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La extensión de las ideas ilustradas y su impacto en intelectuales y príncipes.

Javier Esteve Martí

Como ya se apuntó en clase, muchas de las ideas ilustradas no eran precisamente


nuevas, pues más bien suponían reformulaciones de planteamientos de autores que, como
Newton, Locke, Descartes o Pufendorf, habían escrito el grueso de sus obras durante el
siglo XVII. En consecuencia, la verdadera novedad de la Ilustración residía en el alcance
del que gozaron las obras escritas por sus protagonistas. Y es que algunas de ellas –bien
fuese en su idioma original, bien fuese traducidas con o sin la autorización de su autor-
fueron leídas en la práctica totalidad del continente europeo y en buena parte de la América
colonial. De hecho, El Espíritu de las Leyes, obra de Montesquieu, fue citada en numerosas
ocasiones en la Cámara de los Comunes británica, al tiempo que podía encontrarse en
bibliotecas de San Petersburgo o Bratislava. Asimismo, La Enciclopedia editada por
Diderot y D’Alembert, pese a ser una obra voluminosa y cara, halló cobijo en bibliotecas
ubicadas en cada uno de los confines de Europa. Por tanto, puede afirmarse que la
Ilustración fue un fenómeno cultural marcadamente cosmopolita, sólo comprensible porque
Europa era un continente cada vez más interconectado.

En la difusión de las ideas ilustradas, que como ya se ha apuntado prendieron con


fuerza en las élites intelectuales de todo el continente, no sólo tuvo importancia la
circulación de libros: también tuvo un papel primordial el crecimiento de la prensa
periódica. Ésta encontró un contexto especialmente propicio en Reino Unido y las
Provincias Unidas, países en que el mayor grado de libertad de expresión permitió un
temprano desarrollo de la prensa política. De hecho, el británico The Daily Courant –
fundado en 1702 por la impresora y librera Elizabeth Mallet- puede ser considerado como
el primer diario europeo que disfrutó de una difusión de ámbito nacional. La prensa
europea, favorecida por un aumento de la alfabetización estimulado por la Ilustración y la
labor educativa de las iglesias, aumentó sus tiradas. Ahora bien, los cálculos actuales
sugieren que hacia 1760 en todo el Reino Unido –que ya contaba con algo más de siete
millones de habitantes- se vendían unos 30.000 periódicos diariamente. Aunque es probable
que la mayoría de ejemplares comercializados fuesen leídos por más de una persona, las
tiradas eran modestas, aunque sustancialmente mayores a las del resto de la Edad Moderna.
En todo caso, el más célebre instrumento de difusión de las ideas ilustradas fue la
Enciclopedia, sin lugar a dudas la obra más representativa de todo el siglo XVIII.
Ciertamente, el objetivo con el que se inició esta obra era modesto: se pretendía traducir y
reimprimir los dos volúmenes de la Chambers’ Encyclopedia publicada en Escocia en
1728. Pero el empuje de sus editores –Jean D’Alembert y Denis Diderot- implicó un
drástico cambio de rumbo que convirtió a la Enciclopedia en el proyecto editorial más
importante en siglos. No obstante, entre 1751 y 1772 se publicaron 17 volúmenes de texto y
11 tomos ilustrados a través de grabados. Además, las 72.000 entradas de las que se
componía la Enciclopedia fueron redactadas por más de 300 autores, circunstancia que
explica que el presupuesto de la obra se elevase a casi ocho millones de libras.

Pese a que durante sus primeros años de vida el número de suscriptores de la


Enciclopedia apenas alcanzó los cuatro millares, se estima que en 1789 –año en que
comenzó la Revolución francesa- se habían impreso y comercializado 25.000 colecciones
completas. Aunque cerca de una cuarta parte de las copias de la Enciclopedia pudieron
quedarse en París, el resto se vendió en las provincias francesas y en el extranjero.
Ciertamente, esta obra contenía errores y contradicciones, pero durante décadas fue el
compendio más completo del conocimiento humano. Además, la Enciclopedia se convirtió
en el principal vehículo de difusión de las ideas ilustradas, circunstancia que explica el
tortuoso camino que hubo de recorrer. Como varios artículos hacían burla de lo que sus
autores consideraban como supersticiones, la obra levantó las iras de los jesuitas y de la
curia romana. Aún peor: como ciertas entradas desafiaban las pretensiones absolutistas de
la monarquía francesa, con la excusa del inicio de la Guerra de los Siete Años (1754-1763)
se prohibió temporalmente la edición de la obra. A esa altura sólo se habían puesto a la
venta siete tomos de la Enciclopedia y la obra al completo hubiese corrido peligro de no ser
por la inestimable ayuda de Lamoignon Malesherbes, jurista que curiosamente trabajaba
para la censura real.

Una vez analizados algunos de los instrumentos que hicieron posible la difusión de
las ideas ilustradas, resulta perentorio preguntarse por una cuestión que ha atraído la
atención de numerosos estudiosos: cuál sería la relación entre Ilustración y religión. Si se
tiene en cuenta el inmenso peso de las iglesias en las sociedades y las culturas europeas, no
causa sorpresa que la Ilustración fuese identificada como un movimiento secularizador. Y
es que la centralidad de las iglesias en el control del saber y la importancia de la que
gozaban los dogmas hacía imposible que un movimiento que proponía un cambio
significativo en la forma de construir y difundir el conocimiento no tuviese un
encontronazo con las religiones organizadas. Ahora bien, ello no implicaría –ni mucho
menos- que la Ilustración fuese esencialmente anti-religiosa, hecho que parece evidente si
tomamos en consideración que en las filas de sus adeptos abundaban los miembros del
clero. De hecho, la historiografía ha definido una suerte de “Ilustración católica” en la que
figurarían personajes como Ludovico Antonio Muratori (1672-1750), cura parroquial,
bibliotecario del duque de Módena y pionero de los estudios medievales. Como ilustrado,
Muratori defendía la necesidad de renovar la Iglesia –que debía reducir el número de
órdenes contemplativas y estimular los institutos religiosos con fines educativos,
asistenciales y sanitarios- y acabar con la intolerancia hacia aquéllos que eran tachados de
herejes. En su opinión, más que perseguirlos había que convencerlos, para lo que era
preciso fomentar la lectura de los textos sagrados –que debían editarse en las lenguas
vernáculas y no sólo en latín- y romper con las doctrinas y los rituales más artificiosos de
los ritos religiosos.

La parte de la historiografía más entusiasmada con la idea de una “Ilustración


católica” ha señalado que uno de los amigos de Muratori, el papa Benedicto XIV (1740-
1758), podría ser considerado como un “pontífice ilustrado”. Ciertamente, este clérigo fue
célebre por su amplia cultura, por tomar bajo su protección a científicos e ilustrados de
renombre, por mantener relación postal con intelectuales de la talla de Voltaire e incluso
por eliminar del Índice de Libros Prohibidos la principal obra de Nicolás Copérnico: De
revolitionibus orbium coelestium. Ahora bien, sería un error exagerar el alcance del
pontificado de Benedicto XIV porque fuese o no fuese un papa culto y confiase o no en la
Ilustración, lo cierto es que bajo su gobierno no se produjeron cambios sustanciales en la
Iglesia católica. Para concluir con este somero análisis de la relación entre religión e
Ilustración cabe recordar que la mayoría de los filósofos ilustrados no se decantó por el
ateísmo –aunque hubo excepciones, como la de Paul Henri Holbach-, sino por una
religiosidad racional y no providencialista como la de Gregorio Mayans. Eso sí, aumentó de
forma significativa el número de intelectuales que se definían como agnósticos (David
Hume) o deístas más (Voltaire) o menos (Rousseau) radicales.
La Ilustración, como gran fenómeno cultural del siglo XVIII, no sólo se relacionó
con la religión: también lo hizo con la más extendida de las formas de gobierno. Es decir,
con el absolutismo. Así nació el concepto “despotismo ilustrado”, acuñado en el siglo XIX
por historiadores alemanes que querían hacer patente la confluencia del absolutismo
monárquico y de la filosofía ilustrada entre 1740 –año en que se produjo la entronización
de Federico II- y 1789. La suma de las ideas hobbesianas –de acuerdo con los cuáles el
poder no tenía origen divino, sino una fundamentación contractual-, de las teorías
maquiavélicas –según las cuales el monarca era el primer servidor del Estado- y de los
principios ilustrados condujo a establecer que la primera finalidad del Estado era garantizar
la felicidad del pueblo. En base a ello, el despotismo ilustrado puso en marcha numerosas
reformas que, supuestamente, tenían por principal meta el beneficio del pueblo. Ahora bien,
puesto que nunca se reconoció que éste tuviese capacidad para influir en la política estatal,
parte de la historiografía ha ironizado acerca del repentino interés de las monarquías
absolutas por el bienestar público. Para esta historiografía el verdadero objetivo del
reformismo ilustrado, que orientó la reglamentación de la economía y la puesta en marcha
de medidas relacionadas con la higiene, la sanidad o la educación, no fue otro que aumentar
la masa impositiva y el volumen de población apta para el servicio militar.

Esta misma historiografía ha apuntado que el proyecto reformista de los regímenes


despóticos supuso un intento de transformar las caducas estructuras del Antiguo Régimen
con el fin de garantizar su supervivencia. De ser cierto, el despotismo ilustrado fracasó: la
Ilustración contribuyó, consciente o inconscientemente, a la caída del absolutismo. La
principal causa reside en que, en el largo plazo, la despersonalización del Estado socavó su
concepción patrimonial. A la postre, repensar cuál era el papel del príncipe y por qué él era
la persona más capacitada para ejercer el gobierno puso en entredicho la misma continuidad
de la monarquía. Aún más, el proceso terminó con la propia Ilustración, pues ésta vio cómo
–ante los eventos de final de siglo- una parte de sus partidarios se radicalizaba y otra
renunciaba a sus viejas ideas por miedo a la Revolución. En todo caso, pese a que la
difusión de las ideas ilustradas pudiera tener efectos no deseados en el largo plazo, el
periodo de esplendor de la Ilustración fue una era dominada por el absolutismo. De hecho,
fue durante el periodo culminante de la Ilustración cuando algunos príncipes gozaron de tal
concentración de poder que les permitió afrontar proyectos tan ambiciosos como
largamente anhelados.

Éste sería el caso de la unificación de los cuerpos jurídicos y de los sistemas


normativos, del reforzamiento de la administración real sobre las corporaciones señoriales o
del control de las iglesias nacionales o regalismo. Al respecto de esto último, en la segunda
mitad del XVIII algunos monarcas ejecutaron medidas regalistas que bien podríamos
calificar como extremas. Así, el emperador José II no solamente decretó la libertad de
cultos mediante la Patente de Tolerancia (1781), sino que disolvió las cofradías, clausuró
cerca de la mitad de los monasterios católicos y fundó seminarios generales cuya gestión
dependía del Estado. Nada sorprendente, al fin y al cabo, pues este príncipe era partidario
de convertir los asuntos eclesiásticos en materia administrativa y, por tanto, en materia
reformable. Aún así, la mayor intromisión de los gobernantes ilustrados en la política
eclesiástica tuvo que ver con la disolución de la Compañía de Jesús. Inicialmente los
jesuitas fueron expulsados de Portugal –país en que la política colonial de esta orden era
vista como un freno al desarrollo del absolutismo- en 1759. Poco después la Compañía fue
prohibida en Francia (1762) y los dominios hispánicos (1767). La disolución de la orden
sólo llegó cuando en 1773 Clemente XIV hizo pública la bula Dominus ac Redemptor.

Más allá de la expulsión de los jesuitas, a los que se arrebataron bienes y


competencias –principalmente la educativa, asumida por unos estados que comenzaron a
dar forma a sistemas educativos nacionales-, los déspotas ilustrados practicaron políticas
regalistas cuya meta era desamortizar los bienes de las órdenes contemplativas y elevar la
presión fiscal sobre la Iglesia. Respecto al primero de los casos, estas medidas fueron
aplicada en el Portugal de José I y en la Austria de José II. Por su parte, en la España
borbónica se implantaron o generalizaron impuestos que, como el “Equivalente” en el
antiguo Reino de Valencia, afectaban a los bienes eclesiásticos. Aunque las medidas a las
que se ha hecho referencia hasta el momento no parecen tener más meta que aumentar los
recursos hacendísticos de los estados absolutos, hay que reconocer que la intromisión de
filósofos y déspotas ilustrados en los asuntos eclesiásticos sí tuvo efectos netamente
positivos. Y es que ésta contribuyó a reducir la intolerancia religiosa y a relajar la
persecución de la magia, la brujería e incluso el vampirismo. En consecuencia, durante la
segunda mitad del siglo XVIII se produjo una significativa disminución del número de
personas ejecutadas por motivos religiosos.

Imbuidos de ideas ilustradas, los monarcas absolutos que gobernaron durante la


segunda mitad del siglo XVIII fueron proclives a instaurar políticas tolerantes con la
diversidad religiosa. Así, en 1788 Luis XVI devolvió a los calvinistas de origen francés –
los célebres hugonotes- la ciudadanía que habían perdido con el Edicto de Nantes (1685).
Por otra parte, cuando Federico II de Prusia –reino mayoritariamente luterano- anexionó la
región de Silesia –que contaba con una importante población católica- no sólo aceptó la
religión de sus nuevos súbditos, sino que fomentó la construcción de un templo católico en
Berlín, la capital de su reino. Especialmente sintomática del avance de la tolerancia
religiosa fue la relativa variación del estatus de los judíos en algunos estados absolutos. En
Austria, José II eliminó buena parte de las restricciones a las libertades civiles que sufría la
población de origen hebreo y en Portugal se abolió la distinción jurídica entre los cristianos
viejos y los cristianos nuevos.

Como ya se ha apuntado, los monarcas ilustrados –bien fuese por preocupación


genuina, bien fuese por comprobar que solamente las personas sanas podían unirse al
ejército, contribuir al crecimiento económico y pagar impuestos- también promovieron
reformas en el campo de la salud y la higiene. Así, comenzaron a generalizarse los decretos
que trasladaban los cementerios fuera de las ciudades y se implementaron mejoras en el
alcantarillado, la pavimentación y la limpieza de las calles. Los déspotas ilustrados incluso
llegaron a enfrentar, aunque con límites más que evidentes, el grave problema de la
pobreza. A tal fin, fundaron asilos de pobres que, en muchas ocasiones, se establecieron en
edificios que los príncipes habían expropiado a órdenes contemplativas. En otro plano –el
de la educación- cabe destacar la creación y renovación de instituciones dedicadas a la
enseñanza secundaria. También en este caso algunas de las reformas no tenían otro objetivo
que mejorar el funcionamiento del Estado absoluto, pues los príncipes ilustrados
establecieron centros educativos especiales para funcionarios y militares, tales como la
École Militaire creada por Luis XV o el Theresianum de María Teresa de Austria.

En el mundo rural también se produjeron importantes reformas, aunque actualmente


se cuestiona si tenían por finalidad aumentar el bienestar social o solamente perseguían un
incremento de la producción agraria. La duda es razonable, pues los tratados de los
fisiócratas reconocían la importancia de expandir las rentas fiscales pero también estaban
impregnados de un léxico ilustrado que hacía hincapié en la importancia del bienestar
público. Por su impacto pueden destacarse reformas como las que abolieron la servidumbre
en las propiedades dinásticas de Federico II o las que acabaron con la servidumbre en todo
el Sacro Imperio. También fue importante la abolición de las escasas prestaciones
personales que aún persistían en Francia o la desamortización de tierras comunales y
baldías en España y el Gran Ducado de la Toscana. Ahora bien, este último caso es, tal vez,
uno de los más significativos de cómo las reformas no necesariamente buscaban un
incremento de la felicidad popular, sino un aumento de la producción agraria. No obstante,
las tierras desamortizadas no se repartieron: fueron vendidas. Y debido a su mayor poder
adquisitivo, muchas de las propiedades puestas a la venta fueron a parar a manos de los
mismos burócratas que habían participado en su desamortización.

También se orquestaron políticas orientadas al fomento de la industria y el


comercio. En este caso, el interés de las monarquías en expandir sus recursos económicos
resulta más que evidente. En el campo de la industria, los estados absolutos fomentaron la
construcción de polos industriales controlados por la monarquía, aunque lo cierto es que las
fábricas reales acostumbraron a ser modestas y poco competitivas. Además, muchas de las
industrias estatales no manifestaban demasiada preocupación por el bienestar de los
trabajadores. A modo de ejemplo, la fuerza laboral de las industrias siderúrgicas que la
monarquía zarista construyó en la región de los Urales estaba mayoritariamente compuesta
por obreros-siervos. Mayores efectos económicos tuvieron las reformas orientadas a
estimular el comercio. En este sentido, los estados despóticos impulsaron el desarrollo de la
red viaria, favorecieron la fundación de bancos y liberalizaron el comercio, incluido aquél
que provenía de las colonias. Ahora bien, estas políticas estatales tuvieron ciertos defectos e
incluso, resultados adversos. En el orden de los primeros, las redes viarias promovidas por
las monarquías despóticas adolecieron de un diseño marcadamente centralista. En cuanto a
los efectos adversos, la abolición de las tasas al tráfico comercial significó el fin de medidas
que, en realidad, protegían a los consumidores. Éste sería el caso de la prohibición de
exportar granos.
En el plano hacendístico, el deseo de ampliar el volumen de ingresos de los Estados
ilustrados condujo a la elaboración de catastros cuyo objetivo era mejorar el conocimiento
del reino y de los recursos fiscales con que podía contar la monarquía. Asimismo, hubo
intentos de racionalizar el sistema fiscal a través del establecimiento de gravámenes
proporcionales. Ahora bien, puesto que estas osadas políticas fiscales chocaban con los
privilegios de la nobleza y el clero –que habitualmente se distinguían por su inmunidad
tributaria- suscitaron una gran resistencia por parte de los estamentos privilegiados y de
forma habitual, fracasaron. Por último, una de las grandes transformaciones promovidas por
la Ilustración se produjo en el ámbito del reconocimiento de los derechos individuales. En
esta línea, las reformas judiciales no sólo estandarizaron el sistema jurídico, sino que
equipararon a los individuos, que durante todo el Antiguo Régimen habían estado
sometidos a diferencias en relación a qué tribunales les juzgaban y qué penas podían
esperar por un mismo delito. Especialmente importantes fueron el Código toscano
promulgado por el gran duque Leopoldo (1786) y el Código General prusiano (1794).
Ambos comenzaron a andar la senda que había de conducir a los súbditos a convertirse en
ciudadanos, aunque el principio de igualdad legal no se convirtió en una realidad hasta la
aprobación de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano (1789) y la
abolición de la nobleza (1790), fenómenos que no se dieron hasta la Revolución francesa.
En el grabado puede verse a Federico II y Voltaire. Entre príncipes e intelectuales se estableció una relación
simbiótica, pues los soberanos se beneficiaban de la legitimación política que les otorgaban los filósofos y a
cambio éstos se veían favorecidos por el patrocinio de los déspotas ilustrados. Ahora bien, estas relaciones
personales tuvieron efectos limitada, pues las ideas de algunos intelectuales, que creían que los monarcas y
sus crecientes burocracias se pondrían al servicio de los ideales ilustrados, nunca se cumplió.

María de los Dolores López fue la última víctima de la Inquisición española (1781), aunque no fue hasta 1826
cuándo la ejecución de Cayetano Ripoll se convirtió en la última fundada en motivos religiosos. En este caso,
el organismo que encausó al maestro Ripoll fue la Junta de Fe de la Diócesis de Valencia (1826). Ahora bien,
como el órgano que ejecutó la sentencia fue la Audiencia de Valencia, que actuó sin autorización regia y era
una institución civil, la víctima fue ahorcada y su cadáver arrojado a una cuba en la que se pintaron llamas
que imitaban la hoguera inquisitorial.
Pese a la mejora del estatus jurídico de los judíos en la mayor parte de Europa, hubo excepciones con efectos
dramáticos. En las regiones occidentales de Rusia la zarina Catalina II creó las conocidas como “zonas de
asentamiento” (1791), regiones en que debían instalarse todos los judíos del Imperio. La concentración de la
población hebrea en áreas reducidas explica que, cuando en 1941 el Tercer Reich invadió Rusia, encontrase a
millones de judíos antes de llegar a las puertas de Moscú y Petrogrado.

Hasta la reforma de 1772, la Universidad de Coimbra (Portugal) sólo ofrecía cursos de Teología, Leyes y
Medicina. Posteriormente, el influjo de las ideas ilustradas condujo a que la oferta de este centro universitario
se ampliase. A partir de entonces fue posible cursar estudios de Filosofía y Matemáticas. Además, la reforma
obligó a todos los estudiantes de la universidad a cursar asignaturas relacionadas con las ciencias de la
naturaleza.
Aunque en términos demográficos el Antiguo Régimen no terminó hasta el siglo XIX, una de las
transformaciones que hizo posible este cambio surgió en el siglo XVIII. En 1796, Jenner demostró que, si se
infectaba a un humano con la viruela bovina, éste adquiría inmunidad frente a la temible viruela. Fue el
comienzo de la vacuna, inicialmente recibida con desconfianza, como demuestran las caricaturas en que las
personas vacunadas adquirían rasgos bovinos.

La Revolución acabó con la Ilustración: los ilustrados más radicales se convirtieron en revolucionarios y
aquéllos que temían a la Revolución se apartaron de los planteamientos ilustrados. Como se ve en este
grabado, la Revolución –aquí personificada en la guillotina- fue temida por amplios grupos sociales
Alcance y límites del parlamentarismo en el siglo XVIII: el caso de la Cámara
de los Comunes del Reino Unido

Javier Esteve Martí

Tras la Revolución Gloriosa que puso término al reinado de Jacobo II, en 1689 se
publicó el Bill of Rights, un documento que establecía el marco en que se habían de
desarrollar las relaciones entre la Corona y el Parlamento. El nuevo monarca, Guillermo III
de Orange, fue obligado a firmar dicho compromiso antes de ocupar el trono. Entre muchas
otras cosas, el Bill of Rights establecía la separación del poder ejecutivo y el legislativo, la
necesidad de que los cambios impositivos gozasen de la aprobación del Parlamento y que la
prensa debía escapar al control de la corona. Ciertamente, el monarca podía vetar
cualquiera de las resoluciones del Parlamento, pero cómo éste aprobaba la fiscalidad, el
monarca estaba obligado a contar con las Cámaras para gobernar. Aún así, no conviene
exagerar el alcance de la Revolución Gloriosa, pues no implicó un cambio drástico en las
élites que guiaban los destinos del Reino Unido. Además, los cambios constitucionales
introducidos en las islas contaban con un precedente, el neerlandés. Ahora bien, pese a sus
límites –que comenzarán a ser referidos en el siguiente párrafo-, la implantación de un
sistema parlamentario convirtió al Reino Unido en una suerte de anomalía política en el
marco de un continente caracterizado por el auge del absolutismo.

En cuanto a los límites del parlamentarismo británico, el más evidente residía en el


mantenimiento de una cámara cuya naturaleza no era representativa, sino hereditaria: la
Cámara de los Lores. Otro límite fundamental tenía que ver con el establecimiento de un
sufragio marcadamente censitario. Las condiciones de voto variaban dependiendo de los
distritos, pero en general el derecho a voto estaba restringido a hombres de más de 21 años
de edad que poseían propiedades de cierta valía. La importancia asignada a la propiedad era
tal que las personas que tenían propiedades en varios distritos electorales podían votar en
cada uno de ellos. Fruto de la concentración de la propiedad, se estima que hacia 1780 sólo
214.000 varones de Inglaterra y Gales tenían derecho a sufragio. Y hay que tener en cuenta
que la población de ambos territorios ya rondaba los 8 millones de habitantes. Peor aún: en
Escocia –país para el que no hay datos fiables hasta 1831- sólo se emitían 4.500 votos, una
cantidad ridícula si se tiene en cuenta que ya contaba con más de 2 millones y medio de
habitaban. Por otro lado, hasta el siglo XIX fue habitual que los miembros de las minorías
religiosas del Reino Unido –entre las que debe contarse la católica y la protestante no
anglicana- no pudiesen ejercer el sufragio.

En otro orden de cosas, también contribuyeron a reducir la representatividad de la


Cámara de los Comunes el anquilosamiento del mapa electoral y la existencia de los
conocidos como burgos podridos o de bolsillo. En cuanto al primero de ambos fenómenos,
la perpetuación de un mapa electoral invariable –que se remontaba a la Edad Media- dejó
sin representación a ciudades en franco crecimiento debido a la industrialización. De hecho,
ciudades industriales tan prósperas como Manchester, Birmingham y Leeds no contaron
con ningún representante en el Parlamento durante buena parte del siglo XVIII. Por otro
lado, se estima que una quinta parte de los escaños de la Cámara de los Comunes era
designada por los propietarios sin que, en la práctica, se produjese un verdadero proceso
electoral. De hecho, existen casos tan significativos como el de New Shoreham, distrito en
el que, en la década de 1770, los propietarios locales se reunían en una asociación –el
Christian Club- que subastaba la representación de la circunscripción al mejor postor.

En atención a todo lo anterior, el Reino Unido ha sido caracterizado como un lugar


en que el parlamentarismo estaría marcado por la corrupción y el patronazgo. Aunque esto
es cierto, otros autores han recordado que no todos los escaños se compraban. De hecho, en
las ciudades esto era poco habitual. Allí los votantes esperaban que los candidatos les
tratasen con respeto y atención e incluso podían impugnar al vencedor si consideraban que
éste había incumplido sus promesas. Además, en ciudades como Bristol, Leicester,
Norwich o Londres, el número de electores era sustancialmente más amplio que en el resto
del país, pues la mayoría de los hombres que eran propietarios de un inmueble tenían
derecho a voto. Y lo cierto es que, como quedaría demostrado durante buena parte del siglo
XIX y en las primeras décadas del siglo XX, la mejor garantía para evitar que los resultados
electorales se ciñesen a los intereses de las élites era que el número de electores fuese
elevado.

Los historiadores más críticos con el parlamentarismo británico del siglo XVIII
también han apuntado que los dos grandes partidos –tories y whigs- carecían de un líder
nacional identificable, de una forma organizada de filiación e incluso de una ideología y un
programa definido que los dotase de coherencia. De hecho, la falta de institucionalización
de tories y whigs explicaría que, en muchos lugares, concurriesen a un mismo proceso
electoral varios candidatos de un mismo partido. Una vez más, esto es completamente
cierto, pero también lo es que, en los distritos en que la lucha electoral era más fiera, no fue
extraño que se estableciesen comités cuyo objetivo era reunir a los votantes, organizar su
viaje al lugar en que se depositaban los sufragios e incluso garantizar su entretenimiento.
De hecho, era habitual que los candidatos a diputado agasajasen a sus votantes con bebida e
incluso hospedaje, como bien revela el testimonio de John Chetwynd acerca de su campaña
electoral: “estoy medio muerto de beber, fumar y caminar por las calles a todas horas”.

Pese a las carencias del parlamentarismo, todo apunta a que en estas elecciones sí se
hacía visible la movilización del electorado, que participaba en actos festivos –tales como
la entrada triunfal de los candidatos a la ciudad en que se celebraban las elecciones- y
colaboraba en la decoración de sus poblaciones con motivos políticos. Además, aunque fue
un caso excepcional, la campaña de Charles James Fox (1790) sí tuvo una planificación
centralizada. Por tanto, aunque los límites del parlamentarismo fuesen significativos,
contribuyeron a una progresiva transformación de la figura del político. Ciertamente,
durante el siglo XVIII la principal fuerza social de la Cámara de los Comunes estaba
formada por hijos de Lores y miembros de la pequeña nobleza que consideraban la
experiencia como un paso previo a su ingreso en el Senado o se presentaban a las
elecciones para reforzar al linaje familiar. Pero el paso del tiempo provocó una progresiva
profesionalización de la política. Ésta se manifestó a través de la presencia en las Cámaras
de figuras que –como Tom Paine, Joseph Priestley o John Wilkes- hacían patente un
acercamiento vocacional a la función pública.
Desde tiempos inmemoriales, Old Sarum elegía un parlamentario que acudía a la Cámara de los Comunes.
Hacia 1800, aún seguía haciéndolo. Por aquél entonces sólo contaba con un electorado compuesto por 11
votantes, todos ellos terratenientes que no habitaban en el distrito. No eran pocas las ciudades que, con
decenas de miles de habitantes, también elegían un único diputado. Old Sarum es el ejemplo por antonomasia
de burgo podrido, concepto que se empleaba para hacer referencia a distritos que, debido al anquilosamiento
del mapa electoral, gozaban de una representatividad inmerecida.

La representatividad de la Cámara de los Comunes también se vio minada por la existencia de los burgos de
bolsillo. Con este término se denominaba a los distritos en que un gran terrateniente empleaba su influencia
para decidir quién triunfaría en las elecciones. Como el voto no era secreto, podía amenazar a aquéllos que
explotaban parte de sus tierras con expulsarles de ellas si no votaban por su candidato predilecto.
No fue hasta el siglo XIX –y en concreto hasta 1832- cuando se aprobó una ley (Reform Bill) que amplió de
forma tímida la representatividad de la Cámara de Comunes. En todo caso, la ampliación del sufragio fue un
proceso lento y progresivo que no se cerró hasta que en 1928 se aprobó el sufragio universal para todos los
hombres y mujeres mayores de 21 años del Reino Unido.

Los límites del parlamentarismo británico explican que, en términos generales, el sistema político sueco
llegase a ser el más representativo de la Europa del siglo XVIII. En todo caso, éste fue claramente superado
cuando, en 1792, se introdujo el sufragio universal masculino en la República francesa.

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