Está en la página 1de 6

Pontificia Universidad Católica de Chile

Facultad de Ciencias Sociales


Instituto de Sociología
Formación y Desarrollo de la Cultura Moderna SOL109-2

La incapacidad de pensar
en el totalitarismo
de Alemania

Cristina Cousinard Zepeda


Profesor Andrés Biehl
Hannah Arendt escribe su libro "Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la
banalidad del mal" en los años '60, a 15 años de los Juicios de Núremberg, en que
ya se sancionado las responsabilidades de muchos de los colaboradores del
régimen nazi en Alemania. Basado en el juicio llevado a cabo en Jerusalén, la
autora muestra cómo la obediencia y la necesidad de mantener y ojalá escalar en
la jerarquía -que para él daba lo mismo cuál fuera, dada su vida marcada de
fracasos- de las SS, llevó a Adolf Eichmann a convertirse en "uno más de entre
tantos burócratas del nazismo, que a fuerza de eficiencia y ubicuidad pretendían
escalar en la pirámide del poder estatal alemán" (Arendt, 2003: 4).

Este ensayo tratará sobre la relación que existe entre totalitarismo y la


incapacidad de pensar, en tanto éste se considera un régimen político "cuya
principal finalidad política fue la comisión de inauditos delitos" (Arendt, 2003:166),
y que dominó todos los aspectos de la vida en Alemania, expresando su poder a
través de una violencia desmedida ejercida sin conciencia ni impulsos de maldad,
lo que en términos de la autora, constituye la banalidad del mal, entendida ésta
como la falta de capacidad crítica y de conciencia para distinguir el bien del mal
(Arendt, 2003).

La banalidad del mal es una frase acuñada por Arendt para referirse a
incapacidad de pensar por parte del acusado, a la irreflexión con que comete
crímenes con el único argumento de actuar siguiendo órdenes, lo cual si bien no lo
libera de culpas, sí se ve justificado por la evidente -en pruebas documentadas-
lealtad al Führer, cuyas órdenes seguía y que para Eichmann -en palabras de él
mismo- "tenían fuerza de ley" (Arendt, 2003: 91).

Sin embargo, esta justificación no fue precisamente la considerada por los


tribunales que enjuiciaron a Eichmann, cuyos fiscal y autoridades judiciales
"presumieron que el acusado, como toda «persona normal», tuvo que tener
conciencia de la naturaleza criminal de sus actos, y Eichmann era normal, tanto
más cuanto que «no constituía una excepción en el régimen nazi»". (Arendt, 2003:
22), cuando en realidad el delito no tiene necesariamente que estar relacionado
con el ánimo de causar daño, como propone Arendt.

Asimismo, y como toda «persona normal», Eichmann tenía sus objetivos


dentro de tal empresa: dados los varios fracasos que había sufrido tanto en lo
personal como en lo académico y laboral (Arendt, 2003) su misión en esta nueva
oportunidad que tenía, era cumplir sus expectativas de éxito tanto como fuera
posible, así mismo como en sus anteriores empleos, era su principal fin y
motivación para cumplir con sus obligaciones. A este respecto, es importante
considerar dos elementos, el primero tiene que ver con la ignorancia de Eichmann
respecto a la empresa, a lo que él mismo dice: "confundí el Servicio de Seguridad
del Reichsführer SS [Comandante en Jefe de las SS] con el Servicio de Seguridad
del Reich [Escuadras de protección de elite]. Y nadie me dijo nada" (Arendt, 2003:
28), lo que denota que no estaba al tanto de las funciones que cumplía dicha
empresa, en fin, "no tenía la menor noción de la naturaleza del servicio en el que
había entrado" (Arendt, 2003: 28). El segundo aspecto tiene que ver con la
importancia que tenía para él este empleo en particular, pues "El puesto de Viena
[por su cargo en el Departamento de Emigración Judía como organizador de una
especie de migración hacia campos tanto de concentración como de exterminio, y
por el que se le imputaron cargos] representaba su primer trabajo importante; toda
su carrera, que había progresado con bastante lentitud, dependía del éxito en su
desempeño" (Arendt, 2003: 32) esto, sumado al reconocimiento que podía obtener
y a la posibilidad de un futuro ascenso, era lo que movía y motivaba a seguir
esforzándose: Eichmann sólo obedecía órdenes, las ejecutaba con la mayor
efectividad, con el menor coste y una eficiente distribución de recursos, para eso
estaba ahí.

El tema de la conciencia no constituye un aspecto menor, siendo esta


suprimida por el paso del tiempo, de los horrores, de las muertes, de lo banal de la
violencia, o por la auténtica lealtad de que gozaba Hitler por parte de sus
seguidores y colaboradores. Y en el caso de Eichmann esto era evidente, no sólo
al momento de ejercer su trabajo sino también al momento del juicio en que
"cuanto más se le escuchaba, más evidente era que su incapacidad para hablar
iba estrechamente unida a su incapacidad para pensar" (Arendt, 2003: 35), de
razonar y evaluar las obligaciones a las que estaba sujeto, y las consecuencias
que provocaba de seguirlas. Estaba tan arraigada dentro de él esta inconsciencia
e incapacidad, tanto lo había penetrado que al momento del juicio, dice la autora,
"no era posible establecer comunicación con él, no porque mintiera, sino porque
estaba rodeado por la más segura de las protecciones contra las palabras y la
presencia de otros, y por ende contra la realidad como tal" (Arendt, 2003: 35); no
era posible intentar suscitar o despertar cierta reacción en él, cierta sensibilidad
que diera cuenta de la conciencia que tenía respecto de sus actos, pues
simplemente no la tenía, y no por no saber lo que había hecho, sino por no
razonar respecto de ello.

Esto no era sólo una cuestión personal o de un individuo parte de una


colectividad compuesta por individuos con la conciencia aplacada de la misma
forma; sino que era algo que "se había perdido en Alemania, y esto fue así hasta
el punto de que los alemanes apenas recordaban lo que era la conciencia, y en
que habían dejado de darse cuenta de que «el nuevo conjunto de valores
alemanes» carecía de valor en el resto del mundo" (Arendt, 2003: 64).

La preocupación en consideración a esto yace en que "a pesar de los


esfuerzos del fiscal, cualquiera podía darse cuenta de que aquel hombre no era un
«monstruo»" (Arendt, 2003: 38); sino asesinos de oficina cuya conciencia crítica
había sido completamente anulada en pos de asegurar el propio puesto.

Lo elementos anteriormente expuestos constituyen un cálculo racional de


costo-beneficio bajo el que cualquier persona común y corriente podría tomar sus
decisiones, sin embargo, y lo que destaca Arendt (2003) es el cómo las
conciencias de estos sujetos, de estos nuevos delincuentes podían estar
tranquilas, conociendo los horrores cometidos por ellos mismos y miles
compañeros más. Y es que, por un lado, los actos no eran reprochables en la
medida en que se cumpliera con el deber, pues el honor de cada funcionario era la
lealtad y obediencia (Arendt, 2003), y por otro lado, no había conciencia que
pudiera inquietarse llevando tanto tiempo dormida, y sumida en la insensibilidad
deshumanizante que provoca ver y estar rodeados de muertos y una violencia
horrorosa cada día, cada hora, llegando incluso a tener "«una actitud personal
diferente» con respecto a la muerte" (Arendt, 2003: 67) y siéndole indiferente la
propia.

Lo anterior sitúa la capacidad de juicio de los acusados en otro ámbito que


dista de ser acorde al de su conciencia o moral, razón por la que Arendt propone
que el acusado -y cualquiera con el perfil de este nuevo delincuente- debe ser
enjuiciado en tribunales competentes y bajo Estatutos acordes a la magnitud de
los delitos. Esto como con el fin de evitar nuevos acontecimientos de esta índole,
pues de otro modo, y tal como lo fue el Juicio de Jerusalén, los castigos y
sentencias constituirán juicios de exhibición más que otra cosa, y "un espectáculo
con el final previsto de antemano" (Arendt, 2003: 160).

En conclusión, estas inconsciencias, esta deshumanización e insensibilidad,


y la subsecuente incapacidad de pensar, han llevado no sólo en el totalitarismo de
Eichmann -Alemán- sino en todos los existentes y en tantas otras guerras, a mirar
a las personas como objetos, que no son sujetos dignos ni mucho menos
portadores de algún derecho, y mientras los hombres y las mujeres se conciban
de esta forma, seguirá existiendo la posibilidad de este trato -tanto más cuanto ya
ha sucedido y superado sin la sanción correspondiente-, lo que no excluye la
opción de llegar a nuevos totalitarismos, y por tanto, de perpetuar lo ya conocido
como banalidad del mal.
Bibliografía

Arendt, H. (2003) "Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del


mal". Barcelona: Lumen.

También podría gustarte