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Análisis de la sociedad argentina

Trabajos prácticos
Phielipp Balut, María Paula
Legajo: 81425/4

Descarga de Lecturas n° 1

La bibliografía consignada1 despeja algunas cuestiones centrales al momento de problematizar cómo cambia,
durante la década del ochenta, la mirada hegemónica en torno a la cuestión social. Es a partir de allí que esta
última constituye un tópico recurrentemente abordado en términos de “pobreza”, aún cuando no siempre se
evidencie que detrás de la operacionalización de sus indicadores se articula una concepción teórica que los
legitima y que (lejos de ser simplemente derivable de la observación) se construye histórica y políticamente: el
fundamento de su hegemonía descansa en el desplazamiento de otro enfoque que ubica en el centro del objeto
al trabajo como dimensión ineludible.

Este desplazamiento no es meramente semántico. Tiene implicancias teóricas y prácticas, en tanto redefine al
mismo tiempo el modo de concebir la cuestión social, la orientación de las políticas públicas y los posibles
sistemas de acción: pensar la cuestión social en torno a la categoría de trabajador implica reconocer el carácter
conflictivo de la lucha de clases, delimitando a su vez políticas públicas que busquen la universalización de los
derechos sociales, orientadas a un actor colectivo inscripto en el ejercicio de la ciudadanía; hacerlo en torno a la
categoría de “pobre”, implica la invisibilización de los procesos causantes y su dimensión relacional, y habilita
políticas públicas descentralizadas y focalizadas, de asistencialismo, cuyo trasfondo es un sujeto atomizado y
privado de inscripción ciudadana.

Podemos decir que, conforme avanzamos con la lectura de la bibliografía, contamos con elementos para definir
un proceso de “despojo” al que asisten las clases populares desde mediados de la década del 70, y a través de él
recuperamos la dimensión relacional que el concepto de “pobreza” oculta: podemos ver cómo un desarrollo
gradual de empeoramiento de las condiciones de vida, signado por las modificaciones en el mercado de trabajo,
en la dinámica del salario real y en la distribución de la riqueza social, sirven de trasfondo para la formación del
nuevo consenso en torno a cómo definir la cuestión social. Y podemos ver también cómo este nuevo enfoque
hegemónico deviene orgánico a los lineamientos más generales de una organización social que se funda en la
desarticulación del compromiso entre capital y trabajo que sirvió de marco en las décadas precedentes, como

1
Merklen, Denis: “Una alquimia al revés o cómo convertir trabajadores en pobres” en
Ariño, Mabel: “transformaciones en el mercado de trabajo (PEA, EMPLEO, SALARIOS, INGRESOS)”;
requerimiento de un nuevo modelo de acumulación que demanda nuevas condiciones de rentabilidad
estrechamente vinculadas al deterioro del factor trabajo.

La dictadura da inicio a un conjunto de transformaciones que, retomadas y profundizadas por la reforma


neoliberal del menemismo, arrojarán a fines de la década del 90 un escenario donde la profundización de la
desigualdad se traduce en un aumento considerable de la pobreza. Esta no se asocia únicamente a la
desocupación (fenómeno que se vuelve significativo), sino a la inserción en un mercado de trabajo segmentado,
con una regulación laboral que facilita la pérdida del salario indirecto, con la consecuente caída del salario real y
de la participación salarial en la riqueza social. De hecho, si hasta mediados de los setenta, el mercado de
trabajo era integrado, a partir de allí se desarrollan condiciones de precariedad, informalidad, desocupación y
subocupación que profundizan las diferencias dentro del sector formal y entre éste y el sector informal.

En términos de Ariño, si bien en la transición democrática la desocupación no constituye aún una preocupación
central, sí lo es la pérdida del poder adquisitivo, manifiesto en el crecimiento de la oferta de trabajo como
estrategia de “trabajador adicional” y la inclusión de la mujer en el mercado, como modos de complementar el
ingreso del Jefe de hogar, que deviene insuficiente. Durante la década del 90, en contexto de crecimiento
económico, crecen la desocupación y la subocupación, así como también el trabajo informal y la precarización,
reafirmada por la legislación de nuevas condiciones laborales que tienden a limitar el costo no salarial:
flexibilización laboral, quita de aportes, seguridad social, vacaciones y otros derechos laborales análogos. Todo
contribuye al desarrollo de la tendencia regresiva del salario real y de la desigualdad distributiva ya presente en
la década anterior.

En el mismo sentido, Lindemboin nos indica un “proceso tendencial de empeoramiento” de las condiciones de
vida, cuyos indicadores en ciclos económicos largos establecen que hasta la década del 70 se expresa una
tendencia progresiva de la capacidad de compra, mientras que a partir de allí se da la tendencia contraria:
declinación del salario y de la participación de la masa salarial en la riqueza, ambos indicadores de mayor
desigualdad. Es en la década de los noventa donde se profundiza este modelo, a través de una mayor apertura
de la economía y las privatizaciones, sumadas a todas las modificaciones ya enunciadas en el mercado de
trabajo: La expansión económica y el aumento de la productividad tienen en esta época la contrapartida de la
expansión de la pobreza, por un sesgo pronunciado en la inequidad de la distribución. Ya no es condición
suficiente la asalariada para evitar la trayectoria de pobreza. De hecho, aún cuando el Producto per cápita es
comparable a inicios de los 70, la distribución es significativamente desproporcionada. Eso explica cómo en
determinados momentos, puede descender la desocupación sin que al mismo tiempo se exprese un descenso
análogo de la pobreza.
Ambos autores coinciden entonces en una periodización del proceso que se inscribe en las últimas tres décadas
del siglo y en un diagnóstico donde, más que la pobreza, sobresale la desigualdad como causa de esta última y
como aspecto central de la cuestión social.

Antes aludíamos a las implicancias que el cambio de enfoque conlleva en torno a tres registros: la
representación teórica, las políticas públicas que orienta y los efectos en los posibles sistemas de acción. En este
último aspecto debemos decir que la recategorización involucra la redefinición de los actores y sus roles. Contra
un sistema donde intervenían el Estado y los sindicatos como interlocutores de la cuestión social, ahora
asistimos a un nuevo sistema tripartito, entre Estado, organizaciones barriales y organismos internacionales. El
rol del estado aparecerá ahora descentralizado (desde instancias nacionales a instancias municipales) y
focalizado (en la planificación de políticas puntuales en torno a ejes vinculados a la pobreza, a partir de un
modelo de homogeneización dentro de la categoría de trayectorias verdaderamente inequiparables, que
demandarían políticas concretas diferenciadas), renunciando al carácter universal de las políticas públicas y
profundizando la territorialización de los nuevos actores. De hecho, va a ser en torno al territorio que las
organizaciones barriales podrán intervenir en el escenario social, organizados en función de la demanda de
ayuda y con una modalidad “cazadora”, que los priva de inscribir sus trayectorias en el tradicional concepto de
ciudadanía: ya no construirán una identidad colectiva en torno a derechos sociales sino al territorio que los aúna
en la búsqueda de asistencia. Es un procedimiento que pretende atomizar y despolitizar, reformulando la
ciudadanía en términos comunitarios. Restará ver qué batalla logran efectivamente llevar adelante las
organizaciones en este nuevo mundo de “pobres apolíticos”.

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