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PATERNIDAD ESPIRITUAL

1. ¿QUÉ ES LA PATERNIDAD ESPIRITUAL?


La paternidad espiritual es uno de los temas preferidos de Dios, pues él
es Padre.

Quisiera definir de un modo simple el significado de la paternidad


espiritual:

Dios quiere ser Padre a través de ti y de mí.

Dios quiere ser padre de todos. Sin embargo, además de relacionarse


con todos sus hijos mediante el Espíritu Santo, también desea hacerlo a
través de nosotros.
A través de sus hijos más crecidos espiritualmente, Dios quiere ejercer su
función paternal sobre sus hijos menores. Esto se podría comparar a una
familia numerosa en la que, cuando los padres deben viajar, encargan
a los hijos mayores la función de autoridad sobre los menores. Y, para
que todos estén bien atendidos, encargan a cada uno de los mayores
la responsabilidad de cuidar específicamente de uno de los menores.

Jesús dijo: “Yo soy el buen pastor, el buen pastor su vida da por las
ovejas” (Juan 10.11).
Sin embargo, antes de irse al cielo le dijo a Pedro: “¿Me amas…?
Apacienta mis corderos... Pastorea mis ovejas” (Juan 21.15-17). Hay
corderos y ovejas que necesitan ser pastoreadas, y el buen pastor es
Cristo. Sin embargo, Pedro, desilusionado de sí mismo a causa de su

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fracaso, había vuelto a su antiguo oficio: la pesca. Por lo que Jesús lo


llamó de nuevo y le encomendó la tarea de cuidar a los corderos y
ovejas del Señor. El que en realidad quería apacentar a esos corderos y
ovejas era Cristo, pues él es el pastor. Pero su propuesta era hacerlo a
través de Pedro.

El Señor nos pide que le entreguemos nuestro cuerpo. Él no necesita


nuestra sabiduría; no le sirven nuestros pensamientos ni nuestras ideas.
Tampoco le interesa nuestro sacrificio, pues su palabra dice: “Sacrificio y
ofrenda no quisiste; mas me preparaste cuerpo” (Hebreos 10.5).
No se trata de entrar en un activismo, o de que nos “matemos” para
hacer la obra de Dios. Él quiere que le entreguemos nuestro cuerpo y él
pondrá en nosotros la palabra justa, las ideas, la oración y la enseñanza.
Él pastoreará a sus ovejas a través de nosotros.

Así es como yo defino la paternidad espiritual.

Por supuesto, paternidad es un término genérico que abarca tanto a


hombres como a mujeres. Por ejemplo, la reunión de padres de un
colegio es tanto para los padres como para las madres. Pablo mismo
usa dicha expresión en 1 Tesalonicenses 2.7, 11. En el v. 7 se compara
con una madre y en el v. 11 con un padre.

Existen dos clases de paternidad: la natural y la espiritual.

La paternidad natural es el orden que Dios estableció para la


reproducción de los seres vivos.
¿Cómo se forma un pueblo? ¿Cómo se forma la sociedad, la
humanidad? Cuando Dios les dio vida a Adán y Eva, les dio la
capacidad de reproducirse: “Fructificad y multiplicaos...” fue el

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mandato divino. El ciclo de todo ser vivo es nacer, crecer, multiplicarse y


morir.

La paternidad espiritual es similar. En el orden espiritual también


nacemos (el día que nos entregamos al Señor y nos bautizamos),
crecemos y nunca morimos (¡pues tenemos vida eterna!).
Sin embargo, según el plan de Dios falta algo: que fructifiquemos, nos
multipliquemos, que tengamos hijos espirituales. Y estos son frutos que
permanecerán para vida eterna. Es así como se forma el pueblo de
Dios.

Si cada uno de nosotros tiene hijos espirituales, y ellos a su vez crecen y


se reproducen, y así sucesivamente, la proyección es inmensa. De ese
modo se comienza a formar el gran pueblo de Dios.

Según los parámetros bíblicos, ¿cuánto tiempo hace falta para que un
niño recién nacido llegue a ser padre? Físicamente, por lo menos unos
20 años. ¿Y cuánto tiempo se necesita para que una persona que
recién se convierte llegue a ser padre espiritual?
Los apóstoles en tres años llegaron a ser, de simples pescadores y
pecadores, los padres espirituales de la iglesia.
Cuando Pablo llegó a Éfeso encontró a doce semi-discípulos. Luego de
tres años, al irse de allí, dejó una gran comunidad de discípulos con
varios pastores. Por lo tanto, en tres años algunos de esos convertidos
llegaron a ser los pastores de la iglesia, es decir, padres espirituales.

Entonces, el tiempo necesario para desarrollarse y llegar a ser padres


espirituales no es tan extenso como el que se requiere en el orden físico.
El desarrollo espiritual de un discípulo no depende meramente de que
transcurra el tiempo cronológico.

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Algunos, aunque pasan los años, no crecen espiritualmente. Al cabo de


varios años siguen siendo niños; como describe Hebreos 5.12-14: “Porque
debiendo ser ya maestros, después de tanto tiempo... tenéis necesidad
de leche, y no de alimento sólido”.
Otros en menos tiempo crecen mucho, pues tienen sed de Dios,
cuentan con un padre espiritual cerca, asimilan bien la enseñanza,
creen, obedecen y crecen. Algunos en un año ya están fuertes y tienen
convicciones firmes; y además tienen discípulos, es decir, hijos
espirituales.

El principio de la paternidad espiritual no es un tema nuevo entre


nosotros. Los que nos convertimos hace más tiempo necesitamos
reafirmarlo y volver a practicarlo, y los más nuevos necesitan captar
mejor la visión a fin de ejercer esta función con una mayor convicción.

En cierta ocasión, el pastor Víctor Rodríguez, de Rosario, recibió una


palabra de parte del Señor: “Es necesario que marquen de nuevo la
cancha”. Una cancha de fútbol está marcada con líneas blancas
hechas de cal. Cuando llueve se hace barro, y de tanto pisar las líneas
se borran. Entonces, es necesario marcarlas de nuevo.

Dios nos enseñó todo esto hace muchos años cuando experimentamos
la renovación espiritual. Muchos pastores y denominaciones no nos
entendieron en aquel tiempo, pues se salía de sus esquemas y
costumbres. El funcionamiento tradicional era púlpito–congregación.
Todo se centralizaba en la reunión dominical, en el “templo” y en el
pastor. La visita pastoral a los miembros de la congregación se daba
dos o tres veces al año. Si alguno se enfermaba o tenía alguna
dificultad especial podía recibir alguna otra visita.

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Fue en ese tiempo, y en ese contexto, cuando Dios nos mostró el


principio de la paternidad espiritual, que nosotros también llamamos
discipulado.

Aprendimos que el púlpito y la reunión dominical son insuficientes para


edificar la iglesia como corresponde. Eso nos revolucionó.
Al principio no fue fácil hacer los cambios, sin embargo, con la ayuda
de Dios se fueron produciendo.

Hoy, luego de 34 años, casi todas las denominaciones abrazan este


principio, sin embargo nosotros hemos aflojado en su práctica.
Hoy en todas partes se habla de grupos de hogar, de células y de
discipulado. Todo lo que es de Dios finalmente prevalece.
Recuerdo bien que en aquél tiempo éramos criticados y resistidos. Una
vez un pastor pentecostal nos dijo: “Si yo llevo a cabo lo que ustedes
hacen se me desparramaría toda la congregación”. No podía concebir
otra forma de trabajo que el que tradicionalmente se conocía.

Hoy, gracias a Dios, este principio se ha extendido por todo el mundo; y


muchos, especialmente las grandes iglesias, se dan cuenta de que es la
única forma de contener a la gente y edificarla efectivamente.

Necesitamos reafirmar este principio y volver a practicarlo con una firme


convicción, con mayor gracia y con mejores criterios que en el pasado.

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2. LOS TRES NIVELES DE DESARROLLO DE LA VIDA CRISTIANA

1 Juan 2.12-14

“Os escribo a vosotros, hijitos, porque vuestros pecados os han sido


perdonados por su nombre. Os escribo a vosotros, padres, porque
conocéis al que es desde el principio. Os escribo a vosotros jóvenes,
porque habéis vencido al maligno. Os escribo a vosotros, hijitos, porque
habéis conocido al Padre. Os he escrito a vosotros, padres, porque
habéis conocido al que es desde el principio. Os he escrito a vosotros,
jóvenes, porque sois fuertes, y la palabra de Dios permanece en
vosotros, y habéis vencido al maligno”.

El apóstol Juan usa tres calificativos al dirigirse a los destinatarios de esta


carta: hijitos, padres y jóvenes.

Cuando no comprendíamos el principio de la paternidad espiritual,


pensábamos que al decir “hijitos” se estaba refiriendo a los niños de la
escuela dominical; al decir “jóvenes” a la juventud de la iglesia; y
“padres”, a los adultos.

Entonces, ¿a quiénes se refiere cuando dice “hijitos”? A los bebés o


niños espirituales, a los discípulos nuevos. Se trata de aquellos que saben
que sus pecados han sido perdonados y que ahora Dios es su Padre. Los
hijitos crecen y llegan a ser jóvenes. Todo hijito necesita de un padre
espiritual.

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¿Qué es un joven? En la mitad del v. 13, y en la segunda parte del v. 14


dice: “Os escribo a vosotros, jóvenes, porque habéis vencido al
maligno… Os escribo a vosotros, jóvenes, porque sois fuertes, y la
palabra de Dios permanece en vosotros, y habéis vencido al maligno”.

Joven es aquel que creció, que ahora es fuerte y la palabra de Dios


mora en él. Ha sido adoctrinado, discipulado y enseñado.
El hijito está aprendiendo, está tomando la leche espiritual. En cambio el
joven tiene una vida de victoria, tiene estabilidad, tiene fuerza, la
Palabra mora en él, y vence al maligno.

¿Cuál es la diferencia entre un joven y un padre? Que el padre tiene


hijos. Un niño no puede ser padre ni física ni espiritualmente. El hijo no
puede engendrar, pero el joven ya está en condiciones de hacerlo. La
palabra de Dios mora en el joven y es la simiente, por lo tanto ya puede
engendrar.

El plan de Dios es:

• Que todos los hombres nazcan de nuevo para transformarse en


nuevas criaturas en Cristo.
• Que cada nueva criatura crezca y llegue a ser joven.
• Que cada joven llegue a ser padre, o sea, tenga hijos espirituales.

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3. PABLO Y EL EJERCICIO DE LA PATERNIDAD

Filemón 1.8-14

“Por lo cual, aunque tengo mucha libertad en Cristo para mandarte lo


que conviene, más bien te ruego por amor, siendo como soy, Pablo ya
anciano, y ahora, además, prisionero de Jesucristo; te ruego por mi hijo
Onésimo, a quien engendré en mis prisiones, el cuál en otro tiempo te
fue inútil, pero ahora a ti y a mí nos es útil, el cual vuelvo a enviarte; tú,
pues, recíbele como a mí mismo. Yo quisiera retenerle conmigo, para
que en lugar tuyo me sirviese en mis prisiones por el evangelio; pero
nada quise hacer sin tu consentimiento, para que tu favor no fuese
como de necesidad, sino voluntario”.

En cierta ocasión, Juan Manuel Montané, al hablar sobre la paternidad


espiritual, tomó este hermoso ejemplo de la relación entre Pablo y
Onésimo.

Onésimo era esclavo de Filemón. Y parecería ser que le robó y se


escapó de la casa. Posiblemente, al ser sorprendido en otras fechorías
lo metieron en la cárcel. Y casualmente cayó en la misma celda en la
que se encontraba Pablo. Así que este hizo lo de siempre: predicar el
evangelio a toda criatura. “Sufro... prisiones a modo de malhechor; mas
la palabra de Dios no está presa” (2 Timoteo 2.9).

Así fue como este compañero de prisión fue evangelizado. Onésimo, un


hombre “inútil”, se encuentra con la palabra del Señor a través de Pablo
y se convierte en discípulo de Cristo. Por eso Pablo dice de él: “mi hijo
Onésimo, a quién engendré en mis prisiones”.

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Y no solo lo engendró, sino que evidentemente también lo “discipuló”, lo


crió, le enseñó, lo corrigió, lo instruyó, lo educó espiritualmente como a
un hijo, y ahora lo envía.

Así que Onésimo, una vez cumplida su condena, es enviado por su


padre espiritual a la casa de su antiguo amo, Filemón, para reconciliarse
con él, confesarle sus faltas y pedirle perdón.

No hay detalles que indiquen cómo Pablo lo ganó para Cristo.


Imaginamos que habrán sido días de oración y de clamor, pidiendo a
Dios que hiciera la obra. Y él respondió. Onésimo fue engendrado en la
prisión por la palabra de Dios que fue dada a través de Pablo.
Aquí tenemos un claro ejemplo de paternidad espiritual.

Existen otras referencias.


En Filipenses 2.22, Pablo dice de Timoteo: “Pero ya conocéis los mérito
de él, que como hijo a padre ha servido conmigo en el evangelio”. A la
vez, esto nos enseña otro principio: que los hijos, a medida que crecen,
deben trabajar junto con su padre espiritual en la obra del Señor.

Al escribirle a Timoteo, Pablo le decía:


• “Verdadero hijo en la fe” (1 Ti. 1.2).
• “A Timoteo, amado hijo” (2 Ti.1.2).
• “Tú, pues, hijo mío, esfuérzate en la gracia que es en Cristo Jesús” (2
Ti. 2.1).
Lo mismo, a Tito: “A Tito, verdadero hijo en la común fe” (Tito 1.4).

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4. UNA APARENTE CONTRADICCIÓN BÍBLICA

Todo lo que hemos dicho hasta aquí parecería presentar una aparente
contradicción con lo que dice Juan 1.12-13:

“Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio
potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de
sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios”.

¿Onésimo es hijo de Pablo o de Dios? ¿Quién lo engendró, Pablo o


Dios? En realidad la contradicción es solo aparente, pues lo engendró
Pablo por medio de Dios que estaba en él, o bien lo engendró Dios a
través de Pablo. Entonces Dios quiere engendrar a través de nosotros,
quiere ser padre y “criar” o discipular a algunos de sus hijos por
intermedio de nosotros.

Otro texto que presenta una aparente contradicción en esta misma


línea es el de Mateo 23.8-12. Jesús dijo:

“Pero vosotros no queráis que os llamen Rabí (que significa maestro);


porque uno es vuestro Maestro, el Cristo, y todos vosotros sois hermanos.
Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra; porque uno es vuestro
Padre, el que está en los cielos. Ni seáis llamados maestros; porque uno
es vuestro Maestro, el Cristo. El que es el mayor de vosotros, sea vuestro
siervo. Porque el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será
enaltecido”.

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¿Cómo conciliar estas palabras de Jesús con pasajes como 1 Corintios


12.28: “Y a unos puso Dios en la iglesia, primeramente apóstoles, luego
profetas, lo tercero maestros...”? ¿O el de Efesios 4.11 que dice: “Y él
mismo constituyó a unos apóstoles; a otros profetas; a otros,
evangelistas; a otros pastores y maestros”?

La contradicción es solo aparente, pues Jesús no dice “no seáis padres”,


sino “no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra”. No dice que no
seamos maestros, sino que no deseemos que nos llamen “maestro”,
“pastor”, “discipulador” o de otra forma.

En muchas iglesias evangélicas, al dirigirse a quien los preside, los


miembros le dicen “pastor”, que es lo mismo que decirle “maestro”. Los
católicos al dirigirse al sacerdote le dicen “padre”. Sin embargo, según
las instrucciones del Señor, esto es incorrecto.

Cuando comprendimos estas verdades, los pastores tuvimos que


corregir la costumbre de que nos dijeran continuamente: “pastor”. E
instruimos a los hermanos al respecto.

El ser pastor o maestro es una función a ejercer, no un título. Cuando


uno dice: “fulano es mi padre espiritual” no está mal, pues está
describiendo su función. Sin embargo, cuando nos dirigimos a él no
debemos decirle “papá”. Eso crea un culto a la persona y comienza
producir distorsiones en nuestra relación como hermanos.
Entonces, la paternidad espiritual existe y hay que ejercerla; sin
embargo, no se debe hacer gala de ella utilizando un título.

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Pablo, en 1 Corintios 4.17, escribe: “Por esto mismo os he enviado a


Timoteo, que es mi hijo amado y fiel en el Señor, el cual os recordará mi
proceder en Cristo, de la manera que enseño en todas partes y en
todas las iglesias”.
Aquí Pablo llama claramente a Timoteo “hijo”. Sin embargo, este al
dirigirse a Pablo nunca le dice “padre”.

Hay una frase clave en 1 Corintios 4.15: “Porque aunque tengáis diez mil
ayos (niñeros, tutores, maestros) en Cristo, no tendréis muchos padres;
pues en Cristo Jesús yo os engendré por medio del evangelio”.
Aquí Pablo le está escribiendo a una iglesia, a la cual tanto Pedro como
Apolos iban a enseñar. Uno planta, otro riega, pero Dios da el
crecimiento.

La frase importante aquí es: “en Cristo Jesús”. No había sido Pablo solo,
sino en unión con Cristo (Cristo en mí, y yo en él). Es como si les estuviera
diciendo: “Dios los engendro a través de mí”.

5. ¿QUIÉNES PUEDEN Y DEBEN SER PADRES ESPIRITUALES?

Efesios 4.11-12

“Y él mismo constituyó a unos apóstoles; a otros, profetas; a otros,


evangelistas; a otros, pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los
santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de
Cristo”.

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Algunos piensan que los padres espirituales deben ser únicamente los
pastores o maestros. Sin embargo, este texto señala que los apóstoles,
profetas, evangelistas y pastores-maestros fueron puestos en la iglesia
para perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la
edificación del cuerpo.

La palabra “perfeccionar” (en el griego “katartismos”) significa:


capacitar, formar, entrenar, preparar. Quiere decir que los que deben
hacer la obra son los santos, y la función de los pastores y de los otros
ministerios es capacitar, entrenar y formar a los santos para que hagan
la obra del ministerio. “Ministerio” significa servicio. Eso quiere decir que
todos los santos deben estar involucrados en la tarea de la edificación
del cuerpo de Cristo.

¿Cómo se edifica el cuerpo de Cristo?


De dos maneras: engendrando hijos espirituales, y “criándolos” o
edificándolos en la fe. Así crece el cuerpo de Cristo, que es la iglesia. De
modo que la función pastoral consiste en capacitar a los santos, formar
obreros, para que crezcan, dejen de ser niños, lleguen a ser jóvenes y se
reproduzcan. Es decir, que sea padre, engendre hijos espirituales, y se
ocupe de formarlos y discipularlos en el Señor.

Hemos dicho que la edificación de la iglesia se da de dos maneras: 1. A


través de la conversión de los pecadores.
2. Por medio de la edificación de los convertidos.
Si no hay conversiones no tendremos a quién edificar o discipular. Y si se
producen conversiones pero no hay padres espirituales que se ocupen
de los nuevos conversos también habrá problemas.

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¿Cómo se convierte la gente?


Por más vueltas que le demos al asunto, la evangelización personal es el
elemento decisivo. Podemos hacer campañas, programas radiales,
televisivos, u otras actividades; sin embargo, nada puede suplantar la
necesidad del contacto y la responsabilidad personal. En determinado
momento, alguien debe acercarse y relacionarse de forma personal
con las personas, aún en las campañas.
El éxito de una campaña depende de que cada uno lleve a aquel a
quien está evangelizando. Este es un asunto fundamental, pues aún
cuando la gente llegara masivamente a reuniones donde se produzcan
milagros y maravillas, luego alguien personalmente debe ocuparse de
cada uno. Nuevamente, la paternidad espiritual se vuelve algo vital e
indispensable.

6. EL VALOR DE LOS TRES CÍRCULOS DE COMUNIÓN

• La reunión congregacional
• El grupo pequeño
• El discipulado personal

El valor de la reunión congregacional


Cuando todos aquellos que conformamos la congregación nos
reunimos, ya sea los domingos o durante la semana, lo hacemos en
primer lugar para rendir culto a Dios. Allí está la presencia de Dios. Hay
alabanzas, oraciones, profecías, revelaciones, testimonios, doctrina,
kerigma, palabra de Dios y comunión.
La reunión congregacional es muy importante, pero no es suficiente
para que la iglesia sea debidamente edificada.

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El valor de pertenecer a un grupo pequeño


Hemos aprendido de la iglesia del Nuevo Testamento la importancia
que tiene el grupo pequeño, ya sea que se lo llame “grupo de hogar”,
“grupo familiar”, “célula” o de alguna otra forma.

Al principio lo llamábamos “célula”, pero en la época del proceso


militar, como los guerrilleros hablaban de “células”, tuvimos que
erradicar ese término de entre nosotros, ya que era muy peligroso.
A partir de allí comenzamos a llamarlo: “grupo familiar”, “grupo de
hogar” o “grupo de discipulado”.

Sin embargo, lo importante no es el término, sino que toda la


congregación esté integrada en pequeños grupos. Eso permite
conocerse mutuamente, llorar con el que llora, reír con el que ríe, y
conocer las necesidades específicas de cada uno para orar los unos
por los otros. También permite una mayor participación de todos. Hay
hechos que ocurren en un grupo pequeño que no se pueden lograr en
una reunión congregacional.

Asimismo, se puede enseñar de un modo más dinámico y participativo;


hay espacio para preguntas, comentarios; se da una adecuada
interacción. Fue muy importante para nosotros descubrir en la Biblia y en
la práctica el valor del grupo pequeño. No lo inventamos nosotros; fue
Dios quien nos abrió los ojos y nos mostró ese principio.

El valor y la importancia del discipulado personal


Cuando no hay discipulado personal no se llega a profundizar en la vida
de los discípulos.

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Todos tenemos la necesidad de abrir nuestro corazón y de ser


escuchados. El discipulado personal permite que todos puedan recibir
una ayuda más personal. Posibilita tener un conocimiento más profundo
de la persona, poder escucharla y comprenderla, a fin de ministrar a su
necesidad específica. Allí se da la enseñanza y la formación, se anda
en luz de forma práctica. Es en esa relación donde se ejerce la
paternidad espiritual.

Hace unos años, al viajar a Brasil, quedé maravillado al conocer a un


siervo de Dios llamado Abe (Abraham) Huber. Es hijo de un misionero
nazareno. Anteriormente vivía en la ciudad de Santarém, cerca de la
desembocadura del río Amazonas, bien al norte del país, y ahora se
trasladó al nordeste, a la ciudad de Fortaleza.

Hace más de 10 años, su hermano Lucas, quien era el pastor principal


de la obra, murió en un accidente aéreo al caer su avioneta. Así que
Abe, siendo bastante joven, tuvo que asumir la responsabilidad pastoral
en aquel lugar.

Dios les enseñó el principio del discipulado uno a uno. Así que
comenzaron a enseñarlo y practicarlo, y la congregación experimentó
un impresionante crecimiento explosivo.

Al escucharlo, pensé: “Son los mismos principios que Dios nos mostró a
nosotros. ¿Qué nos sucedió que no crecimos de la misma manera?”
La ciudad de Santarém y sus alrededores tienen unos 280.000
habitantes. Y, aunque comparado con el resto de las ciudades de Brasil
es una ciudad pequeña, se trata de la principal ciudad de aquella
región.

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Anteriormente, tenían una congregación de unos cuantos cientos de


miembros. Luego de 10 años se transformaron en 22.000 discípulos,
integrados en un grupo de hogar y discipulados uno a uno. En el centro
de la ciudad hay 8.000 y en el gran Santarém el resto.

Abe me dijo: “Yo también estoy relacionado con alguien que vela por
mí, con quien me reúno por lo menos una vez a la semana para ser
ministrado, le confieso mis pecados, le cuento mis problemas, mis
luchas; y él me cubre y ayuda. Toda la iglesia está relacionada, por
medio de un discipulado personal”.

Tal vez lo descubrieron después que nosotros, pero pasaron al frente.


En turco hay un dicho que reza: “las astas pasaron a las orejas”. Se
refiere a que cuando el ciervo es pequeño lo más elevado de su
cabeza son sus orejas; sin embargo, cuando crece, sus astas traspasan
con creces a las orejas.

Estos hermanos que descubrieron mucho después que nosotros el


principio de la paternidad espiritual, o del discipulado, nos sacaron
varias vueltas.

Hace unos años estuve nuevamente con Abe Huber en la ciudad de


São Paulo. Ministramos juntos en un retiro y dormíamos en la misma
habitación. Y puedo decirles que realmente es un hombre de Dios, un
hombre de oración, alguien muy precioso, y con una tremenda pasión
por Jesús y por los perdidos.

Si todos hacemos un poco en cuanto al discipulado personal, todos


estarán bien cubiertos.

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Hace unos años estuve en la ciudad de Porto Alegre, Brasil. Hacía


muchos años que no iba allí a ministrar a la iglesia.
Ellos, habiendo comenzado muchos años atrás, al igual que nosotros,
también atravesaron un período de debilitamiento del discipulado. Sin
embargo, en los últimos 3 ó 4 años retomaron con nuevo vigor y fe. Y
hoy la comunidad de Porto Alegre tiene unos 1.600 discípulos.

Cuando estuve allí, tuve que predicar en una reunión en la que había
400 discipuladores; o sea, 400 hermanos que estaban ejerciendo
paternidad espiritual sobre por lo menos un discípulo, para guiarlo y
ayudarlo en su crecimiento espiritual. Volvieron al discipulado personal.
Para ser padre hace falta tener por lo menos un hijo. Fue un deleite
ministrar a 400 discipuladores.

7. ¿QUEREMOS SER PADRES ESPIRITUALES?

Es la gran pregunta que cada uno debe responder.


Los que somos padres sabemos que la vida es mucho más fácil y
cómoda sin hijos.

En el año 1979 estuvimos en una congregación renovada, en la ciudad


de Rochester, EE.UU. Me llamó la atención observar que, siendo una
congregación con muchos matrimonios jóvenes, no había niños. Pensé
que quizás estarían en alguna sala especial.
Habíamos ido Orville Swindoll, Eduardo Dúo, Guido Micozzi, Lito Ducasa,
Gerardo Vetta y yo.

Swindoll me pidió que yo predicara. Y cuando nos presentó a cada uno


de nosotros, se le ocurrió decir: “Eduardo Dúo es ingeniero y pastor, y

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padre de cuatro hijos” (hoy tiene 5). Al oír esto, se escucharon risas en la
congregación. Y Orville siguió presentando: “Él es Guido Micozzi, padre
de cuatro hijos”. Nuevamente se oyeron risas. “Lito Ducasa, padre de
cuatro hijas” (hoy tiene seis). Más risas. “Gerado Veta... seis hijos”. Las
risas aumentaron. “Yo soy Orville Swindoll, y soy padre de cuatro hijos”. A
esa altura ya se escuchaban carcajadas. “Y hoy nos va a predicar
Jorge Himitian, padre de cuatro hijos preescolares” (ahora tengo cinco).
Al final, las risas ya eran descontroladas. Para serles sincero, yo no sabía
por qué se reían tanto.

Les confieso una intimidad pastoral. Uno de nuestros conflictos como


pastores es saber qué debemos predicar en cada ocasión. A veces eso
me angustia bastante, y le pregunto: ¿Señor, qué es lo que quieres que
hable? ¿Qué quieres decirle hoy a esta congregación?”

Aquella era la única noche que estaríamos en ese lugar, y yo era el


responsable de dar el mensaje. Había sentido la guía de Dios de
predicar acerca del propósito de Dios para la familia. Sinceramente, me
pareció un tanto extraño, sin embargo obedecí al impulso interior que
había sentido. Así que les hablé por más de una hora de que los
discípulos de Cristo nos casamos para tener hijos y criarlos para Dios, y
cooperar así con su propósito eterno de tener una familia de muchos
hijos semejantes a Jesús.

Cuando terminé de predicar ya no había risas sino quebrantamiento.


Muchos se acercaron a confesarme que no querían tener hijos porque
la vida de esa forma sería más complicada. La mayoría no tenía hijos.
Un matrimonio me dijo: “Tenemos un solo hijo y por accidente, y
habíamos decidido no tener más”. Se estaba conformando una
comunidad sin hijos, ya sea por comodidad, por temor al futuro o por lo

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que fuera. Al final del mensaje sentí la confirmación de que eso era lo
que el Señor quería decirle a esa congregación.

Por eso, al hablar de paternidad espiritual, me parece muy pertinente


hacer la siguiente pregunta: ¿Queremos realmente ser padres
espirituales? Los que somos padres sabemos que tener hijos es
complicado, cansador y difícil. Si quieres una vida cómoda no tengas
hijos.

Aquella noche en Rochester la gente se quebrantó. Cuatro años


después, el pastor de esa iglesia vino a Buenos Aires y me dijo, en tono
de broma: “¡Usted no tiene idea de lo que causó! ¡Ahora la
congregación está llena de bebés! Los matrimonios realmente se
arrepintieron. Ahora tiene que volver para hablarnos acerca de la
crianza de los hijos”.

La necesidad de la paternidad espiritual es algo aún más serio. No se


trata de tener hijos porque es lindo o porque nos gusta. Las personas ya
existen y están perdidas. Son como ovejas sin pastor, y Dios quiere
salvarlas y ser padre de ellas a través de nosotros. Dios no quiere que
nadie se pierda. Él hizo lo máximo para que todos sean salvos. Quiere
darle a cada persona la oportunidad de la salvación.

8. ¿CÓMO SE ESTABLECE LA RELACIÓN PATERNAL?

Hay dos clases de hijos (no lo menciono para resaltar las diferencias, sino
para explicar cómo se dan los diferentes procesos).

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1. Unos son los hijos espirituales que nosotros mismos engendramos en


Cristo. Dios nos usa para que se conviertan. Un día les predicamos,
oramos por ellos, y finalmente se convierten, tal como sucedió con
Pablo y Onésimo.

2. Otros son los hijos “adoptivos”. Son aquellos que se han convertido,
pero que nadie se ocupa de discipularlos. Entonces, de algún modo
nos comenzamos a relacionar con ellos, y comenzamos a ayudarlos
en su crecimiento espiritual, y así se va estableciendo una relación
firme y permanente.

También están aquellos que han tenido una experiencia con Dios o
un acercamiento, pero que su conversión es incompleta; y Dios nos
usa para guiarlos a una verdadera conversión, como le sucedió a
Pablo cuando llegó a Éfeso. Allí el apóstol encontró a doce semi-
discípulos, y los guió a una experiencia completa de conversión
(Hechos 19.1-7). Hoy muchos se encuentran en una condición similar,
y a ellos también debemos ministrar.

Volviendo a la pregunta que nos hemos formulado: ¿Cómo se


establece la paternidad?
Es muy sencillo. Si a un perrito le damos de comer todos los días y lo
tratamos con cariño, se nos apegará y nos empezará a querer. Tal vez
no es el mejor ejemplo, pero lo que intento decir simplemente es que si
un perro reconoce a quien lo atiende y lo trata con cariño, mucho más
las personas, que en general tienen una gran carencia afectiva y una
necesidad de contención.

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Es bueno que les comuniques a tus pastores o líderes tu disposición a


discipular a otros. Y luego, según su orientación y consejo, acércate con
amor a la persona que ellos te indiquen; comienza a tener comunión
con ella, visítala, invítala a tu casa, encuéntrate a conversar con ella, a
orar y compártele la palabra. La paternidad se va generando poco a
poco en la medida en que nos vamos brindando; no se da de un día
para el otro.

Esa comunión irá generando confianza y oportunidades para


escucharlo, aconsejarlo, ministrarlo y enseñarle. Gradualmente se irá
estableciendo una relación de discipulado o paternidad espiritual.
En general, es más o menos ese el proceso en el que se establece la
relación.

Si la persona a la que estás guiando se convirtió a través de ti,


lógicamente, la relación se dará de un modo más natural.
Hay casos en los que es más conveniente que otra persona discipule a
alguien que se convirtió a través de ti. Por ejemplo, Dios puede usar a un
jovencito para que se convierta un matrimonio, que son padres de
familia. En ese caso sería preferible que otro matrimonio con experiencia
en el Señor se ocupara de ellos. Tampoco es aconsejable que un
hombre discipule a una mujer, y viceversa.

La paternidad o discipulado no consiste meramente en dar una clase


bíblica semanal. Sí es indispensable enseñar la Biblia, pero no se trata
solo de eso. No basta simplemente con que me encuentre con mi
discípulo, por ejemplo, los martes de 17 a 18 hs. La paternidad es más
que eso. Especialmente la gente que viene del mundo al principio
necesita mayor atención.

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Ejercer la paternidad espiritual significa asumir una responsabilidad,


como el padre con sus hijos. A un bebé recién nacido la mamá lo debe
amamantar cada tres horas y cuidarlo permanentemente. No quiero
decir con ello que tengas que encontrarte con tu discípulo cada tres
horas, pero tampoco funciona hacerlo solo una vez por semana. Debe
haber un contacto fluido varias veces por semana. Lo debes llamar por
teléfono, invitarlo a tu casa, ir a la suya, programar encuentros, estar
con él en las reuniones. La idea es velar por él, saber cómo está. El
contacto frecuente es fundamental.

En la medida en que un bebé crece ya no necesitará atención cada


tres horas. Un hijo de 10 años no necesita la misma atención que el de
un año.

Por eso uno no puede abarcar a muchos, pero si todos atendemos a


algunos, entre todos abarcaremos a muchos. Por ejemplo, en Porto
Alegre 400 personas están discipulando a 1200. Por lo tanto, son 1600 en
total. Es un buen promedio. Dos, tres o cuatro cada uno.

Otra cosa muy importante es orar por los hijos espirituales. Jesús oró por
los 12: “Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que me
diste; porque tuyos son... guárdalos en tu nombre, para que sean uno...
santifícalos en tu verdad...” (Juan 17).

A Pedro le dijo: “Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo;


pero yo he rogado por ti, que tu fe no falte...” (Lc. 22.31-32).

Pablo cuando escribe a Timoteo le dice: “Sin cesar me acuerdo de ti en


mis oraciones noche y día” (2 Ti. 1.3).

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9. LA CALIDAD DEL TRATO PATERNAL

Al hablar de paternidad espiritual debemos preguntarnos: ¿Cómo debe


ser el trato con nuestros hijos espirituales?
Quisiera responder esta pregunta con un pasaje del apóstol Pablo que
me parece hermoso, extraordinario y sumamente aleccionador.

1 Tesalonicenses 2.7-13

“Antes fuimos tiernos entre vosotros, como la nodriza que cuida con
ternura a sus propios hijos. Tan grande es nuestro afecto por vosotros,
que hubiéramos querido entregaros no sólo el evangelio de Dios, sino
también nuestras propias vidas; porque habéis llegado a sernos muy
queridos.
Porque os acordáis, hermanos, de nuestro trabajo y fatiga; como
trabajando de noche y de día, para no ser gravosos a ninguno de
vosotros, os predicamos el evangelio de Dios.
Vosotros sois testigos, y Dios también, de cuán santa, justa e
irreprensiblemente nos comportamos con vosotros los creyentes; así
como también sabéis de qué modo, como el padre a sus hijos,
exhortábamos y consolábamos a cada uno de vosotros, y os
encargábamos que anduvieseis como es digno de Dios, que os llamó a
su reino y gloria.
Por lo cual también nosotros sin cesar damos gracias a Dios, de que
cuando recibisteis la palabra de Dios que oísteis de nosotros, la
recibisteis no como palabra de hombres, sino según es en verdad, la
palabra de Dios, la cuál actúa en vosotros los creyentes”.

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En castellano la palabra “nodriza” se usa para referirse a la mujer que


amamanta hijos ajenos. Pero en el griego el término es “trofos”, y se lo
puede traducir como “nodriza” o como “madre”.

Al decir que cuida con ternura a sus propios hijos queda claro que se
refiere a la madre, por eso las nuevas versiones lo traducen así: “Antes
fuimos tiernos entre vosotros como la madre que cuida con ternura a sus
propios hijos”.

¡Qué hermosa forma de describir el modo en que debemos tratar a un


hijo espiritual! Aquí Pablo usa la palabra “madre” en vez de “padre”,
porque describe con mayor exactitud la ternura con la que se debe
tratar a los discípulos nuevos.

Esto no se asemeja en nada a la dureza con la que a veces hemos


tratado o “maltratado” a los discípulos. Puede que en algún momento
un discípulo más crecido necesite alguna reprensión, pero ese no es el
estilo que debe reinar en el trato habitual.

Observemos con cuidado el testimonio de Pablo: “Tan grande es


nuestro afecto por vosotros, que hubiéramos querido entregaros no sólo
el evangelio de Dios, sino también nuestras propias vidas; porque habéis
llegado a sernos muy queridos”.
¡Qué hermoso trato! ¡Cuánto afecto! ¡Qué lindo ejemplo de discipulado
vemos en Pablo!

Lamentablemente, al principio, entre nosotros se remarcó en el


discipulado más la autoridad que el afecto. Si bien es necesario que
haya autoridad, es esencial que prevalezca el afecto. La gente

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responde mucho mejor al afecto, a la ternura, a la amabilidad. Y en ese


clima, la autoridad funciona mejor.

¡Cuánta riqueza hay en este pasaje acerca de la calidad de la función


paternal! Tenemos mucho que aprender, meditar, profundizar y corregir
para superar errores del pasado.

Para concluir resumo algunas verdades:

1. Debemos tratar a nuestros hijos espirituales con afecto, ternura y


cariño; quienes en definitiva son hermanos nuestros e hijos de Dios
(vv. 7-8).

2. Debemos ser ejemplo de todo lo que queremos enseñarles (vv. 9-10).


Pablo les dice: “ustedes son testigos y Dios también”. Podemos y
debemos instruirlos con palabras, pero la enseñanza que
permanecerá es la que les enseñemos con el ejemplo.

3. Debemos exhortar y consolar. “Cómo el padre a sus hijos,


exhortábamos y consolábamos a cada unos de vosotros”. En la
Biblia, exhortar quiere decir alentar, animar, y no reprender como se
cree popularmente (v. 11).

4. Debemos transmitir a los discípulos la palabra de Dios. Encargarles


que anden como es digno del Señor. Eso significa transmitirles la
totalidad del kerigma y la didaké. No darles palabras nuestras, sino la
palabra de Dios (vv. 12-13).

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Considero que este es uno de los pasajes más reveladores del Nuevo
Testamento acerca de la calidad del trato de un padre con sus hijos
espirituales. En él, el testimonio de Pablo pone de manifiesto la gracia, la
calidez y la responsabilidad con que él ejercía la paternidad espiritual
con los nuevos discípulos de Tesalónica.
Dios nos ayude a seguir este hermoso ejemplo y nos llene de esa misma
gracia. Amén.

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