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CUADERNOS DE TEORÍA Y CRÍTICA #2

EL GIRO VISUAL DE LA TEORÍA

COORDINACIÓN CUADERNOS DE TEORÍA Y CRÍTICA


Clara Parra Triana
raúl rodríguez freire

EDICIÓN Nº2
raúl rodríguez freire

DISEÑO Y DIAGRAMACIÓN
Aracelli Salinas Vargas

ISSN: 0719-6229
Dirección electrónica: cuadernos.teoriaycritica@gmail.com

Viña del Mar, Febrero de 2016


CUADERNOS
DE TEORÍA
Y CRÍTICA
#2
EL GIRO VISUAL
DE LA TEORÍA

EL GIRO VISUAL DE LA TEORÍA (A MODO DE PRESENTACIÓN)


7
raúl rodríguez freire

EL GIRO ICÓNICO. UNA CARTA. CORRESPONDENCIA ENTRE GOTTFRIED


15
BOEHM Y W. J. T. MITCHELL (I)
GOTTFRIED BOEHM

EL GIRO PICTORIAL. UNA RESPUESTA. CORRESPONDENCIA ENTRE


31
GOTTFRIED BOEHM Y W. J. T. MITCHELL (II)
W. J. T. MITCHELL

¿QUÉ QUIEREN REALMENTE LAS IMÁGENES?


49
W. J. T. MITCHELL

¿QUIEREN REALMENTE VIVIR LAS IMÁGENES?


75
JACQUES RANCIÈRE

¿QUÉ ES LA CULTURA VISUAL?


89
JESSICA EVANS y STUART HALL
¿QUIEREN REALMENTE
VIVIR LAS IMÁGENES?

Jacques Rancière
¿Q
ué entender por las palabras “pictorial turn”? Está claro que
Tom Mitchell forjó la expresión como una repuesta al “lin-
guistic turn”. Resta saber lo que esta “respuesta” quiere de-
cir. Ello depende, evidentemente, de lo que se entienda por la expresión
“linguistic turn”. Expresión que era, no obstante, portadora de múlti-
ples significaciones más o menos contradictorias. Podía indicar, según el
pragmatismo y la filosofía analítica, que los problemas de la teoría eran,
primero que todo, una cuestión de usos del lenguaje. Pero también evoca-
ba la práctica semiológica de lectura de las imágenes como mensajes codi-
ficados, según el modelo de las Mitologías de Roland Barthes. La expresión
podía afirmar la tesis lacaniana de la materialidad del significante y del
primado de lo simbólico en la constitución del sujeto, pero también la
tesis derrideana que revoca el privilegio de la palabra plena en favor del
trazo gráfico.
Afirmar la primacía de lo “lingüístico” significaba entonces, por
un lado, quitarle a la imagen su consistencia sensible, reducirla a su sen-
tido, es decir, a las fuerzas que manipulaban el lenguaje. Por otro lado,
significaba denunciar su solidez, sustraer el pensamiento a la consisten-
cia del imaginario que corporizaba y enmascaraba el trabajo primero de
la escritura o la manera en que lo simbólico tiene efecto en lo real. La
doble denuncia de la consistencia y de la inconsistencia de las imágenes
podía resolverse en una misma “iconoclasia” teórica, en la que la fe mar-
xista en la inversión del mundo invertido se apoyaba en una visión plató-
nica de la separación entre el mundo sensible de las apariencias visibles
y el mundo inteligible al que se accede solamente por el ejercicio dialéc-
tico. Según esta lógica, las imágenes exhibían, a la vez, la inconsistencia

Tomado de: Emmanuel Alloa, ed., Penser l’image, Dijon, Presses du réel, 2010, pp. 249-263.

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de las apariencias sensibles de disipar y la consistencia de un mundo de
dominación alterable por los explotados armados con la dialéctica. Las
imágenes no eran nada —sólo los simulacros sin vida— y eran todo: la
realidad de la vida alienada, la consistencia del mundo de los lazos so-
ciales fundados sobre la explotación. La operación que develaba su nada
apostaba con seguridad, a la vez, a la calma del conocimiento que se des-
vía de las sombras de la caverna para contemplar el esplendor inteligible
de lo verdadero y a la energía de esas masas obreras que terminaría por
aplastar con su peso las ruedas de la máquina productora de la explota-
ción y de las imágenes.
Hablar de “pictorial turn” es hacer, entonces, dos cosas en una,
dos cosas que son lógicamente independientes: criticar la metafísica que
sostiene al “linguistic turn”; y, además, constatar el agotamiento de esta
metafísica, un agotamiento que se manifiesta bajo una doble faz. Por un
lado, se expresa en el quiebre entre la denuncia platónica de las aparien-
cias y la fe marxista en la destrucción de la máquina: la iconoclasia teórica
se torna vana, deviene la demostración nihilista del engaño de un mundo
en el cual, dado que todo es imagen, la denuncia de las imágenes es priva-
da de toda eficacia. Es este desencanto el que resume el concepto baudri-
llardiano de la obscenidad de un mundo de la comunicación generalizada,
en donde lo real no se separa de su apariencia. Por otro lado, sin embargo,
asistimos a una recualificación —positiva o negativa— de las imágenes,
una reafirmación de su consistencia propia. En esta reafirmación encon-
tramos el testimonio teórico de la evolución del autor de las Mitologías,
quien, después de haber consagrado tanta energía a disolver las imágenes
en su mensaje, se dedicó, por el contrario, en La cámara lúcida (1980), a ha-
cer de la fotografía el transporte de la cualidad sensible única de un ser,
una cualidad irreductible a todo lo que puede ser designado como su sen-
tido. Pero ella se tradujo también de la manera más práctica tras el retorno
de una iconoclasia literal, cuando los Talibanes destruyeron los Budas de
Bamiyán: ellos veían estas “obras de arte” pertenecientes al “patrimonio
de la humanidad” en su realidad primera de imágenes de la divinidad,
imágenes de estos falsos dioses donde la falsedad se manifiesta justamen-
te en el hecho que se dejan mostrar como imágenes.

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Al hablar de un “pictorial turn”, Tom Mitchell asimila la crítica
de la crítica a la declaración de su agotamiento. Sin embargo, esta asi-
milación no es evidente, pues si el agotamiento de la crítica “iconoclas-
ta” se deja observar fácilmente, su examen puede conducir a una doble
conclusión. Si la crítica de las imágenes ha tenido su tiempo, puede ser
porque el cambio de época, anulando sus poderes, ha revelado los pre-
supuestos dudosos que la fundaban, al mismo tiempo en que la fe en
un futuro de revolución o de progreso sostenía sus proyectos y desvia-
ba el examen de sus principios. Y, por cierto, el autor de Iconology y de
Picture Theory [Teoría de la imagen], ha aportado a esta crítica de la crítica
más de un elemento al analizar las presuposiciones —filosóficas, socia-
les, sexistas— que fundan, ya sea en Burke o en Lessing, el privilegio
de la palabra y la descualificación de la imagen visible.1 Él esclareció,
a partir de lo anterior, la manera en que una cierta modernidad pudo
construirse al privilegiar, de los dos lados de la imagen, la materialidad
del significante y aquella de la forma visible abstracta. Recordó, por el
contrario, que la imagen no se identifica con lo visible y que los poderes
de la palabra son los de esas condensaciones y los de esos desplazamien-
tos que dejan ver una cosa en otra o en lugar de otra. Mostró cómo el
discurso moderno, más que de la pureza del significante o de la abstrac-
ción de la forma, se nutría de seres anfibios: monstruos generadores de
discursos como el dinosaurio; escrituras de la historia petrificadas en
el fósil.2 Siguió el destino de estos anfibios a través de algunos trenza-
dos ejemplares de palabras y de formas visibles como los que propone
William Blake, quien podría figurar en su obra como el padre de una
modernidad resueltamente anti-lessingniana.3

1 Cf. “Le Laocoon de Lessing et les politiques du genre” y “Edmund Burke et les politiques de
la sensibilité”, en W.J.T. Mitchell, Iconologie: image, texte, idéologie, trad. fr. Maxime Boidy y
Stéphane Roth, Paris, Les Prairies ordinaires, coll. “Penser/Croiser”, 2009.

2 Cf. “Romanticism and the life of things”, W.J.T. Mitchell, What do Pictures Want?, Chicago, Uni-
versity of Chicago Press, 2005, pp. 169-187.

3 Cf. “Visible language: Blakes’s art of writing”, W.J.T. Mitchell, Picture Theory, Chicago, University
of Chicago Press, 1994, pp. 111-150 [ed. esp.: W.J.T. Mitchell, “El lenguaje visible: el arte de la es-
critura de Blake”, Teoría de la imagen, trad. Yaiza Hernández Velázquez, Madrid, Akal, pp.103-136].

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Si se sigue el hilo de esta crítica, tal vez no sea necesario hablar de
pictorial turn. Puede ser suficiente, en un sentido genealógico, oponer a las
visiones simplistas de la imagen como apariencia inconsistente o realidad
maléfica la genealogía efectiva de los trenzados de palabras y de formas
que son parte de la vida de las imágenes, una vida a la vez más sólida que
aquella de las apariencias y más ligera que aquella de las potencias malé-
ficas. Pero sin duda es posible asignar otra causa al agotamiento de la crí-
tica, atribuyéndola a una transformación efectiva del estatus de las imá-
genes mismas. “Pictorial turn”, por lo tanto, no designaría simplemente
una justicia asignada a la imagen contra la acusación de inconsistencia o
de excesiva consistencia. Este término designaría un giro histórico efecti-
vo, una mutación en el modo de presencia de las mismas imágenes; ya no
una justicia atribuida por el observador, sino una venganza ejercida por
las nuevas potencias de la imagen contra todos aquellos que negaban sus
poderes. Claramente es esta segunda vía la que escoge Tom Mitchell. Esto
quiere decir que él opta por responder, de una manera privilegiada, a una
cierta crítica de las imágenes, aquella que declara su inconsistencia: la
que ayer las reducía a no ser más que un vehículo de mensajes engañosos;
la que hoy las llama desaparecidas en el flujo de la comunicación, la que
no está hecha, en última instancia, más que de cifras. Pero para respon-
der a esta crítica es necesario, de cierta forma, volver a la otra, aquella
que hace de las imágenes las potencias dotadas de una vida maléfica. Re-
habilitar las imágenes, para Tom Mitchell, es insistir en su vitalidad. Las
imágenes no son reflejos, sombras o artificios, son seres vivos, es decir,
organismos dotados de deseos.
Esta formulación es evidentemente problemática. Habrá quie-
nes estarán tentados de dar a Tom Mitchell un consentimiento que no
le convendría de ninguna manera. Se puede, en efecto, conceder vida a la
imagen llevando la una y la otra a un cierto núcleo de información. Pero
es justamente esto lo que Tom Mitchell no quiere. Su mundo de imágenes
no es un mundo de mensajes genéticos codificados, es un tejido vivo que
releva, como las imágenes de Deleuze, una historia natural. Pero aquí se
impone una segunda distinción. La historia natural deleuziana define las
imágenes como formas de vida, pero estas formas de vida no son orgá-

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nicas. Las de Tom Mitchell, por el contrario, se inscriben claramente en
el seno de una alternativa donde la vida que se opone a la abstracción
informática y comunicacional es una vida orgánica, una vida que se sim-
boliza en la imagen de un organismo. El universo biocibernético es, para
él, claramente un universo donde los dos términos entran en conflicto,
en el que la vida se manifiesta como la “enfermedad” que resiste la liqui-
dación cibernética de las imágenes. El “pictorial turn” se puede describir,
entonces, como un retorno de lo reprimido. Pero lo que vuelve no es la
vida cifrada en el ADN, ni tampoco las formas de vida preindividuales de
Deleuze. Es una vida orgánica, individual. Pero hay dos grandes formas
de pensar esta individualidad: una es la del cuerpo orgánico estructura-
do por una lógica de la carencia; la otra es aquella del virus proliferante.
La vida que Tom Mitchell reivindica para las imágenes oscila entre
estos dos polos. La voluntad que le atribuye fluctúa de igual manera entre
la expresión de una falta y de un deseo y la afirmación schopenhaueriana
de una vida que prolifera sin finalidad. En un polo, hay una vida que se
prueba por su falta misma de vida: la imagen está viva porque precisa-
mente carece de vida, porque necesita de nosotros para ser el organismo
del cual ella no es siquiera la sombra demacrada. Como ese Tío Sam que
reclama la sangre de los jóvenes americanos. No la reclama como un pa-
dre que haría uso del antiguo derecho de los padres de familia o de aquel
de la madre patria revolucionaria sobre la vida de sus hijos. El tío necesita
de esta sangre precisamente porque no es un padre y porque su propia
sangre se ha secado; porque él no puede simbolizar el organismo comuni-
tario que ha de hacer su carne de esta sangre.4 De repente, el buen tío se
vuelve un vampiro y la imagen como falta se acerca a la otra figura de la
imagen viviente, la imagen como virus proliferante, que se apodera de la
vida de los individuos como aquella bandera americana que, en la foto-
grafía de Robert Frank, corta las cabezas de los habitantes de Hoboken.
Pero el virus mismo tiende a tomar la figura del individuo orgánico. Los
virus que se asientan en la cabeza de los artistas encuentran su imagen

4 W.J.T. Mitchell, What do Picture Want?, Chicago, University of Chicago Press, 2005, p. 37.

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matricial en estas nubes hechas de cuerpos que William Blake reúne en
torbellinos. Y los virus de nuestras computadoras aparecen menos como
artefactos que como fallas de la máquina, formas de una vida orgánica
que reclama sus derechos sobre el código informático.
De manera que el “pictorial turn” no es tanto un giro visual [ima-
gier] del pensamiento contemporáneo como un retorno dialéctico de la
máquina que transforma las imágenes y la vida en lenguaje codificado.
La máquina que quiere producir vida artificialmente produce, de hecho,
una nueva especie de imágenes que define una potencia nueva de la vida,
de una vida que no se deja separar de sus imágenes y de sus monstruos, de
sus enfermedades y de sus mitologías. Ésta es en el fondo la tesis de Tom
Mitchell. Es la que él ilustra, en todo caso, a través de la figura del clon.
La vida producida por el artificio de los sabios no es cualquier vida. Es la
de una oveja, el animal ofrecido en sacrificio, pero también el animal que
simboliza al Dios que muere y resucita por la consumación del cuerpo de
la Iglesia y la resurrección final de los muertos.
Tom Mitchell convierte al dinosaurio y al fósil en animales em-
blemáticos de una modernidad romántica —una modernidad no moder-
nista—, del mismo modo que transforma a la oveja clonada en el animal
emblemático de una posmodernidad no posmodernista: una posmoder-
nidad en la que el supuesto reino de la máquina comunicacional produce,
al contrario de las expectativas y de los estereotipos, una nueva exube-
rancia de las imágenes como formas de vida. Según esta misma lógica, las
formas de la negación y de la destrucción de las imágenes devienen prue-
bas de su potencia vital reforzada. Esto es lo que demuestra el análisis de
la publicidad “iconoclasta”, que nos recuerda que es la sed y no la imagen
la que nos hace beber. Tom Mitchell invierte el argumento: la “negación”
de la imagen en favor de la sed es la afirmación del poder que sostiene a las
imágenes, el poder de la oralidad. La “sed contra la imagen” es, de hecho,
una sed de imágenes.5

5 Ibid., pp. 77-80.

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Tom Mitchell, entonces, puede aplicar esta estrategia de inversión a toda
forma de iconoclasia, teórica y práctica. Denunciar la potencia de las imá-
genes es lo mismo que negarla: para él, los dos actos expresan la misma
ansiedad frente a su potencia, el mismo reconocimiento de esa potencia.
La afirmación baudrillardiana de la indistinción definitiva entre imagen y
realidad puede ser, por ende, tomada como expresión de la fuerza amena-
zante de la imagen tanto como las fantasmagorías biocibernéticas de las
películas de Cronenberg, pero también como lo eran ayer los análisis de
los mensajes escondidos en la imagen publicitaria. El iconoclasta quiere
proteger a los otros de este peligro del cual él mismo se considera protegi-
do. Son los otros los que siempre se han representado como víctimas del
poder maligno de las imágenes. Pero esta delegación de la creencia, para
Tom Mitchell, no hace más que dar cuenta de su potencia. ¿Por qué creer
que los otros creen en sus maleficios sino es porque se temen a sí mismos?
El destructor fanático de los Budas y el sociólogo desilusionado de la pan-
talla total testimonian ambos la fuerza de lo que niegan.
Este encuentro de los extremos ha tenido, en nuestra historia
reciente, una escena privilegiada, a la que Tom Mitchell se refiere muy
naturalmente: la del colapso de las torres del World Trade Center. Aun-
que Tom Mitchell no lo señala, es difícil no pensar que su análisis es una
respuesta al ofrecido por Baudrillard. Este último rechazaba la opinión
de que la caída de las torres fuese un retorno de lo real, desmintiendo la
validez de sus tesis. Remarcaba, por el contrario, la indisociabilidad entre
el evento y la difusión de su imagen: la realidad no parecía desmentir la
ficción ya que de ella había absorbido la energía, pues ella misma se había
convertido en ficción. Y el colapso de las torres estaba anticipado ya en su
existencia misma como dobles, que hacía de cada una el clon de la otra.
Las torres demostraban ser, por su colapso, estas imágenes a las que hoy
se reduce toda nuestra realidad. Certificaban la tendencia suicida que
conlleva esta realidad. Tom Mitchell invierte el argumento de la equiva-
lencia entre imagen y realidad. El terrorismo no es el virus de la irrealidad
que empuja a la realidad a enfrentar su propia muerte.
Es la destrucción de las imágenes como símbolos de una poten-
cia, la realidad de esta denominación encarnada en su imagen. Para los

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terroristas, las torres eran la imagen viviente e insoportable de la poten-
cia americana. El argumento parece más clásico y más razonable que el de
Baudrillard. Pero, ¿no hay equívoco en la idea misma de la “living ima-
ge”? La vida del World Trade Center no era la vida de su imagen. Era la vida
de un centro de poder efectivo. Y la carga simbólica de su destrucción no
significa que sea este centro, en tanto imagen, el que haya sido destruido.
Transformar el símbolo en “imagen viviente” es, en un sentido, atribuir
demasiado a la imagen. Pero, en otro sentido, es arrogarle muy poco, es
hacer simplemente el correlato de una ansiedad o de una intolerancia.
Según esta interpretación, las torres habrían sido “castigadas” como si
ellas fueran seres humanos, en la medida en que eran “an affront or visual
insult to those who hate and fear modernity, capitalism, biotechnology,
globalization”.6 Aquí podríamos reprochar a Tom Mitchell el ahondar de-
masiado en el sentido de aquellos que identifican la lucha contra el impe-
rio americano con el “miedo a la modernidad”. Sin duda, él respondería
que este miedo no es propio de los islamistas, que la inofensiva Dolly es la
que provoca el pánico en la América desarrollada y que el miedo al terro-
rismo abreva en las mismas fuentes oscuras que la “ofensa” experimen-
tada ante las torres; en las mismas fuentes oscuras que el ultraje expe-
rimentado ante la Virgen María adornada de excremento de elefantes por
Chris Ofili. El miedo arcaico probado ante las imágenes, la creencia en su
poder maléfico —arguye— no es privilegio de nadie. Pero este argumento
que remite a los “primitivos” asustados por la modernidad y a los espíri-
tus fuertes que se burlan de ellos, los pone en igualdad sólo al precio de re-
ducir la imagen en general a la expresión de creencias y de miedos arcaicos
persistentes en el centro de un mundo que cree haberlos expulsado.
Es desde luego innegable la dimensión antropológica de las imá-
genes. Los historiadores de las imágenes, desde Aby Warburg a Hans Bel-
ting, nos obligan a recordar que los objetos que admiramos como “obras
de arte” fueron, en primer lugar, objetos que servían a funciones rituales,
la expresión de inquietudes o las herramientas de prácticas exorcistas.

6 W.J.T. Mitchell, What do Pictures Want?, op. cit., p. 15 [trad. esp.: una afrenta o insulto para aque-
llos que odian y temen a la modernidad, el capitalismo, la biotecnología, la globalización].

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Sin embargo, el provecho de cuestionar la “crítica” reductora de las imá-
genes a ilusiones engañosas corre el riesgo de perderse si la vida que se les
concede es una vida nutrida de creencias y de miedos. ¿Puede pensarse
la independencia de las imágenes si se las reduce al estatus de ilusión o
virus? Es esta independencia la que Tom Mitchell encuentra en el foto-
montaje de Bárbara Kruger, donde la fotografía de un perfil marmóreo es
comentada por las siguientes palabras alineadas en el lado izquierdo: Your
gaze hits the side of my face.* Mitchell lee aquí los mensajes contradictorios
de una denuncia feminista de la mirada masculina y de una afirmación
de radical indiferencia a cualquier mirada.7 Pero esta contradicción es
también la manifestación de un estado de la imagen que no se deja re-
ducir ni a la transmisión de un mensaje ni a la absorción modernista de
la pintura volcada hacia sí misma, tal como lo ilustra el joven hombre
de Chardin que se dedica a hacer burbujas de jabón. La imagen consis-
tente es precisamente aquella que es, a la vez, face y side para la mirada,
aquella que la acoge y la rechaza al mismo tiempo. De esta tensión de los
opuestos, un autor del siglo de Chardin, Schiller, elaboró el criterio mis-
mo de la belleza, es decir, de esta “libre apariencia” que permite el “libre
juego” de la mirada. Michael Fried hace del joven hombre absorbido por
sus burbujas el emblema mismo de una pintura modernista, alejándose
del teatro para sumergirse en ella. Schiller da al “juego” de la figura una
fuerza totalmente distinta, dirigiendo su mirada a la cabeza colosal de la
diosa, la Juno Ludovisi de Roma: una diosa ociosa, una diosa que no se
preocupa de nada y que no quiere nada.8 Esto quiere decir, además, que
es una diosa que ha dejado de comandar imaginariamente en el Olimpo
y de servir concretamente en la ciudad; una estatua que ya no ejerce su
función y ya no inspira ni adoración ni temor; una “simple” imagen en el

* “Tu mirada golpea el lado de mi cara” [e.].

7 Ibid., p. 45.

8 Friedrich Schiller, Lettres sur l’éducation esthétique de l’homme, trad. R. Leroux, Paris, Aubier,
1992, Lettre XV, pp. 207-209 [ed. esp.: Friedrich Schiller, “Sobre la educación estética del hom-
bre”, Escritos sobre estética, trad. Manuel García Morente, María José Callejo Hernanz y Jesús
González Fisac, Madrid, Tecnos, 1990, carta XV, pp. 151-156].

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espacio neutralizado del museo expuesta a la mirada de cualquier perso-
na. Si el joven ocioso de Chardin sirve retrospectivamente de emblema
a la autonomía del arte, es a otra cosa que esta diosa sin poder sirve de
emblema: la autonomización paradójica de una experiencia estética, de
una experiencia de libre juego y de indiferencia ofrecida a todos. Es la vir-
tud política de esta indiferencia la que Hegel consagra cuando exalta, en
un cuadro de Murillo que representa a pequeños mendigos sevillanos, la
beatitud olímpica de estos niños harapientos que no hacen nada y no se
preocupan de nada. No hacer nada, esa es la virtud paradojal, la virtud
indisolublemente estética y política de las imágenes.
Es incluso esta virtud de indiferencia de la imagen la que da su
fuerza a la imagen de Bárbara Kruger. Un rostro de mujer furiosa con
el ceño fruncido y lanzando una mirada oscura a un agresor masculino
puede ser eficaz “en la vida”. Como imagen, pierde todo su poder. Las fe-
ministas que quieren denunciar el estado de la mujer en el mundo del
arte lo prefieren, no sin razón, con la máscara de gorila. Pero el gorila de
las guerrilla girls funciona como emblema, no como obra, mientras el per-
fil marmóreo del fotomontaje de Bárbara Kruger reclama el estatus de
obra política. Pero si lo puede hacer es porque ha combinado dos estados
opuestos de la imagen. La artista construye su imagen articulando dos
ambigüedades: la del perfil del cual no se sabe si se aleja del ultraje de
la mirada o si usa de emblema su independencia respecto de él; y la del
texto del cual no se sabe si denuncia la agresión que golpea al perfil indi-
ferente o si afirma que en cualquier caso ésta siempre dará en el blanco.
Pero esta construcción de la imagen como operación polémica de doble
filo no es posible más que apoyándose sobre una primera capa de image-
neidad [imagéité ], sobre una indiferencia, una “ociosidad” fundamental
de la imagen. La operación polémica puede funcionar porque la imagen
neutraliza lo que distingue a la mujer —casi andrógino aquí, en cualquier
caso— de la diosa y lo que opone la carne reflectante de luz a la frialdad
del mármol. Ella funciona porque las palabras que explicitan el conflicto
son separadas, a la vez, de toda boca viva que las pronuncia y de la dispo-
sición normal de las frases, porque son autonomizadas como epitafios so-
bre placas de mármol, espacializadas por su sombra. La imagen se vuelve

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eficaz al abolir la distinción usual entre la abstracción desencarnada de
las palabras y la vitalidad de los cuerpos.
Era de tal forma que ya funcionaban en los años 1920 los afiches de
Rodtchenko, espacializando las palabras para unirlas a las formas simpli-
ficadas de los objetos representados, con el fin de unirlas en una misma
dirección, una misma flecha orientada a la conquista del futuro. Esto es lo
que aún hacen, pero de otro modo, las “real images” a través de las cuales
Alfredo Jaar decidió “representar” el genocidio ruandés. Estas “real images”
no representan ninguno de los cuerpos sacrificados. No nos muestran más
que las palabras inscritas sobre las cajas negras, en las cuales están guarda-
das las fotografías de los individuos en cuestión. Estas palabras expresan la
identidad y la historia de los cuerpos ausentes, esto es, les dan otro cuerpo,
un cuerpo provisto de una historia singular en lugar del cuerpo anónimo
de la víctima de la masacre masiva. Lo que constituye la imagen es la ope-
ración que transforma una corporeidad en otra. Y es incluso una metamor-
fosis de este género lo que Tom Mitchell analiza cuando estudia, en Let us
Now Praise Famous Men, otra política de la “igualdad” de las palabras y de
las representaciones visuales, una política que juega con la independen-
cia radical de la serie visual y de la serie verbal, suministrando, al mismo
tiempo, imágenes políticas menos “vivas”, pero tal vez más eficaces que los
montajes dramáticos de cuerpos vivos y de pensamientos concentrados,
presentados en la misma época en You Have Seen Their Faces.9
Tal vez la oveja sacrificial es entonces una “imagen” engañosa del
estatuto de las imágenes. Platón ya lo enseñaba: la imagen de Crátilo no es
un segundo Crátilo. El reino de la imagen cesa allí donde un cuerpo es la
réplica de otro cuerpo en carne y hueso. La oveja clonada ya no es más una
imagen, y si las torres no hubieran sido más que imágenes, hubiese basta-
do, sin duda, con destruirlas como efigie. Dar a las imágenes su consisten-
cia propia es justamente darles la consistencia de cuasicuerpos, que son
más que ilusiones y menos que organismos vivos. Ante la pregunta “¿Qué

9 Cf. “The Photographie Essay. Four case studies” in W.J.T. Mitchell, Picture Theory, op. cit., pp.
281-322 [ed. esp.: “El ensayo fotográfico: cuatro casos de estudio”, Teoría de la imagen, op. cit.,
pp. 245-279].

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quieren las imágenes?”, es necesario —nos dice Tom Mitchell— arriesgarse
a que la respuesta sea “nothing at all”.10 En efecto, posiblemente las imáge-
nes no quieren nada excepto que las dejen tranquilas, que no las obliguen
a estar vivas, un estatus que estamos, tal vez, muy inclinados a otorgar
a cosas que nunca han pedido mucho. O para decirlo de otra forma, son
los fabricantes de imágenes los que quieren hacer algo con ellas, cuestión
que sería posible precisamente porque las imágenes mismas no quieren
nada. Y si nos gusta verlas es por la capacidad que tenemos de prestarles o
de sustraerles, al mismo tiempo, vida y voluntad. Los grandes relatos de la
modernidad han hecho uso de dos teologías de la imagen, que son ambas
teologías de la antirepresentación, de la disipación de las sombras: una es
la teología modernista negativa que opone a la obscenidad de lo real y a las
ilusiones de la representación la virtud autónoma de las palabras y de las
formas puras; la otra es la teología romántica positiva de la encarnación:
ésta hace de la separación de las palabras y de las apariencias el mal absolu-
to y reivindica, en consecuencia, para toda imagen, toda palabra, toda sen-
sación, un cuerpo vivo. Sin duda necesitamos salir de esta dicotomía para
pensar la naturaleza y las metamorfosis de estos cuasicuerpos que son las
imágenes. “Las imágenes quieren igualdad de derechos con el lenguaje, no
ser reducidas a lenguaje, al ‘signo’ o al discurso. No quieren ni ser niveladas
hacia la ‘historia de las imágenes’ ni a la ‘historia del arte’, sino ser vistas
como individuos complejos ocupando múltiples identidades y sujetos”.11
Podríamos protestar que esta voluntad de singularizar las imágenes les da
aún más “voluntad”. Pero esto sería olvidar el rol del “como si” en el pensa-
miento de Tom Mitchell. Tomémonos la libertad de corregir la formulación
de Tom Mitchell para él: las imágenes hacen como si quisieran todo esto. En
todo caso, es así como debemos verlas si queremos hacer justicia a su vida
sin obligarlas a estar demasiado vivas.

Traducción de Ninoska Vera Duarte y Jorge Cáceres Riquelme

10 What do Pictures Want?, op. cit., p. 48.

11 Ibid., p. 47.

88 • CUADERNOS DE TEORÍA Y CRÍTICA #2 •

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