Está en la página 1de 3

CONTRATIEMPO

En menos de veinte minutos, Pablo Domínguez va a ser asesinado. Él no lo sabe, así que

no está paranoico o temeroso. Recién se despierta. Camina hasta el baño arrastrando los

pies, estirando los brazos, bostezando con la boca tan abierta como si un ladrillo le

colgara del mentón. Abre la puerta y no prende la luz. Se acomoda frente al inodoro y

relaja los músculos pélvicos. La orina rompiendo contra el agüita hace un ruido

insoportable. Pablo arruga la cara y aprieta los ojos porque el ruido lo perturba. Termina

de orinar. Tantea la pared hasta dar con el botón del depósito del baño. Lo oprime. Se

inicia la descarga. Se para frente a la pileta. Gira en sentido antihorario la canilla del agua

caliente. Hace un huequito con las manos y las pone bajo la canilla. Se tira en la cara el

agua que juntó. Repite la acción tres o cuatro veces y cierra la canilla. No se lava los

dientes. No se lava las manos. Está un poco más despabilado, pero así y todo calcula mal

un paso y una pata de la mesita del antebaño se le incrusta entre los dedos anular y

meñique del pie izquierdo. Dice: “¡Pero la rep!”. Caminando como puede, entra en el

dormitorio. Se deja caer en la cama con brusquedad. Lorena se despierta sobresaltada.

—¿Qué pasa, gordo?

—Nada, me golpeé el pie. Seguí durmiendo.

—Ah, boludo, me hiciste asustar. ¿Qué hora es?

—Siete menos diez.

—¿Te quedaste dormido?

—Sí, pero llego bien.

Pablo se para. Renguea. Abre el ropero y descuelga un traje gris oscuro. Es nuevo,

de una tela brillante que no sé cómo se llama. Lo mira un ratito, alucinado. Lo deja sobre

la cama con cuidado para no arrugarlo. Ahora descuelga una camisa blanca. Esa camisa

no es nueva, tiene los puños percudidos. Pablo examina, precisamente, los puños de la
camisa. Les clava los ojos, que se le abren más de lo normal. Ahora mira el cuello:

también está algo estropeado. Se lamenta, resopla, se pone la camisa. No está conforme,

pero esta vez no le alcanzó más que para el traje. Tal vez después de la presentación de

hoy, si resulta exitosa —¿cómo no?—, la empresa le dé un aumento y pueda comprar

otra camisa. U otras camisas, en plural. Por ahora tiene esta nada más. Lorena se la tiene

que lavar y planchar todos los días. Piensa en esto mientras se abrocha la camisa

mirándose al espejo. También piensa en lo absurdo que es que su posibilidad de comprar

camisas nuevas, unas que no estén manchadas o raídas, dependa de su capacidad de

convencer a un hombre chino de que a su empresa —la del chino— le conviene comprar

cierto producto que su empresa —la empresa para la que trabaja Pablo— puede llegar a

proveerle, y que no necesitaría otra camisa si no trabajara en la empresa. “Qué mundo

este”, piensa Pablo.

Después de ponerse el pantalón, calzarse los zapatos y echarse una corbata al

cuello —y dejar el saco sobre la cama—, abandona la habitación y camina en dirección a

la cocina. Entra en la cocina. Encuentra en el microondas la taza de mate cocido que

Lorena dejó preparada la noche anterior. Lorena hace lo mismo todas las noches. Así

Pablo se ahorra un par de minutos, porque no tiene más que apretar el botón que dice

“Start”, como lo está haciendo ahora. Y se queda mirando el displéi. Faltan siete

segundos, seis, cinco, cuatro, tres, dos… Aprieta “Stop”. Está muy apurado esta mañana.

Prueba el mate cocido. Está frío. No comprende; siempre le da un minuto a la taza de

mate cocido y nunca está frío. ¿Tan importantes son esos últimos dos segundos? “Ya

fue”, piensa Pablo, y termina el mate en un instante, como si estuviera bebiendo agua

fresca en un día caluroso. Hoy hace frío. Falta un día para el invierno. Pablo no tiene

presente que mañana empieza el invierno. ¿Qué le importa? Por estos días tiene otras

cosas en la cabeza. Estos días se lo vio preocupado, ensimismado, ajeno a todo, como

ahora, que se queda mirando fijo a través del ventanal que da al patio, pensativo, con los
ojos clavados qué sé yo dónde, mientras repasa mentalmente los detalles de la

presentación: los conceptos, las imágenes, las caras que pondrá, los chistes de

japoneses que buscó anoche en internet, etcétera, etcétera. Estático, pesado, no sonríe,

no pestañea, no nada. De pronto se mueve otra vez: se palmea el pecho y dice “vamos,

vamos, vamos”; después, la cara y pronuncia estas palabras: “nijao”, “piao” y otra que

suena así o parecido: “muyichensu”. Lo hace exagerando la gesticulación. Qué ridículo,

parece un idiota. Ahora se ata la corbata, una corbata azul, azul con puntitos, con puntitos

negros.

Está apurado, así que no lava la taza. ¿A dónde va? A buscar el saco. Entra en la

pieza, toma el saco, no le da un beso a Lorena, no le dice “chau”, no la acaricia; otra vez:

no nada y sale despacito como entró. Atraviesa el livin para llegar a la puerta de calle. Sus

pasos retumban en la sala, solitarios, tristes, finales. Son una imagen de la desolación

venidera. No se escucha nada más que los pasos de Pablo. Afuera tampoco se escucha

nada. Hasta dentro de media hora la ciudad no arranca. Pablos se pone el saco y de

arriba de la mesita que está al lado de la puerta agarra las llaves, la billetera y el celular.

—¡Suerte, gordo! —grita Lorena desde el dormitorio.

Pablo piensa que jamás hubo palabras más inoportunas. Abre la puerta. ¿Qué

hace? ¿No la va a saludar? Dice: “¡Gracias! Después nos vemos.”. Sale a la calle y cierra

la puerta. Se oye una voz deforme que dice “equis veintiocho desactivada”. Pablo abre la

puerta del auto, entra, se acomoda en el asiento. “También voy a cambiar el auto.” Cierra

la puerta. Ahí viene su verdugo, está doblando la esquina. “El agua del baño quedó

corriendo.” Pablo pone la llave en el interruptor, porque no sabe que lo van a matar. Le

van a querer robar el auto y se va a resistir. Entonces le van a poner un caño frío en el

pecho y van a apretar un gatillo. Se le va a manchar el traje nuevo. También la camisa

vieja y la corbata de puntitos. Ahí está, mirá, ahí lo van a matar.

También podría gustarte