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La Torre

No debo la narración de este relato fantástico a un hecho extraordinario, ni a la presencia de


entidades del más allá, sino a la confusión de dos memorias; al recuerdo de dos personas
sobre un hecho poco singular, incluso un tanto corriente, pero que quedó grabado pese al
embate de los años y sobre el cual surgieron contradicciones al evocarse mucho tiempo
después. Yo soy una de esas personas.

El hecho ocurrió en la Pastora, en la antigua casa de mis abuelos maternos. La


recuerdo grande, la recuerdo imponente, y, sin embargo, sólo puedo evocar la fachada
desgastada, el recibidor en donde reposaba una falsa chimenea, un patio interno con una
enorme vasija siempre rebosante agua, una pasillo muy angosto y, al final de ese pasillo,
una escalera de caracol que bordeaba incontablemente una columna hasta culminar en una
puerta roja siempre bajo llave. A pesar de lo amplia no era lujosa, pues mi familia fue por
mucho tiempo bastante pobre. Mi abuela incluso me relató alguna vez (luego me lo
confirmaron mis tíos) que mi abuelo se dedicaba a cazar y cultivar palomas en la azotea
para alimentar a la familia. La vivienda fue adquirida a principios del siglo XX por alguna
rama familiar, hoy lejana, y fue concedida a mis abuelos alrededor de 1940 en honor a sus
nupcias.

Yo tendría unos tres años la primera vez que visité aquella casa, mi madre recién
comenzaba un período de acercamiento con mi abuela, pues mi nacimiento fue a la vez
causa de separación y reencuentro. Desde la primera vez que atravesé la puerta, hasta que
mi familia materna decidió abandonar el hogar, mediaron unos tres o cuatro años, tiempo
en el cual se grabaron en mí algunas impresiones, aunque los años se han encargado de
deformar buena parte de ellas. Aún puedo ver el callejón techado que debíamos atravesar
para llegar a la calle que culminaba a pocos pasos en el frontón de la casa. De aquella época
recuerdo a mi abuela, una mujer siempre seria y soberbia; recuerdo a dos tías (aunque son
tres aparte de un tío); recuerdo al perro; recuerdo la mención de un abuelo (murió antes de
yo nacer); y recuerdo también a una niña quien casi siempre estaba presente en mis juegos,
ya que las personas que habitaban allí me resultaron al principio extrañas.
Al pasar los años y consultar con mis familiares, el único punto oscuro era el de esta
niña; decían que podía ser una vecina o la hija de la señora de servicio, pero las
descripciones nunca calzaban con la imagen que poseía de la pequeña. Ella me aventajaba
por uno o dos años, de tez algo morena, con el cabello negro hasta las orejas y una nariz
redondeada y sin puente que le daba un aspecto más infantil al de su edad. Solía enseñarme
las partes de la casa o me acompañaba a jugar en la cuadra. Un día le pregunté por la puerta
roja, aquella en donde culminaba la escalera en espiral.

–Es la puerta que da a la torre más alta del mundo –dijo ella–, una sola vez logré
asomarme y mirar por una de sus ventanas, desde ahí se puede ver toda la tierra; siempre he
querido mirar de nuevo, pero ahora la puerta está cerrada.

Supongo que ese episodio ocurrió a mis cuatro años, no podía con tan corta edad
replicar ante la posibilidad de abarcar todo el planeta con una sola mirada; diría más bien
que lo creí, y desde entonces cobró el interés por asomarme a la ventana de la torre. No sé
de quién fue la iniciativa, si de la niña o mía, pero el hecho es que nos propusimos el
encontrar la forma de atravesar la puerta roja.

Registramos muchas gavetas, armarios y gabinetes en busca de una llave, también


preguntamos a las personas de esa casa, a quienes posteriormente llamaría familia, sin
recibir respuesta alguna (¿debo en este punto aclarar que fui yo quien realmente revisó en
esos muebles y fui sólo yo quien realizó las preguntas?). No obstante, debimos a la suerte o
al azar el cumplimiento de nuestros deseos. Una tarde la niña me dijo que la puerta estaba
abierta, fuimos de inmediato hasta el pasillo y comenzamos el ascenso. Fueron muchas,
recuerdo, las vueltas que dimos por esa escalera, había ventanas en cada vuelta, pero mi
poca estatura me impedía asomarme por ellas. –No te preocupes –dijo la niña– Ya te
asomarás cuando lleguemos. Luego de un trecho considerable alcanzamos la puerta, cuando
la abrí la luz lastimó mis ojos. La niña me tomó de la mano y me guió hasta un escalón, allí
me encaramé y pude asomarme por uno de los muros.

No pretendo dar veracidad sobre lo visto en ese instante, tampoco puedo articular el
orden de mis impresiones; tan sólo relataré lo que se grabó en mi memoria y aún logro
evocar con claridad. Miré abajo y vi hombres y perros que se confundían con las hormigas;
vi cadenas de casitas de ladrillos rojos dilatándose hasta las montañas y cubriendo el
horizonte; observé trabajadores construyendo dos torres que profanaban el cielo; vi una
cúpula blanca bordeada por una enorme espiral, más allá vi otra mucho más grande que
reflejaba mil luces blancas; vi la cima de una enorme montaña cuya sombra protegía a las
almas que arropaba; fui testigo de los últimos trazos de techos rojos muriendo a los pies de
edificios de diversos colores; presencié kilómetros de carreteras que se bifurcaban por mil y
se confundían después en arañas, nudos o espirales; miré el edificio gris del cual mis padres
me prevenían sería mi destino si me portaba mal; vi un parque en medio de la ciudad en
cuyo centro reposaban los barcos que gobernó un afamado almirante; divisé mi casa y las
de mis vecinos; sentí la brisa cargada de sal proveniente de un mar que fragmentaba
infinitamente al sol; presencié el baño de muchos niños en fuentes que escupían con fuerza
espumarajos de agua; y muchas más cosas vi que agotarían las pocas páginas que pretendo
ocupar en mi relato.

Me es imposible computar cuánto duramos en la torre, pudo ser lo mismo unos


pocos segundos que varias horas (hay experiencias que restan valor al tiempo). Me es
imposible, además, precisar cómo terminó aquello, lo siguiente que evoco es a mi madre
regañándome en el salón (creo ver a mi abuela presente; creo, aunque con menos seguridad,
que la niña que me llevó a ese lugar estaba sentada a mi lado). De resto son poco
memorables mis recuerdos de aquella casa; a los pocos años fue vendida a otros
propietarios y por un buen tiempo no supe más de ella; por ello pido disculpas al lector,
pero debo dar una salto de más de veinte años hasta el día en que volví a pisar aquel hogar.

Recién cumplía los treinta años cuando la muerte de un familiar por línea materna
me puso en contacto una vez más con nuestras raíces en la Pastora. Una tía, de quien
desconozco el parentesco exacto, falleció por el mes de agosto de 2008 en Santa Lucía
(buena parte de mi familia proviene de allá). Por la discusión de ciertos aspectos legales
tuve que acompañar a mi madre y a una de mis tías a la antigua casa de mis abuelos para
conversar con sus nuevos propietarios; ciertas pertenencias habían quedado en el lugar que
debíamos retornar a sus dueños originales. Una vez allí no pude resistirme a solicitar un
paseo por los alrededores de la casa, lo cual me fue concedido sin mayores complicaciones.
No esperaba que mis recuerdos se correspondiesen con la casa que exploraba en
aquellos momentos. Una visión, un sabor o un olor son únicos en su momento, leer un libro
dos veces es leer dos libros diferentes; sin embargo, no podía menos que asombrarme ante
las notables diferencias. El frontón, del cual me percaté apenas llegamos, me pareció menos
imponente y más desgastado; el recibidor, exento ahora de chimenea, minúsculo; el largo
pasillo pude atravesarlo en siete u ocho pasos; las habitaciones se ramificaban ahora mucho
más que cuando tenía cuatro años. Otra licencia de mi memoria fue el hecho de no
encontrar un patio interno, cuando pregunté tanto a los nuevos dueños como a mis
familiares concordaron en que la casa nunca poseyó tal. Igual respuesta obtuve cuando
quise indagar sobre la pequeña quien solía acompañarme en el hogar; no recordaban a
ninguna niña, ni en el hogar ni en las casas vecinas, que correspondiera a las señas que les
estaba dando.

Luego quise enfrentarme nuevamente a la torre, pero tanto los dueños como mis
familiares me informaron que tal anexo tampoco existía en aquella casa. Tras indicarles
algunas referencias indicaron que en todo caso debía tratarse del viejo palomar que se
levantaba en la azotea. Tampoco tuve problemas cuando solicité permiso para visitar aquel
lugar, los propietarios me dieron la llave y me condujeron hacia la escalera de caracol. Noté
con decepción que sólo tuve que subir un poco menos de una revolución en torno a una
columna de mediano grosor para llegar a la puerta de metal. Una vez en la azotea me
encontré con cuatro medias paredes de yeso bastante desgastadas, un mueble destinado a la
crianza de palomas y todo ello bajo un techo de zinc. Desde aquella precaria edificación
pude ver una panorámica de Caracas un tanto diferente, pero nada impresionante: vi las
pocas casas antiguas de la Pastora devorada por los ranchos; vi al cerro Ávila, con su pico
dominando el norte de la ciudad; a lo lejos las torres de Parque Central y más acá las del
Silencio; vi el Helicoide y más allá el Poliedro. La vista en sí era diferente, y muy lejos de
ser tan magnífica como la que tuve en años más tempranos. La impresión, la corta edad y
por sobre todo la deformación de mis recuerdos, pudieron haber magnificado los contornos
y desproporcionado muchas dimensiones; sin embargo, tal cual quedó grabado.

Todo el asunto terminó causándome gracia, y lo hubiese olvidado a no ser por otra
diligencia familiar que debí atender un año después, la cual llamó una vez más mi atención
sobre esos recuerdos. Debí acompañar a mi familia a realizar ciertos trámites en Santa
Lucía, localidad que no visitaba desde 1984 o 1985. Solía acudir en mi infancia a una casa
perteneciente a una tía de segundo o tercer orden; vagamente rememoro otra que visité una
sola vez, en el que ocurrió un episodio peculiar con una señora, de quien ignoro si nos
ligaba algún parentesco, a quien en ese entonces mi sola presencia le ocasionó una
impresión demasiado fuerte, al punto que nunca más pisamos aquella casa (cómo ese
episodio ha sido un sueño recurrente, di cabida a la posibilidad de que se tratase de una
jugarreta de mi memoria).

Como iba relatando, un fin de semana de 2009 debimos viajar a Santa Lucía para
solventar el título de propiedad de un terreno que por años estuvo en disputa con otra rama
de la familia. Aprovechamos para visitar la casa de Florinda López, tía segunda de mi
madre. Me sorprendí al ver en su interior el patio que yo recordaba en el hogar de la
Pastora. No atribuí entonces ningún carácter sobrenatural al hecho, ese tipo de confusiones
no me parecen del todo inusuales; algún inmigrante podrá confundir estancias de su ciudad
natal con aquellas en las que vive en la actualidad. Sin embargo, me topé con algo curioso
mientras recorría una de la habitaciones, un retrato acaparó mi atención, se trataba de cuatro
mujeres que acompañaban a un hombre, la foto fue tomada en medio de un homenaje a
Arturo Barrios (el hombre de la fotografía quien también es mi bisabuelo). Una de las
mujeres me resultó notoriamente familiar pese a que no logré ubicar ningún nombre. Traté
de agregarle algunos años, pero las arrugas y canas que le había plasmado no hicieron
ningún eco; otro fue el resultado obtenido cuando por accidente rejuvenecí su rostro, pues
las facciones de aquella mujer concordaban punto a punto con las de la niña compañera de
mis juegos en la casa de la Pastora.

Vaticiné una explicación fantástica, tenía por seguro que me informarían de la


muerte de aquella acontecida hace muchos años, tal vez incluso antes de mi nacimiento, lo
que definiría la visión desde la torre como una experiencia con la sombra de una muerta.
No obstante, hallé para mi sorpresa que el destino de la mujer era aún más misterioso.
Cuando le pregunté a mi madre por la persona del retrato ella contestó:
–Esa es la tía Mirta, ¿recuerdas la primera vez que vinimos a Santa Lucía? Fuimos a
su casa, tú tendrías unos cinco años, ella te iba a conocer y en el preciso instante cuando te
vio le dio un ataque; tú te asustaste mucho por ello y nunca más pisamos se hogar.

Me contó además que aún vivía en la vieja casa del poblado, y decidí aventurar una
visita. Pedí a mi tío que me acompañase, mi madre se negó a ir con nosotros (mi tío me
refirió, de forma solapada, algún suceso desagradable entre la señora Mirta y mi
progenitora).

Sentí haber resuelto parte del misterio, si confundí toda una estancia de Santa Lucía
en una casa de Caracas ¿qué tan difícil era suponer que le diera vida al retrato de una niña
en Santa Lucía y llevarla a mis recuerdos deformados de la visión de la torre? La
familiaridad con la que recorría las calles del pueblo afianzaba esta sospecha, cada cuadra
me parecía nítida, cada esquina la caminé como si la hubiese visitado ayer: el merendero de
las empanadas, la pulpería de los Jacobi e incluso la Plaza Bolívar.

Para no agotar al lector resumiré el protocolo de la llegada a la casa diciendo que


nos recibieron algunos familiares, ellos se sorprendieron de ver al pequeño niño convertido
ahora en hombre y me hicieron pasar a la habitación de la señora Mirta quien, según me
informaron, esperaba mi visita. En algún momento de ese transcurso se intercaló el lamento
que mi madre haya tomado en serio, veintitantos años atrás, las palabras de un familiar
claramente perturbado cuando sentenció que no nos quería ver nunca más. En la habitación
me esperaba una mujer bastante mayor, estaría en sus setenta u ochenta y pico de años, y
lucía bastante animada pese a su semblante sombrío.

–¿Tú eres Juan? –me preguntó

–Ese soy yo– le dije.

–Has cambiado mucho; tu madre, supongo, aún debe estar molesta conmigo

Me relató algo que yo no supe (o no quise recordar) de nuestro primer encuentro, al


parecer me dirigió duras palabras que incluían una maldición. Al interrogarle por aquel
comportamiento respondió:
–A nosotros dos no nos ligan mayores vínculos, tampoco intereses, por tanto la
única razón que te trae aquí es para confirmar mis temores. Hace años, unos treinta y tantos
antes de tu nacimiento, tuve una visión en la inexistente torre de una casa, y en esa visión
me acompañó un niño. Con el tiempo crecí, pero nunca pude borrar ese recuerdo: vi una
ciudad repleta de techos rojos, y más allá de ellos colinas repletas de árboles de copiosas
hojas; vi dos torres amarillas elevándose al cielo custodiando el busto de un hombre
legendario; vi unas cuantas lenguas de cemento asomándose por verdes prados; contemplé
la conjugación de tres ciudades bajo la mirada de una enorme montaña; vi el avance de
edificios amarillentos destruyendo pequeñas casas paupérrimas; presencié los últimos días
del caballo y los caminos de tierra; otras cosas vi… pasaron unos 5 años cuando comencé a
hacer preguntas sobre el pequeño que había acompañado esa tarde en la torre, lo primero
que dijo mi familia fue que no había tal torre; lo segundo, que aquel niño, con las señas que
les había dado, tampoco existía. Rehusé creer en una traición de mi buen juicio y procuré
encontrar a aquel pequeño, agoté álbumes familiares y referencias de vecinos y amigos,
pero nunca lo hallé; muchos años después de que mis padres cedieran esa casa a tus
abuelos, cuando me había dado por vencida, apareciste tú en el mismo lugar en donde estas
parado ahora. Por un momento creí (posiblemente tú también lo hayas creído de mí) que se
trataba del fantasma de algún infante muerto hace años atrás; pero no son cosas de Dios el
presenciar sombras de personas que aún no han nacido. Por eso sólo pude tomar como un
conjuro tu visita veintisiete años atrás, y hoy, viéndote de pie donde estas, se me revuelven
una vez más aquellos temores.

No interrumpí el discurso de la señora Mirta. Sentí un solapado desprecio a mi


presencia, por tanto me retiré cortésmente a los pocos minutos. No se confunda el lector, la
coincidencia de elementos me sorprendió bastante, pero no hubo de mi parte tal
reprobación como la de mi interlocutora. Luego de haber reflexionado más sobre el hecho
trataré de detallar la experiencia que, a pesar de las diferencias, considero como única. Me
llamó la atención descubrir que Mirta y yo tuvimos visiones diferentes, ella vio la Caracas
de finales de los cuarenta mientras yo presencie la de inició de los ochenta; pese a ello
mantengo la convicción que la experiencia fue única, porque ambos en un mismo lugar,
fuimos víctimas de un juego de nuestra imaginación. Me es imposible dar con una
explicación lógica de lo ocurrido; sin embargo, no hay que olvidar que nuestro universo se
gobierna por leyes muy distintas de las que nosotros le atribuimos. Es posible que ambos,
tras magnificar nuestras respectivas impresiones, fuimos susceptibles a confundir nuestros
recuerdos, porque si bien magnifica fue nuestra visión ¿no pudimos acaso deformar los
rasgos y señas de nuestro acompañante? Yo vi un retrato en una casa (cuyo patio interno
confundí en otra) y tal vez fue allí donde le di rostro a la niña a quien hoy evoco ¿pudo ser
lo mismo que le pasó a Mirta la primera vez que me vio? No obstante, me niego a creer en
una explicación tan simple. Mirta decidió aceptar una explicación tenebrosa aborreciendo la
de haber vaticinado el futuro. Tal vez lo que llamamos fantasmas funcionan de igual
manera a como nos ocurrió a ella y a mí aquella tarde; yo vi el fantasma de una niña que no
había muerto, ella también vio uno, el de un niño que aún no había nacido.

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