida en la propia voz del narrador, creando
un contraste, una tensión conflictiva en el interior mismo del discurso (el
marxista Bakhtin, como es sabido, consideraba a la cultura y a la misma lengua
no como una “superestructura”, sino como un escenario privilegiado de la lucha
de clases, dibujada en los propios usos de la lengua). Y allí está, por supuesto, el
gran ensayo bajtiniano sobre Dostoievsky, poniendo de manifiesto en sus
grandes novelas la posibilidad de una polifonía, o una heteroglosia (la pluralidad
enmarañada de diferentes voces y “acentos”), mediante la cual es imposible
identificar la “voz” de ninguno de los personajes con la del narrador: no
importa cuál fuera la posición ideológica explícita de Dostoievsky, el recurso es
rigurosamente “democratizador”, al sustraer la escritura de toda “colonización”
por parte de una voz única y dominante que impone su propio “acento” a la
realidad. Y allí está también el opus magnum sobre Rabelais y la cultura popular
del Renacimiento, donde la risa burlona y estentórea, los excesos corporales de
todo tipo, una sexualidad desinhibida y “salvaje” o una vitalidad desatenta a
las contenciones de las “buenas costumbres” (todas cosas que obviamente
encontramos en el cine de Pasolini) son las marcas de una objetiva, no
necesariamente buscada pero efectiva rebelión contra la cultura dominante (es
cierto –y Bakhtin no aparece particularmente atento a este problema- que el
poder casi siempre es capaz de absorber y neutralizar tales “desvíos”: Pasolini
lo sufriría en carne propia) .
75

Es altamente improbable que Pasolini hubiera leído a Bakhtin. No obstante, su


obsesión por generar las condiciones para que el Otro pueda articular su propia
palabra en los pliegues de la del narrador es radicalmente “bajtiniana”. Y no ya
solamente en tanto herramienta teórico-crítica de análisis, sino como lógica de
la propia práctica narrativa, poética y fílmica. Sabemos también qué recurso
hace las veces, en el armazón fílmico, del Discurso Indirecto Libre. Es lo que
Pasolini etiqueta como Plano Subjetivo Indirecto (PSI), en el cual, por diferentes
estrategias, el “ojo” de la cámara puede simultáneamente, por ejemplo, “ver” lo
que mira y además, en el mismo espacio, lo que mira un personaje. De modo que
nosotros, los espectadores, podemos asimismo aprehender al mismo tiempo esa
tensión conflictiva –como decíamos respecto del DIL- entre ambas miradas
superpuestas, bloqueando así una completa identificación entre el “narrador” y
el personaje –como la que opera el plano subjetivo convencional-, o entre el ojo
de la cámara y el narrador omnisciente de la novela decimonónica –como la que
opera el plano americano-, y poniendo en escena el continente espaciotemporal
en el que “realidad” y “ficción” se pisotean mutuamente. El PSI permite, pues,
que la mirada del personaje –la mirada de un Otro que generalmente proviene
de otra clase social, cultura, sexo o época- se incorpore a la del “narrador”
(espacio normalmente ocupado por el objetivo de la cámara recortando su
“encuadre”) y le dispute su campo visual.
Pasolini impugna así de facto, en el mismo ejercicio de su “lengua visiva” (al
mismo tiempo que teoriza el mecanismo con abundancia y profundidad) no
solamente la pretensión ideológica de la existencia de una mirada homogénea
“superior” o “hegemónica”, sino también, al mismo tiempo, la vuelta de tuerca
por la cual esa pretensión se oculta a sí misma, escamoteando el proceso de
construcción de un “modo de ver” (para decirlo con la clásica expresión de John
Berger) que se presenta como “naturalizado”, en una convencionalización del
estilo que borra las marcas de sus operaciones productoras de una cierta
visibilidad para nada “natural”. Pasolini, en cambio, quiere hacer visibles sus
“estilemas” (las huellas de su estilo personal) para denunciar que son
“estilemas”: que no hay, de nuevo, nada de “natural” en los encuadres, las
tomas, los cortes o los raccords del llamado “realismo” –o de lo que denominará
cine de “prosa”-. Paradójicamente, entonces, este, el del Pasolini del PSI, es el
verdadero realismo: el que incluye la mirada del “narrador”, del “hombre de la
cámara” –ese que necesariamente está incluido de manera física, con su propio
cuerpo, aunque no se lo vea, en el espacio encuadrado- junto a la del personaje:
haciendo visible, nuevamente, una “manipulación” de lo real que pertenece a la
realidad manipulada. El (mal llamado) “realismo” convencional, por su parte,
llama “realidad” a sus propias manipulaciones cuando estas quedan ocultas. El
verdadero realismo (ese que Pasolini llama “un cierto realismo”, lo cual también
quiere decir un realismo cierto), en cambio, evidencia esas manipulaciones
inevitables –pues en este sentido ¿qué otra cosa es el arte sino una necesaria
manipulación de la realidad para producir otra “realidad”, reenviándonos al
76

“discurso que quisiera ser otro discurso”?- para crear, en efecto, el marco dentro
del cual lo real pueda hablar por sí mismo.
Pero se trata de un debate en dos frentes. Aunque lo mira con mayor simpatía,
Pasolini desconfía asimismo del otro extremo de esa constelación, el del
vanguardismo que podríamos denominar semioticista -y que hay que distinguir
de esa semiótica de la realidad con la cual él mismo define al cine-. Este
vanguardismo es característico de una época, la de los años 60, en la que el
estructuralismo, la lingüística y la semiología levantaron toda clase de
recusaciones contra cualquier forma discursiva –incluyendo las producciones
estéticas- que siguieran manteniendo la ilusión ideológica de una relación
“expresiva” entre el signo y el objeto “referente” del signo –es decir, esa
totalidad expresiva de la cual Althusser acusaba a Lukács y su defensa del
“realismo crítico”-. Esas recusaciones, desde luego, habían ya comenzado a
principios del siglo XX con las reflexiones de los formalistas rusos –y luego de
la Escuela de Praga liderada por Jan Mukarovsky-, pero ahora, en el despuntar
de los años 60, se habían transformado en una verdadera programática teórica:
desde las críticas al “efecto de realidad” (Roland Barthes) a las prescripciones
del “no hay nada fuera del texto” (Derrida); desde los señalamientos sobre la
“falsa transparencia de los signos icónicos” (Umberto Eco) a los de la similar
“falsa transparencia de la ideología” (Althusser), y más cerca del cine, la
empresa de demolición de la noción de representación por los Cahiers du Cinema ,
se trataba de una verdadera cruzada contra la (ilusoria, repitamos) primacía de
la “realidad”, y a favor del puro valor por sí mismo del “significante”.
Sin duda, esta política de la teoría cumplió un papel de gran importancia como
crítica de la ideología ingenuamente “realista”, tanto la burguesa como la
marxista. Fue un momento necesario para terminar de despejar los velos
míticos –todavía actuantes de uno u otro modo en el neorrealismo italiano, por
ejemplo, aunque este fuera fuertemente crítico de la “prosa” hollywoodense-
que invisibilizaban al signo y sus operaciones de producción de unos “objetos”
que los signos no se limitaban simplemente a “reflejar” de manera pasiva. Del
otro lado quedaban los teóricos de una objetividad fílmica orientada hacia el
rescate de lo real “duro”, y transformada en una auténtica filosofía realista
(“anti-semiótica”, se podría decir) del cine: defensa de un realismo mimético a
ultranza, de la existencia de una cosa-en-sí de lo real que puede ser alcanzado
por el registro de la cámara. Allí revistan la ontología de la imagen fílmica de
André Bazin o la redención física de la realidad de Sigfried Kracauer, así como el
“neorrealismo” teórico de críticos comunistas como Umberto Barbaro o Guido
Aristarco.
Pasolini no quiere perder completamente todo esto. Comprende, por supuesto,
que debe ser problematizado, complejizado –porque el cine no es puro “reflejo”,
sino asimismo semiosis, “producción” de la realidad (y ni Bazin, ni Kracauer, ni
Barbaro ni Aristarco, todos ellos sofisticados intelectuales, son asimismo tan
ingenuos como para no advertirlo: se trata de una cuestión de acentos)-. Pero
77

hay allí un momento de verdad que no debe arrojarse como el proverbial niño con
el agua de la bañadera. El “semioticismo” vanguardista, llevado a su extremo,
se limita a ponerse como el polo simétricamente inverso del realismo
ingenuamente mimético. La “cárcel del lenguaje” (como diría Fredric Jameson),
esa misma que Pasolini había resentido de facto en su práctica narrativa y
poética, se enclaustra en una ajenidad respecto de lo real que termina perdiendo
aquella dimensión más “política” de la tensión conflictiva entre la realidad y los
signos: una dimensión, por otra parte –como lo señala agudamente Pasolini-,
que está implícita en los objetos mismos, que son ya inmediatamente “signos”
¿de qué cosa? de sí mismos. Es un hallazgo teórico fundamental de la “semiótica
de la realidad” pasoliniana: para el zoon symbolikón que son los humanos, el
objeto está siempre de entrada significado; pero para la realidad en-sí , que existe
en su autonomía más allá de su “humanización” simbólica (el católico Pasolini,
recuérdese, es un estricto materialista), el signo coincide inmediatamente con el
objeto. Hay un constitutivo conflicto, entonces, entre el signo (es decir, en última
instancia, el sujeto, que es quien “emite” signos) y el objeto (es decir, la
“realidad”). Tanto el realismo mimético “silvestre” como el vanguardismo
semioticista se desentienden de él, y por eso ambos son –otra hipótesis notable-
igualmente formalistas, e incluso “idealistas”.
Pasolini quiere retener ese conflicto, dándole su lugar a ese “Otro” que también
es, para el hombre, la realidad, el universo de las cosas. El DIL en la narrativa o
la poesía, el PSI en el cine, podrían, decíamos, generar las condiciones para que
al menos un fragmento, un trozo, una “ruina” –para insistir con Benjamin- de lo
real invada, por así decir, el espacio “normalizado” de / por los signos.
Mediante esa “invasión”, lo real, el propio objeto, desborda al signo y recupera
su autonomía (es la “insubordinación de lo concreto contra la tiranía de lo
abstracto” de la que alguna vez habló Lukács).
Y es que, en la cultura tecnocrática neocapitalista, los objetos y la naturaleza
también forman parte de los “vencidos” de la Historia: reducidos a su mera
funcionalidad (a esa pura herramienta a-la-mano sobre la que filosofa
Heidegger), o en todo caso a su estatuto de fetiche mercantil (en el sentido de
Marx), los objetos y la naturaleza tienen un lugar análogo al de los marginales
suburbanos, los campesinos pobres, los subproletarios, los pueblos del Tercer
Mundo, y en general los cuerpos, cuya degradación a mercancía, a puro valor de
cambio, está dramáticamente expuesta en Salò. Todos esos “objetos”, así como
esas “ruinas” semióticas sometidas al etnocidio –los dialectos, las jergas, los
fragmentos en descomposición de las culturas populares y tradicionales- son
otros tantos trozos de lo “real” licuado por la tecnocracia unificadora
neocapitalista que para Pasolini es imperioso rescatar, dejar hablar y dar a ver,
en toda su dimensión de conflicto con la “modernidad”, mediante recursos
como el DIL o el PSI.
Puede parecer extraño que el marxista, el comunista que hay en Pasolini se
empeñe, con su arte, en esa tarea a primera vista restauradora. Pero, en primer
78

lugar, no lo hace con un espíritu arqueológico –mucho menos de


“folklorólogo”- sino con el ánimo de devolverle su vitalidad a esas ruinas (de
“hacerlas relampaguear en este instante de peligro”), de hacer que aunque fuera
por un instante brillen las luciérnagas en proceso de extinción; y en segundo
lugar, de denunciar que lo que ha producido esas ruinas no es no se sabe qué
evolución natural, no es un simple desarrollo de la Historia o de las fuerzas
productivas la que ha conducido, teleológicamente, a la modernidad, sino una
política sistemática –y la filosofía, la cultura y el arte que le corresponden- de
destrucción de todo eso: de su sacrificio en el altar de la “civilización”
neocapitalista. Es en este estricto sentido que para Pasolini toda la estructura
neocapitalista es “fascista”. Si bien el fascismo ha sido derrotado como régimen
político-histórico, hay una constitución fascista del neocapitalismo vinculada a
su lógica de “administración total” –así lo llamaban, otra vez, Adorno y
Horkheimer-, es decir, de completa dominación de lo real. El “fascismo” no es,
pues, solamente un régimen político entre otros, por más peor que otros que
fuera: es el núcleo secreto estructural del neocapitalismo contemporáneo.
Transformado en régimen político se volvió demasiado visible, y hubo que
extirparlo de la superficie para que el secreto quedara bien guardado. Pero
sigue siendo la lógica íntima de funcionamiento del “sistema”, tanto más eficaz
cuanto que adopta la máscara licuada, cambiante, de la democracia de masas.
Es entonces justamente en tanto “comunista” que le parece urgente recuperar
los restos de la “barbarie”, de la “prehistoria” anterior a que el genocidio
cultural ocurriera, recuperar lo que quede del “bien común” (esa recuperación es
una de las formas de entender la palabra comunismo) de una humanidad cuyo
“atraso” arcaico sólo aparece como tal después de que esa humanidad ha sido
aplastada por el neocapitalismo; después de que todas sus lenguas culturales
han sido destrozadas y bastardeadas por la “lengua media” tecnocrática y el
cualunquismo pequeñoburgués al servicio de una burguesía infame, grosera,
mediocre, ignorante: de los salopards , esos canallitas de los que coetáneamente
hablaba Sartre. Y es pues en tanto marxista que Pasolini abomina de los
igualmente tecnocráticos “marxistas” que se han plegado “inconscientemente” a
esa ideología falsamente “desarrollista” que confunde el progreso de la
humanidad con el de los negocios mezquinos –y con frecuencia sangrientos- de
la clase dominante.

3.

En la óptica de Pasolini el DIL y el PSI no son, desde luego, meros dispositivos


técnicos. Aunque el “momento” técnico es imprescindible para su operatividad,
representan una posición ética y política, además de estrictamente estética. En
su aplicación, el “narrador” no finge “perder la voz” a favor de la voz del Otro,
sino que se hace cargo de la co-existencia tensa de la multiplicidad de voces. Así,
el conflicto de culturas debería vivir ante nuestros ojos, sin necesidad de ser
79

proclamado de forma explícita y reductiva. Ese es el rol del dialecto friulano o


del idiolecto de los borgate que mencionábamos, en su choque con las “lenguas
cultas” de la cultura oficial. De una cultura oficial igualmente mediocre e
ignorante, incapacitada para advertir que ya en Dante y Ariosto –en su muy
particular uso de ciertas dialectologías y jergas entremezcladas con la lingua
culta toscana- estaba presente ese conflicto: para el caso de Dante, al menos,
Pasolini, como ya lo dijimos, había descubierto esto muy temprano (lo registra
en 1941, a los 19 años) gracias al hallazgo de los escritos de Erich Auerbach aún
anteriores a Mimesis, fundamentalmente Dante, Poeta del Mundo Terrenal (y en
esto, como lo ha indicado Diego Bentivegna, sigue estrictamente las
indicaciones sociolingüísticas de Gramsci).
En algunos de sus films, el recurso –trasposición del DIL literario- al Plano
Subjetivo Indirecto se sobrepasa a sí mismo, se excede hacia una realidad
alegórica del conflicto, hacia lo que Pasolini, célebremente, denomina un cine de
poesía. El cine de poesía es el PSI elevado a la propia “estructura” del film. Es
pues, entre otras cosas, la interacción tensa entre imágenes y voces “históricas”
y “prehistóricas”, a través de la cual el narrador pugna por hacer consciente, para
el lector / espectador que él o ella, al igual que el narrador, no es el Otro pero de
todos modos puede compartir el espacio “heterotópico” del Otro. Y esto vale no
solamente para los sujetos, sino también, como decíamos, para los objetos, o para
la Naturaleza misma, que en el cine de poesía tienen una presencia propia,
autónoma, no subordinada a su mera “funcionalidad” temática o argumental,
como ocurre en el cine de prosa. Finalmente, parece decirnos Pasolini, lo real
también es un Otro dominado por la racionalidad instrumental de eso que
llamamos la “realidad”, en tanto andamiaje técnico sometido a los imperativos
de la lógica neocapitalista.
Tomemos el ejemplo (más bien obvio, por otra parte) de sus Apuntes para una
Orestíada Africana. Como se sabe, se trata de un film nunca terminado. O, mas
precisamente, de un film por definición interminable. Está hecho de “apuntes”
visuales (planos y secuencias fragmentarias) que Pasolini proyectaba usar como
“borradores” para un film futuro, consistente en la trasposición de la Orestíada
de Esquilo a un relato sobre los movimientos de liberación africanos. Luego
decidió no hacer el segundo film, y conservar el primero en su estado de meros
“apuntes”, al igual que hace con El Olor de la India o con la nunca filmada
Sopraluoghi in Palestina, que hubieran debido completar la trilogía del Poema
para el Tercer Mundo. Es pues un film muy extraño, un film “descompuesto”, en
parte ficcional, en parte “documental”, en parte alegoría mítica. Pensado desde
el vamos, diríamos hoy, como “deconstruible”. Por otro lado, en su conjunto,
ilustra transparentemente los puntos de vista pasolinianos en materia estética y
política: una condensación de la “prehistoria” griega (tal como está evocada en
la trilogía trágica de Esquilo) y la “modernidad” africana (la lucha anticolonial
de los años 60). Y dicho sea de paso, si no fuera por el hecho de que es Pasolini
el que está haciendo eso, podría sorprendernos que sea Europa la que esté del
80

lado de la “prehistoria”, mientras que es África la que está del lado de la


“modernidad”.
Pero, justamente, es Pasolini el que lo hace: el choque de voces y miradas
culturales invierte los estereotipos tradicionales del eurocentrismo. Al mismo
tiempo, dentro de la “extrañeza” del film a la que aludíamos, Pasolini se toma
muy en serio aquella presencia de lo real-prehistórico invadiendo la “realidad”
moderna: si Esquilo llama a las Erinias “fuerzas de la naturaleza”, Pasolini las
representa como árboles o arbustos azotadas por el viento; en su escritura de la
realidad , que es como él define al cine en tanto lenguaje, los “objetos naturales”
de la realidad más elemental, en su irreductible singularidad, son –como él lo
dice- signos de sí mismos y simultáneamente signos de otra cosa , de otra
“historia”. O, de nuevo, de la historia del Otro. Son “el sueño de una cosa”,
como titula a una de sus novelas, y también la Cosa misma del sueño, en su
entera materialidad.
Pero, prosigamos. En una de las escenas del film, el propio Pasolini dialoga con
un grupo de estudiantes universitarios africanos (de modo que ahora, en una
vuelta de tuerca del Subjetivo Indirecto, ha pasado de narrador a personaje) y
festeja, precisamente, la “modernidad” del movimiento de liberación, hasta que
uno de los estudiantes refuta su visión unilateral, confrontándolo con la
diversidad y complejidad de esos procesos, y con la necesidad de comprender
la combinación desigual y conflictiva de esa “modernidad” con la tradición mítica
tribal todavía viva en los pueblos africanos. Otro estudiante le cuestiona que
hable de “África” en general (Es un continente enorme, no un país, le dice),
aplanando la compleja heterogeneidad de sus muchas culturas. Pasolini –lo
sabemos por sus apuntes escritos- se da cuenta honestamente de que, contra sus
mejores intenciones, él mismo no ha podido evitar caer en la trampa de “hablar
por el Otro”.
Entonces, como si dijéramos, cambia de posición, y de estrategia, y ensaya en la
propia imagen una importante autocrítica (aunque ella no alcance todavía la
potencia trágica de su famosa Abjuración de 1975). Su montaje nos hace pasar a
una larga y funcionalmente “innecesaria” secuencia, la ya citada donde el Gato
Barbieri toca free jazz en el saxo junto a dos cantantes (o recitadores)
afroamericanos, un hombre y una mujer, que parecen absortos en una suerte de
letanía ritual “prehistórica”-sin que al mismo tiempo deje de recordar a
Stockhausen, o Luigi Nono, o alguna pieza dodecafónica o atonal: nuevamente
la prehistoria se articula con la modernidad más vanguardista-. Es decir: porque
ahora Pasolini ha retornado detrás de la cámara, a su espacio de “narrador”
miembro de la cultura dominante, abre ese espacio a las “voces” africana y
latinoamericana, para construir una evocación alegórica, o una metáfora visual-
musical, del triángulo atlántico de la esclavitud africana en América, donde la
mirada europea (es decir, la del propio Pasolini) está ciertamente presente, pero
no como interferencia u orientación “marcada”, mucho menos como “visión
desde arriba”. El “Tercer Mundo”, además, queda reforzado en su voluntad
81

revolucionaria cuando el propio director afirma que los cantantes


afroamericanos simbolizan la situación de los negros en EEUU como potencial
vanguardia para todo el mundo neocolonial, justamente porque son ese Tercer
Mundo dentro del centro mismo del Primero (es, recordemos, la época de los
Black Panthers, movimiento al que adhieren una gran cantidad de los músicos de
jazz afroamericanos).
Pero no solo eso: su voz en off -desde el espacio del narrador- nos informa que
piensa usar esta secuencia, tal como la vemos, para aludir al asesinato de
Agamenón por Clitemnestra, que en la obra originaria ocurre tras los muros del
palacio, fuera de la vista del espectador. Es decir, por un lado Pasolini ha
comprendido la extrema dificultad de “representar” a “África”, y entonces su
trasposición la hace no a través de la acción “mimética”, sino de ese arte
abstracto, o no-figurativo, que es la música. Y al mismo tiempo, en cierto
sentido se toma literalmente en serio las indicaciones escénicas de Esquilo, y no
muestra el asesinato… pero lo hace escuchar, por medio de las notas
deformadas, verdaderos gritos de angustia, del saxo del Gato Barbieri.
En fin, es tan solo un ejemplo, que podría multiplicarse. Toda la obra poética,
narrativa, fílmica y aún ensayística de Pasolini está signada por la poiesis y la
política de esa polifonía, esa “heteroglosia” de la semiótica de la realidad: de una
significación de la “otredad” en la cual, o incluso por la cual, ella no pierde su
materialidad concreta, que constantemente invade su condición inevitable de
signo.
En un estupendo texto muy centrado en la obra cinematográfica de Pasolini
(Pueblos Representados, Pueblos Figurantes), George Didi-Huberman indica con
bella exactitud el dilema que se le abre a la imagen ante la cuestión de la
representación del Otro. Cito:
“No basta, pues, con que los pueblos sean expuestos en general. Es preciso
además preguntarse en cada caso si la forma de esa exposición –encuadre,
montaje, ritmo, narración, etcétera- los encierra (es decir, los aliena y, a fin de
cuentas, los expone a desaparecer) o bien los desenclaustra (los libera al
exponerlos al comparecer , y los gratifica así con un poder propio de aparición)”.
Hay en este breve párrafo muchas sugerencias que bien podrían tomarse como
paráfrasis pasolinianas. La oposición entre la exposición del Otro “en general” y
la pregunta por cómo hacerlo “en cada caso” remite a la obsesión de Pasolini
(así como a la de un Adorno, por cierto) por la concretud nunca plenamente
soluble en el concepto “general” de la representación, que es la estofa del “cine
de prosa”. Otro tanto puede decirse de la oposición entre una falsa “aparición”
del Otro que en verdad lo condena a desaparecer, y una aparición auténtica que
le permite comparecer.
Y, quizá principalmente, está la pregunta por la forma de la “exposición”. Es
posible que Didi-Huberman esté pensando en la canónica tesis de Hjemslev
según la cual la convencional dicotomía forma / contenido olvida que la forma
tiene su propio contenido, su propia sustancia, así como el contenido se da su
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propia forma. Pero también podría estar pensando en Pasolini, para el cual
cosas como el Plano Subjetivo Indirecto o el “cine de poesía” constituyen una
ética (y una política) de la forma que produce su propio “contenido”, y que busca
dejar comparecer , liberar ese “poder propio de aparición” del Otro sin
escamotear o disfrazar la mirada del narrador.
No se trata, por otra parte, de un descubrimiento que Pasolini, a través de no se
sabe qué súbita epifanía, extraiga de la nada. El propio Didi-Huberman apunta
que se podría remontar esa economía de la figuración –como la llama él- hasta los
palafreneros de Caravaggio, los pordioseros de Callot, los mendigos de
Rembrandt o los desastres de Goya. En todos ellos, y en tantos otros que
podrían acudir a esta convocatoria, se condensan la mimesis -imitación de los
movimientos de la realidad-, la figura -signo “heráldico” que construye
sentido- y la passio –la expresión de afectos, emociones o pulsiones por la
gestualidad o la corporalidad-. Didi-Huberman no lo dice explícitamente, pero
es notoria la similitud de esta tríada con la idea de Pathosformell (la “fórmula
del pathos”) de Aby Warburg, en la cual se produce una suerte de “retorno de lo
reprimido” en el nuevo contexto de una figuración (los cabellos ensortijados de
la Venus de Botticelli remitiendo a las serpientes de la cabeza de Medusa, según
un famoso ejemplo warburgiano).
Pasolini es perfectamente consciente de esta tradición representacional, como
vimos que lo era de la de Dante o Pontormo. Es decir, de la voluntad de hacer
“comparecer”, para conservar esa expresión, a los que el cine industrial suele
llamar los figurantes, los “extras”: también los figurantes o los extras de la vida, o
de lo que para la cultura dominante pasa por ser “vida”. En ellos se conserva –
aún cuando disimulada detrás de la “colonización” de sus cuerpos por el
neocapitalismo- una huella de vitalidad prehistórica no-tecnificada, resistente a
la codificación, con la cual el ojo de la cámara (mediante el PSI entre otros
recursos) debería poder fusionarse plenamente. El cine mismo, pues, como lo
dice bien Didi-Huberman, es constituido como una arcaica forza “de vínculo y
enfrentamiento con la realidad”.
Pero Pasolini, como si dijéramos, da un paso más, o en todo caso un paso en
otra dirección: en la dirección de un dis-locamiento de la “economía figurativa”
de la representación del Otro, del mismo sistema de jerarquías visuales que
construyen al Otro como esos anónimos “figurantes”, intercambiables entre sí,
que aparecen pero no comparecen .
No es únicamente que en los films de Pasolini los que en cualquier otro serían
simples “figurantes” puedan actuar un papel protagónico (eso finalmente, ya lo
había hecho repetidamente el neorrealismo, y antes aún, más directamente, el
documental etnográfico de Flaherty o de Bateson), sino que en una inversión de
la “perspectiva” análoga a la que hace un momento registrábamos en la
Orestíada Africana , en La Ricotta -también lo veíamos- la crucifixión que
realmente importa es, justamente, la del miserable figurante , que de hecho
ocupa, en el plano correspondiente, el lugar de Cristo en la pintura de
83

Pontormo, y del cual el director del film dentro del film, actuado por Orson
Welles haciendo de sí mismo, dice muy bíblicamente que “tuvo que morir para
que supiéramos que estaba vivo”. Es decir: el miserable figurante es Cristo, y
por lo tanto Cristo, inversamente, es el miserable figurante.
¿Se ve la dimensión realmente “subversiva” de lo que hace aquí Pasolini (y a
cuya sutileza, ciertamente, la Iglesia oficial estuvo muy atenta, intentando por
todos los medios de censurar el film)? Si como decíamos antes los figurantes
son por definición intercambiables, Pasolini transforma en intercambiables a los
propios polos del sistema jerárquico de la “historia oficial” que ha producido a los
figurantes como intercambiables: al liberarlos de su encierro –de la “alienación”
que señala Didi-Huberman- en los corralitos estáticos de la iconografía clásica,
Pasolini hace que los figurantes comparezcan por sí mismos como figurables:
como los que deben ser no solo contabilizados sino tomados en cuenta por la
imagen. Y, en el camino, hace que Cristo retorne al lugar que le corresponde: el
de miembro de un pueblo de figurantes, de un pueblo de “vencidos” que lucha
por su comparecencia, por correrse de su lugar de “Otro” des-figurado. Pero lo
hace mostrando el sistema iconográfico tradicional: allí están perfectamente
visibles, después de todo, Pontormo y Rosso Fiorentino en todo su esplendor,
claro que sin olvidar que –como vimos que sucedía para el caso de Dante, que
sutilmente subvierte la lengua clásica dominante con sus intromisiones
dialectales- se trata de pintores manieristas, puentes visuales hacia el barroco,
que también ellos, con sus retorcimientos “anti-naturales”, empiezan a
subvertir el “realismo” naturalizado de la perspectiva renacentista, mostrando
que hay otros “modos de ver”.
Así, Pasolini nos sumerge en una suerte de gran panorámica del Plano
Subjetivo Indirecto en la que efectivamente coexisten, con toda su tensión
conflictiva, las dos miradas sobre la “figura” del sacrificio de Cristo. Y algo muy
similar hará en El Evangelio: allí, toda la intensa, por momentos iracunda,
sacralidad de Cristo está atravesada por una imagen “sucia”, como
polvorienta, que emana de esa tierra seca, resquebrajada, desolada, ese paisaje
“Otro” al cual Cristo parece hablarle. Es el paisaje, físico pero también social y
“moral”, al cual pertenece el pueblo de los pobres diablos del cual proviene
Stracchi. La expresión “pobres diablos” es de Pasolini, y es muy italiana; o,
mejor dicho –y es altamente significativo-, esa locución que nosotros
traducimos al castellano como “pobres diablos”, se dice en italiano… poveri cristi,
“pobres cristos”. ¿Faltará algo más para convencernos de ese lugar
intercambiable entre Cristo y el miserable subproletario?
Esto es el “cine de poesía”: el poner en cuestión, y no meramente “representar”,
el lugar del Otro como Otro, empezando por la propia realidad: lo que se ha
llamado la mimesis maldita, que es la otra cara –la cara oculta y entrelineada que
Pasolini quiere sacar a la luz para ser totalmente “realista”- de la divina mimesis
dantesca. Alguien ha dicho que no hay en la historia del cine otro ejemplo de
poeta cineasta. La frase, escúchesela, no dice “cineasta poético”. Este último,
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que abunda por demás en lo que los Cahiers du Cinema llamaban


socarronamente cinema de calité , es justamente el que hace “figurar” la realidad,
incluso la más dura, revistiéndola de formas consensuadamente bellas, donde
la materia oscura, desgarrada, violenta, es estrictamente funcional a la belleza
de la forma. En otras palabras, la estetización de lo real de la que hablaba
Benjamin, o la “canallada” del travelling de Kapò de la que hablaba Serge
Daney.
El poeta cineasta, por el contrario, está decididamente del lado de la
“politización” del arte: si su “poesía” es ríspida, resquebrajada, incluso
insoportable (como puede aparecer en El Chiquero o en ese extremista extremo
que es Salò, digamos) eso habla de un intenso amor a la realidad, que es la
motivación que aduce el mismo Pasolini para su pasaje de la poesía al cine. Pero
es un pasaje, no una renuncia ni una ruptura: es la continuación de la poesía por
otros medios. Y es también la demostración de que la poesía, llevada a sus
últimas consecuencias, es indefectiblemente política, así como la política en serio,
la que importa (que es la de la lucha de clases, de los movimientos de
liberación, de la revolución), es sustancialmente poética: no en el sentido melifluo
de un sentimentalismo poetizante (que nos hace retrotraer a la “estetización de
la política” benjaminiana), sino en el sentido de también tomarse en serio la
antigua palabra griega poiesis, que alude a un trabajo de transformación de la
realidad que produce una nueva realidad.
En este marco es perfectamente defendible la declaración pasoliniana según la
cual el Evangelio es un film claramente marxista –“gramsciano”, para mayor
precisión-. Cristo deviene en él ese Pathosformell que permite establecer una
continuidad “existencial” (no económica o política en sentido estrecho,
obviamente) entre los pueblos oprimidos de la Palestina del siglo I y la Italia
“tercermundista” del siglo XX, esa questione meridionale de la que se había
ocupado justamente Gramsci. Lo extraordinario es que el texto del Evangelio de
Mateo, sin embargo, está respetado con una escrupulosidad rayana en la
obsesión. Porque lo que Pasolini quiere (de) mostrarnos es que ese mensaje
redentor de los poveri cristi no es una “interpretación” entre otras, sino que es la
letra del Evangelio, abyectamente deformada por la Iglesia institucional.
Y en cuanto a que el cine sea la “vía regia” para hacer comparecer al Otro, al
mismo tiempo desplazándolo de su congelamiento en su lugar de Otro, ese fue
siempre, lo hemos visto, el proyecto pasoliniano. Podríamos llamarlo el
proyecto de una antropología política del Otro, incluyendo a la realidad misma
que aplasta al Otro en su “otredad”. Si tuvo que llegar al cine para profundizar
su poética “antropológica”, su teología “comunista”, fue porque encontró en él,
más aún que en la “pura” lengua de la poesía, la contaminación de lenguajes,
voces y miradas heterogéneas con la que mejor se podía escribir, a su juicio, la
impureza constitutiva de lo real, la persistencia del Mal por detrás de la
belleza. Y también porque el cine le permitía una concreción de lo real a la que
la palabra, como hemos visto, por su propia naturaleza no podría alcanzar.
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Hay, en efecto, un componente etnográfico insoslayable en el “documentalismo


poético” del cine pasoliniano.
Pero, sea por la poesía, la narrativa o el cine, el deseo es siempre el mismo: el de
hacer de lo real mismo un ecuménico Plano Subjetivo Indirecto, donde la voz
del Otro no sea una obediente respuesta a su pregunta, sino la Pregunta misma.

PPP, o, Primerísimo Primer Plano del Tercer Viento

Eduardo Grüner

En una entrevista a propósito de su film Blow Up, Michelangelo Antonioni


pronuncia sin más comentario una frase enigmática: “El viento es muy
fotogénico”. Pero ¿cómo podría ser fotogénico el viento, invisible por esencia?
Casi simultáneamente, Pier Paolo Pasolini pergeña su célebre metáfora de las
luciérnagas, esas lucciole que, como dice Didi-Huberman, “tratan de escapar
como pueden a la amenaza, a la condena que sacude ahora su existencia”. En
efecto, también ellas, en su titileo débil, han sido invisibilizadas por los
reflectores deslumbrantes de la modernización neocapitalista (la expresión es
del propio Pasolini).
Que dos cineastas quieran recuperar la presencia de lo invisible puede ser
pensado como una paradoja, o quizá como el recurso poético para dar cuenta
de un deseo imposible: el de darle visibilidad a aquello que constitutivamente no
puede tenerla.
O tal vez el recurso sea más sutil, o más complejo, de lo que aparece en una
primera lectura. Tal vez lo que se nos está diciendo no sea tanto del orden de la
metáfora como de los efectos por así decir “metonímicos”: después de todo, el
viento puede ser en sí mismo invisible, pero no lo son las hojas de los árboles
que, en la célebre escena de Blow Up en que el protagonista busca qué
fotografiar en el parque, se agitan empujadas por ese soplo invisible, y por
cierto tienen una ominosa presencia; por otra parte, es posible que las
luciérnagas se hayan vuelto invisibles, aplastadas por la luz enceguecedora,
pero quizá podamos alcanzar a atisbar su titileo si descentramos el enfoque, si
reducimos todo lo posible el deslumbramiento de los grandes focos mediante el
truco de mirar de costado, al sesgo, haciendo que la perspectiva sea la del
margen, la del “fuera de foco” o del “fuera de campo”, como dicen los
cineastas. O la de ese Plano Subjetivo Indirecto que teoriza y practica Pasolini
como trasposición fílmica del Discurso Indirecto Libre que usan algunos
narradores y muchos poetas para ya no descentrar sino ex-centrar el punto de
vista naturalizado a partir del Renacimiento.
86

En suma: lo que se nos sugiere es una estrategia de lo Indirecto, de lo Oblicuo,


de lo Marginal, que permita percibir los efectos desplazados de esa ausencia de lo
invisible, de lo diminuto, de la fragilidad titilante a punto de desaparecer y por
lo tanto en permanente estado de emergencia, o de excepción, como hubiera dicho
Benjamin.
Pasolini, en cierto modo, siempre había practicado esa estrategia –con mayor o
menor grado de conciencia- en lo que podríamos llamar su narrativa, y sobre
todo, en su poesía pre-cinematográfica: el mal llamado “dialecto” friulano (mal
llamado, digo, porque no se ve por qué a lo que los hombres y mujeres
realmente hablan y que por lo tanto conforma su existencia, su “ser en el
mundo”, se le debería retirar la dignidad de ser una lengua), el mal llamado
dialecto friulano, entonces, o la jerga de los borgate de las miserables periferias
urbanas, ocupan ese lugar del viento ausente a la mirada o de las luciérnagas
apenas perceptibles pero que producen efectos materiales que pueden hacerse
vistos y oídos, aunque fuera en el instante fulgurante de su destrucción.
Sin abandonar la poesía y la narrativa –al contrario: sumándole el ensayo
teórico y la intervención crítica- Pasolini afirma que es conducido al cine “por
amor a la realidad”. Ya no le bastan por sí mismas las palabras que le habían
inculcado ese amor: quiere que el viento, las luciérnagas, el “dialecto” y los
borgate sean algo más que la singularidad de esos “acentos sociales” marginados
o aplastados pugnando por hacerse oír, como lo hubiera dicho Bajtín. Quiere
que sean también carne visible, palabra sonora, viento pesado, objetos parlantes,
naturaleza existente, un visual “retorno de lo reprimido” de los márgenes
destrozados por la centralidad que no vacila en llamar “genocida” del
neocapitalismo en marcha triunfal. Quiere hacer titilar ante la mirada lo que
denominará con reivindicativa provocación la barbarie, o la prehistoria, cuya
espontaneidad caótica, cuya riqueza diversa y compleja, está siendo enterrada
por la lengua plana y homogeneizante de la tecnocracia administrada del
Capital.
A todo esto, se sabe, es a lo que Pasolini, con intencionado desafío, bautizará
como cine de poesía, y que no solamente se opone de manera frontal a un cine de
prosa en el cual el viento y las luciérnagas –cuando existen- están prostituidos,
instrumentalmente subordinados a una mera “funcionalidad” diegética de la
lógica del relato, sino también a un pretendido cine “poético”, donde ocupan el
lugar congelado del ornamento estetizante o del exotismo blando y
domesticado.
Es sin duda en ese trayecto, en ese viaje de reconstrucción de su poesía por las
imágenes en movimiento, que Pasolini “descubre” lo que en su época se
llamaba el Tercer Mundo, un significante que partiendo de la mera denotación
descriptiva de Bandung ya había adquirido la connotación resistente o
directamente revolucionaria de una barbarie, o de una prehistoria, que gritaba su
propio “retorno de lo reprimido” desde Argelia o Vietnam, desde Cuba o
Palestina. Lo des-cubre, digo, en el sentido estricto de un des-velamiento, o un des-
87

ocultamiento, de esos márgenes antes a lo sumo estetizados o exotizados –


orientalizados, si se nos permite el préstamo de Saïd- por tanto cine de prosa
donde el sol de los reflectores ocultaba la débil intermitencia de las luciérnagas.
Y lo des-cubre, también, ante sí mismo. O, con mayor precisión, se des-cubre a sí
mismo como habiendo estado siempre poéticamente sumergido en él.
Porque, en efecto: los “dialectos” en vías de desaparición, los borgate derruidos
bajo la picota o la aplanadora de la civilización del Capital que en su invasión
anónima aplasta con su banalidad del mal a los Accatone, todo eso es el “tercer
mundo” dentro de la propia pretensión a la “primeridad” en la Italia
pasoliniana del “milagro económico”: es esa subalternidad como punto de fuga
del desarrollo capitalista que Pasolini ha leído en los análisis sobre la cuestión
meridional de Gramsci, o en la etnografía crítica de la tierra del remordimiento de
Ernesto de Martino. Hay un paso breve, y perfectamente lógico, desde eso a la
destrucción colonial o neocolonial de África o América Latina, como
continuidad y contigüidad alegóricamente materiales del viento y las
luciérnagas ocultas en los márgenes.
Esta noción ampliada pero estricta de un Tercer Mundo tanto externo como
interno atraviesa toda la textualidad –literaria y fílmica- de la obra pasoliniana.
Lo hace en múltiples dimensiones y registros que en un momento revisaremos
brevemente. Me interesa ahora nombrar esa noción de la manera más á la page,
más obvia e incluso más vulgar posible: la sempiterna cuestión del “Otro”. Me
interesa nombrarla así, pese a toda su obviedad, para sugerir que, precisamente,
no hay tal obviedad: que la “cuestión del Otro” no es una solución: es un
problema.
Me voy a servir para ello de otro autor, nacido una generación antes pero
coetáneo de Pasolini, y tan obsesionado y comprometido como él con el Tercer
Mundo y la “cuestión del Otro”. Jean Paul Sartre, en un denso opúsculo ya de
fines de la década del 40, plantea un dilema aparentemente insoluble. Sartre
hace, provocativamente, una afirmación inquietante: en términos estrictamente
lógicos (no éticos, ideológicos o sencillamente humanitarios) es imposible no ser
racista. ¿Por qué? Pongámonos en el mejor de los casos: el de un sujeto
“progresista”, de mente abierta, enemigo de toda actitud discriminatoria
–“políticamente correcto”, diríamos hoy, con esa jerga de organización
burocrática de los derechos humanos- que tiene el imperativo ético de ser
“tolerante” con la “diferencia” del “otro”. De entrada se le presenta un
problema: ¿quién es él para decir que ese “otro” es, efectivamente, un “otro”, un
“diferente”? El que se arroga ese derecho, ese poder, ya se coloca, aunque fuera
sin quererlo, en una posición de superioridad desde la cual distribuye las
“diferencias” y las “alteridades”. Aquel al cual, aunque sea para “tolerarlo”, le
he asignado el lugar del “otro”, del “diferente”, tranquilamente podría dar
vuelta el razonamiento y decir: “Pero, usted se equivoca: el otro, el diferente, es
usted, y no yo”.
88

El “progresista”, pues, ha actuado con la misma lógica que el racista (aunque, por
supuesto, para la víctima de esa lógica no sea lo mismo que lo “toleren” o que,
digamos, lo envíen al campo de exterminio): ha elegido un rasgo
completamente secundario del “otro”, un detalle casi insignificante, y lo ha
elevado a condición ontológica, a estatuto del ser del “otro”, transformándolo en tal
“otro”. Por ejemplo: se toma un color de piel y se dice “es negro” (o blanco, para
el caso); se toma una pertenencia religiosa y se dice: “es judío” (o cristiano, para
el caso); se toma una elección sexual y se dice: “es homosexual” (o “hetero”,
para el caso), etcétera. El obligatorio verbo ser figura allí como la marca misma
del famoso totalitarismo de la lengua barthesiano. Pero el “otro” es muchas más
cosas que negro / judío / homosexual o sus reversos: estas son solamente partes
de la totalidad de su ser. Tanto el progresista como el racista, entonces, han
cometido una operación fetichista: han hecho una confusión (una con – fusión)
entre la Parte y el Todo, entre lo particular y lo “universal”, entre lo concreto y
lo abstracto. Han elevado una figura retórica a constancia del Ser.
Pero, agreguemos un dato aparentemente contradictorio. Apenas un año
después de escribir esto, Sartre redacta su famoso ensayo Orfeo Negro, a modo
de prólogo para la antología de poetas negros compilada por Aimé Césaire y
Leopold Senghor, y allí hace una encendida defensa del concepto no solo
estético sino político de negritud, en términos que bien pueden ser calificados de
“ontológicos”. ¿Borra pues Sartre con el codo lo que ha escrito con la mano? No
necesariamente. Por un lado, Sartre ya ha sentado su posición en el escrito
anterior: no es posible nunca establecer una diferencia absoluta con lo que
llamamos el Otro. Pero, por otro lado, las diferencias, sean “absolutas” o
“relativas”, no son un producto de la naturaleza sino de un ejercicio del poder,
de una lógica de la dominación. En esas condiciones, al designado como Otro no
le queda otra opción que asumir como estandarte orgulloso su impuesta
alteridad, con ese gesto que Gayatri Spivak denomina de esencialismo estratégico.
Más importante aún, lo que a Sartre le interesa subrayar es que esos poetas son
el signo de una negritud que ya no le habla –o mejor, no le responde- a los
blancos; sino que, como él mismo lo dice, “se hablan entre ellos por encima de
nuestras cabezas”. Es decir: han adquirido su voz propia e intransferible, hasta
cierto punto intraducible. En palabras de Didi-Huberman, es el pasaje de los
figurantes a plenas figuras.
Es precisamente esto lo que Pasolini quisiera producir con su poesía y con su
“cine de poesía”. Me gustaría imaginar que su pregunta es la siguiente: ¿Cómo
lograr que el Otro –el viento, las luciérnagas, la lengua del borgate, el Tercer
Mundo- se haga escuchar y se haga ver por sí mismo? “Por sí mismo”: vale decir,
no solamente porque el escritor o el cineasta le de la palabra o le otorgue su
visibilidad, sino porque genere la posibilidad de que su palabra o su “figura”
comparezcan autónomamente en el diálogo conflictivo con la voz y la mirada
del autor.
89

¿Cómo se traslada todo esto a la praxis estética material? En parte, ya lo


sabemos: poniendo en práctica lo que en su Empirismo Herético teoriza sobre el
llamado Discurso Indirecto Libre (DIL), un dispositivo a medias gramatical, a
medias “estilístico”, que no le presta al Otro su voz fusionada con –y
subordinada a- la propia, sino que permite que el discurso del “autor” se vea
invadido -es decir, en definitiva, des-autorizado – por los acentos y modalidades
del discurso del Otro, generando un quiebre , o mejor un pliegue interno, una
suerte de cinta de Moebius, entre las dos “voces” en el interior del mismo nivel
de discurso, de tal manera que el “Uno” y el “Otro” no sean realidades
mutuamente externas e incomunicables, ni siquiera nítidamente distinguibles,
sino un espacio entrelazado pero heterotópico -para recuperar esa expresión de
Foucault-.
Sabemos también qué recurso hace las veces, en el armazón fílmico, del
Discurso Indirecto Libre. Es lo que Pasolini etiqueta como Plano Subjetivo
Indirecto (PSI), en el cual, por diferentes estrategias, el “ojo” de la cámara puede
simultáneamente, por ejemplo, “ver” lo que mira y además, en el mismo espacio,
lo que mira un personaje. De modo que nosotros, los espectadores, podemos
asimismo aprehender al mismo tiempo esa tensión conflictiva entre ambas
miradas superpuestas, bloqueando así una completa identificación entre el
“narrador” y el personaje –como la que opera el plano subjetivo convencional-,
o entre el ojo de la cámara y el narrador omnisciente de la novela decimonónica
–como la que opera el plano americano-, y poniendo en escena el continente
espaciotemporal en el que “realidad” y “ficción” se pisotean mutuamente. El
PSI permite, pues, que la mirada del personaje –la mirada de un Otro que
generalmente proviene de otra clase social, cultura, etnia, género o época- se
incorpore a la del “narrador” (espacio normalmente ocupado por el objetivo de
la cámara recortando su “encuadre”) y le dispute su campo visual.
Pasolini impugna así de facto, en el mismo ejercicio de su “lengua visiva” no
solamente la pretensión ideológica de la existencia de una mirada homogénea
“superior” o “hegemónica”, sino también, al mismo tiempo, la vuelta de tuerca
por la cual esa pretensión se oculta a sí misma, escamoteando el proceso de
construcción de un “modo de ver” que se presenta como “naturalizado”, en una
convencionalización del estilo que borra las marcas de sus operaciones
productoras de una cierta visibilidad para nada “natural”.
Paradójicamente, entonces, este, el del Pasolini del PSI, es el verdadero realismo:
el que incluye la mirada del “narrador”, del “hombre de la cámara” –ese que
necesariamente está incluido de manera física, con su propio cuerpo, aunque no
se lo vea, en el espacio encuadrado- junto a la del personaje: haciendo visible,
nuevamente, una “manipulación” de lo real que pertenece a la realidad
manipulada. El (mal llamado) “realismo” convencional, por su parte, llama
“realidad” a sus propias manipulaciones cuando estas quedan ocultas. El
verdadero realismo, en cambio, evidencia esas manipulaciones inevitables –pues
en este sentido ¿qué otra cosa es el arte sino una necesaria manipulación de la
90

realidad para producir otra “realidad?- para crear, en efecto, el marco dentro
del cual lo real pueda hablar por sí mismo.
Pasolini quiere retener ese conflicto, dándole su lugar a ese “Otro” que también
es, para el hombre, la realidad, el universo de las cosas. Generar las condiciones
para que al menos un fragmento, un trozo, una “ruina” de lo real invada, por
así decir, el espacio “normalizado” de / por los signos. Mediante esa
“invasión”, lo real, el propio objeto, desborda al signo y recupera su autonomía
(es la “insubordinación de lo concreto contra la tiranía de lo abstracto” de la que
alguna vez habló Lukács).
Y es que, en la cultura tecnocrática neocapitalista, los objetos y la naturaleza
también forman parte de los “vencidos” de la Historia: reducidos a su mera
funcionalidad (a esa pura herramienta a-la-mano sobre la que filosofa
Heidegger), o en todo caso a su estatuto de fetiche mercantil (en el sentido de
Marx), los objetos y la naturaleza tienen un lugar análogo al de los marginales
suburbanos, los campesinos pobres, los subproletarios, los pueblos del Tercer
Mundo, y en general los cuerpos, cuya degradación a mercancía, a puro valor de
cambio, está dramáticamente expuesta en Salò. Todos esos “objetos”, así como
esas “ruinas” semióticas sometidas al etnocidio –los dialectos, las jergas, los
fragmentos en descomposición de las culturas populares y tradicionales- son
otros tantos trozos de lo “real” licuado por la tecnocracia unificadora
neocapitalista que para Pasolini es imperioso rescatar, dejar hablar y dar a ver,
en toda su dimensión de conflicto con la “modernidad”.
En algunos de sus films, el recurso –trasposición del DIL literario- al Plano
Subjetivo Indirecto se sobrepasa a sí mismo, se excede hacia una realidad
alegórica del conflicto. El cine de poesía es allí el PSI elevado a la propia
“estructura” del film. Es pues, entre otras cosas, la interacción tensa entre
imágenes y voces “históricas” y “prehistóricas”, a través de la cual el narrador
pugna por hacer consciente, para espectador que él o ella, al igual que el
narrador, no es el Otro pero de todos modos puede compartir el espacio
“heterotópico” del Otro.
Allí está el infaltable ejemplo de sus Apuntes para una Orestíada Africana. Es un
film muy extraño, un film “descompuesto”, en parte ficcional, en parte
“documental”, en parte alegoría mítica. Pensado desde el vamos, diríamos hoy,
como “deconstruible”. Por otro lado, en su conjunto, ilustra transparentemente
los puntos de vista pasolinianos en materia estética y política: una condensación
de la “prehistoria” griega (tal como está evocada en la trilogía trágica de
Esquilo) y la “modernidad” africana (la lucha anticolonial de los años 60). Y
dicho sea de paso, si no fuera por el hecho de que es Pasolini el que está
haciendo eso, podría sorprendernos que sea Europa la que esté del lado de la
“prehistoria”, mientras que es África la que está del lado de la “modernidad”.
Pero, justamente, es Pasolini el que lo hace: el choque de voces y miradas
culturales invierte los estereotipos tradicionales del eurocentrismo. Al mismo
tiempo, dentro de la “extrañeza” del film a la que aludíamos, Pasolini se toma
91

muy en serio aquella presencia de lo real-prehistórico invadiendo la “realidad”


moderna: si Esquilo llama a las Erinias “fuerzas de la naturaleza”, Pasolini las
representa como árboles o arbustos azotadas por el viento invisible de
Antonioni; en su escritura de la realidad , que es como él define al cine en tanto
lenguaje, los “objetos naturales” de la realidad más elemental, en su irreductible
singularidad, son –como él lo dice- signos de sí mismos y simultáneamente
signos de otra cosa , de otra “historia”. O de la historia del Otro. Son “el sueño
de una cosa”, y también la Cosa misma del sueño, en su entera materialidad.
Pero, prosigamos. En una de las escenas del film, el propio Pasolini dialoga con
un grupo de estudiantes universitarios africanos (de modo que ahora, en una
vuelta de tuerca del Subjetivo Indirecto, ha pasado de narrador a personaje) y
festeja, precisamente, la “modernidad” del movimiento de liberación, hasta que
uno de los estudiantes refuta su visión unilateral, confrontándolo con la
diversidad y complejidad de esos procesos, y con la necesidad de comprender
la combinación desigual y conflictiva de esa “modernidad” con la tradición mítica
tribal todavía viva en los pueblos africanos. Otro estudiante le cuestiona que
hable de “África” en general, aplanando la compleja heterogeneidad de sus
muchas culturas. Pasolini se da cuenta honestamente de que, contra sus mejores
intenciones, él mismo no ha podido evitar caer en la trampa de “hablar por el
Otro”.
Entonces, cambia de posición, y de estrategia, y ensaya en la propia imagen una
importante autocrítica (aunque ella no alcance todavía la potencia trágica de su
famosa Abjuración de 1975). Su montaje nos hace pasar a una larga y
funcionalmente “innecesaria” secuencia, donde el Gato Barbieri toca free jazz en
el saxo junto a dos cantantes (o recitadores) afroamericanos, un hombre y una
mujer, que parecen absortos en una suerte de letanía ritual “prehistórica”-sin
que al mismo tiempo deje de recordar a Stockhausen, o Luigi Nono, o alguna
pieza dodecafónica o atonal: nuevamente la prehistoria se articula con la
modernidad más vanguardista-. Es decir: porque ahora Pasolini ha retornado
detrás de la cámara, a su espacio de “narrador” miembro de la cultura
dominante, abre ese espacio a las “voces” africana y latinoamericana, para
construir una evocación alegórica, o una metáfora visual-musical, del triángulo
atlántico de la esclavitud africana en América, donde la mirada europea (es
decir, la del propio Pasolini) está ciertamente presente, pero no como
interferencia u orientación “marcada”, mucho menos como “visión desde
arriba”. El “Tercer Mundo”, además, queda reforzado en su voluntad
revolucionaria cuando el propio director afirma que los cantantes
afroamericanos simbolizan la situación de los negros en EEUU como potencial
vanguardia para todo el mundo neocolonial, justamente porque son ese Tercer
Mundo dentro del centro mismo del Primero (es, recordemos, la época de los
Black Panthers, movimiento al que adhieren una gran cantidad de los músicos de
jazz afroamericanos).
92

Pero no solo eso: su voz en off -desde el espacio del narrador- nos informa que
piensa usar esta secuencia, tal como la vemos, para aludir al asesinato de
Agamenón por Clitemnestra, que en la obra originaria ocurre tras los muros del
palacio, fuera de la vista del espectador. Es decir, por un lado Pasolini ha
comprendido la extrema dificultad de “representar” a “África”, y entonces su
trasposición la hace no a través de la acción “mimética”, sino de ese arte
abstracto, o no-figurativo, que es la música. Y al mismo tiempo, en cierto
sentido se toma literalmente en serio las indicaciones escénicas de Esquilo, y no
muestra el asesinato… pero lo hace escuchar, por medio de las notas
deformadas, verdaderos alaridos de angustia, del saxo del Gato Barbieri.
Esto es el “cine de poesía”: el poner en cuestión, y no meramente “representar”,
el lugar del Otro como Otro, empezando por la propia realidad: lo que se ha
llamado la mimesis maldita, que es la otra cara de la divina mimesis dantesca.
Alguien ha dicho que no hay en la historia del cine otro ejemplo de poeta
cineasta. La frase, escúchesela, no dice “cineasta poético”. Como ya sugerimos,
este último, que abunda por demás en lo que los Cahiers du Cinema llamaban
socarronamente cinema de calité , es justamente el que hace “figurar” la realidad,
incluso la más dura, revistiéndola de formas consensuadamente bellas, donde
la materia oscura, desgarrada, violenta, es estrictamente funcional a la belleza
de la forma. En otras palabras, la estetización de lo real de la que hablaba
Benjamin, o la “canallada” del travelling de Kapò de la que hablaba Serge
Daney.
El poeta cineasta, por el contrario, está decididamente del lado de la
“politización” del arte: si su “poesía” es ríspida, resquebrajada, incluso
insoportable (como puede aparecer en El Chiquero o en ese extremo que es Salò,
digamos) eso habla de un intenso amor a la realidad, que era aquella motivación
que aducía Pasolini para su pasaje de la poesía al cine. Pero es un pasaje, no una
renuncia ni una ruptura: es la continuación de la poesía por otros medios. Y es
también la demostración de que la poesía, llevada a sus últimas consecuencias,
es indefectiblemente política, así como la política en serio, la que importa (que
para Pasolini es la de la lucha de clases, de los movimientos de liberación, de la
revolución), es sustancialmente poética: no en el sentido melifluo de un
sentimentalismo poetizante, sino en el sentido de también tomarse en serio la
antigua palabra griega poiesis, que alude a un trabajo de transformación de la
realidad que produce una nueva realidad. Y que en esa nueva realidad, tal vez –
solo tal vez, porque Pasolini no apuesta ingenuamente al “optimismo de la
voluntad”- podamos volver a ver, aunque sea oblicuamente, el viento y las
luciérnagas.
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Que la Naturaleza –se escribe así, con mayúsculas– está a punto de estallar, se
ha vuelto hoy un lugar común de la corrección política progre. Y en cualquier
ideología, se sabe, hay siempre lo que Adorno llamaría un momento de verdad
(de otra manera el discurso ideológico carecería de toda eficacia): en efecto, eso
que suele nombrarse como el capitalismo salvaje –nos falta aún conocer uno
civilizado–, y que como lo explica con agudeza Fredric Jameson, ha terminado
de saturar su canibalística expansión mundial, entonces ha comenzado a
autodevorarse (y a todos nosotros con él, claro) hasta tal punto que las propias
condiciones de supervivencia biológica de la especie humana –y de todas las
demás– están en cuestión. Si uno tiene inclinaciones apocalípticas (¿y cómo no
tenerlas, con un mínimo de lucidez?) puede imaginar que asimismo ya ha
empezado, como reacción, una gigantesca venLA INVENCION DEL
DESIERTO Eduardo Grüner Un margen sin límites que acecha al Texto más allá
de sus bordes Tahar Djaout: L’invention du desert ganza de la Naturaleza: entre
terremotos, recalentamientos globales, tsunamis y tornados, ciudades enteras
con sus habitantes son engullidas en el maelstrom de los elementos que pugnan
por sacudirse de encima la tiranía de una técnica puesta al exclusivo servicio de
una lógica psicotizada de la ganancia y el poder. Una lógica que ha adquirido
vida propia, autonomizándose incluso de sus fines originarios: es la
Modernidad transformada en puro síndrome del aprendiz de brujo, o el pasaje
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al acto de las peores pesadillas kafkianas. Esa actualización –en un sentido más
o menos aristotélico– debería alterar los términos mismos del pensamiento
crítico contemporáneo. Antes, lo que teníamos –pongamos, en Heidegger, o en
la Escuela de Frankfurt, incluso a su manera en Lévi-Strauss– era la metáfora de
la Naturaleza violentada como representación del ocultamiento del Ser por el
cálculo técnico LA INVENCION DEL DESIERTO - 28 - de los entes, del triunfo
de la racionalidad instrumental tardo-capitalista, lo que fuera. Pero ya no es
más una metáfora. O, mejor: lo que tenemos es una demostración del poder
bien material de las metáforas. Por un lado, la propia Naturaleza se ha vuelto
instrumento del Poder: es lo que Foucault llamó biopolítica. Por otro, la
colonización de la Naturaleza por la Cultura es también la destrucción de la
Cultura. Y lo de colonización tampoco es una metáfora: como no podía ser de
otra manera, son los territorios ¿ex? coloniales los que –por intermedio de una
globalización tecnológica aún mucho más deformada que las de las sociedades
“centrales”– sufren las consecuencias más catastróficas, con su secuela de
sobreexplotación, pestes, hambrunas, enfermedades; y esto viene sucediendo al
menos desde mediados del siglo XIX, como hace no mucho lo demostró un
exhaustivo ensayo de Mike Davis. Como ha dicho alguien, la promesa que sí
parece que podrá cumplir el actual orden civilizatorio es la de la transformación
del planeta entero en un gigantesco desierto. Sin embargo, ¿es esta afirmación
totalmente justa con el desierto? Después de todo, el desierto es también parte
de la Naturaleza; usarlo como alegoría de la destrucción de la Naturaleza ¿no
implica aceptar el ideologema del lugar vacío, no-humano, un lugar de pre-
humanidad que volverá a ser lo que era en la post-humanidad? Pero –además
de que ese ideologema sigue dando por sentado que la Naturaleza
necesariamente está referida a la humanidad , que por lo tanto no se le reconoce
un derecho a la existencia en sí–, lo que nosotros denominamos desierto fue
siempre , en buena medida, una invención de la cultura. Y como tal, fue
siempre una función de la racionalidad instrumental para racionalizar,
justamente, muy precisas formas de dominación. Trataremos de explicarnos lo
más brevemente que podamos. * * * La metáfora espacial –y su otra cara, la
importancia del establecimiento de fronteras– tiene una larga historia, desde los
orígenes mismos de la cultura política occidental. En la República de Platón, en
efecto, la polis, la Ciudad, asiento de la Civilización, se opone simétricamente a
un afuera , a una exterioridad contra la cual también levanta fronteras rígidas:
el desierto , asiento de la Barbarie, del despotismo asiático –una denominación
que llega hasta el mismí- simo Marx– que se identifica con el espacio
indeterminado y sin fronteras. En el medio, entre ambos, está el Laberinto,
tercero en una oposición imaginaria, ideológica, entre las fronteras de la Ciudad
y la infinitud , sin límites visibles, del Desierto bárbaro. La metáfora tuvo una
carrera exitosa. La encontramos, todavía, en el Iluminismo, y en cierto sentido
ilumina, efectivamente, el pensamiento de la Revolución Francesa: en
Montesquieu, por ejemplo, el desierto es el asiento natural de la tiranía, puesto
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que en esa línea recta, sin interrupciones, el Déspota puede vigilar todo el
territorio (la democracia, por el contrario, florece en las zonas montañosas –
como Suiza, digamos– que favorecen la existencia de comunidades pequeñas,
con relaciones cara a cara). ¿Pero no estamos asistiendo hoy mismo al retorno
de esa iconografía en la oposición cósmica del Bien y el Mal espacializados en el
contraste de imágenes entre la Ciudad Civilizada –digamos, esa que ha perdido
sus dos torres– y el Desierto Bárbaro –digamos, ese que se nombra como Irak,
aunque en su propio cen- Eduardo Grüner - 29 - tro se levante nada menos que
la Ciudad de las Mil y Una Noches, una de las más civilizadas y civilizadoras
que ha conocido la historia de la humanidad–? (desde luego, lo que no se olvida
es que, casualmente, los territorios desérticos son los que suelen contener
petróleo) ¿Y no ha propuesto Slavoj Zizek, hablando de todo esto, que hemos
retornado al desierto de lo real? Como sea: ¿qué es, del Desierto, lo que tanto
fascina al Poder de la Ciudad? ¿Es, para ponernos más o menos deleuzianos,
precisamente su ausencia de fronteras, que facilita toda clase de flujos deseantes
sin rumbo fijo, que ofrece su espacio infinito a la interminable rumbosidad del
Nómade que se opone al Estado, ya que no puede ser institucionalizado,
abrochado por las grillas clasificatorias del poder citadino? Quizá: no lo
descartemos. Sin embargo, hay una hipótesis, por así decir, menos rizomática,
más terrenal. La metáfora en cuestión, dijimos, es un antiguo invento
occidental. La equivalencia Desierto = Barbarie es tributaria de la operación
ideológica que Edward Said ha bautizado como orientalismo , en virtud de la
proliferación, estrictamente paralela a la expansión colonial moderna, de los
llamados estudios orientales; por extensión, se aplica el concepto a las imágenes
ideológicas que el poder colonial construye a propósito de sus otros: imágenes
que tienden todas ellas, por supuesto, a justificar el gesto invasor que
introducirá la civilización en el desierto de la barbarie. El Desierto es una
pantalla de proyección de los deseos de dominio occidentales: se llama desierto
a un espacio que puede no tener fronteras estables como la Ciudad, pero que
sin embargo está a veces ricamente poblado por culturas milenarias y
complejas. No obstante, el poder colonial tiene que imaginárselo como un
espacio vacío, sobre el cual imprimir, proyectar, su propia película, su propia
cultura identificada no con una, sino con la Civilización. Y la historia argentina
tiene, desde ya, su propia versión de este lapsus ideológico: es ese episodio
heroico conocido como la conquista del desierto. Obsérvese: el enunciado no
dice poblamiento, irrigación, forestación o siquiera colonización del desierto;
dice conquista. Pero, ¿por qué, contra quién, habría que conquistar un espacio
desierto? Empezar por nombrar ese lugar como ya desierto no es más que
anticipar en la enunciación el acto real de vaciamiento de ese espacio por el
exterminio físico y el etnocidio ideológico de los cuerpos que lo habitan. * * *
Esto ya está, a su manera, en Sarmiento como en Alberdi. Es la asociación casi
automática de la Ciudad con la utopía de una sociedad perfectamente ordenada
y racional, opuesta al caos de la Naturaleza. Por supuesto: en ellos –así como en
96

los iluministas y positivistas cuyo ejemplo siguen– está presente con la misma
fuerza, en tanto elemento constitutivo de la utopía urbana, un valor que estaba
completamente ausente de la concepción política clásica: la idea del progreso ,
de la infinita perfectibilidad de la naturaleza humana dentro del proceso de
incremento civilizatorio. Pero el progreso sólo es concebible, precisamente,
como contenido en los límites del orden civil. La bandera comtiana de Orden y
Progreso pues, recibe su decodificación exacta como progreso dentro del orden.
Lo cual resulta casi en una tautología: sólo es verdadero progreso lo que se
atiene a tal orden. Del otro lado está el desierto inmóvil, salvo por los des- LA
INVENCION DEL DESIERTO - 30 - concertantes cambios de posición de las
dunas movidas por el viento eterno. Pero eso, desde ya, no depende de la
voluntad planificadora de los hombres, de una voluntad de poder óntica, diría
Heidegger: el desierto es el Ser librado a su propia espontaneidad. Tal vez esta
utopía esté más explícitamente tematizada en un texto semi-satírico como
Argirópolis –que, entonces, adquiere el estatuto de un cierto lapsus–, pero toda
la obra de Sarmiento está atravesada por la herencia de inspiración utópica que
han dejado el racionalismo, el iluminismo y, con más ambivalencia, el
positivismo europeos. La vida de Cicerón, la autobiografía de Benjamín
Franklin, los escritos flamígeros de Thomas Paine lo llevaban a fusionar la polis
y la civitas con el ejemplo de la república norteamericana: utopía retrospectiva e
imitativa, capturada a través de la mediación letrada, pero que era la
contrapartida –de manera similar a lo que había sucedido en las naciones
avanzadas– de la necesaria construcción de una sociedad burguesa racional. Ya
se ve aquí despuntando la cuestión que va a culminar en la generación del 80: la
de la invención de un país, de arriba hacia abajo, allí donde no había una
sociedad que hubiera seguido la vía clásica del capitalismo –del campo a la
ciudad, por un lado; de la sociedad civil a la política, por el otro– que
identificaba Marx en Europa, casi exactamente en el mismo momento en que
Sarmiento escribía el Facundo. Se trata de inventar Una Nación para el Desierto
Argentino, según eficaz título de un libro de Tulio Halperín Donghi. Por
contraste, el universo indio y criollo (el espacio desierto y por lo tanto bárbaro)
es la anomalía anacrónica de la historia real a la que debe oponerse –siguiendo
la huella de los grandes utopistas– la modelización del futuro, la planificación
del progreso. Y en ella, el paradigma de la Virtud grecorromana antigua, tal
como se retoma en las utopías ilustradas, ocupará siempre un lugar de
privilegio. La naturaleza de la barbarie que conforma esa realidad (así lo
pensaban Montesquieu, Tocqueville, Guizot, para el despotismo oriental: ¿por
qué Sudamérica habría de ser distinta?) está determinada por la extensión
inaudita y la consiguiente ausencia de sociabilidad; es decir –reescribiríamos
hoy, gramscianamente–: por una sociedad civil casi inexistente, débil y
gelatinosa. Como las arenas del desierto, digamos, que giran en remolinos
informes. Para que esa sociedad civil exista y se consolide, se requiere no sólo
un Estado organizado meticulosamente, sino una cultura urbana
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detalladamente planificada. Aquí Sarmiento se desliza en sus referencias


literarias: pasa de Tocqueville a los socialistas utópicos Saint Simon o Fourier, y
poco después, por este puente, al utopismo positivista. La utopía de una
comunidad transparente ante sí misma, en posesión de todos los elementos
materiales y espirituales para entenderse, es un hilo rojo que atraviesa el
pensamiento contractualista democrático occidental, desde la conformación de
la voluntad general de Rousseau hasta, mucho después de Sarmiento, la de la
esfera pública de interacción comunicativa en Jurgen Habermas. La línea
heterodoxa –digamos, la del malentendido estructural de, por ejemplo,
Rimbaud, que afirmaba socarronamente que Los hombres no se entienden…
por suerte: si no, se matarían todos entre ellos– queda definitivamente
sepultada (o mejor: será la reserva de un inconsciente político que operará con
insistencia su retorno de lo reprimido). Eduardo Grüner - 31 - En Sarmiento, el
logro de esa sociedad ideal está obstaculizado por el Otro eventualmente
conquistable que es la sociedad bárbara, pero también por ese Segundo Otro
mucho más irreductible que es la maldición del espacio natural: la Naturaleza
incontrolable es una condena (meta)física –aunque para tener una auténtica
metafísica de otra Naturaleza habrá que esperar al gran radiógrafo Martínez
Estrada–; la realización de la utopía requiere la remodelación del vacío
desértico, su reducción pero también, sobre todo, su ordenamiento . Sarmiento
es fiel, en esa vocación, a lo más caracterizado de la tradición utópica que
idealiza (aunque advierta sobre sus posibles efectos negativos, como lo hace el
propio Sarmiento) las necesidades de reconstrucción geográfico-espacial del
capitalismo moderno. Es un sistema de representación imaginaria, una
iconografía política tanto como una topología social, en la que la metáfora
espacial cumple un rol de organizadora central del dispositivo retórico-
discursivo, especialmente –insistamos en ello– a través de la oposición entre la
Ciudad y el Desierto: una oposición canónica, como hemos visto, que salta por
encima de las ideologías, las estéticas, las valoraciones sociales. La oposición
ciudad / campo pasará a inscribirse de manera decisiva en la ideología
civilizadora del 80: la ciudad-puerto es la puerta de salida para conectarse con
el comercio internacional, por ejemplo, pero también es la puerta de entrada, no
solamente de los nuevos capitales y la nueva fuerza de trabajo, sino también de
la civilización urbana europea: en esta utopía del progreso, el campo pone la
materia prima, la ciudad la industria, el comercio, las finanzas y la cultura. En el
medio, el desierto es nada : una suerte de vacío de significaciones, de grado cero
del sentido, por encima del cual hay que tender puentes –si es necesario, a
sangre y fuego– para que lo urbano y lo rural se encuentren y al mismo tiempo
se diferencien. Aquélla espontaneidad natural del espacio vacío es ociosa,
molesta, si no directamente temible. * * * Alberdi, por su parte (al menos el
Alberdi anterior a su corajudo Crimen de la Guerra), no piensa en nada que
deba o pueda ser planteado a la conciencia política como mera probabilidad
subjetiva; quiere, concibe, presupone directamente el Estado de forma en que
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todo quede allanado como contingencia personal, aunque para llegar a esta
forma tenga que partirse de un sentimiento o de una conciencia de la
participación personal en un orden absoluto. Se perciben claramente, aquí, los
dos componentes centrales del socialismo utópico: la voluntad de una
planificación meticulosa de la vida de la polis, de manera que el factor
subjetivo, impredecible y cambiante, pueda ser reducido al mínimo; y en
segundo –y complementario– término, la consideración de los problemas
humanos en general, y políticos en particular, privilegia los valores de la
comunidad y la asociación por sobre los individuos. El desierto queda
nuevamente en el medio, o lisa y llanamente afuera, como el no-lugar donde
toda vida comunitaria es imposible, o bien es la barbarie pre-social, que sería
mejor que no existiera. Es –como diría Louis Dumont– el triunfo de la
perspectiva holista sobre la individualista: el eje del pensamiento orgánico no es
ya el individuo abstracto y autónomo –como en el racionalismo y el
contractualismo clásicos– LA INVENCION DEL DESIERTO - 32 - sino el socius,
el ente colectivo integral dentro del cual recién es posible y concebible el
verdadero sujeto. Curiosamente, aquí parece colarse también algo de ese
organicismo comunitario que –como lo ha señalado Richard Morse– es más
propio de la ambivalente herencia cultural hispánica (tan rechazada por
Sarmiento y los progresistas) que de la anglosajona o incluso la francesa
ilustrada: ¿será otro lapsus? Sea como sea, del principio de los derechos del
hombre y del ciudadano se pasa al principio del orden orgánico, imprescindible
como condición de posibilidad de la existencia individual. Esta es la idea de
socialismo en las utopías de Saint Simon y Comte –que no deja de tener un
cierto parentesco con la noción de voluntad general de Rousseau–: por encima
del ser individual está el ser colectivo, sujeto a una lógica propia y autónoma, a
un complejo determinismo, que sin embargo puede planificarse, modelarse por
la racionalidad aplicada. En el fondo, lo que hay detrás de la metáfora del
Desierto es esta vocación –profundamente utópica e idealista– de una
omnipotencia de la Razón que puede hacer borrón y cuenta nueva, que puede
fundar una realidad ex nihilo, sobre el vacío de lo actual. Pero, ya se sabe: lo
reprimido retorna. ¿No escribe acaso Roberto Arlt, a principios de los 30 –
cuando ya se han apagado los fulgores del Centenario y el sueño de la Gran
República se ha encontrado con la hora de la espada– un texto llamado,
casualmente, El Desierto entra en la Ciudad? * * * Pantalla de proyección,
decíamos más arriba, y película. Hollywood ha mostrado una y mil veces la
ecuación Desierto = Barbarie, y la consiguiente justificación ideológica del papel
civilizador de occidente. Empezando por los desiertos propios, claro, que en la
gran tradición del western previo a la pérdida de la inocencia son el marco
natural del American Dream , sólo perturbado por algunas cabezas
emplumadas rápidamente barridas del mapa. Pero el desierto pronto se
transformó en un tema, en un tópico –literalmente: un lugar repetido–, en sí
mismo. El encanto de cientos de films como Gunga Din , como Las Tres
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Plumas , como Beau Geste o incluso Casablanca probablemente provenga del


candor, de la verdadera inocencia –que es otro nombre para la mala fe en
sentido sartreano– con la que el cine de los años 30 y 40 asumía la carga del
hombre blanco de la que hablaba Rudyard Kipling y exotizaba a los orgullosos
dueños del Desierto, presentándolos o bien como salvajes inmorales y sedientos
de sangre o bien como niños excéntricos e iletrados que requerían de la guía
paternal del maestro blanco. Pero después de las violentas guerras
anticoloniales, en la era neo o post-colonial, las cosas se complicaron, aún para
el cine: el Desierto ya no puede ser representado como ese espacio vacío,
ilimitado, sin fronteras, donde hacer advenir las imágenes de la civilización allí
donde había nada, la Nada. Ahora, el Desierto tiene que ser harto más
complejizado, densificado por iconografías –literarias y cinematográficas– más
espesas y conflictivas: ha corrido demasiada historia bajo la arena. De puro
Decorado metafórico, el Desierto deviene Alegoría negativa. Por ejemplo, en
Lawrence de Arabia , de David Lean (sobre Los Siete Pilares de la Sabiduría, del
propio T. E. Lawrence) el desierto se puebla de intrigas políticas, rivalidades
triba- Eduardo Grüner - 33 - les, conspiraciones coloniales cruzadas, psicologías
neuróticas o abiertamente perversas, contradicciones ideológicas, sin por ello
renunciar al gran espectáculo de ese océano de arena donde el sol ardiente
alumbra pero al mismo tiempo enloquece: ¿no decía el francés-colono en
Argelia Meursault, en El Extranjero de Camus (poco felizmente traspuesta al
cine por Luchino Visconti), que había matado al árabe porque había mucho sol?
La ambigüedad es manifiesta: por un lado, el poder colonial todavía se siente
autorizado a imponerle sus imágenes al espacio vacío del desierto; por el otro,
el sol resplandeciente hace ver que el Otro estuvo siempre ahí, como un estorbo
para esa proyección caprichosa e indiscriminada. La misma autoironía feroz
puede escucharse, para volver a él, en el coronel Lawrence de Arabia, cuando
ante la pregunta de por qué ama al desierto, responde: Porque es limpio.
¿Limpio? ¡Pero si él acaba de ensuciarlo hasta lo indecible con ríos de sangre!
En El Desierto de los Tártaros , de Carlo Lizzani (sobre la novela homónima de
Dino Buzzatti) un regimiento de la Legión Extranjera –obsérvese: de la Legión
Extranjera; es decir, de una banda de desesperados y desterritorializados por
definición– espera eternamente, en los bordes exteriores del desierto, la
invasión tártara que nunca llegará –salvo, en transparente alegoría, por la
presencia de un caballo salvaje que, como deambulador del desierto, es el único
ser realmente libre de la historia–: lo importante, y también lo kafkianamente
absurdo, es estar allí , marcándole al desierto unos límites que no tienen otro
valor más que el de ser fronteras imaginarias que no separan nada, pero indican
la necesidad –más: la obsesión– de alucinar una diferencia contra la Nada. En
Refugio para el Amor, de Bernardo Bertolucci (sobre El Cielo Protector, de Paul
Bowles) una pareja de bohemios hastiados busca, en su travesía sin rumbo
preciso, nómade, por el desierto y sus pequeños poblados, recuperar ¿qué cosa?
¿el amor y el deseo, perdidos, agotados o alienados en el sinsentido de la
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enajenación civilizada? ¿tal vez un más allá metafísico o místico, simbolizado


por esa extensión inabarcable e inalcanzable –representación inquietante de lo
sublime kantiano– que pese a su infinitud aparece contenida por el cielo
protector? Previsiblemente, sólo encontrarán allí desolación, angustia,
pestilencia, muerte: el cielo está tan vacío y es tan poco protector como el
desierto mismo. La protagonista femenina, después de un largo y afiebrado
periplo por un desierto al cual pugna por incorporarse pero que le es
insalvablemente ajeno , volverá a Tánger, a la Ciudad: es inútil, la Naturaleza
ya no tiene nada que decirle a quien la ha orientalizado hasta el ridículo, aún
con las mejores intenciones. La metáfora, pues, persiste: el desierto sigue siendo
pantalla de proyección. Pero lo que se proyecta ahora sobre ella ya no es el
poder, la imaginación, el romance, el ensueño de Occidente: son sus fantasmas
y sus pesadillas, como si el mundo sin fronteras, que occidente creía haber
alcanzado bajo su hegemonía, se vengara, haciéndolo perderse en caminos sin
salida. El Desierto había estado allí desde siempre, mucho antes que el Hombre.
Pero desde que el Hombre decidió además inventarlo para sus propios
designios de dominación, pasó a formar parte de una Naturaleza anti-natural.
En verdad, nunca hubo verdadera oposición excluyente entre la Naturaleza y la
Cultura, como muchos se han apresurado a simplificar LA INVENCION DEL
DESIERTO - 34 - en una des-lectura de la antropología llamada estructural: pero
su creador, Claude LéviStrauss, establece claramente que entre ambos hay tanto
una distinción como una articulación; el tabú del incesto –Ley universal que
marca el pasaje de la Naturaleza a la Cultura– es lo que ya hay de la segunda en
la primera, y lo que todavía hay de la primera en la segunda. Fue la
racionalidad instrumental-dominadora moderna la que operó una gigantesca
renegación de ese vínculo ambiguo, conflictivo, reduciendo la Naturaleza a
mero y exterior utensilio-a-la-mano, reserva de materias primas, parque
temático para turistas, lo que sea, todo ello desgastado y violado hasta su total
corrupción. Del otro lado de la raya –el lado de los que Walter Benjamin
hubiera llamado los vencidos de la Historia– el desierto es el espacio abismal de
martirio y muerte de los migrantes ilegales, el campo de concentración abierto
donde se seca el alma de los espaldas mojadas. El Desierto fue privilegiado
como utensilio, como vimos, porque su fantaseada proximidad al vacío
permitía, desde la lógica de la dominación, imaginar un completo control de
esos vínculos. Pero no. De línea recta, escenario de una de las vertientes míticas
originarias de nuestra Cultura en su atravesamiento por Moisés, el Desierto ha
devenido en el peor de los Laberintos. Como por otra parte ya lo había
anticipado –según su inveterada costumbre profética– Borges. Bienvenidos
entonces, en efecto, al Desierto de lo Real.
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