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Cecilia Iglesias

Universidad Autónoma de la Ciudad de México

FORO: La Diversidad Cultural en un Mundo Global: ¿Por Dónde Empezar?

Asumir la diversidad cultural es reflexionar sobre nuevos conceptos


revolucionarios
Algunos elementos para pensarla desde la experiencia zapatista en México

El tema de la diversidad cultural nos convoca en un buen momento, ya que


como concepto está muy en boga en las últimas décadas tanto en ámbitos académicos
como gubernamentales. Es desafiante hacernos preguntas sobre esta idea que entra en
la categoría de lo “políticamente correcto” en la mayoría de los discursos actuales. Y es
importante hacerlo porque, finalmente, sólo sabiendo qué quiere decir para nosotros, los
pueblos en creación y resistencia, podremos hacer frente a la batalla conceptual que
instaura el neoliberalismo y que día con día genera más confusiones.

La propuesta de este trabajo va encaminada a plantearnos algunos


interrogantes acerca del para qué reflexionamos sobre la diversidad: si para tratar de
incorporar su “histórica existencia forzadamente ocultada” en estas pseudo-
democracias modernas que nos rigen, o si, a través de ella y con ella, trabajamos para
la construcción de otros mundos donde lo diverso tenga un rol tan protagónico que nos
obligue (como de por sí lo está haciendo) a replantearnos estructuralmente nuestras
sociedades. Tomando el segundo camino, aceptar y defender la diversidad nos lleva,
necesariamente, a construir una revolución. Dentro del orden que se le fue dando al
mundo luego de la formación de los estados nacionales no entra la diversidad, y el
proyecto de re-actualizarlos en función de este enfoque busca, desde nuestro punto de
vista, administrar el descontento y adaptar algunas de sus demandas mediante la oferta
de una ficción que no promueve la incorporación de fondo de los distintos sujetos
sociales pero que sí ofrece, lo aceptamos, algunos resquicios. Pensar la revolución
desde la interculturalidad es, necesariamente, cuestionar profundamente muchas de las

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categorías que sostuvieron a nuestras revoluciones durante el siglo XX, empezando por
la del sujeto único. El planteo será breve porque el objetivo es disparar esta discusión.

En un sentido que trascienda los tópicos de la tolerancia y el respeto hacia las


“minorías” (como se ha dado en llamar a todos aquellos y aquellas que no “encajan” en
los modelos de sociedades nacionales y mercados globales) las preguntas que nos
hacemos son: ¿Adonde nos lleva –como proyecto de sociedad, de mundo– asumir la
diversidad cultural? ¿Qué significa realmente “respetar” o “tolerar” al “otro”, al diferente?

Esas minorías que otrora quedaban ocultas por la desesperación


homogeneizadora de los estados nacionales, ahora emergen como “nuevos” sujetos
sociales capaces de dotar de sentido semántico y de poner en el centro del debate el
tema de la diversidad desde dos polos muy opuestos: están por un lado los
movimientos de resistencia en todo el planeta, que han logrado llevar las demandas de
las mujeres, los homosexuales, los indígenas, los sin tierra / sin techo / sin papeles, los
jóvenes y un largo etcétera de sectores marginados a los ojos del mundo entero. Pero
por el otro, y esto no hay que minimizarlo, está el siempre viejo truco de los poderosos,
en tanto se adueñan de las conquistas sociales hechas a pedernal y yesca y las
incorporan en los discursos oficialistas de la mayoría de nuestros países, como una
música de fondo que “suena bien”. Planteamos este escenario porque consideramos
imprescindible no olvidar nunca, en el ámbito de la reflexión, que es central
preguntarnos para qué y para quiénes, con quiénes y contra quiénes producimos ideas.
Es vital generar estos espacios como indispensable es no desviar el rumbo de nuestros
caminos hacia la liberación de la opresión.

Entonces, proponemos como elemento esencial el diálogo entre las culturas, la


aceptación del otro, el dejarse afectar por el diferente. Pero asumimos plenamente que
este diálogo en cuanto tal sólo puede darse entre las culturas en resistencia. Quienes
detentan el poder del planeta ya han dado sobradas muestras de su incapacidad de
escucha, además de su total indiferencia con respecto a este posible diálogo. Es
limitado abordar el tema de la diversidad cultural no subrayando estas diferencias.

Cuando hablamos de poder, estamos pensando en todas aquellas personas o


grupos que, teniendo la posibilidad de gobernar un territorio, no cuestionan el sistema
capitalista como la causa de los problemas más graves que enfrenta la humanidad.

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Entre ellos, la falta de reconocimiento hacia aquellas culturas que “no son” o “no se
adaptan” a las demandas del mercado. Para el capitalismo no importa cuán diversos
podamos ser, sólo importa que seamos homogéneos a la hora de consumir y
productivos a la hora de trabajar. Y esta lógica del poder, hoy, se extiende al sector
empresarial ya que la actual globalización aspira a un supuesto universalismo¸ ahora no
sólo propuesto por los estados sino también por las corporaciones transnacionales que
buscan un mercado homogéneo de consumidores.

Planteadas estas preocupaciones centrales, queremos compartir con ustedes la


lucha por el reconocimiento de los derechos indígenas en México desde la experiencia
neozapatista, ya que consideramos nos puede dar algunas luces para discutir sobre
estos temas y otras experiencias en diversas partes del mundo.

Un mundo donde quepan muchos mundos

México es un país donde hay un diálogo ausente, una deuda histórica con los
indígenas. Desde la llegada de los españoles hasta nuestros días, hay una línea de
continuidad política que no reconoce en el territorio la presencia de una todavía
significativa cantidad de poblaciones indígenas. Condenados a vivir en condiciones de
extrema pobreza y marginalidad, ellos representan la muestra cabal de intolerancia y
falta de respeto que las culturas nacionales han otorgado a nuestros pueblos
originarios. Porque hay algo más: no sólo la condena a la miseria sino a la desaparición,
como etnia y como cultura.

Hay que reconocer que la lógica inherente a la misma construcción de los


estados latinoamericanos, como proyectos de naciones culturalmente homogéneas, se
comporta como el principal enemigo de las poblaciones nativas, aunque sus teóricas
intenciones sean aparentemente loables. El derecho a la existencia del “otro”, del
diferente al supuesto habitante “estándar” de los Estados, parte de la propuesta
tramposa de aceptarlo con la condición de que deje de ser lo que es: si el otro renuncia
a sí mismo puede ser considerado como mi conciudadano e incluso, eventualmente,
como mi semejante. En esta lógica perversa reside, precisamente, la “captura” del
indígena como mano de obra regalada (ojalá pudiéramos decir barata) y la cada vez
más creciente pérdida de sus valores y cosmovisión, lo que Bonfil Batalla llamó “lo indio
desindianizado”.

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Las luchas por el reconocimiento indígena en México han sido muchas y muy
variadas, pero es a partir del levantamiento armado del EZLN, en 1994, que el debate
sobre los derechos y la cultura indígena se pone sobre la mesa de manera muy seria. Y
este debate, en términos de aceptación de la diversidad, implica también la lucha por la
autonomía. Porque finalmente de lo que se trata es de aceptar y convivir con este otro
que tiene otros modos: otra forma de entender la economía, la justicia, la cultura, la
educación. En el contexto latinoamericano, generalmente la autonomía está referida a la
autodeterminación de los pueblos indios, en términos de representación democrática
siempre dentro de la organización política y administrativa del Estado. Así, algunas
experiencias de autonomías regionales implican cierta descentralización política y
administrativa del Estado pero dependen siempre, en mayor o menor grado, de las
potestades legislativas que éste otorgue.

La búsqueda de la autonomía regional no es nueva en América Latina ni mucho


menos la inventaron los zapatistas. De hecho ellos buscaron –a través de arduas y
fatuas negociaciones con el gobierno federal– incidir en la legislación centralista que
rige el estado-nación y llegar a algunos acuerdos y avances con respecto a la
autonomía y derechos indígenas. Por recordar algunos momentos están las
conversaciones en la Catedral de San Cristóbal (21 de febrero- 3 de marzo de 1994),
donde sus demandas políticas giraban principalmente en torno a un “nuevo pacto entre
los integrantes de la federación que acabe con el centralismo y permita a regiones,
comunidades indígenas y municipios autogobernarse con autonomía política,
económica y cultural.”1 A estos intentos le siguieron los diálogos de San Andrés que
derivaron en los primeros acuerdos entre el gobierno y el EZLN sobre derechos
indígenas y fueron firmados por ambos en febrero de 1996. Acuerdos que, tras idas y
venidas que muchos recordaremos –con la creación de la Cocopa, la consulta nacional
de 1999 y demás esfuerzos– son permanentemente traicionados hasta llegar a su punto
más candente en agosto de 2001, cuando la comandanta Esther (además de indígena,
mujer) alza su voz en el Congreso de la Unión en un último intento para que se
reconozcan constitucionalmente los derechos y la cultura indígenas de acuerdo a la
iniciativa de ley de la Cocopa.

Ya para entonces, las comunidades zapatistas estaban organizadas en


Aguascalientes, pero es a partir de esta última traición, y el posterior silencio en la selva

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Punto cuatro del pliego dado a conocer a la opinión pública.

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que devino de ella, que la autonomía “real” (aquella que se reconoce y legitima a sí
misma, que no pregunta) se lleva a cabo de facto en los territorios liberados. La
conformación de los Caracoles son la expresión en los hechos de esta autonomía con
respecto al estado, así como la Sexta Declaración de la Selva Lacandona es la
expresión formal de la ruptura del EZLN con toda la clase política en su conjunto. Han
vuelto a faltar con su palabra y eso nunca cambiará. La historia vuelve a decir que en el
México escindido no cabe ni siquiera un proyecto “reformista” que permita el ingreso
más o menos digno de las poblaciones indias.

En palabras de los compañeros de la Junta de Buen Gobierno del Caracol II de Oventik:


“Después del incumplimiento de los acuerdos firmados de parte del gobierno federal, y
después de la traición de todos los partidos políticos en el Congreso de la Unión […]
nosotros como pueblos indígenas zapatitas no podíamos esperar ni quedarnos con las
manos cruzadas. […] Entonces nuestros pueblos empezaron a organizarse y hacer uso
de nuestros derechos que nos corresponden como pueblos indígenas mexicanos y nos
propusimos ejercer nuestros derechos a la Autonomía basándonos de los acuerdos de
San Andrés firmados entre las partes en febrero de 1996. Se formaron los municipios
autónomos y se convocaron a asambleas generales municipales para elegir sus propias
autoridades autónomas en una forma libre y democrática a través de usos y
costumbres, sin la intervención de los partidos políticos y sin la necesidad de gastar
millones de pesos para hacer campañas políticas como los partidos políticos.”

Estas palabras se escucharon el día 30 día de diciembre de 2006, en el Encuentro de


los pueblos zapatistas con los pueblos del mundo que se llevó a cabo en Oventik,
Chiapas. Allí, por primera vez las Juntas de Buen Gobierno comparten públicamente
sus logros y dificultades a la hora de la organización social autónoma. El primer día
cada caracol presentó su experiencia de autonomía y durante los siguientes se
compartieron las experiencias sobre educación, salud, mujeres, comercio;
comunicación, arte y cultura , y tierra y territorio.

Es fundamental reconocer la claridad que da la conceptualización a partir de la práctica,


a diferencia de la reflexión sobre sí misma. Cada palabra de los compañeros, hace
hablar la experiencia coherente que están llevando a cabo cada día: “La autonomía
para nosotros es pues que el pueblo decide su forma de luchar o de organizarse tanto
políticamente, económicamente y socialmente”, dice Jesús, en representación del
Caracol I, La Realidad. “Es el pueblo que decide su forma de vivir basándose en su

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lengua y en su cultura, porque nuestra forma de gobernar es diferente a la del mal
gobierno, ellos son pues unos cuantos que deciden por todos de cómo quieren que sea,
y los cuantos que deciden no deciden para beneficio de todos, si no que es a beneficio
de ellos; entonces pues nosotros somos diferentes, el mando es el pueblo, él decide
cuando quiere su salud y su educación.”

Cuando el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) se presenta a la luz


pública el 1 de enero de 1994, lo hace llevando consigo 11 demandas: trabajo, tierra,
techo, alimentación, educación, salud, independencia, libertad, democracia, justicia y
paz. Trece años después, estas demandas se presentan funcionando como prácticas,
pensadas y llevadas a cabo desde dentro de esta organización social autónoma, los
Caracoles.

Hay mucho más para compartir, pero incorporamos esta experiencia en el


debate porque consideramos importante preguntarnos sobre los límites a los que nos
lleva la diversidad cuando no tenemos estados “preparados” para asumirla. En México,
si bien es cierto que muchas demandas sociales han cristalizado en modificaciones
constitucionales (el caso más reciente es la Ley de las sociedades en convivencia), en
el caso puntual de los derechos indígenas –que es, además el tema más ríspido si de
aceptar al diferente se trata en este país– ha sido permanentemente negado,
violentado, ridiculizado. Los indígenas, como muchos otros sectores, no entran en el
proyecto nacional mexicano. Esta realidad lleva a la organización de la resistencia, a la
creación de movimientos como La Otra Campaña que, justamente, reivindican la
presencia de todas y cada una de las culturas que habitan un territorio y que deben ser
tomadas en cuenta en las tomas de decisiones gubernamentales.

Consideramos que sí, que en la actualidad persiste la vieja lucha entre dos
grandes civilizaciones: las mayorías empobrecidas del planeta y la minoría
todopoderosa. Salvos honrosas excepciones, quienes detentan el poder no quieren
retroceder un milímetro atrás en ninguna reivindicación que signifique perder o
resquebrajar su hegemonía. Y la diversidad cultural, entendida de esta forma que la
lleva a sus últimas consecuencias, es una amenaza para este orden actual de la
situación.

Sin embargo, este nuevo siglo nos encuentra buscando y creando nuevos
caminos, a partir de los ya recorridos; así como el zapatismo, tantas y muchas más
luchas están construyéndose y construyéndonos hoy en todo el mundo, enfrentando

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esta guerra mundial contra el pensamiento único que se nos ha querido imponer y
levantando las voces en melodías muy diversas pero que, juntas, forman un solo grito
de ¡basta!

Estas luchas, estos movimientos, estos muchos otros países heroicos que crean
y resisten existen en nuestro planeta y se mueven y comunican por doquier inquiriendo
su presencia. Este V Congreso, que nos convoca en esta isla de dignidad, es una
muestra de ello. Más allá de la aparente invisibilidad a la que los someten los medios
masivos de in-comunicación que construyen realidades a favor de los poderosos, el día
a día, el boca a boca de esta resistencia a partir de la diversidad es un fuego que crece
y que, creemos, es nuestro deber nuestros esfuerzos para alimentarlo.

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Resumen: La propuesta de este trabajo busca plantear algunos interrogantes acerca del para qué reflexionamos
sobre la diversidad: si para tratar de incorporar su “histórica existencia forzadamente ocultada” en estas pseudo-
democracias modernas que nos rigen, o si, a través de ella y con ella, trabajamos para la construcción de otros
mundos donde lo diverso tenga un rol tan protagónico que nos obligue (como de por sí lo está haciendo) a
replantearnos estructuralmente nuestras sociedades. Tomando el segundo camino, aceptar y defender la
diversidad nos lleva, necesariamente, a construir nuevos modos y espacios de rebeldía que cuestionan
profundamente muchas de las categorías que sostuvieron a nuestras revoluciones durante el siglo XX y que, a
partir de distintas experiencias, nos ayudan a reflexionar sobre la posibilidad de cambiar el mundo hoy, desde
esta perspectiva. En un sentido que trascienda los tópicos de la tolerancia y el respeto hacia las “minorías”
(como se ha dado en llamar a todos aquellos y aquellas que no “encajan” en los modelos de sociedades
nacionales y mercados globales) la pregunta central que nos hacemos es: ¿Adonde nos lleva –como proyecto de
sociedad, de mundo– asumir la diversidad cultural? A partir de este planteo tomamos como punto de reflexión la
experiencia de las comunidades zapatistas autónomas con el ánimo de convocar al intercambio de prácticas y
expresiones que dialoguen entre sí.

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