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Yo tendría unos tres años la primera vez que visité aquella casa, mi madre recién
comenzaba un período de acercamiento con mi abuela, pues mi nacimiento fue a la vez
causa de separación y reencuentro. Desde la primera vez que atravesé la puerta, hasta que
mi familia materna decidió abandonar el hogar, mediaron unos tres o cuatro años, tiempo
en el cual se grabaron en mí algunas impresiones, aunque los años se han encargado de
deformar buena parte de ellas. Aún puedo ver el callejón techado que debíamos atravesar
para llegar a la calle que culminaba a pocos pasos en el frontón de la casa. De aquella época
recuerdo a mi abuela, una mujer siempre seria y soberbia; recuerdo a dos tías (aunque son
tres aparte de un tío); recuerdo al perro; recuerdo la mención de un abuelo (murió antes de
yo nacer); y recuerdo también a una niña quien casi siempre estaba presente en mis juegos,
ya que las personas que habitaban allí me resultaron al principio extrañas.
Al pasar los años y consultar con mis familiares, el único punto oscuro era el de esta
niña; decían que podía ser una vecina o la hija de la señora de servicio, pero las
descripciones nunca calzaban con la imagen que poseía de la pequeña. Ella me aventajaba
por uno o dos años, de tez algo morena, con el cabello negro hasta las orejas y una nariz
redondeada y sin puente que le daba un aspecto más infantil al de su edad. Solía enseñarme
las partes de la casa o me acompañaba a jugar en la cuadra. Un día le pregunté por la puerta
roja, aquella en donde culminaba la escalera en espiral.
–Es la puerta que da a la torre más alta del mundo –dijo ella–, una sola vez logré
asomarme y mirar por una de sus ventanas, desde ahí se puede ver toda la tierra; siempre he
querido mirar de nuevo, pero ahora la puerta está cerrada.
Supongo que ese episodio ocurrió a mis cuatro años, no podía con tan corta edad
replicar ante la posibilidad de abarcar todo el planeta con una sola mirada; diría más bien
que lo creí, y desde entonces cobró el interés por asomarme a la ventana de la torre. No sé
de quién fue la iniciativa, si de la niña o mía, pero el hecho es que nos propusimos el
encontrar la forma de atravesar la puerta roja.
No pretendo dar veracidad sobre lo visto en ese instante, tampoco puedo articular el
orden de mis impresiones; tan sólo relataré lo que se grabó en mi memoria y aún logro
evocar con claridad. Miré abajo y vi hombres y perros que se confundían con las hormigas;
vi cadenas de casitas de ladrillos rojos dilatándose hasta las montañas y cubriendo el
horizonte; observé trabajadores construyendo dos torres que profanaban el cielo; vi una
cúpula blanca bordeada por una enorme espiral, más allá vi otra mucho más grande que
reflejaba mil luces blancas; vi la cima de una enorme montaña cuya sombra protegía a las
almas que arropaba; fui testigo de los últimos trazos de techos rojos muriendo a los pies de
edificios de diversos colores; presencié kilómetros de carreteras que se bifurcaban por mil y
se confundían después en arañas, nudos o espirales; miré el edificio gris del cual mis padres
me prevenían sería mi destino si me portaba mal; vi un parque en medio de la ciudad en
cuyo centro reposaban los barcos que gobernó un afamado almirante; divisé mi casa y las
de mis vecinos; sentí la brisa cargada de sal proveniente de un mar que fragmentaba
infinitamente al sol; presencié el baño de muchos niños en fuentes que escupían con fuerza
espumarajos de agua; y muchas más cosas vi que agotarían las pocas páginas que pretendo
ocupar en mi relato.
Recién cumplía los treinta años cuando la muerte de un familiar por línea materna
me puso en contacto una vez más con nuestras raíces en la Pastora. Una tía, de quien
desconozco el parentesco exacto, falleció por el mes de agosto de 2008 en Santa Lucía
(buena parte de mi familia proviene de allá). Por la discusión de ciertos aspectos legales
tuve que acompañar a mi madre y a una de mis tías a la antigua casa de mis abuelos para
conversar con sus nuevos propietarios; ciertas pertenencias habían quedado en el lugar que
debíamos retornar a sus dueños originales. Una vez allí no pude resistirme a solicitar un
paseo por los alrededores de la casa, lo cual me fue concedido sin mayores complicaciones.
No esperaba que mis recuerdos se correspondiesen con la casa que exploraba en
aquellos momentos. Una visión, un sabor o un olor son únicos en su momento, leer un libro
dos veces es leer dos libros diferentes; sin embargo, no podía menos que asombrarme ante
las notables diferencias. El frontón, del cual me percaté apenas llegamos, me pareció menos
imponente y más desgastado; el recibidor, exento ahora de chimenea, minúsculo; el largo
pasillo pude atravesarlo en siete u ocho pasos; las habitaciones se ramificaban ahora mucho
más que cuando tenía cuatro años. Otra licencia de mi memoria fue el hecho de no
encontrar un patio interno, cuando pregunté tanto a los nuevos dueños como a mis
familiares concordaron en que la casa nunca poseyó tal. Igual respuesta obtuve cuando
quise indagar sobre la pequeña quien solía acompañarme en el hogar; no recordaban a
ninguna niña, ni en el hogar ni en las casas vecinas, que correspondiera a las señas que les
estaba dando.
Luego quise enfrentarme nuevamente a la torre, pero tanto los dueños como mis
familiares me informaron que tal anexo tampoco existía en aquella casa. Tras indicarles
algunas referencias indicaron que en todo caso debía tratarse del viejo palomar que se
levantaba en la azotea. Tampoco tuve problemas cuando solicité permiso para visitar aquel
lugar, los propietarios me dieron la llave y me condujeron hacia la escalera de caracol. Noté
con decepción que sólo tuve que subir un poco menos de una revolución en torno a una
columna de mediano grosor para llegar a la puerta de metal. Una vez en la azotea me
encontré con cuatro medias paredes de yeso bastante desgastadas, un mueble destinado a la
crianza de palomas y todo ello bajo un techo de zinc. Desde aquella precaria edificación
pude ver una panorámica de Caracas un tanto diferente, pero nada impresionante: vi las
pocas casas antiguas de la Pastora devorada por los ranchos; vi al cerro Ávila, con su pico
dominando el norte de la ciudad; a lo lejos las torres de Parque Central y más acá las del
Silencio; vi el Helicoide y más allá el Poliedro. La vista en sí era diferente, y muy lejos de
ser tan magnífica como la que tuve en años más tempranos. La impresión, la corta edad y
por sobre todo la deformación de mis recuerdos, pudieron haber magnificado los contornos
y desproporcionado muchas dimensiones; sin embargo, tal cual quedó grabado.
Todo el asunto terminó causándome gracia, y lo hubiese olvidado a no ser por otra
diligencia familiar que debí atender un año después, la cual llamó una vez más mi atención
sobre esos recuerdos. Debí acompañar a mi familia a realizar ciertos trámites en Santa
Lucía, localidad que no visitaba desde 1984 o 1985. Solía acudir en mi infancia a una casa
perteneciente a una tía de segundo o tercer orden; vagamente rememoro otra que visité una
sola vez, en el que ocurrió un episodio peculiar con una señora, de quien ignoro si nos
ligaba algún parentesco, a quien en ese entonces mi sola presencia le ocasionó una
impresión demasiado fuerte, al punto que nunca más pisamos aquella casa (cómo ese
episodio ha sido un sueño recurrente, di cabida a la posibilidad de que se tratase de una
jugarreta de mi memoria).
Como iba relatando, un fin de semana de 2009 debimos viajar a Santa Lucía para
solventar el título de propiedad de un terreno que por años estuvo en disputa con otra rama
de la familia. Aprovechamos para visitar la casa de Florinda López, tía segunda de mi
madre. Me sorprendí al ver en su interior el patio que yo recordaba en el hogar de la
Pastora. No atribuí entonces ningún carácter sobrenatural al hecho, ese tipo de confusiones
no me parecen del todo inusuales; algún inmigrante podrá confundir estancias de su ciudad
natal con aquellas en las que vive en la actualidad. Sin embargo, me topé con algo curioso
mientras recorría una de la habitaciones, un retrato acaparó mi atención, se trataba de cuatro
mujeres que acompañaban a un hombre, la foto fue tomada en medio de un homenaje a
Arturo Barrios (el hombre de la fotografía quien también es mi bisabuelo). Una de las
mujeres me resultó notoriamente familiar pese a que no logré ubicar ningún nombre. Traté
de agregarle algunos años, pero las arrugas y canas que le había plasmado no hicieron
ningún eco; otro fue el resultado obtenido cuando por accidente rejuvenecí su rostro, pues
las facciones de aquella mujer concordaban punto a punto con las de la niña compañera de
mis juegos en la casa de la Pastora.
Me contó además que aún vivía en la vieja casa del poblado, y decidí aventurar una
visita. Pedí a mi tío que me acompañase, mi madre se negó a ir con nosotros (mi tío me
refirió, de forma solapada, algún suceso desagradable entre la señora Mirta y mi
progenitora).
Sentí haber resuelto parte del misterio, si confundí toda una estancia de Santa Lucía
en una casa de Caracas ¿qué tan difícil era suponer que le diera vida al retrato de una niña
en Santa Lucía y llevarla a mis recuerdos deformados de la visión de la torre? La
familiaridad con la que recorría las calles del pueblo afianzaba esta sospecha, cada cuadra
me parecía nítida, cada esquina la caminé como si la hubiese visitado ayer: el merendero de
las empanadas, la pulpería de los Jacobi e incluso la Plaza Bolívar.
–Has cambiado mucho; tu madre, supongo, aún debe estar molesta conmigo