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El crimen de la calle Mayor 1899
¿Ése era su objetivo? ¿Doce duros?
Pues sí, eso quería yo, es lo que nos hacía falta para salir adelante. Estábamos en una situación muy comprometida, sin dinero, sin casa, huyendo de nuestros padres… No podíamos volver, no contábamos con nada.
Sereno y tranquilo, con la serenidad de la que tanto han hablado los periódicos, nos recibió el criminal. En su rostro, pálido, se advertían huellas del insomnio. Hoy, un año después del terrible suceso, tiene veinte años, al igual que su cómplice. No es el asesino de la calle Mayor una figura repugnante como han afirmado. Los rasgos de su fisonomía no denuncian al criminal nato de Lombroso. Es una figura vulgar, sin relieve ninguno; su mirada sin brillo acusa una inteligencia poco desarrollada. En el ojo derecho tiene una nube que le imposibilita la visión. A las preguntas que le hicimos contestó José Lucas sin resistencia, casi con agrado, relatando con sencillez las circunstancias del crimen, sin experimentar la menor emoción, sin que se turbara su rostro impasible al evocar los hechos dolorosos. Sólo lloró al hablar de sus padres.
Empecemos por el principio, si le parece. Hábleme de su pueblo, de su vida allí.
¿Qué voy a contarle? Margarida es un pueblo de Alicante, tendrá unas treinta familias, poco más. Allí nos conocemos todos.
¿Todo el mundo sabía de su relación con Isabel?
¿No van a saberlo? Su casa y la mía han estado siempre puerta con puerta, nos conocemos desde niños, cuando jugábamos juntos. Siempre nos hemos querido mucho.
Pero ella ha tenido otros novios…
Bueno, dos muchachos se interesaron por ella. Isabel se dejó querer al principio, porque a toda muchacha le gusta eso, pero no pasó nada más porque siempre me quiso a mí.
Su familia está bien acomodada.
La mía sí, la de Isabel no tanto. Mi padre tiene campos, allí se produce una cereza muy buena, almendras que no las probaría usted mejor en su vida. Mi familia incluso tiene algún olivar. Nunca nos ha faltado de nada. Las tierras están en la familia desde el padre de mi abuelo, por lo menos. Mi hermano mayor incluso es el alcalde del pueblo, no le digo más.
Y los padres de Isabel…
Bueno, ellos tienen alguna tierra pero no mucha, el padre ha tenido que trabajar también el campo de otros, para nosotros ha trabajado más de una vez. Y ya ve, en vez de estar agradecido, me rechaza.
***
Sr. Lucas. Dice su hija que la ha perdonado.
Así es, sí ¿qué quiere que le diga? Soy padre a fin de cuentas y mi Isabel siempre ha sido una buena chica.
Pero lo que hizo…
Fue terrible, ya lo sé. Pero todo fue culpa de ese muchacho, José, un malnacido. La culpa de mi hija es haber perdido la cabeza por él. Si no fuera por su influencia pongo de testigo a Dios que mi Isabel no hubiera hecho lo que hizo, algo inimaginable para todos los que la conocen, ya lo vio usted en el juicio, lo bien que hablaban de ella, incluso sus antiguos novios, dos buenos muchachos, ojalá hubiera escogido a uno de ellos, pero perdió la cabeza, eso es lo que pasó.
¿Por qué se opuso a que mantuvieran relaciones?
Mire, yo a la familia la conozco desde siempre. Son gente honrada, incapaz de hacer daño a nadie. Su padre es un hombre con posibles, tiene campos, produce y vende mucho, es de los ricos del pueblo pero no le ve un gesto de orgullo ni de creerse más importante que nadie. Él y yo nos hemos tratado muy bien siempre.
Ellos también se opusieron a que Isabel fuera la novia del chico.
Eso lo entiendo ¿qué quiere que le diga? Yo podía buscar mi provecho y haber dicho que sí porque aunque el muchacho sea como es viene de una familia donde no le habría de faltar nada y mi hija bebía los vientos por él. Pero yo le dije que no, mi mujer es testigo de que intenté razonar con ella. Aunque no lo hablara con el padre de José, yo sé que debía entender mis razones. Bastantes problemas tenía el hombre con ese hijo.
Pero dígame cuáles fueron sus razones para oponerse.
Ese José iba por mal camino, en el pueblo todo el mundo lo sabía. Su padre lo llevó a la escuela, como a su hijo mayor, pero donde éste era aplicado el segundo era un desastre, un chico sin ganas de estudiar, buscando bronca con otros muchachos. Ya escuchó al maestro durante el juicio, cuando dijo aquello de que hacía malamente todo. El hombre fue suave por respeto al padre de José, pero lo cierto es que fue un chico que siempre daba problemas, se escapaba para no ir a la escuela… Anda que su padre no le dio correazos para que cambiara pero ¡quiá!
De mayor no se corrigió.
Nada, no cambió nada. Su padre se hartó de llevarlo a la escuela, incluso el maestro le dijo que lo mejor que podía hacer era ponerlo a trabajar. Pero si a alguien no le gustaba trabajar era a él. A los quince años lo mandaba al campo para que aprendiera y el muchacho desaparecía dos o tres días. Le había quitado unos duros a su padre en un descuido y se iba de juerga hasta Planes, no le digo más. Alguna vez tuvo que ir su hermano con la carreta a recogerlo cuando lo avisaban de que estaba durmiendo la mona debajo de un árbol. No, no había nada que hacer con él. Ni quería estudiar ni trabajar. ¿Cómo le iba a dar mi Isabelita a alguien así? La mala cabeza de esta hija mía es la que la llevó a escaparse.
***
Dice tu padre que perdiste la cabeza por José.
Eso es. No puedo explicarlo de otro modo. Y le diré una cosa además: después de todo lo que ha pasado, después de perderme como lo ha hecho ¡aún le quiero con toda el alma!
De rostro agraciado, del color moreno pálido del arroz que se cultiva en las riberas del Turia, y de boca pequeña y dientes blanquísimos, Isabel Lucas, con su ropa limpia, con su peinado ahuecado y con su aspecto de timidez que tan mal se aviene con su sangre fría y maldad en el momento del crimen, más parece sirvienta de modesta casa burguesa que se prepara a santificar la fiesta del día, acompañando a su novio a uno de los bailes populares que se improvisan los domingos en los Cuatro Caminos, que la mujer sujeta a gravísima responsabilidad por un horrendo crimen. Os conocíais desde pequeños.
Sí, vivíamos casa con casa, jugábamos en la calle. Luego ya fuimos creciendo y yo iba con mis amigas pero nunca nos perdimos de vista, siempre tenía una buena palabra para mí, siempre estaba atento. A veces me traía algún regalo pequeño, algo que había encontrado por ahí, que se le había encaprichado. Me gustaba hablar con él, estar juntos.
Pero tuviste otros pretendientes.
Ricardo y Casimiro, en el juicio no dijeron más que la verdad. Me porté bien con ellos, ya ve usted que, aunque les diera calabazas, hablaron bien de mí. Se me acercaron en los bailes del pueblo, tonteamos un poco, dimos algún paseo pero yo de siempre estuve enamorada de José, por eso no me decidía a corresponder. Ellos se dieron cuenta y no insistieron pero que me pretendieran tuvo la consecuencia de que José espabiló por fin y un día, que se me acercó cuando iba a la fuente, empezamos a hablar como siempre y, al entrar en una calle angosta que hay allí me cogió del brazo y me dijo que siempre me había querido. Me quedé de piedra, incluso me reí de él, pero me miraba con tanta fijeza que me di cuenta de que iba en serio y me quedé callada. ¿Y tú? Insistió ¿Y tú? Bueno, no sé qué me pasó, así tan de repente pero me salió casi sin querer el decirle: Y yo también. Así nos hicimos novios.
Luego vinieron los problemas con la familia.
Mi padre se puso como un basilisco cuando se enteró de que me habían visto paseando con él por todas partes. Ya sabe que es un pueblo pequeño y resulta imposible guardar un secreto. Además, yo no quería guardarlo, a mí José siempre me gustó, le quise desde que era pequeña ¿por qué tenía que andarme con secretos? Pero las viejas empezaron a meter cizaña, que si nos habían visto de la mano, que íbamos hacia el campo, que a saber qué hacíamos solos… Mi padre no hacía más que gritarme, mi madre llorando, mi hermano diciendo que era tonta.
Así que empezasteis a veros en secreto.
Salíamos de casa con cualquier excusa, habíamos acordado vernos en sitios alejados, ir por caminos diferentes. Pero todo el mundo sabía lo que estaba pasando. Con el tiempo, ya sabe, llegamos a cierta intimidad, eso no había forma de detenerlo. Mis padres, con tal de que no fuera público, preferían no reñirme. Ya cuando empezaron a buscarme un novio entre los hijos de otros vecinos de Planes, amigos suyos, me di cuenta de que nunca se rendirían, que nunca aceptarían lo nuestro.
Pero ¿tú no te dabas cuenta de que José no tenía ni oficio ni beneficio?
Yo solo sé que lo he querido siempre con locura. Además, los hombres cambian cuando tienen responsabilidades, eso pensaba yo. Si nos hubieran dado una oportunidad, si no hubiéramos tenido que escapar como lo hicimos…
Y ahora ¿cómo tienes el ánimo?
¡No puedo tenerlo! Es tanta la pena con que me castigan; pero, en fin, lo sufro todo por la Pasión y Muerte de Jesús. No lo siento por mí... Mis pobres padres se morirán pronto y no volverán a ver a su desdichada hija.
¿Has tenido carta de ellos?
Sí, señor; les escribí un mes después del hecho pidiéndoles que me perdonasen, y contestaron a mi carta perdonándome. Desde entonces me han escrito muchas veces e incluso han venido a verme, aunque no lo merezca.
¿Y José, te ha escrito desde la cárcel?
También; sí, señor, y me dice que cada vez me quiere más.
¿Y tú le quieres todavía?
No lo sé. Creo que le odio desde la noche del crimen... ¡Pero no, señor, le quiero mucho, mucho! Nunca ha sido malo para mí más que aquel maldito día en que me perdió para siempre.
***
En el juicio se ha comentado que sabías de la riqueza de doña Teresa, que averiguaste sus señas antes de escaparos.
Ya digo que ahí nos conocíamos todos, no es algo que yo buscara saber en especial. Hacía años que doña Teresa Tomás se había ido del pueblo pero su familia seguía viviendo allí. Saber que tenía posibles lo sabíamos todos, porque el cura de nuestra parroquia de Sant Francesc se encargó de airearlo un domingo, cuando agradeció a esta señora su donación de una joya para la Virgen del Pilar. Ese donativo fue muy comentado, había elogios para doña Teresa, también un poco de envidia, ya sabe, suponías que estaba en Madrid con todo tipo de lujos. Pero ya le digo, yo no tuve que averiguar eso, todos lo comentaban. De lo que sí me enteré es de su dirección en la capital. Para entonces yo andaba dándole vueltas a la idea de escaparnos y era bueno tener a quién recurrir. De hecho, mi primer plan era marchar a Barcelona, que está más cerca, pero allí no conocíamos a nadie, no íbamos a encontrar socorro, así que pensé que mejor en Madrid.
Fuiste a Valencia en primer lugar ¿no?
A Valencia, a una posada llamada de San Antonio. Le había cogido veinticinco duros a mi padre y ropa a mi hermano que metimos en un baúl para llevarlo conmigo y que no pensasen que éramos unos pobres.
A tu hermano le cogiste un revólver también. ¿Pensabas usarlo?
No, no, de ninguna manera. Al tomarle prestada la ropa lo encontré y pensé que, yendo por aquí y por allá, a saber dónde terminaríamos y convenía poder defenderse, no sé, de que alguien intentara robarnos o atacarnos.
¿Te ha sentado mal que tu familia te haya denunciado por robo?
Hubiera deseado que no fuera así, de hecho yo cogí todo aquello considerándolo un préstamo. La ropa la dejé en el mismo baúl en la estación de Mediodía, no pensaba usarla más que en caso de apuro, y el dinero trataría de devolvérselo a mi padre en cuanto encontrara un trabajo digno que nos permitiera casarnos y establecernos en Madrid.
Deduzco que tu familia no te ha perdonado, aunque la de Isabel sí lo haya hecho con ella.
No, no lo ha hecho, ni siquiera después de la condena. Hubiera esperado un poco de compasión, pero no ha sido posible. En todo caso, merezco todo lo que me pasa. No quise que pasara lo que ha pasado pero lo hecho hecho está.
Hablabas del trabajo en la capital. Pasasteis varios días viviendo con doña Teresa y no buscaste trabajo alguno. De hecho, dijiste en el juicio que uno de tus objetivos era encontrar algo para sosteneros gracias a los contactos que tuviera la señora.
Sí, así es.
Pero no hablasteis con ella de trabajo.
Nos dio vergüenza. Le dije a Isabel que se lo mencionara pero a ella también le daba vergüenza. La señora no podía ser más amable con nosotros pero todo se volvía del revés. Nos habíamos presentado como recién casados, más que nada para no formar escándalo. Le dijimos que nos enviaba el cura del pueblo, lo cual no era del todo cierto, porque las señas me las había dado él pero no le dijimos que íbamos a ir a Madrid. Como no sabíamos qué decirle hablamos de que, tras la boda y estando de luna de miel, deseábamos hacer unas compras en la capital. Ella, ya le digo, fue todo amabilidad: nos alojó en una habitación muy amplia de su casa, nos acompañó para enseñarnos algunos lugares de Madrid. No teníamos mucho dinero porque, entre la posada de Valencia y el viaje, los duros de mi padre ya escaseaban. Incluso le pedimos quince duros en préstamo y nos los dejó. Le dije que no nos había llegado el dinero del pueblo, que en cuanto lo enviaran se lo devolvería. No quería parecer un pobre, un muerto de hambre. El caso es que no me atreví a pedirle por un trabajo e Isabel tampoco lo hizo.
Entonces ¿cómo pensabais salir de esa situación? ¿Sin dinero, habiendo dicho que estabais allí solo unos días, sin que quisierais volver al pueblo?
No sé, yo solo quería doce duros. Con ese dinero nos hubiéramos apañado un tiempo más, hasta que saliera algo.
Pero ¿por qué no se lo pedisteis de nuevo?
Ya nos había prestado quince ¿cómo le íbamos a pedir más? Iba a pensar que éramos unos aprovechados.
¿Era mejor matarla?
No sé, yo no sabía qué hacer.
***
María Pérez González, para servirle.
Es usted joven.
Tengo veintitrés años.
¿Cuánto tiempo llevaba sirviendo en casa de doña Teresa?
Cuatro años. Ya estaba con ella cuando tenía la casa de huéspedes en el número 19 de la misma calle Mayor, creo que la abrió cinco años antes y le iba bien, tan bien que necesitó ayuda y decidió contratarme.
Don Julio Herrero ya estaba allí cuando usted empezó a trabajar ¿no? Cuéntenos de cómo era él, qué vida llevaba.
Don Julio, según me dijeron, se había separado de su mujer. Ésta era más joven ¿sabe? Algo pasó entre ellos, diferencias de carácter, decían. La pena es que, cuando se separaron el señor dejó lactante una niña que moriría tres años después. Cuando yo le conocí tenía cincuenta y cuatro años y en todo el tiempo que serví en casa de doña Teresa siempre hacía lo mismo.
Pero ¿cómo era?
Un caballero, eso es lo que era, un hombre muy apreciado allá donde iba. Estuvo unos años en la casa de huéspedes pero aquello no le iba bien y por ello le propuso a doña Teresa un arreglo conveniente para ambos. Ella pondría casa aparte, de manera que el único inquilino fuera él, que instalaría allí su bufete. Porque era abogado, supongo que ya lo sabe, se dedicaba a cosas de testamentos y pleitos que tenían que ver con eso, familias que se peleaban, cosas así que él trataba estupendamente porque nadie se quejó de su oficio. Ganaba dinero pero tenía fama de ser muy honrado y no extender los pleitos más de lo conveniente, como hacen otros. Yo me enteraba porque era la encargada de abrir la puerta a los clientes que se iban y oía sus comentarios.
¿Trabajaba mucho?
Bueno, por la mañana nada más. Además tenía algunas rentas, pagaba religiosamente a doña Teresa, que nunca tuvo motivo para quejarse. Los dos se llevaban bien, para ella fue un descanso atender a un solo cliente que, además, daba muy pocos problemas y pagaba cuando debía. En realidad, ella actuaba como un ama de llaves, cosa que a él le convenía mucho. He leído algunos comentarios en ciertos periódicos… Le puedo asegurar que él era un verdadero caballero y ella es bastante mayor, por eso me necesita para hacer la casa. Entre ellos se llevaban bien pero nada más.
Si solo trabajaba por las mañanas ¿qué hacía el resto del día? ¿Lo sabe usted?
Claro, algunas veces tuve que ir hasta el café o donde estuviera a darle algún recado. Era como un reloj, siempre hacía lo mismo. Ya sabe usted que era hombre muy conocido en Madrid, su sobrino es Tomás Herrero, el dueño de ese gran almacén de papel de la calle Duque de Rivas. Él no ganaba tanto dinero como el sobrino pero nunca le faltaba, ya le digo. Además, no pretendía enriquecerse, le gustaba vivir bien y tranquilo, por eso propuso lo de la casa a doña Teresa. Pues a lo que iba, cuando terminaba su trabajo de la mañana almorzaba y marchaba luego al café de Levante, el de la Puerta del Sol. Allí se reunía con sus amigos de manera que, a media tarde, se acercaba al Círculo de la Unión Mercantil. Cuando empezaba a anochecer tenía tertulia en la librería de la Cuesta, en la calle Carretas, donde volvía a encontrarse con los amigos del café y con ellos volvía allí para cenar. Con todo eso y un rato de charla regresaba poco después de las doce de la noche y se acostaba inmediatamente. A veces veía su luz un rato porque se quedaba leyendo pero muchas veces, como aquella noche, no.
Llegamos a la noche del 26 de enero de 1899 ¿Me puede contar cómo lo vivió?
¡Ay, con un miedo terrible! ¿Qué le voy a contar? Ya se lo puede imaginar. Nos acostamos pronto aquella noche. Estuvimos jugando a cartas con los dos asesinos hasta las once, el nieto de doña Teresa, Eugenio Moliné, y servidora. La pareja de “paletos”, como los llamábamos todos cuando no nos escuchaban, no hacían más que reír. Habían llegado a casa… espere que me acuerde…, ocho días antes. Decían que eran recién casados, que venían a hacer compras pero siempre estaban a la última pregunta, me pareció a mí. De todos modos, nadie sospechó nada, parecían una pareja joven, que se querían y estarían con nosotros apenas unos días antes de volver al pueblo. De trabajo no hablaron, eso se lo digo yo, si no mi señora me lo habría comentado. Y de que él fuera tonto como dijeron en el juicio, nada de nada. Tampoco es que fuera muy listo ni espabilado pero, en el tiempo en que lo traté, no dio señal alguna de ser imbécil ni nada, era un chico normal.
¿Dijeron al principio que se quedarían tanto tiempo?
No, qué va. Eran solo unos pocos días. De hecho anunciaron que se iban dos días antes pero luego Pepe, el muchacho, nos comentó que ella estaba mala y no podían emprender el viaje todavía. ¡Mala! A mí me extrañó que lo estuviera porque aquel día comió como una desesperada.
¿Y por la noche, la noche del crimen, usted qué vio?
Lo cierto es que yo duermo ligero. Por eso escuché al señor que llegaba sobre las doce y media y cerraba su puerta. Me dormí y algo me despertó en medio de la noche. Según he sabido luego eran como las cuatro de la madrugada. Escuché algún gemido y a la muchacha que decía bajito: ¡José, ayúdame! Pensé que alguien se había puesto malo, tal vez la señora, y me levanté. Don Eugenio, el nieto de la señora, duerme en la habitación junto a la mía y, camino del comedor, lo desperté. Luego seguí hacia donde vi que estaba la paleta, en la puerta de la habitación de mi señora. Me asomé tras apartarla y el cuadro que vi fue horrible. El paleto estaba forcejeando con doña Teresa, que se debatía toda ensangrentada. Creo que di un grito porque José volvió la cabeza y yo sentí que iba a por mí. Salí corriendo por el pasillo y abrí la puerta, que gracias a Dios don Julio había dejado sin cerrar, y subí como alma que lleva el diablo las escaleras hasta el ático, donde sabía que dormían los porteros.
¿José la seguía?
Él dijo luego que no pero yo sentí sus pasos por el pasillo y por la escalera. Yo iba dando gritos, pidiendo ayuda, y eso debió hacerle retroceder. Leoncia, la portera, me abrió la puerta y, al verme tan agitada, me preguntó qué pasaba. Yo le dije que estaban matando a mi señora. Ella bajó a toda prisa.
Luego ¿han hablado ustedes? ¿Le ha contado lo que vio allí?
Sí, sí. Yo no quería bajar más mientras no viniese la policía pero ella es mujer de mucho ánimo, no le tiene miedo a nada y bajó a ver qué pasaba. Luego me ha contado con detalle todo lo que sucedió. Se encontró a José, que sangraba entonces de las heridas que se había hecho en la mano, y éste dijo que alguien había asesinado a don Julio y se había escapado por el pasillo. Leoncia contestó que se apartara, que iba a ver. En esto salió Eugenio, el nieto de la señora, un chico de solo dieciocho años pero valiente. Al parecer, se les había enfrentado impidiendo que remataran a su abuela, como pretendían. Se había hecho con un cuchillo de cocina y le había dicho al criminal que, si era hombre, fuera a por él y no a por su abuela. Pero ya le digo, creo que para entonces a los dos asesinos se les habían acabado los arrestos. Se limitaron a lavarse las manos ensangrentadas y encerrarse en su habitación. Leoncia entonces le dijo al muchacho que iba a buscar al sereno y a los guardias. Y eso fue lo que pasó, al menos hasta donde yo lo vi.
¿Vio usted a don Julio?
Sí, más tarde, cuando el médico de la Casa de Socorro hacía la primera cura a la señora y estaba todo lleno de guardias y alguien del Juzgado del distrito. Entonces me asomé a la habitación del señor. Aún pensaba que dormía, lo cual ya me resultaba extraño con tanto alboroto. Estaba tumbado sobre su lado derecho, como si durmiera. Así le encontró el asesino y le acuchilló once veces sin necesidad. Según dijeron los médicos la primera cuchillada le mató atravesándole el corazón, no hacía falta que se ensañara así con él. Estaba todo lleno de sangre. Lo único que consuela un poco es que, según dijeron, no se había enterado de nada. Pero sí, muerto estaba y bien muerto, pobrecillo. Le acuchilló tantas veces, dijo el médico durante el juicio, que la hoja se dobló y eso y por las heridas que se hizo el asesino en la mano, no pudo acabar con la vida de doña Teresa como planeaba.
¿Cree que su propósito era robar?
¿Cuál si no? Y de paso, matarnos a todos.
***
Buenos días, Sr. Landeira. Enhorabuena por su nombramiento como presidente de la Audiencia de Madrid.
Gracias. Es un honor que tengo que agradecer a S.M. la Reina.
Su última actuación como fiscal ha sido precisamente el tema del que queremos preguntarle: el crimen de la calle Mayor, que tanta expectación ha causado entre el público madrileño. Hizo usted una exposición de los hechos previa al juicio que resumía bien su postura y justificaba la pena de muerte que solicitaba para ambos. ¿Ha cambiado su criterio con lo visto ante el tribunal y la sentencia posterior?
El Jurado respondió con claridad a todas las preguntas formuladas por el presidente del tribunal, el juez Sr. Fernández Loaysa, y no queda más que acatar el veredicto. En mi opinión, el aspecto inocente y agraciado de la acusada Isabel Lucas pudo influir en los miembros del mismo. También es cierto que los testimonios de las personas que la han conocido en su pueblo fueron muy positivos pero eso era de esperar. La culpabilidad de José Lucas era, por otra parte, incuestionable y él mismo lo reconocía. La apelación de su abogado, el Sr. Muñoz, a una supuesta locura en el momento de cometer el crimen era el único argumento que podía aducir para librarlo del garrote, pero estaba llamado a no prosperar.
Para los lectores ¿podría explicarnos con el detalle que desee cómo se desarrollaron los hechos que llevaron al crimen del Sr. Julio Herrero y el asesinato frustrado sobre doña Teresa Tomás?
Dado que la sentencia ya es definitiva y no se ha presentado recurso de casación alguno, creo que se deben explicar los hechos como definitivos aunque me voy a permitir hacer algunos supuestos sobre ellos. Uno de los aspectos más sobresalientes en José Lucas es la premeditación, porque sobre los demás agravantes (alevosía, nocturnidad, abuso de confianza) no cabe duda alguna. A ver, el acusado es muy corto de inteligencia, era apreciación en la que coincidíamos todos. Hubo, sin embargo, algunos de los médicos forenses, como el Sr. Alonso Martínez, que defendieron su imbecilidad y, por tanto, su irresponsabilidad en el crimen. En ese sentido, la declaración del médico Sr. Escribano, fue reveladora: Lo único que en su concepto se puede diferenciar en el hombre es el mediano talento producido por la falta de ejercicio de las facultades morales y la imbecilidad, caracterizada por la falta de conciencia y la imperfección del raciocinio. También es muestra de ello algunas características físicas, como el excesivo abultamiento de la cabeza. En ese sentido, el Sr. Escribano hacía notar que el acusado distinguía entre el bien y el mal y que físicamente estaba bien conformado, pese al labio inferior tan abultado y los brazos algo largos respecto al cuerpo. En todo caso, era plenamente responsable de sus actos, sabía perfectamente que cometía un acto criminal y planeó, hasta donde le permitieron sus cortos alcances, todo lo que llevó a cabo.
Hubo hechos que corroboraban esa premeditación y que usted sacó a la luz durante el juicio.
Así fue. Empecemos con la faca. Dijo que la había comprado en Albacete para cortar el pan y el chorizo. Admitámoslo por un momento, aunque no hay prueba alguna de tal compra. ¿Y el revólver? Huye de la casa familiar por amor, según dijo, para forzar a las familias a aceptar su relación, como sostuvo Isabel Lucas. Huye llevándose ropa que necesitará si la huida es larga, aunque luego la deja en un baúl en la estación de Mediodía y no la usa. Se marcha robando dinero a su padre a fin de sostenerse durante su escapada. ¿Y el revólver? ¿Para qué quiere un revólver si no es porque prevé cometer algún delito más adelante? Porque para defenderse le bastaba con la faca, no le hacía falta nada más. No, a José Lucas, un hombre con antecedentes de mal estudiante, mal trabajador, que se marchaba de juerga a la localidad vecina cuando decía que iba al campo de su padre a trabajar, no se le había ocurrido la idea de llevar una vida formal y seria, tras su escapada. Su defensa de que marchaban a Madrid, a casa de doña Teresa, para “buscar trabajo en la capital” es una broma y una mentira flagrante. No pretendía trabajar, ni siquiera le preguntó por ello a la patrona, su cómplice tampoco lo hizo porque José no quería trabajar, nunca lo había querido. Sabía que doña Teresa tenía alhajas, él mismo vio cómo las sacaba el primer día de la habitación en que se alojaron. Ya conocía su buen nivel de vida cuando el cura informó agradecido a los feligreses de su parroquia en el pueblo de la preciada donación de doña Teresa a la Virgen de Margarida. A la hora de huir se dijo: Vamos a casa de esta vecina, que es rica y tiene posibles. Para eso es mejor que me lleve el revólver. Lo que ya fue la guinda del pastel fue conocer al Sr. Julio Herrero, brillante abogado, con rentas, y suponer que tenía buenos fondos en su habitación, como era cierto que los tenía.
Hubo otros detalles…
Cierto, lo que he comentado puede decirse que son hipótesis creíbles, dados los indicios y el hecho tan significativo de haberse apoderado del revólver. Lo que quiero decir con ello es que José Lucas, a pesar de sus cortas entendederas, tenía claras dos cosas: Que no deseaba trabajar y ganarse honradamente la vida y que, para lograrlo, necesitaba delinquir eligiendo como víctima a doña Teresa. Otro asunto es la responsabilidad de Isabel Lucas, más dudosa, fuerza es reconocerlo. Su defensor ha querido dar de ella la imagen de una buena muchacha seducida y loca de amor por su novio, que ejercía sobre ella una autoridad que no cuestionaba y le robaba la voluntad. Durante el juicio quedó claro que yo no estaba de acuerdo, pero la sentencia está dictada y ya no se puede cambiar la valoración de lo sucedido. A ver, ella misma reconoció que dos días antes de aquella noche su novio le dijo que se estaban quedando sin dinero, que no tenían dónde ir. Ella también se negó a volver arrepentida a la casa familiar. De modo que la conclusión de José no fue la de buscar un trabajo urgentemente, un trabajo que nunca pretendió tener, sino robar y matar si era preciso a doña Teresa y don Julio. Isabel admitió que, paseando al lado del palacio, él le propuso eso con toda claridad. Afirma que protestó, incluso sostiene que pretendió confesárselo a doña Teresa, pero que su novio la vigilaba constantemente y no pudo hacerlo. El Jurado admitió eso, muy bien. Pero yo no me lo creo. ¿Es que José no tuvo que salir en ningún momento de esos dos días? ¿Es que Isabel no pudo hablar privadamente con María, la sirvienta, o con el nieto, para que comunicase las intenciones de su novio? Hablando con claridad ¿es que su novio no tuvo que ausentarse para hacer sus necesidades, momento en que pudo deslizar algunas palabras de advertencia? Pero no lo hizo. Isabel, con la complicidad de José, que se ha inculpado siempre de todo, ha convencido al Jurado de que callaba por temor a él. Bien está. Es el juego de los tribunales y no tengo mucho más qué decir.
¿Cómo fue el crimen de don Julio Herrero?
Sencillo de describir. Sobre las cuatro de la madrugada José Lucas se levantó y cogió la faca. Ahí entraron en contradicción porque él afirmó, durante la instrucción del sumario, que Isabel le había preguntado dónde iba y él le expresó su intención de callar a su vecino de habitación. Luego, durante el juicio, ella sostuvo que había seguido durmiendo, todo con tal de no hacerse responsable del auténtico crimen, que le hubiera supuesto la pena de muerte. Lo cierto es que José salió subrepticiamente de la habitación sin que nadie en la casa se enterase. Aunque lo negaran durante el juicio afirmando que entró en la habitación de don Julio a oscuras y que se guio en su cometido por los ronquidos del durmiente, lo cierto es que se encontró una palmatoria con manchas de sangre. ¿Por qué fue así sino porque quería alumbrarse a la hora de cometer el crimen, a fin de asestar el golpe fatal con toda rapidez? Don Julio estaba recostado sobre su lado derecho. Afortunadamente, no debió de enterarse de nada. La primera cuchillada fue en la zona precordial, interesándole el corazón. No debió emitir ni un gemido. En la violencia homicida, José Lucas no estaba convencido de haberle causado una muerte tan inmediata y siguió acuchillando el cuerpo inerme del abogado. Once cuchilladas en total y dos errores imprevistos que condicionaron toda su actividad criminal posterior. En primer lugar, la punta de la faca se dobló, probablemente al tropezar con algún hueso de su víctima. Eso le restaría eficacia al arma posteriormente. Pero el error más grave y gracias al cual doña Teresa pudo seguir con vida después, es el hecho de que, en la furia homicida, la mano bañada en sangre le resbalara del puño de la faca y ésta le hiciera unos graves cortes en dos dedos de la mano, de los que sangró abundantemente, impidiéndole prácticamente sujetar el arma a partir de ese momento.
Ahí es donde intervino Isabel Lucas.
En efecto. El Jurado ha sostenido que no conoció el primer acto criminal de su novio aquella noche, que no estaba esperando en la puerta de su cuarto a que José hubiera acabado con la vida de don Julio. Supuestamente, seguía en la cama, hasta dormida sostenía, sin enterarse de nada. En fin, poco verosímil según mi apreciación. En todo caso, puesto que había que continuar su criminal actuación, se vio obligada a intervenir dadas las profundas heridas que tenía el criminal en los dedos de la mano. Ahora me van a disculpar por no continuar el relato –duce levantándose del sillón-, pero tengo compromisos que no me es posible eludir.
***
¿Qué tal está usted, doña Teresa?
Muy afectada todavía, sobre todo después del juicio, donde he tenido que revivir todo aquello, no sé cómo pude hacerlo.
Estuvo a punto de no terminar su declaración.
Fue cuando me dijeron que describiera el apuñalamiento. Tuve un síncope, tuvieron que reanimarme, pero ya pasó. Ahora estoy más tranquila. El tribunal impone mucho, además toda esa gente mirándome, el calor que hacía… Además, la sentencia ya está dada y ahora hay que recobrar la vida normal, en lo posible.
Los médicos dijeron al principio que se recuperaría, luego se complicaron las heridas, sobre todo la del cuello, incluso se temió por su vida. Todo un mes estuve en cama, con fiebres que en ocasiones alcanzaron los cuarenta grados. Estuve muy mal, sí. Gracias a Dios y a la Virgen del Pilar, que me protegieron y me han permitido salir adelante.
Cuéntenos todo lo que recuerde de aquellos dos, cuándo llegaron, qué dijeron.
Pues un buen día, como una semana antes de su crimen, se presentaron en la puerta de mi casa. Eran unos chicos tan jóvenes, diecinueve años tenían entonces. Me dijeron que venían de Margarida, que el cura les había dado mis señas, me dieron recuerdos de mi tía Pascuala, que tanto me había ayudado de joven. En fin ¿qué podía hacer sino acogerlos con gusto? Hace años que no iba por el pueblo y me dieron noticias de muchos de los vecinos, gente amiga que yo había dejado allí. Me explicaron que estaban recién casados, que venían a conocer la capital y hacer unas compras, que serían unos días… Así que les acogí con mucho gusto. Me daban un poco de lástima. Me acordaba de cuando murió mi pobre hija, de cuánto me hubiera gustado que creciera y conociera el pueblo de su madre. Y los veía tan jóvenes, con poco dinero, recién casados. Cualquiera sentiría igual y les ayudaría, así que les dejé una buena habitación para que estuvieran el tiempo que necesitasen.
José ¿le pidió ayuda para encontrar un trabajo?
En ningún momento. Si hubiera sido así algo podría haberme enterado, conozco gente, tiendas donde hace falta alguna ayuda… Pero no, no parecía que vinieran a eso.
¿Y las alhajas que guardaba usted en ese cuarto?
Ya me preguntaron por eso en el juicio. Las tenía allí, en un cajón. Desde luego las vieron porque tuve que abrirlo para sacar ropa limpia. Me pareció más prudente llevármelas a mi cuarto. Tuvieron que ver que las cogía, sí. En fin, les enseñé algo de Madrid, hablamos de todo, sobre todo del pueblo pero también me preguntaron por don Julio, que parecía un buen hombre, adinerado. Yo les comenté de su trabajo, que tenía rentas, pero nada más, lo normal.
Cuéntenos de esa noche, si no le afecta demasiado.
No, ya le digo que aquel desmayo fue por el calor y la impresión. No me ha vuelto a pasar. Pues aquel 26 de enero no lo puedo olvidar. La pareja había estado jugando a cartas con mi nieto y la muchacha, parecían pasárselo bien pero a las once, como otras noches, dimos por acabada la velada y yo me retiré a mi habitación. Me preguntaron si había dejado echada la llave de la casa, que si la pareja sabía dónde la tenía. La verdad es que dejé la puerta sin la llave porque el señor Herrero aún no había llegado. Él solía echarla cuando venía a casa tarde, pero se ve que aquella noche se olvidó, algo que quizá le salvó la vida a María, según me han comentado después.
¿Notó usted que había movimiento en casa sobre las cuatro de la madrugada?
Si se refiere al momento en que mataron al pobre don Julio, la verdad es que no. El hombre no se pudo ni defender, murió en un suspiro, me han dicho. De hecho, el alboroto surgió en mi habitación y hasta que no llegaron los guardias nadie se dio cuenta de que el pobrecillo estaba en su cama con tantas heridas. Yo de lo que me di cuenta es de que alguien andaba abriendo la puerta de mi habitación así, muy despacio. Pero me desperté enseguida, tengo el sueño ligero, y pregunté quién era. ¿Quién anda ahí? dije. Isabel contestó: Yo, que estoy mala. Se acercó a la cama mientras yo me espabilaba. Dijo que tenía mucha sed y le di agua de mi propio vaso. Parecía que se iba, pero al momento volvió, para mi extrañeza, y se sentó en el borde de la cama. Ahí se fijó en la puntilla de mi camisa, comentó que era muy bonita e hizo ademán de cogerla para verla mejor. En realidad lo que hizo fue apartármela y, sacando un cuchillo, me dio una puñalada en el cuello. Claro, yo empecé a gritar y a forcejear con ella hasta quitarle el cuchillo. Ella intentó arrebatármelo y, como no podía, gritó: ¡Pepe, Pepe! Entonces entró él y luchamos, yo como una loca porque veía que estaba en juego mi vida. Isabel volvió a gritar: ¡Pepe, dale puñetazos! y me llovieron por parte de ambos. El criminal aprovechó el momento para coger el cuchillo y darme una puñalada más pero no consiguió rematar la faena porque enseguida entró María y, gritando, se fue corriendo con el muchacho detrás. Todo fue confusión para mí desde ese momento. Gemía, gritaba, creía que me estaba muriendo. Escuché a mi nieto, que desafiaba al asesino, más gente entrando y saliendo, la portera, guardias y finalmente un médico que llegó rato después. Yo creo que pensó que estaba muerta, tanta era la sangre que había en la habitación. Fíjese que he tenido que pintarla para poder dormir con alguna tranquilidad. De todos modos, cuando me acuesto a veces me entra un miedo que no consigo conciliar el sueño. ¿Usted cree que eso me durará mucho tiempo?
No lo sé, doña Teresa.
Y la habitación de don Julio la he tenido que alquilar de nuevo a un señor muy respetable que no le ha hecho ascos y eso que sabe toda la historia, como Madrid entero. Ha sido una suerte encontrarlo y que no parezca impresionarle nada, pero yo aún…
***
No teníamos dinero; queríamos marcharnos a Alicante, y no había otro camino por dónde tirar...
¿Y no se le ocurrió pedirle dinero al mismo D. Julio?
No se me ocurrió pedirlo. De coger algo en la calle, me hubieran prendido. Del otro modo pensábamos escapar al día siguiente.
A doña Teresa, ¿con qué objeto tratasteis de matarla?
Para quitarle las llaves y para que no escribiera al pueblo y se enterara la familia de que estábamos en Madrid.
¿Sabías que en la casa había dinero?
No sabía qué dinero habría; pero sospechaba que lo hubiera. Por eso pensamos matar a D. Julio, coger el dinero y escapar después por la mañana temprano.
¿Cómo dejaste con vida a doña Teresa?
No pude rematarla, porque me dolían las heridas de la mano; si no la hubiera acabado.
Después de cometer el crimen, ¿cómo no intentasteis escapar?
Ya era imposible; cuando escuchamos los gritos, comprendimos que estábamos perdidos y nos metimos en el cuarto a esperar que nos prendieran. Había salido todo mal. ¿Para qué íbamos a intentar huir?
Tu delito tiene un castigo terrible.
Sí, lo sé. El castigo que yo merezco es grande. Me matarán...
¿No te asusta esa idea?
No tengo miedo a la muerte. Sólo lo siento por 1a deshonra de mi familia.
***
Antes de jugar aquella noche entré en nuestro cuarto y vi a Pepe sacar una faca. ¿Para qué es eso? le pregunté. Para nada, me contestó, no tengas cuidado. Al acostarme no conocía el proyecto de mi novio. Por la noche me desperté y, al ver que Pepe no estaba allí me levanté y me estaba poniendo la falda cuando entró de nuevo en el cuarto, todo ensangrentado. He matado a don Julio, me dijo ante mi sorpresa. Nos matarán si no conseguimos escapar mañana, añadió. Hay que terminar con doña Teresa y yo no puedo, me he cortado. Yo me negué pero él me puso la faca en la mano y me empujó hacia el cuarto donde dormía la señora. Ésta se despertó y preguntó: ¿Qué es eso? Yo le dije que estaba mala y que iba a beber agua. Me acerqué a la cama y, cogiendo el embozo, le dije: ¡Qué bonita puntilla tiene esa camisa! Entonces, dejándole el pecho al descubierto, le di un golpe en el cuello con la faca. Luego me faltó el valor, me dio un síncope y Pepe tuvo que entrar para darle otra cuchillada. Después oímos voces y fuimos a nuestro cuarto. Todo está perdido, dijo Pepe, ¡hágase la voluntad de Dios! y nos sentamos en una silla y nos dejamos detener por Eugenio, el nieto de doña Teresa, que fue el primero que entró en la habitación y nos condujo al comedor.
***
José Lucas, en vísperas del juicio que habría de condenarlo a muerte dejando en 14 años la pena de reclusión para su novia, gozaba de una salud a toda prueba, añadiendo que comía muy bien y dormía mejor.
¿Cuántas horas duerme usted por regla general?
Pues, casi siempre, desde las nueve de la noche hasta las nueve de la mañana. Duermo sin despertarme en toda la noche.
Y cuando ha soñado, ¿en qué han consistido sus sueños?
Soñaba que estaba en mi casa de Margarida y que mis padres me reñían porque no quería trabajar, y otras veces que me había casado con Isabel y que éramos muy felices.
El 6 de abril de 1901, Viernes Santo, un año después del juicio y más de dos desde el crimen, se celebró en la capilla de palacio la tradicional ceremonia de Adoración de la Cruz. Como también era costumbre, S.M. la Reina tuvo a bien conceder el indulto de la máxima pena a ocho reos. Entre ellos figuraba José Lucas Cerver, por el crimen cometido en la calle Mayor. Con él, otro acusado de parricidio y seis más por robo con homicidio.
El crimen de Bellas Vistas 1900
He llevado una larga vida en la judicatura, joven, he visto muchas cosas,
crímenes, parricidios. He tenido que presidir tribunales donde se acusaba a madres de haber matado a sus hijos porque las molestaban, por simple maldad. Sobre todo hombres que acababan con la vida de sus mujeres por celos, por falta de dinero, por miseria. Eso es, he visto mucha miseria en aquellos tribunales que he tenido que presidir. Pero fíjese usted, el caso de Valentín Huertas no se me olvida, no se me puede olvidar. Uno de esos crímenes cuyo objetivo, el robo, está claro, en medio de un vecindario que lo menos que se puede decir es que era muy poco recomendable. Pero no resolverlo, leer los periódicos que criticaban la impunidad de determinados casos, saber que tienen razón y no poder hacer nada… Los jueces no somos la policía, somos personas bien formadas, competentes, pero ves que los medios son tan escasos, que el personal que ha de ayudarte en las investigaciones es tan limitado… Sí, no se sorprenda, joven, yo también he abogado largo tiempo por la profesionalización del cuerpo de vigilantes, por la policía, que esté integrada por personal bien formado en métodos modernos, no esos paniaguados que son tan frecuentes, amigos de amigos, hijos de personas encumbradas con una inteligencia limitada. No crea que porque sea mayor no me doy cuenta de los fallos que tiene nuestra administración de justicia, los frecuentes errores en las investigaciones policiales. Ahora que estoy jubilado, al menos, puedo decir lo que se me antoje. Muchos compañeros de la judicatura me darían la razón. Aunque siempre me han dicho que hablo de más, lo cierto es que están de acuerdo. Estas cosas tienen que cambiar para que los asesinos no queden impunes. No es tan difícil, pero en el caso de Valentín Huertas, que usted me pide que cuente en detalle…, ahí se cometieron muchos errores. Fíjese que el teniente que llevaba las investigaciones iniciales fue sancionado por negligencia al cabo del tiempo. No hizo las pesquisas oportunas, creyó que era un caso más de los bajos fondos y no interrogó casi a nadie, el trapero aquel se le escurrió entre las manos. Luego dijo que tenía problemas familiares, que había pedido el relevo pero no se lo concedieron ¡paparruchas! Si tienes una obligación la debes cumplir, te cueste lo que te cueste, y si no, te vas del cuerpo de policía. Ya ve, muchos de los crímenes que quedan impunes en Madrid se deben sobre todo a la ignorancia, la dejadez o la negligencia de los responsables policiales en los primeros días tras el hecho. Son los días fundamentales, todos los recuerdos están vivos, los periódicos airean la noticia, hay inquietud en el barrio, se deslizan comentarios que hay que recoger, rumores que se deben investigar, preguntas que hacer y apretar las tuercas a los que quieren escabullirse. Luego, seis años después de lo sucedido, ¿qué podíamos hacer? Todos los sospechosos habían borrado su rastro, las circunstancias de cada uno solo podían estar confusas, la culpabilidad muy difícil de demostrar. Sí, creo que tuve entre mis manos a los culpables del asesinato pero no pude probarlo, había pasado demasiado tiempo, como le digo, todo se hizo cuesta arriba en la instrucción del sumario. Ya ve, reabrir el sumario por segunda vez en seis años y aún habría una tercera seis años después. Realmente, el crimen del hombre degollado, como empezaron a llamarlo, o el de Bellas Vistas, como finalmente lo denominaron en los periódicos, se arrastró mucho tiempo. Aún mucha gente lo recuerda en Madrid, puede usted preguntar a otros, se hizo famoso aunque nadie sabe realmente por qué, quizá porque simplemente nunca llegó a condenarse a nadie, porque los culpables escaparon de la acción de la justicia. El primer aspecto que destacaba fue la personalidad de la víctima, don Valentín Huertas Gómez. Era un hombre corpulento, algo irascible, bastante mayor puesto que contaba 69 años pero no era un anciano débil sino todo lo contrario, según declararon los que lo conocieron. Cuando estuve examinando las declaraciones iniciales de los vecinos hubo varias cosas que me llamaron la atención, diversas contradicciones con la idea que expresaban unos y otros. La imagen que yo tenía de este hombre se llenó de claroscuros. Ya sabe que los periódicos exageran muchas veces, también se copian unos a otros de manera que todos los reporteros terminan diciendo lo mismo. Lo que resulta bien puede ser una caricatura, un dibujo incompleto en el que persisten unos y otros hasta que los lectores se convencen de que la realidad es así. Don Valentín era un hombre grande, fibroso, fuerte, también bastante difícil de tratar. Nació en Badajoz en 1831 aunque eso es lo de menos. Supimos que había ostentado cargos de responsabilidad en la Administración de Correos de la isla de Cuba durante muchos años, en un tiempo en que, aunque difícil por el clima y las enfermedades, no existía el movimiento de resistencia que hubo luego. Se hacía allí mucho dinero si se sabían hacer las cosas, si uno estaba al lado de los productores de caña, si cerraba los ojos a determinadas prácticas. Había negocios, muchos de los cuales dependían de un buen servicio de Correos entre la madre Patria y la isla. Don Valentín hizo dinero, creo que mucho dinero. Cuando le preguntaban por qué esa hosquedad hacia el mundo que le rodeaba, él comentaba de uno que afirmaba ser amigo suyo y que le había estafado en un mal negocio 70.000 duros. Fíjese ese dinero, una enormidad. No llegamos a saber si es que le había engañado, si fue una estafa o bien lo metió en un negocio dudoso que se fue al traste. Creo más probable esto último porque, de haber sido una estafa y tal como era su carácter, no creo que se hubiera quedado con los brazos cruzados lamentando las pérdidas. Nadie ponía en duda que era un avaro. Algún vecino afirmaba que por las noches se le escuchaba en aquella casa de la calle Castillejos donde vivía solo, haciendo un ruido metálico. Decían que contaba sus monedas una y otra vez. No es descartable pero tampoco es probable, habida cuenta que, como luego se comprobó, la mayoría de sus ahorros los tenía en billetes, ingresados en el Banco de España, en pagarés… En otras palabras, las monedas no eran su preferencia. Pero sobre este detalle, que pudo ser ficticio, los periódicos de aquel mes de abril de 1900 se lanzaron como buitres para airearlo una y otra vez. Pasó igual con las gallinas que tenía el pobre hombre, esos animales a los que dedicaba tanta atención y que, en principio, fueron señal de su muerte. Se encontraron en su casa hasta cinco docenas de huevos almacenadas. Eso no tiene nada de particular. Lo curioso es que anotaba en cada uno la fecha de puesta. Un detalle así animaba en los periódicos para hablar de las rarezas de don Valentín. Su carácter avaricioso y excéntrico no lo niego, pero tampoco me gusta que los reporteros exageren las cosas y tracen al final, como le digo, una caricatura. Luego le iré comentando algunas contradicciones en ese sentido y trataré de explicarle mi versión de los hechos. Por ejemplo, es cierto lo de la caja de cinc que solía llevar debajo del brazo. Fue algo sorprendente que los asesinos la dejaran atrás, que se encontrara simplemente debajo de su cama. Mucha prisa debían de tener para no buscarla hasta dar con ella. No eran poca cosa las 31.500 pesetas en billetes que se encontraron dentro. Para los criminales hubiera sido una fortuna y no se dieron cuenta de que estaba delante de sus narices. Es extraño, porque esa caja era famosa de algún modo, estaba asociada a su dueño, que la paseaba por todos lados por su abierta desconfianza a dejarla en casa cuando salía. De hecho, uno de los sospechosos, Ramón Bajacid, conocía perfectamente la costumbre de don Valentín de llevar su dinero a todas partes en aquella caja de cinc. Eso es señal de temor al robo, algo que comentaba en algunas ocasiones. Se sabía en poder de una importante cantidad de dinero, una verdadera tentación en aquel barrio al que por su mala cabeza fue a vivir, nadie sabe por qué. Pero que era avaro y miserable queda fuera de toda duda. Vestía como un pordiosero cuando estaba por allí. Se hablaba de que lo habían visto por su patio, con las gallinas, desnudo y cubriéndose con una simple estera, pero ése es un detalle menor, cada uno en su casa va como quiere. Otra cosa es lo que se ponía para pasear por Bellas Vistas, cuando saludaba a algunos vecinos (a otros no) y mostraba su malhumor si lo detenían o lo interrumpían en sus paseos. Entonces sí iba con harapos, según afirmaron todos. ¿Por qué vestía tan mal? Uno puede pensar que trataba de simular su regular fortuna imitando la forma de vestir de los habitantes del barrio, pero no es así, porque ni estos se visten tan mal como al parecer lo hacía él, ni trataba de ocultar su fortuna. Me refirieron la anécdota de un conocido, que se lo encontró en una taberna de Tetuán y le preguntó por qué se vestía tan mal. Don Valentín lo miró iracundo y sacando una cartera que tenía en un bolsillo le mostró un imponente fajo de billetes diciendo que a él no le faltaba el dinero para vestir como quisiera, que allí llevaba más de cincuenta mil pesetas. Recuerdo haber leído por aquellos días en un periódico anarquista (ya ve, yo leo de todo), un editorial ofensivo y de mal gusto, pero que no estaba exento de razón. Afirmaba (le hablo de memoria) que bien merecido lo tenía don Valentín porque iba provocando a los pobres de vida miserable que lo rodeaban en un barrio de mala fama como Bellas Vistas, al lado de los campos de las dehesas de la villa, mostrando a todo el mundo su dinero. Al menos, repudiaban su muerte pero no dejaban de aplaudir el robo que se había cometido en sus bienes lamentando que no hubiera sido mayor. Como ve, un mal gusto execrable, pero algo de razón hay en el tema: ¿por qué fue a vivir a zona tan llena de miseria y necesidad? Sus vecinos eran traperos, carreteros, gente de mal vivir. ¿Se les podía mostrar impunemente esas señales de riqueza, se podía exhibir el dinero como don Valentín lo hacía, paseando la caja de cinc, mostrando la billetera? Luego él, que era hombre rudo y tenaz, al decir de todos, parecía desafiante, decía que tenía armas de fuego en casa por si alguien le intentaba robar, pero ya ve usted para lo que le sirvieron, para nada. Si precisamente su mayor temor, tal como afirmaba, era que le robaran ¿por qué se fue a vivir allí? Pues la respuesta puede ser tan simple como que, después de perder setenta mil duros en aquel mal negocio, creciera su temor con la jubilación a quedarse sin dinero. Por eso empezó a ahorrarlo tenazmente, apilarlo, ver cómo crecía. El motivo de vivir allí podría ser lo económico que resultaba: tres duros al mes pagaba a la dueña de la manzana, doña Mercedes Tornero, viuda de un magistrado, sorda la pobre. Tres duros cuando recibía de pensión veintinueve. Aún así, dejó de pagar el alquiler durante varios meses, que es algo que no puede comprender nadie en sus circunstancias, y cuando supo que doña Mercedes se había dirigido al procurador para ponerle un pleito le pagó de golpe todos los meses atrasados obligándola a abonar las costas del procedimiento comenzado. Eso es avaricia, creo que fue a vivir a aquel sitio por avaricia, para pagar lo menos posible y aún le dolía desprenderse de esa cantidad. Con esa fama de avaro bien merecida, todo se exageró, los vecinos lo hacían y los reporteros añadían su granito de arena. Si lee los periódicos de aquel tiempo comprobará que el cuadro que trazaban era espantoso. Le hacían dormir en el suelo teniendo una hermosa cama ¿de quién procedía una información tan íntima? Por el hecho de que en su propia casa fuera alguna vez casi sin ropa ya le hicieron pasar por una fiera que se revolcaba desnudo en la basura. Decían que en la Nochebuena del último año se había acercado por allí una sobrina de don Valentín que, al no encontrarlo en casa, le dejó las señas a doña Mercedes. La pobre anciana las perdió, pero no hubo más que esperar unos días para que, a medida que la noticia de la muerte salía en todos los periódicos, apareciese en el Juzgado esa sobrina llamada Valentina para hacerse cargo de la herencia, como se puede imaginar. Pero es que luego resultó que esta muchacha era hija de uno de los cuatro primos carnales que tenía don Valentín en Madrid. Entonces se empezaron a conocer algunas de sus costumbres, que nadie había señalado hasta entonces. Los vecinos habían comentado que, en determinadas ocasiones, este hombre se vestía con mucho cuidado y marchaba a no se sabía dónde en la capital, volviendo al anochecer del mismo día. Entonces no iba desnudo ni llevaba la caja de cinc ni nada. ¿Dónde iba? Pues a visitar a la familia, apareciendo siempre a la hora de comer y pasando la primera hora de la tarde enterándose de las circunstancias de cada uno. Imagino que estos familiares se habrían acostumbrado a las rarezas de aquel primo que había sido tan importante en Cuba, que tenía mucho dinero presumiblemente, y había decidido vivir en un lugar infecto al que no querían acercarse de ninguna manera. Tan sólo la hija de uno de sus primos, quizá llevada por su buen corazón, se desplazó hasta Bellas Vistas para comprobar dónde vivía su tío y asegurarse de que les avisaran si le pasaba algo, enfermaba o tenía alguna necesidad. Pero el caso es que, con toda su avaricia y sus rarezas y manías, don Valentín era un hombre con familia que con los años, tal vez con la soledad derivada de no haber fundado su propio hogar con mujer e hijos, había extremado algunas de esas excentricidades. De todos modos, es indudable que, viviendo donde lo hacía, haciendo ostentación del dinero del que era propietario, arrastrando fama de adinerado entre gente con tantas necesidades, estaba exponiendo su patrimonio y hasta su vida, como luego se comprobó.
***
Se denunció el posible asesinato el domingo 1 de abril de 1900. Hubo varios hechos que alertaron a los vecinos. En primer lugar, las gallinas de don Valentín estuvieron sueltas por los alrededores varios días. Resultaba algo extraño porque este hombre las cuidaba mucho y las encerraba cada noche en su patio. Alguien debió comentarlo con otros vecinos, se hicieron cuentas y nadie lo había visto desde el martes 27 de marzo por la mañana. No es que se llevara bien con la gente ni les diera demasiada confianza, a veces ni saludaba según dijeron, pero cada día solía salir por un motivo u otro, hacer alguna compra, ir a una taberna de Tetuán que frecuentaba, pasear por Madrid visitando a sus parientes. Hablaron unos con otros y se dijeron que tenían que averiguar qué pasaba con don Valentín. La casa del crimen es una entre las cuatro en que se dividía la manzana 3 de la calle Castillejos, todas ellas propiedad de doña Mercedes Tornero. Están separadas entre sí por muros de unos dos metros y medio, de forma que el conjunto de las cuatro se rodea con muros exteriores que ya alcanzan los tres metros. Una de las viviendas estaba deshabitada por aquellas fechas, en otra tenía su almacén de trapos y hierros viejos Mariano Plaza. Fue la mujer de éste, Josefa López, la que, con ayuda de su marido, se aupó a una escalera en el muro divisorio de las viviendas y atisbó el patio del que habían escapado las gallinas. Allí observó, según manifestó en el sumario que obró luego en mi poder, que cerca de la puerta de la cocina había una gran mancha de sangre. Incluso creyó ver un cuerpo, o lo que parecía serlo, en el mismo lugar. La noticia se extendió como la pólvora por el barrio, como es natural, y alguien fue a tropezarse con un guardia civil que hacía una ronda por las cercanías, contándole lo que sucedía. Entró en acción el Juzgado, que mandó abrir la puerta, algo que no pudo hacerse de inmediato porque el finado la había asegurado, al parecer, con un clavo por dentro. De manera que el agente Zancalloa se descolgó desde la vivienda del trapero hasta el patio y, atravesando la casa, eludiendo el cadáver de don Valentín, consiguió abrir la puerta desde dentro. El cadáver del inquilino de la casa, don Valentín Huertas, se hallaba en la cocina, medio desnudo y con una profunda herida en el cuello. También se vio, después de reconocido el cadáver, que tenía otra herida en un costado, producida, como la del cuello, por arma blanca. Además, otras heridas claramente defensivas en las manos señalaban que había habido algún tipo de lucha, algo esperable en un sujeto corpulento y pronto a la acción como era el muerto. En total, como luego se supo tras la autopsia, había once heridas, no todas hechas con arma blanca, sino también golpes, tumefacciones… en suma, todo confirmaba que el ladrón o ladrones le habían infligido una grave herida (quizá la del cuello, mortal en unos minutos) pero que don Valentín repelió el ataque y trató de enfrentarse a sus asesinos mientras tuvo fuerzas. Por cierto, el arma nunca se encontró. No se llegó siquiera a determinar de qué tipo sería. Los muebles estaban en completo desorden. Desparramados por el suelo había una porción de estuches sin las alhajas. Es casi lo primero que señalaron los informes policiales, aunque luego se supo que lo que contenían esos estuches (dos relojes lujosos y un alfiler de corbata de la misma calidad) estaban empeñados en el Monte de Piedad. Así que, en realidad, los ladrones revolvieron los estuches y los tiraron al encontrarlos vacíos. En las paredes y tejado de la tapia que rodeaba el corral se encontraron señales evidentes de que por allí habían huido los ladrones: desconchones, un azulejo quebrado. Al pie de la tapia izquierda había, vuelto hacia abajo, un lebrillo, que debió de servir a los criminales para facilitar la huida. Se observaba además que el reguero de sangre descubierto a la salida del corral había sido pisado con intención de borrarlo, algo que revelaba prisas, torpeza. Gotas de sangre salpicaban el marco de la puerta. Sobre el sofá, esparcida y en desorden, toda la ropa del inquilino. El cadáver se hallaba vestido con unos pantalones viejos (rotos por el trasero) y una americana de lanilla muy usada, descolorida y mugrienta. Tras reconocer el cadáver y tomar nota de lo que podía observarse, se registró con cierta escrupulosidad los muebles y efectos de valor, sobre todo. Los baúles y armarios se encontraban abiertos pero ninguno de ellos presentaba señales de fractura. Incluso en una maleta encontraron, casi a la vista, ocho cucharas de plata y otras de metal blanco que los ladrones se habían dejado, probablemente porque solo les interesaba el dinero contante y sonante. El descubrimiento más sorprendente, sin embargo, fue el de la famosa caja de cinc en la que el finado decía tener sus ahorros. Se encontró intacta debajo de su cama, con todo su contenido: 31.000 pesetas en billetes de banco, dos de mil y el resto de quinientas. Además, un talonario de banco donde aparecían ingresos de cinco mil pesetas. Todo eso se libró de los ladrones, que debieron centrarse en otras cantidades repartidas por la casa. Uno de los problemas irresueltos fue el valorar cuánto se habían llevado, teniendo en cuenta que nadie conocía realmente las cantidades que guardaba. En la vecindad se hablaba de que su fortuna estaba en torno a los trescientos mil duros, pero eso quizá fuera una exageración. En todo caso, no se hallaron más trazas de dinero depositadas en bancos ni con pagarés del Tesoro ni nada parecido. Es posible que los ladrones se llevaran buenos fajos de billetes, despreciaran las cucharas de plata y no buscaran la caja de cinc que todo el mundo había visto en manos de don Valentín. Es posible que tuvieran prisa y, con la agitación del asesinato, cogieran alguna cantidad pequeña y huyeran cuanto antes. Es imposible saber qué sucedió realmente. Ignoramos si tenía guardadas otras cantidades en escondrijos aunque, si fuera así ¿los ladrones iban a encontrarlos y no mirar debajo de la cama? Resulta todo extraño y difícil de precisar, con más preguntas que respuestas. Tenga en cuenta que, en la investigación que llevé a cabo seis años después, uno de los aspectos fundamentales para sospechar de los individuos que acusé, era su súbito enriquecimiento tras el crimen. Sea como sea, la investigación estaba en marcha. Por el desorden de la casa (que nunca se supo si era lo habitual), por las maletas y baúles abiertos que se encontraron, por la fama del fallecido, todo indicaba que era un robo que había terminado en un asesinato. Los vecinos afirmaron que el año anterior un hombre había intentado de noche escalar la tapia de acceso a las viviendas. El mismo trapero Mariano Plaza se dio cuenta de ello y disparó al aire una escopeta haciendo huir al que pretendía entrar donde don Valentín. Es de suponer que al pobre trapero poco le podían robar. Luego alguien mencionó al perro del finado. Al parecer, la semana anterior a su muerte, don Valentín comprobó que su perro babeaba mucho y daba señales de posible hidrofobia. Lamentándolo mucho, porque le tenía mucho aprecio (a fin de cuentas, era probablemente su más fiel compañero), se lo llevó a un descampado y le pegó un tiro. Tras su asesinato alguien sugirió que el perro podía no tener la rabia sino haber sido envenenado a fin de que no fuera un obstáculo en el robo posterior. Ese hecho era importante para determinar si se había planeado con tanta antelación. Tenga en cuenta que fue ese perro precisamente el que, un año antes, alertó con sus ladridos al trapero sobre la presencia de un intruso en las tapias. ¿Podía haber sido aquel un primer intento de robo que salió mal y ahora se preparó el segundo por el mismo individuo eliminando al perro? Fue una hipótesis que se barajó durante bastante tiempo, distrayendo de las sospechas iniciales sobre otros posibles implicados. Finalmente, se desenterró al perro que permaneció hasta tres días sobre una tapia antes de que lo recogieran del Laboratorio forense. Otra señal de esa negligencia con la que se actuó durante aquella primera instrucción, no tanto por el juez, el Sr. Méndez, del distrito Universidad, como por la policía encargada del caso. En fin, el perro se llevó, como le digo, al laboratorio. Se le extrajo líquido medular, se le inyectó a conejos, como es el procedimiento habitual, y a los pocos días empezaron a dar síntomas de hidrofobia. La pista del perro no llevaba a ninguna parte, no había sido envenenado. Cuando se confirmó este hecho, que por otra parte era secundario en la investigación (o debería haberlo sido), el Juzgado no sabía qué hacer. Como es usual, cualquier testigo resultaba detenido por unos días para que se “ablandara” y pudiera contar al juez algún detalle revelador. Así se hizo, por ejemplo, con Rafael Bajacid, un valenciano de Alfafar, de 31 años, que trabajaba en una carpintería cercana. Se daba el caso de que este hombre era uno de los pocos que, no se sabe por qué motivos, había tenido la confianza de don Valentín. Lo visitaba de vez en cuando y hasta llegó a alojarse en su casa por unos días cuando lo despidieron de su trabajo. Personaje tan interesante, que debía haber sido testigo del trasiego de dinero en la vivienda, del nivel de vida de la víctima, simplemente afirmó su inocencia y que hacía quince días que no lo veía, desde que había entrado a trabajar en otro lado. No se comprobó nada, no se averiguó nada más en ese momento, cometiéndose un error importante. Este Bajacid, que sería sospechoso un año después justificando reabrir el sumario, apenas estuvo retenido y se le puso en libertad casi de inmediato. Ni siquiera se comprobaron sus amplios antecedentes como delincuente habitual, algo que sí salió a relucir tiempo después, como le digo. Cuando Bajacid proclamaba su inocencia, se dispararon otros rumores por un comentario venido del mismo barrio. Una semana antes, aproximadamente cuando la muerte del perro (y entonces su posible envenenamiento estaba en el candelero), algunos vecinos dijeron haber visto a dos hombres que parecían apostados cerca de la casa de don Valentín y que lo observaron cuando salió a pasear. ¿Lo estaban vigilando para saber sus costumbres? Pero si fuera así, pienso yo, habrían aprovechado para entrar en su casa cuando él no estuviera y cometer un robo más sencillo, sin sangre por medio. ¿Por qué esperar a una tarde o noche en que el propietario estuviera presente, alguien a quien habría que eliminar? Se dijo que tal vez los ladrones entraron escalando las tapias aquella tarde y fueron sorprendidos por el anciano al volver de la calle. Parece mentira que esa posibilidad se tuviera realmente en cuenta por lo disparatada que resulta: Don Valentín ¿estaba ausente de su domicilio mientras ellos robaban? ¿y cómo se explicaría entonces que apareciera vestido con un simple pantalón roto, sin camisa ni ninguna otra prenda viniendo de la calle? Era descuidado en el vestir pero no llegaba a tanto. De modo que no, los ladrones llegaron cuando estaba en casa. El primer juez se inclinó porque los hechos tuvieran lugar por la noche, pero yo me inclino porque sucediera por la tarde. Tenga en cuenta que no se encontró cerilla alguna, una palmatoria que hubiera estado encendida. Además, si hubiera tenido lugar por la noche, las gallinas hubieran permanecido encerradas en el corral y no se pasearían por el lugar durante tantos días, tal como hacían por las tardes hasta que las encerraba en el patio. Porque no le dio tiempo a hacerlo, eso creo que señala la hora de la muerte, por la tarde, bastante antes de dormir y recoger a sus animales. Los editoriales empezaban a comentar sobre un nuevo crimen que quedaba impune en Madrid, como algunos otros tan conocidos. Espere, tengo un recorte de prensa que guardé sobre el particular. Es de dos años después. Para entonces el Juzgado había dado por terminado el sumario (¡tan solo un mes después del crimen!) y la Audiencia decretó el sobreseimiento provisional del caso (¡menos de tres meses después del mismo!). A ver, joven, lea este editorial y podrá comprobar el ambiente que se respiraba entre los ciudadanos de Madrid. Es de la Correspondencia de España, déjeme ver, sí, del nueve de julio de 1902:
“En poco más de dos años han quedado en la impunidad varios crímenes, siendo de ellos cinco los más notables. D. Valentín Huertas, que habitaba en un hotel del barrio de Bellas Vistas, aparece asesinado en su propio domicilio, resultando infructuosas todas las pesquisas hechas para buscar al autor o autores del hecho punible. La infeliz Julia Echevarría es víctima del furor de un hombre desconocido, que la degolló en un cuarto bajo de la calle de Santa Brígida, donde la desgraciada habitaba. Sábense las señas del asesino, se le busca por todas partes durante unos días y después se confía su captura a la casualidad. El desgraciado cura Mellas paga con la vida sus excentricidades de enfermo, y queda el criminal envuelto en las sombras, sin que a descubrirle basten las diligentes pesquisas del digno juez instructor, que llegó hasta convertirse en policía para buscar al asesino. Un gitano apodado el Chorolito da muerte a un zapatero. Huye el criminal a la vista de las gentes y logra burlar la acción de la justicia internándose en lo que se llama la «manigua». La célebre Cecilia trae locos a jueces y policías. Cada inspector y cada agente tiene una pista para dar con la criminal; por todas partes aparecen mujeres rubias, altas y desgarbadas; pero no se saben los pasos que dio durante el día del crimen la autora de la muerte de don Manuel Pastor. Todos estos hechos demuestran la mala organización de nuestra policía, la falta de una dirección fija e inteligente que no deje la persecución de los criminales a las propias iniciativas de delegados e inspectores, sino que obedezca a un plan meditado por persona de reconocida suficiencia. Mientras así no se haga, en tanto reine el desbarajuste en estos asuntos y se deje que cada cual campe por sus respetos en la persecución de los asesinos, estos se aprovecharán de tal confusión”.
Debo reconocer, mal que me pese, que es un editorial muy acertado, porque eso es lo que pasó exactamente con el crimen de Bellas Vistas: falta de una idea rectora, de un plan, cierre rápido de las investigaciones, dejadez en la consecución de las mismas dejando al albur o al interés individual de algunos agentes la persecución del delito. La acusación contra Rafael Bajacid, por ejemplo, algo que obligó a reabrir el sumario, fue realizada por dos policías que se pagaron de su propio bolsillo los viajes que tuvieron que realizar para seguir la pista que obtuvieron por casualidad. Y no es un caso único en la resolución de casos policiales.
***
Ya había pasado algo más de un año del crimen cuando el sumario volvió a abrirse, aún en manos del juez Sr. Méndez. Fue por obra y gracia de dos agentes de policía que se interesaron por una confidencia que uno de ellos obtuvo en la prisión de Chinchilla. Allí un preso llamado Felipe Méndez le dijo a Ángel Santos, un policía del distrito de Palacio, o se lo dijo a un oficial de prisiones que se lo dijo a Santos, creo que fue esto último, que sabía quién había matado al Sr. Valentín. Santos se interesó inmediatamente por un caso que todavía estaba caliente y muy cercano en la memoria de Madrid. Como no recibió ayuda alguna de las autoridades se alió con otro agente amigo suyo, un tal Francisco Visedo, y se fueron ambos a la prisión de Chinchilla para entrevistarse con aquel confidente. Por supuesto, el viaje hasta allí se lo tuvieron que pagar de su propio bolsillo. Ya le digo que no pocos casos se han cerrado por el celo de algunos policías antes que por el interés de las autoridades policiales. Llegados allí el tal Felipe Méndez se ratificó en la denuncia. Afirmó que el asesino era aquel carpintero llamado Ramón Bajacid que le he mencionado anteriormente. En vez del trabajador que pasaba el día en el taller, el amigo de don Valentín, que lo había alojado en su casa en tiempos de tribulación, la imagen con la que se había conformado la policía anteriormente, resultó que era una buena pieza que había pasado un tiempo tras las rejas. Méndez y él coincidieron en el penal de Ocaña en 1899, ambos por delitos menores, lesiones en el caso del primero y robo en el segundo. Además, Bajacid, que algo sabía de carpintería, entró en la sección correspondiente de la cárcel que dirigía el propio Méndez. Allí trabaron amistad. Cuando ambos estaban cercanos a cumplir sus condenas, antes Méndez que Bardají, este último le habló de un golpe que podían dar juntos cuando salieran. Explicó que en Bellas Vistas vivía un hombre que él conocía bien porque había estado en su casa, que tenía una fortuna que podrían arrebatársela entre los dos. Era necesaria la alianza entre ambos porque la víctima era un hombre mayor pero fuerte y de mucho nervio, que uno solo podría no dominarlo. Le habló, por supuesto, de la famosa caja de cinc que guardaba miles de pesetas. Felipe Méndez continuó afirmando que él había escuchado la propuesta sin decir que sí ni que no. En todo caso, pudo salir de la cárcel y volver a su domicilio en la calle Zurita, con la “mala suerte” de ingresar en el penal de Chinchilla poco después por un “negocio desgraciado”. Fue como lo describió. En realidad, resultó un intento de robo en Getafe que salió mal y, con sus antecedentes, le habían caído cuatro años de condena. Eso sucedía a principios de 1900. A los pocos días de su ingreso en prisión se presentó en la calle Zurita Ramón Bajacid, que al fin estaba libre. Preguntó por él y cuando su madre le dijo que su hijo estaba en Chinchilla se lo llevaron los demonios. Le dijo a la señora que tenía una propuesta de trabajo para su hijo pero que éste era un informal y sujeto poco de fiar. Que si hubiera que esperar pocos meses él esperaría pero que, con esa condena, el trabajo ya lo haría él. No dio más detalles y se fue. Tres meses después alguien saltó la tapia de la casa de don Valentín, le dio muerte y robó una cantidad desconocida. El Juez Sr. Méndez volvió a traer a Bajacid para que declarase. Por supuesto, negó toda esa propuesta aunque afirmó conocer a Méndez del taller en Ocaña. Se convocó a Méndez, que para entonces había sido trasladado a la Cárcel Modelo de la capital. Hubo un careo. Este último se ratificó en su denuncia, Bajacid se indignó negando todo lo que el otro decía. Aquello debió de ser un diálogo de sordos, cada uno recitando su papel perfectamente. Eran hombres bragados en la cárcel y la delincuencia, sabían lo que se jugaban como incurriesen en debilidad o se mostrasen atribulados. De modo que debió de haber un conato de enfrentamiento físico entre ellos que el juez cortó por lo seco mandándolos separar. No había más testigos de aquella conversación en la cárcel de Ocaña. Además, ¿qué motivación podía tener Méndez para revelarlo a aquellas alturas? El juez sospechó, con fundamento, que su pretensión era que le enviaran a Madrid más cerca de su familia, obtener ventajas de las autoridades de prisión a base de soltar infundios. No sería el primer caso en que sucedía algo así. Recuerdo algunos casos de pequeños delincuentes de provincias que, al ser detenidos por otros delitos, afirmaban haber matado en Madrid a éste o la otra. Cuando eran trasladados a mi Juzgado decían, sonriendo hasta con candidez, que ellos no tenían nada que ver con aquello pero que querían conocer la capital, que nunca tuvieron las pesetas necesarias para un viaje así y ahora aprovechaban la oportunidad. De modo que aquello se resolvió en nada. Búsqueda de ventajas en presidio, tal vez alguna riña entre ellos mal resuelta que desembocaba en esa denuncia. El juez no tuvo más remedio, poco después, que cerrar el caso. Pues bien, en 1905 hubo una reestructuración judicial en los distritos de Madrid y el caso de don Valentín llegó a mi Juzgado como uno de esos crímenes antiguos que entran a formar parte del mito. Por entonces yo era más joven de lo que me ve ahora, como comprenderá, y deseaba hacer los mayores méritos posibles ante las autoridades judiciales. Me tomé el asunto a pecho y estudié el sumario con detalle pero, indudablemente, si no había algún dato más me era imposible reabrirlo, de manera que, habiendo observado tantas deficiencias en la investigación del crimen, me encontraba atado de pies y manos. Me vi obligado a guardarlo en la caja donde estaba y confiar que en el futuro apareciese alguna novedad. Un año después la hubo, la novedad quiero decir. Vino en forma de una carta. En ella se relataba con pelos y señales quiénes habían cometido el crimen, cómo se había llevado a cabo. Todo encajaba, todo era coherente con datos que la policía había encontrado en la escena del crimen. Tuve esa carta entre las manos, estaba garabateada de cualquier forma pero resultaba legible. La había escrito alguien con pocas letras pero los nombres aparecían con toda claridad. Ya tenía la nueva prueba que me permitiría reabrir el caso, buscar a los culpables. Tenía sus nombres, las circunstancias del crimen. Ahora solo tenía que enfrentarme a ellos y sacarles la verdad seis años después de lo sucedido, cuando todas las pistas se habían enfriado hacía mucho, cuando los criminales tuvieron tiempo de sobra para borrar sus rastros y preparar todo tipo de coartadas que los exculparan. Sabía que lo tendría muy difícil pero era mi deber intentarlo, saber finalmente qué había sucedido aquella tarde de abril de 1900.
*** El nuevo dato llegó en forma de una declaración escrita que una mujer entregó cierto día al guardia Sr. Albornoz, que solía rondar por la zona de Bellas Vistas y al que todo el mundo conocía. Éste, al darse cuenta de la importancia de lo que allí se decía lo trajo a mi Juzgado. Tengo una copia entre mis papeles, lo saqué ayer porque consideraba que hoy era el día adecuado para hablar de él. Sí, puede usted transcribirlo tal cual lo leí en enero de 1906:
“A las dos de la madrugada del día (aquí la fecha del crimen) escalaban la tapia de la casa de don Valentín Huertas, por el patio de la de los hermanos Plaza, éstos, un tal Manuel Abascal, el Andaluz, y Mateo. Subió primero éste, y descendiendo por el lado opuesto, le siguieron los demás. Sigilosamente avanzaban hacia la puerta del cuarto de D. Valentín, cuando, asustadas las gallinas, comenzaron a cacarear. Entre todos las espantaron; pero al ruido que produjeron debió despertarse D. Valentín; pues abriéndose la puerta de repente, apareció aquél en el dintel. Lanzó un grito al ver gente que no esperaba, y entonces mi hermano Mateo se lanzó sobre la víctima, y con un arma blanca le descargó un tremendo tajo en el cuello y lo derribó en tierra. Los demás acudieron entonces, y después de rematarlo, lo arrastraron dentro de la habitación. Registraron la casa, y apoderándose de una caja que contenía dinero y alhajas, huyeron por la misma puerta por donde entraron”.
Inmediatamente me entrevisté con el cabo Albornoz para saber quién le había entregado el escrito y confirmar el nombre del autor. A resultas de eso convoqué a Micaela Tajadura, que era la mujer a la que me refiero, y ésta no tuvo inconveniente en contar toda la historia. Afirmó que llevaba en posesión del escrito algún tiempo pero que su conciencia no le permitía mantenerlo en secreto, tal como su autor, cuñado suyo, le había pedido cuando estaba en el hospital recuperándose de las heridas que le produjo su hermano Mateo. Para aclararle mejor las cosas, voy a contarle la historia desde el principio, antes que la reconstrucción de estos hechos que tuve que hacer en el Juzgado, yendo de atrás para delante. El trapero Mariano Plaza vivía con su hermano pequeño Bonifacio, que le ayudaba en su oficio, básicamente recoger trapos viejos, cristales rotos y huesos. Muy cerca tenían su casa dos tíos suyos, hermanos, Mateo y Ramón Díaz, ambos sujetos de cuidado, con diversos antecedentes penales. Ramón, al decir de muchos vecinos, era un hombre infame con juicios de faltas en varios juzgados de Madrid. Para decirlo más sencillamente, era un bravucón, de esos que se enfrentan a cualquiera y se dan de bofetadas pero hay que admitir que poco dado a tirar de faca para dirimir sus peleas. De ahí que la gente afirmara que, en realidad, era un cobarde que vivía a costa de su hermano Mateo, al que sometía a numerosas peticiones de dinero. Un día éste se hartó negándose a invertir más fondos para mantener a aquel inútil. Por aquel entonces, a Mateo le iban bien los negocios. En los tiempos del asesinato de don Valentín era un trapero que llevaba una vida miserable, al decir de sus vecinos, con una carreta vieja de la que tiraba un caballo flaco. Cuando empecé a investigar aquel escrito disponía de cinco carretas con otros tantos pares de hermosas mulas, a lo que habría que añadir su adquisición de una buena casa en la calle San Miguel número 11. Cuando indagamos el origen de su repentina fortuna desde abril de 1900 su mujer Mercedes Moragas adujo que había conseguido vender por esas fechas una casa que tenía en Alcalá de Henares. Como no me contenté con algo tan vago estuve interrogando a parientes suyos de aquel pueblo y todos manifestaron que la mencionada Moragas no había tenido en su vida bienes de fortuna. Ella, enfrentada a esos testimonios, en vez de tambalearse en el suyo persistió en su historia (eso sí, sin prueba documental alguna) afirmando que sus parientes lo ignoraban todo y que no tenía relación con ellos. Quiero decirle con esto que, además del sospechoso enriquecimiento de Mateo Díaz, éste disponía de fondos que su hermano Ramón envidiaba. Si éste había tenido dinero alguna vez lo había gastado en vicios con prodigalidad, en vez de invertirlo en su negocio, como hizo Mateo. Por otra parte, al decir de Ramón ambos compartían el secreto de la muerte de don Valentín, que Mateo le había contado con detalle una tarde en un café. De ahí que Ramón le presionara para obtener dinero periódicamente, con la vaga amenaza de desvelar ante las autoridades el misterio de aquella muerte. El caso es que Mateo Díaz se cansó de sostener a un hermano disoluto y vago, y le negó el dinero de forma tajante, aconsejándole que no le volviera a pedir nada más. Ambos hermanos se distanciaron y en el ánimo de Ramón empezó a surgir la necesidad de una venganza. Después de cruzar varias palabras y enfrentarse en distintas ocasiones, Ramón le desafió y Mateo estuvo de acuerdo en ir a un descampado para dirimir como hombres y de una vez el enfrentamiento que mantenían. Según afirmó Ramón, perdedor en la contienda, su hermano sacó una faca y le apuñaló con ella dos veces al tiempo que le gritaba: “¡Voy a matarte como a don Valentín!”. De resultas de las heridas, Ramón Díaz fue llevado al hospital de la Princesa, donde estuvo ingresado dos meses. Durante ese tiempo le visitaron en cierta ocasión Eduardo Luende y Micaela Tajadura, un matrimonio que eran cuñados suyos. En la cama del hospital el paciente les reveló lo sucedido en aquel crimen de Bellas Vistas y la responsabilidad que tanto su hermano Mateo como sus sobrinos Mariano y Bonifacio Plaza habían tenido, junto a otro hombre, un tabernero amigo de todos ellos, llamado Manuel Abascal, un personaje de mala catadura y numerosos antecedentes al que se conocía como “el Andaluz” y “el Tío de la Tralla”. En su taberna se habían reunido los compinches para planear el robo y asesinato nocturno de Valentín Huertas. Con el tiempo Ramón salió del hospital y olvidó el tema pero Micaela, tras la muerte de su marido Eduardo Luende, le había dado vueltas al hecho de disponer de una información que, si callaba, la convertía en encubridora. De ahí que buscara al cabo que paseaba por el barrio a menudo para darle el escrito en cuestión. Ésa es la historia de aquella carta que llegó a mis manos. Fuimos a casa de Micaela, los peritos compararon la letra de su difunto marido con la del escrito y coincidía. Fue llamado Ramón Díaz al Juzgado y se ratificó en lo que había declarado en el hospital. Entonces fue cuando emprendí una indagatoria para saber cuál era la situación económica de todos los implicados, entre los que contaba al propio Ramón, al que mandé a la cárcel no solo por encubrimiento de su familia sino ante la sospecha de que un conocimiento tan detallado estaba de acuerdo con su implicación en el crimen. Pues bien, de Mateo ya le he comentado lo bien que le había ido justo desde unos meses después del crimen. Pero es que algo parecido les había sucedido a todos los demás: los sobrinos Mariano y Bonifacio habían mejorado sensiblemente en su trapería, ampliando su negocio, y el tabernero Abascal emprendió obras de reforma en la taberna hasta hacerla grande, bien montada e irreconocible. ¿De dónde había nacido esa regular fortuna en todos ellos, salvo en Ramón? Ése fue el escollo ante el que el Juzgado se estrelló una y otra vez. Ya le he comentado el testimonio de Carmen Moragas, la mujer de Mateo, la apelación a una casa que nadie recordaba que tuviera pero que no podían negar categóricamente que pudiera tener como fruto de una familia venida a menos. Como comprenderá, las transacciones inmobiliarias no siempre se hacían con papeles por en medio sino poniendo sobre la mesa billetes y monedas suficientes, sin que quedara constancia documental de la venta. En esas condiciones, al Juzgado le era imposible demostrar que mentía si ella se mantenía firme en su historia, como hizo. Aún más difícil era probar nada con los Plaza o el tabernero. Aducían que habían hecho buenos negocios, que aprovecharon oportunidades que les brindaron otros, amigos suyos que reafirmaron lo dicho por ellos. Yo necesitaba pruebas contundentes. Era sorprendente que uno de los Plaza tuviera empeñadas en el Monte de Piedad algunas alhajas. Cuando requerimos saber cuáles eran averiguamos que no tenían nada que ver con lo arrebatado a don Valentín. Tuve la esperanza de un testimonio dado por una peluquera vecina de Mariano Plaza. Afirmó que ella había visto sobre la cama de su mujer Josefa López, una colcha idéntica a una que le constaba era propiedad de don Valentín. Animada por ese testimonio otra vecina sostuvo que se encontró al matrimonio de Mateo Díaz y Carmen Moragas y ésta lucía un mantón de gran riqueza que nunca le había conocido y que podría ser también propiedad de la víctima. Sospeché que estas mujeres recibieron algún tipo de advertencia o amenaza porque, tras el registro correspondiente y la confiscación de la colcha mencionada, la peluquera dijo no poder asegurar que fuera la misma y que, simplemente, tenía alguna semejanza con la que ella conocía de don Valentín. Del mantón no quedaba ni rastro en casa de Mateo y eso permitió afirmar a Moragas que simplemente se lo habían prestado. En esas condiciones, sin una sola contradicción, era imposible continuar con las acusaciones. Si usted me pregunta le diré que estoy convencido, como entonces lo estaba, que tenía en el calabozo a los culpables del crimen de Bellas Vistas. Sin embargo, también sabía que, delante de un tribunal, saldrían en libertad. Los negocios que les habían permitido un enriquecimiento coincidente con la muerte de don Valentín eran completamente opacos. Por mi despacho pasaron varios amigos suyos, de tan siniestros antecedentes como ellos, afirmando que habían tenido oportunidades, que les salieron varios negocios que les dieron ganancias, transportes inesperados, casas abandonadas a la muerte de sus propietarios que los herederos vaciaron dándoles los muebles por cuatro cuartos. Todo imposible de demostrar pero también de rebatir. En seis años, además, habían podido cubrir todas las huellas de aquel enriquecimiento súbito e inesperado, nadie les requirió entonces explicaciones, aunque parte del vecindario los señalara como culpables de aquel crimen. Cuando salieron de prisión ya sabía que el caso quedaría impune. Creo que hice lo que pude para aclararlo, pero resultaba imposible en las circunstancias que le he explicado. A medida que pasara más tiempo todavía, ni siquiera una confesión como la de Ramón, serviría para probar su culpabilidad. Usted me dirá ¿y qué se hizo con ese escrito realizado en el hospital? Mateo lo explicó con facilidad aduciendo el rencor que mantenía su hermano contra él por la pelea que tuvieron. Incluso llegó más lejos para sostener que, en el momento del crimen de 1900, tanto Ramón como él estaban reñidos con sus sobrinos. En esas condiciones ¿iban a realizar un golpe juntos? Por supuesto, los sobrinos ratificaron esta historia en la que debían haber convenido antes de ir al Juzgado. Respecto al tabernero, que a fin de cuentas no era familia de los demás, se encogió de hombros y dijo que era cierto que aquellos cuatro se reunían en su taberna, como tantos otros, pero él no sabía más. Ahí se cerró el caso. Sí, hubo acusaciones varios años después pero no fueron consideradas procedentes ni llevaban a ninguna parte. Eran líos por la herencia. Ya a finales de 1900, en diciembre creo recordar, se había comunicado oficialmente el nombre de los herederos de don Valentín, todos esos primos que le mencioné al principio. Hubo tiras y aflojas porque el finado había muerto sin testar y no querían reconocer un derecho igual para unos que para otros, ya sabe, lo de siempre. Hasta 1912 no se resolvió todo aquel conflicto entre ellos, se repartió el dinero existente y se les entregaron los papeles de su primo. Fue una de sus herederas, Isidora Huertas, la que descubrió un documento donde se certificaba que el apoderado de los bienes de don Valentín, un tal Enrique Salazar, había obtenido de su cliente un préstamo personal de 50.000 pesetas. El hecho en sí es extraño, dada la avaricia que se le atribuía, todo aquello de ir mal vestido por no gastar en ropa, no querer ni pagar el alquiler, etc. ¿Y presta una cantidad tan crecida a su apoderado? Por eso le digo que la opinión sobre la víctima pudo ser exagerada a modo de caricatura. El caso es que Isidora no encontró por ninguna parte constancia de que el préstamo se hubiera devuelto. Puesta en contacto con Salazar éste afirmó que sí lo había hecho, aunque no se registrara en ninguna parte. El pleito se extendió varios meses, un forcejeo entre ambos que llevó a la mujer a acusar a Salazar del crimen. Sostenía que, no pudiendo o queriendo devolver aquella cantidad tan crecida, prefirió asesinar a don Valentín con tal de no pagar su deuda. La cosa era tan disparatada que el Juzgado (yo ya no era el titular de ese caso) no lo tuvo en cuenta. Y así terminó la historia. Como le digo, un nuevo crimen que quedó impune aunque estoy seguro de que tuve delante de mí a los asesinos de Bellas Vistas.
El crimen de los Arropieros
1901
¿Dice que está interesado en el caso de Valentín Huertas? Aquel extraño
anciano cuyo crimen nunca se resolvió. Bueno, yo de aquello no le puedo informar de primera mano, incluso usted que ha estudiado el sumario y ha hablado con el juez encargado sabrá más que yo. Solo supe lo que se decía en el cuerpo y lo que leí en los periódicos. Ciertamente, el caso que me correspondió en agosto de 1901 tiene algunos parecidos, pero también muchas diferencias. La personalidad de la víctima, por ejemplo. Es cierto que también tenía fama en Carabanchel Bajo de ser adinerado, no en vano había sido un hombre importante, pero no era nada extraño en su comportamiento. Los reporteros, que a veces son algo infames (y perdone, no me refiero a usted personalmente), le quisieron tachar de excéntrico porque quiso aprender a tocar la flauta y luego la guitarra cuando ya tenía una cierta edad. Le diré que al principio los vecinos se quejaron por sus prácticas musicales, pero luego terminaron por reconocer que había alcanzado una maestría sorprendente en alguien tan mayor y al que nadie enseñó a tocar. ¿Eso es una costumbre rara? A mí me parece admirable el esfuerzo de don José Vicente ¿qué quiere que le diga? Es verdad que vivía separado de su mujer, como don Valentín Huertas, que vivía solo, pero ni iba desnudo por la casa, ni se paseaba con una caja llena de dinero. Era un honrado industrial muy apreciado por sus vecinos (no por todos, una desgracia). Sepa usted que, retirado de la política como estaba desde hacía muchos años, en su barrio lo nombraron juez municipal por su experiencia, sus méritos y porque era un hombre sensato, equilibrado. Luego él renunció al cabo del tiempo, pero ahí queda el hecho como testimonio de que los vecinos confiaban en él. Empecemos la historia desde el principio. José Vicente Augustí Latorre era un hombre de bastante edad por entonces pero aún en posesión de sus capacidades, era fuerte, no tenía enfermedades, llevaba su negocio con energía y seriedad. Fue siempre de ideas avanzadas, republicano, no le digo más, alcalde de Játiva durante no pocos años cuando era joven. Con la Revolución, cuando ganaron los suyos y se proclamó la República (la Gloriosa la llamaron y que acabó consumiéndose en pocos años), ascendió como la espuma. Fue diputado provincial por Valencia y, al poco tiempo, elegido para presidir esta institución. Después gobernador civil de Murcia, cuando las cantonales, para terminar de diputado a Cortes, naturalmente por el partido republicano. Toda una carrera política, como ve, que se fue truncando cuando llegó la Restauración borbónica y los suyos terminaron arrinconados en el Parlamento. De forma algo abrupta, el Sr. José Vicente se vio apartado, ya sabe que en un partido, cuando las cosas se van torciendo, hay luchas internas por el poder. No sé bien lo que pasó, pero quiso alejarse de una actividad que ya no le ofrecía un futuro y donde su presencia era meramente ornamental. En el 88 se retiró a la vida privada y eligió Madrid para residir, después de haber conocido la ciudad cuando era diputado. De todos modos, quiso escapar del bullicio ciudadano y eligió el pueblo de Carabanchel Bajo para residir. Aconsejado por familiares se dedicó al negocio de granos, luego montó una tienda de comestibles que en 1891 traspasó para abrir ese negocio de venta de embutidos que diez años después, en el momento del crimen, le iba bien. La casa donde vivía, en la calle Empedrada, era amplia, con un patio de buen tamaño donde se levantaba un cobertizo para desalar los cerdos que criaba cerca. Ese cobertizo será importante en esta historia. El caso es que todo le iba rodado, el negocio prosperaba, él entendía de lo que hacía y era un trabajador nato. No vivía de las rentas precisamente, como le pasaba a don Valentín Huertas, sino de su negocio, que llevaba con mano firme. También es cierto que no era tan mayor como la víctima de Bellas Vistas. De cualquier modo, sin hacer ostentación, se sabía en el pueblo que don José Vicente era un hombre acaudalado, que guardaba su dinero en la casa y sabía administrarlo. Vivía con frugalidad, sin excesos, según parece. Tenía para cuidar de la casa a una mujer pobre, algo mayor, que se llamaba Ceferina Fernández, una viuda que procedía de Alcázar de San Juan (Ciudad Real). Fíjese en este dato, que fue muy importante en todo aquel asunto. Pues bien, esa mujer iba dos veces al día hasta la casa, a las siete de la mañana, para prepararle las comidas del día y sobre las siete de la tarde, para limpiar y adecentar aquello. El 25 de agosto de 1901 era sábado. Como luego se supo, poco antes de las dos de la tarde, el cartero Alejo Cedrón llegó hasta la casa y encontró abierta la puerta, como es habitual en un pueblo donde hay confianza entre vecinos. Llamó al propietario pero, al no recibir respuesta, pensó que habría salido y dejó la correspondencia encima de un velador cercano a la puerta, sin fijarse en nada más. Pero su intervención fue importante, como luego le contaré. Pasaron las horas y llegó Ceferina para limpiar. Al entrar ya notó que algunos cajones estaban revueltos, con su contenido en algún caso arrojado al suelo. Se asustó. Vio que la puerta de acceso al corral estaba cerrada, cosa que nunca había sucedido. Llamó a don José y nadie respondió, pero su bastón y sombrero permanecían colgados junto a la puerta. Como tonta no era supo que algo malo había pasado, así que salió de nuevo a la calle y comentó con algunas vecinas las novedades. Luego se acercó a la comandancia donde yo estaba y nos dijo lo que había visto. Al contarnos la sospecha de que podría haberle pasado algo fuimos a investigar. De manera que sí, yo fui el primero que entró en aquella casa, el que registró lo que allí se encontraba y el que, por desgracia, encontró el cadáver de su propietario, tal como conté en el juicio año y medio después. El comedor, en efecto, estaba revuelto, con cajones abiertos y prendas por el suelo. En uno de ellos encontré ropa ensangrentada, como si el asesino hubiera buscado en el cajón tocando algunas prendas con las manos manchadas. Ceferina eso no lo había visto, y por poco se desmaya cuando andábamos buscando pistas del dueño de la casa. En el dormitorio parecía que no habían tocado nada, tan sólo observamos la cartera de don José encima de una cómoda y bien a la vista, pero vacía y sin dinero. Cuando quisimos acceder a la puerta cerrada que daba al patio encontramos un arca atravesada en el paso, como si el asesino o asesinos la hubieran puesto para obstaculizar la entrada o, más bien, porque la arrastraron para examinarla con comodidad y algo o alguien les interrumpió. Como luego supimos, la llegada del cartero provocó la huida de los criminales o, al menos, que detuvieran su búsqueda. El arca estaba forzada, la cerradura saltada, pero si había dinero en el interior (Ceferina afirmaba que debía haberlo porque a él acudía don José para pagarle su soldada), ya no quedaba nada. Forzamos la puerta de acceso al corral, la que siempre estaba abierta según la sirvienta, y llegamos hasta el desaladero de reses. Allí, en el cobertizo, estaba el cadáver de don José. Según pudimos reconstruir luego, gracias a los médicos forenses que realizaron la autopsia, su muerte había sido precedida de una fuerte lucha. Los cortes en las manos nos decían que el hombre se había resistido ante la acometida de su asesino, arma blanca en mano. Por otro lado, los que le atacaron debieron ser al menos dos: uno lo agarraba por detrás y el otro, el asesino, blandía la faca o el cuchillo delante de él. Pudimos deducirlo porque tenía un corte casi horizontal en la cara, no demasiado profundo, pero que le llegaba desde una mejilla hasta la oreja del lado contrario. Indudablemente, el criminal quiso degollarlo pero su víctima, debatiéndose con el cómplice que lo agarraba por detrás, hizo un movimiento hacia abajo y la cuchillada dirigida al cuello le atravesó la cara. El asesino, al ver que no conseguía su propósito, quiso entonces asegurarse y volvió a acometer a don José mediante una puñalada certera en la región precordial. Según los forenses, ésa fue la herida mortal puesto que le perforó un pulmón y seccionó la aorta descendente. Su muerte fue cuestión de segundos. Una vez consumado el asesinato, los dos hombres se aprestaron a registrar la casa en busca de dinero, primero en la cartera que quizá llevaba encima su víctima, luego en los cajones y finalmente en el arca. Las evidencias eran claras. El juez de Getafe, don Dionisio Perales, se hizo cargo de la investigación y nos mandó enseguida indagar entre los vecinos. Lo que se hace en estos casos es detener a los que resulten sospechosos a fin de que pasen una noche en el calabozo y, más colaboradores, sean interrogados por el juez al día siguiente. En este caso solo detuvimos a uno, un tal Gregorio Gómez, que vivía en la casa de al lado de la víctima, un sujeto que nos dijeron tenía malos antecedentes y había estado por la calle a la hora en que supuestamente habían matado a don José Vicente. Para entonces ya era bien de noche y dejamos el resto de indagaciones para el día siguiente. Por la mañana volví a la zona y vi a un hombre que paseaba arriba y abajo frente a la puerta del detenido. Le pregunté quién era y qué hacía allí. Se puso nervioso al verme y no acertaba a hablar al principio. Finalmente dijo que se llamaba Felipe Pacheco y que esperaba a un primo suyo, el Gregorio que teníamos detenido. Mientras hablábamos levantó un brazo y vi que el codo de su camisa estaba manchado de sangre. Me alarmé, le dije que él era el asesino, y se puso a balbucear explicaciones, a cual menos convincente. Primero me dijo que esa sangre era de un borrico suyo, al que había tenido que curar unas mataduras. Luego, cuando vio que no me convencía y lo iba a detener, cambió de versión. Dijo que su padre había muerto la semana anterior, que él había llevado el féretro a hombros y que la sangre del interior había resbalado hasta él. Como se iba enredando en explicaciones, a cual más extraña y traída por los pelos, lo conduje hasta el Juzgado y quedó en custodia hasta que declarara ante el señor juez. Cuando volví al barrio fue cuando me enteré que a los dos primos los llamaban los Arropieros, ya sabe, por vender en otro tiempo arropía, melcocha, miel concentrada, ya veo que ustedes los jóvenes ignoran algunas palabras antiguas. Empecé a preguntar a unos y otros, algunos pasaron también por el Juzgado, yo era el que hacía la labor previa de localizar a posibles testigos, todo aquel que pudiera interesar en la investigación. En lo que coincidían los pocos que pasaron por la zona a la hora en que debieron suceder los hechos, entre la una y las dos de la tarde concluimos después de hablar con el cartero, es que los Arropieros estaban por allí, cargando una carreta de estiércol desde la casa vecina. Algunos observaron que estaba colocada casi en la puerta de su vecino don José, de manera que ocultaba cualquier trasiego que hubiera entre una casa y otra. Llámeme mal pensado pero, aunque fuera solo un indicio, para mí que era significativo aunque el Sr. Juez me comentara que algo más tendríamos que tener para culparlos. También nos dijeron que la carga de la carreta la hacían los dos primos con un hombre mayor, Casimiro Rojas, de sesenta años, al que llamaban Tío Pacitos. Solía trabajar con ellos en el campo, no le he dicho que los dos primos vivían juntos, uno casado con Paula Mingo (el Gregorio) y otro arrejuntado con Josefa Marín (el Felipe). Esta última, fíjese qué casualidad, también era de Alcázar de San Juan. Pero ese dato no sería relevante hasta un par de días después del asesinato. Los cuatro vivían de los productos de un campo que tenían en arriendo a pocas leguas, productos que luego las dos mujeres vendían por la carretera de Carabanchel. Pues bien, los Arropieros se encargaban, como es natural, de cuidar el campo, abonarlo, podar los árboles y demás. De ahí que estuvieran cargando aquella carretada de estiércol. Hablamos con el Tío Pacitos y nos confirmó que había estado ayudando en la carga de dos a dos y media aproximadamente, que luego se había ido con la mula y el carro hasta el campo y allí había descargado el abono. Los primos no lo acompañaron, sino que se quedaron en la calle Empedrada diciéndole que tenían que reparar unas tejas de su casa. El caso es que, preguntando entre los jornaleros de campos vecinos, estos nos comentaron que habían visto llegar al Tío Pacitos a la hora que decía, pero que los primos se reunieron con él no antes de las cuatro y media de la tarde. ¿Tanto tiempo para reparar unas tejas? ¿No sería, nos dijimos, que después de que se fuera el Tío Pacitos cometieron el asesinato, repartieron el botín o lo enterraron y luego fueron hasta su campo? Pero todo seguían siendo indicios no concluyentes. Los dos del calabozo sostenían (con bastantes nervios, eso sí, sobre todo el Felipe) que ellos no habían visto nada, que estuvieron con la carga de la carreta, que arreglaron las tejas y nada más. Sus mujeres lo confirmaron, primero dijeron que habían estado junto a sus hombres en esas tareas, luego la más espabilada (Paula Mingo) afirmó haber estado vendiendo su producto en la carretera. Lo de la otra (Josefa Marín) era para quedarse perplejo. Estuve presente cuando intentaba interrogarla el juez y apenas pudimos contener la risa. Ella estaba muy seria pero como distraída. El juez le preguntó qué edad tenía y ella dijo que veinticuatro años. Nos miramos asombrados porque la mujer aparentaba no menos de cincuenta. Tenga en cuenta que los primos se acercaban también a esa edad. Pues no contenta con eso, le pregunta el juez desde cuándo conocía a Felipe y respondió que desde hacía veinticinco años. El juez, que empezaba a fruncir el ceño mientras los demás tratábamos de no reírnos, se impacientó: Pero a ver, señora ¿en qué año nació usted? Y va Josefa y responde: Dos días después de la feria. Como comprenderá, a una persona así poco podíamos sacarle. Parecía tener sus facultades mentales bastante disminuidas. Supongo que también se sentía impresionada por estar delante del juez, porque en el juicio, aleccionada por su abogado, respondió de mejor manera a las preguntas que le formularon. En fin, quiero decirle con esto que los retenidos se contradecían continuamente, cambiando de versión según les parecía. Paula Mingo ¿había estado con los primos o vendiendo en la carretera? La sangre en la camisa de Felipe ¿provenía de un borrico o del féretro de su padre? Todo eso motivaba, claro está, que el juez decidiera seguirlos reteniendo en el calabozo y, cuando pasaron las 72 horas preceptivas, abriera un proceso contra ellos. Para entonces, habíamos tenido un enorme golpe de suerte en las Rozas.
***
En esa zona hay un cuartel de la Guardia Civil, cerca de la estación de tren del Plantío. Al día siguiente de suceder el crimen dos números caminaban por allí cuando vieron a un hombre joven durmiendo junto al camino. Le dieron con el pie a ver si reaccionaba y el hombre despertó, al parecer muy desorientado y algo asustado al verse interpelado por dos guardias. Estos le preguntaron qué hacía allí y, al principio, según manifestaron, balbuceaba aunque no aparentaba estar borracho, como habían supuesto. Finalmente les dijo que era un negociante de garbanzos y que esperaba el tren para volver a su pueblo porque le habían robado las dos mulas. Sin embargo, los guardias se fijaron que desde la faja le asomaban varios fajos muy gruesos de billetes. Se los hicieron sacar y contaron 5.450 pesetas, una cantidad muy crecida. “Tenía todos los billetes colocados de mala manera, casi a punto de que se le cayeran” me dijo mi compañero. “Sospechamos inmediatamente que ese dinero no tenía un origen honrado porque aquel hombre vestía como un jornalero, no parecía negociante ni rico”. Le preguntaron de dónde procedía el dinero y solo sabía hablar de negocios aunque no decía de qué ni cuándo ni con quién. Todo eran explicaciones confusas y atropelladas, de manera que lo llevamos con nosotros al cuartelillo y desde allí avisamos al Juzgado de Getafe, por si procedía investigar el origen de ese dinero. A lo largo de la mañana nos contestaron que llevásemos a ese hombre hasta el Juzgado para que quedara en custodia y poder declarar al día siguiente. Hasta ahí el suceso no tenía nada que ver con nosotros, así que no supimos nada de todo ello hasta el día siguiente. En el cuartel de las Rozas el supuesto negociante de garbanzos dijo llamarse Francisco Muela y ser natural de Alcázar de San Juan. Tampoco eso llamó la atención y solo permitió empezar las primeras averiguaciones pero, como le digo, nadie sospechaba en Getafe que este hombre pudiera estar relacionado con el crimen ocurrido en Carabanchel Bajo. Su caso salió a la luz al día siguiente, cuando llegó a los periódicos. Y llegó porque a la mañana, cuando se llevaba el desayuno a las celdas, este Francisco Muela apareció ahorcado. Primero lo debía haber intentado con su correa, pero ésta apareció rota. Entonces cogió su faja e hizo una lazada. Con ella se colgó y apareció muerto por la mañana. Un suicidio siempre es algo que llama la atención de la prensa y por eso airearon su muerte y gracias a eso nos enteramos en Carabanchel de lo sucedido. El juez empezó a atar cabos: un hombre con tanto dinero encima y, además, siendo de Alcázar de San Juan como la sirvienta Ceferina y la mujer que teníamos presa, Josefa Marín, daba qué pensar. Lo que fuimos averiguando es que Francisco Muela estaba casado, su mujer tenía una portería en la calle Amnistía, pero él era un simple jornalero sin trabajo. Había estado en su pueblo de Alcázar hasta unos días antes. Le dio tiempo a ir a su casa, donde la portería, y pedirle a su mujer cuarenta pesetas que terminaría perdiendo en el juego. El día anterior al crimen estuvo trabajando en la reparación de la línea del tranvía de Carabanchel, donde le daban un jornal de entre ocho y nueve reales. Sin embargo, al decir de sus compañeros, el día en que murió don José Vicente no fue a trabajar diciendo que estaba enfermo. Uno de ellos lo vio muy de mañana parado en una esquina. Fue entonces cuando le dijo que tenía que ir a un hospital por el Plantío para curarse de no sé qué. Es lo único que pudo decirnos aquel hombre porque no recordaba otra cosa. Y ese hombre que ganaba un jornal de ocho o nueve reales por su trabajo ¿iba a tener más de cinco mil pesetas en la faja? La situación era muy sospechosa pero las cosas fueron encajando cuando Ceferina, la sirvienta, preguntada sobre si conocía a Francisco Muela, ya que eran del mismo pueblo, contestó que naturalmente. Al parecer, Muela le había dirigido una carta a don José Vicente unos meses antes pidiéndole un surtido de varios kilos de salchichón. A través de Ceferina, el hombre se fue enterando de los malos antecedentes de aquel sujeto, tramposo, ladrón incluso, que había pasado por un penal acusado de hurto. Le dijo a Ceferina que sólo le daría el surtido de salchichones con el dinero por delante. Y así debió comunicárselo porque la mujer recordaba que Francisco Muela llegó hasta la casa poco después y arregló las cosas para llevarse en un saco el salchichón que había adquirido. Mientras tanto, se hallaron pistas y testigos que hacían dudar al juez de la participación de los Arropieros en el crimen. A Francisco Muela se le encontraron en las manos diversos cortes de arma blanca, no muy profundos, que señalaban que había manejado recientemente algún cuchillo. En el reconocimiento que se efectuó en el corral de la casa de don José, nos fijamos en la existencia de un pozo que no parecía tener agua. Por el contrario, el brocal estaba lleno de telarañas excepto en su parte central, donde se mostraba un agujero, como si alguien hubiera arrojado algo dentro. El arma del crimen no se había localizado en toda la casa. Entonces se nos ocurrió que tal vez el asesino había arrojado al pozo el cuchillo utilizado para apuñalar a su víctima. De manera que mandamos explorarlo. Además de seco, hallamos en su fondo un cuchillo partido en dos pedazos. Examinados los pedazos los peritos comprobaron que el mango y la hoja, que se presentaban separados, correspondían a la misma arma. Además, señalaron que ésta no fue partida golpeándola con un objeto duro (por ejemplo, el borde del brocal) sino que se había sostenido con ambas manos hasta que se partió. El procedimiento es ineficaz porque puede dejar, como sucedía en las manos del suicida, pequeños cortes allí donde se agarra la hoja, pero en la precipitación del momento y el deseo de ocultar el arma bien podía haberse recurrido a este método. Luego estaba el testimonio de la muchacha Concepción Muñoz. Vivía en la casa contigua, de manera que su ventana daba al corral de don José Vicente. Nos dijo que estaba aquel día en su habitación y oyó a alguien quejarse, ¡ay, ay! escuchó nada más. Supuso que alguna madre le estaba dando un cachete a su hijo o cualquier otra cosa. Luego oyó un gemido pero muy breve y en seguida se hizo el silencio, con lo cual la muchacha siguió a sus cosas. Interrogada en presencia de su padre, afirmó que esas quejas las había escuchado entre las once y media y las doce de la mañana. Aquello no nos cuadraba con la intervención de los Arropieros que, según nuestra reconstrucción de los hechos y la hora en que sacaron la carreta del estiércol, debían haber actuado de una y media a dos, cuando fueron interrumpidos por el cartero. Si se quiere podrían haber matado a don José a la un,a pero no antes. En el Juzgado empezó a cundir la sensación de que aquellos dos primos no eran trigo limpio pero no eran responsables de lo sucedido. Todo señalaba, desde luego, a la intervención de Francisco Muela ¿solo? ¿acompañado por alguien? Una vecina afirmó haber visto a la víctima llegando a casa sobre las doce con un hombre de traje claro. ¿Era Muela, su asesino? Todo encajaría. Para comprobarlo, se llevó a Ceferina y esta vecina hasta el Escorial, donde tenían depositado el cadáver del suicida, a fin de que lo reconocieran. Bien, pues hubo tal confusión entre las comisarías de Carabanchel y Getafe que, cuando llegamos en tren con las dos mujeres, hacía media hora que habían enterrado a Francisco Muela. Solo pudimos enseñarles dos fotos que habían hecho de aquel hombre. Ceferina lo reconoció de inmediato pero la otra vecina no, de manera que nunca tuvimos en claro quién era el hombre del traje claro que acompañaba a la víctima a la hora en que, según la niña del vecino, podrían haberlo matado. En todo caso, los Arropieros estaban nerviosos, incurrían en contradicciones, pretendían esquivar la acción de la justicia pero seguían ateniéndose a su historia con la firmeza suficiente como para no encontrar un resquicio por donde culparlos. Por el barrio se extendió la noticia de que iban a ser declarados inocentes del crimen y que toda la responsabilidad recaería sobre Francisco Muela. Y en esto llegó otro muchacho, Vicente Castán, y cambió todo el curso de la investigación.
***
Me hablaba usted de sus conversaciones con el juez del caso de Bellas Vistas. Ya le digo que lo conocí sin entrar en detalle, pero lo que se comentó es que la investigación se realizó mal desde el principio, incluso el inspector encargado del caso fue reprendido con el tiempo o algo así pasó. También le confesaré una cosa, no tuvieron suerte como nosotros la tuvimos. Suerte, estar atentos al descuido de un delincuente, encontrar el testigo apropiado. Aquí tuvimos todo eso. Francisco Muela quería huir del lugar para volver a su pueblo con el dinero del robo. Caminó por la carretera de las Rozas y preguntó a una señora dónde quedaba la estación del Plantío. Fue allí y encontró que el tren tardaría varias horas en pasar, de manera que buscó una sombra y se echó a dormir sin darse cuenta de que estaba muy cerca del cuartelillo por donde circulaban números del cuerpo. Si hubiera llegado el tren poco después, si no se hubiera quedado dormido donde lo hizo llamando la atención, si hubiera sido más cuidadoso de guardar bien el dinero que llevaba encima sin mostrarlo a nadie, tal vez no se hubiera visto implicado de ninguna forma, a no ser que los Arropieros lo hubieran delatado. Del mismo modo, si José María Torres, un vecino y amigo de Felipe Pacheco, no hubiera tenido conflictos por el riego con Faustino Castán, que además de tener un campo trabajaba de sereno del barrio, tal vez no hubiéramos sabido nada más. Cuando estuve preguntando en el barrio ya me hablaron de aquel conflicto, que debió de ser fuerte. Los rumores fueron que Felipe el Arropiero le había dicho a su amigo José María que si Castán le seguía molestando, por veinticinco duros podía acabar con él. Eso ya me indicó entonces que Felipe Pacheco era capaz de matar y de hecho, entre los dos primos, era el de pasado más turbulento, habiendo estado preso en el penal de San Miguel de los Reyes. La amenaza se quedó en eso, una bravuconada tal vez, el indicio de que tenía valor para asesinar, nada más. Sin embargo, Castán padre lo supo y andaba apercibido contra él. Cuando supo que los Arropieros estaban a punto de ser liberados de cargos llamó a su hijo Vicente y le hizo repetir con detalle lo que le había contado días antes. Hasta entonces no había querido implicarlo en la investigación (le sucedió a más de uno de los testigos, como aquel que dijo que los sacos encontrados en casa de Felipe no eran suyos, cuando lo eran, permitiendo que sospecháramos que eran de don José). El caso es que llevó a su hijo de catorce años a declarar al Juzgado y aquello cayó sobre la investigación como una bomba. Recuerdo al chico, bajo, achaparrado, con ojos vivaces, un pelín descarado (pero en el juicio le vino bien serlo ante el ataque despiadado de los defensores), sobre todo seguro de lo que decía, sin moverse una coma de su versión inicial que nos fue contando. En el juicio no solo siguió contando lo mismo, sino que lo hizo con una facilidad de palabra y una calma extraordinarias en alguien tan joven. Produjo una gran impresión al jurado como nos la produjo a nosotros cuando llegó con su padre Faustino y su madre Jerónima. Vino a decir que aquel día, sobre la una y media, estaba frente a la puerta de don José arreglando sus alpargatas. Entonces vio salir de aquella casa primero a las dos mujeres, que llevaban bultos y paquetes envueltos en la saya y luego a los dos Arropieros, Felipe y Gregorio. Sostuvo además que Gregorio tenía todas las manos ensangrentadas y chorreaba por el suelo. En cuanto a Felipe, tenía un lamparón en la camisa y el codo manchado también de sangre, tal como lo vi yo mismo al día siguiente. Al verle observándolos Felipe le tiró un cantazo diciendo que se fuera, golpe que le dolió al darle en un pie. Se apartó entonces, pero los volvió a ver un rato después, cuando lo volvieron a amenazar con darle un vergajazo y el chico contestó que a su vez él les pincharía con el palo que llevaba. Un chico de armas tomar… ¡ah! Que tiene usted la declaración que llevó a cabo en el juicio. Fue una declaración fundamental, ya le digo, los abogados defensores pretendieron acorralarlo, mostrar que era un fantasioso y se lo había inventado todo, que no tenía criterios morales… Hicieron de todo pero sin éxito. Lea usted, lea sus contestaciones para hacerse una idea:
“Señor Torroba: Cuando recibió la herida en el pie, ¿no echó usted a correr para curarse? —¿Cómo iba a correr? ¿Con la pata a rastra? (Aprobación en el público) Señor Grases: ¿Qué temperamento tiene usted? (Hilaridad.) El presidente declara impertinente la pregunta. El mismo letrado continúa: ¿Le ha visto a usted muchas veces el médico? —¡Hombre! Cuando, por ejemplo, he tenido el sarampión... (Risas.) —¿Es usted rencoroso? El presidente vuelve a tocar la campanilla y el público protesta. Señor Sartou.—¿Tú vas a la escuela? —No, señor. —¿Sabes leer? —Algo. —¿Y doctrina? —No me gusta... (Risas y rumores.) —¿Sabes que es malo mentir? —Sí, señor”
Sí, así fue, no puedo recordarlo sin reírme. Aquel chico tenía al público y al jurado totalmente en el bolsillo. Veo que tiene usted el Heraldo de aquellos días. Lea un poco antes, cuando interrogaron al padre Faustino Castán. Al principio se reducía a confirmar que su hijo le había dicho todo aquello y él se vio en la obligación de comunicarlo. No sabía más. Pero el letrado insistía:
“El Sr. Grases le pregunta: —¿Qué temperamento tiene su hijo de usted? —¡Yo qué sé! —¿Es nervioso? ¿Es linfático? —Pero, hombre, ¡yo que sé! —¿Dónde duerme su hijo de usted? —Pues, ¿dónde ha de dormir? ¡En su cama, y en su alcoba! (Grandes risas.) —¿Cuántas alcobas hay en su casa de usted? —¿Cómo quiere usted que yo le conteste a usted? ¿Qué le importa saberlo? (Más risas.) Por fin le amonesta el presidente, y el testigo deja de hacer observaciones”.
Desde luego, los letrados de la defensa no hicieron una buena labor. Preguntarle estos términos médicos a un hombre con poca educación en esas ciencias resultaba ridículo. ¿Nervioso, linfático? El público se identificaba con aquel hombre de tan pocos estudios, un trabajador, al que el letrado quería arrinconar mostrándole su superioridad. Todo con el deseo de invalidar el testimonio del chico, presentarlo como alguien que quería protagonismo y se inventaba todo su testimonio para continuar en primer plano. No le digo que no hubiera algo de eso, el muchacho estaba crecido con el apoyo que observaba en el público. Pero como dijeron los periódicos, los abogados pretendían mostrar que Vicente Castán no discernía el bien del mal. Escuchándolo en la tarima uno pensaba que discernía mejor que los propios letrados y que si llegase a ser más listo de lo que era, apañados íbamos. Tan sólo hubo un momento de duda cuando otro niño amigo suyo, José María creo que se llamaba, testificó que Vicente le había contado días después que había visto a los Arropieros saltar la tapia de don José, de donde pensaba que eran los criminales. El presidente hizo un careo de los dos muchachos: Vicente insistía en que le había dicho que salieron por la puerta, el otro porfiaba en que le había comentado que por la tapia. No se pusieron de acuerdo pero finalmente, sea por la puerta o por la tapia, la declaración era coherente con que los dos primos hubieran intervenido en el crimen. La culpabilidad de las mujeres era menos evidente porque había testigos que situaban a Paula Mingo en la carretera de Carabanchel vendiendo sus productos. Esa contradicción entre la declaración del muchacho y la de los otros testigos se solventó por parte del fiscal afirmando que estos habían visto a la mujer a primera hora de la mañana y el crimen había sucedido al final de la misma.
***
Puede usted imaginar la sensación que produjo en el Juzgado la declaración de Vicente Castán, dicha con tanto detalle y seguridad. Nada mencionó del Tío Pacitos, que por entonces no era sospechoso, nada dijo de aquel hombre del traje claro. Sin embargo, la seguridad de los Arropieros se fue viniendo abajo, a medida que sabían de esta declaración y que el juez daba por segura su participación en los hechos. Habían tenido la esperanza de quedar libres y casi en el último momento, esa ilusión quedaba hecha trizas. El momento fundamental fue cuando el juez, en presencia del fiscal asignado al caso, realizó careos entre el niño Vicente y todos los acusados. Las escenas fueron muy llamativas, Gregorio se sobresaltó mucho al ver al muchacho allí sentado, Felipe no sabía dónde mirar, Josefa se agarraba a decir que todo era mentira y mentira y mentira, no salía de allí. Cuando el chico le dijo al juez, con toda frescura: Esta señora está amilaná o se hace la tonta, Josefa se puso a llorar. Sin llegar a tal extremo, la seguridad del testigo era sorprendente, señalando detalles que dejaban a los sospechosos sin respuesta. El juez, por ejemplo, le dijo: Fíjese bien, muchacho, en las alpargatas que lleva Felipe. ¿Son las mismas con que usted lo vio aquel día? Quiá, señor, respondió el zagal, que éstas son negras y aquellas blancas. Y efectivamente, tenía toda la razón. Se acordaba de detalles que dejaban a los sospechosos en suspenso, sin saber qué replicar. Fue muy dramático ver cómo se iban derrumbando en sus versiones frente a aquel muchacho de solo catorce años por entonces. No sé si debía incluir este comentario en su estudio pero de todos modos, se lo diré. La policía, la guardia civil, tenemos pocos elementos para demostrar la culpabilidad de un sospechoso y hacer que cante. A veces me ha pasado que alguno se agarraba a una versión que, aunque le pusieses delante de las narices sus contradicciones y que lo que decía era imposible, él seguía erre que erre con su historia. Claro, a veces el único idioma que conocen es el de una buena guantá, no le digo que no. Eso lo saben ellos y lo sabemos nosotros. De hecho, los tres varones acusados dijeron en el juicio que les habíamos arrancado la confesión a golpes, eso es sabido, cuando han dicho todo lo que tenían que decir en la instrucción luego solo tienen una forma de desdecirse: acusarnos de haberlos zurrado, que por temor a que les siguiéramos pegando dijeron lo que nosotros queríamos. Bueno, no le digo que no haya casos, sobre todo en pueblos perdidos, pero aquí en la capital o cerca de ella no, una bofetada y nada más, para que no se pongan gallitos. Pues lo que le decía, cuando hay varios sospechosos como en este caso, si todos se agarrasen a una misma versión el Juzgado tendría muy difícil probar que estaban mintiendo. Lo que sucede es que basta que uno reconozca algo para que el edificio de la mentira se resquebraje ¿me entiende? Entonces sucede algo curioso y es que cada uno quiere salvarse a costa de los demás y empiezan a acusarse unos a otros. Por eso es imprescindible la incomunicación de los detenidos, su aislamiento, primero para que se ablanden al pasar tantas horas en el calabozo y segundo, para que no haya terceros que los pongan de acuerdo y les hagan sostener sus mentiras, según lo que digan los demás. Pues bien, este caso es de libro, fue enteramente así en cuando tuvieron aquel careo con el niño Castán. Y el primero que se derrumbó fue el más bravucón, ya ve usted, Felipe Pacheco. A la mañana siguiente habló conmigo. Me dijo que quería que viniera el Sr. Romero, que era entonces el juez municipal de Carabanchel (cargo que don José tuvo con anterioridad) pero que había sido muchos años diputado provincial del distrito, en función de lo cual tenía mucho predicamento entre la clase trabajadora. Cuando le contesté que para qué quería verlo me susurró que deseaba contar la verdad de todo aquello, que él había participado en el crimen pero solo cargando un saco. Así que, después de que viniera el Sr. Romero, éste lo convenció de que declarara ante el juez y así lo hizo unas horas después. Estuve presente, así que le puedo resumir en cierto modo lo que allí dijo:
—Yo no le maté...-dijo desde el principio- sólo fui para llenar el saco... No vi nada...; me marché...; a mí me llamaron sólo para cargar los huesos... —¿Quién le llamó a usted? —Mi primo Gregorio... Me dijo que había que ir a casa de don José para sacar unos codillos que le habían comprado dos conocidos suyos, a los que no conozco. Entramos, se ajustaron en el precio y pasaron aquellos hombres con don José y mi primo... y luego yo...; pero nada más que a llenar el saco... Estábamos en la corraliza; yo empecé a meter huesos escogiendo los mejores, puesto de rodillas y mirando el montón de codillos. Estando en esto oí un grito de don José que estaba junto a mí, y al levantar la cabeza para enterarme, cayó sobre el talego el cuerpo del Sr. Augustí, arrojando sangre por la cara. Entonces me dio miedo y salí por la puerta del corral, marchándome a mi casa. —¿No conocía usted a aquellos dos hombres? —A ninguno. —¿Quién le dio la puñalada, su primo o los desconocidos? —No lo sé; yo, como estaba escogiendo los huesos y metiéndolos en el saco... —¿Pero no vio usted separarse el brazo que asestó las puñaladas? —No...; yo no vi más que eso. El cuerpo de don José cayó en seguida. —¿Y las manchas de sangre de la blusa, la camisa y el pantalón de usted? —Se conoce que salpicaron al caer...
Ésa fue aproximadamente la declaración, según la recuerdo. Él se agarraba a su idea de que estaba recogiendo huesos, que llevaba el saco y nada más. Como estaba agachado tan oportunamente, no vio nada. La responsabilidad empezaba a recaer sobre Gregorio, que había llevado a aquellos desconocidos para que mataran (o lo hiciera él mismo) a la víctima. Todo indicaba, según el forense, que hubo un forcejeo, una lucha, en su versión Felipe olvidaba ese detalle, como si la muerte de aquel hombre hubiera sido poco menos que instantánea. Además ¿para qué recurrir a dos desconocidos? Bien podría haber hablado de uno, el que sospechábamos que era Francisco Muela. Gregorio, llamado posteriormente, siguió agarrándose a la versión inicial pero, al comentarle lo dicho por su primo, se le vio trastornado y hasta con expresión fiera, muy contrariado. Bajó al calabozo y por la tarde el juez lo volvió a llamar. Se ve que lo había pensado y estaba dispuesto a contar su versión, que fue algo sorprendente porque amplió el número de sospechosos que fueron inmediatamente detenidos. En su declaración yo no estuve, así que le voy a decir lo que a mí me contaron nada más. Al parecer, también reconoció haber participado en el crimen. Su versión parecía más elaborada y de acuerdo con los hechos, aunque desde luego partiendo de la base de que el principal culpable era su primo Felipe y no él. Así dijo que se habían reunido en el ventorrillo de un tal Ramón Méndez, que estaba cerca del campo que tenían rentado y donde iban con frecuencia. Ramón, además, era muy amigo de Felipe, incluso cuando murió su padre fue uno de los que llevaron el ataúd a hombros. Sobre eso, permítame que le distraiga un poco con una anécdota muy curiosa y que nos hizo a sonreír a todos durante el juicio. Cuando ya se sabía que la sangre que manchaba la camisa de Felipe Pacheco era humana, todo el empeño del abogado defensor era demostrar que se había producido al resbalar sangre del padre fallecido desde el ataúd hacia el exterior, manchando la ropa de su hijo. Aún sostenía Felipe ese disparate. Pues bien, el fiscal fue llamando uno a uno a los integrantes de aquel grupo que había portado a hombros el ataúd, entre ellos Ramón. Éste, durante la instrucción, había asegurado que lo dicho por Felipe era cierto, que él también se había manchado con la sangre que rezumaba del ataúd. Pues bien, al llegar el juicio, aliviado por no estar entre los acusados, se desdijo afirmando que él no sabía nada de aquello porque había sostenido el ataúd por los pies. Pero es que todos los de aquel grupo dijeron lo mismo. ¡Todos lo sostuvieron por los pies! Parecía que habían llevado el ataúd como si fuera una carretilla, dijo el fiscal provocando la risa del público. Pero ya ve, incluso el amigo muy amigo, no quería meterse en problemas. Pero yo le estaba contando la nueva versión de Gregorio. Según él, Ramón les había presentado a un amigo suyo llamado Francisco Muela, que conocía a don José y había estado en su casa. Entonces éste se sentó con ellos y, tras charlar un rato, fue entrando en harina, proponiéndoles que, ya que vivían al lado del viejo, se lo cargaran entre todos y se repartieran el botín que debía de tener guardado en su casa. A ellos les interesó la propuesta y siguieron perfilando detalles, con Ramón al tanto de todo lo que hablaban. ¿Sobre Ramón Méndez? No sé por qué lo implicaron de tal forma, quizá porque es cierto que se reunían allí muchas veces y porque de esa forma no eran ellos los autores de la idea. Como le he dicho, Josefa Marín, la querida de Felipe, era de Alcázar de San Juan, como el Muela. Habiendo ido yo mismo hasta allí pude enterarme de varias cosas: que la Ceferina hacía muchos años que faltaba del pueblo y que las familias de Josefa y de Muela se conocían. Tenga en cuenta que, aunque el pueblo tenía una mayor importancia desde la llegada del tren, aún contaba con once mil habitantes nada más, allí todo el mundo se conocía. Lo que saqué en conclusión es que lo más probable fuera que habían conocido a Francisco Muela a través de Josefa. Ahora, de quién había sido la idea del robo eso ya no se lo puedo decir, podría haber sido de cualquiera. Ramón, cuando estuvo encerrado, perdió todo interés en defender a Felipe y no hizo más que protestar su inocencia. Admitía que aquellos primos se reunían en su ventorrillo muy a menudo, a veces iban solos, otras con desconocidos, él no entraba ni salía. A la larga el juez se convenció de que no tenía nada que ver y lo dejó libre. ¿Qué cómo sucedieron las cosas según Gregorio? Sí, tiene razón, empiezo a hablar y hablar, pero es que hay tantos cabos en esta historia… La versión era sencilla: él se había quedado junto a la carreta de estiércol vigilando la puerta delantera, el Tío Pacitos la trasera, y Felipe y Francisco habían entrado aparentemente a comprar dos sacos de huesos a don José Vicente. Hablaron, acordaron el precio y marcharon al cobertizo para cargar los sacos. Allí, mientras era el mismo don José el que se agachaba para echar los codillos, Felipe se le tiró encima y le sujetó los brazos por detrás, momento que aprovechó Francisco para intentar darle una tajada al cuello, fallando en el intento porque el hombre se había desasido en parte de la tenaza de Felipe. Pero éste se rehízo, volvió a agarrarlo y fue el momento en que Francisco le dio la puñalada mortal. Así es como se lo contó luego Felipe en la casa, donde se refugiaron tras huir después de que el cartero llegara a dejar una carta. Efectivamente, este cartero les había interrumpido. Para entonces habían despojado al cadáver de la cartera y de las más de cinco pesetas que tenía en ella. Francisco Muela le dijo a Felipe que el dinero debería llevárselo él porque seguramente la guardia civil registraría su casa al día siguiente. Eso sí sonaba creíble. Que intentara estafar a sus compinches, como algunos sugirieron, era una posibilidad pero remota. A fin de cuentas conocían por Josefa dónde vivía este hombre y los primos no eran personas que no se tomaran la venganza por su mano si se consideraban estafados. En todo caso, quisiera escapar Francisco con todo el dinero o no, la suerte se le acabó al día siguiente en las Rozas. De Ramón ya le he hablado, pero ahora también implicaban al Tío Pacitos ¿Había intervenido en el crimen, siquiera como vigilante? Llamado nuevamente Felipe y confrontado con lo dicho por su primo, admitió que sí, que Casimiro, el Tío Pacitos, ejerció labores de vigilancia para prevenir la intervención de otros. Cuando lo llevamos preso este hombre mayor se derrumbó y dijo que sí, que lo habían puesto en la puerta, no recordaba cual, mientras le hacían algo a don José. ¿Fue Francisco el que dio las puñaladas o fue Felipe? Durante el juicio el asunto fue indiferente. Un conocido del pueblo de Francisco aseguró que él no podía ser porque era muy cobarde. Que le iba el robo, el hurto, pero no el asesinato, pero a saber lo que hace un hombre cuando se excita y pierde el control. En todo caso, parece más creíble que el autor de las puñaladas fuera Felipe. Como le digo, durante el juicio todos negaron haber confesado sino a golpes. A mí me llamaron a declarar en primer lugar como responsable de la investigación por parte de la Guardia Civil. Les dije que no, naturalmente, y lo ratificaron mis subordinados. El médico forense que los había reconocido confirmó que no tenían señales por entonces de que la confesión se hubiera obtenido con violencia (bueno, con más violencia de la necesaria). Cuando subió al estrado el muchacho Castán, con más aplomo si cabe que un año antes, con los letrados de la defensa intentando infructuosamente que perdiera los papeles, la suerte de los acusados estaba echada. Les cayeron tres penas de muerte que en Semana Santa del año siguiente, cuando la Adoración de la Cruz, fue remitida por indulto real a sendas cadenas perpetuas. A las mujeres se las consideró cómplices, no solo encubridoras, y les cayeron catorce años que aún seguirán cumpliendo. En fin, una historia con un final digno de la justicia, una investigación que, no porque yo haya sido el responsable de la misma, pero se hizo correctamente. Y alguna dosis de suerte y descuido de los delincuentes, eso hay que reconocerlo. Pero ahí estaba la Guardia Civil para aprovechar la oportunidad de que la verdad saliera a la luz. Para terminar, le diré una cosa. Yo no sé qué habrá sido de aquel muchacho Castán. Sé que en Carabanchel hubo una colecta entre los vecinos para darle estudios, pero creo que él se reía de esa posibilidad, aunque no le hizo ascos al dinero. A saber en qué se lo habrá gastado la familia, pero aquel chico dio ejemplo de colaboración con la justicia, que es lo que deberían hacer los madrileños. Bueno, y si va a escribir todo esto no se olvide de mi nombre, José Blasco del Toro, teniente de la Guardia Civil, para servirle.