Empezaré por formular una pregunta deliberadamente
ingenua, cuyo destino quizá sea no sostenerse como pregunta. La noción del Estado tiene que ver con las del derecho y las leyes, y todo este conjunto de nociones es conceptualmente inseparable de la posibilidad de que el cumplimiento de las leyes se exija coactivamente; nadie hablaría de «Estado» si lo que hubiese fuesen unas «leyes» que sólo cumpliese quien quisiese. Estado comporta, pues, poder; y poder es una situación de hecho. Ahora bien, relacionamos Estado con leyes y con derecho, y al menos en la palabra «derecho» se desliza siempre, con razón o sin ella, con veracidad o hipócritamente, la noción de una distinción frente al mero hecho. La pregunta ingenua podría empezar por formularse así: esa mención de «derecho» por encima del hecho ¿es en efecto una referencia a algo diferente del hecho como tal o es solamente una referencia a un hecho distinto del primero?; quedémonos de momento con la siguiente formulación de la pregunta en términos de «sí» o «no»: en todo eso de Estado, derecho y leyes, ¿hay algo diferente de cuestiones de hecho?. No cambiamos en nada lo hasta aquí expuesto si, una vez que en nuestra mención de la «cuestión de hecho» ha aparecido esporádicamente la palabra «poder», decidimos ahora, para evitar cierta posible lectura unilateral, emplear para referirnos a la misma cuestión la palabra «consenso». En nada cambia con ello el contenido; por el contrario, la variación en las palabras sirve para recordarnos lo siguiente: por una parte, el consenso lo es siempre en virtud de unas circunstancias en las que está determinado qué pasa por el hecho de consentir y qué pasaría si no se consintiese, y esto es ni más ni menos que la situación de poder; o, dicho de otra manera, «consenso» no significa que a la gente le guste lo que hay, sino sólo que, entre lo que hay y lo que probablemente habría sin ese consenso, prefiere lo que hay; y, por otra parte, el poder lo es si y sólo si, en el sentido que se acaba de indicar, genera consenso. Así pues, al menos por el momento, el poder y el consenso no son sino dos nombres de eso mismo que también hemos llamado simplemente la cuestión de hecho. Contestar a la esbozada pregunta en el sentido de que no habría nada distinto de cuestiones de hecho parece difícil de sostener, pues, con ese «no», lo que al menos a primera vista se negaría es aquella distancia que está implicada en la noción misma de una razón para optar por una u otra cosa en una u otra situación; con lo cual parece que incluso una hipotética capacidad de producir situaciones de hecho quedaría sin aplicación, pues no podría haber razón alguna para producir una y no otra. Pero veamos qué ocurre, por contra, con la hipotética respuesta «sí» a la misma pregunta. Lo que a primera vista, hace el «sí» es sentar, aunque sea indeterminadamente, una posible cuestión de legitimidad que sería de suyo independiente con respecto a la situación de hecho, independiente, pues, con respecto a que haya o no consenso, llamémosle una «cuestión de legitimidad intrínseca». El justificado rechazo que tal noción suscita está relacionado con que desde el comienzo sabemos que estamos hablando de aquella esfera en la cual, por definición, tiene que ser posible en principio la coacción. No es ni la «cuestión de legitimidad intrínseca» por sí sola ni la posibilidad de coacción por sí sola y en general, sino que es la conjunción de ambas, lo que ya de entrada suscita rechazo. A fin de explicitar conceptualmente ese rechazo, supongamos que hayamos podido demostrar que cierta conducta, a la que para abreviar llamaremos por ejemplo «el asesinato», es rechazable en términos de lo que hemos llamado «cuestión de legitimidad intrínseca». Comoquiera que haya sido la demostración, si ella en verdad se refiere a ese tipo de cuestión, entonces reprobará igualmente aquella conducta en la que la omisión del asesinato se deba precisamente a la existencia de una coacción; en otras palabras: si hay una cuestión de «legitimidad intrínseca», entonces, en términos de ese tipo de «legitimidad» tan asesino es quien no asesina sólo para no ir a la cárcel como quien en efecto asesina; el enjuiciamiento en cuestión se refiere, pues, a algo que, por definición, no puede ser modificado coactivamente. Lo cual significa que una cuestión de legitimidad intrínseca, si la hay, tiene que estar al margen de todo cuanto comporte posibilidad de coacción. Ahora bien, desde el comienzo hemos reconocido que en el significado de las palabras del bloque «Estado»-«derecho»-«leyes» está implicado que el cumplimiento de las leyes pueda eventualmente ser exigido de manera coactiva. Por lo tanto, lo que hemos demostrado es que la esfera designada por esas palabras tiene en su constitución la renuncia a contemplar cuestión alguna de «legitimidad intrínseca». Ahora bien, esta renuncia es algo muy diferente de la —ya rechazada— mera respuesta negativa a la inicial pregunta ingenua; pues ya no se trata ahora de que meramente digamos «no», sino de que cierta negación define una esfera, la constituye, por así decir, positivamente. Lo que ocurre, en efecto, es que hemos dado con una esfera, la del Estado, el derecho y las leyes, cuyo estatuto es que en ella se trata de conductas y a la vez se renuncia a enjuiciarlas «intrínsecamente», a legitimarlas o deslegitimarlas en sí mismas. La esfera en cuestión ha quedado definida del siguiente modo: puesto que, allí donde la coacción es posible, no queda lugar para legitimar o deslegitimar conductas en sí mismas, ¿qué queda entonces?, y lo que quede no podrá ser ninguna otra cosa que lo que sea consecuencia de esa misma renuncia al enjuiciamiento intrínseco, pues tal renuncia es la definición de la esfera como tal. Se señala una esfera que, por ser la de lo eventualmente coactivo, queda definida como aquella en la que se renuncia a cualquier enjuiciamiento intrínseco de las conductas; y se pregunta qué es lo que de esa definición se sigue como constitución o «ley» de tal esfera. Así pues, la inicial pregunta ingenua, en efecto, no se sostiene, pero lo significativo es por qué no se sostiene, a saber, porque el rechazo de toda pretensión de enjuiciar en sí mismas las conductas no nos deja en indefinición alguna, sino que genera él mismo un estatuto, una ley, algo así como una legitimidad, la constitución de una esfera peculiar definida precisamente por el postulado de la efectiva y consecuente abstención de toda valoración o enjuiciamiento de las conductas en sí mismas. Se demostró que, de ser posible el enjuiciamiento, sólo podría serlo de manera tal que la esfera en la que cabe la coacción quedaría definida precisamente por su total alienidad con respecto a él ya su posibilidad. Puesto que estamos hablando de la esfera en la cual la coacción es en principio posible, el postulado es el de la exclusión de toda valoración; y el problema es entonces el de en qué consiste que ese postulado se cumpla. Hemos rechazado la remisión a la cuestión de hecho, esto es, al consenso, porque esa remisión deja que rijan, precisamente por la vía del consenso, valoraciones de las conductas. Más aún: el que valoraciones de conductas se establezcan en la esfera de la posible coacción, siempre que ocurre, ocurre por el hecho de que en torno a esas valoraciones hay un consenso; y, recíprocamente, todo imperio del consenso hace valer valoraciones. Por lo tanto, el postulado de la abstención de toda valoración o enjuiciamiento puede formularse también postulando que no se busque consenso alguno ni se haga uso de él, o, si se prefiere decirlo así, que sólo en una cosa haya de haber consenso, a saber, en no buscar consenso alguno; que sólo haya de haber acuerdo en crear y mantener las condiciones para que se pueda vivir sin que ello requiera estar de acuerdo en nada ni comulgar con nada. El problema de cómo es posible esto es lo que de aquí en adelante llamaremos el problema político. Me apresuro a reconocer que «el problema político», en el sentido que acabamos de dar a esta expresión, es problema que sólo puede y sólo debe y sólo tiene que plantearse dentro de la Edad Moderna; el problema mismo tiene supuestos que sólo funcionan dentro de ese ámbito histórico. A la vez, dado que aceptamos la equivalencia léxica de «político» con «perteneciente o relativo al Estado», lo que acabamos de decir comporta que «Estado» es una categoría específicamente moderna. Se nos dirá quizá que el llamar «el problema político» a lo que como tal hemos definido y vincular tanto ese «problema» como la propia categoría «Estado» a la Edad Moderna está fuera de lugar por cuanto —se nos dirá quizá— de ninguna de las realidades llamadas «Estados» en la historia moderna y contemporánea ha sido contenido el contribuir a crear y mantener las condiciones para que se pueda vivir incluso sin estar de acuerdo en nada ni comulgar con nada, ni tampoco realidad alguna de esas ha tenido como base de su funcionamiento el postulado de abstención de valoraciones. Empecemos por decir que, si la objeción se refiere a cada una de esas realidades en su empírica particularidad, entonces puede estar bien segura de, en efecto, referirse a todas y cada una de ellas sin fallar, con la seguridad que da el estar formulando una tautología, pues la particularidad empírica de cada una de las realidades es lo que diferencia a cada una de ellas en particular y, por lo tanto, lo que no es la categoría. De lo que habría que hablar, si en verdad se quiere formular una objeción, es de lo que representa el fenómeno moderno «Estado» en su conjunto, es decir, en contraposición a otras cosas frente a las cuales no este o aquel Estado particular, sino el Estado como categoría se afirma, como en efecto ocurre frente a las comunidades «naturales» de una u otra índole o incluso frente a la iglesia; y entonces ya no está tan clara la objeción, porque no está claro que en la afirmación del Estado frente a esas otras cosas no deba verse precisamente el esfuerzo por generar una esfera dentro de la cual consensos y comuniones queden disueltos y dejen de ser vinculantes. Otra cuestión es qué ocurre a medida que esa disolución y desvinculación empieza a ser (parcialmente) real y el Estado empieza a encontrarse no ya frente a aquellas otras cosas, sino a solas consigo mismo; habría que ver si hay alguna razón para que a partir de ese momento el Estado sienta pánico ante sí mismo y se apresure a buscar la reconciliación y la síntesis con todas las otras cosas. Hasta aquí hemos sentado la noción de una esfera constituida por la renuncia a valoraciones y hemos expuesto esta noción de modo tal que ella resulta ser lo mismo que la de una esfera cuyo carácter constitutivo es que en ella no es imprescindible consenso alguno. Tal noción es también idéntica con la de un ámbito o esfera en que ningún contenido, ningún «algo», ninguna cosa, es vinculante, o, dicho de otra manera, en que nada de aquello que uso o empleo o de lo que me sirvo, en definitiva nada de lo que de un modo u otro constituye mi vida, nada de lo «mío», es irremisiblemente mío. Con rara unanimidad, nuestra común manera de hablar, la moderna precisamente, confirma ese rasgo, pues llama «mío» y «propio», a saber, «propiedad mía» y «de mi propiedad», precisamente a aquello y sólo a aquello que puedo enajenar. El uso lingüístico no formula otra cosa que lo que es la práctica obvia: de una cosa cuyo pleno e irrestricto uso tengo incondicionalmente garantizado de por vida, no por eso digo que es «mía»; esto último sólo ocurre cuando puedo enajenar esa cosa; es la alienabilidad lo que constituye la propiedad. Es manifiesto que la alienabilidad de la que estamos hablando no significa la posibilidad de simplemente desprenderse de manera gratuita de la cosa, pues esto mantendría en pie aquella condición, a saber, la dependencia con respecto a la articularidad de la cosa, por cuya negación se ha definido la alienabilidad; seguiríamos, en efecto, vinculados a tener o esa cosa o nada. Por el contrario, lo que la alienabilidad significa es un «tener» tal que tener una cosa es poder tener en vez de esa cosa otra, y no otra de un tipo determinado, lo cual haría reaparecer la vinculación, sino otra en general, es decir, en principio de cualquier tipo. Así pues, la esfera de la que estamos hablando implica que en principio cualquier cosa sea cambiable por otra cosa de en principio cualquier otro tipo. Como ilustración de que esto es una implicación relevante empleamos el hecho de que, en cualquier ámbito histórico anterior a la modernidad, el cambio de unas cosas por otras puede, ciertamente, tener una gran importancia, pero alcanza siempre a conjuntos definidos de tipos de cosas. El que la cambiabilidad tenga carácter tendencialmente general puede detectarse sólo en la modernidad, y aun aquí, desde luego, no en el sentido de que de hecho cualquier cosa se cambie por cualquier otro tipo de cosa, sino en el de que, por así decir, la carga de la prueba recae sobre la no cambiabilidad, lo cual reconoce ilustrativamente en su lenguaje cotidiano quien, para elevar algo, dice que es «inalienable», pues con eso da por hecho que la alienabilidad es lo obvio. Con todo, lo más importante en este asunto es percibir que, cuando hablamos de si la cambiabilidad es o no general, lo que está en juego no es el que ella alcance a más o menos cosas, sino de qué estamos hablando incluso a propósito de cada cosa, pues, si no toda cosa es en principio cambiable, entonces ninguna cosa es cambiable contra en principio cualquier otro tipo de cosa, es decir, cada cosa mantiene su particularidad vinculante. Así pues, si adoptamos un término para designar la cosa en cuanto lo que «se tiene» en el peculiar «tener» que precisamente ahora estamos tratando de definir, habremos de reservar el término —sea «mercancía»— para la cosa en cuanto que es cambiable por en principio cualquier otro tipo de cosa, lo cual exigirá que sólo hablemos de mercancía cuando la situación a la que nos refiramos sea aquella en la que en principio cualquier tipo de cosa es alienable, o sea, aquella en la que la alienabilidad es lo obvio; o, dicho de otra manera, el significado del término comporta que sólo hay mercancía si las cosas en general son mercancías. Nótese que acabamos de adoptar el término «mercancía» con un significado más exigente que el que habitualmente tiene en la historiografía. Por de pronto exige más para considerar como mercancía alguna cosa (a saber, que sea cambiable por en principio cualquier otro tipo de cosa), pero más grave aún es que de esto se sigue un cambio en la propia naturaleza lógica del concepto en cuestión, pues ahora ya no puede tratarse de un carácter de unas cosas frente a otras, sino sólo de un carácter que pueden tener o no tener las cosas en su conjunto (ninguna cosa, en efecto, puede ser cambiable contra en principio cualquier otro tipo de cosa si no ocurre que cualquier tipo de cosa está en ese mismo caso). Que no se trata sólo de una opción técnica en materia de terminología, sino de alguna cuestión de fondo, viene demostrado por el hecho de que, entendiendo por «mercancía» lo que hemos decidido entender, y no en cambio entendiendo algo más laxo, resulta por completo consistente cierta argumentación clásica que a continuación vamos a recordar sólo en algún aspecto. Las diversas posibles contrapartidas de una cosa en el cambio, en principio infinitas y cada una de ellas, por separado, accidental, son a la vez contrapartidas posibles unas para las otras, y ello de tal manera que, si en efecto el sistema del intercambio de mercancías está funcionando de manera general, entonces necesariamente entre las proporciones cuantitativas en que se realizan unos y otros cambios (el cambio de A por B, el de B por C, el de C por A, etc.) opera una condición de estricta coherencia (la cantidad de C y la de B que se cambian por una misma cantidad de A se cambian a su vez entre sí); esto no quiere decir que tal condición se cumpla en cada acto particular de cambio, interpretación tautológicamente excluida por el hecho de que «acto particular» quiere decir acto contingentemente determinado; lo que para el acto particular significa la indicada condición es sólo que desde el conjunto del sistema puede tener sentido afirmar que en tal o cual acto particular alguien ha hecho un mal negocio y otro se ha aprovechado; en todo caso, la condición en cuestión significa que a la red de relaciones de contrapartida en el cambio subyace una cierta determinación objetiva; una de las posibles maneras de decir esto consiste en decir que las diferentes contrapartidas en el cambio de una misma cosa, diferentes cantidades de diferentes clases cualitativas de cosas, son en cierto respecto diferentes «expresiones» de una misma común «substancia»; ventaja de este modo de decir es que él obliga a añadir de inmediato que eso «común» no puede ser propiedad física o «natural» alguna de las cosas ni, por lo tanto, magnitud física alguna; lo cual, además de hacernos notar que hemos entrado en el terreno de una, digamos, «objetividad no física», nos conduce también a reconocer que, para poder funcionar de manera general, el intercambio de las mercancías habrá de efectuarse de tal manera que en efecto «exprese» la mencionada «substancia», ya que ésta no es una cosa más, que pudiese ella misma aparecer por su parte, sino que solamente se expresa en el intercambio de las mercancías. Tal expresión no se cumple por el mero hecho de que cada cosa (mercancía) tenga una contrapartida en cada una de las demás clases cualitativas de cosas, esto es, por el hecho de que ocurra algo así como que para cada cosa esté determinada una matriz o tabla, en principio infinita, de las cantidades de otras cosas que son contrapartida de cierta cantidad de esa cosa; no basta esto, pues de esa manera las matrices correspondientes a dos cosas de distinta clase cualitativa siempre seguirían difiriendo cualitativamente (la correspondiente a A contendría B, C, D, etc., la correspondiente a B contendría A, C, D, etc., y así sucesivamente); la única manera de que en efecto las relaciones de cambio expresen lo «común» es que no se iguale directamente una cantidad de una mercancía con cantidades de todas las demás, sino que las cantidades de cualesquiera mercancías se igualen con cantidades de una sola y siempre la misma mercancía; lo cual implica que cierta mercancía queda, por así decir, seleccionada, segregada y situada aparte; el carácter que con ello adquiere esa mercancía se designa aquí con el término técnico «dinero»; tal carácter tiene determinadas consecuencias sobre la propia circulación material de la mercancía así seleccionada, pues la cantidad de dinero que tiene que estar circulando para que el intercambio de mercancías funcione está determinada por datos del propio intercambio de mercancías, de manera que puede no hacer falta que la mercancía seleccionada como dinero esté materialmente presente, a condición de que alguien «creíble» se comprometa a que los signos que la substituyan existan precisamente en la cantidad requerida, de donde se sigue que incluso el concepto de «la cantidad requerida» es relativo, pues, si asumimos que esa cantidad es n y circulan signos por la cantidad m, lo que ocurre es que cada signo ve multiplicadas por n/m sus contrapartidas en cualesquiera mercancías. Lo que ahora nos interesa destacar es que hasta aquí, desde que hemos empezado a hablar de propiedad y de mercancía, nos hemos estado moviendo en dos planos distintos; era necesario hacerlo así por las mismas razones expositivas que ahora nos conducirán a distinguirlos de manera expresa. Por una parte hemos descrito un sistema que simplemente funciona, o, para ser más exactos, hemos esbozado un intento nuestro de describir ese sistema, a saber: el que las cosas son mercancías y todo lo que de ahí se sigue (la «objetividad no física»). Por otra parte hemos hablado de cómo las cosas se entienden en determinado ámbito o esfera, por ejemplo: de qué quiere decir «mío» o «de Fulano», de la «propiedad». La diferencia entre ambos planos puede ser ilustrada por la contraposición que ahora vamos a establecer entre los respectivos estatutos de dos conceptos que hemos empleado: el sistema aludido, para funcionar, no necesita tener el concepto que nosotros hemos designado con la palabra «mercancía» (del cual resultó ser inseparable una «objetividad no física», etc.), sino que basta con que cada uno para procurarse lo que necesita haya de vender lo que tiene; diferente es la situación por lo que se refiere al concepto «propiedad», pues, si bien la exégesis filosófica del concepto no es necesaria para la marcha del sistema, lo es sin duda alguna el que haya claridad de ideas acerca de lo que hemos significado con las expresiones «mío», etc., aunque sólo sea —de momento— porque, para que las mercancías se intercambien, tiene que estar claro quién es el propietario inicial de cada una de ellas y qué carácter adquiere el propietario resultante. La importancia que para todo nuestro asunto tiene el juego de los dos planos se percibe ya si observamos, en lo mismo hasta aquí expuesto, el modo en que, sin que nos lo hubiésemos propuesto, ese juego ha empezado ya a jugarse. Habíamos empezado, en efecto, con el concepto de propiedad, pieza importante de uno de los planos; nuestra exégesis de ese concepto nos llevó de ese plano al otro, esto es, al concepto de mercancía en el concreto sentido que le dimos y con el desarrollo subsiguientemente esbozado; pero en ese mismo desarrollo está también la abocación al viaje de vuelta en el que la conexión entre los dos planos adquiere nuevas precisiones; pues en el mismo esbozo de descripción del sistema de la mercancía estaba, allí donde dijimos que cierta «substancia» se «expresa en ... », ni más ni menos que la distinción entre los dos planos. Aquella relación de «expresión» no es sino la relación entre los dos planos; entre, por una parte, el propio sistema o la propia «objetividad no física» cuya posible descripción se estaba tratando allí de esbozar y, por otra parte, cómo se tienen que ver las cosas dentro del propio funcionamiento del sistema; si se quiere decirlo así: cómo lo vemos (cómo vemos ello) nosotros y cómo ve ello mismo; sólo que nunca sabremos quién somos «nosotros». Cuando decíamos que la «substancia» no comparece como tal, sino que «se expresa en», no estábamos diciendo sino lo mismo que luego hemos recordado al decir que el funcionamiento del sistema de la mercancía no comporta actuación alguna del concepto de mercancía (en el sentido que nosotros le hemos dado) y sí en cambio de otro tipo de conceptos que hasta aquí en nuestra exposición ha aparecido representado por el concepto de propiedad. Y nótese bien que fue este concepto, el de propiedad, y no el que hemos empleado de mercancía, el que apareció como representante de la esfera de derecho, leyes y Estado. Si hemos de situar esa esfera en relación con la distinción de los dos planos, diríamos que es «cómo ve ello mismo»; lo cual no tiene nada que ver con «apariencia», o al menos no en sentido alguno de esta palabra que pudiera aproximarse a «falacia» o «error», pues no se está pensando que haya algún otro sentido de «verdad» que esa presencia; muy al contrario, si «nosotros» establecemos cierta distancia, es sólo para poder entender eso mismo con respecto a lo cual establecemos esa distancia, en ningún modo para contraponerle una «verdad»; el mencionado no saber quién somos «nosotros» significa que no portamos ningún otro estatuto, que la distancia no es que nos situemos en ninguna otra parte. Lo que en la exposición precedente ha aparecido como cierta «objetividad no física», o como el sistema de las cosas en cuanto mercancías, tiene en toda una brillante y muy plural tradición a todo lo largo de la Edad Moderna un nombre: es «la sociedad civil». En la dualidad de planos que hemos considerado hace un momento, la sociedad civil es lo que ha aparecido como el plano constituido por la «objetividad no física», por el sistema de cosas como mercancías. Según lo que hemos expuesto, esto quiere decir que la sociedad civil simplemente existe, o simplemente funciona; considerada sólo como sociedad civil, no comporta ella misma conceptos o ideas o formas, o, si se quiere decirlo así, no «piensa» ni «dice», simplemente es; ello en el sentido de que, en cuanto que «piensa» o «dice», en cuanto que comporta concepto o se traduce en idea o forma, ya no es la sociedad civil, sino el Estado, el derecho y las leyes. La propiedad apareció aquí como concepto representativo de la esfera que no es la sociedad civil, sino el derecho. Como todo cuanto pertenece a la esfera del derecho, el concepto de propiedad expresa el funcionamiento de la sociedad civil, y no es sociedad civil, precisamente porque lo expresa, es decir, porque es concepto, idea o forma. Por otra parte, en cuanto elemento constitutivo de la esfera del derecho, el concepto de propiedad significa sólo lo siguiente: primero, que tiene que estar siempre unívocamente determinado quién «tiene» cada cosa, es decir, quién está legitimado para venderla; y, segundo, que esa determinación tiene que producirse según reglas y condiciones que sean las mismas para todos. Esta segunda condición no es específica del derecho de propiedad, sino que es la noción de derecho en general, tal como al comienzo la hemos establecido: en efecto, si, como dijimos, la esfera de Estado, derecho y leyes está constituida por la renuncia a enjuiciamientos «intrínsecos» reclamada por la incompatibilidad entre tales enjuiciamientos y el poder coactivo, si, por lo tanto, no cabe en tal esfera plantear qué conductas son «de suyo» aceptables o reprobables, entonces lo único que queda es dejar que cada uno haga lo que hiciere, y esto está muy lejos de ser el vacío o la ausencia de norma, pues es que cada uno, no sólo uno y los demás no, pueda hacer eso, es decir, establece que yo he de poder hacer todo aquello tal y bajo condiciones tales que ello sea compatible con que cualquier otro bajo las mismas condiciones pueda también hacer eso mismo si quiere; eso es mi derecho, y la fórmula es, como acaba de verse, consecuencia meramente lógica del principio de abstención de enjuiciamiento de las conductas en sí mismas: esa fórmula expresa, pues, mi derecho, en materia de propiedad como en cualquier otra, y, por lo tanto, el que en la definición del derecho de propiedad haya aparecido eso de que la determinación se produzca según reglas universales es sinónimo de que se trate de derecho. Debo volver ahora por unos momentos al plano de la sociedad civil y esbozar los pasos que faltan de aquella argumentación clásica de la que dije que es concluyente si y sólo si el concepto de mercancía se asume en la versión —más estricta de lo habitual— que antes señalé. Se trata de penetrar un poco más en el carácter de aquella determinación «objetiva», de «objetividad no física», de aquella «substancia», que, según veíamos, ha de regir las proporciones en la relación de cambio entre las mercancías, o sea, entre las cosas; mercancías, en efecto, son -decíamos- las cosas en general. Pues bien, cosa es aquello con lo que de un modo u otro podemos tratar, y eso incluye siempre alguna mediación; toda cosa es en este sentido un pro-ducto, por muy elemental que sea la operación necesaria para pro-ducirla. Lo que llamamos la sociedad civil comporta una reducción de todas estas mediaciones a una especie de medida común, como podemos ilustrar del siguiente modo: si he dedicado, pongamos que cuarenta horas, a producir ciertas cosas y en un proceso de cambio sin trabas la contrapartida que se encuentra para esas cosas es en todo caso algo que en ese momento se produce por término medio en veinte horas, lo que eso significa es que, de las cuarenta horas de operación mías, sólo veinte son horas de operación de la sociedad civil o, si se prefiere decirlo así, de mí en cuanto miembro de la sociedad civil; este es el significado tanto si lo ocurrido se debe a que mi tecnología es obsoleta como si es debido a que el interés por las cosas que yo he producido no justifica las horas de dedicación, ya sea en el sentido de que en conjunto se han producido demasiadas cosas del tipo de las que yo intento vender o simplemente en el de que esas cosas no interesan tanto como para dedicarles tantas horas; en cualquiera de esos casos el significado es siempre el mismo, a saber, que sólo son horas de operación de un miembro de la sociedad civil las que lo son de un miembro cualquiera de ella; las otras veinte son, por así decir, singularmente e irreductiblemente mías y, por lo tanto, no de mí como miembro de la sociedad civil, es decir, desde el punto de vista de la sociedad civil sencillamente no son. La así definida operación-mediadora-reducida-a-una-medida-común es la magnitud común de la cual las cantidades encarnadas en una y otra mercancías rigen las proporciones del cambio entre las mercancías. No es casualidad el que haya sido precisamente en el momento de exponer esa reducción cuando hayamos visto obligados a empezar a hablar de cantidades de tiempo; pues se trata de la misma transformación en la que constituye la magnitud universal «tiempo», es decir, en la que diversos intervalos, diversos «de... a ...», quedan traducidos a cortes meramente advenidos sobre la base de un continuo, de un único, uniforme y en tal sentido «infinito» tiempo. En todo caso ha quedado señalada la magnitud común postulada por la «objetividad» de las proporciones del cambio entre las mercancías; de esa magnitud común habíamos dicho ya antes que no comparece ella misma como una cosa, sino que se «expresa» en las relaciones de cambio entre las cosas. Habíamos visto también por qué todo ello comporta necesariamente que el conjunto de las mercancías, por así decir, haya segregado de sí una y sólo una mercancía con el carácter que allí se designó mediante el término técnico «dinero». La entonces deducida esencialidad del dinero a la sociedad civil significa que el movimiento de ésta ha de poder verse no sólo como un proceso en el cual se pone una mercancía y, a través de la contrapartida en dinero, se obtiene otra mercancía, es decir, no sólo como el ciclo de la mercancía, sino también como el ciclo del dinero mismo: entra dinero y sale dinero, pero entonces el cambio ya no puede entenderse por la diferencia cualitativa entre el estado inicial y el final, pues la diferencia entre dinero y dinero sólo puede ser cuantitativa; ahora bien, para que haya una diferencia cuantitativa tienen que no haber mediado solamente cambios, pues éstos, como se ha visto, están regidos por la constancia de la magnitud substancia. Ahora bien, aparte de cambio, lo único que puede hacerse con una mercancía es usar de ella como cosa, y, si ese uso ha de comportar diferencias cuantitativas en la magnitud substancia, es preciso que cierta mercancía sea no otra cosa que la capacidad de ejercer aquella operación mediadora o pro-ductiva computable en todo o en parte como la operación de un miembro cualquiera de la sociedad civil; en otras palabras: es preciso que uno pueda poner como mercancía («vender») su propia capacidad pro-ductiva. Se vende la capacidad, la «fuerza de trabajo»; la contrapartida de ésta en dinero está determinada, de acuerdo con todo lo dicho, por el tiempo de operación, computable como operación de un miembro cualquiera de la sociedad civil, que es necesario para producir los bienes cuyo consumo mantiene la capacidad en cuestión; quien compra la fuerza de trabajo paga la contrapartida en dinero así determinada, y, por haber efectuado tal compra, se apropia el producto del ejercicio de la capacidad que ha comprado, producto que a su vez tiene una contrapartida en dinero, la cual está determinada, también según todo lo dicho, por un cómputo completamente distinto del anterior, a saber, por el de la operación productiva de la fuerza de trabajo comprada en la medida en que dicha operación sea computable como de un miembro cualquiera de la sociedad civil. Puesto que los dos cómputos son por definición diferentes, la posibilidad de una diferencia cuantitativa ha quedado establecida. Con ello se ha salvado la consistencia interna del concepto de la sociedad civil, para lo cual ha sido necesario admitir que a la sociedad civil es inherente el que uno pueda poner como mercancía, esto es, «vender», su propia fuerza de trabajo. Lo que más propiamente importa aquí de la argumentación inmediatamente precedente es que con ella hemos atado cabos a la vez e inseparablemente en uno y otro de los dos planos que antes habíamos distinguido y que seguirnos distinguiendo, a saber, el de la sociedad civil misma y el del derecho, las leyes y el Estado. Por una parte, tal como acabamos de ver, se ha resuelto un problema que afectaba a la consistencia del concepto de la sociedad civil. Por la otra parte debe recordarse que habíamos insistido en la conexión que las nociones de derecho y Estado, como constituidas por la abstención de valoraciones y la no obligatoriedad de consenso alguno, tienen con la ausencia de carácter vinculante por parte de cualesquiera contenidos; lo cual se concretó en la tesis de que nada de lo mío es irremisiblemente mío, hasta tal punto que el carácter de mío o de «propio» resulta ser idéntico con el de enajenable. Sólo ahora hemos hecho justicia a cierta implicación que aquellas tesis iniciales tienen, pues, en efecto, contenidos muy diversos, incluso de cosas «externas», serían inseparables de mí e irremisiblemente míos si por de pronto mis capacidades de operación de algún tipo lo fuesen; era preciso, pues, que, con todas las probablemente infinitas dificultades que ello comporta, aun mis propias capacidades de cualquier índole resulten ser, todas ellas, separables de «mí», enajenables. Y esto es lo que ha ocurrido. Es tiempo ya de acercarse a una terminación. Establecimos un concepto de legitimidad que, paradójicamente, pero de manera defendible, estribaba precisamente en la abstención frente a la cuestión de legitimidad referida a las conductas. Un concepto según el cual la legitimidad en la esfera así definida consiste en la efectiva abstención de valoraciones o enjuiciamientos, abstención que es sinónima de que cada uno haya de poder hacer todo aquello tal o bajo condiciones tales que el hecho de que él lo haga no sea incompatible conque cualquier otro bajo las mismas condiciones pueda también, si quiere, hacer eso mismo. Defendimos que al menos es posible sostener que la esfera a la que se refiere este concepto de legitimidad, o, mejor, la definida por él, es en efecto la esfera, específicamente moderna, Estado-derecho-leyes. Lo que ahora nos interesa destacar es que el concepto en cuestión es tanto el de la legitimidad que el Estado pretende como, a la vez e inseparablemente, el de la legitimidad desde la cual se cuestiona o critica o descalifica al Estado. Si, como ciertamente ocurre, aunque los detalles no podamos desarrollarlos aquí por razones de extensión de esta intervención, el concepto de legitimidad presentado genera lógicamente un sistema de condiciones (de hecho genera el sistema de las garantías y las libertades en su forma más nítida), y si el principio mismo, el de la abstención de valoraciones o ausencia de contenidos vinculantes, no es otro que el de que para vivir no se esté obligado a estar de acuerdo en nada, entonces parece difícil que la crítica pueda ejercerse desde fuera, desde un principio alternativo frente a ese, pues ello sería tanto como que alguien pretendiese que él, ese mismo alguien, sí aporta unos contenidos vinculantes cuya imposición se atrevería a ejecutar o, cuando menos, a aconsejar. En cambio, lo que sí cabe, y lo que constituye el nervio de la crítica, es observar cómo precisamente aquella formación o estructura que proyecta como concepto de la legitimidad el de la ausencia de vínculos y que no puede funcionar sin ese concepto, a la vez tampoco puede funcionar sin fabricar siempre de nuevo unos u otros vínculos supuestamente dados, en nombre de los cuales, antes o después, se viola el conjunto de condiciones a la vez reconocido como el concepto de la legitimidad (se viola el sistema de las garantías y las libertades). Efectuar esta observación comporta un análisis de muy amplio alcance. Aquí me limitaré a decir que lo que ese análisis pondría de manifiesto no estaría lejos de lo que dice cierta fórmula con alguna solera en la historia del pensamiento, a saber: que la nihilidad tiene a toda costa que evitar reconocerse, tiene que fabricar siempre de nuevo algo a lo que agarrarse, y ello porque justamente el reconocimiento de la nihilidad sería lo único no nihílico. ESTADO Y PÓLIS
Desde el comienzo de la anterior intervención he querido dejar
claro, bien que de manera meramente previa y sin prejuzgar sobre los problemas que ello pueda plantear, que las categorías del Estado y de lo político son constitutivas de un ámbito histórico al que hemos llamado la modernidad o la Edad Moderna. Esta precaución puede ser entendida en varios niveles. En primer lugar sencillamente como el mandato de sobriedad de no dar por supuesta sin más la aplicabilidad de ciertas categorías. Este mandato, por otra parte, puede haber adquirido entre tanto un significado nuevo, pues incluso nuestra inmediata y obvia comprensión de él, a saber, como la duda de la aplicabilidad a (o más allá de) unos u otros segmentos del tiempo o partes del espacio, puede haber quedado ella misma bajo duda, ya que tanto la eventual respuesta afirmativa como la negativa parecen suponer la noción del continuo uniforme «tiempo», o «espacio-tiempo», sobre el cual acaecerían estos o aquellos hechos, es decir, estas o aquellas delimitaciones, y entre tanto ha asomado en nuestra exposición el que la noción misma, o el fenómeno mismo, de ese continuo pudiera no ser nada previo y neutro con respecto a la cuestión que venimos examinando, sino, por el contrario, algo conectado de alguna manera -por analizar quizá en otro contexto- con todo el complejo que ha ido apareciendo bajo los nombres de «sociedad civil», «modernidad» y, en definitiva, también «Estado» y «derecho» en el sentido que estas palabras tienen en nuestra exposición. Al menos de entrada, la duda sobre la noción misma del continuo refuerza los efectos de la duda sobre la universal aplicabilidad de las categorías, pues es la noción del continuo la que reduce esta última duda a un problema de diferencias entre segmentos o regiones y nos legítima en principio para deslizarnos «mentalmente» en una y otra dirección hasta uno y otro punto, a lo cual está ligada la legitimidad de la pregunta misma sobre la aplicabilidad de las categorías más allá y más allá de más allá. Lo dicho aparta desde luego del empleo de fenómenos situados fuera del ámbito «modernidad» para ilustrar ciertos conceptos, pero más decididamente aún aparta de cualquier consideración de tales fenómenos como sugeridores de alguna eventual alternativa; es benévolo decir que ese tipo de consideración no tiene sentido, porque, si bien es cierto que no lo tiene, puesto que es un discurso categorialmente ilegítimo, ello no le impide tener una función o papel, a saber, el de falacia generadora de excusas en la dirección que ya hemos expuesto del intento tan continuado como desesperado de eludir el reconocimiento de la nihilidad. Puede preguntarse entonces qué justificación tiene en general una posible referencia a otras partes, a algo no «moderno». Por de pronto, tiene la que deriva de que nada puede ser conocido ni entendido si no es por algún tipo de contraste o contraposición; conocimiento y contraste que en este caso se refieren a las categorías mismas empleadas. Pero cabe que no sea esta la única justificación, y que la alteridad, por lo que se refiere a algún cierto «otro», no lo sea sólo como posible contraste observable por alguien que compare, sino que tenga que ver con la propia constitución y definición de lo «moderno», en el sentido de que en la ausencia de carácter vinculante de los contenidos, en la descrita vaciedad y nihilidad, etc., lo que funciona como principio a su vez no pueda ser entendido ni descrito de otro modo que como un resultado. Veremos si esto ocurre con el carácter no vinculante de los contenidos, el derecho, el Estado y la sociedad civil. Que el mencionado carácter no vinculante de las cosas o de los contenidos, el subsiguiente concepto de propiedad, etc., hayan aparecido ligados a la noción de «mercancía» requirió que en su momento (intervención anterior) diésemos a esta noción un sentido más fuerte que el que habitualmente tiene en la historiografía. Nos vimos, en efecto, conducidos a entender por mercancía aquello que es cambiable contra en principio cualquier otro tipo de cosa, significando ese «en principio» el que es en su caso la no cambiabilidad lo que requiere fundamentación y es la cambiabilidad, en cambio, lo que se presume. Punto clave es que el carácter de mercancía así entendido, para ser carácter de alguna cosa, tiene que serlo de todas, pues ninguna cosa es cambiable en principio contra cualquier otro tipo de cosa si no ocurre que cualquier tipo de cosa (y, por lo tanto, cualquier cosa) sea en principio cambiable. De la mercancía así entendida se sigue toda la estructura que hemos llamado «sociedad civil», expresión en cuyo lugar podemos poner también «sociedad moderna». La cambiabilidad de cada cosa por en principio cualquier otro tipo de cosa comporta la condición de «desvinculado» propia de cada participante en el cambio, de cada «uno»., condición que, al ser la de desvinculado con respecto a cualquier contenido, a cualquier cosa, es también la disolución de cualquier «comunidad», pues no podría haber comunidad sin contenidos que de algún modo vinculen, o, dicho de otra manera, en el cambio las partes se enfrentan como independientes la una de la otra y, si el fondo sobre el cual tiene lugar el cambio es el de que en principio cualquier cosa es cambiable contra en principio cualquier otro tipo de cosa, entonces cualesquiera partes en cada acto de cambio se enfrentan como totalmente independientes entre sí, como no vinculadas por nada la una a la otra. La sociedad civil es, pues, la negación de cualquier comunidad, y, correspondientemente, el derecho y el Estado son la cuestión de cómo es posible no tener que comulgar en nada con nadie. Tratemos ahora de pensar -sin prejuzgar a qué podríamos referirnos con ello- una situación en la que haya cierta comunidad; esto comporta que hay algún tipo de cosas o contenidos vinculantes y que, en cambio, no hay el estatuto de mercancía ni la sociedad civil ni el derecho ni el Estado. Puede haber, ciertamente, intercambio, incluso ordinario y habitual, pero no podremos llamarlo «de mercancías» sino simplemente de cosas, ya que, por la definición misma que hemos dado de la situación a pensar, no cualquier cosa es, ni siquiera en principio, cambiable, y, por lo tanto, ninguna cosa es cambiable contra en principio cualquier otro tipo de cosa. Puesto qúe hay intercambio ordinario y habitual, pero no mercancía en sentido estricto, puede haber algo que sea al dinero (en el sentido técnico dado a la palabra «dinero» en mi intervención precedente) lo que las cosas habitualmente cambiadas son a la mercancía, esto es, puede haber un tipo de cosa que por sus cualidades físicas se preste a la función de intermediario en el cambio y de la que incluso se produzcan para esa función piezas cuyo peso esté garantizado por un cuño. Pues bien, una situación de estas características puede pensarse por de pronto de dos maneras, sin que la distinción entre ellas esté necesariamente relacionada con que el repertorio de cosas que se cambian o la cantidad de lo intercambiado sean mayores o menores. Definiremos la distinción que nos interesa del siguiente modo: puesto que en cualquier caso hay comunidad, la diferencia relevante será la de si básicamente el cambio se realiza entre comunidades o, por el contrario, en el interior de una comunidad. Dado que esto es sólo una contraposición de modelos a efectos expositivos, no hace falta dar mayor contenido a ese «básicamente»; no es imprescindible que sea cuantitativo. Pues bien, el significado del cambio para la problemática que aquí interesa es por completo distinto según que se trate de un modelo o del otro, como vamos a ver. A mediados del siglo V a. C. motivos de los que luego hablaremos llevaron a un griego extremadamente lúcido, Heródoto de Halicarnaso, a poner a la vista e incluso por escrito sus averiguaciones, las cuales ciertamente lo son sobre «lo acontecido», pero de manera que bajo tal denominación no entiende Heródoto cualquier conjunto de cosas acaecidas, sino precisamente una cuestión y disputa cuyos términos son lo que él llama «los griegos» y «los bárbaros». Eso de «las averiguaciones» en griego se llama la historía (en Heródoto en la forma historíe), y ocurre que la manera que Heródoto y algún otro tienen de desarrollar su tarea los lleva a contar muchas historias, lo cual ha provocado que, muy posteriormente, sobre historía se formase nuestra palabra «historia» con el significado que para nosotros tiene, y también que a Heródoto y a algún otro se les adjudicase, mucho tiempo después, el anacrónico título de «historiadores». Precisando algo más, la historía griega es la actividad o actitud del hístor el cual es aquel que es capaz de «ver», es decir, aquel que, perteneciendo a la cosa, estando dentro, a la vez es capaz de una distancia (de un «de fuera») que no consiste en estar en otra parte alguna, sino que es sólo la distancia que hay en la posibilidad misma del «ver»; Heródoto está dentro de eso que él mismo designa como la cuestión de «los griegos» y «los bárbaros», porque él mismo es un griego. Uno de los bárbaros a los que Heródoto rinde honores es el rey persa Ciro; y, cuando por primera vez Ciro, en la obra de Heródoto, se encuentra ante algo así como una posible amenaza procedente de una comunidad griega, entonces lo que el griego Heródoto pone en boca del bárbaro Ciro, es decir, las palabras que para el hístor griego expresan cómo un bárbaro digno de todo respeto percibe la cosa griega, son: «Ningún miedo tengo de hombres de los cuales es carácter el que el centro de sus ciudades está constituido por un espacio vacío al que acuden para intentar bajo juramento engañarse unos a otros». Heródoto aclara a continuación que Ciro dice eso refiriéndose a todos los griegos, que el espacio vacío en el medio es el ágora y que el engañarse unos a otros es el comprar y vender. En las palabras que Heródoto pone en boca de Ciro hay por de pronto dos aspectos a considerar: primero, que el intercambio de cosas dentro de la comunidad es presentado como un rasgo característico de los griegos, lo cual -insistimos a este respecto en lo ya dicho- no quiere decir que los griegos ejerciesen más intercambio que otros, sino sólo que entre ellos tenía mayor peso relativo aquel intercambio en el que las partes eran miembros de una misma comunidad; y, segundo, que un bárbaro sensato y capaz, como es Ciro, no puede entender eso de otra manera que como debilidad interna y falta de cohesión en la comunidad; una comunidad así, piensa Ciro, no puede ser sólida. Esto nos devuelve al problema de la diferencia entre los dos modelos de cambio en relación con una comunidad. El cambio, puesto que lo es en cualquier caso entre partes, significa el reconocimiento de una distancia, de un espacio en el sentido de la palabra latina spatium, es decir, distancia o trecho o «entre». Ahora bien, si el cambio lo es entre comunidades, ese reconocimiento es trivial, pues, por definición, el contacto entre una comunidad y otra es externo y, por lo tanto, la contraposición, el «entre», no es lo que en todo caso y en todo está operando, el juego que en todo caso ya se está jugando, sino, por el contrario, algo que sólo circunstancialmente tiene que ver con el juego. Bien distinta es la situación cuando el cambio tiene lugar en el interior de una comunidad; en tal caso el reconocimiento de una distancia o de un «entre» no tiene nada de trivial, es, por el contrario, asunto grave, porque aquí el cambio hace relevante una relación, y por ende una distancia, una contraposición, que siempre está ya operando y a la que, por eso mismo, quizá es inherente pasar inadvertida, no ser señalada; aquí la sistematización del cambio tiene algo de la insolencia de pretender hacer relevante el suelo sobre el que siempre se está ya pisando o el juego que siempre se está ya jugando, de querer mencionar aquello que está supuesto en toda mención. Hemos asumido, para ambos modelos, que hay comunidad; hay, pues, dos posibilidades: o bien la comunidad misma no se hace relevante en manera alguna, permanece opaca, pero entonces en cierta manera puede decirse que no la hay, que no tiene lugar, puesto que en ningún modo se hace manifiesta, y esta era la situación en el modelo del cambio entre comunidades; o bien la comunidad no se ve en situación de conformarse con su propia opacidad, los vínculos, esto es, las contraposiciones, siempre ya supuestos se ven forzados a decirse, a hacerse relevantes, y entonces la comunidad ciertamente tiene lugar, ciertamente la hay, pero está por ver si también entonces y por eso mismo lo que ocurre no es que la comunidad revienta. Lo que hemos dicho del cambio es evidentemente sólo un aspecto de la cuestión, la cual afecta en verdad a todo; esa pretensión de decirse por parte de lo siempre ya supuesto, de que el juego que en todo caso se está ya jugando se vuelva relevante, es ni más ni menos que aquel acontecer que legítimamente podemos designar en su conjunto con la palabra pólis. El ágora es ciertamente el lugar en el que se intercambian cosas, pero lo es porque ante todo es en general el lugar de reunión, o, para ser más exactos, la reunión o asamblea misma; esto es lo que significa agorá; y, si esa palabra es en efecto el nombre para el «espacio vacío en el medio» cuya mención Heródoto pone en boca de Ciro, ello ciertamente tiene que ver con que allí se reunían, pero la conexión semántica no es tan lisa, sino que en el fondo de todo ello está el reunir como tal: reunir es a la vez separar, no sólo en el sentido de que reunir ciertas cosas con ciertas otras es a la vez separar unas y otras de algunas terceras, sino también en el de que sólo se reúnen cosas unas con otras en cuanto que a la vez se las mantiene como distintas unas de otras; de la misma manera, separar es reunir, pues sólo pueden ser distintos si lo uno es por lo mismo que lo otro es; el día es día por lo mismo que la noche es noche, el invierno es invierno por lo mismo que el verano es verano, estamos vivos porque morimos, el dios es dios por lo mismo que el hombre es hombre, el cielo es cielo por lo mismo que la tierra es tierra, yo soy yo porque tú eres tú, el amigo es amigo porque el enemigo es enemigo; lo siempre ya supuesto es el «lo mismo» de que esto es esto por lo mismo que aquello es aquello, y tal «lo mismo» no es sino la reunión que es a la vez contraposición; todo es en virtud del «espacio vacío en el medio»; el ágora de las ciudades griegas es la insolente pretensión en la que lo siempre ya supuesto, el juego que siempre ya se está jugando, aspira a hacerse él mismo relevante. Ciro no puede entender esa pretensión de otro modo que como reventamiento y disolución; Ciro representa, en esa composición cuyo autor es Heródoto, el que a lo siempre ya supuesto le pertenece precisamente ese carácter, el de siempre ya supuesto, por ende siempre ya dejado atrás, de manera que el hacerlo relevante es en verdad reventarlo; frente a eso está, sin embargo, el que, silo siempre ya supuesto permanece pura y simplemente siempre ya supuesto, entonces en ningún modo comparece, no aparece en absoluto, o sea, sencillamente no acontece, no tiene lugar, no lo «hay». Si Heródoto hace decir a Ciro lo que le hace decir, es porque, al menos a cierto nivel, que todavía no es quizá el definitivo, la intención de la obra de Heródoto es justamente mostrar en qué sentido Ciro se equivoca en sus cálculos sobre la solidez de la pólis. Cuando los sucesores de Ciro atacan Grecia, no les resulta difícil someter o destruir todo, excepto precisamente el «espacio vacío en el medio»; cuando nada de lo demás se ha sostenido, es la categórica adhesión de los griegos a su «espacio vacío en el medio» lo que los constituye en vencedores. La pólis resulta ser más sólida que la comunidad opaca, y ello precisamente por virtud de aquello mismo que Ciro había considerado como la debilidad de los griegos. Heródoto se propone, ciertamente, mostrar esto, pero, si su intención se detuviese ahí, la obra escrita no se justificaría, pues se trataría de mostrar algo que después de los hechos no era seriamente discutido por nadie. En el que la obra de Heródoto se escriba hay algo más; él mismo nos dice, al comienzo, que compone y escribe para que todo aquello, «lo acontecido», lo de «los griegos» y «los bárbaros», no se pierda, con lo cual nos está diciendo que, por lo demás, es decir, si no es en palabras que queden, ciertamente está en trance de perderse, que la pólis en efecto revienta, esto es, ciertamente prevalece sobre la comunidad opaca, resulta ser más sólida que ella, y, por lo tanto, es cierto que Ciro se equivocaba, pero sólo porque la pólis no cae por obra de ataque externo alguno, sino como consecuencia de su mismo prevalecer. Esto ya no lo puede decir Heródoto temáticamente, pero lo hace sonar a través de su propio y constante interés por dejar dicho y escrito, interés que, por cierto, comparte con otros; sea en la obra de Heródoto, sea en las tragedias de Sófocles o en los frisos del Partenón, todo lo más lúcido de dos o tres décadas parece tener prisa por dejar constancia de lo que hay, es decir, parecen tener claro que está dejando de haberlo, y ello precisamente en contexto con lo que parece ser la pólis triunfante. Algunos aspectos de en qué sentido la pólis perece internamente y por su propio cumplimiento interesan a nuestro presente tema, y de ellos nos ocuparemos a continuación. Habíamos tomado el intercambio de cosas, y su diferencia frente a la mercancía, como hilo conductor para establecer un modelo, más exactamente una diferencia entre dos modelos de la relación entre cambio y comunidad, que nos sirvió de soporte expositivo para llegar hasta la noción de la pólis. Recuérdese que el modelo en cuestión presupone que hay en efecto comunidad, presupone, por lo tanto, lo contrario del carácter no vinculante de los contenidos en general, lo contrario de la vaciedad o la nihilidad de la que hablábamos. El «espacio vacío en el medio» es todo lo contrario del espacio ilimitado y uniforme; es algo así como una brecha en la espesura. En otras palabras: la distancia no es un trozo o delimitación advenida sobre la base del continuo; silo fuese, entonces lo que habría sería el continuo, mientras que el «espacio vacío en el medio» sería una delimitación puramente accidental, tan accidental como cualquier otra, dentro de la uniformidad del continuo, y entonces estaríamos en el carácter no vinculante de los contenidos, en la sociedad civil y en el Estado y en el espacio-tiempo físico-matemático de la ciencia moderna. Que, por el contrario, lo primero sea el «espacio vacío en el medio» o la brecha en medio de la espesura significa que la pólis ni sigue ni rehúsa ni tan siquiera puede entender la pretensión del «y más allá ¿qué?, y todavía más allá ¿qué?», ni en el sentido de la extensión ni en el del desmenuzamiento. Reconózcase que nosotros tenemos la incapacidad contraria: no podemos establecer límites que no sean arbitrarios, dónde empieza y dónde termina cada cosa es siempre para nosotros asunción contingente, porque nosotros, a diferencia del griego, habitamos en el continuo ilimitado. Ahora bien, si aquí, en una discusión sobre el Estado, tiene sentido citar la pólis, es porque de la distancia como lo primero al continuo, esto es, a la distancia como delimitación advenida sobre la base del continuo, hay un camino. El camino va precisamente en esa dirección, a saber, de que la distancia es lo primero a que la distancia se entienda ya sólo como corte meramente acaecido en un continuo que, por lo tanto, es ahora lo supuesto. El tránsito es ese incluso en nosotros; lo que ocurre es que en nosotros ese tránsito está ya efectuado por el hecho mismo de la incorporación a nuestro lenguaje común y normativo. En todo caso, el tránsito consiste en que la distancia, que, en cuanto el «lo mismo» de que esto es esto por lo mismo que aquello es aquello, es lo siempre ya supuesto, aquello en lo que siempre ya se está y a lo cual, por lo tanto, le es inherente el pasar inadvertido, la distancia, por el hecho de volverse relevante ella misma, se disuelve, esto es, se traslada a la noción de un continuo del cual la distancia ya no sería sino una delimitación meramente advenida; aproximadamente así: al tematizarse la distancia misma, esto y aquello, los términos de la distancia, aparecen tal como en efecto están apareciendo en nuestra exposición porque, en efecto, estamos presentando la tematización de la distancia, a saber, aparecen como simplemente uno y otro, descualificados, como meros puntos, y, por lo tanto, su diferencia, la distancia misma, aparece como cuantitativa, como magnitud, como intervalo en el cual se pueden señalar nuevos cortes que a su vez generan intervalos en los que de nuevo se puede hacer lo mismo, y todo ello de manera que cada corte es tan lícito y tan arbitrario como cualquier otro, con lo cual sucede que tampoco los dos términos de la contraposición de la que había partido el análisis pueden ser otra cosa que dos cortes más, los cuales tendrán a su vez su «antes» y «después» o su «más acá» y «más allá», de manera que ya estamos en el continuo ilimitado. Si esto parece un proceso conceptual, es porque lo que estamos haciendo es una exposición en palabras, y concretamente en discurso enunciativo; no porque se trate de un tránsito conceptual; ya cuando se lo expone a propósito de, por ejemplo, la noción del tiempo, que en el sentido que tiene desde el Helenismo no funciona en la Grecia clásica, no se trata de tesis o convicciones, sino de la constitución del ámbito en el que en todo caso unos u otros nos movemos. Pues bien, el mismo modelo, del tránsito de la distancia al continuo ilimitado como consecuencia de la propia relevancia de la distancia, vale también para el hundimiento de la pólis; el «espacio vacío en el medio», justamente porque se hace relevante, porque se afirma, porque resiste el ataque de los bárbaros, tendrá que acabar reinterpretándose como una delimitación advenida sobre la base de un espacio ilimitado, y entonces se habrá vuelto a que la distancia sólo se reconoce allí donde es trivial, ahora ya no porque el reconocimiento de la distancia se limite a allí donde ella es trivial, como ocurría en el modelo que pudiéramos llamar «de Ciro», sino porque ahora la distancia es trivial en todo caso, todo dista de igual manera de todo, con diferencia sólo cuantitativa, y no hay «dentro» ni «fuera», sino que todo está igualmente «fuera» con respecto a todo. Una de las cosas que con este último movimiento han ocurrido es que ha desaparecido el carácter de cuestión, de atrevimiento o insolencia, que el reconocimiento de la distancia tenía allí donde lo encontramos como intercambio de cosas en el interior de una comunidad, como espacio vacío en el medio, como ágora y como pólis. Podemos, pues, preguntar qué ocurrirá si, después de lo descrito, alguna vez, ahora desde la nueva situación y cuando ésta haya madurado lo bastante, de nuevo acontece la insolencia de que quiera hacerse relevante aquello en lo que en todo caso ya se está, aquello que en principio no se menciona porque está supuesto en toda mención. La nueva situación es que lo siempre ya supuesto ha pasado a ser precisamente el continuo ilimitado, esto es, como ya hemos descrito, el carácter no vinculante de los contenidos o cosas en general. No en el sentido de que eso haya dejado de ser de alguna manera derivado, pero sí en el de que el tránsito en el que se lo deriva ha quedado incorporado a lo común y normativo. Así, pues, el que lo en todo caso ya supuesto pretenda hacerse relevante consistirá ahora en que todo eso que hemos mencionado como el espacio ilimitado, el carácter no vinculante de los contenidos, etc., asuma la condición de principio o, si se quiere decirlo así, el papel de la noción misma de validez o de legitimidad; y eso es lo que aquí de alguna manera hemos contemplado como el Estado y el derecho en cuanto que en ellos hemos visto el desarrollo de la cuestión de cómo hacer efectivo el carácter no vinculante, la no obligatoriedad de consenso alguno y todo lo demás que hemos encontrado ligado a ello; el momento por cuya posibilidad estábamos preguntando resulta no ser otro que lo que hemos venido llamando «la modernidad». Lo que la precedente discusión sobre la pólis ha puesto de manifiesto era ya implícitamente operante desde el comienzo mismo de mi primera intervención, en el sentido de que la caracterización del Estado en la cual se dieron aquí algunos pasos no hubiera sido posible sin una latente referencia a un «otro» que no lo es sólo en el sentido de que toda caracterización lo es frente a algo, sino más especialmente en el de que el fenómeno a describir, el Estado, o más exactamente lo moderno, de lo que el Estado es elemento integrante, tiene en sí mismo la marca de lo tardío y, por así decir, secundario, marca que se constata en la necesidad, que la descripción ha venido sintiendo desde el comienzo, de recurrir constantemente a términos como «ausencia» (por ejemplo: de carácter vinculante de los contenidos), «abstención» (por ejemplo: de valoración intrínseca), «renuncia» y similares, que parecen aludir a lo moderno como el resultado o la consumación de una especie de ausencia o huida. Lo que al respecto ha aparecido en mi intervención de hoy es que la pólis, ciertamente, no es ella misma «lo que» se escapa o ausenta, sino más bien el acto mismo del ausentarse, pero que lo es en cuanto que «lo que» se escapa sólo se hace relevante, sólo comparece y, por lo tanto, en cierta manera sólo tiene lugar escapándose. El que la pólis sea un asunto imprescindible se debe a que está en una especie de «filo de la navaja». Aunque ello desborde sin duda nuestro actual tema, la consideración de la distancia entre la pólis y lo moderno debe poder suministrar también un hilo conductor hacia el hecho de que lo moderno no viene inmediatamente después de la pólis, sino que algo hay en medio. En efecto, que la descualificación e ilimitación del ámbito, o lo que hemos llamado el continuo, pase a constituir algo así como la noción misma de verdad o de validez o de legitimidad, requiere que primeramente haya esa descualificación y consiguiente ilimitación; la hay antes de que pase a ser el criterio; es decir: durante un cierto lapso la descualificación e ilimitación es lo que hay y, a la vez, lo es sin ser la verdad: la ilimitación-descualificación significa más bien la general inconsistencia de lo que hay, pues significa que cualquier límite, y, por lo tanto, cualquier contenido, cualquier cosa, es advenido, contingente. De acuerdo con esto, ciertamente ya no hay contenidos vinculantes ni, por lo tanto, comunidad, pero ello todavía es asumido como deficiencia y miseria; no es, pues, que se proclame la abolición de las comunidades, sino que ellas son esencialmente inconsistentes. La mencionada general inconsistencia o no-verdad de lo que hay significa que cualquier elemento de verdad sólo puede aparecer de manera gratuita e incomprensible, no sólo porque no hay verdad en lo que hay y la verdad ha de aparecer como, por así decir, llovida del cielo, sino también porque, en virtud de la general inconsistencia, aparecer significa aparecer en el elemento de lo contingente, aparecer contingentemente. Las comunidades saben que dependen de un poder cuyo carácter relativamente universal e igualador es la contrapartida de su no sumisión a ley alguna; ese poder no les exige que desaparezcan, sólo las hace contingentes; pero él mismo, para ser, ha de ser contingente. La contradicción entre, por una parte, el carácter contingente y gratuito del comparecer de la verdad, incluida la posibilidad de vías diferentes y alternativas —el poder verdadero es mundano y no es el único posible—, y, por otra parte, el que ese modo de aparecer o ese camino sea el del aparecer de la verdad, de modo que eso contingente sea necesario para el aparecer de la verdad, se declara finalmente resuelta (o más bien zanjada) por el hecho de que el absurdo mismo representado por ella se «proclama en alta voz»: una cierta cosa que hay, cosa sensible, cosa, por lo tanto, contingente, es asumida a la vez como la única y, por ende, necesaria cosa verdadera y, consiguientemente, no sensible; de acuerdo con ello, la autoridad verdadera será ya, siendo presente y, por lo tanto, contingente, proclamada a la vez única y sin alternativa; el aceptar el absurdo que en ello hay es el tributo de la fe. Pero así, al hacer de la contingencia rotundamente y sin paliativos universalidad, se ha puesto en marcha su eliminación como contingencia (con lo cual, también, la eliminación de la fe); quedará ya sólo la universalidad y, con ella, la disolución de toda comunidad, convertida -ahora sí- la descualificación e ilimitación del ámbito en el concepto mismo de la verdad. Ya está claro que el paso siguiente habrá de ser lo que en toda nuestra exposición hemos conectado con la noción del Estado y el derecho. Algo que en mi intervención precedente designé como el sistema de las garantías y las libertades se llama también «república democrática» o simplemente «democracia». Supongo que a estas alturas no hace falta decir que poco o nada puede sacarse de la constatación de que esta última palabra sea culturalmente de origen griego; nuestra habla está llena de palabras «griegas» empleadas con significados que de ninguna manera pueden atribuirse al griego antiguo. Pero creo que hay, en relación no con el uso moderno, sino con la efectiva aparición antigua de la palabra demokratía, cierto comentario que no está de más aquí. Con independencia de qué sea lo que signifiquen en griego antiguo las palabras dêmos y krátos, hay que decir que el empleo de demokratía para designar cierta pretensión es, dentro de la Grecia antigua, significativamente posterior a los momentos clave del desarrollo de esa misma pretensión; se adopta esa palabra queriendo designar con ella lo mismo por lo que se supone que se había estado luchando, pero durante esa anterior lucha no se lo llamaba así; la palabra era isonomía; paralelamente a lo que vimos que ocurre con nuestro «sistema de las garantías y las libertades» o «república democrática» en relación con la noción misma de Estado, tampoco isonomía significa un «tipo de»; lo que significa es la pretensión misma constitutiva de la pólis; literalmente significa «igual nómos» o «el mismo nómos (a saber: el mismo para todo y para todos)», y no depende en manera alguna de un uso muy particular de nómos, que es el que luego pasará a la tradición culta, sino de que nómos, en el sentido de reparto, distribución y atribución, tiene que ver con eso que ya he mencionado de que esto es esto por lo mismo que aquello es aquello, de manera que nómos es una más de las palabras griegas que se prestan a, en algún momento, encarnar esporádicamente la insolencia de intentar mencionar lo que de suyo no se menciona porque está supuesto en toda mención; el lexema antepuesto iso- significa precisamente la advertencia de que no se trata de un uso más de la muy común palabra nómos, sino que aquí esa palabra tiene precisamente el antes aludido insolente empleo, la pretensión de referirse al juego que en todo caso se está ya jugando; el propio fenómeno pólis no es sino esa pretensión, que aparece, como vemos, en la palabra isonomía; la cuestión (la que se desempeña no en alguna especulación «acerca de» la pólis, sino en el acontecer mismo llamado pólis) es, así, la de lo previo con respecto a cualquier esto o aquello, con respecto a cualquier entidad, a cualquier presencia, a cualquier autoridad, «humana» o «divina», pues también ocurre que los dioses son dioses por «lo mismo» que los hombres son hombres; que eventualmente sea a un hombre o a un dios a quien se atribuya el establecimiento del nómos concierne sólo a cómo se indica el carácter del insólito decir en el que pretende hacerse relevante aquello que siempre ya está supuesto y como dejado atrás; no significa en manera alguna que el hombre o el dios fuese el autor o el que da validez al nómos. Así pues, en cuanto isonomía, la cuestión no es en modo alguno la de qué o quién o quiénes tienen la autoridad, sino -si queremos insistir en este lenguaje- en todo caso la de algo anterior y condicionante con respecto de cualquier autoridad. En cambio, aun sin entrar en una discusión sobre qué significan dêmos y krátos en griego antiguo, el nombre, algo más tardío, demokratía contiene ya ciertamente algo así como una referencia a dónde o en quién o quiénes reside la autoridad; la nueva palabra es la de la época de Heródoto, Sófocles y Pericles, esto es, la de esas décadas en las que, según dijimos, los más lúcidos parecen presentir ya en el propio prevalecer de la pólis el anuncio de su declinar. Podemos de entrada representarnos un eventual conflicto entre isonomía y demokratía como algo lejanamente (sólo lejanamente) parecido a lo que es en una democracia moderna el que los derechos democráticos de alguien sean violados por decisión popular; la diferencia entre la representada situación griega y la moderna a la que hemos aludido se ilustra entonces por el hecho de que en la democracia moderna a ese conflicto hay una respuesta (y sólo una conceptualmente coherente), la cual pasa por la demostración, lógicamente impecable, de que es imposible concebir las garantías, libertades y derechos de otro modo que universalmente; si extendemos el lejano paralelo que acabamos de establecer, lo correspondiente a esa solución sería en la pólis que la isonomía primase sobre la demokratía; y, ciertamente, se nos ha transmitido la figura de Sócrates queriendo impedir que se sometiese a votación una propuesta incompatible con la pretensión isonómica, situación de la que, por cierto, más de un ilustre contemporáneo nuestro obtiene materia para establecer que Sócrates «no era un demócrata»; pero aquí se ponen bien de manifiesto los límites de la comparación que momentáneamente hemos sugerido, pues la solución conceptualmente coherente al conflicto moderno pasa, como acabamos de recordar, por el recurso a la universalidad, consiguientemente a la ausencia de comunidad y al carácter no vinculante de los contenidos; en Grecia, como hemos visto, la situación al respecto es irreductiblemente conflictiva, de «filo de la navaja», y, en consonancia con ello, también el que la isonomía se autointerprete como demokratía forma parte de eso que hemos descrito al decir que la distancia o el «entre», por el hecho de hacerse relevante, se pierde ella misma y se reinterpreta como delimitación advenida, o, lo que es lo mismo, que la pólis por el hecho de prevalecer revienta.