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La nueva tecnología y la vida cotidiana

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Agnes Heller
3 ABR 1983
La pregunta sería: ¿Debemos dar por bueno el llamado progreso tecnológico, tal como se manifiesta en
la cultura actual? Y también: ¿Hasta qué punto exacto es la tecnología la que ha cambiado nuestra vida?
Es cierto, comienza la autora de este texto, que hasta los pasos más elementales de nuestro día tienen
algo que ver con los nuevos aparatos, y que éstos son ya inseparables partes de nuestro ecosistema.
Pero también es cierto, dice, que las relaciones entre los hombres actuales y sus máquinas sofisticadas
no se diferencian mucho de las que mantenían las generaciones anteriores con sus propios utensilios.
"La civilización humana puede permanecer fiel a principios antediluvianos en medio de los
vertiginosos cambios de la tecnología". La clave, señala, está en la naturalidad con que se aceptan y
utilizan, con que se está dentro de un sistema incapaz de garantizar la simple supervivencia de muchos,
y que en cambio encuentra su símbolo en la destrucción, en la bomba. Y es que, dice respondiendo ya a
las preguntas, los cambios, habidos en nuestras formas de vida no han sido dados por la tecnología,
sino por la democracia, en su sentido más amplio. Y no parece que sea posible -o, por lo menos, no
parece que sea del todo conveniente- dar marcha atrás, como recomiendan los ecologistas...
Corresponde entonces a la democracia participativa y cuestionadora, hacerse extensiva a los otros dos
aspectos que configuran la sociedad occidental: la industrialización y el capitalismo. Sólo así, dice,
ofreciendo ya soluciones concretas, será posible el desarrollo de tecnologías alternativas y múltiples,
capaces de restañar las heridas producidas por la tecnología sin perder las ventajas que tenemos en la
actualidad.

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Es evidente que la tecnología ha cambiado nuestra vida y que impregna además todos y cada uno de los
aspectos que la integran. Nacemos y morimos en hospitales. Hogar y educación, por un lado; hogar y
puesto de trabajo, por otro. Constantemente hemos de adquirir nuevos conocimientos y habilidades
para seguir el ritmo impuesto por el desarrollo tecnológico. Los medios de comunicación -Prensa, radio
y televisión- nos bombardean con más información de la que podemos utilizar. Incluso los procesos
más simples de la rutina diaria, como ir de compras, cocinar, lavar, etcétera, se ven alterados como
consecuencia de dicho desarrollo.Sin embargo, lo que a primera vista parece un cambio espectacular
puede no ser cambio alguno si se analiza con algo más de detenimiento. Si comparamos nuestra
relación con ese mundo de avances tecnológicos, veremos que no hay nada nuevo o inaudito en él. O,
para ser más precisos, que esa penetración en nuestras vidas no implica necesariamente un cambio en
nuestra conciencia respecto al mundo que nos rodea. El hecho de disponer de cocinas eléctricas es algo
que damos hoy por supuesto, igual que antaño, cocinar sobre una hoguera; cuando nos sentamos ante el
televisor lo hacemos con la misma naturalidad con que nestros antepasados se sentaban en tomo a sus
mayores para oír sus relatos. Los daños que un apagón general ocasiona en una ciudad moderna son
comparables a los que un huracán producía en las ciudades primitivas. No es la existencia de la
tecnología lo que nos induce a reflexionar sobre ella, a analizarla o intentar influir en ella.La
civilización humana puede permanecer fiel a principios antediluvianos en medio de los vertiginosos
cambios de la tecnología. Las ormas de vida premodemas y fundamentalistas no están necesariamente
reñidas con el confort. La tecnología moderna supone racionalización, pero no hace la vida más
racional, y mucho menos, más libre. El "desarrollo de las fuerzas de la producción" no nos acerca al
socialismo, como Marx suponía. Del mismo modo, tampoco son correctas las siniestras predicciones de
las utopías negativas, como la que Huxley formula en su obra Un mundo eliz. Ni al destino escrito en
las estrellas ni a los avances tecnológicos puede hacerse responsables de la manipulación de nuestras
vidas.

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En las últimas dos décadas, los movimientos ecologistas han comenzado a poner en tela de juicio la
viabilidad y racionalidad de la tendencia experimental de la tecnología más avanzada. En contraste con
las utopías negativas de tipo huxleyano, su principal preocupación ha sido desde el primer momento la
autodestrucción del hombre más que la amenaza de una manipulación total. Lo esencial de tales
movimientos no son sus proyectos o recomendaciones, algunos de los cuales son realmente absurdos o
rayanos en la locura. La solución no estriba en desenchufar los aparatos eléctricos ni en retornar a una
"forma de vida natural". La tecnología pertenece ya a nuestra ecoestructura y no podemos volverle
simplemente la espalda. Por otro lado, nuestro planeta está tan densamente poblado y el equilibrio de su
ecoestructura actual es tan frágil que cualquier cambio abrupto en la tecnología podría resultar fatal.
Repetimos, no son sus programas o sus recomendaciones los que han aupado los movimientos
ecologistas hasta el lugar donde se encuentran hoy día, sino su actitud crítica, que nos ha hecho
reflexionar sobre la tecnología, que nos ha inducido a plantearnos, entre otras cuestiones, si debemos
aceptar el desarrollo tecnológico como algo natural. Aunque las recomendaciones de los ecologistas no
nos sirvan de mucho en nuestra vida cotidiana, al menos podemos tomar conciencia de los problemas
que plantean.
El sentido del avance
Ciertamente, no es posible llevar una vida normal poniendo cuanto nos rodea en tela de juicio, lo que
no significa que debamos aceptarlo todo sin más. Éste es precisamente el rasgo más llamativo del
período histórico que llamamos modernidad. Aunque los cambios inherentes al desarrollo tecnológico
nos parezcan los más insólitos, los cambios fundamentales que ha experimentado nuestra forma de vida
no son consecuencia de la tecnología, sino de la democracia. Y cuando hablo de democracia no me
refiero solamente a las instituciones políticas, sino a la posibilidad de cuestionar determinadas normas
y costumbres de nuestra vida diaria. Podemos cuestionar, por ejemplo, la conveniencia de darlas por
sentado, podemos discutir si son beneficiosas o perjudiciales, justas o injustas, si debemos aceptarlas
tal como son o cambiarlas, o incluso rechazarlas. Las instituciones políticas de la democracia permiten
este tipo de preguntas y consideraciones. Los partidos socialistas van todavía un paso más allá, al
animar a la gente a formular preguntas de esta índole y a convertir las preocupaciones y necesidades de
la vida diaria en temas de interés público, y viceversa. Es preciso estimular a nuestros semejantes a
reflexionar sobre los cambios que la tecnología ha introducido en su forma de vida; sobre si éstos han
sido beneficiosos, con o sin condiciones, y bajo qué condiciones lo han sido, y si, por el contrario, han
resultado perjudiciales y en qué grado lo han sido. La idea de una vida mejor, de una vida plena de
significado, es el baremo con que deben medirse los efectos beneficiosos o perjudiciales de la
tecnología. No es necesario decir que, aunque por lo general no se tiene una idea muy clara de lo que
significa una vida mejor, sí se sabe en seguida si algo no funciona, si falta algo. Al mismo tiempo, los
aspectos problemáticos del desarrollo tecnológico a gran escala deben presentarse también a debate
público, a fin de mantener vivo el proceso de reflexión. El público necesita conocer perfectamente los
peligros incipientes de la tecnología moderna, lo mismo que los medios para prevenirlos. Solamente si
la población está bien informada podrá reflexionar con serenidad y adoptar decisiones racionales. El
problema que aquí se debate no es el desarrollo tecnológico como tal, del mismo modo que nadie en su
sano juicio daría su consentimiento al proyecto del crecimiento cero a la vista del empobrecimiento del
mundo. Más que el desarrollo tecnológico en su conjunto, lo que hay que cuestionar son algunos
aspectos particulares del mismo, así como su velocidad y su lógica interna. ¿Por qué se necesita un
desarrollo uniforme a lo largo y ancho de nuestro planeta? ¿Por qué no se desarrollan diferentes
tecnologías alternativas acordes con las necesidades específicas de una comunidad y su idea de una
vida mejor? ¿Por qué se da por bueno un determinado desarrollo tecnológico que no es capaz de
solucionar los problemas más elementales que acucian a la humanidad, tales como una alimentación
suficiente y una vivienda digna? ¿Qué priva a la mayoría de los seres humanos del placer de
desempeñar un trabajo gratificante? ¿Por qué se da por bueno algo que, por un lado, ha permitido
desarrollar aparatos altamente complejos capaces de mantener vivas a unas cuantas personas con ayuda
de corazones y riñones artificiales, mientras por otro se muestra impotente para salvar de la muerte a
millones de niños por falta de proteínas? ¿Por qué necesitamos un desarrollo tecnológico que ha
logrado los resultados más espectaculares en el campo del armamento? Esta última cuestión es quizá la
más obvia y la que todo el mundo entiende. Es difícil imaginar cómo la polución puede llegar a destruir
nuestro. ecosistema y con él la vida humana, pero no así cómo puede hacerlo una guerra nuclear. El
carácter contraproducente del progreso tecnológico está simbolizado por la bomba nuclear. Este
artilugio, que lleva implícita la destrucción total, es todo un símbolo: quien lo capte comprenderá que la
tecnología moderna se ha deslizado hacia la locura.
Tecnologías alternativas
Hay dos razones, en cierto modo interconectadas, que justifican plenamente la existencia de
tecnologías alternativas. Una es la prevención del desastre total, ya sea en una guerra nuclear o a través
de la destrucción pacífica de la humanidad. Otra, la creación de las condiciones necesarias para una
vida mejor, una vida con algún significado, para los habitantes de nuestro planeta. El objetivo final no
es crear una única forma de vida, sino una pluralidad de estilos de vida, cada uno de ellos con una
alternativa tecnológica adaptada a sus necesidades.
Ciertamente, es muy fácil esbozar soluciones en una hoja de papel; las dificultades comienzan cuando
se pretende llevarlas a la práctica. Si los seres humanos no se esfuerzan por cambiar sus vidas, éstas no
podrán cambiarse o si lo hacen no será para mejorar. Pero la gente no está preparada, en general, para
construir castillos en el aire, sino que necesita una base firme sobre la que fundamentar sus esfuerzos y,
por ello mismo, se ve abocada a aferrarse a las tendencias y posibilidades existentes. Está claro que las
tecnologías alternativas no pueden implantarse de un día para otro, como ya he señalado, pues de
hacerse así desembocaríamos en una catástrofe mucho más abrupta que la pacífica autodestrucción de
la humanidad, por la que, al parecer, nos hemos inclinado, y tan fatal como ésta. Y, lo que es más
importante, si en algún momento nos decidiéramos a desarrollar tecnologías alternativas, las iniciativas
deberán provenir también, aunque no de manera exclusiva, de quienes padecen injusticias -físicas o
mentales- en su vida diaria. Aquí radica la auténtica importancia de la autorreflexión sobre esa
tendencia a dar por bueno cuanto la tecnología moderna aporta a nuestra existencia. Y como la
tecnología no puede modificarse sin introducir cambios en el marco institucional, en la relación de
propiedad y en la forma de vida de nuestras sociedades, es preciso analizar, considerar y reconsiderar
todo el paquete en profundidad.
En el mundo occidental moderno hay tres aspectos, relativamente independientes, que fomentan el
desarrollo: la industrialización, el capitalismo y la democracia. Si la democracia logra imponerse a la
industrialización y al capitalismo, sometiéndolos a sus propias reglas de juego, y convertirse así en una
institución auténticamente global y con ello, en el marco de acción adecuado, existiría una oportunidad
real para el desarrollo de tecnologías alternativas y su posterior puesta en práctica. Ni los sueños sobre
el paraíso perdido ni los sueños sobre un paraíso a reconquistar, sino la participación general por
conseguir la radicalización de la democracia, lo que para mí es sinónimo de socialismo, puede restañar
las heridas infligidas por la moderna tecnología sin dañar las ventajas de que disfrutamos en la
actualidad. Nunca ha habido un paraíso sobre la Tierra y nunca lo habrá, pero todavía es posible dar a
nuestras vidas un auténtico significado si sabemos someter los avances tecnológicos a las necesidades y
valores de los seres humanos, a los prudentes procesos decisorios de los miembros de diferentes, pero
cooperantes, comunidades.
Agnes Heller es una de las principales representantes de la Escuela Marxista de Budapest. De 1955 a
1958 fue ayudante de György Lukacs. Apartada de la vida científica oficial por su disidencia con el
partido, es actualmente profesora de Sociología en la universidad de La Trobe (Australia). Sus obras
han sido traducidas al alemán, francés, inglés, italiano, etcétera. Al castellano se han traducido, entre
otros: Historia y vida cotidiana, El hombre del Renacimiento, Teoría de los sentimientos.

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