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Quimera por Francisco Ceniceros

Cuando despertó, descubrió que había ganado el avión presidencial. Impelido por fuerzas
ignotas, como levitando de la cama y en un parpadeo, él ya estaba listo para empezar el
prodigioso día. Una luminosidad arropaba aquello donde posaba la mirada, todo resplandecía
primorosamente ante él. El fulgor que observaba para nada le era molesto; ese día no. Sentía una
calidez que reconfortaba a su cuerpo y su espíritu, un bienestar necesario para salvar las faenas
de la jornada de un ganador, esas que se deben arrostrar para reclamar lo que en justicia es de
uno. Mientras discurría en una, otra, u otra cosa más, él ya estaba en camino a recoger su avión
presidencial en un avión comercial (no podía ser de otro modo). A pesar de ello, el buen trato
ofrecido por el equipo de la aerolínea, el amor propio insuflado por la agitación que producía en
los pasajeros su presencia y los manjares servidos a su exclusiva disposición, subsanaban el
compartir con los “no ganadores” el vuelo.

En un instante recordó, en yuxtaposición al tan extraordinario momento que estaba


pasando, que la suerte nunca lo había acompañado. Tenía una filosofía, por lo menos él la
llamaba así, de vida: “trabaja y logra”, que le impedía abandonarse a la laxitud. De los variopintos
sorteos en los que había participado jamás la verde corona ciñó su cabeza, y con el paso del
tiempo (y solo por una mezcla singular de buena intención y lástima) compraba a sus familiares
y más cercanos algún boleto para alguna rifa ocasional, intuyendo que el premio no sería para él.

Ese día rompía una maldición que llegó a pensar connatural, y no se preocupó demasiado
por la vaguedad al querer responderse cómo había comprado su boleto para participar en la tan
polémica rifa del tan famoso y propagandístico avión. De todos modos, eso no apremiaba
porque debía preparar su discurso de premiación: uno que enmendara de alguna manera la vida
onerosa que padecía desde que su trabajo, con su insufrible traslado, le era fastidioso, junto con
sus compañeros insípidos que, ocupados y preocupados en las más nimias tareas, le recordaban
lo patético de su existencia, plagada de interrupciones, rémoras, dificultades y fracasos de todos
los tamaños. Ya no importaba nada de eso porque él, y a pesar de todo, finalmente había
obtenido su merecido triunfo después de tantas contrariedades.

Las palabras que daría al pueblo de México en la ceremonia sanarían los sinsabores que
padecía por los determinismos impuestos y autoimpuestos (él lo pensaba así). No caería en esas
peroratas a las que con tanta frecuencia apelan los personajes públicos. Agradaría, convencería y
conmovería: ni corto ni extenso, ni lacónico ni ampuloso, ni mezquino ni vulgar, sino un discurso
justo, grandioso, magnífico; la voz modulante con suaves y dulces sonidos acá y allá enérgicos y
fuertes acentos; un porte que cortésmente marque la distancia con la población (perdedora), un
porte que proclame su incuestionable buen gusto, un porte de vencedor. Se escribiría en los
anales de la nación su actuación.

Bajó del avión comercial escoltado por masas ataviadas con carcasas negras, protegido
de la masa hambrienta de un saludo, una mirada, una fotografía, unas palabras del gran ganador
de la nación. No había tiempo de atenderlos. Quizá distraído por el alboroto, sin darse cuenta
estaba ya aproximándose al podio situado en la plaza pública bajo un sol refulgente para, después
del protocolario evento que necesariamente debió de precederlo pero que no recordaba, dirigirse
a la nación.

Hablaría y se le entregaría …

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