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Ante una Francia más extensa, más poblada, pero que en la guerra abusa de sus propias
fuerzas y por ello está más agotada, se levanta la nueva Inglaterra, donde, al lado de la
aristocracia terrateniente, nace y progresa una sólida aristocracia del dinero, que por la
moneda y el crédito domina el Gobierno. Para ello, el regreso de Jacobo supondría la
bancarrota. Esta nueva aristocracia es el más firme puntual del régimen. Más moderna, más
audaz, más libre, se dispone a la conquista del mundo. La cuestión de la sucesión de España
le dará ocasión de introducirse en el mundo mediterráneo. En el mar de las Indias, Inglaterra
se guarda la parte del león, gracias a la célebre Compañía. La colonización de la costa
atlántica de América del Norte está en pleno desarrollo, si bien las recientes exploraciones
de los franceses entre los Grandes Lagos y el golfo de México limitan su progresión hacia
el Oeste. Esto hace inevitable el choque. Fatal es también la lucha entre los colonos y el
Gobierno, formado por aristócratas que, a pesar de ser revolucionarios, consideran a sus
compañeros en la aventura como gente de baja estofa a la que hay que tener sujeta mientras
que los emigrantes en un país nuevo, todos iguales, quieren deducir de los principios
proclamados en la metrópoli el máximo de libertad. Para el Parlamento, cualquier medio
será bueno para mantenerlos bajo su dependencia, incluso la guerra contra los franceses que
los rodeaban desde el Canadá a Luisiana.
Los últimos años de reinado de Guillermo III se caracterizan por las negociaciones relativas
a la sucesión al trono de España. Aunque él personalmente no puede tener ninguna
pretensión equiparable a las del rey de Francia y el emperador, casados con hermanas del
rey de España, moribundo sin heredero, se interesa en el asunto como rey de un potencia
marítima, y Luis XIV, que se ha dado perfecta cuenta, desde 1698 desea negociar,
consintiendo incluso en evitar la unión de sus coronas de España y Francia, y también, para
tranquilizar a Holanda, en dejar a Bélgica al príncipe de Baviera, un niño cuya muerte en
1699 hace volver a las negociaciones a su punto de partida. Un nuevo acuerdo firmado en
marzo de 1700, con la adhesión de las Provincias Unidas, atribuye a España, colonias y a
Bélgica, al archiduque Carlos, hijo segundo del emperador, bajo condición de no acumular
la herencia austriaca, y el delfín obtiene a Guipúzcoa y los bienes italianos, considerados
como moneda de cambio, lo que permitía a Francia anexionarse a Saboya, Niza, Lorena y
Luxemburgo. Sólo el emperador se niega a firmar este tratado, que manifiesta los deseos de
Luis XIV, cuyos derechos como esposo de la infanta primogénita son superiores al
Hamburgo.
El gran éxito del Parlamento whig consistió en hacer que Escocia admitiera esta sucesión
hannoveriana, en 1707, con el “Acta de Unión”, que substituye la unidad ficticia nacida de
la comunidad de soberano, con la más efectiva de la fusión de los Parlamentos y los
Gobiernos. Desde entonces existe el “Reino Unido de la Gran Bretaña” con mutua ventaja
para ambos pueblos. La suerte de la reina Ana fue el resultado de la dirección impresa a los
negocios del Estado por John Churchill, duque de Malborough, esposo de su amiga Sara
Jennings. Este buen mozo sin escrúpulos, que practica el doble juego entre jacobistas y
orangistas, entre whigs y tories, se revela como un excelente maniobrero en los pasillos del
Parlamento, en los Congresos diplomáticos y en las operaciones militares.
Vencedor sin fruto en los Países Bajos en 1702 – 1703, tiene la osadía en 1704 de llevar una
expedición punitiva hasta el corazón de Alemania, donde deshace en Bienheim al ejército
franco bávaro, compensando así las derrotas imperiales en Italia. Por otra parte, habiendo
firmado Portugal en 1703, un tratado con lord Methuen, por el que se autorizaba a los
ingleses a establecer en el país depósitos y bases de operaciones, los aliados nombran rey de
España al archiduque Carlos, segundo hijo del emperador. Los ingleses toman a Gibraltar y
a Barcelona, donde el archiduque se convierte en Carlos III. Marlborough vuelve a los Países
Bajos, que libera en 1706 con su victoria de Ramillies y marcha sobre Lila, mientras que
Felipe pierda a Madrid, donde Carlos III es conocido como rey. Luis XIV se ofrece a tratar
en el momento que Felipe entra de nuevo en Madrid, pero el príncipe Eugenio derrota a los
franceses en Turín y Marlborough se niega a negociar, pues quiere asegurar a Carlos en el
trono de España, ocupar las Dos Sicilias e invadir a Francia.
La nulidad política de los dos primeros Hannover dio el triunfo al régimen parlamentario,
influyendo también la preponderancia tanto tiempo disfrutada por los whigs, pues los tories
habían quedado desacreditados por su jacobinismo. En 1716 el Parlamento acordó que los
Comunes fueran elegidos por siete años. Después, hallándose el rey ausente con frecuencia
en Hannóver, el Consejo Privado se reúne sin él y toma iniciativas que comprometen a todos
sus miembros ante el Parlamento encargado de su fiscalización, pues necesitan la aprobación
de la mayoría para continuar ejerciendo su misión. Lógicamente el rey, que conoce poco al
personal político de su reino, tendrá que designar como primer ministro al jefe de la mayoría
del Parlamento y confiarle el cuidado de escoger los demás miembros del gabinete. Esta
reforma capital se realiza sin debate y sin votación de texto alguno; ni legal ni constitucional,
es, como tantas otras cosas en Inglaterra, fundada tan sólo en la costumbre. Así fue como
triunfó el precepto whig “El rey reina pero no gobierna”. Pero veamos el reverso del cuadro.
Este régimen tan ensalzado es en la práctica bastante discutible. Por una contradicción cuyos
móviles son evidentes, las clases dirigentes que han arrinconado la prerrogativa regia, no
quieren ceder ninguna de las suyas; por ello el Parlamento está muy lejos de ser un fiel
reflejo de la nación. Hay dos Cámaras: la de los Lores, nombrados por el rey y hereditarios,
y la de los Comunes, salidos de los comicios; pero con dos clases de diputados, los primeros
son elegidos por los burgueses libres, propietarios o miembros de las corporaciones, o sea
los privilegiados; los segundos, por los propietarios terratenientes que paguen desde 40
chelines de impuesto. Esta cámara no es “baja” más que relativamente: la gentry o nobleza
rural, se reserva en ella una gran parte. El Estado continúa siendo esencialmente
aristocrático.
Otra anomalía: en un país donde el progreso industrial desplaza del sudeste hacia el noroeste
el eje de la población, las circunscripciones electorales permanecen inalterables. En
consecuencia existen los llamados “burgos de bolsillos”, de electores poco numerosos, y los
“burgos podridos”, en muchos casos deshabitados. “¡Sin lucha!¨, proclama en ellos el
candidato, que casi resulta el único votante. Treinta y siete puestos representan a cien
electores, mientras otros doscientos cincuenta y cuatro representan a once mil quinientos
electorales. En total, ha ciento sesenta mil votantes. Pero ni un solo diputado para Leeds,
Sheffield, Birmingham, Bradford, ni Manchester, ciudades nuevas. En cuanto a la
corrupción, de la que no hablan los filósofos, afecta lo mismo a electores que a elegidos: a
los primeros porque venden sus votos al candidato más generoso, hecho normal en las
circunscripciones poco populosas; a los segundos, porque los ministros compran su voto
para conservar la mayoría en el Parlamento. Así es como procedía Robert Walpole, ministro
de los dos primeros Jorge, de 1721 a 1742.
Cuando en octubre de 1760 muere Jorge II, el imperio colonial francés agoniza y Pitt es el
gran vencedor. Sin embargo, el inglés, que siempre calcula, compara los gastos de esta larga
guerra con los beneficios que le reporta. Y finalmente se decide por la paz. Lo mismo piensa
el nuevo rey, Jorge III, nieto del difunto. Se entablan negociaciones a pesar de Pitt, quien
dimite en mayo del año 1762. El tratado de París se firmó el 10 de febrero de 1763, paz
gloriosa que no satisfizo a todos los ingleses. Es verdad que Inglaterra abandona a Menorca
y restituye a Francia algunas islas de las Antillas, entre ellas Martinica y Guadalupe, además
de San Pedro y Miquelón, con derecho de pesca en Terranova. Pero España le cede la Florida
y es Francia la que indemniza a España, otorgándole la Luisiana. Sobre todo, Inglaterra
adquiere, además de la India (salvo cinco ciudades muy separadas entre sí), todo el Canadá,
el valle de Ohio, el cabo Bretón, el Senegal (menos Gorea) y las Antillas. En este año de
1763 la preponderancia inglesa es manifiesta.
Si Inglaterra estaba orientada en alto grado a mantener la paz en el continente, muy contraria
era la tendencia de la pequeña Prusia y de sus soberanos (que desde la segunda mitad del
siglo XVII habían hecho tanto para dotarse de un aguerrido aparato militar terrestre). No
obstante, si Inglaterra constituía ya, tras el Acto de Unión con Escocia, un estado
sólidamente trabado, muy distinto era el caso del reino prusiano, que al inicio del siglo XVIII
contaba aún con menos de dos millones de habitantes. Los dominios de los Hohenzollern,
sobre todo hasta 1740, constituían más que nada un conjunto de territorios desarticulados o
separados, situados en las cuatro puntas del espacio germánico. Iban de un modo discontinuo
desde Pomerania, Prusia y Brandeburgo hasta Westfalia (principado de Minden y condado
de Raversberg) y las regiones romanas (condado de Mark y ducado de Cléves); hasta Suecia
(principado de Hohenzollern, con Ansbach y Bayreuth) hasta el principado de Neuchatel.
Era incomprensible que el gobierno de semejante estado ambicionase hacer conquistas que
lo hicieran más compacto: un objetivo que precisamente su política se esforzó en perseguir
y que alcanzó en este periodo sin poder esperar más. Por lo demás, la misma burocracia
prusiana había sido constituida para servir en primer lugar al ejército y satisfacer sus
exigencias. Cuando Federico II subió al trono, el alto grado de centralización que caracterizó
a su gobierno representará la recaída en unos impuestos del aparato militar cada vez más
onerosos. No sólo las instituciones administrativas, sino también las actividades económicas
y la misma organización social resultaron potencialmente determinadas en Prusia por los
objetivos bélicos. Dirigido por un Consejo general a partir de 1723, el crecimiento del país
apareció modelado por sus necesidades militares. Los distintos departamentos de esta
instancia bajo Federico II organizaron los recursos del estado y se convirtieron en el
instrumento ejecutivo de la política que el rey programaba.
Casi en el lado opuesto se situaba el ordenamiento limítrofe estado polaco, que se distinguía
por la característica anómala – aunque perduraba ya desde la segunda mitad del siglo XVI
– de ser al mismo tiempo una monarquía y una república. Era, en efecto, la Dieta de los
nobles la que la elegía al soberano y al menos desde el siglo XVII esta forma institucional
había provocado notables perjuicios a las fortunas del país. Como sucedía en el caso sólo
relativamente análogo, del Imperio, para toda sucesión abierta se ponía en movimiento un
mecanismo de candidaturas y de presiones por parte de los estados más interesados es su
resultado. Sin embargo, mientras que en Alemania la casa de los Habsburgo había logrado
progresivamente – desde el siglo XVI hasta la mitad del XVIII – asegurarse con bastante
solidez la atribución del título imperial, en el trono polaco, en el mismo periodo, no habían
cesado de alternarse miembros de varias familias principescas. Por lo demás, a medida que
Rusia y Prusia alcanzaban un peso específico en aquella zona, su condicionamiento se había
añadido progresivamente al de Francia y Austria, además del propio imperio otomano.
Mientras que la misma Dieta polaca se transformaba en un campo abierto a las influencias
exteriores y entre sus miembros se delineaban partidos cada vez más discordantes, las
intromisiones extranjeras resultaban con ello proporcionalmente reforzadas. A fines del
siglo XVII había llegado a ser rey de Polonia el Elector de Sajonia Augusto II, que para
ocupar aquel trono había tenido que abandonar el luteranismo. Determinantes para que su
elección habían sido los apoyos de Prusia y de la Rusia de Pedro el Grande. Cuando el
soberano murió, fueron Austria y Rusia las que propusieron y al final impusieron la subida
al trono del hijo Augusto III contra el designio de Francia, que había sostenido, aunque
demasiado débilmente, la candidatura de Estanislao. Para subrayar la flagrante debilidad de
la Dieta bastará recordar que en 1733 fue dominada primeramente por las presiones
francesas y procedió a la elección de Estanislao y antes de terminar el mismo año,
habiéndose reunido en Varsovia las tropas rusas, se llegó a la designación de Augusto III.
Por otra parte, dado que de un modo bastante votable habían venido a menos los apoyos
ideales y religiosos o políticos y culturales (cristiandad, difusión de la fe, etc.) no se había
tenido aún la ocurrencia de recurrir a su traducción más moderna, la representada por las
ideologías éticas y políticas. Los monarcas y los gobernantes de aquella época, movidos por
sus pasiones y sus proyectos, actuaban a pesar de todo en nombre (aunque no siempre
necesariamente por el interés y provecho) de las comunidades estatales que regían. En el
siglo XVIII, en suma, la situación se encontraba en una especie de fase intermedia entre la
caracterizada por la presencia de supra estructuras de tipo religioso y confesional, que habían
actuado hasta entonces, pretendiendo interpretar las exigencias colectivas y la ya próxima
de las supra estructuras de marca más o menos democrática, expresada en ideologías que,
por una razón o por otra, habían encauzado y monopolizado el consenso electoral
manifestado de vez en cuando por los ciudadanos (dirigido y manipulado luego otra vez por
sus representantes). De esta manera, el siglo XVIII representó en ese plano un momento de
tránsito y de intermedio no muy prolongado entre dos formas de transposición o de
proyección de los valores en los que se consideraba que debían inspirarse los grupos
humanos de Occidente.
En cambio, fue en el frente flamenco donde Francia logró resarcirse ampliamente, después
de que el mando de sus hombres fuera confiado al mariscal Mauricio de Sajonia. El 11 de
mayo de 175, éste desbarató por primera vez en Fontenoy al ejército angloholandés mandado
por el duque de Cumberland, y cerró todos los caminos de Flandes y de la misma ciudad de
Bruselas. El 11 de octubre del año siguiente, Mauricio consiguió una nueva victoria en
Rocoux, cerca de la frontera holandesa, otra vez contra los angloholandeses a los que se
habían unido las fuerzas austríacas capitaneadas por Carlos de Lorena. Finalmente, el
mariscal sajón venció de nuevo a sus adversarios guiados por el duque de Cumberland cerca
de Maastricht, en julio de 1747.
Hacía poco que se habían iniciado ya, y en parte también realizado, los tratados de paz entre
los contendientes. Desde diciembre de 1745 se había firmado gracias a la mediación inglesa,
el tratado de Dresden entre Federico II y Augusto III Elector de Sajonia, soberano de
Polonia. El rey de Prusia, en efecto, había batido recientemente a los austríacos en Friedberg,
en Silesia, y había persuadido a los británicos para que le reconocieran la posesión de aquella
región (obteniendo que Inglaterra no apoyase ya financieramente a María Teresa, si ésta se
obstinaba en volver a recuperarla). Por otro lado, al firmar también esta soberana el tratado
de Dresden, renunciaba definitivamente al que había sido su territorio, teniendo en cuenta
sobre todo que sus finanzas se habían desestabilizados totalmente con los gastos producidos
por la guerra. La paz general fue firmada finalmente el 28de octubre de 1748 en Aquisgrán.
Todos reconocieron allí como emperador a Francisco de Lorena, oficialmente elegido ya en
Frankfurt en 1745 tras la muerte de Carlos VII. María Teresa tuvo que renunciar a la
posesión de Parma y de Piacenza que, juntamente con el principado de Guastalla, pasaron
al infante Felipe de Borbón, hermano del rey de España.
Federico II marchó contra Augusto III. Elector de Sajonia y rey de Polonia, obligándolo a
ponerse a salvo en el campo atrincherado de Pirna. Al cabo de un mes, este soberano se vio
obligado a capitular y a refugiarse en tierras sarmánticas, mientras gran parte de sus soldados
se incorporaba a las filas del ejército vencedor. La acción de Federico II podía aparecer por
lo menos como arriesgada, puesto que se enfrentaba con Austria, Francia, Rusia y también
Suecia. Durante los años que siguieron, en efecto, sus aliados ingleses se limitaron a
permanecer a la defensiva en Hannover, sin comprometerse prácticamente en nada en el
continente, dado que estaban ocupados en la gran competencia naval con sus adversarios
franceses. Esta lucha marítima se había reemprendido ya en 1756 y también en el
Mediterráneo, cuando la escuadra de La Galissoniere había derrotado en primavera a la del
almirante Byng, obligándole a capitular en junio y ceder la base ocupada por los ingleses en
el puerto de Mahón (Menorca). Esta isla de las Baleares fue restituida en seguida a España
por los franceses, que en los años siguientes, sin embargo, sufrieron ataques en sus propias
costas. En 1757, la marina británica efectuó un desembarco en la desembocadura del
Charente y ocupó la isla de Aix, en la vasta bahía. En 1758, la flota inglesa intentó un
desembarco en Saint – Cast (Bretaña) pero fue rechazada, mientras que en 1759 derrotó a la
flota francesa en Belle Ile.
No obstante, esas operaciones navales no resultaron decisivas ni para las rivalidades
coloniales anglo francesas, ni para la suerte de la guerra de los Siete Años, cuyas vicisitudes
europeas afectaron esencialmente a los campos de batalla terrestres. Federico II supo valerse
con creces de las 670 000 libras esterlinas que Inglaterra le pagó anualmente entre 1757 y
1761, dada la necesidad que tenía de ese dinero. Consciente de que el dinero constituía su
talón de Aquiles, el rey prusiano recurrió también, entre 1756 y 1763 a una estratagema
financiera muy poco escrupulosa, aunque bastante rentable. Desde Breslau y Konigsberg
inundó en aquellos años el área polaca de moneda falsa, procurándose notables recursos. Por
lo demás, el fin de la concesión del subsidio inglés en 1762 no sería la última de las razones
que lo inducirían a entablar negociaciones de paz.
El vuelvo decisivo se verificó a partir de enero de 1762, cuando desapareció la zarina Isabel.
Aunque fuera provisionalmente, en efecto, la sucedió en el trono el gran Pedro de Holstein
(Pedro III), sobrino de Federico II. No sólo el nuevo soberano retiró su cuerpo armado, sino
que entabló en seguida negociaciones de paz, una paz que fue firmada el 5 de mayo. El zar
abandonó sin contrapartidas sus anteriores conquistas y poco después prometió incluso el
apoyo de un contingente de veinte mil hombres. Al mismo tiempo, se había decidido la paz
entre los prusianos y los suecos. Aunque hacia fines del mismo año, Pedro II fue destronado
por Catalina II, ésta se contentó con proclamar su neutralidad en el conflicto. La nueva zarina
no era favorable a Federico II, pero éste salió sin pérdidas de una prueba de rasgos bastante
brillantes, aunque sustancialmente inútil a la escala europea. Con el tratado firmado en el
castillo sajón de Hubersburg el 15 de febrero de 1763, María Teresa tuvo que confirmarle
otra vez la posesión de Silesia. No se pudo ver qué beneficio había sacado el continente
europeo de aquellos siete años de guerra que en ultramar en cambio habían modificado tantas
situaciones.
En la segunda mitad del siglo XVIII, los colonos norteamericanos ofrecieron el insólito
espectáculo de una comunidad de emigrantes europeos que, regularmente sometid a un
estado, tendía a romper sus propios vínculos con este estado y a proclamarse independiente.
Se trató de un fenómeno nuevo y en gran medida inopinado, fuera lo que fuese lo que se
pensase de cara al futuro. Aquellos emigrantes de varios orígenes constituían un conjunto
humano notablemente desarticulado y, en torno a 1750, todavía políticamente invertebrado.
Sin duda alguna, en aquella misma fecha, Inglaterra estaba bastante lejos de darse cuenta de
qué situación se había constituido al otro lado del océano. Se trataba de una comunidad
galopante crecimiento demográfico. Entre 1690 y 1720, sus habitantes habían pasado de 210
000 a 460 000, en 1750 habían alcanzado el millón y en 1770 superaron los dos millones.
Desde un punto de vista cultural, sobre las élites de ese magma en pleno desarrollo se
proyectaron los reflejos del movimiento de las “luces”. Como contraposición de cuanto se
pensase de ellos en Europa más que por propia convicción original, los norteamericanos
pudieron considerarse como portadores de un estilo de vida casi incorrupto y próxima a la
naturaleza, incluso apto para satisfacer el anhelo a la libertad. Una vez lograda su
independencia, ésta aparecerá de rebote en Europa y en particular en Francia como una
conquista ejemplar y una referencia ideal.
El rápido crecimiento demográfico de las costas atlánticas creó, en efecto, una demanda cada
vez mayor de mercancías británicas, al tiempo que en Gran Bretaña las salidas de los
productos que podían ser vendidos de aquellas colonias tampoco se expandían. Ya en los
años treinta de ese siglo, el consumo americano de mercancías de la madre patria superaba
de mucho la capacidad de las colonias para pagar mediante el intercambio de sus propios
artículos. Los comerciantes de las colonias obtenían notables beneficios de los tráficos con
las islas francesas o españolas del Atlántico y las ganancias totales les permitían reequilibrar
su propio déficit en las transacciones con Inglaterra. Pero los plantadores ingleses de las
Indias occidentales y sus cointeresados en la madre patria no veían de hecho con buenos
ojos cómo los hombres de negocios americanos se enriquecían con mercancías de bajo coste
en Guadalupe, Martinica o Santo Domingo. Se llegó a proteger la producción de las Indias
occidentales británicas, impuso aranceles prohibitivos a la importación de productos
azucareros exteriores. Los negocios de los americanos resultaron perjudicados directamente
con ello, cuando los aduaneros locales no se dejaban corromper permitiendo el contrabando.
Muchos comerciantes, aunque por defecto de controles, se habituaron de esta manera a
infringir sistemáticamente las medidas tomadas desde Londres. Entretanto, las disposiciones
mercantilistas favorables a la metrópoli se sucedían. Productores y negociantes ingleses de
géneros textiles, en efecto, tenían pleno interés en conservar la exclusiva de los mercados
norteamericanos, ya que sus exportaciones se triplicaron entre 1744 y 1758.
En 1774, en muchas colonias la vida se halló regulada sobre todo por las instancias locales,
mientras que los gobernadores reales eran simples espectadores del nacimiento de
autogobiernos informales. Un primer Congreso general se reunió en Filadelfia en setiembre
de aquel año para sancionar el reconocimiento de las nuevas autoridades coloniales y
sostener el boicot llevado a cabo a las mercancías británicas. Un segundo Congreso (1775)
se autoproclamó gobierno central e invistió al virginiano George Washington con el cargo
de general de las tropas locales. La guerra que se fue desencadenando poco a poco debió
durar varios años, descubriendo más la debilidad que la fuerza de cuantos participaron en
ella. En el plano político, no obstante, las cosas maduraron más rápidamente. El 4 de julio
de 1776, también en Filadelfia, fue proclamada la Declaración de Independencia, redactada
por el abogado virginiano Thomas Jefferson. Con este documento, los recién nacidos
Estados Unidos hacían de algunos principios políticos y sociales el fundamento de su propia
existencia. Allí se reclamaba, en efecto, la máxima de que todos los hombres habían sido
creados iguales y el criterio según el cual gobernantes y gobernados están recíprocamente
unidos por un contrato. Se reconocía que el pueblo, iluminado por Dios y por la razón, tenía
el derecho de censurar al rey y al gobierno. Por consiguiente, si la autoridad amenazaba a
los derechos naturales – vida, libertad, propiedad – los ciudadanos podían renunciar al
contrato. Dado que era el pueblo quien debía tomar el poder y toda constitución era
proclamada en nombre del pueblo, de hecho, era el sistema republicano el que tomaba la
delantera. En el ámbito práctico, todo ciudadano, para disponer de derecho a voto, tenía que
ser detentor de una propiedad.
El comandante en jefe británico, sir William Howe, tenía en 1776 a sus órdenes a treinta mil
hombres, dieciocho mil de los cuales eran mercenarios alemanes; al cado de dos años, sus
efectivos ascendían a cincuenta mil soldados. Su hermano, el almirante Richard Howe,
estaba al frente de las fuerzas navales. Ambos no querían conquistar, sino pacificar, de modo
que probablemente disminuyeran la moral de sus propias tropas llevando a cabo operaciones
no destructivas. Las unidades de Washington tenían una consistencia claramente inferior y
en conjunto oscilante: no obstante, sus derrotas se alternaron con varios éxitos. Más que una
guerra, el general americano llevó a cabo una guerrilla favorecida por el apoyo de la
población, por la extensión del territorio y por un mejor conocimiento del lugar. Estos
elementos representaron una desventaja para las maniobras de las tropas inglesas del general
Burgoyne. Tras una larga marcha y con pocas provisiones, las fatigadas tropas de Burgoyne
vieron cómo se les cortaba la retirada por la actuación de diez mil hombres mandados por
Horatio Gates, que les infligió una dura derrota e hizo prisioneros a siete mil enemigos en
Saratoga. Esta batalla se puede considerar como el giro no sólo militar del conflicto, sobre
todo porque su éxito indujo finalmente a Francia a participar en la guerra al lado de los
norteamericanos.
El conflicto se había internacionalizado de un modo evidentemente provechoso para los
norteamericanos, cuyos estados habían obtenido de esta manera un primer y decisivo
reconocimiento. Los franceses, además, se habían comprometido a no firmar ninguna paz
por separado con Gran Bretaña. La entrada de Francia y España en el conflicto transformó
ciertamente la perspectiva de lo que naturalmente podía suponerse al inicio, contribuyendo
a que Inglaterra aceptase aquella conclusión desfavorable. Al hallarse entonces en la cumbre
de su potencia, sin embargo, Gran Bretaña pudo valorar con bastante facilidad las
implicaciones de ese resultado. Ciertamente, la independencia de los colonos ingleses le
podía parecer sin más que un hecho secundario, mientras que sus relaciones con una gran
potencia como Francia, tenían mucho más relieve. En efecto, en esta fase de desarrollo
económico sin precedentes, Inglaterra pudo estipular inmediatamente después un ventajoso
acuerdo comercial con Francia. La guerra de la independencia americana no le hizo perder
siquiera los mercados de las antiguas colonias, que siguieron dependiendo de ella
estrechamente. Al fin y al cabo, pues, los ingleses salieron de esa guerra con un mínimo
perjuicio, tanto en el plano económico como en el social. La gran potencia mundial del siglo
siguiente seguiría siendo Gran Bretaña.
Las finanzas públicas francesas era bastante defectuosa, hay que añadir los diversos
conflictos internacionales del siglo XVIII la habían empeorado todavía más. El gobierno
intentó imponer nuevas tasas y en particular una especie de subvenciones territoriales a las
que habrían sido sometidas todas las propiedades de tierras. Los grupos privilegiados se
opusieron a ello, haciendo de este enfrentamiento la ocasión para prevalecer sobre el mismo
monarca. El conflicto se prolongó y enfrentó de modo particular al Parlamento y a la
autoridad real, cuyos ministros no lograron imponerse y de esta manera acabaron siendo
despedidos por Luis XVI. En el transcurso de esta fase de tensión se evocó la eventualidad
de recurrir a los Estados Generales del reino, que no habían sido convocados desde 1614.
La coyuntura de esos años produjo una fase de contracción de diez años (1778 – 1789) que
se agudizó en los últimos años de ese decenio.
Con la clara intención de proceder a un reajuste del régimen político del país, la nueva
convención se autodenominó como Asamblea Constituyente. El 4 de agosto fueron abolidos
los diezmos y las corvées, con lo que se inició un proceso de emancipación de los
campesinos de los gravámenes seculares que debía revelarse como irreversible. Varios
derechos y censos señoriales fueron declarados rescatables con un pago, para que los
respectivos títulos pudieran ser exhibidos por sus titulares. El 27 de agosto fue adoptada la
célebre Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, especie de enunciado
político de intenciones, que tendía a dejar al individuo toda la esfera de acción compatible
con el interés general y con los derechos ajenos. Ahí se estableció, bajo las directrices de
Locke y de Montesquieu, que los poderes legislativos, ejecutivos y judiciales debían estar
claramente separados. Con todo, brotaban ahí también las raíces del pensamiento de
Rousseau, por cuanto se afirmaba que la “ley es la expresión de la voluntad general” y por
consiguiente se añadían también elementos de democracia directa. La proclamación de
principios que pretendía ser universales no estaba exenta de silencios significativos ni de
algunas contradicciones. No sólo la igualdad relativa o la jerarquía no eran contestadas, sino
que tampoco se hacía ninguna referencia a la esclavitud ni al comercio de esclavos. No se
quiso chocar, en efecto, con los intereses de los industriales del azúcar, de los armadores y
de los propietarios de las plantaciones coloniales. Los constituyentes franceses habían
encontrado el tono eficaz para confirmar o recapitular un conjunto de aspiraciones civiles
que pudieran constituir un programa tanto para la sociedad contemporánea como que para
la futura. Una obra no secundaria de la Asamblea Constituyente fue el reajuste del gobierno
local. Las generalités centralizadas, con sus intendentes a la cabeza, fueron sustituidas por
una nueva ordenación cuyos funcionarios deberían ser elegidos desde abajo.
El monarca francés, que ya se había manifestado varias veces tan torpe políticamente, antes
de terminar el año 1790 había proyectado ya huir al extranjero. El plan fue realizado sólo al
cabo de varios meses, aunque falló: el 25 de junio de 1791, la familia real fue conducida
bajo una buena escolta desde Varennes hasta París. Primeramente, la Asamblea
Constituyente apartó al rey de sus funciones, aunque luego se las restableció, al haberse
comprometido éste a aceptar la constitución que había sido elaborada. Las consecuencias
del clamoroso gesto, sin embargo, no fueron irrelevantes. En el plano interno, el edificio
político de la burguesía moderada resultó minado y así se pudo constituir un auténtico
partido republicano. En el plano internacional, la Europa aristocrática se sintió
comprometida en mayor grado a eliminar la herejía política contraria al Ancien Régime. De
momento se guardó un gran respeto por el soberano, hasta el punto de que el 15 de julio de
1791 fue declarado inviolable y se proclamó que no se intentaba procesarlo. A fines de
setiembre, se llegó así a la proclamación de la constitución por parte de Luis XVI que fue
aclamado. Las libertades de opinión, de expresión y de prensa fueron sancionadas al mismo
tiempo que el régimen político fundado en la separación de los poderes.
La convención sólo fue disuelta el 26 de octubre de 1795, dejando detrás de sí una nueva
constitución bicameral (con un Consejo de los Quinientos y un Consejo de los Ancianos de
250 miembros). De esta constitución nació el régimen del Directorio. En setiembre de 1797,
el Directorio entró ya en crisis: uno de sus miembros, Barthélemy, fue arrestrado y otro,
Carnot, tuvo que emprender la huida. Entretanto estaba emergiendo la estrella de otro
general: Bonaparte. En su campaña de Italia de 1796 había comprendido ya que habría
podido tener mano libre en grado notable si con sus conquistas hubiese contribuido a
acrecentar las finanzas y el patrimonio del estado. Decidió abandonar la campaña de Egipto.
Desde Fréjus llegó rápidamente a París, donde asumió el mando de la guarnición militar.
Pero no se limitó a esto. Con un atrevido golpe de mano, secundado por su hermano Luciano,
logró hacerse nombrar cónsul juntamente con Sieyés y Roger Ducos, otro miembro del
Directorio: era el 9 – 10 de noviembre de 1799 (18 brumario según el calendario
revolucionario). Aquel acto puede considerarse como el fin de la fase revolucionaria:
preludiaba ya el próximo ascenso al trono imperial de Napoleón.