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El once de septiembre

La estúpida costumbre del silencio.

Después de la cama, ella se mira en el espejo, de reojo la sombra de sábanas y almohadas realzan
la figura de Eduardo, quien se deja mirar, libre de afectaciones.

Su miembro ahora fláccido, rebosante de ella, es una extensión anodina de su cuerpo. Ella lo
vuelve a mirar, y persiste en su silencio.

Aplica un poco de maquillaje sobre los pómulos, se delinea los labios con humectante. Él la mira.
Observa sus caderas abrillantadas por una capa etérea de sudor y loción líquida. Quizá residuos de
su saliva, de su semen. Observa la línea delicada y armónica de su cintura, el descenso del pelo
que yace sobre los hombros, guardando la compostura, y deshaciendo los pequeños rizos que aún
se resisten a desaparecer.

-¿Qué hora es? –pregunta Eduardo, sabiendo que cualquiera que sea la respuesta, estarán un
poco más cerca, y más ansiosos.

-Las tres y cuarto. Falta un par de horas –responde Mireille, rociándose un poco de colonia sobre
los pechos. –Aún hace calor, maldita ventilación, nunca funcionó del todo.

-Olvídate de la calefacción. –Eduardo vacila, pero continúa sabiendo que aquello tampoco
importará. –Hoy no cerraste las cortinas.

-Ni hoy ni nunca. –Mireille lo mira. Y sonríe.

Eduardo sabe que aquella sonrisa sólo aparece cuando hay alguna confesión de por medio,
cuando hay algo que va a ser dicho de una manera definitiva.

-Creo que nunca te conté de la barda.

Eduardo se incorpora. Recargándose en la cama, se rehúsa a cubrirse con las sábanas.

-Sabía que hubo algo con esa pinche barda, pero ni idea.

Ella voltea. Eduardo admira la forma de los pechos, la brillantez en sus ojos que tienen los rastros
del insomnio traducido en la alteración de las pequeñas ramificaciones rojizas que circundan sus
pupilas.

-Cuando los vecinos pusieron la barda habían pasado sólo tres días. ¿Recuerdas lo que pasó el
once de septiembre?
-Se cayeron las pinches torres, ¿qué nó? –Eduardo sigue mirándola, esta noche ella no está
dispuesta a ceder ante nada, sabe que él también aguarda la hora, y continúa respondiendo su
propia pregunta.

-Esa noche te veniste en mi seis veces. Las conté.

-¡Wow! ¡Qué buena memoria! –Eduardo advierte un movimiento involuntario en los testículos. La
sola idea de rehacer aquella maratónica noche basta para prepararlo nuevamente, la decisiva
respuesta de su miembro lo confirma.

-Sí. Esa noche gritaste como loco. Me gusta cuando haces eso, cuando no te callas.

-Pensé que al final te reías de mí.

-No me río de ti. Me río de los vecinos, imaginando la cara que pondrán al escucharnos a los dos.

Eduardo guarda silencio un momento. No es difícil obtener el resultado de aquella ecuación.

-¿Entonces los vecinos nos escucharon y prefirieron pagar por levantar la barda?

-No sólo eso. –Mireille apenas puede contenerse. La risa franca en su rostro es el signo inequívoco
de que está a punto de revelar una verdad catastrófica. –Nos miraron toda la mañana.

-¿La mañana? Pero si ese día nos despertamos hasta las dos de la tarde.

A Mireille le encanta la cara de Eduardo cuando él sabe que la situación salió de sus manos. Es un
rostro con ojos grandes, la boca haciendo los gestos de cualquier adolescente que se sabe
descubierto, pillado haciendo algo indebido.

-Ese día tú te despertaste a las dos de la tarde. Yo desperté a las once de la mañana, y me di
cuenta que se habían caído los cortinajes de la recámara. Te habías recostado sobre la cortina
como si fuera la sábana de la cama, y se vinieron abajo todos los herrajes. Los vecinos nos miraron
desnudos toda la mañana.

Eduardo no puede contener una risa abierta, -¿toda la mañana? ¿Nos miraron en cueros?

-Sí amor, tu escultural figura y mi cuerpo perfecto. Por eso levantaron el muro en un fin de
semana, no podían darse el lujo de mirarnos y dejar que sus hijos aprendieran antes de tiempo lo
que algún día deberán saber con su teoría y práctica.

Eduardo se desliza un poco sobre la cama. Acomoda su almohada y más sereno, sin dejar de
sonreír, le dice:

-También tengo algo por confesarte.

-¿Sobre esa mañana?


-Sí. Me desperté a las dos de la tarde, pero también me levanté antes. A las siete de la mañana el
vecino imbécil comenzó a aspirar el coche con su música grupera. La vecina apareció en camisón, y
le meneaba el trasero desde la puerta del traspatio. Y me dije que si querían presumir de algo no
los dejaríamos que nos dieran batalla. Ni de cerca. Así que acomodé la cortina sobre la cama, y
bastó con que me rodara un poco y se vino abajo todo el cortinaje. Los dos voltearon, y te miraron
dormida, y mi actuación los convenció tanto que estuvieron así, mirándonos y sin decirse nada. En
eso alguno de los niños les habló para algo, y entraron disparados a la casa. No volvieron a
asomarse en un par de horas, y volví a quedarme dormido.

Mireille escucha divertida, sonríe. No puede interrumpirlo, aquellos detalles son lo que más le
encantan, ese es el Eduardo con quien ella quiere estar todo el tiempo que se pueda.

-Pero lo que no nos perdonó el vecino fue que por entrar corriendo se olvidó de cerrar el coche, y
se quedó sin carga en la batería. El lunes que lo saludé por la mañana vi que su carro no arrancaba,
la marcha hacía un clic clic clic y nada más. Le pregunté si quería que le pasara cables, pero me dijo
que no, que era una terminal suelta. Lo dejé y me fui, pero sé que fue por lo del domingo que no
quiso que le ayudara.

-Pues ahora, estoy más convencida que nunca de que debemos hacerlo.

-¿Qué hora es? –vuelve a preguntar Eduardo.

-¡Deja ya de preguntar! -Mireille voltea hacia el amplio ventanal. Del otro lado de la cerca un
pequeño resplandor ilumina débilmente el follaje superior del pino plantado ceremoniosamente
en el centro del traspatio. –Alguien se levantó. Es hora.

-Subamos, ya no puedo aguantarme las ganas.

Mireille admira el cuerpo de Eduardo. Su miembro levemente erecto está listo para hacerla
disfrutar, y ella siente ese cosquilleo en el bajoviente que sólo Eduardo sabe saciar.

Él la carga llevándola en brazos. Sube a la segunda planta de la casa, donde la terraza recibe el
viento fresco de la mañana, aún oscura.

Eduardo acomodó aquel sillón la noche anterior, Mireille lo cubrió con una sábana blanca. El calor
de la tarde se había disipado por completo, comenzaron a acariciarse y los besos profundos
endurecieron simultáneamente los sexos de ambos, y los pechos de ella. Bastaron un par de
gemidos, para que en la casa de los vecinos se encendiera otra luz, en lo que debería ser la
recámara.

Cuando Eduardo entró en ella, Mireille no pudo contenerse y el gemido aunado a la certeza de
cuatro ojos que los miraban fue el afrodisíaco más eficaz.

Eduardo pensó que los vecinos tenían todo el derecho de levantar su barda hasta donde quisieran,
pero no el derecho de poner aquella barda en el terreno de su jardín.
Si querían librarse de ellos, tendrían que levantar su barda otros tres metros.

Pero Eduardo no le confesó a Mireille que no fue el vecino, sino su vecina, quien aspiraba el coche
buscando exhibirse para él.

Y Mireille no le confesó que el vecino les tomó una fotografía con el celular, enfocándola bien
cuando por un descuido voluntario se desplegó desnuda ante sus ojos.

Francisco Arriaga.
México, Frontera Norte.
11 Diciembre 2010.

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