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Palabras nuevas

[Ensayo inédito. Escrito probablemente


entre febrero y abril de 1940.]

H
oy en día, la formación de pala-
bras nuevas es un proceso len-
to (he leído en algún lado que
el idioma inglés gana unos seis vocablos
y pierde otros cuatro cada año) y no se
acuña ninguna palabra nueva de manera
deliberada, salvo cuando se trata de nom-
bres para objetos materiales. Las palabras
abstractas directamente no se acuñan nun-

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ca, aunque a veces se tergiversan términos
antiguos (“condición”, “reflejo”, etc.)
para endilgarles nuevas acepciones con fi-
nes científicos. Lo que quiero plantear a
continuación es que sería bastante factible
inventar un vocabulario, quizás de varios
miles de palabras, que abarque partes de
nuestra experiencia que ahora son prácti-
camente inasibles para el lenguaje. Existen
varias objeciones a esta idea, y las iré abor-
dando a medida que se presenten. El pri-
mer paso es indicar para qué se necesitan
vocablos nuevos.
Cualquiera que piense un poco ha-
brá notado que nuestro lenguaje es prác-
ticamente inútil a la hora de describir lo
que sucede dentro del cerebro. Este es un

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hecho tan aceptado que escritores de gran
habilidad (por ejemplo, Trollope y Mark
Twain) empiezan sus autobiografías de-
clarando que no tienen intención alguna
de describir su vida interior, ya que esta es
indescriptible de por sí. Ni bien tratamos
con aquello que no es ni concreto ni visi-
ble (e incluso en gran medida con aque-
llo que lo es: basta con ver las dificultades
que implica describir la apariencia de una
persona cualquiera) descubrimos que las
palabras se asemejan tan poco a la reali-
dad como las piezas de ajedrez a los seres
vivos. Para poner un ejemplo evidente y
sin complicaciones adicionales, tomemos
el caso de los sueños. ¿Cómo se describen
los sueños? Claramente, uno nunca los

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describe, porque no existen palabras que
transmitan la atmósfera de los sueños en
nuestro lenguaje. Por supuesto, se puede
hacer un recuento aproximado y burdo de
algunos de los hechos más importantes de
un sueño. Uno puede decir: “Soñé que es-
taba caminando por Regent Street con un
puercoespín que llevaba puesto un bom-
bín”, etc., pero esa no es una verdadera
descripción del sueño. E incluso si un psi-
cólogo lo interpreta en clave “simbólica”,
tendrá que depender en gran medida de
suposiciones, dado que la verdadera cua-
lidad del sueño, la cualidad que le otorgó
al puercoespín su única significación, resi-
de más allá del mundo de las palabras. De
hecho, describir un sueño es como tradu-

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cir un poema palabra por palabra, como
se hace en algunos ejercicios escolares: lo
que se obtiene es una paráfrasis sin senti-
do a menos que uno conozca el original.
Menciono los sueños porque son
un ejemplo innegable, pero si estos fue-
ran lo único que no pudiera describirse,
quizás no valdría la pena preocuparse del
asunto. Sin embargo, como se ha señalado
una y otra vez, la mente en la vigilia no di-
fiere tanto de la mente al soñar como pare-
ce, o como nos gusta simular que parece.
Es cierto que la mayor parte de nuestros
pensamientos cuando estamos despiertos
son “razonables”; es decir, existe en nues-
tra mente una suerte de tablero de ajedrez
en el cual nuestros pensamientos se mue-

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ven de manera lógica y verbal; usamos esta
parte de la mente para resolver cualquier
problema intelectual simple, y nos acos-
tumbramos a pensar (es decir, pensar en
nuestros momentos de “ajedrez mental”)
que esa es la mente entera. Pero, evidente-
mente, no es así. El mundo desordenado
y no verbal de los sueños nunca está del
todo ausente en nuestra conciencia, y si
fuera posible calcular el porcentaje, esti-
mo que se descubriría que más o menos la
mitad de nuestros pensamientos durante
la vigilia son de este tipo. Sin duda estos
pensamientos oníricos están presentes in-
cluso cuando tratamos de pensar de forma
verbal, influyen en los pensamientos ver-
bales, y son en gran parte los que le dan

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valor a nuestra vida interior. Si uno exa-
mina lo que piensa en un momento cual-
quiera, verá que nuestra actividad mental
principal consiste en el fluir de cosas sin
nombre, hasta tal punto que uno no sabe
si denominarlas pensamientos, imágenes
o sensaciones. En primer lugar, están los
objetos que uno ve y los sonidos que oye,
los cuales en sí mismos pueden describirse
con palabras, pero que una vez dentro de
nuestras mentes pasan a ser algo bastante
distinto y totalmente indescriptible3. Ade-

3. “The mind, that ocean where each kind / Doth


straight its own resemblance find / Yet it creates, tran-
scending these / Far other worlds and other seas” [La
mente, ese océano donde cada especie / Encuentra
a su propio doble / Pero que crea, trascendiéndolos /

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más, existe la vida onírica que la mente
crea para sí misma sin cesar, la cual, si bien
es en su mayor parte trivial y se olvida rá-
pidamente, contiene elementos que son
mucho más hermosos, graciosos, etcétera,
de lo que jamás podemos expresar en pala-
bras. En cierto sentido, esta parte no verbal
de la mente es incluso la más importante,
ya que representa la fuente de casi todos
nuestros motivos. Todo lo que nos gusta
y lo que no nos gusta, toda sensación es-
tética, toda noción del bien y el mal (las
consideraciones estéticas y morales son,
en cualquier caso, inextricables) surgen de
sensaciones que, como se suele reconocer,

Muchos otros mundos y otros mares], etc. [N. del A.].

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son más sutiles que las palabras. Cuando
nos preguntan: “¿Por qué haces esto o no
haces aquello?”, invariablemente nos da-
mos cuenta de que la verdadera razón no
puede expresarse verbalmente, aun cuan-
do no la queramos ocultar; en consecuen-
cia, racionalizamos nuestra conducta, de
un modo más o menos deshonesto. No
sé si todo el mundo lo admitiría, y es un
hecho que algunas personas no parecen
percatarse de la influencia que ejerce sobre
ellas su vida interior, ni darse cuenta si-
quiera de que su vida interior existe. Noto
que mucha gente nunca se ríe cuando está
sola, y supongo que si un hombre no se
ríe solo su vida interior debe ser relativa-
mente estéril. No obstante, cualquiera con

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un mínimo de individualidad posee vida
interior, y es consciente de la imposibi-
lidad práctica de entender a los demás o
de ser entendido; es decir, del aislamiento
en el que vivimos los humanos, como si
cada uno fuera una estrella distante. Casi
la totalidad de la literatura es un intento
de escapar de este aislamiento por medios
tangenciales, ya que los medios directos
(las palabras en sus acepciones más bási-
cas) no sirven para casi nada.
La escritura “imaginativa” es, por
así decirlo, un ataque lateral contra posi-
ciones inexpugnables de frente. El escri-
tor que intente plasmar cualquier cosa
que no sea fríamente “intelectual” podrá
hacer muy poco con las palabras en sus

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acepciones básicas. Si logra el efecto de-
seado será mediante un uso complejo e
indirecto de las palabras, sirviéndose de
sus cadencias y otros aspectos similares,
como al hablar uno se sirve del tono y
la gesticulación. En el caso de la poesía
esto es tan sabido que no vale la pena
discutirlo. Nadie que posea el menor en-
tendimiento poético diría que

The mortal moon hath her eclipse endured,


And the sad augurs mock their own presage4

realmente significa lo que “significa” cada

4. “Resistió la mortal Luna a su eclipse / Y los tristes


adivinos se burlan de sus propias predicciones”,
Shakespeare, Soneto 107. [N. del T.]

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palabra en el diccionario. (Se cree que es-
tos versos pareados aluden al hecho de
que la reina Isabel había atravesado sin
problemas su gran “año climatérico”5). La
acepción que figura en el diccionario casi
siempre tiene algo que ver con el verdade-
ro sentido las palabras, pero en la misma
proporción en que la “anécdota” de un
cuadro tiene algo que ver con su diseño.
Y lo mismo sucede con la prosa, mutatis
mutandis. Veamos el caso de una novela,
incluso una que evidentemente no tenga

5. Esta expresión hace referencia al cumpleaños


número 63 de la reina, edad considerada crucial o
infausta por muchos en la época, al ser múltiplo de
dos números de supuesta significancia astrológica,
el siete y el nueve. [N. del T.]

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