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Una vez analizados algunos de los instrumentos que hicieron posible la difusión de
las ideas ilustradas, resulta perentorio preguntarse por una cuestión que ha atraído la
atención de numerosos estudiosos: cuál sería la relación entre Ilustración y religión. Si se
tiene en cuenta el inmenso peso de las iglesias en las sociedades y las culturas europeas, no
causa sorpresa que la Ilustración fuese identificada como un movimiento secularizador. Y
es que la centralidad de las iglesias en el control del saber y la importancia de la que
gozaban los dogmas hacía imposible que un movimiento que proponía un cambio
significativo en la forma de construir y difundir el conocimiento no tuviese un
encontronazo con las religiones organizadas. Ahora bien, ello no implicaría –ni mucho
menos- que la Ilustración fuese esencialmente anti-religiosa, hecho que parece evidente si
tomamos en consideración que en las filas de sus adeptos abundaban los miembros del
clero. De hecho, la historiografía ha definido una suerte de “Ilustración católica” en la que
figurarían personajes como Ludovico Antonio Muratori (1672-1750), cura parroquial,
bibliotecario del duque de Módena y pionero de los estudios medievales. Como ilustrado,
Muratori defendía la necesidad de renovar la Iglesia –que debía reducir el número de
órdenes contemplativas y estimular los institutos religiosos con fines educativos,
asistenciales y sanitarios- y acabar con la intolerancia hacia aquéllos que eran tachados de
herejes. En su opinión, más que perseguirlos había que convencerlos, para lo que era
preciso fomentar la lectura de los textos sagrados –que debían editarse en las lenguas
vernáculas y no sólo en latín- y romper con las doctrinas y los rituales más artificiosos de
los ritos religiosos.
María de los Dolores López fue la última víctima de la Inquisición española (1781), aunque no fue hasta 1826
cuándo la ejecución de Cayetano Ripoll se convirtió en la última fundada en motivos religiosos. En este caso,
el organismo que encausó al maestro Ripoll fue la Junta de Fe de la Diócesis de Valencia (1826). Ahora bien,
como el órgano que ejecutó la sentencia fue la Audiencia de Valencia, que actuó sin autorización regia y era
una institución civil, la víctima fue ahorcada y su cadáver arrojado a una cuba en la que se pintaron llamas
que imitaban la hoguera inquisitorial.
Pese a la mejora del estatus jurídico de los judíos en la mayor parte de Europa, hubo excepciones con efectos
dramáticos. En las regiones occidentales de Rusia la zarina Catalina II creó las conocidas como “zonas de
asentamiento” (1791), regiones en que debían instalarse todos los judíos del Imperio. La concentración de la
población hebrea en áreas reducidas explica que, cuando en 1941 el Tercer Reich invadió Rusia, encontrase a
millones de judíos antes de llegar a las puertas de Moscú y Petrogrado.
Hasta la reforma de 1772, la Universidad de Coimbra (Portugal) sólo ofrecía cursos de Teología, Leyes y
Medicina. Posteriormente, el influjo de las ideas ilustradas condujo a que la oferta de este centro universitario
se ampliase. A partir de entonces fue posible cursar estudios de Filosofía y Matemáticas. Además, la reforma
obligó a todos los estudiantes de la universidad a cursar asignaturas relacionadas con las ciencias de la
naturaleza.
Aunque en términos demográficos el Antiguo Régimen no terminó hasta el siglo XIX, una de las
transformaciones que hizo posible este cambio surgió en el siglo XVIII. En 1796, Jenner demostró que, si se
infectaba a un humano con la viruela bovina, éste adquiría inmunidad frente a la temible viruela. Fue el
comienzo de la vacuna, inicialmente recibida con desconfianza, como demuestran las caricaturas en que las
personas vacunadas adquirían rasgos bovinos.
La Revolución acabó con la Ilustración: los ilustrados más radicales se convirtieron en revolucionarios y
aquéllos que temían a la Revolución se apartaron de los planteamientos ilustrados. Como se ve en este
grabado, la Revolución –aquí personificada en la guillotina- fue temida por amplios grupos sociales
Alcance y límites del parlamentarismo en el siglo XVIII: el caso de la Cámara
de los Comunes del Reino Unido
Tras la Revolución Gloriosa que puso término al reinado de Jacobo II, en 1689 se
publicó el Bill of Rights, un documento que establecía el marco en que se habían de
desarrollar las relaciones entre la Corona y el Parlamento. El nuevo monarca, Guillermo III
de Orange, fue obligado a firmar dicho compromiso antes de ocupar el trono. Entre muchas
otras cosas, el Bill of Rights establecía la separación del poder ejecutivo y el legislativo, la
necesidad de que los cambios impositivos gozasen de la aprobación del Parlamento y que la
prensa debía escapar al control de la corona. Ciertamente, el monarca podía vetar
cualquiera de las resoluciones del Parlamento, pero cómo éste aprobaba la fiscalidad, el
monarca estaba obligado a contar con las Cámaras para gobernar. Aún así, no conviene
exagerar el alcance de la Revolución Gloriosa, pues no implicó un cambio drástico en las
élites que guiaban los destinos del Reino Unido. Además, los cambios constitucionales
introducidos en las islas contaban con un precedente, el neerlandés. Ahora bien, pese a sus
límites –que comenzarán a ser referidos en el siguiente párrafo-, la implantación de un
sistema parlamentario convirtió al Reino Unido en una suerte de anomalía política en el
marco de un continente caracterizado por el auge del absolutismo.
Los historiadores más críticos con el parlamentarismo británico del siglo XVIII
también han apuntado que los dos grandes partidos –tories y whigs- carecían de un líder
nacional identificable, de una forma organizada de filiación e incluso de una ideología y un
programa definido que los dotase de coherencia. De hecho, la falta de institucionalización
de tories y whigs explicaría que, en muchos lugares, concurriesen a un mismo proceso
electoral varios candidatos de un mismo partido. Una vez más, esto es completamente
cierto, pero también lo es que, en los distritos en que la lucha electoral era más fiera, no fue
extraño que se estableciesen comités cuyo objetivo era reunir a los votantes, organizar su
viaje al lugar en que se depositaban los sufragios e incluso garantizar su entretenimiento.
De hecho, era habitual que los candidatos a diputado agasajasen a sus votantes con bebida e
incluso hospedaje, como bien revela el testimonio de John Chetwynd acerca de su campaña
electoral: “estoy medio muerto de beber, fumar y caminar por las calles a todas horas”.
Pese a las carencias del parlamentarismo, todo apunta a que en estas elecciones sí se
hacía visible la movilización del electorado, que participaba en actos festivos –tales como
la entrada triunfal de los candidatos a la ciudad en que se celebraban las elecciones- y
colaboraba en la decoración de sus poblaciones con motivos políticos. Además, aunque fue
un caso excepcional, la campaña de Charles James Fox (1790) sí tuvo una planificación
centralizada. Por tanto, aunque los límites del parlamentarismo fuesen significativos,
contribuyeron a una progresiva transformación de la figura del político. Ciertamente,
durante el siglo XVIII la principal fuerza social de la Cámara de los Comunes estaba
formada por hijos de Lores y miembros de la pequeña nobleza que consideraban la
experiencia como un paso previo a su ingreso en el Senado o se presentaban a las
elecciones para reforzar al linaje familiar. Pero el paso del tiempo provocó una progresiva
profesionalización de la política. Ésta se manifestó a través de la presencia en las Cámaras
de figuras que –como Tom Paine, Joseph Priestley o John Wilkes- hacían patente un
acercamiento vocacional a la función pública.
Desde tiempos inmemoriales, Old Sarum elegía un parlamentario que acudía a la Cámara de los Comunes.
Hacia 1800, aún seguía haciéndolo. Por aquél entonces sólo contaba con un electorado compuesto por 11
votantes, todos ellos terratenientes que no habitaban en el distrito. No eran pocas las ciudades que, con
decenas de miles de habitantes, también elegían un único diputado. Old Sarum es el ejemplo por antonomasia
de burgo podrido, concepto que se empleaba para hacer referencia a distritos que, debido al anquilosamiento
del mapa electoral, gozaban de una representatividad inmerecida.
La representatividad de la Cámara de los Comunes también se vio minada por la existencia de los burgos de
bolsillo. Con este término se denominaba a los distritos en que un gran terrateniente empleaba su influencia
para decidir quién triunfaría en las elecciones. Como el voto no era secreto, podía amenazar a aquéllos que
explotaban parte de sus tierras con expulsarles de ellas si no votaban por su candidato predilecto.
No fue hasta el siglo XIX –y en concreto hasta 1832- cuando se aprobó una ley (Reform Bill) que amplió de
forma tímida la representatividad de la Cámara de Comunes. En todo caso, la ampliación del sufragio fue un
proceso lento y progresivo que no se cerró hasta que en 1928 se aprobó el sufragio universal para todos los
hombres y mujeres mayores de 21 años del Reino Unido.
Los límites del parlamentarismo británico explican que, en términos generales, el sistema político sueco
llegase a ser el más representativo de la Europa del siglo XVIII. En todo caso, éste fue claramente superado
cuando, en 1792, se introdujo el sufragio universal masculino en la República francesa.