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Cruz, Manuel (Comp).

Los filósofos y la política, FCE, México, 1999,


pp. 85 -115.

ESTADO Y LEGITIMIDAD

Felipe Martínez Marzoa

Empezaré por formular una pregunta deliberadamente


ingenua, cuyo destino quizá sea no sostenerse como pregunta. La
noción del Estado tiene que ver con las del derecho y las leyes, y
todo este conjunto de nociones es conceptualmente inseparable de
la posibilidad de que el cumplimiento de las leyes se exija
coactivamente; nadie hablaría de «Estado» si lo que hubiese fuesen
unas «leyes» que sólo cumpliese quien quisiese. Estado comporta,
pues, poder; y poder es una situación de hecho. Ahora bien,
relacionamos Estado con leyes y con derecho, y al menos en la
palabra «derecho» se desliza siempre, con razón o sin ella, con
veracidad o hipócritamente, la noción de una distinción frente al
mero hecho. La pregunta ingenua podría empezar por formularse
así: esa mención de «derecho» por encima del hecho ¿es en efecto
una referencia a algo diferente del hecho como tal o es solamente
una referencia a un hecho distinto del primero?; quedémonos de
momento con la siguiente formulación de la pregunta en términos
de «sí» o «no»: en todo eso de Estado, derecho y leyes, ¿hay algo
diferente de cuestiones de hecho?. No cambiamos en nada lo hasta
aquí expuesto si, una vez que en nuestra mención de la «cuestión de
hecho» ha aparecido esporádicamente la palabra «poder», decidimos
ahora, para evitar cierta posible lectura unilateral, emplear para
referirnos a la misma cuestión la palabra «consenso». En nada
cambia con ello el contenido; por el contrario, la variación en las
palabras sirve para recordarnos lo siguiente: por una parte, el
consenso lo es siempre en virtud de unas circunstancias en las que
está determinado qué pasa por el hecho de consentir y qué pasaría si
no se consintiese, y esto es ni más ni menos que la situación de
poder; o, dicho de otra manera, «consenso» no significa que a la
gente le guste lo que hay, sino sólo que, entre lo que hay y lo que
probablemente habría sin ese consenso, prefiere lo que hay; y, por
otra parte, el poder lo es si y sólo si, en el sentido que se acaba de
indicar, genera consenso. Así pues, al menos por el momento, el
poder y el consenso no son sino dos nombres de eso mismo que
también hemos llamado simplemente la cuestión de hecho.
Contestar a la esbozada pregunta en el sentido de que no
habría nada distinto de cuestiones de hecho parece difícil de
sostener, pues, con ese «no», lo que al menos a primera vista se
negaría es aquella distancia que está implicada en la noción misma
de una razón para optar por una u otra cosa en una u otra situación;
con lo cual parece que incluso una hipotética capacidad de producir
situaciones de hecho quedaría sin aplicación, pues no podría haber
razón alguna para producir una y no otra.
Pero veamos qué ocurre, por contra, con la hipotética
respuesta «sí» a la misma pregunta. Lo que a primera vista, hace el
«sí» es sentar, aunque sea indeterminadamente, una posible cuestión
de legitimidad que sería de suyo independiente con respecto a la
situación de hecho, independiente, pues, con respecto a que haya o
no consenso, llamémosle una «cuestión de legitimidad intrínseca». El
justificado rechazo que tal noción suscita está relacionado con que
desde el comienzo sabemos que estamos hablando de aquella esfera
en la cual, por definición, tiene que ser posible en principio la
coacción. No es ni la «cuestión de legitimidad intrínseca» por sí sola
ni la posibilidad de coacción por sí sola y en general, sino que es la
conjunción de ambas, lo que ya de entrada suscita rechazo. A fin de
explicitar conceptualmente ese rechazo, supongamos que hayamos
podido demostrar que cierta conducta, a la que para abreviar
llamaremos por ejemplo «el asesinato», es rechazable en términos de
lo que hemos llamado «cuestión de legitimidad intrínseca».
Comoquiera que haya sido la demostración, si ella en verdad se
refiere a ese tipo de cuestión, entonces reprobará igualmente aquella
conducta en la que la omisión del asesinato se deba precisamente a
la existencia de una coacción; en otras palabras: si hay una cuestión
de «legitimidad intrínseca», entonces, en términos de ese tipo de
«legitimidad» tan asesino es quien no asesina sólo para no ir a la
cárcel como quien en efecto asesina; el enjuiciamiento en cuestión se
refiere, pues, a algo que, por definición, no puede ser modificado
coactivamente. Lo cual significa que una cuestión de legitimidad
intrínseca, si la hay, tiene que estar al margen de todo cuanto
comporte posibilidad de coacción. Ahora bien, desde el comienzo
hemos reconocido que en el significado de las palabras del bloque
«Estado»-«derecho»-«leyes» está implicado que el cumplimiento de
las leyes pueda eventualmente ser exigido de manera coactiva. Por lo
tanto, lo que hemos demostrado es que la esfera designada por esas
palabras tiene en su constitución la renuncia a contemplar cuestión
alguna de «legitimidad intrínseca».
Ahora bien, esta renuncia es algo muy diferente de la —ya
rechazada— mera respuesta negativa a la inicial pregunta ingenua;
pues ya no se trata ahora de que meramente digamos «no», sino de
que cierta negación define una esfera, la constituye, por así decir,
positivamente. Lo que ocurre, en efecto, es que hemos dado con
una esfera, la del Estado, el derecho y las leyes, cuyo estatuto es que
en ella se trata de conductas y a la vez se renuncia a enjuiciarlas
«intrínsecamente», a legitimarlas o deslegitimarlas en sí mismas. La
esfera en cuestión ha quedado definida del siguiente modo: puesto
que, allí donde la coacción es posible, no queda lugar para legitimar
o deslegitimar conductas en sí mismas, ¿qué queda entonces?, y lo
que quede no podrá ser ninguna otra cosa que lo que sea
consecuencia de esa misma renuncia al enjuiciamiento intrínseco,
pues tal renuncia es la definición de la esfera como tal. Se señala una
esfera que, por ser la de lo eventualmente coactivo, queda definida
como aquella en la que se renuncia a cualquier enjuiciamiento
intrínseco de las conductas; y se pregunta qué es lo que de esa
definición se sigue como constitución o «ley» de tal esfera.
Así pues, la inicial pregunta ingenua, en efecto, no se sostiene,
pero lo significativo es por qué no se sostiene, a saber, porque el
rechazo de toda pretensión de enjuiciar en sí mismas las conductas
no nos deja en indefinición alguna, sino que genera él mismo un
estatuto, una ley, algo así como una legitimidad, la constitución de
una esfera peculiar definida precisamente por el postulado de la
efectiva y consecuente abstención de toda valoración o
enjuiciamiento de las conductas en sí mismas. Se demostró que, de
ser posible el enjuiciamiento, sólo podría serlo de manera tal que la
esfera en la que cabe la coacción quedaría definida precisamente por
su total alienidad con respecto a él ya su posibilidad. Puesto que
estamos hablando de la esfera en la cual la coacción es en principio
posible, el postulado es el de la exclusión de toda valoración; y el
problema es entonces el de en qué consiste que ese postulado se
cumpla. Hemos rechazado la remisión a la cuestión de hecho, esto
es, al consenso, porque esa remisión deja que rijan, precisamente por
la vía del consenso, valoraciones de las conductas. Más aún: el que
valoraciones de conductas se establezcan en la esfera de la posible
coacción, siempre que ocurre, ocurre por el hecho de que en torno a
esas valoraciones hay un consenso; y, recíprocamente, todo imperio
del consenso hace valer valoraciones. Por lo tanto, el postulado de la
abstención de toda valoración o enjuiciamiento puede formularse
también postulando que no se busque consenso alguno ni se haga
uso de él, o, si se prefiere decirlo así, que sólo en una cosa haya de
haber consenso, a saber, en no buscar consenso alguno; que sólo
haya de haber acuerdo en crear y mantener las condiciones para que
se pueda vivir sin que ello requiera estar de acuerdo en nada ni
comulgar con nada. El problema de cómo es posible esto es lo que
de aquí en adelante llamaremos el problema político. Me apresuro a
reconocer que «el problema político», en el sentido que acabamos de
dar a esta expresión, es problema que sólo puede y sólo debe y sólo
tiene que plantearse dentro de la Edad Moderna; el problema mismo
tiene supuestos que sólo funcionan dentro de ese ámbito histórico.
A la vez, dado que aceptamos la equivalencia léxica de «político» con
«perteneciente o relativo al Estado», lo que acabamos de decir
comporta que «Estado» es una categoría específicamente moderna.
Se nos dirá quizá que el llamar «el problema político» a lo que
como tal hemos definido y vincular tanto ese «problema» como la
propia categoría «Estado» a la Edad Moderna está fuera de lugar por
cuanto —se nos dirá quizá— de ninguna de las realidades llamadas
«Estados» en la historia moderna y contemporánea ha sido
contenido el contribuir a crear y mantener las condiciones para que
se pueda vivir incluso sin estar de acuerdo en nada ni comulgar con
nada, ni tampoco realidad alguna de esas ha tenido como base de su
funcionamiento el postulado de abstención de valoraciones.
Empecemos por decir que, si la objeción se refiere a cada una de
esas realidades en su empírica particularidad, entonces puede estar
bien segura de, en efecto, referirse a todas y cada una de ellas sin
fallar, con la seguridad que da el estar formulando una tautología,
pues la particularidad empírica de cada una de las realidades es lo
que diferencia a cada una de ellas en particular y, por lo tanto, lo que
no es la categoría. De lo que habría que hablar, si en verdad se
quiere formular una objeción, es de lo que representa el fenómeno
moderno «Estado» en su conjunto, es decir, en contraposición a
otras cosas frente a las cuales no este o aquel Estado particular, sino
el Estado como categoría se afirma, como en efecto ocurre frente a
las comunidades «naturales» de una u otra índole o incluso frente a
la iglesia; y entonces ya no está tan clara la objeción, porque no está
claro que en la afirmación del Estado frente a esas otras cosas no
deba verse precisamente el esfuerzo por generar una esfera dentro
de la cual consensos y comuniones queden disueltos y dejen de ser
vinculantes. Otra cuestión es qué ocurre a medida que esa disolución
y desvinculación empieza a ser (parcialmente) real y el Estado
empieza a encontrarse no ya frente a aquellas otras cosas, sino a
solas consigo mismo; habría que ver si hay alguna razón para que a
partir de ese momento el Estado sienta pánico ante sí mismo y se
apresure a buscar la reconciliación y la síntesis con todas las otras
cosas.
Hasta aquí hemos sentado la noción de una esfera constituida
por la renuncia a valoraciones y hemos expuesto esta noción de
modo tal que ella resulta ser lo mismo que la de una esfera cuyo
carácter constitutivo es que en ella no es imprescindible consenso
alguno. Tal noción es también idéntica con la de un ámbito o esfera
en que ningún contenido, ningún «algo», ninguna cosa, es
vinculante, o, dicho de otra manera, en que nada de aquello que uso
o empleo o de lo que me sirvo, en definitiva nada de lo que de un
modo u otro constituye mi vida, nada de lo «mío», es
irremisiblemente mío. Con rara unanimidad, nuestra común manera
de hablar, la moderna precisamente, confirma ese rasgo, pues llama
«mío» y «propio», a saber, «propiedad mía» y «de mi propiedad»,
precisamente a aquello y sólo a aquello que puedo enajenar. El uso
lingüístico no formula otra cosa que lo que es la práctica obvia: de
una cosa cuyo pleno e irrestricto uso tengo incondicionalmente
garantizado de por vida, no por eso digo que es «mía»; esto último
sólo ocurre cuando puedo enajenar esa cosa; es la alienabilidad lo
que constituye la propiedad.
Es manifiesto que la alienabilidad de la que estamos hablando
no significa la posibilidad de simplemente desprenderse de manera
gratuita de la cosa, pues esto mantendría en pie aquella condición, a
saber, la dependencia con respecto a la articularidad de la cosa, por
cuya negación se ha definido la alienabilidad; seguiríamos, en efecto,
vinculados a tener o esa cosa o nada. Por el contrario, lo que la
alienabilidad significa es un «tener» tal que tener una cosa es poder
tener en vez de esa cosa otra, y no otra de un tipo determinado, lo
cual haría reaparecer la vinculación, sino otra en general, es decir, en
principio de cualquier tipo. Así pues, la esfera de la que estamos
hablando implica que en principio cualquier cosa sea cambiable por
otra cosa de en principio cualquier otro tipo. Como ilustración de
que esto es una implicación relevante empleamos el hecho de que,
en cualquier ámbito histórico anterior a la modernidad, el cambio de
unas cosas por otras puede, ciertamente, tener una gran importancia,
pero alcanza siempre a conjuntos definidos de tipos de cosas. El que
la cambiabilidad tenga carácter tendencialmente general puede
detectarse sólo en la modernidad, y aun aquí, desde luego, no en el
sentido de que de hecho cualquier cosa se cambie por cualquier otro
tipo de cosa, sino en el de que, por así decir, la carga de la prueba
recae sobre la no cambiabilidad, lo cual reconoce ilustrativamente en
su lenguaje cotidiano quien, para elevar algo, dice que es
«inalienable», pues con eso da por hecho que la alienabilidad es lo
obvio. Con todo, lo más importante en este asunto es percibir que,
cuando hablamos de si la cambiabilidad es o no general, lo que está
en juego no es el que ella alcance a más o menos cosas, sino de qué
estamos hablando incluso a propósito de cada cosa, pues, si no toda
cosa es en principio cambiable, entonces ninguna cosa es cambiable
contra en principio cualquier otro tipo de cosa, es decir, cada cosa
mantiene su particularidad vinculante. Así pues, si adoptamos un
término para designar la cosa en cuanto lo que «se tiene» en el
peculiar «tener» que precisamente ahora estamos tratando de definir,
habremos de reservar el término —sea «mercancía»— para la cosa
en cuanto que es cambiable por en principio cualquier otro tipo de
cosa, lo cual exigirá que sólo hablemos de mercancía cuando la
situación a la que nos refiramos sea aquella en la que en principio
cualquier tipo de cosa es alienable, o sea, aquella en la que la
alienabilidad es lo obvio; o, dicho de otra manera, el significado del
término comporta que sólo hay mercancía si las cosas en general son
mercancías.
Nótese que acabamos de adoptar el término «mercancía» con
un significado más exigente que el que habitualmente tiene en la
historiografía. Por de pronto exige más para considerar como
mercancía alguna cosa (a saber, que sea cambiable por en principio
cualquier otro tipo de cosa), pero más grave aún es que de esto se
sigue un cambio en la propia naturaleza lógica del concepto en
cuestión, pues ahora ya no puede tratarse de un carácter de unas
cosas frente a otras, sino sólo de un carácter que pueden tener o no
tener las cosas en su conjunto (ninguna cosa, en efecto, puede ser
cambiable contra en principio cualquier otro tipo de cosa si no
ocurre que cualquier tipo de cosa está en ese mismo caso). Que no
se trata sólo de una opción técnica en materia de terminología, sino
de alguna cuestión de fondo, viene demostrado por el hecho de que,
entendiendo por «mercancía» lo que hemos decidido entender, y no
en cambio entendiendo algo más laxo, resulta por completo
consistente cierta argumentación clásica que a continuación vamos a
recordar sólo en algún aspecto.
Las diversas posibles contrapartidas de una cosa en el cambio,
en principio infinitas y cada una de ellas, por separado, accidental,
son a la vez contrapartidas posibles unas para las otras, y ello de tal
manera que, si en efecto el sistema del intercambio de mercancías
está funcionando de manera general, entonces necesariamente entre
las proporciones cuantitativas en que se realizan unos y otros
cambios (el cambio de A por B, el de B por C, el de C por A, etc.)
opera una condición de estricta coherencia (la cantidad de C y la de
B que se cambian por una misma cantidad de A se cambian a su vez
entre sí); esto no quiere decir que tal condición se cumpla en cada
acto particular de cambio, interpretación tautológicamente excluida
por el hecho de que «acto particular» quiere decir acto
contingentemente determinado; lo que para el acto particular
significa la indicada condición es sólo que desde el conjunto del
sistema puede tener sentido afirmar que en tal o cual acto particular
alguien ha hecho un mal negocio y otro se ha aprovechado; en todo
caso, la condición en cuestión significa que a la red de relaciones de
contrapartida en el cambio subyace una cierta determinación
objetiva; una de las posibles maneras de decir esto consiste en decir
que las diferentes contrapartidas en el cambio de una misma cosa,
diferentes cantidades de diferentes clases cualitativas de cosas, son
en cierto respecto diferentes «expresiones» de una misma común
«substancia»; ventaja de este modo de decir es que él obliga a añadir
de inmediato que eso «común» no puede ser propiedad física o
«natural» alguna de las cosas ni, por lo tanto, magnitud física alguna;
lo cual, además de hacernos notar que hemos entrado en el terreno
de una, digamos, «objetividad no física», nos conduce también a
reconocer que, para poder funcionar de manera general, el
intercambio de las mercancías habrá de efectuarse de tal manera que
en efecto «exprese» la mencionada «substancia», ya que ésta no es
una cosa más, que pudiese ella misma aparecer por su parte, sino
que solamente se expresa en el intercambio de las mercancías. Tal
expresión no se cumple por el mero hecho de que cada cosa
(mercancía) tenga una contrapartida en cada una de las demás clases
cualitativas de cosas, esto es, por el hecho de que ocurra algo así
como que para cada cosa esté determinada una matriz o tabla, en
principio infinita, de las cantidades de otras cosas que son
contrapartida de cierta cantidad de esa cosa; no basta esto, pues de
esa manera las matrices correspondientes a dos cosas de distinta
clase cualitativa siempre seguirían difiriendo cualitativamente (la
correspondiente a A contendría B, C, D, etc., la correspondiente a B
contendría A, C, D, etc., y así sucesivamente); la única manera de
que en efecto las relaciones de cambio expresen lo «común» es que
no se iguale directamente una cantidad de una mercancía con
cantidades de todas las demás, sino que las cantidades de
cualesquiera mercancías se igualen con cantidades de una sola y
siempre la misma mercancía; lo cual implica que cierta mercancía
queda, por así decir, seleccionada, segregada y situada aparte; el
carácter que con ello adquiere esa mercancía se designa aquí con el
término técnico «dinero»; tal carácter tiene determinadas
consecuencias sobre la propia circulación material de la mercancía
así seleccionada, pues la cantidad de dinero que tiene que estar
circulando para que el intercambio de mercancías funcione está
determinada por datos del propio intercambio de mercancías, de
manera que puede no hacer falta que la mercancía seleccionada
como dinero esté materialmente presente, a condición de que
alguien «creíble» se comprometa a que los signos que la substituyan
existan precisamente en la cantidad requerida, de donde se sigue que
incluso el concepto de «la cantidad requerida» es relativo, pues, si
asumimos que esa cantidad es n y circulan signos por la cantidad m,
lo que ocurre es que cada signo ve multiplicadas por n/m sus
contrapartidas en cualesquiera mercancías.
Lo que ahora nos interesa destacar es que hasta aquí, desde
que hemos empezado a hablar de propiedad y de mercancía, nos
hemos estado moviendo en dos planos distintos; era necesario
hacerlo así por las mismas razones expositivas que ahora nos
conducirán a distinguirlos de manera expresa. Por una parte hemos
descrito un sistema que simplemente funciona, o, para ser más
exactos, hemos esbozado un intento nuestro de describir ese
sistema, a saber: el que las cosas son mercancías y todo lo que de ahí
se sigue (la «objetividad no física»). Por otra parte hemos hablado de
cómo las cosas se entienden en determinado ámbito o esfera, por
ejemplo: de qué quiere decir «mío» o «de Fulano», de la «propiedad».
La diferencia entre ambos planos puede ser ilustrada por la
contraposición que ahora vamos a establecer entre los respectivos
estatutos de dos conceptos que hemos empleado: el sistema aludido,
para funcionar, no necesita tener el concepto que nosotros hemos
designado con la palabra «mercancía» (del cual resultó ser
inseparable una «objetividad no física», etc.), sino que basta con que
cada uno para procurarse lo que necesita haya de vender lo que
tiene; diferente es la situación por lo que se refiere al concepto
«propiedad», pues, si bien la exégesis filosófica del concepto no es
necesaria para la marcha del sistema, lo es sin duda alguna el que
haya claridad de ideas acerca de lo que hemos significado con las
expresiones «mío», etc., aunque sólo sea —de momento— porque,
para que las mercancías se intercambien, tiene que estar claro quién
es el propietario inicial de cada una de ellas y qué carácter adquiere
el propietario resultante. La importancia que para todo nuestro
asunto tiene el juego de los dos planos se percibe ya si observamos,
en lo mismo hasta aquí expuesto, el modo en que, sin que nos lo
hubiésemos propuesto, ese juego ha empezado ya a jugarse.
Habíamos empezado, en efecto, con el concepto de propiedad,
pieza importante de uno de los planos; nuestra exégesis de ese
concepto nos llevó de ese plano al otro, esto es, al concepto de
mercancía en el concreto sentido que le dimos y con el desarrollo
subsiguientemente esbozado; pero en ese mismo desarrollo está
también la abocación al viaje de vuelta en el que la conexión entre
los dos planos adquiere nuevas precisiones; pues en el mismo
esbozo de descripción del sistema de la mercancía estaba, allí donde
dijimos que cierta «substancia» se «expresa en ... », ni más ni menos
que la distinción entre los dos planos. Aquella relación de
«expresión» no es sino la relación entre los dos planos; entre, por
una parte, el propio sistema o la propia «objetividad no física» cuya
posible descripción se estaba tratando allí de esbozar y, por otra
parte, cómo se tienen que ver las cosas dentro del propio
funcionamiento del sistema; si se quiere decirlo así: cómo lo vemos
(cómo vemos ello) nosotros y cómo ve ello mismo; sólo que nunca
sabremos quién somos «nosotros». Cuando decíamos que la
«substancia» no comparece como tal, sino que «se expresa en», no
estábamos diciendo sino lo mismo que luego hemos recordado al
decir que el funcionamiento del sistema de la mercancía no
comporta actuación alguna del concepto de mercancía (en el sentido
que nosotros le hemos dado) y sí en cambio de otro tipo de
conceptos que hasta aquí en nuestra exposición ha aparecido
representado por el concepto de propiedad. Y nótese bien que fue
este concepto, el de propiedad, y no el que hemos empleado de
mercancía, el que apareció como representante de la esfera de
derecho, leyes y Estado. Si hemos de situar esa esfera en relación
con la distinción de los dos planos, diríamos que es «cómo ve ello
mismo»; lo cual no tiene nada que ver con «apariencia», o al menos
no en sentido alguno de esta palabra que pudiera aproximarse a
«falacia» o «error», pues no se está pensando que haya algún otro
sentido de «verdad» que esa presencia; muy al contrario, si
«nosotros» establecemos cierta distancia, es sólo para poder
entender eso mismo con respecto a lo cual establecemos esa
distancia, en ningún modo para contraponerle una «verdad»; el
mencionado no saber quién somos «nosotros» significa que no
portamos ningún otro estatuto, que la distancia no es que nos
situemos en ninguna otra parte.
Lo que en la exposición precedente ha aparecido como cierta
«objetividad no física», o como el sistema de las cosas en cuanto
mercancías, tiene en toda una brillante y muy plural tradición a todo
lo largo de la Edad Moderna un nombre: es «la sociedad civil». En la
dualidad de planos que hemos considerado hace un momento, la
sociedad civil es lo que ha aparecido como el plano constituido por
la «objetividad no física», por el sistema de cosas como
mercancías. Según lo que hemos expuesto, esto quiere decir que la
sociedad civil simplemente existe, o simplemente funciona;
considerada sólo como sociedad civil, no comporta ella misma
conceptos o ideas o formas, o, si se quiere decirlo así, no «piensa» ni
«dice», simplemente es; ello en el sentido de que, en cuanto que
«piensa» o «dice», en cuanto que comporta concepto o se traduce en
idea o forma, ya no es la sociedad civil, sino el Estado, el derecho y
las leyes.
La propiedad apareció aquí como concepto representativo de
la esfera que no es la sociedad civil, sino el derecho. Como todo
cuanto pertenece a la esfera del derecho, el concepto de propiedad
expresa el funcionamiento de la sociedad civil, y no es sociedad civil,
precisamente porque lo expresa, es decir, porque es concepto, idea o
forma. Por otra parte, en cuanto elemento constitutivo de la esfera
del derecho, el concepto de propiedad significa sólo lo siguiente:
primero, que tiene que estar siempre unívocamente determinado
quién «tiene» cada cosa, es decir, quién está legitimado para venderla;
y, segundo, que esa determinación tiene que producirse según reglas
y condiciones que sean las mismas para todos. Esta segunda
condición no es específica del derecho de propiedad, sino que es la
noción de derecho en general, tal como al comienzo la hemos
establecido: en efecto, si, como dijimos, la esfera de Estado, derecho
y leyes está constituida por la renuncia a enjuiciamientos
«intrínsecos» reclamada por la incompatibilidad entre tales
enjuiciamientos y el poder coactivo, si, por lo tanto, no cabe en tal
esfera plantear qué conductas son «de suyo» aceptables o
reprobables, entonces lo único que queda es dejar que cada uno
haga lo que hiciere, y esto está muy lejos de ser el vacío o la ausencia
de norma, pues es que cada uno, no sólo uno y los demás no, pueda
hacer eso, es decir, establece que yo he de poder hacer todo aquello
tal y bajo condiciones tales que ello sea compatible con que
cualquier otro bajo las mismas condiciones pueda también hacer eso
mismo si quiere; eso es mi derecho, y la fórmula es, como acaba de
verse, consecuencia meramente lógica del principio de abstención de
enjuiciamiento de las conductas en sí mismas: esa fórmula expresa,
pues, mi derecho, en materia de propiedad como en cualquier otra,
y, por lo tanto, el que en la definición del derecho de propiedad haya
aparecido eso de que la determinación se produzca según reglas
universales es sinónimo de que se trate de derecho.
Debo volver ahora por unos momentos al plano de la
sociedad civil y esbozar los pasos que faltan de aquella
argumentación clásica de la que dije que es concluyente si y sólo si el
concepto de mercancía se asume en la versión —más estricta de lo
habitual— que antes señalé. Se trata de penetrar un poco más en el
carácter de aquella determinación «objetiva», de «objetividad no
física», de aquella «substancia», que, según veíamos, ha de regir las
proporciones en la relación de cambio entre las mercancías, o sea,
entre las cosas; mercancías, en efecto, son -decíamos- las cosas en
general. Pues bien, cosa es aquello con lo que de un modo u otro
podemos tratar, y eso incluye siempre alguna mediación; toda cosa
es en este sentido un pro-ducto, por muy elemental que sea la
operación necesaria para pro-ducirla. Lo que llamamos la sociedad
civil comporta una reducción de todas estas mediaciones a una
especie de medida común, como podemos ilustrar del siguiente
modo: si he dedicado, pongamos que cuarenta horas, a producir
ciertas cosas y en un proceso de cambio sin trabas la contrapartida
que se encuentra para esas cosas es en todo caso algo que en ese
momento se produce por término medio en veinte horas, lo que eso
significa es que, de las cuarenta horas de operación mías, sólo veinte
son horas de operación de la sociedad civil o, si se prefiere decirlo
así, de mí en cuanto miembro de la sociedad civil; este es el
significado tanto si lo ocurrido se debe a que mi tecnología es
obsoleta como si es debido a que el interés por las cosas que yo he
producido no justifica las horas de dedicación, ya sea en el sentido
de que en conjunto se han producido demasiadas cosas del tipo de
las que yo intento vender o simplemente en el de que esas cosas no
interesan tanto como para dedicarles tantas horas; en cualquiera de
esos casos el significado es siempre el mismo, a saber, que sólo son
horas de operación de un miembro de la sociedad civil las que lo
son de un miembro cualquiera de ella; las otras veinte son, por así
decir, singularmente e irreductiblemente mías y, por lo tanto, no de
mí como miembro de la sociedad civil, es decir, desde el punto de
vista de la sociedad civil sencillamente no son. La así definida
operación-mediadora-reducida-a-una-medida-común es la magnitud
común de la cual las cantidades encarnadas en una y otra mercancías
rigen las proporciones del cambio entre las mercancías. No es
casualidad el que haya sido precisamente en el momento de exponer
esa reducción cuando hayamos visto obligados a empezar a hablar
de cantidades de tiempo; pues se trata de la misma transformación
en la que constituye la magnitud universal «tiempo», es decir, en la
que diversos intervalos, diversos «de... a ...», quedan traducidos a
cortes meramente advenidos sobre la base de un continuo, de un
único, uniforme y en tal sentido «infinito» tiempo. En todo caso ha
quedado señalada la magnitud común postulada por la «objetividad»
de las proporciones del cambio entre las mercancías; de esa
magnitud común habíamos dicho ya antes que no comparece ella
misma como una cosa, sino que se «expresa» en las relaciones de
cambio entre las cosas. Habíamos visto también por qué todo ello
comporta necesariamente que el conjunto de las mercancías, por así
decir, haya segregado de sí una y sólo una mercancía con el carácter
que allí se designó mediante el término técnico «dinero». La
entonces deducida esencialidad del dinero a la sociedad civil significa
que el movimiento de ésta ha de poder verse no sólo como un
proceso en el cual se pone una mercancía y, a través de la
contrapartida en dinero, se obtiene otra mercancía, es decir, no sólo
como el ciclo de la mercancía, sino también como el ciclo del dinero
mismo: entra dinero y sale dinero, pero entonces el cambio ya no
puede entenderse por la diferencia cualitativa entre el estado inicial y
el final, pues la diferencia entre dinero y dinero sólo puede ser
cuantitativa; ahora bien, para que haya una diferencia cuantitativa
tienen que no haber mediado solamente cambios, pues éstos, como
se ha visto, están regidos por la constancia de la magnitud
substancia. Ahora bien, aparte de cambio, lo único que puede
hacerse con una mercancía es usar de ella como cosa, y, si ese uso ha
de comportar diferencias cuantitativas en la magnitud substancia, es
preciso que cierta mercancía sea no otra cosa que la capacidad de
ejercer aquella operación mediadora o pro-ductiva computable en
todo o en parte como la operación de un miembro cualquiera de la
sociedad civil; en otras palabras: es preciso que uno pueda poner
como mercancía («vender») su propia capacidad pro-ductiva. Se
vende la capacidad, la «fuerza de trabajo»; la contrapartida de ésta en
dinero está determinada, de acuerdo con todo lo dicho, por el
tiempo de operación, computable como operación de un miembro
cualquiera de la sociedad civil, que es necesario para producir los
bienes cuyo consumo mantiene la capacidad en cuestión; quien
compra la fuerza de trabajo paga la contrapartida en dinero así
determinada, y, por haber efectuado tal compra, se apropia el
producto del ejercicio de la capacidad que ha comprado, producto
que a su vez tiene una contrapartida en dinero, la cual está
determinada, también según todo lo dicho, por un cómputo
completamente distinto del anterior, a saber, por el de la operación
productiva de la fuerza de trabajo comprada en la medida en que
dicha operación sea computable como de un miembro cualquiera de
la sociedad civil. Puesto que los dos cómputos son por definición
diferentes, la posibilidad de una diferencia cuantitativa ha quedado
establecida. Con ello se ha salvado la consistencia interna del
concepto de la sociedad civil, para lo cual ha sido necesario admitir
que a la sociedad civil es inherente el que uno pueda poner como
mercancía, esto es, «vender», su propia fuerza de trabajo.
Lo que más propiamente importa aquí de la argumentación
inmediatamente precedente es que con ella hemos atado cabos a la
vez e inseparablemente en uno y otro de los dos planos que antes
habíamos distinguido y que seguirnos distinguiendo, a saber, el de la
sociedad civil misma y el del derecho, las leyes y el Estado. Por una
parte, tal como acabamos de ver, se ha resuelto un problema que
afectaba a la consistencia del concepto de la sociedad civil. Por la
otra parte debe recordarse que habíamos insistido en la conexión
que las nociones de derecho y Estado, como constituidas por la
abstención de valoraciones y la no obligatoriedad de consenso
alguno, tienen con la ausencia de carácter vinculante por parte de
cualesquiera contenidos; lo cual se concretó en la tesis de que nada
de lo mío es irremisiblemente mío, hasta tal punto que el carácter de
mío o de «propio» resulta ser idéntico con el de enajenable. Sólo
ahora hemos hecho justicia a cierta implicación que aquellas tesis
iniciales tienen, pues, en efecto, contenidos muy diversos, incluso de
cosas «externas», serían inseparables de mí e irremisiblemente míos
si por de pronto mis capacidades de operación de algún tipo lo
fuesen; era preciso, pues, que, con todas las probablemente infinitas
dificultades que ello comporta, aun mis propias capacidades de
cualquier índole resulten ser, todas ellas, separables de «mí»,
enajenables. Y esto es lo que ha ocurrido.
Es tiempo ya de acercarse a una terminación. Establecimos un
concepto de legitimidad que, paradójicamente, pero de manera
defendible, estribaba precisamente en la abstención frente a la
cuestión de legitimidad referida a las conductas. Un concepto según
el cual la legitimidad en la esfera así definida consiste en la efectiva
abstención de valoraciones o enjuiciamientos, abstención que es
sinónima de que cada uno haya de poder hacer todo aquello tal o
bajo condiciones tales que el hecho de que él lo haga no sea
incompatible conque cualquier otro bajo las mismas condiciones
pueda también, si quiere, hacer eso mismo. Defendimos que al
menos es posible sostener que la esfera a la que se refiere este
concepto de legitimidad, o, mejor, la definida por él, es en efecto la
esfera, específicamente moderna, Estado-derecho-leyes. Lo que
ahora nos interesa destacar es que el concepto en cuestión es tanto
el de la legitimidad que el Estado pretende como, a la vez e
inseparablemente, el de la legitimidad desde la cual se cuestiona o
critica o descalifica al Estado. Si, como ciertamente ocurre, aunque
los detalles no podamos desarrollarlos aquí por razones de extensión
de esta intervención, el concepto de legitimidad presentado genera
lógicamente un sistema de condiciones (de hecho genera el sistema
de las garantías y las libertades en su forma más nítida), y si el
principio mismo, el de la abstención de valoraciones o ausencia de
contenidos vinculantes, no es otro que el de que para vivir no se esté
obligado a estar de acuerdo en nada, entonces parece difícil que la
crítica pueda ejercerse desde fuera, desde un principio alternativo
frente a ese, pues ello sería tanto como que alguien pretendiese que
él, ese mismo alguien, sí aporta unos contenidos vinculantes cuya
imposición se atrevería a ejecutar o, cuando menos, a aconsejar. En
cambio, lo que sí cabe, y lo que constituye el nervio de la crítica, es
observar cómo precisamente aquella formación o estructura que
proyecta como concepto de la legitimidad el de la ausencia de
vínculos y
que no puede funcionar sin ese concepto, a la vez tampoco puede
funcionar sin fabricar siempre de nuevo unos u otros vínculos
supuestamente dados, en nombre de los cuales, antes o después, se
viola el conjunto de condiciones a la vez reconocido como el
concepto de la legitimidad (se viola el sistema de las garantías y las
libertades). Efectuar esta observación comporta un análisis de muy
amplio alcance. Aquí me limitaré a decir que lo que ese análisis
pondría de manifiesto no estaría lejos de lo que dice cierta fórmula
con alguna solera en la historia del pensamiento, a saber: que la
nihilidad tiene a toda costa que evitar reconocerse, tiene que fabricar
siempre de nuevo algo a lo que agarrarse, y ello porque justamente el
reconocimiento de la nihilidad sería lo único no nihílico.
ESTADO Y PÓLIS

Desde el comienzo de la anterior intervención he querido dejar


claro, bien que de manera meramente previa y sin prejuzgar sobre
los problemas que ello pueda plantear, que las categorías del Estado
y de lo político son constitutivas de un ámbito histórico al que
hemos llamado la modernidad o la Edad Moderna. Esta precaución
puede ser entendida en varios niveles. En primer lugar sencillamente
como el mandato de sobriedad de no dar por supuesta sin más la
aplicabilidad de ciertas categorías. Este mandato, por otra parte,
puede haber adquirido entre tanto un significado nuevo, pues
incluso nuestra inmediata y obvia comprensión de él, a saber, como
la duda de la aplicabilidad a (o más allá de) unos u otros segmentos
del tiempo o partes del espacio, puede haber quedado ella misma
bajo duda, ya que tanto la eventual respuesta afirmativa como la
negativa parecen suponer la noción del continuo uniforme «tiempo»,
o «espacio-tiempo», sobre el cual acaecerían estos o aquellos hechos,
es decir, estas o aquellas delimitaciones, y entre tanto ha asomado en
nuestra exposición el que la noción misma, o el fenómeno mismo,
de ese continuo pudiera no ser nada previo y neutro con
respecto a la cuestión que venimos examinando, sino, por el
contrario, algo conectado de alguna manera -por analizar quizá en
otro contexto- con todo el complejo que ha ido apareciendo bajo los
nombres de «sociedad civil», «modernidad» y, en definitiva, también
«Estado» y «derecho» en el sentido que estas palabras tienen en
nuestra exposición. Al menos de entrada, la duda sobre la noción
misma del continuo refuerza los efectos de la duda sobre la universal
aplicabilidad de las categorías, pues es la noción del continuo la que
reduce esta última duda a un problema de diferencias entre
segmentos o regiones y nos legítima en principio para deslizarnos
«mentalmente» en una y otra dirección hasta uno y otro punto, a lo
cual está ligada la legitimidad de la pregunta misma sobre la
aplicabilidad de las categorías más allá y más allá de más allá.
Lo dicho aparta desde luego del empleo de fenómenos
situados fuera del ámbito «modernidad» para ilustrar ciertos
conceptos, pero más decididamente aún aparta de cualquier
consideración de tales fenómenos como sugeridores de alguna
eventual alternativa; es benévolo decir que ese tipo de consideración
no tiene sentido, porque, si bien es cierto que no lo tiene, puesto
que es un discurso categorialmente ilegítimo, ello no le impide tener
una función o papel, a saber, el de falacia generadora de excusas en
la dirección que ya hemos expuesto del intento tan continuado
como desesperado de eludir el reconocimiento de la nihilidad.
Puede preguntarse entonces qué justificación tiene en general
una posible referencia a otras partes, a algo no «moderno». Por de
pronto, tiene la que deriva de que nada puede ser conocido ni
entendido si no es por algún tipo de contraste o contraposición;
conocimiento y contraste que en este caso se refieren a las categorías
mismas empleadas. Pero cabe que no sea esta la única justificación, y
que la alteridad, por lo que se refiere a algún cierto «otro», no lo sea
sólo como posible contraste observable por alguien que compare,
sino que tenga que ver con la propia constitución y definición de lo
«moderno», en el sentido de que en la ausencia de carácter
vinculante de los contenidos, en la descrita vaciedad y nihilidad, etc.,
lo que funciona como principio a su vez no pueda ser entendido ni
descrito de otro modo que como un resultado. Veremos si esto
ocurre con el carácter no vinculante de los contenidos, el derecho, el
Estado y la sociedad civil.
Que el mencionado carácter no vinculante de las cosas o de
los contenidos, el subsiguiente concepto de propiedad, etc., hayan
aparecido ligados a la noción de «mercancía» requirió que en su
momento (intervención anterior) diésemos a esta noción un sentido
más fuerte que el que habitualmente tiene en la historiografía. Nos
vimos, en efecto, conducidos a entender por mercancía aquello que
es cambiable contra en principio cualquier otro tipo de cosa,
significando ese «en principio» el que es en su caso la no
cambiabilidad lo que requiere fundamentación y es la cambiabilidad,
en cambio, lo que se presume. Punto clave es que el carácter de
mercancía así entendido, para ser carácter de alguna cosa, tiene que
serlo de todas, pues ninguna cosa es cambiable en principio contra
cualquier otro tipo de cosa si no ocurre que cualquier tipo de cosa
(y, por lo tanto, cualquier cosa) sea en principio cambiable. De la
mercancía así entendida se sigue toda la estructura que hemos
llamado «sociedad civil», expresión en cuyo lugar podemos poner
también «sociedad moderna». La cambiabilidad de cada cosa por en
principio cualquier otro tipo de cosa comporta la condición de
«desvinculado» propia de cada participante en el cambio, de cada
«uno»., condición que, al ser la de desvinculado con respecto a
cualquier contenido, a cualquier cosa, es también la disolución de
cualquier «comunidad», pues no podría haber comunidad sin
contenidos que de algún modo vinculen, o, dicho de otra manera, en
el cambio las partes se enfrentan como independientes la una de la
otra y, si el fondo sobre el cual tiene lugar el
cambio es el de que en principio cualquier cosa es cambiable contra
en principio cualquier otro tipo de cosa, entonces cualesquiera
partes en cada acto de cambio se enfrentan como totalmente
independientes entre sí, como no vinculadas por nada la una a la
otra. La sociedad civil es, pues, la negación de cualquier comunidad,
y, correspondientemente, el derecho y el Estado son la cuestión de
cómo es posible no tener que comulgar en nada con nadie.
Tratemos ahora de pensar -sin prejuzgar a qué podríamos
referirnos con ello- una situación en la que haya cierta comunidad;
esto comporta que hay algún tipo de cosas o contenidos vinculantes
y que, en cambio, no hay el estatuto de mercancía ni la sociedad civil
ni el derecho ni el Estado. Puede haber, ciertamente, intercambio,
incluso ordinario y habitual, pero no podremos llamarlo «de
mercancías» sino simplemente de cosas, ya que, por la definición
misma que hemos dado de la situación a pensar, no cualquier cosa
es, ni siquiera en principio, cambiable, y, por lo tanto, ninguna cosa
es cambiable contra en principio cualquier otro tipo de cosa. Puesto
qúe hay intercambio ordinario y habitual, pero no mercancía en
sentido estricto, puede haber algo que sea al dinero (en el sentido
técnico dado a la palabra «dinero» en mi intervención precedente) lo
que las cosas habitualmente cambiadas son a la mercancía, esto es,
puede haber un tipo de cosa que por sus cualidades físicas se preste
a la función de intermediario en el cambio y de la que incluso se
produzcan para esa función piezas cuyo peso esté garantizado por
un cuño. Pues bien, una situación de estas características puede
pensarse por de pronto de dos maneras, sin que la distinción entre
ellas esté necesariamente relacionada con que el repertorio de cosas
que se cambian o la cantidad de lo intercambiado sean mayores o
menores. Definiremos la distinción que nos interesa del siguiente
modo: puesto que en cualquier caso hay comunidad, la diferencia
relevante será la de si básicamente el cambio se realiza entre
comunidades o, por el contrario, en el interior de una comunidad.
Dado que esto es sólo una contraposición de modelos a efectos
expositivos, no hace falta dar mayor contenido a ese «básicamente»;
no es imprescindible que sea cuantitativo. Pues bien, el significado
del cambio para la problemática que aquí interesa es por completo
distinto según que se trate de un modelo o del otro, como vamos a
ver.
A mediados del siglo V a. C. motivos de los que luego
hablaremos llevaron a un griego extremadamente lúcido, Heródoto
de Halicarnaso, a poner a la vista e incluso por escrito sus
averiguaciones, las cuales ciertamente lo son sobre «lo acontecido»,
pero de manera que bajo tal denominación no entiende Heródoto
cualquier conjunto de cosas acaecidas, sino precisamente una
cuestión y disputa cuyos términos son lo que él llama «los griegos» y
«los bárbaros». Eso de «las averiguaciones» en griego se llama la
historía (en Heródoto en la forma historíe), y ocurre que la manera que
Heródoto y algún otro tienen de desarrollar su tarea los lleva a
contar muchas historias, lo cual ha provocado que, muy
posteriormente, sobre historía se formase nuestra palabra «historia»
con el significado que para nosotros tiene, y también que a
Heródoto y a algún otro se les adjudicase, mucho tiempo después, el
anacrónico título de «historiadores». Precisando algo más, la historía
griega es la actividad o actitud del hístor el cual es aquel que es capaz
de «ver», es decir, aquel que, perteneciendo a la cosa, estando
dentro, a la vez es capaz de una distancia (de un «de fuera») que no
consiste en estar en otra parte alguna, sino que es sólo la distancia
que hay en la posibilidad misma del «ver»; Heródoto está dentro de
eso que él mismo designa como la cuestión de «los griegos» y «los
bárbaros», porque él mismo es un griego. Uno de los bárbaros a los
que Heródoto rinde honores es el rey persa Ciro; y, cuando por
primera vez Ciro, en la obra de Heródoto, se encuentra ante algo así
como una posible amenaza procedente de una comunidad griega,
entonces lo que el griego Heródoto pone en boca del bárbaro Ciro,
es decir, las palabras que para el hístor griego expresan cómo un
bárbaro digno de todo respeto percibe la cosa griega, son: «Ningún
miedo tengo de hombres de los cuales es carácter el que el centro de
sus ciudades está constituido por un espacio vacío al que acuden
para intentar bajo juramento engañarse unos a otros». Heródoto
aclara a continuación que Ciro dice eso refiriéndose a todos los
griegos, que el espacio vacío en el medio es el ágora y que el
engañarse unos a otros es el comprar y vender. En las palabras que
Heródoto pone en boca de Ciro hay por de pronto dos aspectos a
considerar: primero, que el intercambio de cosas dentro de la
comunidad es presentado como un rasgo característico de los
griegos, lo cual -insistimos a este respecto en lo ya dicho- no quiere
decir que los griegos ejerciesen más intercambio que otros, sino sólo
que entre ellos tenía mayor peso relativo aquel intercambio en el que
las partes eran miembros de una misma comunidad; y, segundo, que
un bárbaro sensato y capaz, como es Ciro, no puede entender eso de
otra manera que como debilidad interna y falta de cohesión en la
comunidad; una comunidad así, piensa Ciro, no puede ser sólida.
Esto nos devuelve al problema de la diferencia entre los dos
modelos de cambio en relación con una comunidad. El cambio,
puesto que lo es en cualquier caso entre partes, significa el
reconocimiento de una distancia, de un espacio en el sentido de la
palabra latina spatium, es decir, distancia o trecho o «entre». Ahora
bien, si el cambio lo es entre comunidades, ese reconocimiento es
trivial, pues, por definición, el contacto entre una comunidad y otra
es externo y, por lo tanto, la contraposición, el «entre», no es lo que
en todo caso y en todo está operando, el juego que en todo caso ya
se está jugando, sino, por el contrario, algo que sólo
circunstancialmente tiene que ver con el juego. Bien distinta es la
situación cuando el cambio tiene lugar en el interior de una
comunidad; en tal caso el reconocimiento de una distancia o de un
«entre» no tiene nada de trivial, es, por el contrario, asunto grave,
porque aquí el cambio hace relevante una relación, y por ende una
distancia, una contraposición, que siempre está ya operando y a la
que, por eso mismo, quizá es inherente pasar inadvertida, no ser
señalada; aquí la sistematización del cambio tiene algo de la
insolencia de pretender hacer relevante el suelo sobre el que siempre
se está ya pisando o el juego que siempre se está ya jugando, de
querer mencionar aquello que está supuesto en toda mención.
Hemos asumido, para ambos modelos, que hay comunidad; hay,
pues, dos posibilidades: o bien la comunidad misma no se hace
relevante en manera alguna, permanece opaca, pero entonces en
cierta
manera puede decirse que no la hay, que no tiene lugar, puesto que
en ningún modo se hace manifiesta, y esta era la situación en el
modelo del cambio entre comunidades; o bien la comunidad no se
ve en situación de conformarse con su propia opacidad, los
vínculos, esto es, las contraposiciones, siempre ya supuestos se ven
forzados a decirse, a hacerse relevantes, y entonces la comunidad
ciertamente tiene lugar, ciertamente la hay, pero está por ver si
también entonces y por eso mismo lo que ocurre no es que la
comunidad revienta. Lo que hemos dicho del cambio es
evidentemente sólo un aspecto de la cuestión, la cual afecta en
verdad a todo; esa pretensión de decirse por parte de lo siempre ya
supuesto, de que el juego que en todo caso se está ya jugando se
vuelva relevante, es ni más ni menos que aquel acontecer que
legítimamente podemos designar en su conjunto con la palabra pólis.
El ágora es ciertamente el lugar en el que se intercambian cosas,
pero lo es porque ante todo es en general el lugar de reunión, o, para
ser más exactos, la reunión o asamblea misma; esto es lo que
significa agorá; y, si esa palabra es en efecto el nombre para el
«espacio vacío en el medio» cuya mención Heródoto pone en boca
de Ciro, ello ciertamente tiene que ver con que allí se reunían, pero
la conexión semántica no es tan lisa, sino que en el fondo de todo
ello está el reunir como tal: reunir es a la vez separar, no sólo en el
sentido de que reunir ciertas cosas con ciertas otras es a la vez
separar unas y otras de algunas terceras, sino también en el de que
sólo se reúnen cosas unas con otras en cuanto que a la vez se las
mantiene como distintas unas de otras; de la misma manera, separar
es reunir, pues sólo pueden ser distintos si lo uno es por lo mismo
que lo otro es; el día es día por lo mismo que la noche es noche, el
invierno es invierno por lo mismo que el verano es verano, estamos
vivos porque morimos, el dios es dios por lo mismo que el hombre
es hombre, el cielo es cielo por lo mismo que la tierra es tierra, yo
soy yo porque tú eres tú, el amigo es amigo porque el enemigo es
enemigo; lo siempre ya supuesto es el «lo mismo» de que esto es
esto por lo mismo que aquello es aquello, y tal «lo mismo» no es
sino la reunión que es a la vez contraposición; todo es en virtud del
«espacio vacío en el medio»; el ágora de las ciudades griegas es la
insolente pretensión en la que lo siempre ya supuesto, el juego que
siempre ya se está jugando, aspira a hacerse él mismo relevante. Ciro
no puede entender esa pretensión de otro modo que como
reventamiento y disolución; Ciro representa, en esa composición
cuyo autor es Heródoto, el que a lo siempre ya supuesto le pertenece
precisamente ese carácter, el de siempre ya supuesto, por ende
siempre ya dejado atrás, de manera que el hacerlo relevante es en
verdad reventarlo; frente a eso está, sin embargo, el que, silo siempre
ya supuesto permanece pura y simplemente siempre ya supuesto,
entonces en ningún modo comparece, no aparece en absoluto, o sea,
sencillamente no acontece, no tiene lugar, no lo «hay». Si Heródoto
hace decir a Ciro lo que le hace decir, es porque, al menos a cierto
nivel, que todavía no es quizá el definitivo, la intención de la obra de
Heródoto es justamente mostrar en qué sentido Ciro se equivoca en
sus cálculos sobre la solidez de la pólis. Cuando los sucesores de Ciro
atacan Grecia, no les resulta difícil someter o destruir todo, excepto
precisamente el «espacio vacío en el medio»; cuando nada de lo
demás se ha sostenido, es la categórica adhesión de los griegos a su
«espacio vacío en el medio» lo que los constituye en vencedores. La
pólis resulta ser más sólida que la comunidad opaca, y ello
precisamente por virtud de aquello mismo que Ciro había
considerado como la debilidad de los griegos. Heródoto se propone,
ciertamente, mostrar esto, pero, si su intención se detuviese ahí, la
obra escrita no se justificaría, pues se trataría de mostrar algo que
después de los hechos no era seriamente discutido por nadie. En el
que la obra de Heródoto se escriba hay algo más; él mismo nos dice,
al comienzo, que compone y escribe para que todo aquello, «lo
acontecido», lo de «los griegos» y «los bárbaros», no se pierda, con lo
cual nos está diciendo que, por lo demás, es decir, si no es en
palabras que queden, ciertamente está en trance de perderse, que la
pólis en efecto revienta, esto es, ciertamente prevalece sobre la
comunidad opaca, resulta ser más sólida que ella, y, por lo tanto, es
cierto que Ciro se equivocaba, pero sólo porque la pólis no cae por
obra de ataque externo alguno, sino como consecuencia de su
mismo prevalecer. Esto ya no lo puede decir Heródoto
temáticamente, pero lo hace sonar a través de su propio y constante
interés por dejar dicho y escrito, interés que, por cierto, comparte
con otros; sea en la obra de Heródoto, sea en las tragedias de
Sófocles o en los frisos del Partenón, todo lo más lúcido de dos o
tres décadas parece tener prisa por dejar constancia de lo que hay, es
decir, parecen tener claro que está dejando de haberlo, y ello
precisamente en contexto con lo que parece ser la pólis triunfante.
Algunos aspectos de en qué sentido la pólis perece internamente y
por su propio cumplimiento interesan a nuestro presente tema, y de
ellos nos ocuparemos a continuación.
Habíamos tomado el intercambio de cosas, y su diferencia
frente a la mercancía, como hilo conductor para establecer un
modelo, más exactamente una diferencia entre dos modelos de la
relación entre cambio y comunidad, que nos sirvió de soporte
expositivo para llegar hasta la noción de la pólis. Recuérdese que el
modelo en cuestión presupone que hay en efecto comunidad,
presupone, por lo tanto, lo contrario del carácter no vinculante de
los contenidos en general, lo contrario de la vaciedad o la nihilidad
de la que hablábamos. El «espacio vacío en el medio» es todo lo
contrario del espacio ilimitado y uniforme; es algo así como una
brecha en la espesura. En otras palabras: la distancia no es un trozo
o delimitación advenida sobre la base del continuo; silo fuese,
entonces lo que habría sería el continuo, mientras que el «espacio
vacío en el medio» sería una delimitación puramente accidental, tan
accidental como cualquier otra, dentro de la uniformidad del
continuo, y entonces estaríamos en el carácter no vinculante de los
contenidos, en la sociedad civil y en el Estado y en el espacio-tiempo
físico-matemático de la ciencia moderna. Que, por el contrario, lo
primero sea el «espacio vacío en el medio» o la brecha en medio de
la espesura significa que la pólis ni sigue ni rehúsa ni tan siquiera
puede entender la pretensión del «y más allá ¿qué?, y todavía más
allá ¿qué?», ni en el sentido de la extensión ni en el del
desmenuzamiento. Reconózcase que nosotros tenemos la
incapacidad contraria: no podemos establecer límites que no sean
arbitrarios, dónde empieza y dónde termina cada cosa es siempre
para nosotros asunción contingente, porque nosotros, a diferencia
del griego, habitamos en el continuo ilimitado. Ahora bien, si aquí,
en una discusión sobre el Estado, tiene sentido citar la pólis, es
porque de la distancia como lo primero al continuo, esto es, a la
distancia como delimitación advenida sobre la base del continuo,
hay un camino. El camino va precisamente en esa dirección, a saber,
de que la distancia es lo primero a que la distancia se entienda ya
sólo como corte meramente acaecido en un continuo que, por lo
tanto, es ahora lo supuesto. El tránsito es ese incluso en nosotros; lo
que ocurre es que en nosotros ese tránsito está ya efectuado por el
hecho mismo de la incorporación a nuestro lenguaje común y
normativo. En todo caso, el tránsito consiste en que la distancia,
que, en cuanto el «lo mismo» de que esto es esto por lo mismo que
aquello es aquello, es lo siempre ya supuesto, aquello en lo que
siempre ya se está y a lo cual, por lo tanto, le es inherente el pasar
inadvertido, la distancia, por el hecho de volverse relevante ella
misma, se disuelve, esto es, se traslada a la noción de un continuo
del cual la distancia ya no sería sino una delimitación meramente
advenida; aproximadamente así: al tematizarse la distancia misma,
esto y aquello, los términos de la distancia, aparecen tal como en
efecto están apareciendo en nuestra exposición porque, en efecto,
estamos presentando la tematización de la distancia, a saber,
aparecen como simplemente uno y otro, descualificados, como
meros puntos, y, por lo tanto, su diferencia, la distancia misma,
aparece como cuantitativa, como magnitud, como intervalo en el
cual se pueden señalar nuevos cortes que a su vez generan intervalos
en los que de nuevo se puede hacer lo mismo, y todo ello de manera
que cada corte es tan lícito y tan arbitrario como cualquier otro, con
lo cual sucede que tampoco los dos términos de la contraposición de
la que había partido el análisis pueden ser otra cosa que dos cortes
más, los cuales tendrán a su vez su «antes» y «después» o su «más
acá» y «más allá», de manera que ya estamos en el continuo ilimitado.
Si esto parece un proceso conceptual, es porque lo que estamos
haciendo es una exposición en palabras, y concretamente en
discurso enunciativo; no porque se trate de un tránsito conceptual;
ya cuando se lo expone a propósito de, por ejemplo, la noción del
tiempo, que en el sentido que tiene desde el Helenismo no funciona
en la Grecia clásica, no se trata de tesis o convicciones, sino de la
constitución del ámbito en el que en todo caso unos u otros nos
movemos. Pues bien, el mismo modelo, del tránsito de la distancia al
continuo ilimitado como consecuencia de la propia relevancia de la
distancia, vale también para el hundimiento de la pólis; el «espacio
vacío en el medio», justamente porque se hace relevante, porque se
afirma, porque resiste el ataque de los bárbaros, tendrá que acabar
reinterpretándose como una delimitación advenida sobre la base de
un espacio ilimitado, y entonces se habrá vuelto a que la distancia
sólo se reconoce allí donde es trivial, ahora ya no porque el
reconocimiento de la distancia se limite a allí donde ella es trivial,
como ocurría en el modelo que pudiéramos llamar «de Ciro», sino
porque ahora la distancia es trivial en todo caso, todo dista de igual
manera de todo, con diferencia sólo cuantitativa, y no hay «dentro»
ni «fuera», sino que todo está igualmente «fuera» con respecto a
todo.
Una de las cosas que con este último movimiento han
ocurrido es que ha desaparecido el carácter de cuestión, de
atrevimiento o insolencia, que el reconocimiento de la distancia tenía
allí donde lo encontramos como intercambio de cosas en el interior
de una comunidad, como espacio vacío en el medio, como ágora y
como pólis. Podemos, pues, preguntar qué ocurrirá si, después de lo
descrito, alguna vez, ahora desde la nueva situación y cuando ésta
haya madurado lo bastante, de nuevo acontece la insolencia de que
quiera hacerse relevante aquello en lo que en todo caso ya se está,
aquello que en principio no se menciona porque está supuesto en
toda mención. La nueva situación es que lo siempre ya supuesto ha
pasado a ser precisamente el continuo ilimitado, esto es, como ya
hemos descrito, el carácter no vinculante de los contenidos o cosas
en general. No en el sentido de que eso haya dejado de ser de alguna
manera derivado, pero sí en el de que el tránsito en el que se lo
deriva ha quedado incorporado a lo común y normativo. Así, pues,
el que lo en todo caso ya supuesto pretenda hacerse relevante
consistirá ahora en que todo eso que hemos mencionado como el
espacio ilimitado, el carácter no vinculante de los contenidos, etc.,
asuma la condición de principio o, si se quiere decirlo así, el papel de
la noción misma de validez o de legitimidad; y eso es lo que aquí de
alguna manera hemos contemplado como el Estado y el derecho en
cuanto que en ellos hemos visto el desarrollo de la cuestión de cómo
hacer efectivo el carácter no vinculante, la no obligatoriedad de
consenso alguno y todo lo demás que hemos encontrado ligado a
ello; el momento por cuya posibilidad estábamos preguntando
resulta no ser otro que lo que hemos venido llamando «la
modernidad».
Lo que la precedente discusión sobre la pólis ha puesto de
manifiesto era ya implícitamente operante desde el comienzo mismo
de mi primera intervención, en el sentido de que la caracterización
del Estado en la cual se dieron aquí algunos pasos no hubiera sido
posible sin una latente referencia a un «otro» que no lo es sólo en el
sentido de que toda caracterización lo es frente a algo, sino más
especialmente en el de que el fenómeno a describir, el Estado, o más
exactamente lo moderno, de lo que el Estado es elemento
integrante, tiene en sí mismo la marca de lo tardío y, por así decir,
secundario, marca que se constata en la necesidad, que la
descripción ha venido sintiendo desde el comienzo, de recurrir
constantemente a términos como «ausencia» (por ejemplo: de
carácter vinculante de los contenidos), «abstención» (por ejemplo: de
valoración intrínseca), «renuncia» y similares, que parecen aludir a lo
moderno como el resultado o la consumación de una especie de
ausencia o huida. Lo que al respecto ha aparecido en mi
intervención de hoy es que la pólis, ciertamente, no es ella misma «lo
que» se escapa o ausenta, sino más bien el acto mismo del
ausentarse, pero que lo es en cuanto que «lo que» se escapa sólo se
hace relevante, sólo comparece y, por lo tanto, en cierta manera sólo
tiene lugar escapándose. El que la pólis sea un asunto imprescindible
se debe a que está en una especie de «filo de la navaja».
Aunque ello desborde sin duda nuestro actual tema, la
consideración de la distancia entre la pólis y lo moderno debe poder
suministrar también un hilo conductor hacia el hecho de que lo
moderno no viene inmediatamente después de la pólis, sino que algo
hay en medio. En efecto, que la descualificación e ilimitación del
ámbito, o lo que hemos llamado el continuo, pase a constituir algo
así como la noción misma de verdad o de validez o de legitimidad,
requiere que primeramente haya esa descualificación y consiguiente
ilimitación; la hay antes de que pase a ser el criterio; es decir: durante
un cierto lapso la descualificación e ilimitación es lo que hay y, a la
vez, lo es sin ser la verdad: la ilimitación-descualificación significa
más bien la general inconsistencia de lo que hay, pues significa que
cualquier límite, y, por lo tanto, cualquier contenido, cualquier cosa,
es advenido, contingente. De acuerdo con esto, ciertamente ya no
hay contenidos vinculantes ni, por lo tanto, comunidad, pero ello
todavía es asumido como deficiencia y miseria; no es, pues, que se
proclame la abolición de las comunidades, sino que ellas son
esencialmente inconsistentes. La mencionada general inconsistencia
o no-verdad de lo que hay significa que cualquier elemento de
verdad sólo puede aparecer de manera gratuita e incomprensible, no
sólo porque no hay verdad en lo que hay y la verdad ha de aparecer
como, por así decir, llovida del cielo, sino también porque, en virtud
de la general inconsistencia, aparecer significa aparecer en el
elemento de lo contingente, aparecer contingentemente. Las
comunidades saben que dependen de un poder cuyo carácter
relativamente universal e igualador es la contrapartida de su no
sumisión a ley alguna; ese poder no les exige que desaparezcan, sólo
las hace contingentes; pero él mismo, para ser, ha de ser
contingente. La contradicción entre, por una parte, el carácter
contingente y gratuito del comparecer de la verdad, incluida la
posibilidad de vías diferentes y alternativas —el poder verdadero es
mundano y no es el único posible—, y, por otra parte, el que ese
modo de aparecer o ese camino sea el del aparecer de la verdad, de
modo que eso contingente sea necesario para el aparecer de la
verdad, se declara finalmente resuelta (o más bien zanjada) por el
hecho de que el absurdo mismo representado por ella se «proclama
en alta voz»: una cierta cosa que hay, cosa sensible, cosa, por lo
tanto, contingente, es asumida a la vez como la única y, por ende,
necesaria cosa verdadera y, consiguientemente, no sensible; de
acuerdo con ello, la autoridad verdadera será ya, siendo presente y,
por lo tanto, contingente, proclamada a la vez única y sin alternativa;
el aceptar el absurdo que en ello hay es el tributo de la fe. Pero así, al
hacer de la contingencia rotundamente y sin paliativos universalidad,
se ha puesto en marcha su eliminación como contingencia (con lo
cual, también, la eliminación de la fe); quedará ya sólo la
universalidad y, con ella, la disolución de toda comunidad,
convertida -ahora sí- la descualificación e ilimitación del
ámbito en el concepto mismo de la verdad. Ya está claro que el paso
siguiente habrá de ser lo que en toda nuestra exposición hemos
conectado con la noción del Estado y el derecho.
Algo que en mi intervención precedente designé como el
sistema de las garantías y las libertades se llama también «república
democrática» o simplemente «democracia». Supongo que a estas
alturas no hace falta decir que poco o nada puede sacarse de la
constatación de que esta última palabra sea culturalmente de origen
griego; nuestra habla está llena de palabras «griegas» empleadas con
significados que de ninguna manera pueden atribuirse al griego
antiguo. Pero creo que hay, en relación no con el uso moderno, sino
con la efectiva aparición antigua de la palabra demokratía, cierto
comentario que no está de más aquí. Con independencia de qué sea
lo que signifiquen en griego antiguo las palabras dêmos y krátos, hay
que decir que el empleo de demokratía para designar cierta pretensión
es, dentro de la Grecia antigua, significativamente posterior a los
momentos clave del desarrollo de esa misma pretensión; se adopta
esa palabra queriendo designar con ella lo mismo por lo que se
supone que se había estado luchando, pero durante esa anterior
lucha no se lo llamaba así; la palabra era isonomía; paralelamente a lo
que vimos que ocurre con nuestro «sistema de las garantías y las
libertades» o «república democrática» en relación con la noción
misma de Estado, tampoco isonomía significa un «tipo de»; lo que
significa es la pretensión misma constitutiva de la pólis; literalmente
significa «igual nómos» o «el mismo nómos (a saber: el mismo para
todo y para todos)», y no depende en manera alguna de un uso muy
particular de nómos, que es el que luego pasará a la tradición culta,
sino de que nómos, en el sentido de reparto, distribución y atribución,
tiene que ver con eso que ya he mencionado de que esto es esto por
lo mismo que aquello es aquello, de manera que nómos es una más de
las palabras griegas que se prestan a, en algún momento, encarnar
esporádicamente la insolencia de intentar mencionar lo que de suyo
no se menciona porque está supuesto en toda mención; el lexema
antepuesto iso- significa precisamente la advertencia de que no se
trata de un uso más de la muy común palabra nómos, sino que aquí
esa palabra tiene precisamente el antes aludido insolente empleo, la
pretensión de referirse al juego que en todo caso se está ya jugando;
el propio fenómeno pólis no es sino esa pretensión, que aparece,
como vemos, en la palabra isonomía; la cuestión (la que se desempeña
no en alguna especulación «acerca de» la pólis, sino en el acontecer
mismo llamado pólis) es, así, la de lo previo con respecto a cualquier
esto o aquello, con respecto a cualquier entidad, a cualquier
presencia, a cualquier autoridad, «humana» o «divina», pues también
ocurre que los dioses son dioses por «lo mismo» que los hombres
son hombres; que eventualmente sea a un hombre o a un dios a
quien se atribuya el establecimiento del nómos concierne sólo a cómo
se indica el carácter del insólito decir en el que pretende hacerse
relevante aquello que siempre ya está supuesto y como dejado atrás;
no significa en manera alguna que el hombre o el dios fuese el autor
o el que da validez al nómos. Así pues, en cuanto isonomía, la cuestión
no es en modo alguno la de qué o quién o quiénes tienen la
autoridad, sino -si queremos insistir en este lenguaje- en todo caso la
de algo anterior y condicionante con respecto de cualquier
autoridad. En cambio, aun sin entrar en una discusión sobre qué
significan dêmos y krátos en griego antiguo, el nombre, algo más
tardío, demokratía contiene ya ciertamente algo así como una
referencia a dónde o en quién o quiénes reside la autoridad; la nueva
palabra es la de la época de Heródoto, Sófocles y Pericles, esto es, la
de esas décadas en las que, según dijimos, los más lúcidos parecen
presentir ya en el propio prevalecer de la pólis el anuncio de su
declinar. Podemos de entrada representarnos un eventual conflicto
entre isonomía y demokratía como algo lejanamente (sólo lejanamente)
parecido a lo que es en una democracia moderna el que los derechos
democráticos de alguien sean violados por decisión popular; la
diferencia entre la representada situación griega y la moderna a la
que hemos aludido se ilustra entonces por el hecho de que en la
democracia moderna a ese conflicto hay una respuesta (y sólo una
conceptualmente coherente), la cual pasa por la demostración,
lógicamente impecable, de que es imposible concebir las garantías,
libertades y derechos de otro modo que universalmente; si
extendemos el lejano paralelo que acabamos de establecer, lo
correspondiente a esa solución sería en la pólis que la isonomía
primase sobre la demokratía; y, ciertamente, se nos ha transmitido la
figura de Sócrates queriendo impedir que se sometiese a votación
una propuesta incompatible con la pretensión isonómica, situación
de la que, por cierto, más de un ilustre contemporáneo nuestro
obtiene materia para establecer que Sócrates «no era un demócrata»;
pero aquí se ponen bien de manifiesto los límites de la comparación
que momentáneamente hemos sugerido, pues la solución
conceptualmente coherente al conflicto moderno pasa, como
acabamos de recordar, por el recurso a la universalidad,
consiguientemente a la ausencia de comunidad y al carácter no
vinculante de los contenidos; en Grecia, como hemos visto, la
situación al respecto es irreductiblemente conflictiva, de «filo de la
navaja», y, en consonancia con ello, también el que la isonomía se
autointerprete como demokratía forma parte de eso que hemos
descrito al decir que la distancia o el «entre», por el hecho de hacerse
relevante, se pierde ella misma y se reinterpreta como delimitación
advenida, o, lo que es lo mismo, que la pólis por el hecho de
prevalecer revienta.

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