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Monos La Oscuridad Fotográfica PDF
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Rápidamente surgen las primeras molestias: en los rostros y voces de estos pequeños
guerreros no existe rastro alguno de monte; no se nota la inclemencia del viento helado que
taja la piel, ni el cansancio que hunde los ojos en el fondo de sus cuencas; los acentos de los
actores vienen de las calles de Medellín y Bogotá; esos muchachos parecen haber sido
seleccionados para un reality de supervivencia. Técnicamente, son unos farsantes. La
complicidad casi condescendiente del espectador atento llegaría hasta el punto donde hacen
cosas de jóvenes según lo establecido por la convención: drogas, juegos, fiesta, sexo. Después
de eso, el realizador obliga a sus intérpretes a cumplir no con las exigencias de alguna
narrativa, sino con los postulados de una tesis, y de esta manera, amparado en la sofisticación
visual, espera no solo salir airoso sino también provocar una enorme fascinación. Bien hecho.
En el fondo, veo en las elecciones estilísticas del director una imposibilidad creativa:
la de retratar una fantasía como la del ser humano sin cultura a través de imágenes que apelan
a un registro folclórico de gran popularidad. Una visión consensuada y plana del hombre
salvaje. Al mezclar las lógicas del realismo y la fábula, Landes desaprovecha la riqueza
imaginativa de ambos mundos y, en ese trámite, su pregunta por la violencia se torna
sospechosa. Por un lado, al apostar por la intemporalidad del relato, el director desplaza el
lugar de las condiciones históricas y sociales que originan la violencia, los campos de poder
en los cuales esta se gesta. Y gracias a ello la mirada desideologizada del director es
políticamente perturbadora. Por otro lado, al acentuar las relaciones de la violencia con el
instinto y la animalidad, Landes corre el riesgo de oscurecer el componente racional del
fenómeno. Una distinción esencial que establecería la posibilidad de intervenir esa violencia
de forma científica con el fin de erradicarla o evadir su confrontación moral y penal al
asumirla inmodificable y natural. Tal vez no exista actividad humana más cerebral que la
guerra. Auschwitz nos enseñó que el mal más abominable no era obra de monstruos o
psicópatas, sino de mediocres burócratas que sabían cumplir órdenes. Antropólogos e
historiadores han explicado de qué manera hechos tan aparentemente absurdos o gratuitos
como los cortes de los cuerpos durante la violencia bipartidista (esa obscena instalación de
carne) o las masacres paramilitares tuvieron fines estratégicos: buscaban transmitir un
mensaje al enemigo o “desbaratar” los vínculos sociales de las comunidades para apoderarse
de las tierras o las rutas del narcotráfico. La violencia humana, contraria a la de otros
animales, puede ser cruel precisamente porque el rencor y la venganza, el odio, aquello que
“nubla la razón”, brotan en seres que habitan el tiempo, es decir, la palabra. Por eso, nunca
será posible pisotearle la dignidad a un jaguar.
Tras finalizar la película creí vislumbrar, en la breve anécdota que gira alrededor de
la vaca Shakira, la carga de culpa, dolor, crueldad y miedo que en el resto del metraje los
creadores se esforzaron por diluir en patologías y referencias cinéfilas, tal vez obnubilados
por su pericia técnica y por arrancarle belleza a cierta idea estilizada de la degradación. Una
vaca, lo único real: el rastro de la humanidad delirante.