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UNA VISITA AL INFIERNO

SUPONE GENERALMENTE el vulgo, y aun gente docta y discreta, que para ir al infierno no hay más
que ser malo y cometer una larga serie de disparates. Pero esto no pasa de ser una cándida simpleza de
nuestra vanidad. Para ir al infierno es preciso tener muy altos merecimientos, poseer muchos títulos y
haber hecho grandes cosas. Sin embargo, no creo que sea esto razón para que los tontos y los zánganos
se alegren, diciendo: “Si no van para el infierno aquellos que constituyen la admiración y el orgullo de
la humanidad, ¿cómo hemos de merecerlo nosotros, que nunca fuimos orgullo ni admiración de nadie?
Alabado, por tanto, sea Dios, que puso en nuestros corazones la humildad y la insignificancia,
abriéndonos así en la penumbra de la vida el camino de la eterna claridad”. Mejor sería que pensárais,
pobres almas, y así andaríais menos mohínas, en la hora de vuestra muerte, que si tan grandes cosas
hay que obrar para merecerse el infierno, ¡cuánto mayores habrán de ser las que
puedan ganarnos el cielo!
Cuanto a mí, trabajo me costó franquear la puerta del infierno, y hube de valerme de mil juramentos y
argucias para persuadir a los que la guardaban de que yo no aspiraba a permanecer largo tiempo en sus
dominios, ni mucho menos a radicarme en ellos. Tanto celo me causó extrañeza, porque yo venía
pensando que las puertas del infierno estaban abiertas para el mundo entero, y más para
nosotros los habitantes de la tierra. La aparición de un hombre –pensaba– seguramente será allá un
suceso extraordinario, y aun no será tan difícil que me tomen por algún semidios. Y de tal modo
arraigada estaba en mí esta creencia, que en diversas ocasiones pugné por revolverme, no conociendo
la conducta que en presencia de semidioses observan los diablos.
Vamos –me dije al fin– si tratan de hacerme daño yo les convenceré de que no soy más que un mortal.
Y con gran desenfado, aunque ya con malicia por hallarla cerrada, llamé a la puerta. Tardaron bastante
en abrirme, y secamente me preguntaron después qué deseaba, lo cual me dio a entender que no me
tomaban por semidios alguno, y desde luego me creí excusado de persuadirles de una cosa que parecía
ser tan notoria. Peroré entonces largamente para exponerles mis intenciones, que no eran otras –les
dije– que conocer aquella bellísima comarca, para combatir luego en la tierra la idea tan falsa que de
ella se tenía. No me demostraron la menor gratitud ni me dieron las gracias por tanta bondad, pero
inmediatamente el paso quedó libre delante de mí, y entré, muy complacido por mi elocuente discurso,
bien que después, reflexionando sobre esta aventura, me vi en la necesidad de confesarme que lo que
más me valió semejante permiso no fue precisamente lo bien sino lo mal que hablé, y que en los ojos
de los diablos hubiera podido leer muy bien con menos vanidad un pensamiento irónico.
Apenas había dado algunos pasos cuando hallé en mitad de mi camino un sillón grande y negro.
Pensé primeramente echarme en él a descansar del viaje, que había sido largo y monótono, pero luego
me di a reflexionar si no sería aquello un demonio con apariencia de silla. El más ligero examen, sin
embargo, bastó para quedar convencido de que, aun siendo demonio, era sumamente difícil, si no
imposible, volverse silla con tanta naturalidad y circunspección. Caso que en realidad fuese un demo-
nio, y me sintiese sentado en su lomo –pensé–, mi error, lejos de enojarle, seguramente le halagaría, y
se pondría muy orgulloso pensando hacer muy bien su papel de silla. Con este razonamiento volvió la
calma a mi espíritu y a poco, sin saber cómo, dormía ya profundamente en la silla.
No sé cuánto tiempo duró este sueño, mas lo cierto es que de pronto experimenté una violenta sacudida
y, despertándome, quedé otra vez como adormecido y lelo ante la vista de la tremenda realidad...
¿Cómo medir la magnitud de mi desgracia? ¿A qué cosa compararla? ¡Ah! ¡Tan sólo con la misma
rapidez con que, durante mi sueño, había echado a andar aquella maldita silla en que me hallaba, y que
ahora, a cada segundo que pasaba, parecía ir adquiriendo mayor velocidad! ¡Terrible era ciertamente el
trance! ¿Qué hacer? Indignarme contra la silla por su estupenda hipocresía y aparente mansedumbre,
fuera pasatiempo o cosa infernal su movimiento, era harto peligroso y difícil. ¿Y cómo, por otra parte,
sentado en ella en tan pacífica actitud, manifestarle convenientemente mi enojo y mi indignación?
Pensándolo mejor, resolví más bien dirigirle a la silla algunas palabras amistosas, y le dije con voz
insinuante y suave.
—Señor, ¿por qué se da usted tanta prisa?
Mas entonces –¡oh, infinita misericordia de Dios!– oí totalmente embargado por la emoción, la
salutífera voz de un demonio que también venía sentado en la silla y en quien no reparé yo hasta aquel
momento.
—Caballero –murmuraba dulcemente a mi lado aquella voz del
cielo– usted se equivoca, no llevamos mayor prisa.
—Pero, ¿en qué vamos, diga usted; qué es esto?
Guardó silencio el diablo, y su silencio me pareció una eternidad, al cabo del cual dijo, cambiando su
asombro en sonrisa:
—¿Conque no sabe usted qué es esto?
—¡Dígalo usted pronto, por favor! –clamé yo con voz compungida.
Y el diablo soltando una estridente carcajada, exclamó:
—No se preocupe usted, buen hombre. ¡Es el ascensor!
Sus elocuentes palabras desvanecieron como por ensalmo mi espanto. Y aquel diablillo tan amable me
hizo incontinenti una revelación extraordinaria. ¡Tan alto grado de civilización había alcanzado, que el
infierno había venido a ser de varios pisos, rascacielos, conviniendo muchos gramáticos infernales en
pluralizar su nombre!
En aquel momento una gran claridad lo invadió todo y yo, cerrando y abriendo tontamente los ojos,
sentí ponérseme de punta los cabellos al ver por primera vez la antiquísima y célebre luz de los
infiernos.
Pero el diablo, siempre solícito, acudió en mi socorro.
—Es la luz eléctrica –me dijo–. Y añadió, procurando disimular mi aturdimiento.
—Vengo de mi trabajo. Un gran bazar donde encontrará usted todo.
¿Necesita usted algo? ¿Es usted viajante de comercio?
—No, señor.
—¿Qué opinión tiene usted del infierno?
—¡Es admirable!
—¡Oh! No tanto; exagera usted. ¿Cómo es la tierra? ¿Moderna y
cosmopolita como el infierno?
—¿Cosmopolita el infierno? Dispense usted caballero, pero más bien sospecho que no se mira aquí con
cariño a los extranjeros; se nos dificulta mucho la entrada.
—¡Oh! no, de ningún modo, se equivoca usted. Aquellas gentes que vengan a radicarse aquí, sí habrán
de ser, ciertamente por muchos títulos, acreedoras al derecho de residencia en el infierno; pero las
puertas de éste estarán siempre abiertas de par en par, sin ningún requisito para aquéllas como usted,
que vienen de tránsito no más, de paseo o en asuntos de negocios.
—La verdad, caballero, trabajo me costó franquear la puerta y tuve que valerme de mi bastón para
llamar y hacerme oír.
—¡No diga usted eso, por favor! –exclamó el diablo impaciente–.
¡No lo repita usted, caballero! ¡Estropear su lindo bastón! ¡Qué tontería! Ja... Ja... Ja... ¡Pero si no tocó
usted el timbre!...
Esta maligna carcajada del diablo hirió como un pinchazo mi sensibilidad y me hizo experimentar
cierto disgusto contra aquel que hasta entonces había sido tan indulgente conmigo.
Hoy en día, sin embargo, juzgando los hechos al través del tiempo y la distancia, comprendo que sólo
motivos de reconocimiento puedo tener para con tan excelente sujeto, porque aun esta misma carcajada
que en el momento me hirió, luego, despertando mi malicia, me sirvió para no cometer más yerros
durante mi excursión por los infiernos ni caer más en aquellas lamentables equivocaciones que hasta
entonces sufrí. Y esto de tal manera, que aquí creo poder muy bien poner término a la relación de mi
aventura. Pero no será sin antes añadir dos palabras para descargar mi conciencia del juramento que
hice a las puertas del infierno de combatir en la tierra la falsísima idea que de él y sus habitantes
tenemos. El infierno no es esa horrible comarca fantástica, de cromo, que llevamos en nuestra
imaginación desde niños. Es, por el contrario, uno de los puntos más avanzados del universo entero, y
aun podríamos considerarlo, en cierto modo, como colocado a la cabeza de la civilización del mundo.
No es cierto que reine allí hostilidad ni prevención contra los hombres. Los diablos son gente normal,
inteligente y sin “pose” alguna.
Tanto me impresionaron la sencillez de sus costumbres y lo amable y correcto de sus
procederes, que ahora, cuando tiene por casualidad algún amigo la complacencia de llamarme pobre
diablo, un elevado y puro sentimiento de gratitud viene a llenar mi corazón, sin que ningún medio me
parezca suficiente a demostrárselo. Y, además, puesto de rodillas delante del cura, persona fidedigna y
verídica, escucho con toda la reverencia del caso el pronóstico feliz de que a mi muerte habré de bajar
derechamente a los infiernos, sin ser detenido en parte alguna.
En cuanto al descrédito a todas luces absurdo en que desgraciadamente ha caído el infierno
entre nosotros, nada definitivo en realidad puedo decir. ¿Quién estaría en condiciones de explicar sus
orígenes con toda exactitud? Sin embargo, en vista de que los más sabios historiadores y los más
profundos eruditos se han declarado incompetentes en la resolución de este problema, y de que, por
consiguiente, no parecen ser dichos orígenes material para eruditos ni historiadores ni asunto para
sabios, yo, que no soy autor de historia, libro ni cuento alguno, después de haberme hundido en
profundas reflexiones, perdiendo por completo la noción de lo real, he supuesto que la mala fama de
que el infierno goza en la tierra es únicamente debida a la ojeriza y mala voluntad de algún inicuo
mortal de los tiempos primitivos. Éste, no pudiendo alcanzar el infierno con sus escasos méritos,
seguramente juró tomar venganza de él, levantándole un falso testimonio, y propaló enseguida todos
los horrores y tonterías que aún hoy corren entre nosotros como monedas de ley.

JULIO GARMENDIA.

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