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CAPÍTULO IV

Contexto Político del siglo XVIII

4.1.- Situación de Inglaterra


El año de 1689 es muy importante en la historia británica. La proclamación de María y
Guillermo como reina y rey por un Parlamento que pretende representar a la nación entera,
especie de retorno a la monarquía electiva, es fatal para el principio hereditario de derecho
divino. Simple reconocimiento de lo que determinó la costumbre, acta registradora
complemento del a Carta Magna, la Declaración de los Derechos consagra tradiciones que
ningún rey podrá violar sin delinquir. Políticamente, Inglaterra se sitúa por un espacio de
cien años a la cabeza de los Estados. Y el Parlamento completa su victoria en el sentido de
fiscalizar al soberano, al que substituye y domina, puesto que será entre la mayoría
constituida en el Parlamento donde el rey habrá de elegir sus ministros, que tendrá que
conservar hasta que otra mayoría se pronuncie contra ellos.
Señala también la verdadera entrada de Inglaterra en la política internacional. En el siglo
XVII, época en que estuvo replegada hacia el interior, hizo poco la guerra. Pero apenas
entronizado Guillermo tuvo que tomar parte en la lucha contra Luis XIV, preludio de la larga
rivalidad anglo francesa, tercera guerra de los Cien Años, esta vez sin carácter feudal ni
causa dinástica, sino animada por el afán de preponderancia universal que, en detrimento de
los Habsburgo, el Borbón conquistó en Münster, en los Pirineos y en Nimega, que se perdió
luego en el siglo XVIII y que Napoleón trató de recobrar. De 125 años, de 1689 a 1815,
setenta y tres años o sea la mitad son de guerra entre Inglaterra y Francia. Aparentemente la
lucha es desigual: Inglaterra en ese tiempo pasa de 6 a 12 millones de habitantes, cifra muy
inferior a la de Francia, que en los mismos años se eleva de 18 a 30 millones. Pero de
Guillermo III a Castlereagh, sin omitir a los Pitt, los gobiernos ingleses han sabido practicar
el arte de las coaliciones. Contra su vecina Francia, siete de cada ocho veces, han obtenido
múltiples ayudas, y siempre la de uno y a veces la de los dos grandes Estados alemanes.

Ante una Francia más extensa, más poblada, pero que en la guerra abusa de sus propias
fuerzas y por ello está más agotada, se levanta la nueva Inglaterra, donde, al lado de la
aristocracia terrateniente, nace y progresa una sólida aristocracia del dinero, que por la
moneda y el crédito domina el Gobierno. Para ello, el regreso de Jacobo supondría la
bancarrota. Esta nueva aristocracia es el más firme puntual del régimen. Más moderna, más
audaz, más libre, se dispone a la conquista del mundo. La cuestión de la sucesión de España
le dará ocasión de introducirse en el mundo mediterráneo. En el mar de las Indias, Inglaterra
se guarda la parte del león, gracias a la célebre Compañía. La colonización de la costa
atlántica de América del Norte está en pleno desarrollo, si bien las recientes exploraciones
de los franceses entre los Grandes Lagos y el golfo de México limitan su progresión hacia
el Oeste. Esto hace inevitable el choque. Fatal es también la lucha entre los colonos y el
Gobierno, formado por aristócratas que, a pesar de ser revolucionarios, consideran a sus
compañeros en la aventura como gente de baja estofa a la que hay que tener sujeta mientras
que los emigrantes en un país nuevo, todos iguales, quieren deducir de los principios
proclamados en la metrópoli el máximo de libertad. Para el Parlamento, cualquier medio
será bueno para mantenerlos bajo su dependencia, incluso la guerra contra los franceses que
los rodeaban desde el Canadá a Luisiana.

Los últimos años de reinado de Guillermo III se caracterizan por las negociaciones relativas
a la sucesión al trono de España. Aunque él personalmente no puede tener ninguna
pretensión equiparable a las del rey de Francia y el emperador, casados con hermanas del
rey de España, moribundo sin heredero, se interesa en el asunto como rey de un potencia
marítima, y Luis XIV, que se ha dado perfecta cuenta, desde 1698 desea negociar,
consintiendo incluso en evitar la unión de sus coronas de España y Francia, y también, para
tranquilizar a Holanda, en dejar a Bélgica al príncipe de Baviera, un niño cuya muerte en
1699 hace volver a las negociaciones a su punto de partida. Un nuevo acuerdo firmado en
marzo de 1700, con la adhesión de las Provincias Unidas, atribuye a España, colonias y a
Bélgica, al archiduque Carlos, hijo segundo del emperador, bajo condición de no acumular
la herencia austriaca, y el delfín obtiene a Guipúzcoa y los bienes italianos, considerados
como moneda de cambio, lo que permitía a Francia anexionarse a Saboya, Niza, Lorena y
Luxemburgo. Sólo el emperador se niega a firmar este tratado, que manifiesta los deseos de
Luis XIV, cuyos derechos como esposo de la infanta primogénita son superiores al
Hamburgo.

El gran éxito del Parlamento whig consistió en hacer que Escocia admitiera esta sucesión
hannoveriana, en 1707, con el “Acta de Unión”, que substituye la unidad ficticia nacida de
la comunidad de soberano, con la más efectiva de la fusión de los Parlamentos y los
Gobiernos. Desde entonces existe el “Reino Unido de la Gran Bretaña” con mutua ventaja
para ambos pueblos. La suerte de la reina Ana fue el resultado de la dirección impresa a los
negocios del Estado por John Churchill, duque de Malborough, esposo de su amiga Sara
Jennings. Este buen mozo sin escrúpulos, que practica el doble juego entre jacobistas y
orangistas, entre whigs y tories, se revela como un excelente maniobrero en los pasillos del
Parlamento, en los Congresos diplomáticos y en las operaciones militares.
Vencedor sin fruto en los Países Bajos en 1702 – 1703, tiene la osadía en 1704 de llevar una
expedición punitiva hasta el corazón de Alemania, donde deshace en Bienheim al ejército
franco bávaro, compensando así las derrotas imperiales en Italia. Por otra parte, habiendo
firmado Portugal en 1703, un tratado con lord Methuen, por el que se autorizaba a los
ingleses a establecer en el país depósitos y bases de operaciones, los aliados nombran rey de
España al archiduque Carlos, segundo hijo del emperador. Los ingleses toman a Gibraltar y
a Barcelona, donde el archiduque se convierte en Carlos III. Marlborough vuelve a los Países
Bajos, que libera en 1706 con su victoria de Ramillies y marcha sobre Lila, mientras que
Felipe pierda a Madrid, donde Carlos III es conocido como rey. Luis XIV se ofrece a tratar
en el momento que Felipe entra de nuevo en Madrid, pero el príncipe Eugenio derrota a los
franceses en Turín y Marlborough se niega a negociar, pues quiere asegurar a Carlos en el
trono de España, ocupar las Dos Sicilias e invadir a Francia.

La nulidad política de los dos primeros Hannover dio el triunfo al régimen parlamentario,
influyendo también la preponderancia tanto tiempo disfrutada por los whigs, pues los tories
habían quedado desacreditados por su jacobinismo. En 1716 el Parlamento acordó que los
Comunes fueran elegidos por siete años. Después, hallándose el rey ausente con frecuencia
en Hannóver, el Consejo Privado se reúne sin él y toma iniciativas que comprometen a todos
sus miembros ante el Parlamento encargado de su fiscalización, pues necesitan la aprobación
de la mayoría para continuar ejerciendo su misión. Lógicamente el rey, que conoce poco al
personal político de su reino, tendrá que designar como primer ministro al jefe de la mayoría
del Parlamento y confiarle el cuidado de escoger los demás miembros del gabinete. Esta
reforma capital se realiza sin debate y sin votación de texto alguno; ni legal ni constitucional,
es, como tantas otras cosas en Inglaterra, fundada tan sólo en la costumbre. Así fue como
triunfó el precepto whig “El rey reina pero no gobierna”. Pero veamos el reverso del cuadro.
Este régimen tan ensalzado es en la práctica bastante discutible. Por una contradicción cuyos
móviles son evidentes, las clases dirigentes que han arrinconado la prerrogativa regia, no
quieren ceder ninguna de las suyas; por ello el Parlamento está muy lejos de ser un fiel
reflejo de la nación. Hay dos Cámaras: la de los Lores, nombrados por el rey y hereditarios,
y la de los Comunes, salidos de los comicios; pero con dos clases de diputados, los primeros
son elegidos por los burgueses libres, propietarios o miembros de las corporaciones, o sea
los privilegiados; los segundos, por los propietarios terratenientes que paguen desde 40
chelines de impuesto. Esta cámara no es “baja” más que relativamente: la gentry o nobleza
rural, se reserva en ella una gran parte. El Estado continúa siendo esencialmente
aristocrático.
Otra anomalía: en un país donde el progreso industrial desplaza del sudeste hacia el noroeste
el eje de la población, las circunscripciones electorales permanecen inalterables. En
consecuencia existen los llamados “burgos de bolsillos”, de electores poco numerosos, y los
“burgos podridos”, en muchos casos deshabitados. “¡Sin lucha!¨, proclama en ellos el
candidato, que casi resulta el único votante. Treinta y siete puestos representan a cien
electores, mientras otros doscientos cincuenta y cuatro representan a once mil quinientos
electorales. En total, ha ciento sesenta mil votantes. Pero ni un solo diputado para Leeds,
Sheffield, Birmingham, Bradford, ni Manchester, ciudades nuevas. En cuanto a la
corrupción, de la que no hablan los filósofos, afecta lo mismo a electores que a elegidos: a
los primeros porque venden sus votos al candidato más generoso, hecho normal en las
circunscripciones poco populosas; a los segundos, porque los ministros compran su voto
para conservar la mayoría en el Parlamento. Así es como procedía Robert Walpole, ministro
de los dos primeros Jorge, de 1721 a 1742.

Época de considerable progreso material. Entonces es cuando se produce la famosa


revolución industrial inglesa, que precedió en un siglo a la de Europa continental,
caracterizada por una amplia explotación de los yacimientos de hulla, la aplicación del
vapor, el empleo de nuevos métodos técnicos en metalurgia y textiles, el desarrollo del
maquinismo, la concentración de la mano de obra, y como poderosa palanca la acción del
capitalismo, que produciendo grandes beneficios determina la ascensión de una aristocracia
del dinero, que para proteger sus intereses reclama un puesto en la política. Como
contrapartida de esta de enriquecimiento, la “era georgiana”, es el predominio de la vida
fácil, egoísta y corrompida. La inmoralidad se extiende hasta el mismo clero anglicano. Se
hace ostentación de incredulidad, el espíritu nacional se adultera. Se impone una reacción.
La primera víctima es Walpole. Lleno de desdén por aquellos boys (muchachos) que son los
jóvenes diputados agrupados alrededor de un tal William Pitt, vehemente desinteresado y
elocuente, al fin tuvo que darse cuenta de que su mayoría desertaba, y presentó la dimisión
en 1742. Sus inmediatos sucesores, Carteret y Newcastle, aunque todavía maleados, al
menos aportan algún brillo a la nación mediante su política exterior. Se da la favorable
circunstancia de que en un año después de la dimisión de Walpole muere su aliado en la
política de paz, el cardenal Fleury. En aquel año de 1743, Inglaterra, al intervenir en la guerra
de Sucesión de Austria, se declara contra Francia.
No es especialmente la rivalidad colonial la que provoca la ruptura, después de treinta años
de paz. Fue el designio de Carteret, ardiente francófobo, de convertir a Inglaterra en el árbitro
de Europa. En tanto que las dos Compañías de Indias, la inglesa y la francesa, acordaban no
combatirse ni aun en el caso de estallar la guerra en Europa, Carteret, actuando a espaldas
de Francia, consigue que Federico II, rey de Prusia y aliado de Francia, contra Austria, firme
en Breslau, en 1742, una paz separada con esta última nación. Después negocia con las otras
potencias sin contar con Francia y lanza un ejército anglo hannoveriano, mandado por Jorge
II, contra el corazón de Alemania. Este ejército se abre en Dettingen a través de un ejército
francés que trata de detenerlo. Por fin, en 1774, sobreviene la declaración oficial de guerra
que la opinión inglesa ve con entusiasmo, y que Pitt, alejado del poder por Jorge II, considera
sólo como una maniobra diplomática hannoveriana. Carteret dimite en el mismo año, a
tiempo para evitar el descrédito que, en mayo de 1745, resultará de la derrota anglo
holandesa, en Fontenoy. Al año siguiente los franceses terminan la conquista de Bélgica.

Cuando en octubre de 1760 muere Jorge II, el imperio colonial francés agoniza y Pitt es el
gran vencedor. Sin embargo, el inglés, que siempre calcula, compara los gastos de esta larga
guerra con los beneficios que le reporta. Y finalmente se decide por la paz. Lo mismo piensa
el nuevo rey, Jorge III, nieto del difunto. Se entablan negociaciones a pesar de Pitt, quien
dimite en mayo del año 1762. El tratado de París se firmó el 10 de febrero de 1763, paz
gloriosa que no satisfizo a todos los ingleses. Es verdad que Inglaterra abandona a Menorca
y restituye a Francia algunas islas de las Antillas, entre ellas Martinica y Guadalupe, además
de San Pedro y Miquelón, con derecho de pesca en Terranova. Pero España le cede la Florida
y es Francia la que indemniza a España, otorgándole la Luisiana. Sobre todo, Inglaterra
adquiere, además de la India (salvo cinco ciudades muy separadas entre sí), todo el Canadá,
el valle de Ohio, el cabo Bretón, el Senegal (menos Gorea) y las Antillas. En este año de
1763 la preponderancia inglesa es manifiesta.

4.2.- El nuevo panorama político


En cierto sentido se puede afirmar que el orden surgido de los tratados de Utrecht y de
Rastadt en el inicio del siglo XVIII marcó bastante duraderamente el orden de las décadas
siguientes, al menos hacia 1780, tanto por el desarrollo del estado prusiano como por la
erosión del polaco. Algunos puntos que ya parecían bastante firmes fueron corroborados y
consolidados, desde la supremacía marítima y naval inglesa hasta la entrada de las fuerzas
rusas en el horizonte europeo, desde la decadencia del imperio otomano y también de
Holanda hasta la persistente incapacidad de los organismos políticos de la península italiana
de introducirse eficazmente en el juego de las competencias internacionales.
En el transcurso del siglo XVIII se asistió, por otra parte, a una repartición bastante nueva
entre el grupo de las capitales que se situaron al frente de las iniciativas continentales y el
que se encontró en la necesidad de ir a remolque suyo. Entre las principales ciudades, a
Viena y Londres se unieron Berlín y San Petersburgo; entre las segundas, se situaron ya no
sólo Madrid y La Haya, sino también París y Constantinopla. Desde la desaparición de la
escena de Luis XIV, y no sólo por la edad infantil de su sucesor, Francia ya no mostró poseer
la altura que había alcanzado en los siglos anteriores. Ministros como el cardenal Fleury,
que gobernó desde 1725 hasta 14743, el duque Choisel o el conde de Vergennes no
galvanizaron sus energías ni supieron enderezarlas durante mucho tiempo en el sentido de
unas directrices eficientes, aunque lograron algún éxito. En aquel país, el desarrollo de las
“luces”, la difusión del pacifismo y la influencia de los filósofos o de una opinión pública
de amplio espectro desempeñaron más bien en conjunto un papel negativo en una Europa en
la que la eficacia en el plano internacional seguía vinculada a la acción incisiva de los más
altos representantes y de los soberanos.

Si Inglaterra estaba orientada en alto grado a mantener la paz en el continente, muy contraria
era la tendencia de la pequeña Prusia y de sus soberanos (que desde la segunda mitad del
siglo XVII habían hecho tanto para dotarse de un aguerrido aparato militar terrestre). No
obstante, si Inglaterra constituía ya, tras el Acto de Unión con Escocia, un estado
sólidamente trabado, muy distinto era el caso del reino prusiano, que al inicio del siglo XVIII
contaba aún con menos de dos millones de habitantes. Los dominios de los Hohenzollern,
sobre todo hasta 1740, constituían más que nada un conjunto de territorios desarticulados o
separados, situados en las cuatro puntas del espacio germánico. Iban de un modo discontinuo
desde Pomerania, Prusia y Brandeburgo hasta Westfalia (principado de Minden y condado
de Raversberg) y las regiones romanas (condado de Mark y ducado de Cléves); hasta Suecia
(principado de Hohenzollern, con Ansbach y Bayreuth) hasta el principado de Neuchatel.
Era incomprensible que el gobierno de semejante estado ambicionase hacer conquistas que
lo hicieran más compacto: un objetivo que precisamente su política se esforzó en perseguir
y que alcanzó en este periodo sin poder esperar más. Por lo demás, la misma burocracia
prusiana había sido constituida para servir en primer lugar al ejército y satisfacer sus
exigencias. Cuando Federico II subió al trono, el alto grado de centralización que caracterizó
a su gobierno representará la recaída en unos impuestos del aparato militar cada vez más
onerosos. No sólo las instituciones administrativas, sino también las actividades económicas
y la misma organización social resultaron potencialmente determinadas en Prusia por los
objetivos bélicos. Dirigido por un Consejo general a partir de 1723, el crecimiento del país
apareció modelado por sus necesidades militares. Los distintos departamentos de esta
instancia bajo Federico II organizaron los recursos del estado y se convirtieron en el
instrumento ejecutivo de la política que el rey programaba.

Casi en el lado opuesto se situaba el ordenamiento limítrofe estado polaco, que se distinguía
por la característica anómala – aunque perduraba ya desde la segunda mitad del siglo XVI
– de ser al mismo tiempo una monarquía y una república. Era, en efecto, la Dieta de los
nobles la que la elegía al soberano y al menos desde el siglo XVII esta forma institucional
había provocado notables perjuicios a las fortunas del país. Como sucedía en el caso sólo
relativamente análogo, del Imperio, para toda sucesión abierta se ponía en movimiento un
mecanismo de candidaturas y de presiones por parte de los estados más interesados es su
resultado. Sin embargo, mientras que en Alemania la casa de los Habsburgo había logrado
progresivamente – desde el siglo XVI hasta la mitad del XVIII – asegurarse con bastante
solidez la atribución del título imperial, en el trono polaco, en el mismo periodo, no habían
cesado de alternarse miembros de varias familias principescas. Por lo demás, a medida que
Rusia y Prusia alcanzaban un peso específico en aquella zona, su condicionamiento se había
añadido progresivamente al de Francia y Austria, además del propio imperio otomano.
Mientras que la misma Dieta polaca se transformaba en un campo abierto a las influencias
exteriores y entre sus miembros se delineaban partidos cada vez más discordantes, las
intromisiones extranjeras resultaban con ello proporcionalmente reforzadas. A fines del
siglo XVII había llegado a ser rey de Polonia el Elector de Sajonia Augusto II, que para
ocupar aquel trono había tenido que abandonar el luteranismo. Determinantes para que su
elección habían sido los apoyos de Prusia y de la Rusia de Pedro el Grande. Cuando el
soberano murió, fueron Austria y Rusia las que propusieron y al final impusieron la subida
al trono del hijo Augusto III contra el designio de Francia, que había sostenido, aunque
demasiado débilmente, la candidatura de Estanislao. Para subrayar la flagrante debilidad de
la Dieta bastará recordar que en 1733 fue dominada primeramente por las presiones
francesas y procedió a la elección de Estanislao y antes de terminar el mismo año,
habiéndose reunido en Varsovia las tropas rusas, se llegó a la designación de Augusto III.

Aunque en franca decadencia, la potencia española no descendió ciertamente en el siglo


XVIII a tal grado de subordinación, a pesar de que precisamente por la sucesión a su trono
se había desencadenado un largo conflicto y se había accedido finalmente a poner en él a la
dinastía extranjera de los Borbones. Este cambio había deteriorado inevitablemente el
tradicional entendimiento entre las cortes de Viena y de Madrid, tanto más cuanto en torno
a 1700 la preponderancia austríaca llegó a ser sustituida en Italia por la española. No
obstante, el nuevo soberano ibérico Felipe V de Borbón no fue reconocido por el emperador
Carlos VI, mientras entre sí se agudizaba la rivalidad, ya que ambos aspiraban a la posesión
de Sicilia (atribuida en un primer momento a Saboya). Isabel Farnesio, esposa de Felipe V,
promovía enérgicamente las iniciativas austríacas, que fueron inicialmente representadas
por el prelado Giulio Alberoni, convertido en su principal ministro y muy pronto también
cardenal. En la primavera de 1717, éste aprovechó la ocasión de una ruptura con Austria,
ofrecida por el arresto en Milán de José Molinez, ya embajador en Roma y designado para
el oficio de Gran Inquisidor en Madrid. Una flota española atacó entonces Cagliari y en
breve tiempo se apoderó de Cerdeña, que había entrado a formar parte de los dominios de
los Habsburgo. Pero los logros de esta ofensiva se volvieron pronto en perjuicio de la
iniciativa de Alberoni. Habiéndose alineado Inglaterra con Austria, una de sus escuadras
navales mandada por el almirante Byng aniquiló en el cabo Passero a las fuerzas navales
españolas, que se habían decidido también a atacar Sicilia.

La incertidumbre de la política francesa contribuyó primeramente a provocar la caída de


Alberoni. No habiendo logrado evitado un conflicto con París, éste vio moverse desde
Bayona al ejército del duque de Berwick, hijo de Jacobo II Estuardo, convertido en mariscal
de Francia. Habiendo caído en posesión de este último Fuenterrabía y San Sebastián a
comienzos de 1719, y luego siendo directamente amenazada Cataluña, a finales de aquel
año se consumó la desgracia del cardenal italiano. La paz de Madrid de enero de 1720 obligó
a los españoles a retirarse tanto de Sicilia como de Cerdeña (que entretanto había sido
entregada a Saboya, a cambio de la otra isla). Para conseguir un aliado contra Inglaterra,
Francia se aproximó a España, con la que estipuló un tratado secreto desde marzo de 1721.
Madrid abrigó esperanzas de recuperar Gibraltar, la colonia inglesa a la que se puso un
infructuoso sitio desde diciembre de 1726 hasta junio 1727. No obstante, las dos monarquías
borbónicas consiguieron algún éxito en la península italiana en el transcurso del conflicto
que las había enfrentado a Inglaterra, Austria y Rusia por la sucesión al trono polaco. En
1734g, al frente de las tropas franco piamontesas, el octogenario mariscal Villars ocupó por
breve tiempo Milán, que el año siguiente volvió a los austríacos. Entre 1734 y 1735, en el
frente del Rin se desarrollaron unas operaciones de escaso alcance entre el cuerpo de
expedición francesa a las órdenes del mariscal de Berwick y las fuerzas austríacas mandadas
por el príncipe Eugenio de Saboya. Precisamente en aquella coyuntura, un ejército ruso al
mando del mariscal Lasey se movilizó tardíamente en ayuda de los Habsburgo y por primera
vez llegó hasta el valle del Rin. El ya citado tratado de Viena del 2 de mayo de 1738, que
puso fin al conflicto, produjo varios cambios en la escena europea. Por un lado, don Carlos
de Borbón, hijo del rey de España, tras haberse enfrentado eficazmente a los austríacos en
la zona meridional de Italia, obtuvo el reino de Nápoles y de Sicilia con el nombre de Carlos
III; en compensación, cedió a los Habsburgo sus derechos sobre Parma y Piacenza. A
Estanislao, excluido ya del trono polaco (al que renunció definitivamente), se le asignó el
ducado de Lorena, del que hasta entonces era titular el marido de María Teresa, Francisco.
Al mismo tiempo, a este último le fue atribuido el gran ducado de Toscana, ya que se había
producido la extinción de la casa de los Médicis.

4.3. Despotismo ilustrado


No menos que el siglo XVI y que el siglo XVII, el siglo XVIII constituyó un periodo de
acentuada presencia y de expansión posterior de las potencias europeas en los continentes
asiático y americano. De este modo, apenas puede decirse que los conflictos que se
produjeron en suelo europeo fueran verdaderamente más importantes que los que tuvieron
lugar más allá de los océanos. El principio de unos y de otros fue el mismo: el afán de
engrandecerse a expensas de los más débiles. Pero entre una variante y otra hubo al menos
una diferencia. Entre los territorios colonizados en ultramar existió por lo menos uno que
supo reivindicar su autonomía y finalmente imponer a la madre patria su propia
independencia. En Europa, en cambio, ninguna guerra fue redimida por un atisbo de
idealismo: todas fueron la expresión directa de cínicos cálculos o de numerosos regateos
(exceptuando algunas repercusiones que se produjeron hacia finales del siglo como
consecuencia de los acontecimientos revolucionarios de Francia). Además, precisamente en
el siglo XVIII apareció, y a veces se realizó, el brutal proyecto de disgregar los estados
ajenos, de repartirse su territorio con desprecio de los vínculos que habían mantenido unidas
a sus poblaciones. Por otra parte, hay que subrayar que el mismo hecho de guerrear – tras
haber atravesado significativas fases de desarrollo y de transformación – asumió caracteres
un tanto nuevos. Ante todo, la información de los oficiales y de los cuadros militares fue
asumida por los estados en un grado bastante más alto que anteriormente, sobre todo por lo
que respecta a las fuerzas de tierra. Esto significa además que – como sucedió en particular
en Francia y en Prusia – el mantenimiento de los ejércitos desempeñó una función capital
en la promoción social y también intelectual de una franja no menospreciable de la
población. Las fuerzas armadas se convirtieron cada vez más en un conjunto de cuerpos de
oficios, que exigían un largo proceso de aprendizaje para adiestrarse e ingentes costes para
mantenerse y equiparse. De ello derivó que los respectivos comandantes dudaron cada vez
más que antes en poner en peligro la consistencia de su ejército y, además de todas las
batallas campales, intentaron a menudo proceder a la ocupación del territorio conquistado a
fin de que constituyese luego una especie de prenda para los futuros tratados diplomáticos.
Se pone de relieve, pues, que en este siglo los ejércitos empezaron a no vivir ya
primordialmente de los recursos del propio país ni de los ciudadanos, sino que contaron con
sus propias reservas de víveres y de municiones. En el plano táctico, el fusil tomó
definitivamente la delantera de las armas individuales que no eran de fuego y los ataques
tomaron la forma de sucesivas oleadas de descargas ordenadas de artillería.

Estaban superados ya los grandes ideales que habían acompañado y alimentado la


satisfacción de los apetitos de conquista de los siglos anteriores. No subsistían ya causas por
las que o en cuyo nombre batirse: ni la guerra santa contra el infiel, ni la lucha contra la
potencia hereje o de diferente confesión, ni el sueño de una potencia ansiosa por imponer a
todos la propia supremacía. Permanecía, puesta al desnudo, la pura razón de estado, es decir,
la codicia de la conquista. Los pretextos no faltaban, desde los dinásticos, considerados aún
totalmente válidos, hasta los estratégicos o encubiertamente económicos. Desde hacía
tiempo convertida en un campo único de fuerzas interactivas e interdependientes, la Europa
del siglo XVIII era ya un espacio en que era muy difícil mover un solo peón sin provocar
una serie de repercusiones en otras partes del tablero de ajedrez. Semejantes constataciones,
no obstante, exigen algunos comentarios. La razón de estado, a la que ya no se hacía tanta
referencia siendo implícita y considerada como obvia, no se identificaba solamente con el
interés calculado y con la irrefrenable tendencia a la expansión territorial, marítima y
económica. Como había sucedido en Italia en el siglo XV, ahora esa tendencia constituía ya
la traducción de la idea de asegurar un equilibrio de las fuerzas, un orden internacional en
que ciertamente se consolidasen los más poderosos pero en que se excluyese la auténtica
preponderancia de una sola potencia. Al menos en parte y en notable medida, este objetivo
de equilibrar las distintas esferas había presidido ya los mayores desarrollos de las relaciones
entre los estados del siglo XVI y todavía más del siglo XVII. Existía, en suma, algo que se
asemejaba a una especie de concierto europeo, sabiendo que de eso dependía también en
buena parte el destino de las otras áreas terrestres. Aunque propiamente no estaba inspirada
por un elevado sentimiento, la razón de estado era la juiciosa consideración de un campo de
fuerzas, en cuyo interior era necesario reunir la coexistencia y la convivencia, sin atropellar
del todo ni romper las relaciones con los estados vecinos. La confrontación entre los estados
estaba abierta y exenta de prejuicios, pero no existía el propósito de imponer formas de
dominio exclusivo y menos aún a escala mundial.

Por otra parte, dado que de un modo bastante votable habían venido a menos los apoyos
ideales y religiosos o políticos y culturales (cristiandad, difusión de la fe, etc.) no se había
tenido aún la ocurrencia de recurrir a su traducción más moderna, la representada por las
ideologías éticas y políticas. Los monarcas y los gobernantes de aquella época, movidos por
sus pasiones y sus proyectos, actuaban a pesar de todo en nombre (aunque no siempre
necesariamente por el interés y provecho) de las comunidades estatales que regían. En el
siglo XVIII, en suma, la situación se encontraba en una especie de fase intermedia entre la
caracterizada por la presencia de supra estructuras de tipo religioso y confesional, que habían
actuado hasta entonces, pretendiendo interpretar las exigencias colectivas y la ya próxima
de las supra estructuras de marca más o menos democrática, expresada en ideologías que,
por una razón o por otra, habían encauzado y monopolizado el consenso electoral
manifestado de vez en cuando por los ciudadanos (dirigido y manipulado luego otra vez por
sus representantes). De esta manera, el siglo XVIII representó en ese plano un momento de
tránsito y de intermedio no muy prolongado entre dos formas de transposición o de
proyección de los valores en los que se consideraba que debían inspirarse los grupos
humanos de Occidente.

4.4.- La guerra de sucesión austriaca


Esta designación del conflicto que estalló a fines del año 1740 es ya tradicional, aunque
parcialmente impropia. Como ya se ha visto, el emperador Carlos VI había logrado, en el
transcurso de las décadas anteriores que se reconociera por parte de las mayores potencias
la legítima sucesión de su hija María Teresa al trono de los Habsburgo. A su muerte, no hubo
tanto una contestación a los derechos dinásticos de la soberana como, más bien, el
planteamiento hecho por varios estados de pretensiones sobre ese o aquel territorio que ella
heredaría de modo pacífico. Sustancialmente, por lo demás, el auténtico golpe de efecto lo
dio el rey de Prusia que, sin justificaciones objetivas, en diciembre de 1740 envió un
ultimátum a María Teresa para que le cediese Silesia (que no le había pertenecido nunca y
sobre la que no tenía ningún derecho fundado). Habiendo hecho entrar sus tropas en aquella
región, el más que desaprensivo Federico II, que acababa de suceder a su padre Federico
Guillermo I, osó afirmar que a cambio de la conquista de Silesia daría su apoyo a la
candidatura de Francisco, marido de María Teresa, al cargo imperial.

En su largo reinado, Federico II daría otras pruebas de su modo de proceder exento de


escrúpulos, además de atrevido y no obstante muy hábil. De todo ello, el soberano prusiano
no dio pruebas exclusivamente en el plano internacional. En el interior del país supo
incrementar los vínculos con los Junker, a quienes reservó los máximos cargos de la
administración civil, además del monopolio de la designación de cargos en el cuerpo de
oficiales del ejército. Estaba convencido, en efecto, de que el sentido del honor – con el que
se propuso precisamente especular – se podía encontrar sólo en la nobleza feudal, con
exclusión de la burguesía. De este modo, Federico II, consentiría en aceptar a oficiales no
aristócratas sólo cuando se viera obligado a ello por las peripecias acaecidas en la siguiente
guerra de los Siete Años. Esta prioridad otorgada a los aparatos militares y a los privilegios
de la nobleza representó sin duda una fuerte rémora para una política de reformas liberales
y cambios sociales efectivos. Pero el astuto monarca supo crearse igualmente en la opinión
pública una aureola de soberano ilustrado, manifestando públicamente simpatía por los
filósofos franceses, que apoyaron su causa. Mucho más adecuado era el juicio de su
contemporáneo y súbdito Johann Winckelmann, cuando deploraba que toda Prusia no fuera
prácticamente más que una guarnición o cuartel. No obstante, la élite prusiana resultó
partidaria del sistema de gobierno de su rey, convencida de que era en conjunto el más
eficiente y el más racional de Europa. Aunque bastante menos favorecida, la burguesía acabó
obteniendo también sus beneficios de ese sistema político, en particular, en el campo de la
industria y el comercio. Los movimientos a veces también imprudentes del monarca
prusiano no estaban, pues, confiados solamente a la organización militar, sino también a
toda una estructura socioeconómica sensatamente edificada en función de sus objetivos.
Cuando atacó de improviso e inopinadamente a Austria, ésta estaba casi aislada en un
contexto en que las mayores potencias o se hallaban metidas en otros campos de batalla o
bien constreñidas por problemas internos. Por lo demás, la cuestión de la elección imperial
germánica hacía en parte de pantalla a la guerra relámpago de Federico II, aunque también
llegó a entrecruzarse con ella.

Las auténticas operaciones militares se iniciaron en 1741 en el territorio de Silesia, donde


los prusianos tuvieron la buena suerte de conseguir una clarísima victoria en Molwitz cerca
de Breslau. Ésta contribuyó a dar rápidamente cuerpo a una alianza entre Federico II y
Francia, estipulada inmediatamente después en la localidad bávara de Ninfenburg. Un
ejército al mando del mariscal de Belle – Isle, jefe aristócrata del partido intervencionista y
armamentista francés, fue enviado a Alemania y en noviembre llegó hasta Praga. Entretanto
el rey de Prusia, que se había asegurado también el apoyo de Baviera, Sajonia y de España,
firmó el 9 de octubre del mismo año la tregua de Klein – Schellendorf con Austria, a cambio
de la promesa de poseer al Baja Silesia. Al año siguiente firmó con María Teresa el tratado
de Berlín con el que a pesar suyo la soberana consintió en ceder toda Silesia.
La iniciativa de Federico II había puesto en movimiento casi todo el engranaje de las
relaciones intereuropeas. Aunque se confirmaba el antagonismo continental entre los
Habsburgo y los Borbones de Francia y de España, no surgía menos la rivalidad de estos
últimos países con Inglaterra. Caído el gabinete de Walpole en 1742, Inglaterra se alineó a
favor de María Teresa, sobre todo para poder intensificar sus operaciones contra España y
en particular contra sus colonias americanas. Francia, por su lado, para tener en el trono
germánico a un hombre fiel, se alineó a favor de la elección del Elector de Baviera Carlos
Alberto. Éste, después de entrar con sus fuerzas en Bohemia, se hizo coronar allí rey y luego
fue investido además con la dignidad de Frankfurt con el nombre de Carlos VII. De este
modo, la guerra se convirtió en un enfrentamiento entre Inglaterra y Austria, por un lado, y
las potencias borbónicas por otro. Por de pronto, hay que señalar que las fuerzas francesas
no lograron mantenerse durante mucho tiempo en Praga. Su última guarnición tuvo que
abandonar aquella ciudad en 1743, dondo no tardaron en volver a entrar las tropas de María
Teresa. En setiembre de aquel mismo año, el rey de Cerdeña Carlos Manuel III, intentó
también aprovechar las dificultades en que se encontraba la soberana de los Habsburgo,
alineándose con ella ciertamente mediante el tratado de Worms, pero obteniendo a cesión
de una parte del Milanesado, al oeste del Ticino. De esta manera, las operaciones se
extendieron a la zona de la península italiana, con un ataque de fuerzas borbónicas a Saboya
y su entrada a Chambéry. A pesar de la ayuda de la república de Génova, el intento de las
tropas franco – españolas de penetrar en el valle del Po no tuvo éxito y fueron los austríacos
quienes llegaron hasta Liguria y Niza.
Después de que en octubre de 1743 los Borbones de España y de Francia estrecharon más
las relaciones entre sí con un primer “pacto de familia”, firmado en Fontainebleau, el
auténtico conflicto que se producía en el campo de batalla europeo se reanudó en 1744.
Siguiendo una directriz de expansión que se remontaba al siglo anterior, los franceses se
propusieron como primer objetivo los Países Bajos austríacos. Inicialmente, se apoderaron
de Cambrai, Ypres y otras localidades, pero en junio se encontraron con el cuerpo de
expedición inglesa y fueron derrotados en Dettingen. Un intento suyo de desembarcar en
Inglaterra se reveló también inútil: bastó una tempestad para desperdigar en las aguas de
Dunkerque la flota que habían preparado. Pasado el verano, el ejército austríaco al mando
de Carlos de Lorena, cuñado de María Teresa, penetró en Alsacia y llegó hasta Lorena. Los
franceses intentaron entonces, en 1745, una atrevida maniobra de rodeo, haciendo
desembarcar en Escocia a Carlos Eduardo Estuardo. Con el apoyo de muchos escoceses,
éste no sólo se apoderó de Edimburgo, sino que hizo también proclamar rey a su propio
padre Jacobo VII. Habiendo logrado derrotar en Preston – Pans a las tropas enviadas desde
Londres contra él, Carlos Eduardo ocupó inmediatamente después Manchester. No obstante,
abandonado por los franceses, su tentativa fracasó el 27 de abril de 1747 en Culloden
(Escocia), donde fue claramente derrotado.

En cambio, fue en el frente flamenco donde Francia logró resarcirse ampliamente, después
de que el mando de sus hombres fuera confiado al mariscal Mauricio de Sajonia. El 11 de
mayo de 175, éste desbarató por primera vez en Fontenoy al ejército angloholandés mandado
por el duque de Cumberland, y cerró todos los caminos de Flandes y de la misma ciudad de
Bruselas. El 11 de octubre del año siguiente, Mauricio consiguió una nueva victoria en
Rocoux, cerca de la frontera holandesa, otra vez contra los angloholandeses a los que se
habían unido las fuerzas austríacas capitaneadas por Carlos de Lorena. Finalmente, el
mariscal sajón venció de nuevo a sus adversarios guiados por el duque de Cumberland cerca
de Maastricht, en julio de 1747.

Hacía poco que se habían iniciado ya, y en parte también realizado, los tratados de paz entre
los contendientes. Desde diciembre de 1745 se había firmado gracias a la mediación inglesa,
el tratado de Dresden entre Federico II y Augusto III Elector de Sajonia, soberano de
Polonia. El rey de Prusia, en efecto, había batido recientemente a los austríacos en Friedberg,
en Silesia, y había persuadido a los británicos para que le reconocieran la posesión de aquella
región (obteniendo que Inglaterra no apoyase ya financieramente a María Teresa, si ésta se
obstinaba en volver a recuperarla). Por otro lado, al firmar también esta soberana el tratado
de Dresden, renunciaba definitivamente al que había sido su territorio, teniendo en cuenta
sobre todo que sus finanzas se habían desestabilizados totalmente con los gastos producidos
por la guerra. La paz general fue firmada finalmente el 28de octubre de 1748 en Aquisgrán.
Todos reconocieron allí como emperador a Francisco de Lorena, oficialmente elegido ya en
Frankfurt en 1745 tras la muerte de Carlos VII. María Teresa tuvo que renunciar a la
posesión de Parma y de Piacenza que, juntamente con el principado de Guastalla, pasaron
al infante Felipe de Borbón, hermano del rey de España.

4.5.- La guerra de los Siete Años


El tratado de Aquisgrán, que había restablecido el statu quo entre Francia e Inglaterra, se
resolvió sustancialmente con una tregua, seguida por un intenso cruce de iniciativas
diplomáticas que prepararon sobre todo un nuevo y más amplio conflicto. El destino de la
gran competencia colonial anglo – francesa no estaba aún bastante definido mientras los
Balcanes y la zona del mar Negro constituyeran un área en la que tanto Austria como Rusia
tendían a seguir consolidándose sin cesar. El imperio otomano, en efecto, representaba a la
vez un enigma y una especie de reserva de caza, en tanto que su capacidad de resistencia no
se había contrastado todavía suficientemente. Más por lo que respecta al vasto reino polaco,
hacia él no sólo se dirigían las ambiciones austríacas, sino también y quizá más las prusianas.
Con todo, no se puede negar la sed de dominio de Federico II, que quiso entrecruzarse la
política expansionista de la zarina Isabel. Esta constatación es de gran relieve no sólo por la
progresiva inserción de la potencia de los Romanov en el sistema europeo, sino también por
el enfrentamiento que se manifestó entre sus aspiraciones y las de Prusia. En los años 40 del
siglo XVIII hubo una nueva fase de hostilidad entre Rusia y Suecia, que subrayó el despertar
provocado por el reinado de Isabel y permitió a ésta anexionar a Rusia una de las partes
meridionales de Finlandia. Todavía a propósito de Suecia, aunque esta vez por la sucesión
al trono de este país en 1751 se tensaron las relaciones ruso prusianas. Federico II estaba de
parte del hijo del rey difunto. En setiembre de 1755, Isabel Romanov estipuló un tratado con
Inglaterra cuya función era antiprusiana, comprometiéndose a poner en el campo de batalla
un ejército que se financiaría con aportación británica.

Federico II marchó contra Augusto III. Elector de Sajonia y rey de Polonia, obligándolo a
ponerse a salvo en el campo atrincherado de Pirna. Al cabo de un mes, este soberano se vio
obligado a capitular y a refugiarse en tierras sarmánticas, mientras gran parte de sus soldados
se incorporaba a las filas del ejército vencedor. La acción de Federico II podía aparecer por
lo menos como arriesgada, puesto que se enfrentaba con Austria, Francia, Rusia y también
Suecia. Durante los años que siguieron, en efecto, sus aliados ingleses se limitaron a
permanecer a la defensiva en Hannover, sin comprometerse prácticamente en nada en el
continente, dado que estaban ocupados en la gran competencia naval con sus adversarios
franceses. Esta lucha marítima se había reemprendido ya en 1756 y también en el
Mediterráneo, cuando la escuadra de La Galissoniere había derrotado en primavera a la del
almirante Byng, obligándole a capitular en junio y ceder la base ocupada por los ingleses en
el puerto de Mahón (Menorca). Esta isla de las Baleares fue restituida en seguida a España
por los franceses, que en los años siguientes, sin embargo, sufrieron ataques en sus propias
costas. En 1757, la marina británica efectuó un desembarco en la desembocadura del
Charente y ocupó la isla de Aix, en la vasta bahía. En 1758, la flota inglesa intentó un
desembarco en Saint – Cast (Bretaña) pero fue rechazada, mientras que en 1759 derrotó a la
flota francesa en Belle Ile.
No obstante, esas operaciones navales no resultaron decisivas ni para las rivalidades
coloniales anglo francesas, ni para la suerte de la guerra de los Siete Años, cuyas vicisitudes
europeas afectaron esencialmente a los campos de batalla terrestres. Federico II supo valerse
con creces de las 670 000 libras esterlinas que Inglaterra le pagó anualmente entre 1757 y
1761, dada la necesidad que tenía de ese dinero. Consciente de que el dinero constituía su
talón de Aquiles, el rey prusiano recurrió también, entre 1756 y 1763 a una estratagema
financiera muy poco escrupulosa, aunque bastante rentable. Desde Breslau y Konigsberg
inundó en aquellos años el área polaca de moneda falsa, procurándose notables recursos. Por
lo demás, el fin de la concesión del subsidio inglés en 1762 no sería la última de las razones
que lo inducirían a entablar negociaciones de paz.

El vuelvo decisivo se verificó a partir de enero de 1762, cuando desapareció la zarina Isabel.
Aunque fuera provisionalmente, en efecto, la sucedió en el trono el gran Pedro de Holstein
(Pedro III), sobrino de Federico II. No sólo el nuevo soberano retiró su cuerpo armado, sino
que entabló en seguida negociaciones de paz, una paz que fue firmada el 5 de mayo. El zar
abandonó sin contrapartidas sus anteriores conquistas y poco después prometió incluso el
apoyo de un contingente de veinte mil hombres. Al mismo tiempo, se había decidido la paz
entre los prusianos y los suecos. Aunque hacia fines del mismo año, Pedro II fue destronado
por Catalina II, ésta se contentó con proclamar su neutralidad en el conflicto. La nueva zarina
no era favorable a Federico II, pero éste salió sin pérdidas de una prueba de rasgos bastante
brillantes, aunque sustancialmente inútil a la escala europea. Con el tratado firmado en el
castillo sajón de Hubersburg el 15 de febrero de 1763, María Teresa tuvo que confirmarle
otra vez la posesión de Silesia. No se pudo ver qué beneficio había sacado el continente
europeo de aquellos siete años de guerra que en ultramar en cambio habían modificado tantas
situaciones.

4.6.- La formación de los Estados Unidos de América


Existió una prolongada y articulada relación dialéctica entre los hombres que llegaron de
Inglaterra y las condiciones de existencia que los acogieron y les influenciaron ampliamente.
Tales condiciones no sólo fueron la premisa, sino también la base de la configuración
autónoma de la comunidad angloamericana nacida más allá del océano. Esto no parece sólo
cierto porque la madre patria se interesó durante mucho tiempo bastante poco por los hijos
que la abandonaban. Existían sobre todo situaciones objetivas que hacían cada vez más
diferentes a los colonos de los ingleses y que los englobaban en un contexto más o menos
manifiestamente distinto del británico. Imaginar que los emigrantes habían querido construir
una comunidad orgánicamente escindida de Inglaterra es irreal. En cambio, es mucho más
apropiado sostener que esos hombres fueron modelados lentamente por el ambiente natural,
social y económico que los rodeaba y que así resultaron forjados por una naturaleza cada
vez más distinta de la de sus ex conciudadanos.

En la segunda mitad del siglo XVIII, los colonos norteamericanos ofrecieron el insólito
espectáculo de una comunidad de emigrantes europeos que, regularmente sometid a un
estado, tendía a romper sus propios vínculos con este estado y a proclamarse independiente.
Se trató de un fenómeno nuevo y en gran medida inopinado, fuera lo que fuese lo que se
pensase de cara al futuro. Aquellos emigrantes de varios orígenes constituían un conjunto
humano notablemente desarticulado y, en torno a 1750, todavía políticamente invertebrado.
Sin duda alguna, en aquella misma fecha, Inglaterra estaba bastante lejos de darse cuenta de
qué situación se había constituido al otro lado del océano. Se trataba de una comunidad
galopante crecimiento demográfico. Entre 1690 y 1720, sus habitantes habían pasado de 210
000 a 460 000, en 1750 habían alcanzado el millón y en 1770 superaron los dos millones.
Desde un punto de vista cultural, sobre las élites de ese magma en pleno desarrollo se
proyectaron los reflejos del movimiento de las “luces”. Como contraposición de cuanto se
pensase de ellos en Europa más que por propia convicción original, los norteamericanos
pudieron considerarse como portadores de un estilo de vida casi incorrupto y próxima a la
naturaleza, incluso apto para satisfacer el anhelo a la libertad. Una vez lograda su
independencia, ésta aparecerá de rebote en Europa y en particular en Francia como una
conquista ejemplar y una referencia ideal.

El rápido crecimiento demográfico de las costas atlánticas creó, en efecto, una demanda cada
vez mayor de mercancías británicas, al tiempo que en Gran Bretaña las salidas de los
productos que podían ser vendidos de aquellas colonias tampoco se expandían. Ya en los
años treinta de ese siglo, el consumo americano de mercancías de la madre patria superaba
de mucho la capacidad de las colonias para pagar mediante el intercambio de sus propios
artículos. Los comerciantes de las colonias obtenían notables beneficios de los tráficos con
las islas francesas o españolas del Atlántico y las ganancias totales les permitían reequilibrar
su propio déficit en las transacciones con Inglaterra. Pero los plantadores ingleses de las
Indias occidentales y sus cointeresados en la madre patria no veían de hecho con buenos
ojos cómo los hombres de negocios americanos se enriquecían con mercancías de bajo coste
en Guadalupe, Martinica o Santo Domingo. Se llegó a proteger la producción de las Indias
occidentales británicas, impuso aranceles prohibitivos a la importación de productos
azucareros exteriores. Los negocios de los americanos resultaron perjudicados directamente
con ello, cuando los aduaneros locales no se dejaban corromper permitiendo el contrabando.
Muchos comerciantes, aunque por defecto de controles, se habituaron de esta manera a
infringir sistemáticamente las medidas tomadas desde Londres. Entretanto, las disposiciones
mercantilistas favorables a la metrópoli se sucedían. Productores y negociantes ingleses de
géneros textiles, en efecto, tenían pleno interés en conservar la exclusiva de los mercados
norteamericanos, ya que sus exportaciones se triplicaron entre 1744 y 1758.

La tensión contribuyó a forjar las armas ideológicas de la oposición política antibritánica.


Obviamente, el gobierno seguía confirmando que el Parlamento de Londres tenía derecho a
legislar con respecto a las colonias en cualquier caso y en cualquier materia. Los colonos,
en cambio, proclamaban cada vez más que solamente podían ser representados y sometidos
a impuestos por aquellos mismos que habían elegido y que ocupaban un puesto en sus
asambleas. Esto equivalía a afirmar que la comunidad americana era políticamente muy
distinta a la inglesa. Es esta fase, por consiguiente, tanto los radicales como los moderados
se situaban aún en el típico contexto inglés y proclamaban salvaguardar la constitución
británica en el sentido que la interpretaban. Por lo demás, en el transcurso de toda esa crisis,
los líderes americanos repitieron que su revolución no iba contra los principios de tal
constitución, sino a favor. Las protestas colectivas de las distintas colonias empezaron a
sucederse una tras otra y, por su lado, el gobierno londinense dio también algunos pasos
atrás. Pero poco después seguían otras medidas desafortunadas, que ya antes de 1770
acentuaron el movimiento de boicot a las mercancías inglesas. El 5 de marzo estalló el
primer incidente cruento: en Boston, los soldados dispararon contra una multitud
amenazadora y mataron a cinco civiles. Pero el gobierno de North aprobó en 1773 otra
disposición: la Tea Act, que concedía exclusivamente a la Compañía de las Indias Orientales
el monopolio de la venta del té, perjudicando en última instancia los intereses de los
importadores americanos. Mientras esto favorecía el juego de los representantes más
radicales de los colonos, los ingleses consideraron como un auténtico ultraje el hecho de que
unos agitadores disfrazados de indios hubieran lanzado a las aguas del puerto de Boston un
cargamento de té valorado en diez mil libras esterlinas. No ha de excluirse el hecho de que
aquella revuelta había coronado la aspiración de cuantos se habían complacido en idealizar
la vida americana.

En 1774, en muchas colonias la vida se halló regulada sobre todo por las instancias locales,
mientras que los gobernadores reales eran simples espectadores del nacimiento de
autogobiernos informales. Un primer Congreso general se reunió en Filadelfia en setiembre
de aquel año para sancionar el reconocimiento de las nuevas autoridades coloniales y
sostener el boicot llevado a cabo a las mercancías británicas. Un segundo Congreso (1775)
se autoproclamó gobierno central e invistió al virginiano George Washington con el cargo
de general de las tropas locales. La guerra que se fue desencadenando poco a poco debió
durar varios años, descubriendo más la debilidad que la fuerza de cuantos participaron en
ella. En el plano político, no obstante, las cosas maduraron más rápidamente. El 4 de julio
de 1776, también en Filadelfia, fue proclamada la Declaración de Independencia, redactada
por el abogado virginiano Thomas Jefferson. Con este documento, los recién nacidos
Estados Unidos hacían de algunos principios políticos y sociales el fundamento de su propia
existencia. Allí se reclamaba, en efecto, la máxima de que todos los hombres habían sido
creados iguales y el criterio según el cual gobernantes y gobernados están recíprocamente
unidos por un contrato. Se reconocía que el pueblo, iluminado por Dios y por la razón, tenía
el derecho de censurar al rey y al gobierno. Por consiguiente, si la autoridad amenazaba a
los derechos naturales – vida, libertad, propiedad – los ciudadanos podían renunciar al
contrato. Dado que era el pueblo quien debía tomar el poder y toda constitución era
proclamada en nombre del pueblo, de hecho, era el sistema republicano el que tomaba la
delantera. En el ámbito práctico, todo ciudadano, para disponer de derecho a voto, tenía que
ser detentor de una propiedad.

El comandante en jefe británico, sir William Howe, tenía en 1776 a sus órdenes a treinta mil
hombres, dieciocho mil de los cuales eran mercenarios alemanes; al cado de dos años, sus
efectivos ascendían a cincuenta mil soldados. Su hermano, el almirante Richard Howe,
estaba al frente de las fuerzas navales. Ambos no querían conquistar, sino pacificar, de modo
que probablemente disminuyeran la moral de sus propias tropas llevando a cabo operaciones
no destructivas. Las unidades de Washington tenían una consistencia claramente inferior y
en conjunto oscilante: no obstante, sus derrotas se alternaron con varios éxitos. Más que una
guerra, el general americano llevó a cabo una guerrilla favorecida por el apoyo de la
población, por la extensión del territorio y por un mejor conocimiento del lugar. Estos
elementos representaron una desventaja para las maniobras de las tropas inglesas del general
Burgoyne. Tras una larga marcha y con pocas provisiones, las fatigadas tropas de Burgoyne
vieron cómo se les cortaba la retirada por la actuación de diez mil hombres mandados por
Horatio Gates, que les infligió una dura derrota e hizo prisioneros a siete mil enemigos en
Saratoga. Esta batalla se puede considerar como el giro no sólo militar del conflicto, sobre
todo porque su éxito indujo finalmente a Francia a participar en la guerra al lado de los
norteamericanos.
El conflicto se había internacionalizado de un modo evidentemente provechoso para los
norteamericanos, cuyos estados habían obtenido de esta manera un primer y decisivo
reconocimiento. Los franceses, además, se habían comprometido a no firmar ninguna paz
por separado con Gran Bretaña. La entrada de Francia y España en el conflicto transformó
ciertamente la perspectiva de lo que naturalmente podía suponerse al inicio, contribuyendo
a que Inglaterra aceptase aquella conclusión desfavorable. Al hallarse entonces en la cumbre
de su potencia, sin embargo, Gran Bretaña pudo valorar con bastante facilidad las
implicaciones de ese resultado. Ciertamente, la independencia de los colonos ingleses le
podía parecer sin más que un hecho secundario, mientras que sus relaciones con una gran
potencia como Francia, tenían mucho más relieve. En efecto, en esta fase de desarrollo
económico sin precedentes, Inglaterra pudo estipular inmediatamente después un ventajoso
acuerdo comercial con Francia. La guerra de la independencia americana no le hizo perder
siquiera los mercados de las antiguas colonias, que siguieron dependiendo de ella
estrechamente. Al fin y al cabo, pues, los ingleses salieron de esa guerra con un mínimo
perjuicio, tanto en el plano económico como en el social. La gran potencia mundial del siglo
siguiente seguiría siendo Gran Bretaña.

La transición a la independencia y al autogobierno fue en los nuevos estados americanos


relativamente incruenta, aunque aquellos que siguieron siendo fieles al soberano inglés
fueron víctimas de medidas represivas, vejatorias y a veces graves. Es muy difícil valorar
cuántos fueron obligados a marcharse a Canadá, a las Antillas o a Inglaterra, pero quizá se
trató de una décima parte de la población blanca. Los americanos victoriosos se persuadieron
de que la revolución y su éxito comportaban la reconstrucción de la vida política bajo la
insignia del republicanismo. En el periodo inicial, el de la primera constitución federal fue
organizado la colonización de los vastísimos territorios del Oeste. Pero en 1787, bajo la
presidencia de Washington, fue elaborada en Filadelfia una nueva constitución que preveía
una Cámara de representantes elegidos de forma proporcional y un Senado en el que cada
estado poseía dos miembros. Además, fue destacada la figura del presidente, cuyo mandato,
renovable, fue establecido en cuatro años: tenía facultad para oponer su veto, pero no para
disolver ni para prorrogar las asambleas legislativas. Las nuevas elecciones del 7 de enero
de 1789 llevaron a la reunión del Congreso en Nueva York el 4 de marzo siguiente y a la
proclamación por unanimidad de George Washington como primer presidente de Estados
Unidos. Asumiría también un segundo mandato en 1793.

4.7.- La Revolución Francesa


El conjunto de la sociedad francesa estaba constituido, como la mayor parte de los ambientes
europeos de la misma época, por un régimen de privilegio de determinados y restringidos
grupos sociales en perjuicio de la mayoría. A la falta práctica de iniciativas reformadoras
eficaces y prolongadas por parte del poder monárquico en el transcurso del siglo XVIII
correspondió además la acentuación del monopolio aristocrático de las funciones dirigentes.
De este modo, el siglo XVIII estuvo caracterizado por una reacción victoriosa de la
aristocracia. El estado fue investido progresivamente de unos privilegios que convirtió en
un instrumento al servicio de sus propios intereses. Por otra parte, aceptando por razones
fiscales la venta de los cargos transmisibles, la monarquía permitió que una parte del poder
público fuese acaparado por cuerpos sociales restringidos. Mientras que la nobleza iba al
asalto del estado, contra sus privilegios difícilmente justificables se polarizaban las
reivindicaciones de quienes no eran nobles, aunque sí más ricos y más ilustrados. Hasta
entonces, las distintas formas de hacerse “noble” habían permitido la movilidad social hacia
lo alto, contribuyendo así a unir estrechamente los grupos burgueses con los aristocráticos,
aunque fuese con escasas perspectivas políticas. Hacia mediados del siglo XVIII, sin
embargo, el comerciante y el financiero podían aspirar cada vez menos a coronar su carrera
logrando para sí o para sus hijos un cargo hereditario de estado o un cargo en el ejército. En
este plano también el círculo se cerraba y disminuían los resquicios capaces de hacer
vislumbrar las reformas, dado que los estratos privilegiados se arrogaban cada vez más el
goce de sus poderes y practicaban la política consistente en reservarse para sí todos los
cargos.

Las finanzas públicas francesas era bastante defectuosa, hay que añadir los diversos
conflictos internacionales del siglo XVIII la habían empeorado todavía más. El gobierno
intentó imponer nuevas tasas y en particular una especie de subvenciones territoriales a las
que habrían sido sometidas todas las propiedades de tierras. Los grupos privilegiados se
opusieron a ello, haciendo de este enfrentamiento la ocasión para prevalecer sobre el mismo
monarca. El conflicto se prolongó y enfrentó de modo particular al Parlamento y a la
autoridad real, cuyos ministros no lograron imponerse y de esta manera acabaron siendo
despedidos por Luis XVI. En el transcurso de esta fase de tensión se evocó la eventualidad
de recurrir a los Estados Generales del reino, que no habían sido convocados desde 1614.
La coyuntura de esos años produjo una fase de contracción de diez años (1778 – 1789) que
se agudizó en los últimos años de ese decenio.

La primera batalla que se libró fue de procedimiento: en realidad, afectaba a cuestiones de


fondo y de ahí que resultara decisiva para el desencadenamiento consecuente de los
acontecimientos. ¿Debían los Estados Generales ser elegidos y funcionar como en el pasado
o no? Desde 1614, toda asamblea tenía un número determinado de miembros y para las
decisiones de interés general cada orden tenía un voto. El tercer estado no quiso aceptar esta
premisa que casi inevitablemente lo habría dejado siempre en minoría, pudiéndose dar por
descontado que en general el clero y la nobleza habrían hecho frente común.
Los Estados Generales se inauguraron en Versalles el 5 de mayo de 1789. En cierto sentido,
significaban ya el fin de la monarquía absoluta de los Borbones. Por lo demás, Luis XVI no
sabía cómo afrontarlos y comenzó de repente a comportarse de un modo ambiguo,
mostrando por un lado que no quería atacarlos directamente, pero intentando por otro
condicionarlos con el despliegue de fuerzas militares. A la vez que a fines de mayo la
efervescencia campesina en las provincias pasaba ya al camino de los hechos, los
representantes del tercer estado se opusieron a las deliberaciones por separado de cada orden.
Así el 17 de junio, se arrogaron por amplia mayoría el título de Asamblea Nacional; al cabo
de dos días muchos diputados del clero se les unieron. Como la constitución de los Estados
Generales no podía ser modificada sin el consentimiento del rey y de su nobleza, se trataba
de un acto revolucionario. Tras haber anunciado reformas importantes el 23 de junio, Luis
XVI ordenó de forma desconsiderada que se reunieron en la zona parisina veinte mil
hombres de los regimientos exteriores a primeros de julio. Esto incitó los ánimos a la
revuelta. El 12 de julio la capital estaba en manos del pueblo y, como consecuencia de ello,
el día 14 se apoderó de la Bastilla. Se había armado espontáneamente milicias burguesas,
que constituyeron una Guardia Nacional a las órdenes del marqués de La Fayette. Núcleos
análogos del mismo cuerpo se formaron en las provincias, mientras las viejas autoridades
comenzaban a ser derrocadas y muchos campesinos atacaban las mansiones de los patrones.
Cada vez había más defecciones en las filas del ejército.

Con la clara intención de proceder a un reajuste del régimen político del país, la nueva
convención se autodenominó como Asamblea Constituyente. El 4 de agosto fueron abolidos
los diezmos y las corvées, con lo que se inició un proceso de emancipación de los
campesinos de los gravámenes seculares que debía revelarse como irreversible. Varios
derechos y censos señoriales fueron declarados rescatables con un pago, para que los
respectivos títulos pudieran ser exhibidos por sus titulares. El 27 de agosto fue adoptada la
célebre Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, especie de enunciado
político de intenciones, que tendía a dejar al individuo toda la esfera de acción compatible
con el interés general y con los derechos ajenos. Ahí se estableció, bajo las directrices de
Locke y de Montesquieu, que los poderes legislativos, ejecutivos y judiciales debían estar
claramente separados. Con todo, brotaban ahí también las raíces del pensamiento de
Rousseau, por cuanto se afirmaba que la “ley es la expresión de la voluntad general” y por
consiguiente se añadían también elementos de democracia directa. La proclamación de
principios que pretendía ser universales no estaba exenta de silencios significativos ni de
algunas contradicciones. No sólo la igualdad relativa o la jerarquía no eran contestadas, sino
que tampoco se hacía ninguna referencia a la esclavitud ni al comercio de esclavos. No se
quiso chocar, en efecto, con los intereses de los industriales del azúcar, de los armadores y
de los propietarios de las plantaciones coloniales. Los constituyentes franceses habían
encontrado el tono eficaz para confirmar o recapitular un conjunto de aspiraciones civiles
que pudieran constituir un programa tanto para la sociedad contemporánea como que para
la futura. Una obra no secundaria de la Asamblea Constituyente fue el reajuste del gobierno
local. Las generalités centralizadas, con sus intendentes a la cabeza, fueron sustituidas por
una nueva ordenación cuyos funcionarios deberían ser elegidos desde abajo.

El monarca francés, que ya se había manifestado varias veces tan torpe políticamente, antes
de terminar el año 1790 había proyectado ya huir al extranjero. El plan fue realizado sólo al
cabo de varios meses, aunque falló: el 25 de junio de 1791, la familia real fue conducida
bajo una buena escolta desde Varennes hasta París. Primeramente, la Asamblea
Constituyente apartó al rey de sus funciones, aunque luego se las restableció, al haberse
comprometido éste a aceptar la constitución que había sido elaborada. Las consecuencias
del clamoroso gesto, sin embargo, no fueron irrelevantes. En el plano interno, el edificio
político de la burguesía moderada resultó minado y así se pudo constituir un auténtico
partido republicano. En el plano internacional, la Europa aristocrática se sintió
comprometida en mayor grado a eliminar la herejía política contraria al Ancien Régime. De
momento se guardó un gran respeto por el soberano, hasta el punto de que el 15 de julio de
1791 fue declarado inviolable y se proclamó que no se intentaba procesarlo. A fines de
setiembre, se llegó así a la proclamación de la constitución por parte de Luis XVI que fue
aclamado. Las libertades de opinión, de expresión y de prensa fueron sancionadas al mismo
tiempo que el régimen político fundado en la separación de los poderes.

La lógica de los acontecimientos pues estaba impulsando la obra de la Asamblea


Constituyente a enfrentarse con sus adversarios internos y al mismo tiempo con sus
enemigos exteriores. En provincias, una parte de los individuos notables (es decir, no sólo
los aristócratas, sino también los burgueses) retrocedía espantada ante ciertas iniciativas de
la Asamblea Constituyente. De esta manera, en el año 1791 la revolución pareció
encontrarse en una encrucijada: entre el asentamiento o bien el reflujo, el avance o al menos
el reforzamiento. Los clubes, organizaciones espontáneas fuera del nuevo sistema
institucional, optaban por este último, empezando por el club de los cordeliers, guiado por
Marat, Hébert, Desmoulins y Danton. Por lo demás, en la capital habían surgido desde 1790
auténticas estructuras que se habían convertido en apoyo de la actividad revolucionaria. La
tendencia a proseguir la obra revolucionaria provino en gran parte de tales ambientes, así
como de los órganos de prensa. Estas publicaciones tenían de promedio una tirada de entre
diez mil y quince mil ejemplares y otorgaban un gran espacio a una especie de tribuna libre
para los lectores.
La nueva Asamblea Legislativa, la primera de tipo moderno elegida en Francia, tuvo una
vida breve: desde el 1 de octubre 1791 hasta el 10 de agosto de 1792. En ella eran ya pocos
los aristócratas y eclesiásticos, que ocupaban un puesto, antes bien había muchos
administradores locales, abogados, médicos y militares, en su gran mayoría partidarios de la
monarquía constitucional. Eran hombres nuevos, decididos a no admitir en sus filas a quien
hubiera formado parte de la Asamblea Constituyente. Los girondinos, que no formaban un
partido organizado y que provenían en gran parte de la pequeña burguesía, se situaban en el
centro del hemiciclo, cuya derecha ocupaban los fuldenses y su izquierda los jacobinos.
Estos últimos habían formado inicialmente un club bretón, reconstituido como Sociedad de
los Amigos de la Constitución. De los 750 miembros de la Asamblea Legislativa, los
jacobinos eran sólo 136, aunque los disturbios y las agitaciones del invierno correspondiente
a 1791 – 172 acrecentaron mucho su ascendente, sobre todo en la capital. En aquellos meses,
la inflación se agravó e hizo aumentar el paro, al tiempo que la revuelta rural se hacía aún
más grave: las masas urbanas se hacían así más sensibles a la campaña de los jacobinos y e
los sans – culottes. Estos últimos eran en gran parte artesanos, pequeños negociantes o
asalariados ganados para la causa punitiva y decidida contra los adversarios de esa causa.
Desde mayo hasta agosto de 1792, los girondinos habían oscilado entre el deseo de
aproximarse al soberano y una actitud más rigurosa con respecto a su doble juego, cada vez
más evidente. Ante la incertidumbre de los diputados, al cabo de pocos días el pueblo de
París se constituyó en Comuna insurreccional y tomó las órdenes. El 10 de agosto tuvo lugar
el asalto de las Tullerías, donde residía el soberano, por parte de los grupos jacobinos, de
milicias revolucionarias y de sans – culottes. Primero los guardias suizos dispararon, pero
luego Luis XVI ordenó el cese del fuego. Inmediatamente después la Asamblea Legislativa
en la que el rey se había refugiado, no sólo lo suspendió en sus funciones, sino que reconoció
incluso la Comuna insurreccional de París. Esto provocó un rápido vuelco, puesto que la
Comuna pudo imponer que la Asamblea Legislativa diera lugar cuanto antes a una nueva
instancia: la Convención nacional. Rápidamente establecida, ésta última abolió la monarquía
y proclamó la república.
Esta nueva versión del régimen revolucionario representó la fase más extremista de todas
las rebeliones francesas, tanto desde el punto de vista de las violencias intestinas como de la
radical acción de gobierno, así como de la lucha militar. Improvisados tribunales del pueblo
provocaron masacres, al tiempo que Robespierre proponía someter a Luis XVI a la
Convención y condenarlo a muerte por traición; las pasiones y los instintos sanguinarios se
juntaron con el maximalismo político, dando lugar a la fase que ha sido denominada del
Terror. Descubiertos el 20 de noviembre de 1792 unos documentos sumamente
comprometedores para Luis XVI, éste fue declarado culpable por una débil mayoría y
guillotinado el 21 de enero de 1793. A partir del marzo siguiente estallaba la revuelta armada
de los campesinos de la Vendée, seguida al cabo de poco por la de los bretones y normandos.
El 9 de marzo de 1793 fue organizado un Tribunal revolucionario encargado de reprimir los
delitos políticos: entre el 5 y el 6 de abril nación el Comité de salud pública.

La convención sólo fue disuelta el 26 de octubre de 1795, dejando detrás de sí una nueva
constitución bicameral (con un Consejo de los Quinientos y un Consejo de los Ancianos de
250 miembros). De esta constitución nació el régimen del Directorio. En setiembre de 1797,
el Directorio entró ya en crisis: uno de sus miembros, Barthélemy, fue arrestrado y otro,
Carnot, tuvo que emprender la huida. Entretanto estaba emergiendo la estrella de otro
general: Bonaparte. En su campaña de Italia de 1796 había comprendido ya que habría
podido tener mano libre en grado notable si con sus conquistas hubiese contribuido a
acrecentar las finanzas y el patrimonio del estado. Decidió abandonar la campaña de Egipto.
Desde Fréjus llegó rápidamente a París, donde asumió el mando de la guarnición militar.
Pero no se limitó a esto. Con un atrevido golpe de mano, secundado por su hermano Luciano,
logró hacerse nombrar cónsul juntamente con Sieyés y Roger Ducos, otro miembro del
Directorio: era el 9 – 10 de noviembre de 1799 (18 brumario según el calendario
revolucionario). Aquel acto puede considerarse como el fin de la fase revolucionaria:
preludiaba ya el próximo ascenso al trono imperial de Napoleón.

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