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CAMPAÑA ARGENTINA POR LA EQUIDAD DE GÉNERO Y CONTRA LA VIOLENCIA

CURSO VIRTUAL “GÉNERO Y DERECHOS HUMANOS”

TEXTO CLASE 3

MÓDULO 3 – VIOLENCIA DE GÉNERO

Genealogía de las violencias: desigualdad, minoridad y discriminación

Hasta el momento hemos analizado la conformación socio-histórica de roles, funciones


y tareas asignadas a las personas en razón de su sexo, en cada uno de los espacios
de la vida social. Hemos visto cómo estas asignaciones de roles condicionan las
expectativas y realidades cotidianas de las personas. Asimismo, hemos profundizado
en los avances y retrocesos que a lo largo de la historia se fueron dando en pos de la
igualdad de derechos y equidad de género. Avancemos, entonces, en nuestro análisis
respecto de los aspectos estructurales que habilitan y hacen posibles las diversas
formas de violencia, subordinación, invisibilización y discriminación hacia las mujeres.
Al hablar de relaciones sociales jerarquizadas estamos haciendo referencia a
constantes estructurales que habilitan determinadas formas de organización de las
interacciones sociales. En el caso que nos ocupa, hablamos de relaciones sociales
desiguales y jerarquizadas entre dos polos: uno positivo (idealizado y vinculado al
amplio conjunto de valoraciones respecto de lo masculino) y otro negativizado
(presentado como instancia suplementaria de lo masculino y, en consecuencia,
subordinado). En este último polo son inscriptas aquellas subjetividades que no
coinciden plenamente con el ideal masculino (mujeres, varones homosexuales, etc.).
Un análisis de este tipo apunta a reflexionar sobre las relaciones sociales en
términos de relaciones de poder. Esta perspectiva trae implícitos ciertos elementos que
vale la pena puntualizar. En primer lugar, resulta interesante recuperar a Max Weber al
presentar la siguiente definición para analizar el fenómeno: “Poder significa la
probabilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social, aun contra
toda resistencia y cualquiera que sea el fundamento de esa probabilidad”.1 Asimismo,
siguiendo el análisis propuesto por Michel Foucault consideramos que “el poder no se
da, ni se intercambia, ni se retoma, sino que se ejerce y sólo existe en acto. (…) El
poder debe analizarse como algo que circula o, mejor, como algo que sólo funciona en
cadena”.2 Es por ello que para hablar de relaciones de poder es necesario hacer
manifiestas las situaciones concretas de su puesta en práctica.
En segundo lugar, y precisando nuestra conceptualización, es importante
considerar que la puesta en práctica del poder involucra el desenvolvimiento de
diversas formas de dominación, en la medida en que la dominación apunta a dar
estabilidad a las relaciones de poder. Toda relación de dominación involucra diversas
prácticas de sometimiento: el uso de la violencia aparece como un recurso más entre
otras técnicas disponibles. El énfasis propuesto por Weber respecto de la “probabilidad

1
Weber, Max (1992): Economía y sociedad, Buenos Aires, FCE, pág. 43.
2
Foucault, Michel (2000): Defender la sociedad, Buenos Aires, FCE, pp. 27-38.
1
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de imponer la propia voluntad” nos habla de que la violencia está implicada en las
relaciones de poder, aunque oscile entre su presentación potencial (amenaza) y su
manifestación concreta.
Debemos tener presente que en cada campo de experiencia (y en cada
momento histórico) las formas de dominación adquieren modulaciones propias. En este
sentido, resulta importante tener presente que en nuestras sociedades encontramos
diversas formas y grados de violencia socialmente tolerada y legitimada. Nuestro modo
de organización social ha establecido relaciones jerárquicas que permean los distintos
aspectos de nuestras interacciones, desde las relaciones familiares y comunitarias
hasta los vínculos laborales y religiosos. Estas matrices de dominación demarcan los
modos de percibir, construir y gestionar aquello que estructuramos como realidad
social.
Sobre este aspecto Rita Segato señala lo siguiente: “Tanto el sexismo como el
racismo automáticos no dependen de la intervención de la conciencia discursiva de
sus actores y responden a la reproducción maquinal de la costumbre, amparada en
una moral que ya no se revisa. Ambos forman parte de una tragedia que opera como
un texto de larguísima vigencia en la cultura: en el caso del sexismo, la vigencia
temporal tiene la misma profundidad y se confunde con la historia de la especie”.3
En este punto vale la pena destacar el vínculo que existe entre jeraquización y
derecho: en líneas generales, las situaciones que involucran formas de subordinación
resultaron codificadas en términos de “minoridad”. Como hemos visto en las clases
anteriores respecto de la negación de derechos en el ámbito jurídico-político, al hablar
de minoridad hacemos referencia a la “necesidad” de tutela de ciertas personas en la
medida en que quienes son categorizados/as en esos términos requieren de otros/as
para desenvolverse en sociedad. En el caso de las mujeres en Argentina, por ejemplo,
maridos, padres y hermanos administraron los bienes de sus parientes mujeres hasta
1926, fecha en que se reformó el Código Civil. Tradicionalmente esta figura involucraba
el total de la dimensión de persona, es decir que quien era así catalogado requería de
tutela en todos los aspectos de su vida. En el mismo sentido, la inscripción social en
términos de “minoridad” conlleva el ejercicio de un conjunto variable de prerrogativas
para quien ejerce la tutela: entre ellas, la utilización de la violencia. Esta situación no se
limitó (ni se limita) al tratamiento conferido a las mujeres sino que se aplica sobre otros/
as destinatarios/as: niñas y niños, jóvenes, personas con discapacidad, adultos/as
mayores, otros varones y, en general, hacia todos/as aquellos/as inscriptos/as dentro
del esquema de la minoridad.
En los casos en que la costumbre deja de servir de fundamento, las personas
implicadas en prácticas violentas construyen argumentos legitimadores para sus
acciones recurriendo a explicaciones ligadas a tópicos difusos y vigentes en variados
escenarios de interacción social: aparecen las menciones ligadas al “orden”, la
“autoridad”, la “moral”, la “dignidad”, el “control” (de la situación, de las personas, etc.).
A los fines de nuestro análisis, debemos ser capaces de dar cuenta de la
pluralidad y diversidad de espacios de poder y de relaciones de dominación
3
Segato, Rita (2003): Las estructuras elementales de la violencia, Bernal, UNQ, pág. 117.
2
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establecidas entre varones y mujeres. Sobre la base de esta identificación podremos


abordar la especificidad de las formas en que la violencia se modula y ejerce en sus
manifestaciones concretas. A su vez este análisis nos aporta precisiones respecto de
la división de roles “masculinos” o “femeninos”, entre los cuales predomina la asimetría
y la desigualdad, la estructura vertical y el disciplinamiento.
Como hemos visto, el sistema jerárquico entre géneros propone un ideal
masculino caracterizado por un conjunto de atributos que la sociedad espera de los
varones. En este esquema, se considera propio del varón ser activo, autónomo, fuerte,
heterosexual y proveedor, entre otros caracteres. Desde esta perspectiva tiende a
relegarse la experiencia de las mujeres, cosificándola y, por ende, desconsiderando su
subjetividad.
Dentro de este paradigma, la masculinidad se presenta como valoración
jerarquizada, referencia clave para la concepción y ponderación de lo humano. El
paradigma “masculinista” –que suele denominarse patriarcado– asigna a los varones el
desempeño de roles jerarquizados, status sociales elevados y define el modo de
percibir y de construir la realidad social. Del mismo modo, construye un vínculo directo
con la capacidad de control (física, económica, psicológica, etc.), situándola en el polo
designado para el ejercicio de la dominación.
Al hablar de masculinidad hacemos referencia a dos dimensiones que se
entrecruzan y están presentes en el ejercicio de la dominación. Por un lado, llama la
atención sobre la construcción de la(s) femineidad(es) y, en particular, en lo relativo a
las modalidades que adopta la vinculación entre ambas construcciones ideales (sea
como yuxtaposición, complementariedad u otras). Por otro, refiere al carácter socio-
históricamente situado de dichas construcciones. Esto significa que no sólo cada
identidad se delimita en un tiempo y lugar determinado sino que a su vez interactúa y
se retroalimenta de la construcción de su par complementario. En este sentido, vale la
pena retomar la presentación que realiza Eleonor Faur respecto de las “identidades
masculinas”: [se trata de] construcciones culturales que se reproducen socialmente y
que, por ello, no pueden definirse fuera del contexto en el cual se inscriben. Esa
construcción se desarrolla a lo largo de toda la vida, con la intervención de distintas
instituciones (la familia, la escuela, el Estado, la iglesia, etc.) que moldean modos de
habitar el cuerpo, de sentir, de pensar y de actuar el género”.4
Resulta importante tomar en cuenta que este paradigma determina las reglas
relativas a las formas de violencia concebibles, permisibles y legitimadas. De esta
forma, se asigna al modelo hegemónico de masculinidad –que actúa tanto a nivel
personal como social– el ejercicio de diversas formas de violencia.5 La dominación
sexual se ejerce sobre la base de las subordinaciones construidas y enquistadas en las
prácticas sociales que, como hemos visto, se fundan en los procesos de socialización
de varones y mujeres.
4
Faur, Eleonor (2007): “Masculinidades” en Diccionario de estudios de género y feminismos, Buenos Aires,
Biblos, pág. 204.
5
Aunque no analizaremos este tema, resulta importante mencionar que esta “prerrogativa” respecto del uso
de la violencia impacta no sólo sobre las mujeres sino también en las formas de relacionarse con otros
varones.
3
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Las distintas formas de violencia contra las mujeres atraviesan todos los
sectores sociales, sin diferencias por niveles de educación, de instrucción,
componentes étnicos, religiosos o geográficos. Estas prácticas se asientan en modelos
de organización social –creencias, estereotipos respecto a roles relacionales, etc.– que
desarrollan formas particulares de significar el maltrato. Las modalidades de violencia
son innumerables y muestran cómo el patriarcado sintetiza machismo, masculinismo,
androcentrismo y misoginia.
El paradigma masculinista establece un código tácito que sostiene la violencia
contra las mujeres y se manifiesta en diversos campos: determinación de espacios y
tiempos apropiados en la vida cotidiana, conductas esperables, expectativas vitales,
deseos y pensamientos admisibles o inadmisibles; en suma, horizontes de inscripción
de lo permitido y lo prohibido cuya transgresión implica castigo. La figura del castigo se
adecuará a las pautas contextuales (culturales, religiosas, etc.) que establecen y
legitiman formas de disciplinamiento. Estas mismas pautas contextuales sientan las
bases para la naturalización del esquema norma-transgresión-medida disciplinar.
Este paradigma funda y encuentra fundamento en diversas normas jurídicas,
discursos educativos, literarios o institucionales. Sin embargo, debemos destacar que
lentamente hemos avanzado en el reconocimiento de que el sistema sexista, al
establecer relaciones de subalternidad, cristaliza valores que favorecen y legitiman la
producción de malos tratos de diversos tipos que tienen como consecuencia graves
daños para el desarrollo pleno de la vida de las mujeres.
La Ley de Protección Integral para las Mujeres6 nos presenta una definición
amplia y detallada que nos habilita una perspectiva interesante para comenzar a
analizar el fenómeno de la violencia contra las mujeres. En su artículo 4º establece
que:
Se entiende por violencia contra las mujeres toda conducta, acción u omisión,
que de manera directa o indirecta, tanto en el ámbito público como en el privado,
basada en una relación desigual de poder, afecte su vida, libertad, dignidad,
integridad física, psicológica, sexual, económica o patrimonial, como así también
su seguridad personal. Quedan comprendidas las perpetradas desde el Estado o
por sus agentes.
Se considera violencia indirecta, a los efectos de la presente ley, toda
conducta, acción omisión, disposición, criterio o práctica discriminatoria que
ponga a la mujer en desventaja con respecto al varón.

Otra definición disponible es la establecida en la Convención Interamericana


para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer7:

6
La Ley de Protección Integral para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra las Mujeres en
los ámbitos en que desarrollen sus relaciones interpersonales lleva el número 26.485 y fue sancionada
en marzo de 2009. El destacado en la definición es nuestro.
7
La Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer, conocida
como “Convención de Belem do Pará” fue adoptada por la Asamblea General de la Organización de los
Estados Americanos en junio de 1994 y entró en vigor el 5 de marzo de 1995. Nuestro país la ratificó el 5 de
julio de 1996, convertida en Ley N° 24.632. El destacado en la definición es nuestro.
4
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Para los efectos de esta Convención debe entenderse por violencia contra la
mujer cualquier acción o conducta, basada en su género, que cause muerte,
daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico a la mujer, tanto en el ámbito
público como en el privado.
Se entenderá que violencia contra la mujer incluye la violencia física, sexual y
psicológica:
a) que tenga lugar dentro de la familia o unidad doméstica o en cualquier otra
relación interpersonal, ya sea que el agresor comparta o haya compartido el
mismo domicilio que la mujer, y que comprende, entre otros, violación, maltrato y
abuso sexual;
b) que tenga lugar en la comunidad y sea perpetrada por cualquier persona y
que comprende, entre otros, violación, abuso sexual, tortura, trata de personas,
prostitución forzada, secuestro y acoso sexual en el lugar de trabajo, así como
en instituciones educativas, establecimientos de salud o cualquier otro lugar; y
c) que sea perpetrada o tolerada por el Estado o sus agentes, donde quiera que
ocurra. (artículos 1° y 2°).

El análisis conjunto de ambos instrumentos nos habilita una lectura que da


cuenta de la complejidad que presenta el fenómeno de la violencia contra las mujeres.
Ambas definiciones se estructuran sobre un núcleo central que confiere inteligibilidad al
conjunto de situaciones inscriptas como formas de violencia. La primera hace
referencia a conductas, acciones u omisiones fundamentadas en la relación desigual
de poder entre la(s) víctima(s) y el(los) perpetradores. La segunda, nos habla de un
conjunto de acciones o conductas lesivas de derechos desplegadas sobre la base del
género de la víctima. A lo largo de esta clase hemos visto de qué manera estos
núcleos se vinculan de forma directa en la construcción de la subalternidad de las
mujeres: la desigualdad de poder (real, simbólico e imaginario) inscripta en el marco de
relaciones de género hace posible la imposición de situaciones desventajosas para las
mujeres y habilita el despliegue de diversas formas de violencia.
Respecto de los rasgos esenciales que presenta la violencia contra las mujeres,
en un caso se hará referencia a “toda conducta, acción u omisión que (…) afecte su
vida, libertad, dignidad, integridad física, psicológica, sexual, económica o patrimonial,
como así también su seguridad personal”, mientras que en el otro se señalará que la
violencia contra la mujer radica en “cualquier acción o conducta (…) que cause muerte,
daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico”.
Asimismo, ambos instrumentos mencionan explícitamente que, desde el prisma
de la violencia, no existe distinción entre público y privado: las diversas formas de
violencia contra las mujeres se configuran independientemente del espacio en que
ocurren los hechos. Desde la perspectiva de Paterman, “el patriarcado no es
meramente familiar ni está localizado en la esfera privada”; esto es, que la dominación
sexual no puede ser asignada ni al espacio construido como público ni al espacio
construido como privado.8 Vale la pena tener presente que esto no significa desatender
la especificidad propia de cada uno de los ámbitos en que las mujeres desarrollan sus

8
Pateman, Carol (1995): El contrato sexual, Barcelona, Editorial Anthropos, pág. 23.
5
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relaciones interpersonales (doméstica, laboral, institucional, etc.) sino comprender este


conjunto de conductas como respondiendo a una matriz común dentro del paradigma
masculinista.
Teniendo en cuenta estas consideraciones podemos avanzar en el análisis de
un conjunto de categorías posibles para abordar la temática. Sin embargo, debemos
tener presente que estas categorías no son ni completas ni exhaustivas: esto significa
que pueden existir otras categorías que sumar a este listado y que las categorías que
aquí presentamos no pretenden agotar la complejidad de la problemática. Pasemos,
entonces, a presentar la tipificación de las formas de violencia contra las mujeres.9
En primer lugar, haremos referencia a la violencia física. En líneas generales,
este tipo de prácticas resulta ser la primera representación que aparece al tratar el
tema de la violencia. Nos referimos aquí a aquella violencia que se emplea contra el
cuerpo de la mujer produciendo dolor, daño, sufrimiento (o riesgo de producirlos) y
cualquier otra forma de maltrato y agresión que afecte su integridad física.
El segundo lugar encontramos a la violencia psicológica. En este caso se trata
de las formas de violencia que perjudican, perturban o atentan contra el pleno
desarrollo personal de las mujeres sobre la base de causar daño emocional y
disminución de la autoestima. Estas formas de violencia resultan más complejas en su
análisis ya que, dadas sus características, tienden a presentarse en situaciones de lo
más diversas. Asimismo, la extensión de este tipo de prácticas ha llevado a que
muchas de sus manifestaciones resulten naturalizadas a nivel social y, aun también,
por las propias víctimas. La interrelación entre las diversas formas de violencia, que
como sabemos difícilmente se presentan de manera asilada, complejiza aun más su
identificación.
Cuando hablamos de violencia psicológica nos referimos al tipo de prácticas que
se orientan a controlar las acciones, comportamientos, creencias y decisiones de las
mujeres –sea por medio de amenazas, acoso, hostigamiento, restricciones,
humillaciones, deshonra, descrédito, manipulación y/o aislamiento. Esta categoría
incluye también la culpabilización, vigilancia constante, exigencia de obediencia o
sumisión, coerción verbal, persecución, insulto, indiferencia, abandono, celos
excesivos, chantaje, ridiculización, explotación y limitación del derecho de circulación o
cualquier otro medio que cause perjuicio a su salud psicológica y a la
autodeterminación.10
9
En esta exposición seguiremos la presentación contenida en la Ley N° 26.485. El orden expositivo se
retoma de esta ley y no se relaciona con la magnitud o incidencia de las prácticas descriptas.
10
Al analizar las formas de “violencia moral” Segato menciona, entre otras, las siguientes: control de la
sociabilidad (incluyendo el cercenamiento de las relaciones personales por medio de chantaje afectivo
como, por ejemplo, obstaculizar relaciones con amigos y familiares), menosprecio moral (práctica que
conlleva la utilización de términos de acusación o sospecha, velados o explícitos, que implican la
atribución de intención inmoral por medio de insultos o de bromas, así como exigencias inhiben la
libertad de elegir vestuario o maquillaje), menosprecio estético (humillación por la apariencia física),
menosprecio sexual (rechazo o actitud irrespetuosa hacia el deseo femenino o, alternativamente,
acusación de frigidez o ineptitud sexual), descalificación intelectual (depreciación de la capacidad
intelectual de la mujer mediante la imposición de restricciones a su discurso), descalificación profesional
(atribución explícita de capacidad inferior y falta de confiabilidad). Véase Segato, Rita (2003): “La
argamasa jerárquica: violencia moral, reproducción del mundo y la eficacia simbólica del derecho”, en
6
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Una tercera categoría es la que identificamos como violencia sexual. Incluimos


aquí a cualquier acción que implique la vulneración de la integridad sexual y del
derecho de la mujer de decidir voluntariamente acerca de su vida sexual o
reproductiva. Este tipo de violencia suele ser ejercida a través de amenazas, coerción,
uso de la fuerza o intimidación, incluyendo la violación dentro del matrimonio o de otras
relaciones vinculares o de parentesco, exista o no convivencia, así como la prostitución
forzada, explotación, esclavitud, acoso, abuso sexual y la trata de mujeres.
Otro de los aspectos relevantes a considerar se relaciona con las formas de
violencia económica. En este punto nos referimos a la orientada a menoscabar los
recursos económicos o patrimoniales de la mujer, a través de:
- La limitación de los recursos económicos destinados a satisfacer sus
necesidades o la privación de los medios indispensables para vivir una vida
digna;
- La limitación o control de sus ingresos, así como la percepción de un salario
menor por igual tarea, dentro de un mismo lugar de trabajo;
- La sustracción, destrucción o retención indebida de objetos, instrumentos de
trabajo, documentos personales, bienes, valores y derechos patrimoniales; y
- La perturbación de la posesión, tenencia o propiedad de sus bienes.

Finalmente, debemos hacer referencia a la violencia simbólica. Esta forma de


violencia es la que se manifiesta a través de estereotipos, valores, mensajes e
imágenes que se transmiten y reproducen a nivel social y en diversas prácticas
concretas. A lo largo del curso hemos dado cuenta de cómo la violencia simbólica
reproduce formas de dominación, desigualdad y discriminación hacia las mujeres.
Asimismo, hemos visto que la violencia simbólica es la estructura a partir de la cual se
naturaliza la subordinación de las mujeres en cada sociedad. Profundizaremos sobre
este punto en el módulo correspondiente a la construcción y configuración de
subjetividades.
Este conjunto de expresiones de violencia contra las mujeres, que como hemos
visto se basan en la desigualdad de poder (real, simbólico e imaginario) inscripta en el
marco de relaciones de género, tienden a presentarse de forma diversa y compleja.
Existen situaciones en que unas prácticas se funden con otras, se resignifican, se
atenúan o se potencian. En todos los casos, la violencia se funda la desigualdad de
poder construida, reproducida y actualizada en prácticas concretas y cotidianas.
Uno de los mayores desafíos en pos de la equidad de género es que tanto las
propias mujeres como los varones sean capaces de identificar las diversas
manifestaciones de la violencia (las micro-violencias, podríamos decir siguiendo la
línea de análisis propuesta por Foucault) como prácticas inscriptas en un entramado
más amplio. Desde nuestra perspectiva, este tipo de lectura y relectura de las prácticas
cotidianas (prácticas violentas, prácticas discriminatorias, prácticas subalternizantes,

Las estructuras elementales de la violencia. Ensayos sobre género entre la antropología, el psicoanálisis
y los derechos humanos, Buenos Aires, Prometeo-UNQ, pp. 11-12.
7
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etc.) constituye el primer paso para reconfigurar las relaciones de género en cada uno
de los espacios en los que las mujeres desarrollan sus relaciones interpersonales.
Al mismo tiempo, resulta central inscribir estas violencias dentro del paradigma
general de relaciones jerarquizadas entre los géneros. Hablamos, entonces, de
relaciones sociales de status que posicionan diferencialmente a varones y mujeres
sobre la base de construcciones histórico-culturales de las diferencias biológicas. Los
roles y estereotipos socialmente asignados y reproducidos perpetúan esta
estructuración y sientan las bases para el despliegue de las diversas formas de
dominación y prácticas de sometimiento entre los géneros.

Violencia como apropiación de la corporalidad: violencia sexual, explotación de


la prostitución ajena y trata de personas

Al abordar los diversos aspectos inscriptos en la problemática de la violencia contra las


mujeres encontramos que existen situaciones donde incluso el cuerpo de las mujeres
es narrado desde la perspectiva androcéntrica. El sistema masculinista, desde su
asignación jerarquizada de atributos para cada género, impacta también en las
representaciones respecto de las sexualidades. Para el caso de los varones, este
esquema desliza al plano sexual ciertas prescripciones (actividad, autonomía,
fortaleza, etc.), presentándolas en términos de manifestaciones y expresiones
irrefrenables del deseo. En lo que respecta a las mujeres, su representación
subordinada las inscribe como complemento para el despliegue de la sexualidad
masculina.
Esta desconsideración respecto de la subjetividad de las mujeres lleva, en
determinadas situaciones, a expresiones extremas de violencia. En todas ellas
encontramos como denominador común la desnaturalización de los cuerpos, su
cosificación e, incluso, su mercantilización.
Como punto de partida en este análisis resulta de sumo interés retomar las
consideraciones que Rita Segato desarrolla en su trabajo sobre los crímenes contra
mujeres en Ciudad Juárez. Al analizar el problema de la violación, la antropóloga
desarrolla el siguiente comentario:

“Entre los años 1993 y 1995, conduje una investigación sobre la mentalidad de
los condenados por violación presos en la penitenciaría de Brasilia. Mi “escucha”
de lo dicho por estos presidiarios, todos ellos condenados por ataques sexuales
realizados en el anonimato de las calles y a víctimas desconocidas, respalda la
tesis feminista fundamental de que los crímenes sexuales no son obra de
desviados individuales, enfermos mentales o anomalías sociales, sino
expresiones de una estructura simbólica profunda que organiza nuestros actos y
nuestras fantasías y les confiere inteligibilidad. En otras palabras: el agresor y la
colectividad comparten el imaginario de género, hablan el mismo lenguaje,
pueden entenderse. (…) Contrariando nuestras expectativas, los violadores, las
más de las veces, no actúan en soledad, no son animales asociales que acechan
a sus víctimas como cazadores solitarios, sino que lo hacen en compañía. No
8
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hay palabras suficientes para enfatizar la importancia de ese hallazgo y sus


consecuencias para entender las violaciones como verdaderos actos que
acontecen in societate.”11

Este fragmento nos permite acercarnos a algunas de las facetas que adopta la
dominación patriarcal sobre las mujeres. Desde los parámetros del imaginario de
género, las representaciones del varón se vincularon a los roles de dueño, señor y jefe
de familia. Por su parte, las mujeres tendieron a aparecer como parte de las
posesiones del varón, ya fuera desde la perspectiva de la tutela, ya desde la
dominación. La idea presentada por Segato respecto del acontecer social (y
masculinizado) de la violencia resulta interesante para profundizar nuestro análisis, en
tanto presenta líneas de abordaje novedosas y complejas. En este marco, un elemento
que puede orientar nuestra reflexión es la noción de honor.
A lo largo de la historia, esta noción ha adquirido diversas significaciones.
Dentro del esquema de la masculinidad el mantenimiento del honor suele aparecer
como regla o principio de conducta, como parámetro de los vínculos entre quienes
comparten determinada pertenencia. En principio, al hablar de honor hacemos alusión
a un producto a la vez individual y colectivo en el que se condensan valoraciones y
prescripciones para la vida en comunidad. Como sabemos, estas prescripciones varían
mucho dependiendo tanto del momento histórico como de la perspectiva adoptada, sea
esta la femenina o la masculina. En el marco de la construcción de roles y estereotipos,
encontramos también la delimitación de contenidos relativos al honor de las personas.
En lo que atañe directamente a las mujeres, el honor ha tendido a ser
presentado en términos negativos: la pérdida del honor contiene necesariamente
elementos relativos a su conducta sexual. Para el caso de los varones, el honor se
vincula no sólo con sus propias prácticas sino también a las acciones de sus pares y
de las figuras femeninas vinculadas a ellos. En este sentido, señala Pitt-Rivers12: “la
ofensa extrema al honor de un hombre no se refiere a su conducta sino a la de su
madre, hermana, hija o mujer”.13
Sobre este horizonte de representaciones respecto del honor se asentó la
codificación argentina en materia de delitos sexuales. Hasta el año 1999 el Código
Penal tipificaba la violación sexual como “delito contra la honestidad”. En dicho año,
esta categorización fue sustituida por la denominación de “delitos contra la integridad
sexual”.14 Aun así, para el caso de los delitos sexuales, en numerosas circunstancias
comprobamos que ambas lógicas coexisten: por una parte, se habla de un delito contra
la integridad sexual de la víctima mientras que, por otra, persisten en el imaginario

11
Segato, Rita (2006): La escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez. Territorio,
soberanía y crímenes de segundo Estado, México DF, Ed. de la Universidad del Claustro Sor Juana,
Colección Voces, pág. 6.
12
Véase Pitt-Rivers, Julian (1979): Antropología del honor o política de los sexos. Barcelona, Crítica.
13
Para un analisis mas detallado sobre el tema véase Sonderéguer M. y Correa V. (comps) (2008):
Violencia sexual y violencia de género en el terrorismo de Estado. Análisis de la relación entre violencia
sexual, tortura y violación a los Derechos Humanos, Bernal, UNQ.
14
Para mayor detalle, véase el Código Penal de la Nación Argentina, Ley N° 11.179 y modificatorias.
9
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asociaciones relativas a un atentado contra el orden familiar y la moralidad pública.


Veamos cómo presenta esta situación el Plan Nacional contra la Discriminación:

“Tanto en las comisarías como en los hospitales o los juzgados, los prejuicios
sexistas suelen derivar en prácticas culpabilizadoras y revictimizadoras hacia las
mujeres maltratadas o víctimas de delitos sexuales. Ello se evidencia en los
interrogatorios a las que son sometidas y las actitudes de suspicacia hacia las
mujeres que buscan ayuda, siendo muchas veces sospechadas de provocar el
castigo, o tildadas de “vida fácil” o de ser “mala madre”.15

Uno de los aspectos que resulta de importancia destacar respecto de las


diversas formas de violencia sexual es que tienden a “invertir la carga de la prueba”, es
decir, a hacer recaer la mirada en quien denuncia el delito en lugar de centrarse en la
investigación de las personas acusadas. De allí que el sistema jurídico argentino
requiere que la víctima sea capaz de demostrar que no ha “consentido libremente la
acción”, es decir que pueda probar su negativa y resistencia a la agresión. Este
requerimiento implica que, para quien no pueda probar su negativa, se presuponga su
“consentimiento”.
Si bien analizaremos la noción de “consentimiento” más adelante, debemos
notar que sobre la base de esta conceptualización se configuran las representaciones
usuales respecto de la forma “socialmente legitimada” de violencia sexual: la
explotación de la prostitución ajena. En este sentido, debemos tener presente que en la
mayoría de las sociedades occidentales se acepta que los varones “compren sexo”
(nuevamente, sobre la base de las construcciones respecto de los atributos de su
sexualidad), a la vez que se sanciona socialmente (maltratando, discriminando,
estigmatizando, negando el acceso a derechos, etc.) a las mujeres que se hallan en
situación de “venderlo”. Vemos aquí reaparecer la “valencia diferencial” de los géneros,
en tanto las relaciones de poder-subordinación demarcan las posiciones relativas en el
contexto de la mercantilización de la satisfacción sexual. Vale la pena retomar aquí una
reflexión respecto de la particularidad de la compra-venta de sexo:

“Comerciar con el propio cuerpo no es un derecho, porque los derechos se


violan siempre que se hace de la persona un mero objeto de beneficio
económico. Nuestra intimidad no es meramente espiritual, es corporal, carnal; por
eso cuando se comercia con el cuerpo de una persona se la sitúa en la posición
de objeto de consumo, lo que es causa de una manipulación profunda.”16

Este abordaje respecto de la problemática propia de las personas en situación


de prostitución no suele estar presente en las reflexiones respecto a la temática, que
giran sobre tópicos como los controles sanitarios o la regulación y reglamentación de
prostíbulos. En general, priman las posturas que culpabilizan a estas personas,
presentando su situación como el resultado de opciones “libres” y revictimizando a
15
VVAA (2005): Plan Nacional contra la Discriminación, Buenos Aires, INADI, pág. 155.
16
Castellón, José Joaquin (2008): “Abolición de la prostitución”, Diario de Sevilla, Sevilla (España), 23 de
abril.
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quienes son explotadas/os en el marco de una relación desigual de poder o de


servidumbre o de explotación. Estas perspectivas desconocen el hecho fundamental
de que se trata de una apropiación del cuerpo de las mujeres para su utilización y
reinscripción en términos de mercancía.
Asimismo, resulta de importancia destacar que la sola recepción del pago por
acceder al cuerpo de una mujer (o niña, niño y demás personas prostituidas) “redefine”
como prostitución las situaciones que en otras circunstancias llamaríamos violencia
física, violación o abuso sexual, entre otras categorías posibles.

La modalidad extrema de la apropiación de la corporalidad se pone de manifiesto en la


trata de personas. Cuando hablamos de trata de personas nos referimos a un proceso
que conlleva una serie de acciones relacionadas entre sí y no un acto único perpetrado
en un momento aislado. La trata de personas abarca desde la trata para la mendicidad
forzada o el trabajo doméstico hasta la trata en la prostitución o el trabajo agrícola
forzado. La definición propuesta por el “Protocolo para prevenir, reprimir y sancionar la
trata de personas”, conocido como Protocolo de Palermo17, es la siguiente:

por "trata de personas" se entenderá la captación, el transporte, el traslado, la


acogida o la recepción de personas (recurriendo a la amenaza o al uso de la
fuerza u otras formas de coacción, al rapto, al fraude, al engaño, al abuso de
poder o de una situación de vulnerabilidad o a la concesión o recepción de pagos
o beneficios para obtener el consentimiento de una persona que tenga autoridad
sobre otra) con fines de explotación.
Esa explotación incluirá, como mínimo, la explotación de la prostitución ajena u
otras formas de explotación sexual, los trabajos o servicios forzados, la esclavitud
o las prácticas análogas a la esclavitud, la servidumbre o la extracción de
órganos (art. 3°, inc. a).

Este es el punto de partida que nos brinda el derecho internacional. En este


sentido, es importante tener presente la complejidad de establecer una definición que
pueda abarcar plenamente el fenómeno. Un elemento de central importancia se
relaciona con la noción de “consentimiento”. Esta noción –a la que hemos aludido
anteriormente y que suele utilizarse en argumentaciones en favor de los tratantes (o
proxenetas)– plantea que la persona traficada habría accedido voluntariamente a ser
sometida a este conjunto de delitos y vejámenes. El Protocolo de Palermo hace
explicita mención de este tema en su artículo 3°:

El consentimiento dado por la víctima de la trata de personas a toda forma de


explotación intencional descrita en el apartado a) del presente artículo no se
tendrá en cuenta cuando se haya recurrido a cualquiera de los medios
enunciados en dicho apartado (art. 3°, inc. b).

17
El “Protocolo para prevenir, reprimir y sancionar la trata de personas, especialmente mujeres y niños”,
que complementa la Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada
Transnacional, entró en vigor el 25 de diciembre de 2003.
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Tanto desde el sentido común como desde la perspectiva del derecho no resulta
posible hablar de “consentimiento” cuando cualquiera de los siguientes aspectos son
puestos en juego: el uso de la fuerza o la coacción, el rapto, el engaño, el abuso de
poder u otro tipo de acciones ejercidas sobre una persona que se halla en estado de
vulnerabilidad y/o bajo el control de otra persona.
Asimismo, debemos tener presente que hablar de trata de personas pone en
juego el sometimiento a condiciones de trabajo forzado, esclavitud y/o servidumbre.
Nuevamente, tanto desde el sentido común como desde la perspectiva del derecho,
nadie se somete “voluntariamente” a ser víctima de estos crímenes.
Dada su naturaleza, la trata de personas es un delito que suele ser cometido por
grupos organizados. Esta característica aumenta el temor de las víctimas y sus
familiares, ya que las amenazas (reales o potenciales) están siempre presentes. El
objetivo de intimidar a la víctima es disuadirla a ella o a los testigos de que denuncien
la situación y colaboren en la investigación y esclarecimiento del/los delito/s por temor
a represalias.
La trata de mujeres se relaciona directamente con la objetivación sexual de las
mujeres. Si bien no puede establecerse un número certero de personas que son
víctimas de la trata en el mundo, las estimaciones de diversas instituciones nacionales
e internacionales apuntan a presentarla en términos de “esclavitud moderna”, tanto por
la violencia implicada en este conjunto de delitos como por la cantidad de personas
afectadas.
En este marco, la Organización Internacional para las Migraciones propone las
siguientes estimaciones18:
- Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), más de 12,3 millones de
personas padecen situaciones laborales similares a la esclavitud.
- Según cifras del Programa de Población de las Naciones Unidas (UNFPA),
cerca de 4.000.000 de personas son víctimas de trata cada año.
- La mayor parte de las víctimas son mujeres, niñas y niños.
- Entre el 10 y el 30% de mujeres tratadas son menores de edad.
- Se estima que anualmente la trata mueve $12.000 millones de dólares, con
bajos riesgos y grandes ganancias para las redes de tratantes.
- Se calcula que una mujer víctima de trata para la explotación sexual en Europa,
cualquiera sea su origen, produce aproximadamente, y como mínimo mil dólares
al día al explotador, que rara vez ha invertido más de dos mil dólares.
- En América Latina, 2 millones de niños, niñas y adolescentes son víctimas de la
explotación sexual comercial o laboral (mendicidad).
Todo intento por identificar perfiles posibles para las víctimas corre el riesgo de
terminar estigmatizando a personas sobre la base de un conjunto de caracteres lo
suficientemente ambiguos. Sin embargo, podemos establecer que existen condiciones
estructurales (la exclusión social y las migraciones, tanto internas como
internacionales) que hacen más proclive la exposición de las mujeres a situaciones de
18
OIM (2003): La trata de personas: una introducción a la problemática, Proyecto FOINTRA,
Organización Internacional para las Migraciones. Disponible en: www.oimconosur.org
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este tipo. Las víctimas de trata suelen ser reclutadas mediante engaños (falsas ofertas
de trabajo u ofertas parciales y engañosas) y trasladadas hasta el lugar donde serán
explotadas. La carencia de lazos a nivel social, la falta de contención familiar, la
irregularidad migratoria, entre otras situaciones, convierte a las mujeres migrantes en
potenciales víctimas de las redes de trata.
En los lugares de explotación, las víctimas son retenidas por sus captores
mediante amenazas, deudas, mentiras, coacción, violencia, etc. y obligadas a
prostituirse o trabajar en condiciones infrahumanas. Las prácticas que suelen estar
comprendidas entre los fines de este negocio incluyen: explotación de la prostitución
(incluyendo servicios de acompañantes, espectáculos de bailes nudistas, paquetes
turísticos que incluyen servicios sexuales, servicios sexuales en cercanías de bases
militares, clubes nocturnos y burdeles, mega-prostíbulos ligados a eventos especiales,
como por ejemplo, mundiales de fútbol, etc.); esclavitud, servidumbre doméstica o
matrimonio forzado; explotación sexual (en sus diferentes facetas: producción de
pornografía, turismo sexual, esposas por catálogo, etc.).
Por diversos motivos, la trata de personas es un delito de difícil visibilización.
Esta modalidad delictiva se desarrolla tanto en áreas rurales, como en urbanas,
grandes conglomerados o pequeños poblados, zonas céntricas y áreas fronterizas.
Argentina figura dentro del mapa internacional del delito de trata de personas como
país de origen (víctimas nacionales traficadas hacia el exterior), de destino (víctimas
extranjeras explotadas en nuestro territorio) y de tránsito (víctimas que son traficadas y
enviadas a los países centrales). Asimismo, notamos en la actualidad un importante
impacto de la “trata interna”, donde las víctimas que son captadas en diversas regiones
y rotadas periódicamente entre provincias del territorio nacional.
Los testimonios de las víctimas dan cuenta del uso de la violencia tanto por
parte de sus traficantes (o captores, proxenetas, rufianes, maridos, según la jerga)
como de sus abusadores (o “clientes”): amenazas, intimidaciones, tortura física
(violaciones masivas como forma de iniciación, golpes, ataduras, vejaciones,
quemaduras, etc.) y tortura psicológica (destrucción premeditada de la identidad y la
autoestima, confinamiento en lugares enrejados y con custodia en las puertas de
acceso, vigilancia constante, control de comunicaciones telefónicas, etc.).
Estas formas de violencia física y psicológica, sumadas a la exposición a
enfermedades de transmisión sexual (ETS) afectan gravemente la salud de las
víctimas. En este contexto, las niñas son particularmente vulnerables debido a la
inmadurez de su tracto genital y los daños relativos a la sexualización traumática.
También afectan la salud de las víctimas el consumo compulsivo de drogas o de
bebidas alcohólicas, los embarazos involuntarios y abortos compulsivos en malas
condiciones de asepsia, retomando la “actividad” sin los cuidados pertinentes a un
post-aborto.
Frecuentemente la suma de estas situaciones desemboca en trastornos
depresivos, intentos de suicidio, toxico-dependencia, traumas severos, etc. Debemos
destacar que existen casos en que los perpetradores-tratantes recurren al asesinato de

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sus víctimas cuando ellas ya no rinden ganancias.19 La destrucción física y psíquica


asociada a esta forma de explotación hace dificultoso el establecimiento de relaciones
significativas y saludables para las sobrevivientes que logran ser recuperadas
(liberadas).

Consideraciones finales

Al comienzo del módulo presentamos un abordaje posible para acercarnos al problema


de la violencia contra las mujeres. Presentamos la violencia de género en términos de
prácticas y dispositivos de sometimiento y dominación, inscriptas como instancias de
mantenimiento de relaciones sociales jerarquizadas. Uno de los objetivos del módulo
se orienta a poder situar las diversas formas de violencia dentro del esquema de las
relaciones de poder marcadas por el status social (construido y reproducido histórico-
culturalmente) de varones y mujeres.
Para terminar este módulo quisiéramos centrar la mirada en la reflexión de una
investigadora sobre un hecho que recientemente adquirió estado público y recibió
amplia difusión por parte de los medios de comunicación. Este caso nos presenta una
situación de violencia cuyos caracteres específicos podemos reponer haciendo uso de
nuestro conocimiento de infinitos otros casos con características similares. El punto de
interés para nuestro análisis radica en que la secuencia de acontecimientos ilustra de
manera paradigmática el despliegue y la reproducción de los estereotipos usualmente
vigentes en situaciones de violencia contra las mujeres. Veamos cómo se presentan
los núcleos temáticos que venimos analizando:

“Un corrillo de vecinos, según se dice inspirados por los familiares de los
perpetradores, se organizó en defensa de estos denominados muchachos que
“no habían hecho nada malo” porque la “chica”, o sea la víctima, “estaba
habituada a estas situaciones”, más aún, por ser algo “ligerita”, “rapidita”. O sea,
19
Algunas corrientes de pensamiento feminista hacen uso de la noción de “feminicidio” o “femicidio” para
aludir, entre otras, a estas prácticas. Desde su perspectiva, esta noción permite dar cuenta del
“asesinato misógino de mujeres cometido por varones”. Este término hace referencia a muertes de
mujeres víctimas de sus parejas (esposos, amantes, ex maridos, novios, pretendientes, etc.), de
familiares (padres, hermanos, etc.), de usuarios o proxenetas o tratantes (para el caso de mujeres en
situación de prostitución o trata), así como de las muertes como consecuencia de abortos clandestinos o
abortos “selectivos” (en los países en que esta práctica es aceptada). En suma, suele utilizarse la figura
de “feminicidio” para hacer referencia a las muertes derivadas de las múltiples formas de la violencia
machista.
En este sentido puede decirse que es la expresión más dramática de la desigualdad de género, ya
que pone en evidencia la objetivación que construye sobre las mujeres el paradigma patriarcal,
enfatizada por la impunidad que el mismo sistema garantiza. Según el Diccionario de estudios de género
y feminismos, “el concepto de femicidio es también útil porque nos indica el carácter social y
generalizado de la violencia basada en la inequidad de género, nos aleja de planteamientos
individualizantes, naturalizados o patologizados que tienden a responsabilizar a las víctimas, a
representar a los perpetradores como “locos”, “animales” o “fuera de control”, o a concebir estas muertes
como el resultado de “problemas pasionales”. (…) La incidencia del femicidio está también directamente
asociada al grado de tolerancia que manifiesten sociedad y Estado frente a la violencia contra las
mujeres”. Véase, Sagot, Monserrat (2007): “Femicidio” en Gamba, Susana (coord.), Diccionario de
estudios de género y feminismos, Buenos Aires, Biblos, pp. 139-142.
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no se le escapa a nadie que la tentativa se dirige a exculpar a los muchachos de


buena familia porque, en todo caso, a esa chica le pasó lo que le pasó porque
“en algo andaría”, o mejor “en algo andaba”. Que se sintetiza en aquel famoso
“algo habrán hecho” que definió el perfil cómplice de los ciudadanos y
ciudadanas adheridos al terrorismo de Estado. (…)
Y ahora hay una familia deshecha. Debido a su denuncia. Situación conocida
perfectamente por aquellas víctimas que denuncian y luego son sancionadas por
quienes las rodean, y aun padecen exclusiones sociales por haber hablado de lo
que no se habla.
La identificación con el agresor, con el victimario, el delincuente sexual es un
hecho común, frecuente; es el efecto de posicionarse en el lugar del triunfador,
del ganador, ya que asumir la posición de la víctima es penoso y humillante. Y el
lugar del poder es deseable.20

Les sugerimos que continúen explorando la temática siguiendo las lecturas:

Lecturas obligatorias
− Segato, Rita (2003). “La argamasa jerárquica: violencia moral, reproducción del mundo y la
eficacia simbólica del derecho”, en Las estructuras elementales de la violencia. Ensayos
sobre género entre la antropología, el psicoanálisis y los derechos humanos, Buenos Aires,
Prometeo-UNQ.
− Barrancos, Dora (2000). “Inferioridad jurídica y encierro doméstico” en Historia de las
Mujeres en la Argentina, Buenos Aires, Alfaguara, Tomo I.

BIBLIOGRAFÍA DE PROFUNDIZACIÓN

- Segato, Rita (2006). La escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad


Juárez. Territorio, soberanía y crímenes de segundo Estado, México DF, Ed. De la
Universidad del Claustro Sor Juana, Colección Voces.

20
Giberti, Eva (2010): “Algo habrán hecho”, Página/12, Buenos Aires, 19 de mayo.
15

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